Capítulo VII

LOS puntales de madera del techo del túnel crujieron siniestramente y una rociada de tierra y piedras cayó sobre los hombres que abrían la galería.

Los cinco mineros arrojaron los picos y palas y saltaron para ponerse a cubierto del posible derrumbamiento bajo un hueco precario abierto en la roca viva.

El pelirrojo Allan Pulen soltó una espantosa maldición entre dientes.

—¡Todos hacia la boca de esta sepultura! Los demás se dieron prisa en retroceder.

El corpulento Gene Keonog se pasó una mano por la cara simiesca para desprenderse de la tierra pegada.

—Este es el último susto que nos da este condenado agujero.

Un tipejo enclenque cuyas costillas se podían contar a través del sudoroso pellejo, empezó a temblar como un azogado.

—¡Nos van a matar a todos, Gene! ¡Esos tipos dispararán sin pestañear! Gene Keonog lo empujó de un manotazo.

—¿Es qué prefieres quedarte aquí dentro de esta cueva? ¡Muy bien, Reddy! ¡Oid, muchachos: El valiente de Reddy se queda en el agujero de rata.

—¡No! —gritó Reddy, aterrorizado ante la perspectiva de verse solo en aquella enorme tumba.

Allan, el pelirrojo, hizo un enérgico gesto con la mano y atrapó el pico que le servía para abrir brecha.

—Dejemos esto de una vez, Gene. Al precio que sea. Keonog le dio un empellón y apretó los puños con fuerza.

—No vamos a salir inmediatamente. Nos refugiaremos en el recodo del murciélago. El pelirrojo Allan alargó el rostro hacia él enseñándole todos los dientes.

—De modo que ésa era la solución. ¡No, Gene! ¡Todos vamos a salir de aquí al aire libre! Se acabaron las emociones en la galería.

—Tú y los demás os vais a estar quietos y a hacer lo que os diga. El pelirrojo continuó sonriendo de modo desagradable.

—Estamos hartos de darte a ti las iniciativas, Gene. Si los chicos me hubieran escuchado, estaríamos hace tiempo fuera de aquí.

—¡Condenación! —rugió Keonog—. ¡No quiero que me agujereen el pellejo! Desde el recodo del murciélago, nos haremos fuertes y negociaremos con Angus. Tendrá que pagarnos y dejarnos salir.

Allan soltó una carcajada muy falsa.

—Ahí te quería ver. Gene. Por lo que he notado está claro.

—¿Qué es lo que está claro, Allan?

—Tienes miedo.

—Maldito seas…

—¡Está claro, Gene! ¡Tienes el miedo metido en el cuerpo!

—Cállate o te meto un zarpazo en la boca. El pelirrojo abrió las piernas en son de reto.

—Se te acabó el mando, chico. Saldremos de aquí. No todos, alguno se quedará patas arriba, pero parte del equipo recobrará la libertad.

—Estás loco, Allan. ¿No sabes que hay un tipo ahí en la boca del pozo? Allan rió fuertemente.

—¡Adelante, muchachos! ¡El pobre Gene Keonog está viejo! ¡Ya tiembla!

El corpulento Keonog soltó un ronquido y se precipitó contra el pelirrojo moviendo los puños como mazas.

Allan lo burló con un quiebro del cuerpo y le incrustó la izquierda en el abdomen. Cuando Keonog alargaba el ronquido, le cerró la boca de un castañazo.

Keonog se derrumbó pero estaba muy lejos de perder el conocimiento. Se incorporó soltando espantosos juramentos y atacó con renovadas fuerzas al pelirrojo.

Los dos hombres se sometieron a un duro cuerpo a cuerpo.

Los componentes del equipo permanecían con los ojos fijos en la escena y los cuerpos rielando a la luz dándose miradas de rencor.

De pronto sonó la voz del guardián Hank:

—¡Quietos o voy a dejaros cosidos uno al otro!

Keonog y Allan se separaron resollando y dirigiéndose miradas de rencor, Allan dio una cabezada hacia delante.

—Anda, Gene. Estarás contento. Has conseguido atraer a este bastardo. Hank movió el rifle de uno a otro hombre.

—Cuidado con la lengua, Allan. Tengo el dedo a punto de darle al gatillo. El pelirrojo lo miró con la dentadura brillante como la de un lobo.

—Muy bien, Hank. Dale gusto al dedo. Anda, dispara ya. Hank se removió nervioso.

—No perdáis la cabeza, muchachos.

El pelirrojo continuó avanzando hacia él.

—Ya tienes el gatillo medio apretado… un poco más y el balazo. Aprisa, Hank. Pero atiende una cosa.

Hank lo miró recelosamente y se humedeció los labios.

—¿Qué es lo que te cueces?

Allan rechinó los dientes sin dejar de sonreír de modo que le resultó escalofriante a Hank.

—Procura barrerme a la primera, Hank. Si consigo acercarme a ti y ponerte la mano encima, voy a desparramarte los sesos por esta pocilga. Dale al gatillo.

Hank levantó el labio superior y dio un paso atrás.

—Quieto, Allan. ¡Infiernos, deja de andar o te clavo un plomo en la sesera! El pelirrojo abrió los brazos.

Entonces Hank se hizo cargo de la situación.

Los demás imitaron a Allan y se dirigieron hacia él con los lomos encorvados y las manos armadas con picos y palas. Si él, Hank, tumbaba a uno no podría ser tan rápido para contener la avalancha de los cinco restantes. Se lanzarían sobre él como una jauría de lobos y lo despedazarían en unos segundos. Estaban decididos a todo. ¿A cuántos podría tumbar? ¿Uno? ¿Dos? ¿Tal vez tres? Pero los que quedaran engrasarían las paredes con su pellejo desollado.

De pronto Hank tuvo una ocurrencia.

Dio media vuelta y echó a correr en busca de la salida al tiempo que emitía estridentes gritos.

Los hombres de la galería subterránea corrieron haciendo resonar sus botas con fuerza entre las estrechas paredes.

Hank desorbitó los ojos al sentirlos cerca de él y dejó escapar el lastre que le parecía el rifle.

Detrás de él celebraron la posesión del arma con un aullido de alegría. Sonó un disparo y Hank voló a través del estrecho corredor.

Trepó los escalones de madera de tres en tres y cruzó el cobertizo.

—¡Ricky! —gritó.

El otro guardián ya saltaba de un camastro con el rifle por delante.

Se echó el arma a la cara y asomóse a la boca de la cueva soltando un par de disparos.

No hizo blanco al disparar a ciegas, pero desde abajo le enviaron una bala que le arrancó el «Winchester» de las manos.

Rick y Hank recularon al verse despojados de los rifles y echaron mano a los revólveres.

Pero el pelirrojo Allan había escalado los peldaños con la rapidez de un diablo y los encañonó con el rifle.

—¡No toquéis los revólveres! —ordenó. Rick y Hank levantaron las manos.

Justo en aquel momento irrumpió Stanley Angus por la puerta del cobertizo y se quedó paralizado al ver los dos rifles que le apuntaban.

Allan se acercó hacia él.

—¡Bueno, señor Angus! ¿Tenemos un buen rato de conversación?

Angus estaba erguido y su rostro carecía de color, aunque sus ojos estaban serenos y brillaban con fuerza.

—¿Qué te propones, Allan? Esta no es la mejor manera de ganar los trescientos dólares por cabeza que cobraréis al final del trabajo.

Allan ladeó la cabeza sonriente.

—Vamos a cobrar de todos modos, señor Angus. Usted va a soltar la pasta y nosotros nos largaremos. Antes de desaparecer se verá una pierna agujereada y los dientes en el suelo. Puede dar gracias a que no nos empeñemos en convertirnos en asesinos. Ganas por su piel no nos faltan.

Los músculos del rostro de Angus se atirantaron.

—Vas a arrepentirte de esto, Allan.

El pelirrojo lo miró de arriba abajo, mostrando sus dientes muy blancos en una expresión de risueña furia.

—¿De veras, señor Angus?

—No me conocéis bien.

El pelirrojo rió con ganas y se dirigió a los que le secundaban.

—¿Habéis oído cosa igual, muchachos? ¡El señor sabe ladrar amenazas incluso cuando se ve delante del hocico de un rifle! ¿No tiene gracia?

Sus compañeros corearon con risotadas aquellas palabras. Angus apretó los dientes hasta hacerlos rechinar.

—Eres muy decidido, Allan.

—No sabe usted cuánto.

—Muy bien. Todo ha sido muy gracioso. Tomaré en consideración vuestras quejas.

Ahora a trabajar.

Allan hizo una mueca burlona.

—¿Crees que eso es tan fácil, Angus?

—Todos fuisteis contratados para hacer este subterráneo.

—Sí, eso es cierto.

—Cumplid como los buenos y tendréis los dólares prometidos.

—No vamos a hacer tal cosa porque el contrato al que se refiere es nulo.

—¿Por qué es nulo, Allan?

—Usted nos engañó.

—No te entiendo. ¿Acaso no es esto un subterráneo?

—Sí, pero no conduce a ninguna mina de cobre. Le he estado dando vueltas al asunto y ya sé concretamente adónde conduce.

Angus tragó aire por la boca.

—Allan, cállate.

—No me puedo callar ahora. He estado callado durante mucho tiempo pero había algo que me impedía abrir la boca. Los rifles de Hank y de Rick, pero ahora los muy bastardos han quedado desarmados lo mismo que usted. ¿Y sabe lo que le digo, Angus? Vamos a hablar clarito.

La puerta del cobertizo se abrió de golpe y casi instantáneamente sonaron tres estampidos.

Pero sólo un hombre había apretado el gatillo, justo el que acababa de irrumpir en la estancia.

Allan recibió un pildorazo en el centro del pecho y se fue hacia atrás lanzando un grito de muerte.

Sus otros compañeros que empuñaban las armas arrebatadas las dejaron caer como si quemasen.

Todos miraron con expectación ah hombre que acababa de disparar.

—¡Donovan! —exclamó Angus, el funerario.