7. Nuestra pequeña «Martina»

NUESTRA
PEQUEÑA
«MARTINA»

Había llegado el gran momento. Durante veintinueve días había estado empollando mis veinte valiosos huevos de ganso salvaje. En realidad, lo que se dice empollarlos personalmente no lo había hecho sino los dos últimos días, pues el resto del tiempo estuvieron confiados a una rolliza oca doméstica blanca y a una pava, igualmente robusta y blanca, que conocían dicho oficio mucho mejor que yo. Los dos últimos días quité a la pava los diez huevos de cascara blanca y mate y los puse en mi incubadora. En cuanto a los restantes diez, los huevos serían empollados hasta el fin por la oca doméstica. Quería observar detenidamente cómo los pollos salían del cascarón. Y el momento había llegado.

Deben de ocurrir cosas importantes dentro de uno de estos huevos de ganso. Cuando se aplica el oído a la cascara, se oyen crujidos y susurros, y luego, un «pip» dulce y aflautado, bien audible, aunque suave. Hasta una hora más tarde no aparece un agujero en la cascara, y a través del mismo se ve lo primero que aparece del pollito: la punta de la «nariz», con el «diamante» encima. El movimiento de la cabeza, en virtud del cual la punta dura del llamado diamante presiona sobre la cascara, de dentro afuera, no sólo determina la rotura de la cascara, sino que va acompañada por un cambio en la posición del pollo. Hasta entonces estaba enroscado, y poco a poco va girando en torno al eje mayor del huevo. La consecuencia es que el «diamante» se mueve siguiendo un círculo «paralelo» por el interior de la cascara, abriendo a lo largo de su recorrido cierto número de agujeros y resquebrajaduras, de forma que cuando se ha completado el círculo, basta que el pollo estire el cuello para que salte como una tapa todo el casquete que corresponde a la parte más obtusa del huevo.

Despacio y laboriosamente se libera el largo cuello, que todavía no puede elevar libremente la débil cabecita. El pescuezo conserva su posición embrional, rígidamente inclinado hacia abajo, posición en la que se originó y en la que ha permanecido desde el principio de su existencia. Aún transcurren unas horas hasta que las articulaciones se estiran y pierden su rigidez, los músculos se robustecen, y funcionan los órganos del laberinto que sirven al sentido del equilibrio. Desde este momento, en el mundo del pequeño ganso existe ya un «arriba» y un «abajo», y el animal puede elevar libremente su cabecita.

La cosita húmeda que sale del cascarón es increíblemente fea y parece estar aún más mojada de lo que realmente se halla. Si se toca, se ve que en realidad está simplemente húmedo. Sin embargo, la impresión visual es que el miserable vestidito de plumas está totalmente mojado y pegado. La causa es que cada una de las plumitas se encuentra estrechamente plegada, y envuelta en una vaina tenuísima. Así enfundada, apenas es más gruesa que un pelo. Todas estas plumas piliformes están adheridas entre sí, formando mechas, por el líquido, rico en albúmina, del interior de la cascara, de forma que mientras están en el huevo ocupan un espacio mínimo. Cuando se secan, las envolturas de las plumas se deshacen como polvo, y el plumón que encerraban queda libre. En realidad no puede decirse que las plumas se sequen, porque ya estaban secas de antemano, conservadas en esta condición y defendidas contra la humedad del huevo con sus vainas. La rotura y caída de estas vainas es estimulada y acelerada, naturalmente, por los movimientos del pollo, que se restriega a repelo contra sus hermanos y contra el plumaje del vientre de su madre. Si no existe este roce, como ocurrió con mi primer ganso nacido en la incubadora, las vainas de las plumas tardan más tiempo en desaparecer. En casos semejantes se puede realizar un sorprendente juego de manos. Se toma al pollo con una mano, y con la otra se coge un trozo de algodón o guata engrasado, y suavemente se pasa a repelo sobre el animalito. Con ello, las vainas de las plumas se deshacen en forma de caspa, y el pequeño ganso se transforma como por arte de magia. Por donde va pasando el algodón o la guata, se levanta un bosque de finísimo plumón, de color gris verdoso con reflejos dorados, y en pocos segundos el pequeño monstruo, húmedo y pegajoso, se transforma en una pelota redonda y suave de plumón, cuyo volumen queda aparentemente duplicado.

Mi primer ganso estaba ya en el mundo, y lo puse debajo de una almohada eléctrica, que hacía las veces del reconfortante vientre de la madre, a fin de que adquiriera las suficientes fuerzas para llevar la cabeza levantada y poder dar algunos pasos.

Con la cabeza inclinada, dirigió hacia mí sus ojos grandes y oscuros, mejor dicho, un ojo, porque, como la mayor parte de las aves, cuando el ganso gris quiere mirar fijamente, utiliza uno solo; así permaneció un buen rato; y cuando hice un movimiento y pronuncié una breve palabra, se distendió súbitamente su atención fija y me saludó: con el cuello estirado y la parte dorsal de la cabeza deprimida pronunció rápidamente, en varias sílabas, el sonido que entre los gansos grises sirve para mantener el contacto entre los individuos, y que en los pollitos pequeños suena como un cuchicheo suave y anheloso. Saludó exactamente igual que lo hace un ganso adulto, y como él mismo haría luego millares de veces en el curso de su vida. Y lo hizo como si hubiera usado ya la misma voz millares de veces. El más perfecto conocedor de esta ceremonia no habría podido sospechar que la efectuaba por primera vez en su vida. Yo no conocía aún las graves responsabilidades que había contraído por el simple hecho de haber aguantado la mirada del ojito oscuro y haber desencadenado la primera ceremonia de saludo con una palabra involuntaria.

En efecto, mi intención era confiar los pollitos nacidos de los huevos incubados por la pava, a la mencionada oca doméstica, que, si bien sólo era capaz de incubar diez huevos, podía muy bien encargarse de los veinte gansitos. Cuando dejé «listo» a mi pollito, ya habían salido otros tres del cascarón bajo el ganso doméstico. Llevé el pollito al jardín, en cuya perrera se había instalado la oca después de echar sin contemplaciones a su legítimo dueño, «Wolfi I». Puse el gansito bajo el cálido vientre de la oca adulta, convencido de que con ello cumplía todas mis obligaciones. Pero, lo cierto es que me quedaba todavía mucho que aprender.

Pasaron dos minutos, durante los cuales permanecí en beatífica meditación ante el nidal de las ocas. Entonces oí cómo salía de debajo del ganso adulto un suave cuchicheo en tono interrogante: «¿Vivivivivi?» Tranquilizadoramente, la oca vieja contestó con la misma voz destinada a establecer y mantener contacto, pero en su tono propio: «Gangangangan». Pero en vez de tranquilizarse al escucharla, como habría hecho cualquier gansito razonable y consciente, «mi» pollo salió disparado de su cálido refugio, miró hacia arriba con un ojo, contemplando a su madre adoptiva, y escapó corriendo y llorando: «Pfüüp, pfüüp… pfüüp…» Así puede transcribirse aproximadamente, la voz con que expresan la sensación de sentirse abandonados los gansos grises jóvenes, una llamada que, por otra parte, poseen en su forma propia todas las especies de aves nidífugas.

Estirado, sin dejar de piar, el pobre pollito había quedado a mitad de camino entre la oca y yo. Entonces hice un pequeño movimiento y… cesaron los sollozos; el pequeño ganso acudió con el cuello estirado y saludándome: «Vivivivivi…» Era algo que llegaba al fondo del corazón, aunque la verdad es que yo no me sentía muy dispuesto a seguir haciendo de oca. Por eso cogí al pequeño, lo metí bajo el ganso y me marché apresuradamente. Pero aún no había dado diez pasos cuando volví a oír detrás de mí el «pfüüp… pfüüp… pfüüp…», y vi al pollito que venía derecho y desesperado hacia mí. Normalmente, aún no podía estar erguido, sino sólo mantenerse sobre los talones y avanzar despacio, inseguro y titubeante. Mas, presionado por la necesidad, había adquirido ya totalmente la técnica de la carrera rápida y disparada. Semejante sucesión en el sistema de adquirir las distintas formas de movimiento puede parecer sorprendente, pero del todo adecuada a las necesidades de la vida y se manifiesta de forma aún más notoria en las gallináceas. Especialmente los pollos de perdices y faisanes pueden correr rápidamente antes de saber andar y aun de mantenerse en pie.

Habría enternecido a una piedra ver al pollito, con su desentonada vocecilla, acudir llorando detrás de mí, tropezando y dando tumbos, pero a una velocidad sorprendente y con una decisión que sólo se podía interpretar de una manera: ¡su madre era yo y no la oca blanca! Suspirando, acepté mi crucecita y lo llevé a la casa. No obstante pesar sólo un centenar de gramos, sabía muy bien que iba a resultar una pesada carga, y que si quería hacerme digno de llevarla, tendría que realizar un trabajo concienzudo y necesitaría mucho tiempo para el cumplimiento de aquella misión.

Y me porté como si yo hubiera adoptado al pequeño ganso, no como si él me hubiera adoptado a mí. El animalito recibió jubilosamente el nombre de «Martina».

El resto del día transcurrió para mí como si hubiera sido una verdadera oca. Fuimos a pacer a una pradera de tierna y verde hierba, y logré convencer a mi ahijado de que el huevo picado con ortigas resulta una comida excelente. Por su parte, el gansito pudo convencerme de que, por lo menos de momento, daba por descontado que no podía separarme de él ni siquiera un minuto. Si lo hacía así, era presa en seguida de un terror desesperado y lloraba de manera tan desgarradora que, después de algunos ensayos, tuve que desistir, y construí un pequeño cesto para llevar colgado, donde lo podía tener siempre junto a mí. Sólo cuando se quedaba dormido podía moverme libremente.

Nunca dormía mucho de un tirón, lo cual no me llamó mucho la atención el primer día. Pero sí por la noche. Había preparado para el pequeño ganso una estupenda cunita con calefacción eléctrica, que ya había servido para sustituir a la madre en otros pollos de aves nidífugas. Cuando, mucho más adelante, puse a «Martina» debajo de la caliente almohada, en seguida dejó oír satisfecha el rápido cuchicheo que en los gansos jóvenes es señal de que están a punto de dormirse, y que viene a sonar, aproximadamente, como «virrrrrrr». Puse el cajón con la cuna caliente en un rincón del cuarto y me metí en cama. Ya me iba a dormir cuando oí cómo «Martina», suavemente y ya adormecida, musitaba otra vez su «virrrr». No me quedé tranquilo. Luego se oyó más fuerte y como preguntando: «¿Vivivivi?» Selma Lagerhof, cuya magnífica historia de Nils Holgerson tanto influyó sobre mi niñez, acierta con intuición genial el significado de las llamadas de contacto, cuando las traduce por la expresión: «Estoy aquí, ¿dónde estás tú?» «¿Vivivivi? Estoy aquí, ¿dónde estás tú?» Sin contestar metí más profundamente la cabeza en la almohada con la esperanza de que el ganso volviera a dormirse. Pero todo fue inútil. «Vivivi…» la misma voz de contacto, pero ya con un matiz amenazador de la inminencia de los silbidos de la desesperación: Estoy aquí, ¿dónde estás tú?, dicho con los ángulos de la boca estirados hacia abajo y el labio inferior enrollado hacia fuera, es decir, en el equivalente de los gansos, con el cuello tieso y las plumas erizadas. Y poco después, incontenible, agudo y penetrante, el «pfüüp… pfüüp…». Tuve que saltar de la cama y acudir al cajón. «Martina» me recibió satisfecha con un saludo: «¡Vivivivi!»… No sabía cómo expresar su alivio, porque ya no estaba sola, pasara lo que pasase. La metí suavemente bajo la almohada: «virrr, virrrr»; se durmió enseguida, como yo me imaginaba. Y yo hice otro tanto. Mas apenas hubo pasado una hora, hacia las diez y media, se oyó de nuevo el «vivivivi» interrogante, y las maniobras descritas se repitieron otra vez. Y de nuevo a las doce menos cuarto. Y otra vez una hora más tarde. A las tres menos cuarto me decidí a alterar la organización del experimento. Cogí la cuna del gansito y la puse al alcance de mi mano, junto a la cabecera de mi cama. Cuando, hacia las tres y media, como era de temer, volvió a oírse la pregunta: «Estoy aquí, ¿dónde estás tú?», contesté en mi mal «gansés»: «gangangang», y di unos golpecitos sobre la almohada eléctrica. «Virr», contestó «Martina», ya me duermo, buenas noches. Pronto aprendí a decir «gangangang» sin despertarme. Y me parece que aún contestaría de esta forma si, cuando duermo profundamente, alguien me dijera suavemente al oído: «¿Vivivivi?»

Pero cuando apuntaba el día, mi «gangangang» y mis golpecitos resultaron del todo inútiles. A la luz del día, «Martina» se dio cuenta de que el cajón no era yo, quiso venir a mí y lloró. ¿Qué hace uno cuando su hijito querido empieza a lloriquear a las cuatro y media de la madrugada? Desde luego, cogerlo y llevarlo a la cama, elevando una silenciosa súplica al cielo para que el angelito de Dios se duerma por lo menos un cuarto de hora más. Y se duerme. Y vuelve uno a cerrar los ojos a gusto otra vez, y dormita hasta que nota a su lado algo húmedo y frío… Pero estas desagradables consecuencias jamás se manifestaron en «Martina». Cuando un ganso joven disfruta del estado de ánimo que corresponde al sentirse recogido junto a la madre, puede confiarse en que jamás hará nada sucio. Pero cuando se despierta y quiere levantarse, hay que sacarlo enseguida de la cama.

«Martina» se portó como un chiquillo de los buenos. El que no pudiera estar sola ni por un momento no debe atribuirse a egoísmo. Téngase en cuenta que para una de estas aves jóvenes que vive libre en la Naturaleza, el perder el contacto con la madre o con sus hermanos representa una muerte segura. De manera que tiene pleno sentido biológico el hecho de que el animalito no piense en comer ni en beber, sino que reserve hasta la última de sus energías, hasta el agotamiento, para pedir auxilio, con la esperanza de volver a encontrar a su madre.

Cuando se tienen varios gansos salvajes jóvenes adictos entre sí, es posible, con algún esfuerzo, conseguir que se acostumbren poco a poco a permanecer solos. Pero un animal solo lloraría literalmente hasta morir.

Esta resuelta oposición instintiva a permanecer sola, la unió firmemente a mí. En efecto, «Martina» me seguía a todas partes, y era feliz cuando yo trabajaba en mi escritorio y ella se tendía bajo mi silla. No era pesada; me bastaba contestar con un gruñido inarticulado a la pregunta de su llamada de contacto, como para decirle que estaba allí y seguía vivo. Durante el día lo preguntaba cada dos minutos aproximadamente, y por la noche, cada hora. No creo que a nadie dejara de enternecerle y deleitarle el afecto de semejante gansito. Era como un amento de sauce gigante y movedizo que, a pasitos mesurados, con la graciosa dignidad de todas las ocas, me seguía continuamente o, si iba demasiado aprisa, corría disparado con los muñones de las alitas extendidos. Enternecedor y enervante a la vez, lo mismo que el «rabeeee» de un niño de pecho, es la señal que indica que se siente abandonado y que empieza a sonar tan pronto como sale uno de la habitación. Más enternecedor aún, aunque no carga los nervios, es el efusivo saludo, la excitada alegría que siente cuando vuelve uno a aparecer. Pero lo que tiene de más bello el delicado afecto de un ganso es que uno puede salir con el animalito al exterior y moverse en un ambiente completamente natural y, sin embargo, seguir manteniendo el estrecho contacto con el animal, que es salvaje y no domesticado, y observarlo.

Por «Martina» me dispuse a hacer de oca, y, tomada esta resolución, ya ni siquiera intenté llevar a cabo mi proyecto de meter bajo la oca blanca doméstica los restantes nueve pollos de ganso que nacieron durante los dos días siguientes. Diez gansitos no exigen, del que los cuida, mucho más tiempo que uno solo, porque en su caso no es tan crítico dejarlos solos.

Es curioso que «Martina» no mostrara afecto fraternal para estos otros nueve, pese a que durante el día permanecía mucho tiempo con ellos, especialmente en nuestros paseos en común. Tras algunas escaramuzas iniciales, «Martina» fue considerada como hermana por los demás gansos, aunque ella, por su parte, no parecía corresponder de manera análoga: nunca los echaba de menos cuando no estaban presentes, y en todo momento se hallaba dispuesta a correr junto a mí y separarse de los restantes. A pesar de que los nueve, lo mismo que «Martina», me consideraban como una oca, como si fuera su propia madre, mostraban entre sí una relación tan íntima y fuerte como la que los unía a mi persona. Esto significa que sólo se sentían felices y tranquilos, en primer lugar, si estaban juntos, y, en segundo, si estaban conmigo. Al principio había intentado llevarme sólo a dos o tres junto con «Martina» cuando iba de paseo. Para atravesar rápidamente largas distancias, por ejemplo, recorrer la calle del pueblo que lleva hacia el Danubio, era práctico trasladar las aves en un cesto, y teniendo en cuenta que para las observaciones que deseaba hacer me bastaban tres o cuatro animales, lo más cómodo habría sido dejar los demás en casa. Pero no fue posible, puesto que una minoría separada del resto de sus hermanos se mostraba constantemente medrosa e inquieta y, a pesar de mi presencia, siempre tendían a expresar la sensación de sentirse abandonados, con los correspondientes silbidos, se hacían los remolones y no querían venir. Esta reacción a la falta de los hermanos tenía más que ver con la sensación de «multitud» que con la relación personal. Si tomaba a la mayoría conmigo y dejaba dos o tres en casa, los que venían conmigo permanecían tranquilos; pero los que quedaban en casa lloraban desesperadamente. Por tanto, tuve que decidirme a llevar en mis excursiones sólo a «Martina» o a los diez gansos juntos. Cuando, dos años más tarde, crié otro grupo de pollos, me sirvió de escarmiento la experiencia anterior y tomé bajo mi protección desde el principio sólo a cuatro de los animalitos.

En mi primer «verano de ganso» pasé un tiempo asombrosamente largo con mis diez educandos, los cuales, a su vez, me enseñaron una cantidad increíble de cosas. Puede calificarse de afortunada una ciencia en que la parte esencial de la investigación consiste en retozar por las orillas del Danubio y bañarse en sus aguas, desnudo y libre, en compañía de una manada de gansos silvestres. Soy un hombre perezoso, tan perezoso que sirvo más para observador que para experimentador. En realidad, si trabajo, es sólo bajo la presión de los más fuertes imperativos kantianos, completamente en contra de mis tendencias naturales. Lo maravilloso que tiene esta vida de pura observación y contemplación con los animales salvajes es que los mismos animales son también deliciosamente perezosos. La estúpida prisa de los modernos hombres civilizados, que ni siquiera disponen de tiempo para adquirir una verdadera cultura, es algo completamente extraño a los animales.

Incluso las abejas y hormigas, símbolos de la laboriosidad, pasan la mayor parte del día en el «dolce far niente»; lo que ocurre es que entonces no se dejan ver los muy ladinos, porque permanecen dentro de sus construcciones, en las que no trabajan. A los animales no hay que andarles con prisas. Si se quieren conocer los gansos silvestres, se ha de vivir con ellos, y si se quiere vivir con ellos, debe uno acompasar el ritmo de su vida al de los gansos. No puede hacerlo un hombre al que la Naturaleza no haya dotado con esta indolencia que es un don de Dios. Un hombre que por su constitución sea activo, aplicado, se volvería loco sólo ante la sugerencia de la posibilidad de vivir durante un verano entre los gansos, como un ganso más, tal como yo he hecho —con algunas interrupciones—. Los gansos montaraces permanecen quietos y digieren, por lo menos, la mitad del día. De la otra mitad emplean, tirando corto, tres cuartos para comer. Los períodos que se intercalan entre el comer y el digerir, ocupados por actividades importantes, sólo abarcan un octavo, como máximo, del tiempo que permanecen despiertos. Sería decepcionante estudiar la vida de los gansos salvajes si no tuviese tanto interés lo que hacen durante esta octava parte del día.

Cuando se solaza uno en las riberas del Danubio con un grupo de gansos montaraces, puede entregarse a la pereza con plena conciencia, puesto que forzosamente ha de estar sin hacer nada siete octavas partes del día, tendido al sol, aunque con la máquina fotográfica cargada, a punto de disparar y a mano. Sin embargo, no es necesario estar mirando constantemente a las aves, porque el oído adiestrado se da cuenta, por sus exteriorizaciones sonoras, de cuándo los animales dejan de dormir o de comer y se disponen a empresas de mayor interés. Naturalmente, mientras los gansos son jóvenes, no han perdido el miedo y se mantienen adictos a uno, es necesario echarse a andar para forzarlos con ello a moverse. Si se conocen los sonidos expresivos de los gansos y se sabe imitarlos más o menos bien, se puede asimismo inducir o convencer a una bandada de gansos crecidos —aunque no se muestren ya tan fieles— a que se vayan del lugar donde están, emprendan el vuelo o se entreguen a alguna otra actividad. Pero hay que emplear estas influencias con moderación y precauciones y no muy a menudo, y nunca debe irse más allá del punto hasta el que llegan habitualmente los gansos padres a este respecto. Los gansos pequeños se fatigan pronto física y psíquicamente si no se dejan lo bastante en paz. Ahora estoy convencido de que durante los primeros días de su vida exigí demasiado de «Martina»; por eso quedó algo retrasada en su crecimiento y fue siempre delgada y nerviosa. Los gansos mayores, en los que ya ha disminuido algo el temor a quedarse solos, no se dejan violentar ni dar prisa de esta manera; se desentienden, se rezagan y empiezan a comer. Pero también con ellos se ha de ser parco en los experimentos de influencia vocal o de otro tipo, puesto que, si se procede de otro modo, lo único que se consigue es embotar o hacer confusas las reacciones cuyo estudio se intenta. He aquí un ejemplo: Los gansos reaccionan de manera innata a un sonido emitido por sus padres, o por otros individuos de su especie, que signifique intención de abandonar el lugar donde están. La persona que cuida los gansos puede imitar bien la voz que sirva para transmitir dicho estado de ánimo, y así puede inducir a los gansos a que lo sigan. Pero si utiliza mucho este recurso, o sea, con mayor frecuencia que la acostumbrada en la vida normal de los gansos, la reacción se «gasta» o «cansa». Como consecuencia, más tarde los animales ya no reaccionarán al oír el sonido en cuestión. El investigador corre, pues, el riesgo de destruir precisamente, por una especie de adiestramiento negativo, aquellas reacciones innatas que está tratando de estudiar. Este inconveniente sólo puede evitarse haciendo acopio de paciencia.

Son especialmente interesantes los sonidos de que se valen los gansos para expresar sus deseos de marcharse caminando, nadando o volando. Hasta las aves más pequeñas reaccionan de manera innata a los más finos matices de este complicado léxico. La voz que se emplea usualmente para mantener el contacto entre los individuos del grupo, el conocido graznar, en cadencia rápida y tono bajo, se escucha de tanto en tanto también cuando los animales están descansando, comiendo o andando lentamente. El graznido está como entrecortado de manera especial por tonos más altos intercalados, y consta de seis a diez sílabas. En la voz que usualmente sirve para mantener el contacto entre los individuos, el número de sílabas y la altura de los sonidos más agudos marchan paralelamente; pero guardan relación inversa con la intensidad de los sonidos. Cuantas más sílabas tiene el graznido, tanto más agudas y menos sonoras se dejan oír. Si estas tres características son muy notorias, constituyen la señal de un mayor grado de comodidad o indiferencia; entonces, los animales no tienen intención alguna de abandonar aquel lugar en un futuro próximo. Por tanto, el graznido formado por muchas sílabas en tono agudo e intensidad baja, traducido a palabras humanas, viene a significar: «Aquí se está bien, quedémonos aquí», y lleva implícita la misión complementaria de mantener el contacto: «Estoy aquí, ¿sigues tú también ahí?» Pero a medida que en los gansos nace y aumenta el deseo de mudar de sitio, se modifica paralelamente la voz que emplean para mantenerse en contacto: disminuye el número de sílabas, desaparecen los tonos agudos, y los graznidos se hacen más sonoros. Cuando los graznidos constan de series de seis sílabas, corresponden a una progresión lenta, pero constante, como cuando los animales en un pasto pobre tienen que dar uno o dos pasos entre tallo y tallo. Si el número de sílabas es de cinco, significa que hay una resuelta tendencia a moverse, y entonces raramente se entretendrán en coger algún tallito, puesto que en lo que piensan principalmente es en avanzar. La reducción a cuatro sílabas denota ya la existencia de un motivo poderoso para cambiar de sitio, y entonces casi siempre muestran su tensión manteniendo, además, estirado el cuello. Tres sílabas significan marcha a ritmo rápido, y en estos casos el cuello se mantiene muy estirado; al mismo tiempo, empieza a despertar la tendencia a volar. Cuando la voz se hace grave y muy sonora y se emite en bisílabos («gangang, gangang»), indica, inequívocamente, que el ganso va a emprender el vuelo en seguida.

Si no desean volar, sino que van a realizar andando o nadando su intención de cambiar de sitio, disponen de un sonido especial para expresarlo así, un sonido que significa exclusivamente tal estado de ánimo y nada más. Aproximadamente entre los trisílabos y los cuatrisílabos, precisamente en el punto en que en otras ocasiones pueden despertar la sospecha del deseo de volar, el ganso intercala una llamada trisílaba, clara, bien definida, de sonido algo metálico, acentuando la sílaba central, que aproximadamente se eleva seis tonos enteros sobre las otras dos; es algo así como «ganguíngang». Los padres que acompañan a crías que aún no saben volar emplean, con frecuencia mayor que en otras ocasiones, como es de suponer, este sonido, que anuncia su intención de mudar de sitio, pero sin volar. Esta llamada se oye con gran frecuencia entre las ocas domésticas que guían a sus pequeños, cosa que al conocedor de estos animales le produce siempre un efecto algo cómico, puesto que estos gordos animales apenas son capaces de volar, de manera que huelga el que pregonen a diestro y siniestro que van a emprender a pie y no volando el cambio de lugar que proyectan. Pero los animales, como es natural, no tienen la menor idea de ello, puesto que todas estas exteriorizaciones del estado de ánimo son puramente instintivas y heredadas.

Igualmente heredada e innata es, en cualquier ganso gris joven, la comprensión instintiva del vocabulario completo que se emplea en mantener el contacto entre los individuos. Los pollos de uno o dos días de edad reaccionan ya con prontitud a todas las sutilezas del vocabulario ya descrito sucintamente. Si uno modifica la llamada, acortando el número de sílabas y haciéndolas más sonoras, los gansitos dejan de comer, levantan su cabecita y, poco a poco, la bandada entera se halla poseída del deseo de moverse, de cambiar de sitio, y no tardan en emprender la marcha.

Muy bonita y fácil de demostrar, siempre que no se abuse de ella, es la reacción de los gansos pequeños al «ganguíngang». Es muy interesante cómo los pequeños gansos parecen entender que esta llamada de los padres se dirige a ellos cuando, por ejemplo, atraídos por alguna planta apetitosa, se han quedado rezagados en el pantano. En semejantes casos, el «ganguíngang» causa el efecto de un latigazo, y acuden a toda velocidad con las alitas estiradas, detrás de sus padres o de sus sustitutos humanos. Esta reacción, en el caso de mi pequeña «Martina», se prestaba a llevar a cabo un pequeño truco de gran efecto.

Aunque el nombre de «Martina» no derivaba originalmente de la voz propia para mantener el contacto entre los individuos de su especie, como en el caso de «Choc», lo cierto es que dicho nombre resultó ser el más apropiado como llamada de cuantos llevaron nuestras diversas aves en Altenberg. Porque cuando se pronunciaba con el timbre y el tono del «ganguíngang» propio de los gansos grises, acentuando notoriamente la i, se desencadenaba la reacción descrita, y «Martina» acudía indefectiblemente, jadeando como un caballo espoleado. Me era fácil dejar estupefactos, principalmente a los cazadores y otras personas conocedoras de los perros, llamando por su nombre al gansito de apenas una semana. Pero tenía que estar seguro de que no había otros gansos «no adiestrados» dentro del radio de alcance de mi voz, pues habrían acudido con la misma prisa, con la misma precisión con que suena el timbre al presionar su pulsador.

Lo mismo que la reacción adecuada a todas las variaciones de la voz que se emplea para mantener el contacto entre los individuos del grupo, es innata también en las crías la reacción a la voz de alarma de los gansos adultos. Ésta consiste en un «gang» aislado, por lo regular suave y nasal, en el que se entremezcla el sonido de la r, de manera que quizá se podría transcribir mejor por «ran». Este sonido se imita de la manera más efectiva pronunciando la sílaba mientras se inspira.

Al escucharlo, todas las cabezas se levantan, y cesan en seco los graznidos con que mantiene habitualmente el contacto. Si se pronuncia esta voz más fuerte, los gansos adultos se preparan a emprender el vuelo y buscan un lugar desde el cual puedan disfrutar de un campo de visión despejado y echarse a volar sin estorbo. Pero los gansos pequeños corren hacia su madre o hacia la persona que la sustituye, y se aglomeran en apretado grupo bajo su protección.

El estado de alarma persiste en los pequeños hasta que se levanta de manera expresa. De esta forma, los padres no necesitan repetir la voz de alarma para mantener a los pequeños en este estado, sino que, con todos sus sentidos en tensión, pueden dedicar su máxima atención a la causa del peligro. Cuando cesa éste, un graznido suave, como el empleado para mantener el contacto, lo hace saber así, y regularmente es correspondido por la bandada de pequeños mediante un saludo ceremonioso emitido con el cuello estirado.

Con la misma rapidez con que la primavera cede paso al verano, la graciosa pelota de plumón se convierte en una bella ave gris de plateadas alas. Es encantador el tránsito que lleva del uno a la otra; enternecen las fases desgarbadas entre el «niño» y el «adolescente», con los pies demasiado grandes, las articulaciones gruesas y los movimientos torpes de los «años» del cambio, que en el ganso no son años, sino sólo semanas. ¡Y qué maravillas atesora el momento en que se alcanza la nueva armonía del ave adulta, cuando las alas son ya fuertes y están en condiciones de desplegarse para el primer vuelo!