CAPITULO VII
Johnny Kisley se encontraba tendido en la cama de su habitación fumando un cigarrillo, pensativo. Algo marchaba mal en sus cálculos. Después de ir matar a Goodchild y a sus dos compinches en la calle, había esperado que la banda integrada por el juez, el sheriff y aquel Joker Stanley, le echasen encima a toda la jauría. Por segunda vez había salido airoso de una prueba y ambas habían tenido lugar en la calle Mayor de Lester City, justo donde más ciudadanos podían haberla presenciado.
Pero le habían dejado vivo. Analizando las causas, Johnny se dijo que quizá aquellos truhanes no lo habían querido convertir en héroe, cosa que habría sucedido si momentos después de despachar a Goodchild y sus camaradas, le hubiesen disparado desde varios puntos de la calle. O quizá fuese que el mandamás de la pandilla se había decidido por otro plan. Al llegar a este punto de sus pensamientos, la imagen de Sylvia Payton apareció en su mente.
Harry Powell, el prometido de la joven, un tipo que había estado ayudando a los desalmados y de los que había recibido favores, estaba muerto y lo había sido en virtud de una sentencia dictada por el cabecilla de la banda.
Eso tenía que ser. Sylvia Payton jugaba un papel importante en la demora que había sido concedida a su ejecución.
De pronto interrumpió sus cavilaciones, porque creyó oir unos pasos en el corredor. Se irguió ligeramente sobre la cama. Aguzó el oído. No escuchó nada durante un rato, pero cuando habían transcurrido treinta segundos percibió otra vez los pasos.
Saltó del lecho y desenfundó el revólver mientras se acercaba a la puerta.
Pegóse contra la pared y fijó la vista en el tirador. Este empezó a girar hacia abajo.
La puerta se abrió lentamente, sin producir un solo chirrido. Una persona se estaba introduciendo en la habitación.
Johnny empujó la hoja con el hombro enérgicamente. Su visitante, al que todavía no había podido ver, se encontraba dentro.
—Levante… — gritó sin terminar la orden, porque quedóse perplejo al descubrir que la persona que tenía frente a sí era la propia Sylvia Payton.
La muchacha había girado hacia él sobresaltada y ahora se llevó la mano al pecho y dio un suspiro mientras sonreía.
—Me ha dado un buen susto, Kisley.
—Lo siento. No creí que fueses tú.
—¿Puedo… puedo quedarme un momento?
Johnny hizo girar el revólver en el dedo índice y lo enfundó. Sus ojos observaron el bello rostro de la joven.
—¿No tienes miedo de echar abajo tu reputación? — dijo—. Apuesto a que todas las comadres del pueblo sabrán antes de quince minutes que has visitado a un forastero en su habitación del hotel.
—No tengo duda de ello, pero tenía que venir.
—¿Por qué?
Sylvia se mojó el labio inferior con la lengua.
—Es muy importante le que le tengo que decir, Kisley.
—Está bien, adelante.
—Usted se va a marchar ahora mismo de Lester City y del condado de Jackson.
Johnny le dirigió una sonrisa.
—He oído muchas veces ese consejo, Sylvia, y sabes que no hice mucho caso.
—Pero ahora debe pensarlo mejor.
—Dime una razón.
—No hay nadie que le ayude y usted ha ido demasiado lejos.
Kisley se recostó en la pared. Sacó una bolsa de tabaco y papel del bolsillo superior de la camisa. Empezó a liar un cigarrillo mientras Sylvia proseguía:
—En estos momentos, Joker Stanley, el juez Strother y el sheriff Grahame habrán decidido su muerte.
—Ya lo decidieron antes.
—Pero ahora es distinto. Su desaparición es condición indispensable para que ellos continúen con el saqueo organizado del condado.
Hubo un silencio mientras Johnny humedecía el papel y prendía fuego al cigarrillo. Después de arrojar una bocanada de humo dijo:
—Vine a Lester City por los dos hombres que habían asesinado a mi amigo. Ellos están en la cárcel y no saldrán de ella hasta pasado mañana, pero cuando eso ocurra yo estaré en la calle, frente a la puerta de la oficina del sheriff esperándolos.
—Usted me contesta como si sólo le interesase su venganza personal.
—Sí, sólo hay eso.
—Se está engañando a sí mismo, señor Kisley. Si usted sólo permaneció en Lester City por hacer justicia a esos dos asesinos no se habría peleado con Goodchild ni los otros dos.
—Nunca me ha gustado que le falten al respete a una dama.
—¿Y su visita a mi padre? ¿No prueba que se interesó por la situación de nuestra ciudad?
Kisley sonrió otra vez.
—Vuelve la oración por pasiva, Sylvia. ¿Y si yo hubiese tratado de encontrar ayuda al darme cuenta de que el asunto se me había puesto más difícil de lo que imaginaba?
—No puede estar hablando en serio. Usted no es de esos. Admito que llegase aquí persiguiendo a dos asesinos, pero cuando se dio cuenta de lo que ocurría, trató de echarnos una mano.
Sobrevino otra pausa. Johnny hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Será mejor que te marches, muchacha.
—He estado hablando con el secretario de la Comunidad de Regantes — dijo ella.
—¿Sí?
—Logré hacerle confesar lo de Harry Powell. Usted tenía razón. Estaba sometido a Joker Stanley.
—Quizá él no pudo hacer otra cosa, si es que quería conservar la piel.
—Gracias por sus palabras, pero lo de Harry ha resultado decepcionante.
La joven puso la mano en el tirador para marcharse.
—Sylvia — la llamó él.
La muchacha volvió la cabeza, las cejas enarcadas.
Johnny carraspeó suavemente.
—He oído decir que mañana se celebra una fiesta.
—Sí. Es un baile que tiene lugar todos los años para conmemorar la fundación de la ciudad.
—Quédate en casa.
—Pensaba hacerlo después de la muerte de Harry, pero he cambiado de opinión.
—¿Por qué?
—Usted sugirió que la muerte de Harry Powell tendría que ver conmigo. Quizá está en lo cierto, señor Kisley. Para una mujer resulta fácil saber cuándo le interesa a un hombre y, últimamente, Joker Stanley me miró y me habló de una forma que me pareció extraña.
—Razón de más para que te quedes en la granja.
—No, señor Kisley. He pensado que mañana Joker Stanley puede mostrar su juego respecto a mí y quiero contestarle de una forma adecuada. En la sala donde se celebra el baile habrá muchos granjeros.
—Y tú crees que con tu actitud frente a Joker Stanley quizá ellos se decidan a luchar.
—Sí.
—No te dará resultado. Joker Stanley estará acompañado por todos sus hombres. Los granjeros pensarán que si alzan la voz un poco más de la cuenta se ganarán una ración de plomo. Piénsalo mejor, muchacha.
Los dos jóvenes se miraron en silencio y finalmente Sylvia, sin pronunciar palabra, salió de la habitación cerrando tras de sí.
Johnny paseó por la habitación fumando el cigarrillo. Arrojó éste al suelo cuando le quemaba las yemas de los dedos y abandonó la estancia.
Cuando cruzaba la sala de recepción el hombre del registro le llamó con su voz atiplada:
—Señor Kisley, ¿me permite un momento?
—¿Qué quiere? —preguntó John.
El otro observó al huésped con una sonrisa protocolaria.
—El dueño del hotel está dispuesto a reintegrarle a usted lo que ha pagado por su alojamiento, si está decidido a marcharse. ¿Se da cuenta? Es un gesto que solamente tenemos con las personas importantes.
Johnny sacudió la cabeza de arriba abajo.
—Dígale a su patrón que le doy las gracias por el detalle.
—¿Entonces acepta?
—No, amigo. También le debe decir a su patrón que me quedaré en el hotel hasta pasado mañana.
El empleado hizo una mueca compungida mientras el joven le volvía la espalda.
Salió a la calle y se detuvo en la acera. Vio enfrente a dos hombres de mala catadura y pensó que estaban allí para matarle, lo mismo que Homes y Rogers.
Esperó con los brazos caídos junto a las pistoleras, pero los dos tipos de enfrente permanecieron inmóviles. Entonces echó a andar y empezó a cruzar la calzada hundiendo tas botas en el polvo. Se detuvo muy cerca. Uno de los tipos era regordete, de gruesa papada, y el otro muy flaco.
Johnny los estudió con la mirada y ellos se dejaron contemplar, observándolo a su vez.
En la calle había cesado de pronto otra vez la circulación. Johnny veía por el rabino del ojo cómo la gente ganaba las puertas.
Esos dos individuos que estaban en la acera tenían el traje cubierto de tierra alcalina y sus labios estaban resecos.
—¿Qué se les ofrece?—preguntó Johnny.
El más alto, de ojos muy azules, soltó un suspiro.
—Hace un condenado calor por aquí.
El gordito hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Sí, señor, lo hace. Es como estar asándose en una sartén.
Johnny endureció los músculos faciales.
—¿Sólo tienen que decir eso? — preguntó.
Se produjo un profundo silencio que fue interrumpido por la voz de un hombre a lo lejos.
—¡Cuidado, Jimmy! No vayas hacia allá. Esos hombres se van a balear.
Un chiquillo que marchaba detrás de un perro se detuvo y miró a los tres hombres que se enfrentaban.
Encogió la cabeza sobre los hombros, asustado, y retrocedió corriendo.
El perro siguió adelante y se detuvo olisqueando un montón de basura.
Kisley soltó un salivazo sobre el polvo blanco de la calzada, y llevóse la mano izquierda a la cara enjugándose el sudor de la frente.
—No debe hacer eso, Kisley — dijo de pronto el gordito.
—¿Por qué no? — preguntó el joven, manteniendo la zurda sobre la cabeza.
—Joe y yo lo podemos balear ahora fácilmente.
Johnny enseñó los dientes mientras decía:
—¿Y si fuese esto una invitación para que ustedes sacasen los revólveres?
El más alto soltó una risotada.
—¿Oíste la respuesta, Bill? Es un tipo listo.
—Es posible que lo sea—admitió el de la gruesa papada—, pero yo estoy cansado de ver a tipos listos que se equivocaron.
—¿Qué estáis esperando? — dijo Kisley.
Hubo otra pausa. Joe, el delgado, repuso:
—Te digo que hace un condenado calor aquí, Bill.
—Casi es peor que el que hace en Tucson.
Los dos tenían la barba muy crecida y la tierra y el sudor se habían adherido a sus caras.
Johnny pensó que eran dos hombres duros, capaces de matar a cualquiera a cambio de una moneda de a dólar. Quizá estaban acostumbrados tanto a su trabajo, que ya no les importaba liquidar a un hombre por la espalda. Eso debía ser. Joker Stanley se había cansado de enviarle hombres que luchasen cara a cara y había confiado la misión de eliminarlo a un par de matones de la peor calaña.
Empezó a retroceder sin perderlos de vista. La agobiante atmósfera estaba tensa y los curiosos espectadores que miraban en aquella dirección contenían el resuello esperando el momento en que brillasen al sol los revólveres.
Pero Johnny llegó a la acera opuesta a la en que se encontraban Joe y Bill sin que éstos moviesen siquiera un dedo. Entonces se volvió ligeramente y caminó hacia la oficina de «El Centinela de Lester City».
Bill y Joe echaron a andar paralelamente y, a medida que los tres hombres avanzaban, dos por un lado y su presunta víctima por el otro, los ciudadanos desaparecían rápidamente de las puertas.
Se movían lenta, muy lentamente, y sus pasos resonaban en el silencio.
Johnny se detuvo ante la puerta de la oficina de Coughlin y volvió la cabeza hacia los forajidos, que se habían situado otra vez enfrente.
Permanecieron en aquella posición un rato y finalmente Kisley abrió la puerta y entró. Pasó de largo por la sala de impresión.
Llamó con los nudillos en la oficina de Coughlin.
—Adelante — dijo la voz del editor.
Kisley se introdujo en el despacho, encontrando a Coughlin arrellenado en un sillón detrás de la mesa.
—¿Cómo está, Kisley?
—Con todos mis pedazos.
Coughlin sonrió.
—Palabra que es usted el tipo más extraordinario que se ha dejado caer por Lester City. Desgraciadamente yo no estaba aquí cuando liquidó a esos tres fulanos. Fui a la granja de Robert Shaw para recoger información acerca de un ternero que ha nacido con dos cabezas y, ya ve lo que son las cosas, lo que estaba sucediendo en Lester City era mucho más importante que el dar cuenta del parto de ese monstruo.
Kisley se sentó en el borde de la mesa.
—He venido a proponerle algo, Coughlin.
—Supongo que no querrá pagarme por adelantado su esquela mortuoria.
—No, aunque de paso, se la puedo abonar.
—Estaba bromeando, Kisley — Coughlin hizo una pausa—. Dígame qué es lo que quiere.
—Estaba pensando en que mañana podría hacer una edición extraordinaria de su periódico.
Coughlin frunció el ceño.
—¿Se refiere a que ponga al descubierto las canalladas de Joker Stanley, el sheriff y el juez?
—Sí.
—Eso todo el mundo lo sabe. No hace falta que yo arriesgue mi fortuna, esta casa y mi cabeza.
—No me ha dejado terminar, Coughlin. El número de ejemplares del diario sería reducido, Con un par de centenares bastaría. Y tampoco es necesario que lo venda en el condado de Jackson.
—¿Qué quiere decir?
—Envíe la edición íntegra a la capital.
—¿Se ha vuelto loco? Lo mandaría en la diligencia y ese es un negocio que también controla Joker Stanley.
—Comisione a un hombre con los diarios; ya sabe, un correo especial.
Coughlin se echó hacia adelante masajeándose el mentón.
—Lo siento. Kisley, pero no puedo hacer eso.
—Su actitud me parece muy extraña, Coughlin. Me sugirió que fuese a ver a Tom Payton. Al parecer, exigía de él que hiciese algo, pero usted puede lograr mucho más con su diario y no quiere mover un dedo.
—Escuche, Kisley. Usted es nuevo aquí y no sabe cómo están las cosas. Aunque supongo que en el tiempo que lleva en Lester City se ha dado cuenta de algo. Joker Stanley cuenta con el apoyo de un político de la capital y ya puede estar seguro de que ese político se lleva una buena parte de los beneficios del tinglado. Ese fulano estará dispuesto a defender sus ingresos, ¿se da cuenta? Además, yo tampoco estoy muy seguro de la lealtad de mis empleados. Tengo tres hombres trabajando conmigo y, aunque me diesen su palabra de honor de que no dirían nada acerca de lo que se iba a imprimir, estoy seguro de que uno de ellos iría corriendo con el cuento a Joker Stanley—Coughlin hizo una pausa—. Me compromete demasiado, Kisley.
—Siempre he pensado que el fin que se persigue guarda proporción con los sacrificios necesarios para lograrlo.
—Oiga, Kisley, he hecho algo por usted.
—No es por mí por quien lo tiene que hacer, Coughlin, sino por Lester City, por todo el condado de Jackson.
Coughlin meneó la cabeza de un lado a otro.
—¡Esto me pasa a mí por meterme en donde no me llaman!
Johnny le sonrió mientras replicaba:
—Quizá algún día le levanten alguna estatua en el pueblo.
—¡Al infierno con eso! Prefiero que se la levanten a otro y estar allí yo en carne y hueso para inaugurarla. Pero ¿sabe una cosa, Kisley? ¡Voy a cometer esa locura!
—El condado de Jackson se lo agradecerá, Coughlin.
De pronto oyeron pasos en el exterior, que se fueron acercando a la puerta.
Johnny saltó de la mesa al tiempo que ponía la diestra en la culata del revólver.
La puerta se abrió de golpe y en el hueco aparecieron Bill, el de la gruesa papada, y Joe, el flaco. Los dos pistoleros observaron a Coughlin y a Kisley con ojos desprovistos de interés.
Un par de hombres que había en la sala de impresión corrieron hacia la calle y luego se produjo un ominoso silencio.
—Hola, Coughlin — dijo Joe, el del cuerpo enjuto.
El editor lanzó un resoplido.
—Pasad, muchachos.
Bill y Joe penetraron en la estancia y el último cerró.
Coughlin señaló a los dos forajidos con la mano, al tiempo que miraba a Kisley.
—Le voy a presentar a estos hombres.
—Ya los conozco — dijo Johnny.
—Los encontré en el camino cuando iba al rancho de Robert Shaw. Ellos se dirigían a El Paso y los convencí para que viniesen aquí.
—¿Con qué objeto?— preguntó Kisley.
—Naturalmente, para que le ayuden en lo que puedan. No se crea que lo hacen barato. Me cuestan doscientos dólares cada uno.
Kisley observó con curiosidad a los dos pistoleros. Luego miró a Coughlin.
—¿Saben ya con quién se tienen que enfrentar?
Fue Joe quien respondió.
—Sí, con Joker Stanley y su pandilla.
Kisley volvió la cabeza hacia él.
—Y por lo visto eso les tiene sin cuidado, ¿eh?
Bill, el rollizo, se pasó una mano por la crecida barba.
—Conocimos a Joker Stanley hace cosa de seis años. Nos la jugó bien en Fort Apache. Hicimos un trabajo juntos y se largó con toda la pasta. Joe y yo juramos que algún día le ajustaríamos las cuentas a Joker Stanley, pero por una u otra razón, siempre lo hemos ido demorando. Sabíamos que estaba aquí, pero que tenía las espaldas muy bien guardadas.
Bill se interrumpió y Joe continuó hablando:
—Esta mañana nos encontramos a Coughlin y nos habló de lo que pasaba en Lester City desde que usted llegó. Nos dijo que usted era un tipo de muchas agallas. Nos ofreció doscientos dólares para que le arrimásemos el hombro. Le dijimos que no nos comprometíamos hasta echarle un vistazo — sus labios se curvaron en una sonrisa—. Nos gustó la forma en que usted nos hizo frente en la calle. Se vino hacia donde estábamos sin pestañear.
Bill soltó una risita.
—Y también estuvo bien eso de que se llevase la mano a la frente para hacemos picar. Usted debe ser tan bueno como dicen para arriesgarse tanto.
—¿Saben que Joker Stanley tiene a una nube de pistoleros a su lado y que es muy posible que nos llenen de plomo?
Los dos compadres permanecieron un rato en silencio y finalmente Joe dijo:
—Apuesto a que con usted va a resultar divertido.
—De acuerdo, amigos — dijo Johnny—. Pero han de seguir mis órdenes.
—¿Cuáles son?
—Nada de peleas particulares hasta que ellos se decidan a atacar.
—¿Cuándo cree que va a ocurrir eso?
—Mañana, durante un baile que se va a celebrar.
—Parece estar muy seguro.
—No creo que me equivoque mucho. Joker Stanley piensa poner entonces toda la carne en el asador.
Joe y Bill hicieron un gesto afirmativo.
—Una pregunta—dijo el primero—. ¿Qué gana usted con todo esto, Kisley?
—¿No les contó Coughlin por qué vine aquí?
—Sí, pero no le creímos. Usted se ha movido demasiado, siendo así que los dos tipos cuya piel le interesa se encuentran ahora en la cárcel. Debe haber algo más. ¿Una mujer?
Johnny Kisley sonrió mirando a Joe.
—Pregunta demasiado, amigo.
Coughlin soltó una risotada desde su sillón. Luego Bill, el gordito, emitió un bufido y murmuró:
—Hace demasiado calor aquí, Joe. Mucho más que en Tucson.
Joe lanzó una carcajada, declarando:
—Mañana hará mucho más; puedes estar seguro.
Coughlin se pasó el dedo índice por el cuello de la camisa mientras hacía una mueca.
—¿Quieren no hablar de eso? Tengo la impresión de que soy un pollo al que van a asar. Y apuesto a que esos malditos no se toman el trabajo de desplumarme.
Johnny Kisley rió fuerte y echó a andar hacia la puerta.
Inmediatamente salió seguido por los dos hombres que estaban decididos a jugarse la piel en su compañía.