CAPITULO XI

Mike y Duke se habían metido en el saloon. Querían beber su último whisky antes de marcharse de Denver.

Jimmy entró en el local y se dirigió hacia ellos.

—Eh, muchachos, ¿os ibais a marchar sin despediros de mí?

—Perdona, Jimmy, pero te vimos embebido.

—Embebido. Esa es la palabra, y ahora me voy a embeber más... Lou, sirve seis whiskys dobles, uno detrás del otro.

—¿Para llevar o para tomar?

—Un día de éstos te voy a dar un premio por el mejor chiste.

Lou puso los seis whiskys y Jimmy bebió uno, dos... Cuando fue a beber el tercero, Mike lo cogió del brazo.

—Eh, Jimmy, ¿por qué te quieres suicidar?

—Porque acabo de leer una carta que me ha traído recuerdos amargos.

—¿Qué carta?

—¿Cuál va a ser? La de La Mecha que Arde.

—¿A qué recuerdos te refieres? Disculpa, si no quieres contarlos, es asunto tuvo.

—No hay inconveniente en que lo sepáis. Se trata de Henry Cosak. Fue colgado por traidor durante nuestra guerra civil.

—¿Y era traidor?

—Sí, se entendía con los sudistas.

—Entonces, ¿dónde está la tragedia?

—Henry Cosak era viudo, pero tenía un hijo, un chiquillo de doce años. A su padre lo sometieron a Consejo de Guerra los yanquis cuando lo encontraron culpable de traición.

—¿Cuál fue su traición?

—Cosak iba a entregar todo el territorio de Colorado a los sudistas, algo más de medio millón de kilómetros cuadrados. Había recibido informes de los puestos militares, de las fuerzas que disponían y, sobre todo, consiguió los planes de defensa de muchos de ellos, valiéndose de una extensa rama de espías.

—Total, que tenía merecida la horca.

—Yo era amigo de Cosak.

—¿Hace cambiar eso las cosas?

—En cierto modo, sí.

—¿Qué quieres decir?

—Yo estuve conforme con el castigo que impusieron a Cosak. Lo visité en la celda unas horas antes de que fuese ahorcado. Fui la última persona que lo vio vivo. ¿Me permites un whisky, Mike? Palabra que lo necesito.

—Anda, bebe, pero que sea el último.

—Si, Mike, será el último...

Jimmy apuró de un solo trago el contenido del vaso. Chascó la lengua y prosiguió:

—Cosak me encargó su hijo. Sí, muchachos. Yo tenía que ocuparme de la educación de Johnny Cosak. Así se llamaba el muchacho —la voz de Jimmy se había hecho estropajosa.

—Sigue, Jimmy —dijo Mike.

—No cumplí. Soy un cerdo... ¿Lo oís, muchachos? ¡Soy un puerco!

—Tranquilízate.

—No puedo tranquilizarme... ¿Por qué creéis que bebo? No me gusta el whisky, palabra que no me gustaba. Pero desde hace veinte años bebo y bebo sin parar. ¿Por qué? ¡Para acallar a mi conciencia! ¡Esa es la respuesta! ¡Para acallar a mi conciencia!

—Ya estoy arrepentido de haberte dejado beber tanto whisky, Jimmy.

Los ojos de Jimmy se habían llenado de lágrimas.

—¿Por qué no me llamáis puerco?

—Porque somos tus amigos.

—Pero soy un puerco.

—Tienes una borrachera como una casa.

—Abandoné al muchacho. Henry Cosak, un hombre que iba a morir, me dejó a su hijo y yo lo abandoné.

—¿De qué forma defraudaste a Henry Cosak?

—Por una rubia.

—¿Por una rubia?

—Ahorcaron a Henry Cosak y yo me llevé a Johnny a mi cabaña. Entonces era minero, como ya sabéis. Había una girl en el saloon Estrella. Se llamaba Marion. Me enamoré, pero ella no me quería a mí. Sólo quería mi dinero. Me engatusó, me dijo que la llevase a Abilene. El muchacho era un estorbo. Pensé que alguien se ocuparía de él. No le dije nada al chico. ¿Lo entendéis? Me fui con la girl... Sólo hice una cosa, dejarle diez dólares sobre la mesa. Y en Abilene sobrevino el final de mi romance con Marion, Yo me había quedado sin plata y allí terminó todo... Marion encontró en seguida otro hombre. Pensé en matarlo, pero me convencí de que no valía la pena y me puse a beber... Por fin, regresé a Denver.

—¿Te estaba esperando el muchacho?

—Ya has imaginado el final de la historia.

—Sí, Jimmy.

—Pues, acertaste... Johnny Cosak se había largado.

—¿No dejó una carta?

—Ninguna.

—¿Qué te dijeron de él?

—Nadie me supo dar razón. Se había convertido en humo... Yo lo busqué... Juro que lo busqué... Mike, ¿puedo beberme otro whisky?

—No.

—¡Por lo que más quieras, lo necesito!

—¡He dicho que no!

Jimmy se puso a lloriquear.

Mike soltó una maldición.

—Me humilla ver a un hombre que gimotea por un whisky. Bebe lo que quieras y si quieres reventar, bébete un barril.

Jimmy alargó la mano para coger un vaso, pero se detuvo y terminó por bajarla.

—Lo siento... He necesitado el whisky desde entonces.

—Déjate de tonterías. Es tu falta de voluntad. Crees que lo necesitas, pero podrías pasar sin él.

—Lo he intentado muchas veces, pero el whisky me ganó.

—Volvamos a la carta de los dinamiteros. ¿Por qué se referían a Henry Cosak?

—Es en la antigua cabaña de Henry Cosak donde los saboteadores han citado a la persona que debe hacer el pago de los trescientos mil dólares.

—Me gustaría leer esta carta. Tendremos que ir a la oficina del sheriff, Duke.

—No hace falta que vayáis. Yo me traje la carta —dijo Jimmy, y la sacó del bolsillo y la entregó a Mike.

Duke la leyó también por encima del hombro de su amigo.

Cuando hubieron terminado, Mike dijo:

—Puede ser una coincidencia, pero... —se interrumpió.

—Continúa —dijo su socio.

—Aquí se dice que Henry Cosak fue el personaje más famoso de Denver.

—¿Y qué? ¿Acaso no lo fue por su traición a la causa del Norte?

—Jimmy —dijo Mike—. ¿No has vuelto a saber nada de Johnny Cosak?

—No.

—Seguro que ni lo intentaste.

—Claro que lo intenté.

—¿Por cuánto tiempo?

—Durante los primeros años. Cuatro o cinco... Luego decidí que no valía la pena molestarse, que el muchacho habría encontrado acomodo en alguna parte...

—Entonces pudiste dejar de beber whisky.

—Sí, tienes razón, pero ya te he dicho que el whisky era más fuerte que yo.

—Todos los que se encuentran en la misma situación que tú dicen lo mismo. El whisky es más fuerte y por eso hay que beberlo.

Jimmy pegó un manotazo sobre los vasos que todavía estaban llenos.

Los vasos cayeron en el suelo, rompiéndose, desparramando el licor.

—Eh, Jimmy —dijo Mike—. Luego te arrepentirás.

—Quizá... No lo sé.

—¿Dónde está la cabaña de Henry Cosak, Jimmy?

—No puedes ir.

—¿Por qué no?

—El sheriff ha establecido vigilancia para que a nadie se le ocurra ir allí antes de tiempo.

—¿Quién entregará el dinero?

—Alan Maus... Es un agente de Bienes Raíces. Fue propuesto por el señor Reat. Todos lo aceptaron.

—Según la carta, tiene que entrar, dejar el dinero y marcharse.

Mike quedó pensativo y Duke gritó:

—Eh, Mike, nos tenemos que ir.

—Nos quedamos.

—¡Eso quiere decir que seguirá el lío! ¡No, Mike, no!

* * *

Era noche oscura.

Alan Maus entró en la cabaña del Traidor. Llevaba consigo una bolsa en la que transportaba los trescientos mil dólares en monedas de oro.

Tropezó con una silla y soltó un grito.

—¿Hay alguien ahí? —dijo.

Esperó un rato sin que le contestasen. Entonces dejó la bolsa en el suelo y encendió un fósforo.

No, en la cabaña no había nadie.

Quedaba una mesa a la que le faltaban dos patas. Todo estaba cubierto de polvo. Había también tres sillas, todas inservibles. Una de ellas estaba cerca de la puerta y era con la que había tropezado Maus. La apartó de un puntapié.

Maus había pensado que quizá se encontraría con un enmascarado, pero ahora dio un suspiro de alivio. Decidió sacrificarse por los ciudadanos, ya que era una temeridad que alguien actuase como mensajero, llevando tal cantidad de oro. Podría ocurrir que los forajidos acabasen con él. Por eso había deseado que los tipos se cubriesen con una máscara o le hablasen desde la oscuridad.

Bueno, al no haber encontrado a nadie, su misión resultaba más sencilla. Sólo tenía que dejar la bolsa y largarse.

Fue lo que hizo.

Una vez fuera, respiró con fruición el aire fresco de la noche. No deseaba a nadie aquellos minutos. Pero ya era libre.

Movió las piernas muy aprisa y se alejó.

Apenas Maus hubo desaparecido, surgieron tres hombres de la parte derecha de la cabaña. Eran Lemmy Rill y sus dos compinches, Sergio Rondy y Ed Hickory.

Lemmy rompió el silencio:

—¿Os cerciorasteis bien de que no había nadie por los alrededores?

El mestizo Sergio soltó una risita.

—Esa gente tiene el miedo metido en el cuerpo. Nadie se atrevió a acercarse. Sólo vino el mensajero. Ed y yo hicimos una comprobación completa del terreno. Podemos entrar en la cabaña y hacernos cargo de la bolsa sin ningún peligro.

—Vamos —dijo Lemmy—. Ya tengo ganas de ver qué montón hacen trescientos mil dólares.

Edward encanutó los labios y lanzó un silbido al oír mencionar aquella cantidad.

Lemmy le pegó con el dorso de la mano en la boca.

—¿Por qué me pegas, Lemmy?

—No silbes, estúpido.

—Te hemos dicho que no hay nadie.

—Sí, eso es lo que vosotros decís. Pero en cualquier momento puede aparecer alguien.

—La última carta les sirvió de advertencia. Estamos enterados de sus movimientos. No pueden hacer nada contra nosotros.

—A callar.

—Como tú quieras, Lemmy.

Se encaminaron hacia la cabaña. Lemmy empujó la puerta, la cual se abrió con un siniestro chirrido.

Dentro reinaba la oscuridad.

—Un fósforo, Ed —dijo Lemmy.

Ed encendió un fósforo y los tres penetraron en la cabaña.

La bolsa estaba cerca de la mesa.

Sergio fue a abalanzarse sobre ella, pero Lemmy le puso la zancadilla y Sergio se derrumbó esparciendo por el aire el polvo que había sobre los desajustados tablones del piso.

—Eh, Lemmy, no está bien eso que has hecho.

—Soy yo el que tengo que coger el dinero.

—Perdona, Lemmy, pero es que no pude contener la emoción.

—Será mejor que la contengas o te encontrarás con una bala.

Sergio se levantó rezongando algo por lo bajo.

Lemmy avanzó hacia la mesa mientras Ed encendía una vela que había encontrado en el alféizar de la ventana.

Lemmy puso la bolsa en la mesa produciendo un tintineo.

—Se oye el oro... —dijo Sergio.

Lemmy metió las manos en la bolsa y sacó un montón de monedas de oro.

Sus dos compinches quedaron sin habla mientras sus ojos se desorbitaban.

—Buenas noches, compañeros.

Lemmy, Sergio y Ed se volvieron hacia una puerta que comunicaba con la cocina. Ninguno llegó a sacar porque allí estaba un hombre que les era conocido. Mike Green, el cual manejaba el «Colt» con la diestra.

—Asaré al que cometa una tontería.

Hubo un silencio que Lemmy rompió con una risita.

—Esta es una estupidez por su parte, señor Green.

—¿Tú crees?

—No podrá evitar nada. Nosotros somos tres mensajeros de la persona que está detrás de nosotros... Debo recordarle también que la ciudad está dinamitada... ¿Cree que no fueron previstos los posibles incidentes?

—Convénceme.

—Si dentro de media hora no estamos en cierto lugar, la ciudad volará por los aires. Palabra de Lemmy Rill.

—Qué emocionante.

—Emocionante o no, usted será responsable de esa catástrofe. Usted solo, señor Green.

—Me estás poniendo la carne de gallina.

—Señor Green, usted es un entrometido, pero aquí no tiene nada que hacer. Debió marcharse cuando se libró de los pedruscos en la galería.

—Suertecilla que tiene uno.

—Pues ya se le acabó la racha y debió aprovechar la lección.

—Supón que me voy con el dinero.

—Muy bien. Puede irse con el dinero, pero con eso va a conseguir muy poco porque Denver saltará en pedazos. No ha habido evacuación y morirán familias enteras, miles de ciudadanos. ¿Es eso lo que quiere, señor Green? Creí que usted luchaba por ellos, por la gente que vive aquí.

—Eres un tipo convincente, Lemmy, pero no vine por el dinero.

—Entonces, ¿por qué diablos se entrometió?

—Quiero saber quién es tu jefe. Si no me hablas de él te meto una bala por las narices, Lemmy.

—No se atreverá.

—Te mataré, y luego haré la misma pregunta a tus dos cómplices. Apuesto doble contra sencillo a que cuando llego al tercero, me lo dice.

Lemmy se mojó los labios con la lengua.

—Escuche, señor Green, sólo puedo darle la descripción de mi jefe porque yo no sé su nombre.

—Lo llamaréis de alguna forma.

—Sí, eso es cierto.

—¿Cómo lo llamáis?

—La Mecha.

—No es muy original que digamos.

—Original o no, él ordenó que le llamásemos La Mecha, y ése es el único nombre que conocemos de él... Señor Green, estoy seguro de que usted no querrá que la ciudad de Denver se convierta en un montón de ruinas con centenares y centenares de muertos corrompiéndose entre ellas.

—No, Lemmy.

—Entonces lárguese.

—Iré con vosotros.

—¿Adónde?

—Al lugar donde os habéis citado con La Mecha.

—Olvídelo.

—No, Lemmy, no lo puedo olvidar, y te voy a dar una razón importante para ello. Ese tipo, La Mecha, pedirá más dinero después. Tengo posibilidad de hacer negocio con él y yo soy un tipo que no desaprovecha una ocasión.

—Ser curioso puede resultar muy caro, señor Green.

—Sí, lo sé. El cementerio está lleno de curiosos, pero yo soy un tipo que sabe cuidarse.

—Ño puede venir con nosotros por la sencilla razón de que seríamos descubiertos. Salimos tres y vamos a entrar cuatro.

—Seguirán llegando tres —dijo Mike, y levantó el brazo armado con una rapidez vertiginosa golpeando en el mentón a Ed Hickory.

El forajido soltó un gemido y se desplomó sin conocimiento.

—Lemmy, átalo.

—¿Qué se ha propuesto?

—Yo sustituiré a nuestro amigo, el del ojo hundido. ¿Está claro ahora que seguiréis siendo tres?