5. Sempiternos camaradas

SEMPITERNOS
CAMARADAS

La tempestad primaveral lanza sus acordes chimenea abajo, mientras gesticulan y crujen desaforadamente las ramas de los viejos abetos rojos que hay delante de la ventana de mi estudio. De pronto, en el retazo de cielo nuboso que enmarca mi ventana, veo que se lanzan hacia abajo una docena de proyectiles negros, casi en forma de gota, de líneas perfectamente aerodinámicas. Caen como si fueran piedras, descienden hasta acercarse a la copa de los árboles, abren inesperadamente unas grandes alas negras, se convierten en aves, en cuerpos cubiertos de plumas que van a la deriva en el seno de la tempestad, en cuyo torbellino son proyectados hacia arriba, y desaparecen rápidamente de mi campo visual.

Me acerco a la ventana para presenciar el extraordinario juego de las grajillas con la tormenta.

¿Un juego? Sí, un juego, en el más propio sentido de la palabra: movimientos practicados por ellos mismos, para disfrutar, no al servicio de una finalidad determinada. Y debemos advertir categóricamente que se trata de movimientos aprendidos, no de instintos innatos. Pues todo lo que practican estas aves en las alturas, la utilización del viento, la apreciación exacta de las distancias y, sobre todo, el conocimiento de las condiciones locales en los distintos puntos donde, para una determinada dirección del viento, existen movimientos ascendentes, baches o torbellinos, todo ello no es patrimonio heredado, sino que lleva el sello de lo que se ha adquirido individualmente.

¿Qué no harán las grajillas con el viento? A primera vista parece que el viento juega con las aves como el gato con el ratón. Pero en realidad es al revés: las aves juegan con la tormenta. Casi —y sin pasar nunca del casi— dejan que la tormenta haga su voluntad, que los eleve a gran altura por las corrientes ascendentes, y llega un momento en que parece que van a seguir proyectados hacia arriba; pero giran, con un indolente y sutil movimiento de un ala, hasta quedar vueltos de espalda, abren las superficies de sustentación una fracción de segundo, de abajo arriba y contra el viento, y se precipitan hacia tierra a una velocidad mucho mayor que la de caída libre, giran de nuevo y recuperan la posición normal con otro movimiento de las alas tan insignificante como el primero y se lanzan, ahora con las alas casi completamente plegadas, en trayectoria velocísima contra la tormenta que quiere barrerlos hacia el Este, pero que ellos atraviesan varios centenares de metros en dirección opuesta, hacia el Oeste. Esta maniobra no representa esfuerzo alguno para el ave, pues es el gigantón ciego del temporal el que proporciona toda la energía necesaria para impulsar el cuerpo del ave a través del aire a más de 100 km por hora; la contribución de la grajilla se reduce a dos o tres cambios de posición de sus negras remeras, apenas perceptibles y realizados con elegante indolencia. ¡Dominio soberano sobre la fuerza bruta, triunfo embriagador del organismo viviente sobre las fuerzas elementales de lo inorgánico!

Han pasado veinticuatro años desde que vi a la primera grajilla (Coloeus monedula) volar de esta manera en torno a los pináculos de Altenberg, y ya desde entonces quedé prendado del pájaro de los ojos plateados. Y como ocurre frecuentemente con los grandes amores de nuestra vida, poco podía imaginar lo que iba a suceder cuando conocí a mi primera grajilla joven. Se encontraba en la tienda de animales de Rosalía Bongar, de la que soy cliente desde hace cuarenta años, en una jaula bastante austera, y la adquirí sólo por cuatro schillings. No la compré por razones científicas, sino porque deseaba llenar de buena comida la bocaza roja y bordeada de amarillo del pajarito. Y cuando pudiera valerse por sí, quería darle la libertad, y así lo hice, pero sin conseguir el resultado que esperaba, pues todavía hoy las grajillas siguen criando bajo nuestro tejado. Nunca se me ha recompensado con tanta largueza un acto de compasión para con un animal.

Pocas aves, y en general pocos animales superiores —los insectos que constituyen sociedades forman capítulo aparte—, tienen tan desarrollado el sentido de la vida familiar y social como la grajilla. Y por ello son pocos los animales jóvenes tan conmovedoramente desvalidos y tan adictos al que los cuida como las grajillas o chovas jóvenes.

Cuando se endurecieron los cañones de sus plumas de vuelo y mi grajilla llegó a ser completamente apta para volar, mostró una afinidad totalmente infantil hacia mi persona. Dentro de casa volaba tras mí de habitación en habitación, y si alguna vez me veía forzado a dejarla sola, se desesperaba y emitía su llamada: «¡Choc!» Éste fue el nombre que recibió. De entonces data nuestra tradición de dar a todas las aves jóvenes criadas aisladamente, el nombre que corresponde a su voz de llamada.

Una grajilla joven, unida a su cuidador con todo su afecto juvenil, puede proporcionar, como es natural, muchos beneficios a la Ciencia. Se puede llevar el ave al campo, estudiar su vuelo, la forma en que consigue el alimento; en fin, todos los aspectos de su comportamiento en el ambiente natural, a corta distancia y sin tenerlo cohibido por las rejas de una jaula. No creo que haya aprendido de ningún otro animal tantas cosas y tan esenciales como las que me enseñara «Choc» en el verano de 1926.

Probablemente porque yo imitaba la llamada de las grajillas, «Choc» me prefirió en seguida a las otras personas. Volando me seguía durante largos paseos, incluso cuando iba montado en bicicleta, fiel como un perro. Aunque sin duda me conocía personalmente y sólo conmigo se mostraba completamente adicta, lo instintivo o lo que tenía de reflejo en su actividad al acompañarme se manifestaba de una manera muy curiosa: Si alguien marchaba más aprisa que yo en aquel momento y, por ello, me adelantaba en el camino, la grajilla solía dejarme para marcharse con el extraño; mas no tardaba en advertir su «equivocación» y volvía a mí; con la edad aumentó en ella la capacidad de «pensarlo mejor» y retornar a mí. Pero siempre hacía un pequeño movimiento, revelador de la intención de seguir al que me aventajaba en velocidad, y esta reacción siguió siendo casi siempre perceptible.

Pero cuando delante de nosotros volaban una o varias grajas, aves de otra especie más corpulenta, «Choc» era víctima de un conflicto psíquico mucho más violento. Era inevitable que la vista de un ondulante par de alas negras que se alejaban despertara en la grajilla joven el impulso, irresistiblemente poderoso, de volar tras ellas. «Choc» no podía vencer su imperativo y nada aprendió de desgraciadas experiencias que en relación con este punto se le ofrecieron. Seguía ciegamente a las grajas, y procediendo así, a veces una bandada de estos pájaros la arrastraba consigo tan lejos, que era un milagro que retornara.

Era muy peculiar su comportamiento cuando las grajas aterrizaban. En el momento mismo en que dejaban de volar, dejaba también de actuar la magia de las batientes alas negras, y «Choc» se sentía abandonado y empezaba a llamarme con la misma voz plañidera con que una grajilla joven solicita a sus padres. Tan pronto como oía mi respuesta, emprendía el vuelo y se dirigía hacia mí, y con tal energía, que a veces arrastraba consigo a las grajas y retornaba a mi lado a la cabeza de la bandada entera. En tales ocasiones, tenía que hacerme visible a las grajas desde alguna distancia, porque de no hacerlo así podía originarse otra complicación. En efecto, al principio, antes de que yo hubiera advertido el mencionado riesgo, venían tras la grajilla y se aproximaban a mí sin darse cuenta de mi presencia. En cuanto esto ocurría, se asustaban violentamente y escapaban presas de tal pánico, que «Choc», contagiado por el movimiento y agitación general, se veía arrastrado por las grajas.

Así, en todas aquellas formas de comportamiento social, cuyo objeto se definía por la experiencia del individuo, «Choc» se dirigía hacia los hombres. Así como Mowgli, de Kipling, se designaba a sí mismo como un lobo, de igual forma, «Choc», si hubiese podido hablar, se habría considerado a sí misma un hombre. Pero la señal de las batientes alas negras despertaba el instinto y llamaba al instinto: era un «¡sígueme!» imperioso. Expresándome de una manera antropomórfica, podría decir que «Choc» se consideraba un hombre mientras marchaba por el suelo, pero cuando volaba se consideraba una graja, porque precisamente las batientes y negras alas de estas aves fueron las primeras que despertaron en él el instinto de la bandada.

Según Rudyard Kipling, cuando el amor despierta en Mowgli, lo irresistible de su impulso lo lleva a abandonar a sus hermanos lobos y a aproximarse a los seres humanos. Probablemente el poeta tenía razón: tenemos buenos argumentos para aceptar que el hombre y la mayor parte de los mamíferos reconocen de manera innata al objeto del amor sexual por señales inconfundibles. Pero no así las aves. Las aves criadas en confinamiento, que nunca han visto a sus semejantes, no «saben», en la mayor parte de los casos, a qué especie pertenecen, o sea, su instinto social y su amor sexual se orientan hacia aquellos seres con los que han convivido en determinadas fases, especialmente impresionables, de su juventud, y, por tanto, en la mayor parte de los casos, hacia el hombre. Según las circunstancias que concurran, pueden observarse toda clase de desviaciones. Por ejemplo, una oca doméstica hembra que actualmente poseo es el único superviviente de seis pollos atacados de tuberculosis aviar, y ha crecido en la exclusiva sociedad de gallinas domésticas. A pesar de que a su debido tiempo se compró, pensando en ella, un precioso ganso macho, ella se enamoró perdidamente de nuestro gallo «Rhode Island», y lo asediaba con «proposiciones amorosas», sin preocuparse poco ni mucho de los galanteos del apuesto ganso.

Un caso de la misma naturaleza, verdaderamente tragicómico, le ocurrió a un pavo real blanco del jardín zoológico de Schönbrunn (Viena). Era también el último superviviente de una nidada nacida precozmente y víctima del tiempo desapacible, por lo cual fue llevado al local más caldeado de que se disponía en aquellos momentos —después de la primera guerra mundial—, que era precisamente el recinto de las tortugas gigantes. Esta ave infeliz, durante el resto de su vida, sólo hizo la rueda delante de alguna tortuga, y permanecía ciego y sordo ante los encantos de las pavas más bellas. Es típica la irreversibilidad de este curioso proceso de fijación de la vida instintiva en un objeto determinado.

Cuando «Choc» fue mayor, se enamoró de nuestra criada, que, precisamente entonces, contrajo matrimonio y trasladó su residencia a un lugar distante unos 3 km. Pocos días después, «Choc» descubrió su paradero y se instaló en la misma casa que ella, para volver sólo por las noches a su acostumbrado refugio, en el desván de nuestro domicilio. A mediados de junio, cuando hubo pasado el período de celo y cría de las grajillas, volvió repentinamente a estar de nuevo con nosotros y adoptó una de las catorce grajillas jóvenes que yo había criado aquella primavera. «Choc» se comportó con este hijo adoptivo, hasta en los menores detalles, exactamente como se comportan las grajillas con sus hijos. Está claro que los elementos del comportamiento que integran la actividad de la cría deben ser innatos, ya que los hijos propios son las primeras crías que una de estas aves ve habitualmente. Si no reaccionara frente a ellas con una conducta fija e instintiva, heredada, inevitablemente las desgarraría y se las comería como a cualquier otro ser vivo del mismo tamaño.

Añadiremos que «Choc» era de sexo femenino, y, sin duda, vio en nuestra muchacha un macho de grajilla. El comportamiento de «Choc» no ofrecía lugar a dudas a este respecto. La llamada regla inversa, según la cual los animales de sexo femenino se sienten más atraídos hacia los varones y los machos hacia las mujeres, no vale en absoluto para las aves, ni siquiera para los papagayos, en relación con los cuales se ha afirmado repetidamente su validez. Así, por ejemplo, otra grajilla, ésta macho, comprada ya crecida, se enamoró de mí y me trataba en todos los aspectos como si yo fuera una grajilla hembra. Empleaba horas en tratar de convencerme para que me introdujera, reptando, en la cavidad que había escogido para anidar, y que sólo medía unos pocos decímetros. De manera semejante, un gorrión, que había experimentado una análoga fijación sobre seres humanos, quería inducirme ¡a meterme en el bolsillo de mi propia chaqueta! Aquel macho de grajilla resultaba especialmente molesto cuando trataba de cebarme con los, para su gusto, mejores bocados.

En todas estas maniobras había conseguido interpretar la boca humana como la abertura anatómica de ingreso del alimento, lo cual no deja de ser sorprendente. Lo hacía completamente feliz cuando abría mis labios hacia él, imitando los sonidos con que los de su especie solicitan alimento. Esto representaba para mí un gran sacrificio, porque no había llegado hasta el extremo de que me gustara recibir en la boca gusanos de la harina trinchados y mezclados con saliva de grajilla. Es comprensible que no siempre me mostrara dispuesto a corresponder a las solicitudes del ave; pero en tal caso debía vigilar mis oídos, porque, sin saber cómo, me encontraba el conducto auditivo lleno hasta los tímpanos de papilla de gusanos. En efecto, las grajillas introducen profundamente el alimento, con la lengua, hasta el esófago de la hembra o de las crías. Pero este macho de grajilla, ansioso de cebar, utilizaba mis oídos sólo cuando le negaba la boca, y, desde luego, siempre intentaba primero utilizar ésta.

Si en 1927 crié catorce grajillas, hay que atribuirlo exclusivamente a «Choc». Puesto que muchas de sus acciones instintivas fallaban en su finalidad o quedaban incomprensibles en relación con los humanos, despertaron en mí el intenso deseo y curiosidad de instalar una colonia de grajillas mansas que pudieran volar en libertad, para estudiar en ellas su vida familiar y sexual. No podía repetir para cada una de las catorce grajillas separadamente lo que había hecho el año anterior con «Choc», o sea, criarlas del mismo modo y llegar a representar el papel de padre y madre; y como, por otra parte, sabía por «Choc» el deficiente sentido de orientación de las grajillas jóvenes, tuve que dar con otros medios para ligarlas a una localidad: concretamente, a nuestra casa.

Tras madura reflexión di con el siguiente sistema, que, en lo sucesivo, mostró ser adecuado. Construí una pajarera alargada delante de las aberturas del desván, donde «Choc» habitaba desde largo tiempo. La jaula tenía dos secciones, se apoyaba sobre un alero de albañilería de casi 1 m de anchura y abarcaba casi toda la anchura del tejado de la casa. Marqué individualmente a las grajillas jóvenes con anillos de colores, que correspondían a sus nombres: «Azul azul», «Rojo derecha», etc.

Al principio, «Choc» mostró alguna inquietud ante las alteraciones que se observaban en la proximidad de su hogar, y pasaron algunos días hasta que se acostumbró a cruzar despreocupadamente la puerta con ventalla que estaba en el techo de la primera sección de la jaula.

Entonces «Choc» fue conducido a esta sección anterior de la jaula, junto con las dos grajillas jóvenes más mansas, «Azul azul» y «Azul rojo», y encerrado en dicho compartimiento. Las restantes grajillas fueron confinadas en el compartimiento posterior de la jaula. Distribuidos de esta forma, los pájaros se dejaron unos días abandonados a sí mismos. Este proceder tenía por finalidad conseguir que las aves que estaban destinadas a ser las primeras en volar libremente, se sintieran vinculadas por lazos sociales a las que debían seguir todavía encerradas. Por entonces «Choc» había empezado a adoptar a una de las grajillas («Amarillo izquierdo»), lo cual fue una circunstancia afortunada, porque así retornó a su debido tiempo a casa para las experiencias que a continuación se describirán. No escogí a «Amarillo izquierdo» para las primeras experiencias porque deseaba que «Choc» permaneciera en la vecindad de nuestra casa, pues era de temer que emprendieran el vuelo los dos, «Choc» y «Amarillo izquierdo», que ya era volantón, para dirigirse al hogar de la muchacha de la cual se había enamorado el primero, o sea, hacia San Andrés.

Mi esperanza de que las grajillas seguirían a «Choc» de la misma manera que éste me había seguido a mí el año pasado, se cumplió sólo a medias. Cuando abrí la puerta por primera vez, «Choc» salió inmediatamente al exterior, como era natural, y, al verse en libertad, emprendió el vuelo y se perdió de vista a los pocos segundos. Pasó algún tiempo antes de que los jóvenes se atrevieran a aventurarse fuera a través de la misma puerta. Por fin, los dos lo hicieron a la vez, precisamente en el momento en que «Choc» pasaba volando por delante, e intentaron seguirlo. Pero como «Choc» no tuvo en cuenta el vuelo más lento y uniforme de los jóvenes, los perdió en su primer vuelo en picado. Más tarde, cuando «Amarillo izquierdo» salió libremente, «Choc» voló despacio delante de él, y continuamente miraba hacia atrás por encima de las alas, para no perderlo de vista, como hacen todas las grajillas padres cuando guían a sus crías en el vuelo. Por lo que respecta a las restantes grajillas, «Choc» no sólo no se preocupaba en absoluto de los demás pájaros, sino que éstos tampoco comprendían que sólo «Choc» conocía las inmediaciones y que, por eso, les podía servir de guía mucho mejor que cualquiera de ellos.

Tan pronto como puse en libertad a tres o cuatro de los pajaritos a la vez, observé un fenómeno tan peculiar como peligroso. Las crías inexpertas buscaban, al parecer, otra guía, y, así cada una de ellas probaba seguir a las demás. Por eso giraban en el cielo sin meta ni dirección, ganando más altura. Puesto que en aquella edad todavía no se han ejercitado en los atrevidos vuelos en picado, gracias a los cuales las grajillas adultas bajan rápidamente, era de temer que aquellas travesuras de las grajillas jóvenes acabaran por extraviarlas a tanto mayor distancia cuanto más arriba subieran. En efecto, algunas de las catorce se perdieron por entregarse a semejantes prácticas. Esto quiere decir que necesitan una grajilla completamente adulta que, como ya explicaré, pueda conducir a su hogar, y de manera perfectamente definida, las aves en trance de extraviarse. Por aquellas fechas, «Choc» tenía sólo un año de edad, y, por tanto, no había alcanzado ni siquiera la madurez sexual.

La falta de progenitores que sirvan de guías se deja sentir también de otra manera, y con malas consecuencias, por carecer las grajillas jóvenes de una reacción innata frente a la aparición de los enemigos que las amenazan. Las urracas, los patos, los petirrojos y muchas otras aves se disponen a emprender el vuelo tan pronto como avistan un gato, una zorra o incluso una ardilla. Y la misma conducta es seguida también por los individuos que han sido criados por el hombre desde muy jóvenes y no han tenido ocasión de acumular experiencia alguna acerca del comportamiento que se puede esperar de los enemigos en cuestión. Una joven urraca mansa nunca se dejará atrapar por un gato, y el más manso de los ánades salvajes que haya sido criado por el hombre, reacciona inmediatamente ante una piel roja de la que se tire con un cordel por la ribera del estanque, como si «supiera» exactamente las propiedades que tiene el enemigo de su linaje: la zorra. Se muestra miedoso y precavido, da la alarma, se dirige al agua, pero no pierde de vista a la supuesta zorra, sino que la sigue continuamente con su mirada. Sus formas de reacción innatas se basan en que la zorra no puede volar ni nadar lo bastante aprisa para dar alcance a un pato en el agua. El sentido de toda esta conducta sólo tiene por objeto que se advierta la presencia de la zorra, que lo sepan los otros para hacer fracasar los proyectos de caza de la alimaña.

El reconocimiento del enemigo es innato e instintivo en las mencionadas aves; pero en las grajillas tiene que ser aprendido individualmente. Y, de manera curiosa, ello se hace siguiendo una verdadera tradición: los padres comunican sus experiencias personales a sus hijos, y así se procede de generación en generación.

La grajilla tiene sólo una reacción innata frente al enemigo: ataca furiosamente a todo ser que lleve algo negro que oscile o tiemble. El ave se mantiene inclinada hacia delante, tiembla con las alas entreabiertas y lanza un estridente grito de alarma, cuyo sonido, resonante y agudamente metálico, se interpreta como indicio de rabia encarnizada.

Uno puede coger con toda tranquilidad una grajilla mansa, por ejemplo, para meterla en la jaula o para cortarle las uñas. Pero esto empieza a ser peligroso cuando se tienen dos grajillas. Así, por ejemplo, «Choc» nunca protestaba cuando yo lo cogía. Pero cuando nos llegaron las catorce grajillas jóvenes, tenía que evitar el coger, en su presencia, alguna de las avecillas con la mano. Cuando hice esto por primera vez, sin sospechar nada, detrás de mí oí un estridente y furioso chirrido, una flecha negra pasó sobre mis hombros hasta clavarse en la mano que sujetaba a la grajilla: contemplé asombrado una herida redonda y profunda en la piel del dorso de mi mano. Inmediatamente comprendí el impulso ciego que movió este ataque, pues, por entonces, «Choc» me distinguía con la amistad más estrecha y odiaba cordialmente a las catorce grajillas jóvenes —la adopción de «Amarillo izquierdo» por «Choc» fue muy posterior— hasta el punto de que si no las hubiera protegido constantemente, sin duda alguna las habría matado. Y, sin embargo, no podía tolerar que cogiera alguna de aquellas avecillas.

Una observación casual, hecha aquel mismo verano, me hizo comprender aún más claramente el carácter de reflejo ciego que tiene la reacción descrita. Al caer el día, y cuando regresaba de bañarme en el Danubio, subí al tejado, como cada tarde, para encerrar a las grajillas en su jaula. Cuando estaba en el alero, rodeado por las aves, noté un contacto húmedo: era mi calzón de baño negro, que, con las prisas, me había metido, sin secar del todo, en el bolsillo. Lo saqué y… al instante me vi rodeado por una nube de grajillas que chirriaban rabiosamente, a la vez que prodigaban insistentes y dolorosos picotazos en la mano en que tenía mi calzón de baño negro.

Mi gran cámara fotográfica nunca produjo esta conmoción, pese a ser negra y llevarla en la mano; pero las grajillas empezaban a chillar y me atacaban cuando sacaba las tiras de papel negro del depósito de película, tal vez porque el viento las movía. Nada importaba que las grajillas me reconocieran como inofensivo y me aceptaran por amigo. En cuanto tenía en la mano algo negro que se movía, me convertía automáticamente para ellas en un asesino. Lo más sorprendente es que ni siquiera las grajillas quedan libres de esta hostilidad. En efecto, asistí a un ataque colectivo contra una hembra que intentaba llevar a su nido, como material de construcción, una pluma de cuervo. Por el contrario, las grajillas mansas no protestan ni atacan cuando se cogen con la mano a sus propios hijos, mientras éstos permanecen aún desnudos y, por tanto, no son de color negro. Pero desde el momento en que les asoman los cañones de las plumas, los animalitos se tornan rápidamente negros en la parte superior, y entonces no es prudente cogerlos si no quiere exponerse uno a un furioso ataque.

Después de uno de estos ataques, las grajillas se muestran absolutamente desconfiadas hacia lo que ha dado origen a la alarma. Resulta difícil imaginar qué tipo especial de vivencia experimentan, y que va asociada, sin duda, a una actividad instintiva que ha dejado una emoción profunda. Nuestros afectos —ira, odio, miedo— sólo se pueden comparar de una manera relativa con los correspondientes o análogos de los animales. No sabemos lo que experimenta la grajilla, pero no cabe duda de que esta vivencia es algo específico, con una extraordinaria carga emocional.

Esta ardiente emoción graba en la memoria del animal, de manera increíblemente rápida, una asociación de ideas indisoluble entre la situación cargada de significado («grajilla en las zarpas de una fiera») y la persona del «criminal». Si se desencadena dos o tres veces consecutivas el ruidoso ataque de una grajilla hasta entonces mansa, se habrá estropeado ya para siempre. Desde aquel momento, basta que le vea a uno para que chille; para ella es como si llevara uno el signo de Caín, aun sin tener nada negro que se agite en las manos. Es más: la grajilla logrará «convencer» a todas sus compañeras de la perversidad de uno. Sus chillidos son extraordinariamente contagiosos, y desencadenan el ataque de todas las grajillas que lo oyen, con la misma rapidez que si vieran algo negro agitándose. La «mala fama» pregona que uno ha sido sorprendido una o dos veces cometiendo una acción reprobable, y se extiende como el fuego. Al poco tiempo, todas las grajillas de la vecindad lo tienen a uno por un animal de presa al que hay que chillar y atacar.

El sentido primitivo de esta reacción consiste, indudablemente, en defender a otro individuo de la misma especie que haya caído víctima de un animal de presa, obligando a éste a que suelte la víctima o, por lo menos, hacerle tan desagradable el disfrutar de ella, que no le queden deseos de insistir en la caza de grajillas. Si, por ejemplo, el azor prefiere cazar otras aves y no grajillas, que con su estruendo le hacen desagradable la caza, ello significa que la práctica de la reacción descrita da un resultado «rentable» para las grajillas y posee un indudable valor en el mantenimiento de la especie. La reacción ruidosa, con la misma función primitiva, se encuentra también en otros córvidos, como cornejas, urracas y cuervos. Formas semejantes de comportamiento se observan asimismo en diversos pajaritos.

Los córvidos, que alcanzan un nivel superior de evolución en la vida social, principalmente la grajilla, unen a esta función primitiva de defensa del compañero, otra función nueva aún más importante: gracias a dicha reacción, el ave joven e inexperta recibe, en forma de tradición, el conocimiento de los animales que son de temer. Nótese bien que se trata de un conocimiento realmente adquirido, no de un instinto superficialmente análogo a dicho conocimiento.

Reflexiónese acerca de lo notable que es todo esto: Un animal que no conoce a sus enemigos de manera innata o instintiva, es enseñado por los otros individuos de su especie, con más edad y experiencia, acerca de qué y a quién ha de tener por enemigos. Es una verdadera tradición, conocimientos adquiridos personalmente que se transmiten de padres a hijos. A nuestros niños podría servirles de ejemplo la seriedad con que las grajillas jóvenes atienden las «bien intencionadas» advertencias de sus padres. Si aparece un ser que hasta entonces era desconocido para la cría, basta que la grajilla vieja chirríe de manera perceptible una sola vez, para que se grabe indeleblemente una asociación de ideas entre la imagen del enemigo y la advertencia. En la Naturaleza libre, muy raramente un animal joven e inexperto puede reconocer la peligrosidad de un depredador por el hecho de verlo con algo negro que ondula o se mueve entre las garras. Las grajillas vuelan siempre en bandadas, de manera que debe aceptarse que entre ellas hay siempre algún ave experimentada que empieza a chirriar tan pronto como ve al enemigo.

Mis catorce grajillas no tenían a nadie que les advirtiera del peligro. Sin un progenitor que lo adiestre, el pájaro joven permanece tranquilo ante un gato que se aproxima, y, sin temor alguno, aterriza ante las narices del perro más cazador, al que considera tan inofensivo y amistoso como el hombre en cuya proximidad se ha criado. No debe maravillar, por tanto, que el grupo de mis grajillas se redujera en forma considerable cuando empezaron a volar libremente. Al darme perfecta cuenta del peligro y de sus causas, sólo dejé libres a mis aves durante las horas de sol, cuando no es muy elevado el número de gatos que merodean. Se necesita mucho tiempo y paciencia para lograr que las grajillas se recojan en su jaula al declinar el día. «Reunir un saco de pulgas» —para usar una expresión popular alemana— representa una niñería comparado con la tarea de atraer catorce grajillas a una jaula. No las podía coger, y cuando hacía pasar una por la puerta de la jaula, posada sobre mi mano, escapaban dos. Incluso cuando utilizaba la primera mitad de la jaula a guisa de esclusa, empleaba todas las tardes una buena hora en meterlas a todas tras las rejas.

De esta forma convivía con mis grajillas, a las que conocía y podía distinguir entre sí por su cara, o sea, por su fisonomía, de manera que ya no tenía necesidad de mirar los anillos de colores de las patas. Pero esto es más fácil de decir que de hacer, pues para conocerlas personalmente una a una hay que vivir mucho tiempo en contacto inmediato con ellas. Sin esta condición sería imposible penetrar en las intimidades de la vida social de las grajillas.

¿Se conocen los animales unos a otros de una manera tan inequívoca? Varios sabios estudiosos de la psicología animal pretenden que no es así y han puesto en tela de juicio incluso la simple posibilidad de que ello ocurra. Sin embargo, puedo asegurar que cada uno de los miembros de mi colonia de grajillas, puesto enfrente de otro, sabe exactamente de quién se trata. Así ha de ser forzosamente para que se mantenga entre ellas una jerarquía fija. Todo criador de gallinas sabe que hasta en aves tan estúpidas existe una jerarquía definida, de forma que cada gallina se siente atemorizada ante la que ocupa un rango superior. Tras algunas escaramuzas, que no siempre llegan a mayores, todos los animales aprenden con cuáles pueden atreverse y ante quiénes deben inclinarse. La posición dentro de esta jerarquía no sólo depende de las fuerzas físicas, sino también, por lo menos en igual grado, del valor personal, la energía y, podría decirse, del aplomo del ave.

Semejante ordenación jerárquica dentro de un grupo de animales goza de una persistencia extraordinaria. Si un animal queda en inferioridad al final de una disputa, aunque sólo sea inferioridad «moral», se considera en posición subordinada durante largo tiempo y no se engalla fácilmente ante su dominador, si los animales siguen viviendo juntos y se repiten las ocasiones de encontrarse frente a frente. Así ocurre también en los mamíferos de organización superior y que son considerados como más inteligentes.

Las disputas por la categoría jerárquica dentro de una colonia de grajillas difieren, en un punto esencial, de las de un gallinero. En el gallinero, los individuos de rango inferior no lo pasan muy bien. En cualquier aglomeración artificial de animales no sociales, tanto en un gallinero como en una pajarera, los de alta categoría sienten especial predilección en picotear rabiosamente a los de casta inferior. No ocurre lo mismo entre las grajillas. En la sociedad de estas aves, ni la «aristocracia», ni siquiera el «déspota máximo» se muestran agresivos hacia los que ocupan un rango inferior. Tan sólo se enojan con los que ocupan un rango inmediatamente inferior al suyo, y, muy especialmente, el «déspota» con el «pretendiente al trono», o sea, el «número uno» contra el «número dos». He aquí un ejemplo: La grajilla A está posada en el comedero, alimentándose. La grajilla B llega en actitud jactanciosa, con la cabeza erguida, gravemente, por lo cual la A le hace sitio corriéndose a un lado, y aquí acaba todo. Luego llega C, también con gesto arrogante, aunque menos notorio, y entonces de manera sorprendente, A escapa en seguida, y B adopta una actitud amenazadora, con las plumas del dorso erizadas, y ataca y echa fuera a C. Explicación: La categoría de C está, entre las de las otras dos aves, lo suficientemente próxima a su inferior A para asustarlo y lo suficientemente próxima a su superior B para despertar su ira.

Las grajillas de alto rango son condescendientes en alto grado con las de categoría muy inferior: las consideran como algo despreciables, y su actitud jactanciosa ante ellas es mero formalismo; sólo cuando se acercan mucho pueden adoptar una actitud amenazadora, y apenas llegan a atacar. La excitabilidad de las altas jerarquías frente a sus subordinados se escalona lo mismo que el rango de los últimos. Esta regla tan sencilla apacigua muy bien las disputas entre los miembros de la colonia. Lo mismo entre los hombres que entre las grajillas, los movimientos expresivos de afectos sugestionan también a aquellos individuos a los que no se dirigen de manera directa. De esta forma, las grajillas de alto rango intervienen enérgicamente en la disputa de dos subordinados tan pronto como adquiere forma violenta. Mas puesto que al intervenir se muestran siempre más excitados por aquel contendiente que es de rango más elevado, la intervención de la grajilla de alto rango, principalmente del déspota de la colonia, suele ser «caballeresca», es decir, en cualquier lucha desigual se pone siempre a favor del débil. Y puesto que casi siempre se desencadenan disputas por anidaderos —en casi todos los demás casos, el subordinado cede sin lucha—, el macho más poderoso protege o favorece los nidos de los miembros de la colonia cuya jerarquía es más baja.

Una vez establecida la jerarquía social de los miembros de una colonia de grajillas, ésta se mantiene de una forma extraordinariamente conservadora. Jamás he presenciado cambio alguno sin motivo externo, o sea, no he asistido a alteraciones de la jerarquía social debidas al descontento de los de rango inferior por la categoría que les había tocado en suerte. En mi colonia, sólo una vez ocurrió que el déspota fuera destronado, y lo fue por un antiguo miembro de la colonia, cuando retornó tras una larga ausencia, durante la cual había perdido el profundo respeto que antes tenía al señor. «Doble Rositten», nombre del autor del golpe de fuerza —debía su nombre a los dos anillos de la estación de ornitología de Rositten que llevaba en las patas—, retornó, en otoño de 1931, con el plumaje recién mudado y lleno de vigor por sus viajes estivales. En la primera escaramuza derrotó a «Verde amarillo», el macho que hasta entonces había ocupado el lugar preeminente. Esto resultó notable por dos razones: en primer lugar, no sólo tenía en su contra a «Verde amarillo», sino también a su esposa —«Doble Rositten» era «soltero»— y, además, contaba año y medio de edad, mientras que «Verde amarillo» era uno de los supervivientes de los catorce de 1927.

Es interesante de qué forma llegué a enterarme de esta revolución. Vi en el comedero a una grajilla hembra, pequeña y delicada, que ocupaba un rango muy bajo, cómo se acercaba cada vez más al «Verde amarillo», que estaba comiendo tranquilamente, hasta que, por fin, como por una inspiración, adoptó una actitud jactanciosa, con lo cual el macho, aun siendo mayor, se largó silenciosamente y sin réplica. Cuando, más tarde, vi que el joven héroe, a su regreso, había usurpado la categoría a «Verde amarillo», supuse al principio que el déspota depuesto había quedado tan afectado por la impresión, todavía fresca, de su derrota, que hasta le intimidaban otros miembros de la colonia, como aquella hembra joven. Pero esta creencia era falsa. «Verde amarillo» había sido vencido sólo por «Doble Rositten», y, de manera indudable y para siempre, se quedó con el número dos. Pero —¡lo que son las cosas!— «Doble Rositten», a poco de su regreso se había enamorado de una «joven», y, en un par de días como máximo, se había «prometido» con ella. Ahora bien, puesto que en cualquier pareja de grajillas ambos esposos se apoyan siempre fiel y valerosamente y desaparece entre ellos cualquier diferencia previa de rango, los dos adquieren automáticamente el mismo rango en sus disputas con los demás miembros de la colonia. De manera que la novia, con su promesa de matrimonio, pasa automáticamente a la categoría del novio. Es notable que jamás ocurra la relación inversa: existe una ley inquebrantable, con arreglo a la cual ningún macho de grajilla puede casarse con una hembra de rango superior.

Lo más extraordinario del acontecimiento no es el cambio en la categoría social, sino la pasmosa velocidad con que la colonia se entera de que aquella pequeña hembra, que hasta entonces no había recibido sino malos tratos de la mayor parte de los individuos del grupo, se ha convertido, de golpe y porrazo, en la «esposa del presidente», y nadie puede ya ni mirarla de reojo. Y sorprende cómo el interesado tiene conciencia de lo que está ocurriendo. Los animales pueden hacerse rápidamente miedosos y esquivos después de una experiencia desdichada. Pero comprender que ha quedado eliminado un peligro que hasta entonces existía y, de acuerdo con ello, envalentonarse, es señal de que existen aptitudes superiores. Aquella pequeña hembra, apenas transcurridas cuarenta y ocho horas, sabía lo que podía permitirse. Y siento decir que usaba y abusaba de sus nuevos derechos. En su comportamiento no dio pruebas de aquella nobleza o tolerancia desdeñosa que muestran las grajillas de alto rango por las inferiores; por el contrario, utilizaba cualquier oportunidad para amonestar violentamente a los que antes habían estado por encima de ella. Y no sólo se contentaba con imponerse con el gesto, sino que incluso pasaba en seguida «a las manos». En una palabra, se comportaba con una vulgaridad absoluta.

No trato de humanizar a los animales con esta forma de expresarme. Se ha de comprender que lo demasiado humano es casi siempre prehumano, y, por tanto, es aquello que compartimos con los animales superiores. A fe mía que no proyecto las características humanas en el animal; antes, al contrario, muestro la cantidad de herencia de origen animal que persiste todavía en la humanidad. Y al decir que un macho de grajilla se había enamorado súbitamente de una hembra, tampoco incurro en antropomorfismo alguno. Precisamente al enamorarse, muchas aves y mamíferos superiores se comportan exactamente igual que el hombre. También entre las grajillas, el gran amor se presenta frecuentemente de manera súbita, de un día para otro, y también como en el hombre, muchas veces es el típico «flechazo». Algunos quedan prometidos en seguida.

Desde luego, la confianza engendrada por la convivencia no favorece el proceso característico del enamoramiento en la medida que uno podría suponer. En ciertas circunstancias, una separación temporal desencadena lo que no consiguieron años de intimidad. En gansos salvajes he observado que muchas veces se «celebran» los esponsales cuando, después de una larga separación, vuelven a encontrarse un macho y una hembra entre los que antes existía una simple amistad.

Contrariamente al prejuicio según el cual el amor y el emparejamiento en los animales constituyen los momentos más «bestiales» de su vida, en los que predominan los sentidos más groseros, hemos de decir que precisamente en la vida de aquellos animales en los que el amor y el «matrimonio» desempeñan un papel importante, los esponsales suelen «celebrarse» mucho tiempo antes de la unión física.

Las grajillas se prometen durante la primavera que sigue a su nacimiento, pero no son aptas para reproducirse hasta la siguiente primavera. Lo mismo ocurre con las ocas silvestres. Así, en ambas especies el noviazgo dura exactamente un año. El cortejo del macho de la grajilla es semejante al del ganso —y también al del hombre—, porque es un animal que carece de órgano especial para cortejar: no tiene plumas vistosas como el pavo, ni un órgano vocal idóneo como el ruiseñor. El macho de grajilla deseoso de casarse debe saber hacerse valer sin medios auxiliares especiales. La forma y manera con que consigue su propósito tiene visos asombrosamente humanos en muchos de sus aspectos. Entre las grajillas, el joven galán exhibe su energía; todos sus movimientos tienen cierta tensión consentida, y prácticamente nunca deja de adoptar una actitud jactanciosa, con el cuello erguido y el pescuezo tenso. Continuamente provoca a otras grajillas, y hasta llega a entablar escaramuzas con quienes están por encima de él, aunque sólo cuando «ella» le mira.

Ante todo, procura impresionar a su pretendida mostrándose dueño de algo que podrá ser el sitio en el que construir un nido y de donde expulsa a todas las demás grajillas, sin parar mientes en su rango. Instalado en el lugar en cuestión, deja escuchar una llamada o reclamo del nido, que consiste en un agudo y penetrante «¡ssic, ssic, ssic!». Por lo regular, este reclamo del nido es únicamente simbólico. En esta fase no tiene demasiada importancia el hecho de que el agujero en cuestión sea realmente apropiado para anidar.

Cualquier rincón obscuro, hasta un agujerito que resultaría demasiado pequeño si el ave intentara en realidad meterse en él, sirven para cumplimentar la ceremonia del «¡ssic!». El macho al que me he referido, y que intentaba llenarme los oídos de papilla de gusanos, dejaba sentir su «¡ssic!» preferentemente en el borde de un pucherito que contenía gusanos de la harina. Con la misma finalidad, nuestras grajillas libres utilizaban las aberturas superiores de las chimeneas de nuestra casa, pese a que nunca anidan en ellas. Por tal razón, el «¡ssic, ssic!», a principios de primavera, desciende y se oye misteriosamente en los distintos hogares del edificio.

Todas las formas de exhibición personal de los machos de grajillas que cortejan se dirigen u orientan hacia una hembra perfectamente determinada. ¿Cómo se entera ella de que toda la representación se hace en su honor y obsequio?

Para esto sirve el «lenguaje de los ojos». En efecto, el macho, durante sus ofrecimientos, mira continuamente a la cortejada, e interrumpe en seguida sus esfuerzos en el caso —que no ocurre fácilmente, si ella tiene interés por el «doncel»— de que la solicitada emprenda el vuelo.

Muy peculiar e irresistiblemente divertida —incluso para el observador no dado a humanizar— es la diferencia en el juego de miradas entre el macho cortejador y la hembra cortejada. Mientras que el macho mira ardientemente a la hembra sin cesar y sin recato, ella parece que dirija la vista a todas partes menos hacia el galán. Pero en realidad también lo mira de vez en cuando, aunque sólo sea con rápidas ojeadas, que sólo duran una fracción de segundo: lo bastante para persuadirse de que todo el hechizo se dirige a ella, y también lo bastante para que él se entere de que ella se ha dado cuenta. Si ella está realmente desinteresada y, por tanto, no le echa ni siquiera un vistazo, el galán cesa en su empeño tan pronto como… ¡bien!, como otros jóvenes.

La doncella da su «sí» aproximándose al macho, que se acerca en su más vistosa actitud arrogante, agachándose y agitando de manera peculiar las alas y la cola. Estos movimientos de la hembra representan una solicitud de cópula, aunque de forma simbólica y «ritualizada». En esta ocasión no van seguidos de cópula, pues constituyen una simple ceremonia de saludo. Las grajillas hembras ya desposadas acostumbran saludar siempre a sus maridos con este movimiento, incluso durante el período de la reproducción. La ceremonia perdió completamente su primitivo significado sexual, y ahora sirve sólo para expresar una sumisión cariñosa de la hembra al macho.

Desde el momento en que la novia se ha rendido de esta forma al macho, ella se muestra consciente de sí misma y agresiva hacia las restantes grajillas de la colonia, pues el hecho de prometerse representa casi siempre para las hembras un considerable ascenso en el escalafón de la colonia, ya que, mientras no han emparejado, al ser, por término medio, más pequeñas y más débiles que los machos, tienen un rango inferior al de éstos.

La pareja de recién prometidos constituye una íntima alianza ofensiva y defensiva, y cualquiera de ellos defiende con furia al otro. Es muy conveniente que así sea, pues entre los dos deben conquistar y conservar algún lugar donde establecer su futuro nido. Emociona el contemplar las manifestaciones de tan acendrado amor. Marchan por la vida en postura casi incesantemente arrogante y jactanciosa, sin apartarse, en general, más de 1 m. Parece como si estuvieran muy orgullosos el uno del otro cuando van juntos con el plumaje de la cabeza erizado, lo cual destaca el negro capirote aterciopelado y el sedoso cuello grisáceo. Se tratan con gran afecto y delicadeza, que contrastan con la rudeza con que se comportan con los extraños. Si el macho encuentra un bocado delicado, lo ofrece a la hembra, y ésta lo acepta con la actitud propia de un pajarito cebado por sus padres. Por lo demás, en sus amorosos cuchicheos se entrelazan sonidos infantiles, que las grajillas adultas nunca emiten en otras ocasiones. ¡Cuan «humano» sigue siendo todo esto! También entre los hombres, todas las formas de demostración de afecto van unidas a expresiones aniñadas. En efecto, ¿no son diminutivos todos los nombres afectuosos que inventamos?

La demostración más palpable de cariño por parte de la hembra consiste en limpiar el plumaje de la cabeza de su amado, o sea, cuidarle aquellos lugares a los que no alcanza con su pico. Tanto las grajillas entre las que existen buenas relaciones amistosas, como muchas otras aves y mamíferos que viven en sociedad, intercambian sus servicios higiénicos en este sentido —es lo que en términos vulgares se conoce impropiamente por despiojarse—, acción que no tiene significado erótico secundario. Pero no conozco ningún otro ser que ponga tanto celo en esta actividad como una grajilla enamorada. Durante largos minutos, que para estas avecillas movedizas constituye un período de tiempo considerable, puede acariciar las plumas del dorso de la cabeza de su esposo, maravillosamente largas y sedosas, que él abandona a merced de su amada con los ojos entornados y el plumaje de la cabeza erizado. En ninguna otra especie, ni siquiera en las palomas, ni en los inseparables periquitos, alcanza el amor conyugal formas de expresión tan patentes y emotivas como en las grajillas. Y, lo que es más bello: estas manifestaciones de cariño no disminuyen, sino que aumentan con los años de «matrimonio». En efecto, las grajillas son aves que viven mucho tiempo, por lo menos casi tanto como el hombre. Y puesto que las grajillas, como ya hemos dicho, se «prometen» en el primer año de su vida, para consumar su «matrimonio» en el siguiente, su unión dura mucho tiempo —quizá, por término medio, más que un matrimonio humano—. Muchos años después, el macho sigue dando de comer a la hembra con el mismo cariño, y ambos encuentran los mismos sonidos amorosos, trémulos de emoción contenida, de la primavera inicial de su vida, que lo fue, a la vez, de su amor.

De entre los muchos esponsales y matrimonios de grajillas que presencié y que pude seguir, tan sólo uno no fue de duración, porque el macho y la hembra se separaron ya a poco de prometerse. La culpa del fracaso debe atribuirse a una hembra joven, llamada «Verde izquierda», de carácter excesivamente apasionado.

En los comienzos de la primavera de 1928, o sea, en la primera primavera de los «catorce» nacidos en el año 1927, «Verde amarillo», el déspota a la sazón, se prometió con la más bella de las «damas» disponibles: «Amarilla roja». Creo que si yo hubiera sido una grajilla, también la hubiera preferido. Por lo que pude vislumbrar, el macho «Amarillo azul», número dos de la colonia, había requebrado también al principio a «Amarilla roja», mas pronto se prometió con «Roja derecha», una grajilla bastante grande y, dado el tamaño medio de las hembras, muy robusta. El «noviazgo» entre «Amarillo azul» y «Roja derecha» se desarrolló de manera más lenta y menos emocionada que entre «Verde amarillo» y «Amarilla roja»; no cabe duda de que los que formaban la primera pareja no habían encontrado aún el gran amor de su vida.

El momento exacto en el que las grajillas de un año empiezan a entrar en actividad sexual es muy distinto. Los animales citados empezaron a sentirse en celo a fines de marzo y principios de abril; pero «Verde izquierda» demoróse hasta los comienzos de mayo. Sin embargo, desde aquel momento, súbita e impulsivamente, decidió su plan. Como ya hemos dicho, era pequeña y ocupaba un puesto bastante bajo en la jerarquía social del grupo. El gris de su pescuezo era pobre en reflejos plateados, de forma que, según patrones humanos, era bastante menos bella que «Roja derecha» y, naturalmente, que «Amarilla roja». Pero tenía carácter. Se enamoró de «Amarillo azul», y su amor era tanto más asiduo y ardiente que el de «Roja derecha», que —para empezar por el final, contraviniendo las normas del arte literario— consiguió eliminar a su rival, más bella y fuerte.

Las primeras noticias que tuve del comienzo de este drama consistieron en la siguiente escena: «Amarillo azul» estaba posado tranquilamente en el borde superior de la puerta, abierta, de la jaula, y campechanamente se dejaba acicalar las plumas del pescuezo por «Roja derecha», que estaba a su izquierda. En aquel momento aterrizó sobre la misma puerta, inadvertida por ambos, «Verde izquierda», que se detuvo a la distancia de 1 m de la pareja, lanzando hacia el galán tensas miradas. Seguidamente se fue aproximando hacia la derecha del macho, despacio y con precaución, con el cuello estirado y resuelta, sin duda, a emprender inmediatamente el vuelo, si fuese necesario. Cada vez estaba más cerca de «Amarillo azul», y al llegar junto a él empezó también a acariciar las plumas de su pescuezo. «Amarillo azul» no se dio cuenta de que estaba siendo acicalado por dos «damas», una en cada lado, pues, entregado plenamente al placer del cosquilleo, había cerrado los ojos. «Roja derecha» tampoco advirtió nada insólito, pues su «novio» —ya corpulento de por sí, lo parecía aun más con las plumas erizadas— le cerraba el campo visual. Esta tensa situación se prolongó durante algunos minutos, hasta que «Amarillo azul» abrió casualmente un poco su ojo derecho, vio a la hembra que no era su prometida, chilló furioso y la picoteó. Entonces «Roja derecha» descubrió a su vez a «Verde izquierda», pues el movimiento del macho en su súbita indignación había dejado libre el campo visual de la hembra elegida. Súbitamente, ésta saltó por encima de su prometido hacia su pequeña rival, y de manera tan rápida y violenta, que tuve la impresión de que, contrariamente a lo que me ocurría a mí, no era la primera vez que se daba cuenta de las aviesas intenciones de la pequeña «Verde izquierda».

La «novia oficial» se había dado perfecta cuenta de la situación: jamás hasta entonces, ni en lo sucesivo, he visto a una grajilla entregada a tan rabiosa persecución como a «Roja derecha» volando tras «Verde izquierda», pero sin resultado, porque la pequeña y más nerviosa «Verde izquierda» volaba con mayor agilidad. Cuando, después de larga persecución por los aires, la novia aterrizó junto a su novio, estaba casi sin aliento; no así «Verde izquierda», que apareció allí al medio minuto. Y esto fue decisivo.

«Verde izquierda» no se mostraba muy sutil en sus importunos coqueteos, pero era prodigiosamente tenaz. Seguía a la pareja de día y de noche, sin darles punto de sosiego. Por más que la «novia oficial» la persiguiera, por lejos que llevara la persecución, a los pocos segundos, después de haber retornado aquélla a su macho, comparecía la pegajosa perseguidora. Al principio, «Amarillo azul» la rechazaba. No la perseguía, aunque ella tenía buen cuidado de no colocarse al alcance de su pico, si no quería recibir un duro castigo. Yo no creo que fuese su feminidad lo que la eximiera de la persecución, sino que debía su impunidad a aquella ley en virtud de la cual las grajillas de alto rango jamás se preocupan seriamente por las de baja estofa.

«Verde izquierda» se aprovechaba desvergonzadamente de la magnanimidad de «Amarillo azul», y siempre se escudaba adrede en él, procurando situarlo entre ella y su rival. Cuando la pareja se movía, la seguía a todas partes, aunque conservando una prudente distancia. Pero cuando se colocaban juntos, con afectuosa disposición de ánimo, allá estaba «Verde izquierda». Cuando «Roja derecha» empezaba a rascar suavemente a su novio, «Verde izquierda» se colocaba por el otro lado para acariciarlo por su cuenta.

Pero la gota de agua gasta la piedra. Las agresiones de «Roja derecha» fueron perdiendo, aunque muy despacio, su violencia. «Amarillo azul» se acostumbró a ser acariciado simultáneamente desde ambos lados. Y, por fin, presencié una escena que me hizo estremecer un tanto: «Amarillo azul» estaba posado y dejaba que «Roja derecha» le rascara el pescuezo. La pequeña «Verde izquierda» hacía lo propio desde el otro lado. En aquel momento, y por la razón que fuere, «Roja derecha» dejó de acariciarlo y se fue. El macho abrió los ojos y vio a «Verde izquierda» al otro lado. ¿Picoteó para ahuyentarla? Nada de eso; giró adrede la cabeza, ofreciendo a la pequeña «Verde izquierda», con plena intención, el lugar adecuado del dorso de su cabeza para que rascara, y cerró beatíficamente los ojos.

Desde entonces, «Verde izquierda» hizo rápidos progresos en su conquista. Pocos días después vi cómo él le daba de comer cariñosamente; pero «Roja derecha» no estaba presente. Sería exagerar de un modo excesivo las capacidades psíquicas de un ave si creyéramos que esto lo hacía conscientemente «a espaldas» de su «novia oficial». Si «Roja derecha» hubiese estado presente en aquel momento, habría recibido el bocado; pero como no estaba allí…, fue a parar a la otra. En la misma medida en que «Verde izquierda» se iba sintiendo cada vez más segura del macho, se comportaba también con mayor frescura respecto a «Roja derecha». No escapaba de ella de manera tan automática, y una y otra vez mantenía escaramuzas con su rival. En estos casos, la actitud de «Amarillo azul» era muy característica. Mientras que en todos los otros casos siempre estaba al lado de su novia contra cualquier otra grajilla, ahora se hallaba sumido, manifiestamente, en un conflicto. Desde luego, amenazaba a «Verde izquierda»; pero ya no actuaba contra ella, y hasta una vez capté ligeros gestos amenazadores dirigidos hacia el lado de «Roja derecha». Y muchas veces observé la perplejidad del macho ante la situación violenta en que se encontraba.

El desenlace de la novela fue rápido y dramático: Una mañana eché de menos a «Amarillo azul», y, con él, a «Verde izquierda». No creo que estas dos aves, ya crecidas y experimentadas, hayan sido víctimas de un mismo accidente. Yo creo simplemente que se fugaron. Las situaciones violentas son tan atormentadoras para los animales como para el hombre, de manera que no excluyo la posibilidad de que lo que llevó a ausentarse al macho fue la lucha o conflicto entre emociones irreconciliables.

Jamás he presenciado nada semejante en parejas ya desposadas y de mayor edad. Tampoco creo que ello ocurra. Todas las parejas de grajillas que he podido observar durante largo tiempo, se han guardado fidelidad hasta la muerte. No obstante, los viudos y las viudas vuelven a emparejar si encuentran compañero apropiado, cosa que no resulta fácil para las hembras viejas y que ocupan un elevado rango en la sociedad.

Las grajillas son aptas para reproducirse ya al segundo año de su vida. En realidad lo son ya en su segundo otoño, inmediatamente después de su primera muda total, en la que no sólo se renuevan las pequeñas plumas que recubren el cuerpo, sino también las grandes plumas de vuelo de las alas y de la cola. Después de esta muda, en los días apacibles de otoño los animales se hallan en disposición de reproducirse, lo cual se observa en que «buscan agujeros para el nido». En todas partes se escucha el «¡ssic, ssic!». Cuando el tiempo refresca, se desvanece esta «falsa primavera» que sigue a la muda, aunque se conserva latente la disposición para reproducirse, y en los días tibios de invierno se oye en las chimeneas, de vez en cuando, un pequeño concierto de «¡ssic!». En febrero y marzo es ya más serio, y las llamadas se suceden de un modo incesante. Precisamente por entonces se observa a veces una ceremonia que posiblemente es de lo más interesante que ofrece la vida social de las grajillas.

Hacia los últimos días de marzo, cuando el «¡ssic, ssic!» alcanza su punto culminante, en alguna cornisa o chimenea arrecia el concierto hasta adquirir proporciones inusitadas. Simultáneamente cambia el matiz de los sonidos, que se tornan más graves y llenos, como un «¡chüp, chüp!» en rápido staccato, que se escucha en sucesión mucho más veloz que el habitual «¡ssic, ssic!», y que sube hasta alcanzar una cadencia enloquecedora hacia el final de cada estrofa. Simultáneamente acuden grajillas desde todas las direcciones hacia la parte donde se iniciara el estruendo, y, presa de la mayor excitación, con el plumaje erizado y una postura visiblemente amenazadora, siguen a una con su concierto en «¡yip!» o «¡chüp!».

¿Qué significa esto? Algo maravilloso: la intervención de toda la colectividad contra alguien que ha perturbado el orden. Para entender mejor esta forma social de reaccionar, que es innata, o sea, instintiva, conviene retroceder algo en la presentación de los acontecimientos.

Por lo general, una grajilla que deja oír su «¡ssic!» en algún agujero adecuado para anidar, no es atacada o desalojada fácilmente, porque siempre se encuentra en ventaja ante cualquier agresor. Ahora bien, la grajilla dispone de dos posiciones de amenaza claramente distintas, tanto por su forma como por su significado. Si se trata de una escaramuza exclusivamente relacionada con el rango social, los rivales se amenazan en posición muy empinada y con el plumaje liso y aplicado al cuerpo. Esta actitud significa la intención de emprender el vuelo y saltar sobre su contrario. A partir de ella se desarrolla la forma de luchar que es común en tantas otras aves, consistente en que los dos rivales saltan o vuelan hacia arriba, uno frente a otro, intentando rebasar al contrario y lanzarse sobre su espalda. La otra actitud de amenaza de la grajilla es completamente distinta de la anterior: el ave se agacha y lleva la cabeza y el cuello hacia abajo, de manera que adopta una postura que recuerda a un gato cuando arquea el lomo, a la vez que eriza al máximo su plumaje. La cola se dirige oblicuamente hacia el lado del contrario, al tiempo que se entreabre. Está bien claro que el ave trata de aparentar el mayor volumen posible.

La primera forma de amenazar viene a querer decir: «Si no me dejas sitio, y aprisa, te atacaré volando»; la segunda puede interpretarse en los siguientes términos: «Aquí donde estoy, me defenderé hasta que corra la sangre, sin ceder lo más mínimo». Un ave de rango superior que se dirige a una subordinada empleando la primera postura, con la intención de ahuyentarla, suele retroceder o retirarse si su contrario adopta la segunda posición. Sólo en el caso en que él mismo dé verdadera importancia a la ocupación de aquel lugar, seguirá atacando y, a su vez, empleará también la segunda actitud amenazante. Entonces ambos permanecen largo rato frente a frente, cada uno dirigiendo hacia el contrario el costado del cuerpo y la cola desplegada. Pero nunca «llegan a las manos», sino que, permaneciendo en el mismo sitio, dan furiosos y potentes picotazos en dirección al enemigo, bufan fuerte y chasquean con el pico. El resultado de estas disputas depende siempre del que aguanta más tiempo.

Toda la ceremonia que acompaña al «¡ssic, ssic!» está forzosamente ligada a la adopción de la segunda actitud, relacionada con la defensa del lugar donde permanece el ave. La grajilla no puede emitir su «¡ssic, ssic!» en otra postura. Lo mismo que en todos los animales que poseen el instinto de limitar y defender un territorio, la ocupación de un territorio por la grajilla se funda también en que el ave lucha más intensamente «en su hogar» que en terreno extraño. Así, la grajilla instalada en su propia cavidad, emitiendo su «¡ssic, ssic!» dispone de una ventaja previa sobre cualquier intruso, que suele compensar las diferencias de rango o jerarquía que puedan existir entre los miembros de una colonia.

Pero la dura competencia que se entabla por la ocupación de lugares habilitables para nidos, de vez en cuando puede dar como resultado el que un ave muy robusta ataque a otra más débil en el lugar que ésta destina a nido, y que la castigue seriamente. Para estos casos especiales, que no ocurren frecuentemente, existe aquella curiosa forma de reacción social que se puede designar como la reacción del «¡yip!». El «¡ssic!» del atacado, el dueño legítimo del nido, aumenta primero en volumen de manera considerable, y luego se convierte gradualmente en el «¡chüp!». Si su hembra no había acudido ya a colaborar en la defensa, lo hace entonces con el plumaje erizado, se une furiosamente al concierto de «¡yip, yip!» y ataca al que ha alterado la paz. Si el agresor no se retira en seguida, ocurre lo increíble: todas las grajillas que se encuentran en el radio donde alcanzan las voces de los querellantes, acuden rápidamente, emitiendo el «¡yip, yip!», hacia la cavidad que correspondía al amenazado, y la refriega acaba en un revoltijo de grajillas y con un incremento del «¡yip, yip!», en crescendo, accelerando y fortissimo. Tras esta poderosa descarga de la excitación colectiva, las aves se dispersan silenciosas y libres ya de la especie de embriaguez que se apoderó de ellas, y sólo se oye, de vez en cuando, el suave «¡ssic, ssic!» del dueño del nido en su hogar, sobre el que ha dejado de pesar una amenaza.

Por lo regular, para que acabe la pelea, basta que se reúnan en el lugar muchas grajillas. Y ocurre que el que ha sido causa del barullo, se une al concierto de «¡yips!» de los demás. El observador dado a humanizar las reacciones de las aves puede imaginarse que el perturbador del orden quiere alejar de sí astutamente las sospechas, gritando a coro con los que han acudido: «¡Al ladrón!» Pero en realidad lo que ocurre es que el agresor se siente arrastrado por la excitación colectiva y no sabe que es precisamente él la causa del tumulto. Por eso se dirige a todos lados con su «¡yip, yip!», como si buscara al perturbador del orden. Y, en realidad, lo busca.

Repetidas veces he presenciado cómo el agresor era reconocido por los demás miembros de la colonia que acudían, y, a veces, castigado de un modo ejemplar. En 1928, el déspota de la colonia de grajillas era una picaza o urraca. Esta ave, que no es social y cuyas fuerzas superan a las de cualquier grajilla, se metía repetidamente en los lugares donde anidaban distintas parejas de grajillas y provocaba la reacción del «¡yip!». Pese a que, como es de suponer, la urraca no tenía ninguna disposición para percibir el sentido de la reacción del «¡yip, yip!» y seguía luchando sin inhibiciones, las grajillas la maltrataban tan severamente que muy pronto aprendió a no meterse en los nidos de las grajillas, y jamás ocurrió lo que yo temía, que causara daños en alguna nidada de grajillas.

Los machos viejos, robustos, que ocupan un rango elevado, son los que desempeñan el principal papel en estas reacciones, de la misma manera que cuidan de la sociedad también en otros sentidos.

En el otoño de 1929, una gran bandada de grajillas y de cornejas en emigración, que en conjunto se compondría de ciento cincuenta a doscientos individuos, cayó sobre los campos vecinos a nuestra casa. Y todas mis grajillas jóvenes de aquel año y del anterior se habían mezclado con el grupo, en cuyo seno no se podían encontrar ni reconocer. Sólo algunos pájaros más viejos permanecían en la casa. Me di cuenta de lo catastrófico de la situación, pues me pareció que se desvanecía el trabajo de dos años, puesto que sabía la extraordinaria fuerza de atracción que ejerce una bandada emigrante sobre las grajillas jóvenes, ya que los numerosos pares de alas negras desencadenan una auténtica embriaguez y deseo de volar al unísono con ellas. El trabajo de dos años se habría perdido totalmente de no estar allí «Verde amarillo» y «Amarillo azul». Estos dos machos viejos, los únicos de su edad en la colonia, volaron repetidamente desde la casa a las praderas de abajo. Y lo que allí practicaban es tan increíble, que casi volverían a asaltarme las dudas sobre su realidad, ahora que estoy escribiendo sobre ello, de no haber podido confirmar repetidamente este asombroso comportamiento de los viejos, e incluso demostrarlo experimentalmente. En efecto, los dos machos viejos buscaban, en la gran bandada mixta, a una de «nuestras» grajillas. Luego la inducían a volar empleando el mismo procedimiento que usan los padres cuando desean que una grajilla joven abandone algún lugar peligroso o amenazado: el ave vieja vuela muy cerca del dorso de la joven, de atrás adelante, y en el momento en que se encuentra en la vertical, encima de la joven, lleva a cabo una rápida oscilación lateral de la cola, cuyas plumas están estrechamente plegadas. Esta «ceremonia» hace despegar al ave posada con la misma seguridad con que se despierta un reflejo cualquiera. Luego «Verde amarillo» y «Amarillo azul» hacían la misma maniobra que ya hemos relatado a propósito de «Choc»: volaban despacio delante del ave joven, que los seguía, y así la traían a casa como remolcada. Durante toda esta maniobra, los machos viejos emitían continuamente una llamada especial, que difería de la llamada habitual de vuelo de las grajillas, que es breve y clara, por su matiz sonoro oscuro y apagado. Mientras que la llamada normal suena como un «¡kia!» agudo, la especial se puede transcribir mejor por «¡kiuu!» o «¡kioo!». Me acordé que otras veces había escuchado ya semejante llamada, pero hasta entonces no comprendí su significado.

Los dos machos viejos trabajaban febrilmente. No son más celosos y activos los perros de pastor bien adiestrados cuando separan «sus» ovejas de entre un rebaño más extenso y las reúnen. Trabajaron sin descanso hasta el crepúsculo, cuando las grajillas suelen ya estar posadas en su dormidero. Su trabajo no era sencillo, porque las grajillas jóvenes, conducidas a casa laboriosamente, no querían permanecer allí, sino que repetidamente emprendían el vuelo de nuevo hacia la bandada de la pradera. De cada diez pájaros que los viejos traían, nueve volvían a escapar. Pero cuando, más tarde —los córvidos en emigración se duermen más tarde que en sus lugares de residencia—, se marchó la bandada, pude comprobar, con un suspiro de alivio, que de nuestras muchas grajillas sólo faltaban dos.

Este impresionante acontecimiento me llevó a prestar mayor atención a los distintos significados del «¡kia!» y del «¡kiuu!». Pronto resultaron claros para mí. Ambos se pueden traducir por «¡Vuela conmigo!». Pero la grajilla lanza su «¡kia!» cuando está en disposición de volar mucho, es decir, lejos de la colonia. Por el contrario, el «¡kiuu!» encierra el sentido inverso, o sea, el de «volar hacia el hogar». Siempre me había llamado la atención el hecho de que las bandadas de grajillas migrantes emitiesen sonidos más claros que mis pájaros. Ya sabía el porqué. Lejos de su patria, y completamente desligada de su colonia, la grajilla no tiene por qué lanzar su «¡kiuu!», que expresa la dirección hacia el hogar; por tanto, en tales condiciones sólo emite su invitación al viaje: «¡kia!». En relación con lo dicho, sería interesante averiguar si el «¡kiuu!» se deja oír en las bandadas vagarosas cuando, en primavera, emprenden el regreso hacia sus cuarteles de cría. Sea como fuere, durante el invierno las grajillas que vagan dejan sólo oír su «¡kia!» breve, claro y limpio, aunque en esta época del año, en las proximidades de la colonia, nunca falta del todo cierta tendencia a retornar al hogar.

Las llamadas «¡kia!» y «¡kiuui» representan exclusivamente exteriorizaciones del «estado de ánimo» de las respectivas aves, pero de ningún modo deben interpretarse como una invitación consciente dirigida a las otras aves que marchan hacia la lejanía o hacia el hogar. Pero esta exteriorización no intencionada del propio estado de ánimo actúa de forma sumamente contagiosa, o sea, que es algo parecido al bostezo entre los humanos. Ahora bien, este mutuo contagio de un estado de ánimo tiene como consecuencia el que, al final, todas las grajillas coinciden en hacer lo mismo, por ejemplo, emprender el vuelo en bandada hacia sus cuarteles. El proceso de tomar una decisión común puede durar largo rato, y el comportamiento de los animales nos puede parecer muy indeciso, lo cual es verdad, ya que de lo que carecen precisamente los animales es de la capacidad de decidirse a una determinada actividad, o sea, inhibir todos los demás impulsos a favor de una decisión única. El observador humano llega a impacientarse en presencia de una bandada de grajillas que pierden media hora entre sus «¡kia!» y sus «¡kiuu!», oscilando entre una y otra decisión. La bandada, por ejemplo, está posada en los sembrados, a unos kilómetros de su domicilio. Ha dejado de buscar alimento. Esto quiere decir que las aves pronto volverán a casa; pero «pronto» en el sentido de las grajillas. Si, finalmente, varios pájaros emprenden el vuelo lanzando sus «¡kiuu!», y éstos suelen ser aves viejas que reaccionan intensamente, consiguen arrancar y tirar de toda la bandada; pero cuando las aves están en el aire, pronto se echa de ver que muchos de los componentes del pelotón se hallan aún con talante de «¡kia!». En una babel de gritos de «¡kia!» y «¡kiuu!», la bandada gira y vuelve a aterrizar sobre el campo, a veces aún más lejos de su hogar que al principio. Esta maniobra se repite una docena de veces, y poco a poco van predominando las decisiones en favor del «¡kiuu!», y cuando han alcanzado gran mayoría, invade a todos el «estado de ánimo» que se expresa con estas voces, y que crece como un alud, hasta que las aves, finalmente, emprenden el vuelo al «unísono» en el sentido literal de la palabra.

Unos años después de haberse establecido mi colonia de grajillas fue víctima de una catástrofe cuyas causas todavía no han sido puestas en claro.

Para evitar las pérdidas causadas por la migración invernal, desde noviembre a febrero tenía a las aves encerradas en la jaula al cuidado de un guarda, puesto que por entonces yo me hallaba en Viena. Un día escaparon todos los animales. La tela metálica de la jaula tenía un agujero, que podría haber sido abierto por un golpe de viento. Dos de las grajillas aparecieron muertas y las otras no dejaron ni rastro. Quizás había entrado una garduña. No puedo asegurar nada.

Esta pérdida fue para mí de las más duras y dolorosas que he experimentado en mis relaciones con los animales.

Y, sin embargo, no todo se perdió, ya que ofreció la posibilidad de realizar algunas observaciones que, de lo contrario, nunca hubieran sido posibles. Los beneficios empezaron a recogerse cuando, tres días más tarde, una de las grajillas reapareció inesperadamente: era «Amarilla roja», la ex reina y la primera grajilla que había criado a una familia en Altenberg.

A fin de que no estuviera tan sola, crié otra vez cuatro jóvenes, y cuando fueron volantones los puse en la pajarera junto con «Amarilla roja». Pero con la prisa y las mil preocupaciones no me di cuenta de que la jaula volvía a tener un gran agujero en la tela. Y antes de que se hubieran acostumbrado a la compañía de «Amarilla roja», los cuatro jóvenes escaparon juntos, en apretado grupo, buscando cada uno, en vano, caudillaje en los demás; daban vueltas cada vez a mayor altura, hasta que, finalmente, tomaron tierra en la ladera de la montaña, lejos de casa y en medio de un tupido bosque de hayas. Allí no podía alcanzarlos, y, puesto que las aves no estaban acostumbradas a oír mi llamada y a volar tras de mí, no me quedaba ninguna esperanza de volverlas a ver. Desde luego, «Amarilla roja» habría podido conducirlos a casa con llamadas de «¡kiuu!», pues los animales viejos, las «autoridades» de la colonia, cuidan de los miembros jóvenes que corren peligro de extraviarse. Pero «Amarilla roja» no consideraba todavía a las cuatro grajillas jóvenes como miembros de su colonia, pues apenas había estado con ellas medio día. De pronto tuve una inspiración genial.

Subí al desván, y un momento después salía llevando bajo el brazo una gigantesca bandera, negra y amarilla, que en otro tiempo había ondeado en casa de mi padre, para conmemorar muchos aniversarios del viejo emperador Francisco José. Me encaramé en el tejado, junto al pararrayos, y empecé a hacer ondear, desesperado, el anacronismo político. ¿Qué intentaba con ello? Pues, sencillamente, que «Amarilla roja» subiera a tal altura que fuera visible por las grajillas del bosque y que éstas empezaran a llamar. Esperaba que entonces, la vieja contestaría con la reacción de «¡kiuu!» y tal vez lograra que volviesen a casa las fugitivas.

«Amarilla roja» daba vueltas allá arriba, pero la altura no era todavía suficiente. Yo lanzaba gritos desaforados y seguía blandiendo como un loco la bandera de Francisco José. La gente empezó a congregarse en la calle del pueblo, delante de la casa. Dejé para más tarde la explicación de las razones de mi extraña conducta y seguí moviéndome y gritando. «Amarilla roja» subió un par de metros. Y entonces oí el grito de una de las grajillas desde la ladera. Interrumpí mi maniobra con la bandera y, cobrando aliento, miré hacia arriba, hacia donde daba vueltas la grajilla vieja, y… ¡por todos los dioses de cabeza de pájaro del antiguo Egipto!, «Amarilla roja» modificó el batir de sus alas, elevóse de nuevo, entonces muy resuelta, emprendió la dirección del bosque y lanzó su «¡kiuu, kiuu!» (¡volved, volved!). Enrollé la bandera en un santiamén y desaparecí por el escotillón del desván.

Diez minutos más tarde, las cuatro jóvenes grajillas volvían a estar en casa, junto con «Amarilla roja», la cual se hallaba casi tan cansada como yo. Pero desde este momento cuidó abnegadamente de las cuatro grajillas y no las dejó escapar más. Las cuatro grajillas, con los años, llegaron a ser una colonia numerosa, a cuya cabeza figuraba una hembra, precisamente «Amarilla roja». Puesto que la diferencia de edad entre ella y las restantes grajillas era muy grande, tenía más autoridad que cualquier déspota sobre las grajillas. «Amarilla roja» superaba a todos los jefes que tuvo mi colonia en aptitud para mantener reunida a la bandada. Celosamente cuidaba de todas las grajillas jóvenes, y de todas se sentía madre, puesto que no tenía hijos propios.

Si la novela de la vida de la grajilla «Amarilla roja» acabara así, sería un final emocionante: la vestal desligada de vínculos conyugales y entregada altruistamente al bien común… Ninguna nota discordante empañaría la historia de su vida. Pero lo que ocurrió, en realidad, constituye un «final feliz» tan inverosímil, que apenas me atrevo a relatarlo.

Tres años después de la gran catástrofe que destruyó mi colonia, un día soleado y ventoso de principios de primavera, o sea, un día ideal para la migración de las aves, cuando en el firmamento cruzaban, una tras otra, bandadas de cornejas y grajillas, de pronto se separó de una de estas bandadas un proyectil sin alas apreciables, como un torpedo, que se precipitó en sibilante caída. Al llegar sobre nuestro tejado, el proyectil se convirtió en un ave, que interrumpió su descenso con suave aleteo y aterrizó, ingrávida, sobre la veleta. Allí estaba un enorme macho, de alas azuladas y brillantes y con el pescuezo cubierto de magníficas plumas sedosas, de reflejos casi blancos, cuya belleza no había contemplado aún en ninguna grajilla.

Ante aquello, la reina «Amarilla roja», la déspota, capituló sin más preámbulos. Y la mujerona acostumbrada a mandar se convirtió de pronto en una doncella tímida y sumisa, que agitaba elegantemente la cola y hacía temblar las alas cual si se tratara de una grajilla joven. Pocas horas después de la llegada del macho, ambos eran «un solo corazón y una sola alma», y se comportaban como una pareja que llevara muchos años de coyunda. Fue muy interesante la observación de que el gran macho casi no tuvo que sostener escaramuza alguna con los restantes machos. Su reconocimiento como jefe por la que hasta entonces lo había sido, inclinó al parecer, a los restantes miembros de la colonia, a aceptarlo como el «número uno». ¡Sólo en el caso de los perros conozco una cosa igual!

Carezco de pruebas científicas irrefutables para creer que el macho en cuestión fuera «Verde amarillo», el esposo perdido de «Amarilla roja». Los anillos de celuloide coloreado se podían haber roto y perdido, pues la misma «Amarilla roja» ya hacía tiempo que no los llevaba. Pero no hay duda de que el macho recién llegado era un miembro de la antigua colonia, como se echó de ver por su mansedumbre y la familiaridad con que entró en el desván. Nunca se comportaban así las grajillas criadas en libertad que llegaban a nuestra colonia. Sin duda se trataba de uno de los cuatro o cinco más viejos, de los «cónsules» de la primera colonia. Pero creo —y así lo desearía— que el viejo macho era realmente «Verde amarillo».

La pareja ha criado y educado a muchas grajillas. Actualmente, en Altenberg hay más grajillas que agujeros donde anidar. Hay un nido en cada cornisa o nicho, en cada chimenea…

Mucho antes de la última guerra, mi padre escribía en su autobiografía, a propósito de las grajillas de Altenberg: «Bandadas de estas aves negras vuelan en torno a los altos pináculos, principalmente hacia el atardecer, comunicándose entre sí con sus penetrantes gritos. A veces creo entender en su lenguaje: “Como sempiternos y fieles compañeros de casa, daremos vueltas sobre nuestros nidos hasta tanto haya piedra sobre piedra brindándonos protección”».

¡Sempiternos camaradas, para los que, al parecer, no corre el tiempo! Hay algo en esta sensación de intemporal, que impresiona vivísimamente nuestro ánimo. Cuando las grajillas ensayan tímidamente sus canciones primaverales en otoño o en un día bonancible de invierno, cuando juegan locamente con la furia de los elementos desatada en la tempestad, siempre inspiran en mí sentimientos parecidos a los que despierta la contemplación del verde de los abetos entre la nieve, o el escuchar la canción de un chochín un día claro de helada. Son los sentimientos que han hecho del abeto el símbolo de la esperanza y de las cosas que nunca pasan.

Hace tiempo que «Choc» desapareció, víctima de un destino desconocido. «Amarilla roja», ya vieja, fue muerta por una perdigonada de pequeño calibre disparada por un amable vecino: la encontré muerta en el jardín… Pero la colonia de grajillas sigue viviendo en Altenberg. Las grajillas vuelan en torno a Altenberg; siguen las mismas rutas que «Choc» descubriera; para ganar altura escogen los mismos lugares, con movimiento ascensional del aire, cuya utilidad aprendió «Choc» por primera vez. Siguen siendo fieles a todas las tradiciones que regían en la primera colonia, y que «Amarilla roja» salvó e introdujo en la actual población…

¡Cuan reconocido estaría a mi destino con tal de que en mi vida hubiese logrado abrir un solo sendero, que, varias generaciones después, siguiera siendo pisado por seres humanos, y cuánto más si dejara un algo que en un futuro lejano ayudara también a otros seres humanos, fueran quienes fuesen, a «elevarse un poco hacia las alturas»!