CAPITULO VI

 

El rubio Duke tenía la cabeza apoyada en el regazo de la francesa Monique y ronroneaba porque ella le rascaba la espalda con sus maravillosas uñas en punta.

De repente, la habitación se abrió sin previo aviso y Duke alargó la mano prendiendo el «Colt».

Al ver una figura femenina abrió los dedos y dijo a Monique:

—Sigue junto a mí y que la chica sirva la bebida por ahí.

—No vine a servir bebidas, señor Redy —dijo la voz de Judith.

Duke saltó del regazo de la francesa.

—Por todos los diablos del infierno... ¿Qué haces aquí?

Judith había empalidecido.

—¿Dónde está Mike Green?

—En el cielo.

Judith lanzó un grito entrecortado.

—¡Sabía que llegaría tarde y lo matarían!

—¿Matarlo, muñeca? El cielo a que yo me refiero es a Matilde Sonora, la mexicana que conocimos con Monique, aquí presente.

Judith hizo una breve genuflexión.

—Mucho gusto, señora.

—¿Quién es esta mosca muerta? —masculló la francesa, los brazos en jarras.

—Sobrina de Mike y mía. Oye, Judith, ¿qué es ese enredo de que «sabías que llegarías tarde»? Yo te hacía a muchas millas de Denver.

—Pude escapar perfectamente en un vagón con balas de paja.

—Pero habían varios polizontes adentro y se pusieron pesados.

—No me entiende, señor Hedy.

—Aclara conceptos, preciosa.

Judith asintió aprisa.

—Estaba yo en un viejo almacén de la estación huyendo de la pandilla de peones. De pronto lo oí hablar para planear un registro en la estación.

—¿Y bien?

—En eso, reconocí la voz de Borg Very.

—Cara de Aguila.

—Sí, señor Redy. Gorg ha sido nombrado jefe del grupo para atraparme.

—Recuérdame que debo achatarle el pico y tendrá el rostro más favorecido.

—¿Quiere no interrumpirme y dejar que se lo cuente? —pegó Judith con el pie en el suelo.

—Sigue.

—La voz de Borg Very decía en un lado de la estación que había de dar cuenta de ustedes. Conque dos sujetos de muy mal aspecto que dijeron provenir de la frontera se ofrecieron a eliminar a usted y a Mike por cien dólares.

—Estoy bajando de precio, infiernos. Sólo valgo cincuenta. Pero sigue, preciosa.

—¿Que siga? ¿En qué debo seguir, señor Redy? Esos individuos de la frontera fueron acogidos con mucho respeto, porque tienen un gran nombre entre la gente de revólver. Y si usted y Mike no se dan prisa en huir, presiento que van a ser asesinados a sangre fría.

Duke contempló con una mueca a la francesa.

—¿Qué te parece, madame? Tengo que ausentarme.

—¿Ausentarte ahora?

—Sí, Pompadoure.

Monique resolló con fuerza.

—Una vez me arrancaron a un invitado. Fue su padre quien se lo llevó. Pero cuando cuente a las demás chicas que una sobrina entró en mi cuarto y se llevó a su tío... Bueno, deberías firmarme un documento, porque no se lo van a creer.

—Regresaré muy pronto y serviré de testigo.

—Si los pistoleros son esos que se llaman Los Fronterizos, prefiero que me firmes un escrito, porque ya no volverás.

El rubio respingó y dio la vuelta hacia Judith.

—¿Son Los Fronterizos?

—Ahora que ustedes lo mencionan, fue ése el apodo que escuché.

—¡Debiste decirlo antes, muchacha!

Las dos mujeres quedaron solas en un quinto de segundo, porque el rubio partió como una exhalación.

Monique hizo una mueca y puso los brazos en jarras.

—¿Qué te parece la clase de hombres que corren hoy, mosquita?

—La mosca será su abuela, rica. Y en cuanto al señor Redy, estoy segura de que no se ha puesto en fuga, sino que va en defensa de su compañero.

—Deberías conocer a los hombres como yo, ingenua.

Judith cerró de un portazo y atravesó el largo corredor.

Antes de llegar al recodo del pasillo, ocurrió algo que sonó espantoso a los oídos de Judith.

Resonó una ristra de estampidos ensordecedores.

Judith dobló el recodo y lo que sus ojos contemplaron estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.

Resultaba demasiado terrible para que pudiera ser cierto.

Mike y Rudy se encontraban en el suelo, el primero todavía dentro de la habitación.

Al otro lado del corredor, dos sujetos cubiertos de mugre, barbas crecidas y polvo por todas partes contemplaban a los caídos.

Judith sintió que la ira agitaba sus miembros y exclamó:

—¡Asesinos!

Los dos sujetos llamados Los Fronterizos la miraron unos segundos sin decir nada.

Luego, el más alto pareció sufrir un súbito mareo y se venció de lado.

Pretendió mantenerse en pie, apoyando una mano en la pared.

Pero la palma de la mano le resbaló, húmeda de una sustancia viscosa y oscura que resultó ser sangre.

Y el Fronterizo rebotó contra el suelo, emitiendo un estertor impresionante.

Su compinche cayó de rodillas, soltó un tremendo chorro de sangre por la boca y fue a yacer junto a su compañero.

Mike y Duke se incorporaron de sendos saltos.

—¿Qué hay de nuevo, Judith? —sonrió Mike.

—¡Cielo santo...! Creí que ustedes eran las víctimas...

—Gracias a ti, seguimos respirando.

—¡Mike! —exclamó la joven sin poder creer lo que veía.

Impulsivamente, abrazó al joven, quien la acogió en su fuertes brazos.

—Calma, muchacha, calma —le palmeó Mike en la espalda, mientras Judith ocultaba su rostro en el pecho varonil para no contemplar el charco de sangre del corredor.

El rubio frunció el entrecejo al verlos tan juntos.

—Eh, yo también he estado a punto de ser víctima.

Judith se dio cuenta de que estaba muy junta a Mike Green e inició la separación sin brusquedad.

Sin embargo, Mike la tomó otra vez en sus brazos y murmuró:

—Aún te flaquean las piernas, Judith.

—Es cierto, Mike. Creo que me caería de la impresión.

—Reconfórtate...

De repente, Borg Very, alias Pico de Aguila, llegó al trote por el corredor, seguido de tres de sus hombres y exclamó:

—¿Cayeron, muchachos...?

Se interrumpió al contemplar a Los Fronterizos de cuerpo presente.

—¡Infiernos!

Mike apartó con suavidad a la bella Judith y miró con dureza al empleado de Edward Reat.

—Sí, Very. Todavía estamos en pie.

Borg Very esbozó una sonrisa forzada.

—Oiga, no vaya a creer...

—Lo creo.

—¡No tuvimos nada que ver con Los Fronterizos, caballero!

—Alguien me dijo lo contrario.

—¿Quién?

—Se dice el chisme, pero no el chismoso.

—Espere, Green... Nosotros...

Mike disparó la derecha e imprimió un movimiento sesgado a Pico de Aguila.

Este fue a caer en brazos del rubio, quien rió con estridencia y le sacudió un castañazo atroz.

Borg Very abrió un hueco en sus acompañantes, alcanzó el rellano y patinó vertiginosamente huyendo de las escaleras.

Pero era excesivo su impulso para los frenos de los zapatos y comenzó a rebotar en los escalones.

Al llegar al vestíbulo, ya era una bola humana incapaz de detenerse y salió por la puerta para no regresar.

Del trío que acompañó a Borg Very se destacó un anciano de rostro venerable, quien se arrancó el sombrero y manifestó:

—Señor Green, nosotros somos simples empleados a sueldo. Cobramos un dólar al día, el rancho y el camastro de peones. ¿Cree que vamos a causarles dificultades?

—Seguro que no, abuelo —dijo Mike.

—Es a lo que iba, muchacho. Y para demostrarlo, estos buenos chicos y yo ya estamos moviendo las piernas. ¿Eh, camaradas?

Apenas el abuelo movió los remos, los otros dos fulanos salieron precipitadamente del hotel.

Mike volvióse hacia el joven.

—Bueno, aquí terminó todo.

—¿Todo, Mike?

—Tendrás tiempo suficiente para tomar el tren.

Judith sonrió, alzando el rostro y tendió una mano para que Mike la estrechara.

—Siempre me acordaré de vosotros.

—Y yo de ti.

—Y yo —dijo el rubio.

—¡Y ustedes se van a acordar de mí también! —gritó el sheriff Lodge, seguido de un bronco ayudante.

Mike abarcó al grupo con la mirada.

—¿Quién va a acordarse de quién, amigos?

El sheriff boqueó hecho un lío, pero rugió finalmente:

—¡Basta, Green! ¡Quedan arrestados!

Mike y Duke se miraron.

—Un momento, autoridad —interpuso Mike—. ¿De qué se nos acusa?

—Sospechosos de rapto, agresión a pacíficos empleados y escándalo público y...

Golpeó los cadáveres impensadamente y agregó:

—¡Y también por esto!

—Todo puede aclararse, sheriff.

—¡Aclararemos el embrollo en mi oficina!

Mike sonrió con todos los dientes.

—No hay embrollo, autoridad. Judith no ha sido raptada.

—Mejor diga que fui liberada —exclamó la joven.

El sheriff señaló a la muchacha, pero se dirigió a Mike Green.

—¿Sabe que ella es la prometida de Edward Reat?

—Otra vez el condenado Edward Reat...

—¡El señor Reat es el prometido de Judith! ¡Existe un compromiso formal! ¿Sabe lo que es un compromiso formal anta nuestras leyes, Green?

—Dígalo usted, autoridad. Está ducho en leyes.

—¡El hombre que deliberadamente separa a dos prometidos cae en un delito que puede resolverse en una condena desde dos años de prisión a la horca!

—¿Horca, sheriff? No bromee.

—¡Tenemos viejas y duras leyes en nuestro Condado, Green! ¡Y mucho me temo que va a tener que responder ante ellas! ¡La ley es vieja, pero es dura...! ¡Infiernos, quiero decir la ley es dura...!

—Pero es vieja.

—Sí, Green. ¡Digo, no! ¡No pretenda liarme, Green!

Mike palmeó al sheriff en el pescuezo.

—Vaya tranquilo, autoridad. Pasaremos por su cubil y aclararemos el asunto a satisfacción. Tiene mi palabra.

El sheriff Lodge gruñó y empezó a dar media vuelta para regresar.

De repente se revolvió con el rifle en ristre y rugió:

—¡Nadie le dijo que yo me marcharé, Green!

—Puede quedarse en este magnífico hotel, autoridad. El servicio es inmejorable...

—¡Usted y el rubio, por todos los infiernos..., muévanse antes de que pierda la paciencia!

Mike chascó la lengua, observó el arma del sheriff y el feo revólver de su ayudante.

—Me temo que el sheriff nos está invitando a acompañarle, Duke.

Judith, que había estado durante un rato callada, pegó una patadita en el suelo.

Sheriff, no puede hacer esto con mis amigos.

—¿Tus amigos, Judith? ¿Desde cuándo los eliges con pintas?

Mike agitó un dedo ante el rostro de Lodge.

Sheriff, se va a encontrar con una demanda por injurias. No tiene derecho a llamarnos eso.

Judith intervino de nuevo, antes de que el sheriff pudiese replicar.

—Señor Lodge, estos hombres sólo me han ayudado a librarme de mi destino fatal.

El rubio Duke se puso a aplaudir.

—Sigue, nena. Eso me gustó.

—No lo estropees —dijo ella y le pegó una patada en el tobillo.

Duke danzó a la pata coja.

En aquel momento apareció un hombre dando saltitos y casi lloriqueando.

—¡Hija mía...! —dijo con voz dramática y estrangulada.

—¡Padre! —exclamó Mike, sin poderse contener.

Judith había fruncido el ceño y señaló al hombre de cincuenta y cinco años que pretendía cogerla entre sus brazos.

—Un momento, papá. No soy su hija.

—¿Qué estás diciendo, insensata? Yo me casé con tu madre y te tuvimos a los diez meses...

—No discutía eso, papá... No puedo consentir que me sacrifiques por salvar tu rancho.

—Judith, todas las hijas lo hacen.

—Yo no soy como las demás. Yo pienso en mi felicidad.

—Tu felicidad está al lado de Edward Reat. ¿No es verdad, sheriff?

El sheriff cabeceó.

—Seguro, señor Hoye. La mujer que se case con el señor Reat, será la primera dama de Denver... ¿Qué digo? ¡Será la primera dama del estado!

—¡No quiero ser la primera dama de Denver! ¡Ni de Colorado, ni de ninguna parte! ¡Renuncio...!

—Muy bien, y que se me coma el rancho —gimió otra vez el señor Hoye.

—Padre, tienes que encontrar esos diez mil dólares en alguna parte.

—¿Crees que crecen en los árboles? Hasta el Banco me negó el crédito.

—Claro. Porque el Banco es del señor Reat.

—Cariño, siempre he querido lo mejor para ti, y Edward Reat es el mejor partido de esta comarca.

—Yo no le quiero, papá.

—El amor llega después.

—Siempre se dice lo mismo en los matrimonios interesados. El amor llega después, como si el amor fuese alguien que llama a la puerta.

—Otras veces ha ocurrido, Judith.

Mike intervino:

—Eh, señor Hoye. ¿Se puede arreglar con doscientos dólares?

El padre de Judith arrugó el ceño.

—Usted debe de ser ese entrometido que está estropeando el asunto.

—No. Soy un justiciero llamado Mike Green y éste es Duke Redy, al que tampoco le gustan las cosas feas.

—Señor Green, no puedo aceptar sus doscientos dólares por la sencilla razón de que no me servirían de nada. He de pagar los diez mil dólares de una sola vez. ¿Los tiene usted?

—Se me ocurre una idea.

—¿Cuál?

—Juéguese los doscientos dólares en el hipódromo.

Con un poco de suerte, podrá reunir los diez mil dólares.

—¿Un poco de suerte? Necesitaría toda la que se reparte en el mundo para lograr esa suma... Señor Green, ¿por qué, para variar, no se mete en sus cosas?

—Eso es lo que usted quiere, viejo egoistón.

Charlie Hoye extrajo un pañuelo del bolsillo y se lo llevó a los ojos, en unos instantes se le arrasaron de lágrimas.

—Tiene razón, señor Green. Sólo pienso en mí mismo. ¿Qué importa que luchase contra los indios? ¿Qué importa que en esa casa haya nacido Judith? ¿Qué importa que me haya cuidado de ella cuando tuvo el sarampión, la tosferina...?

—Y las anginas —dijo Mike.

—Eso es. Y las anginas.

Los hermosos ojos de Judith también se estaban llenando de lágrimas.

—¡Padre! —exclamó.

—¡Hija! —dijo Charlie Hoye.

Los dos se abrazaron.

—Vamos a casa, papá —dijo Judith y miró a Mike y Duke, que contemplaban la escena con la boca abierta—. Gracias por todo lo que hicisteis.

—De nada, Judith —dijo Mike, haciendo un gallo con la voz.

Luego, el señor Hoye y Judith se marcharon.

El sheriff Lodge se llevó el pañuelo a las narices, supuestamente para sonarse, pero también a él la emoción le había llegado al fondo del alma.

—Eh, sheriff, tiene usted su corazoncito —dijo Duke—. ¿Qué le parece si hacemos las paces? ¡Resulta bueno que de vez en cuando comprendamos que somos de barro, y que nuestro destino es convertirnos en gusanos.

El sheriff reaccionó al instante.

—¡El destino de ustedes es la cárcel y allí se van derechos! ¡Lo juro...!

El sheriff, su ayudante y los dos socios abandonaron el hotel.

Un minuto más tarde, Mike y Duke ingresaban en una celda, después de entregar bajo recibo armas, monedas de oro y otros enseres personales.

De repente, sonó una tremenda explosión que conmovió el suelo de la oficina.

También conmovió el suelo de toda la ciudad. Los cristales se partieron en dos. Centenares de personas gritaron.

El miedo llegaba a Denver.