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¿EN QUÉ PIENSO CUANDO PIENSO EN CORRER?

Al otro lado de la ventana el paisaje discurre difuminado y permite que los ojos no se me claven en una imagen concreta y mi mente quede libre para explorar mis pensamientos. Estoy sentado en un asiento de terciopelo a rayas amarillas y marrones, en el extremo de un vagón casi vacío de un tren que me conduce al este.

Cuando los pensamientos navegan desorientados por mi cabeza sin hallar la salida, me pongo siempre a correr, para tener la mente más libre y verlo todo con más claridad desde la distancia que te permite relativizar los problemas. Correr es la mejor forma de poner en orden las cosas del día a día, de desconectar de la rutina y de resolver los problemas que no alcanzo a ver aunque los tenga enfrente. En una ocasión me dijeron que para poder contemplar una montaña y buscar el mejor camino para cruzarla no puedes estar en medio de la pared o a sus pies, porque las rocas, los espolones y los valles taparán los otros caminos. Debes alejarte de la montaña para poder contemplarla en su integridad. Es por ello por lo que, para pensar en lo que pienso cuando pienso en correr, debo alejarme de la actividad, del sudor y del esfuerzo, así como de las emociones que me mueven para seguir buscando aquel paisaje.

Me paso toda la vida pensando en correr: antes de hacerlo, pienso en cómo correré; cuando corro, pienso en cómo lo estoy haciendo, y después, pienso en cómo he corrido. Intento controlarlo todo: las cargas de entrenamiento, si habrá sido excesivo o insuficiente y cuánto tiempo voy a necesitar para recuperar la salud, si hace demasiado frío y llegaré resfriado a la próxima carrera. También intento controlar mi vida afectiva: si podré ver a mis amigos aquel fin de semana porque tengo o no una carrera, si la familia podrá escaparse para venir a la carrera o si la cena familiar me irá bien para las calorías que necesitaré el siguiente domingo. Intento controlar mi cuerpo, escuchar mis pulsaciones y modificarlas con mi pensamiento; mi respiración, si es torácica o ventral; todos mis músculos están controlados conscientemente e incluso puedo adaptar mi sueño en función de si necesito más o menos descanso. Durante la carrera, no hay nada fuera de mi control; tengo grabado el recorrido en la cabeza, conozco a los rivales como si fueran mis hermanos y las sensaciones de mi cuerpo fluyen como si las teledirigiera. Pero nunca he de dejar de pensar que por muy controlado que lo tenga todo, por mucho que me parezca que no hay nada que pueda escaparse de mi organización matemática, siempre surgirán imprevistos, obstáculos que sortear, y es en estos momentos cuando todo el orden se va al garete, cuando debo ser muy reactivo, dejar que mi cuerpo se deje llevar por la intuición y, sin perder un segundo, buscar la solución más rápida para poder reorganizarlo todo.

Nunca he mirado al pasado; de hecho, siempre he pensado que desde el momento en que llega algo, sea un problema que nos hubiera gustado evitar o una alegría en la que nos quedaríamos toda la eternidad, forma parte ya de nuestro pasado. Y a partir de ahí, no puedo quedarme pensando y lamentándome de lo que he hecho mal y de lo debería haber hecho, porque eso, por mucho que lo desee, no sucederá nunca y estos segundos, minutos u horas perdidos en la lamentación se pagan muy caros en una competición. La competición me ha enseñado a buscar la solución más rápida para sortear un obstáculo, para afrontar otra vez el objetivo y dejar atrás el pasado.

Lo más difícil de controlar es, por supuesto, todo lo que no podemos tocar, todo lo que es efímero y no podemos manipular con nuestras propias manos. Nunca llegaremos a conocer completamente cómo funciona nuestro cerebro: por qué nos emocionamos por algunas cosas y por qué nos angustiamos por otras. Y en el deporte el control mental es esencial para cosechar buenos resultados.

¿Cuántas personas dirán que son incapaces de dormir la noche anterior a una carrera, que la angustia les carcome? ¿Cuántas personas, en la línea de salida, no podrán siquiera aguantarse las ganas de orinar debido a lo nerviosos que están? ¿Cuántas personas durante una carrera se desmoralizarán ante el mínimo problema, por insignificante que pueda parecer desde fuera? ¿O a cuántas personas se les caerá el mundo encima por un mal resultado en una carrera en la que habían depositado grandes esperanzas?

Yo no creo que para relajar la mente tengamos que pasar necesariamente por el cuerpo, sino todo lo contrario.

Relativizar es la herramienta que me ha permitido evitar todas esas preocupaciones. En el fondo, si la preparación y los entrenamientos han sido buenos, tampoco hay que sufrir, debemos asumir que no vamos a lograrlo. Cuando nos ponemos nerviosos, cuando se nos cae el mundo encima, normalmente ya no hay nada que se pueda hacer, para bien o para mal, y entonces solo nos queda el remedio de intentar dar lo mejor de nosotros mismos y esperar a que la intuición nos lleve por la buena senda. Y una carrera no deja de ser una carrera. Ante esa angustia nos debemos plantear si este problema, que ahora nos parece el fin del mundo, dentro de diez años lo veremos igual o solo lo recordaremos como una anécdota divertida. Está claro que se puede llegar a la relajación a través del cuerpo: un trabajo de meditación, de yoga o de respiración, salir a correr para desfogarnos o salir de marcha una noche servirán para alejarnos momentáneamente de los problemas y verlos desde otra perspectiva. Pero ¿cuánto durará este aparente estado de calma? ¿Cuánto tardaremos en volver a la situación precedente? Solo puede llegarse a un estado de relajación a través de la conciencia, de tomar conciencia de nuestro estado y de visualizarlo desde lejos. No es un estado que tengamos que resolver para poder quitarnos un problema de encima, sino que debemos cambiar nuestro estado permanente y la forma de ver la vida.

No obstante, esa no es la pregunta que nos hacemos todos los corredores y que nos formulan quienes no lo son. Esto solo es lo que pienso para correr más rápido, más lejos y durante más tiempo. Pero ¿por qué corro? ¿Por qué la competición me produce adicción? No lo sé, creo que no hay ningún motivo. Podría dar la excusa de que quiero volver a sentir la subida de endorfinas al cansarme, que necesito volver a sentir la emoción al ganar una carrera o al contemplar espléndidos paisajes. Podría decir que corro por el bienestar que me aporta, por salud o para poder desconectar de los problemas. Podría ser para suprimir algunas pulsiones reprimidas durante mi niñez o para lograr pertenecer a un grupo, para sentirme valioso en algo. Quizás es para perseguir mi destino o para escapar de mis miedos. Quizás es para reencontrar el entorno romántico que hemos perdido en nuestras actuales vidas o crearnos nuestra historia dramática y heroica, a imagen de las leyendas medievales o bélicas, donde podemos ser el protagonista y el héroe en un mundo en el que cada vez parece más difícil alcanzar la épica.

No, creo que corro simplemente porque me gusta, disfruto de cada instante y no tengo que pensar el porqué. Sé que al correr y esquiar todo mi cuerpo y mi mente entran en armonía y me permiten sentirme libre, para poder volar y expresarme con todas mis armas. La montaña es el lienzo en blanco y yo el pincel que dibuja sin seguir ninguna norma. Correr es dejar que mi imaginación disponga del medio para expresarse e indagar en mi interior. Siempre he sido una persona creativa; hice mis pinitos en la música tocando el violonchelo, pero nunca logré romper la rigidez provocada por la mala técnica, el sentido del ritmo y el control de los códigos marcados. La escritura me aportaba mayor libertad, al tener menos impedimentos técnicos, pero no me dejaba transformar las letras para explorar otras partes de mi imaginación. Con el dibujo logré llegar más lejos, pero nunca conseguí terminar una obra, siempre me faltaba cerrarla, me encontraba limitado por la técnica y el concepto que quería plasmar. Al final elegí el deporte, cuyo lienzo conocía a la perfección y cuyas técnicas dominaba para explorar los límites que me permitía poner.

Un gran atleta es aquel que aprovecha sus capacidades genéticas para realizar un gran trabajo detrás, pero un atleta excepcional será quien sea capaz de nadar entre las aguas de la complejidad y el desorden, haciendo fácil lo aparentemente difícil, viendo orden dentro del desorden. Los individuos creativos buscan el desorden para poder explorar todos los rincones que se imaginan más allá de las fronteras de la conciencia, siguiendo las fuerzas irracionales que emanan de su interior y de lo que les rodea.

Quizás corro porque necesito sentirme creador; necesito saber lo que hay dentro de mí y plasmarlo en algún lugar del exterior. Podemos explorar nuestro interior y saber de lo que somos capaces, pero necesitamos exteriorizarlo y verlo separado de nuestros cuerpos para contemplarlo como espectadores, poder valorarlo y detectar sus defectos para hacerlo mejor la próxima vez. Es el placer intrínseco de crear belleza y de ver que genera una fuerza de atracción a los espectadores.

Una carrera es como una obra de arte; es una creación que, a parte de la técnica y el trabajo, necesita de la inspiración para poder completarla con satisfacción. Y también es efímera, porque, como un mandala budista, se disfruta durante su creación y en el momento más álgido, en el punto en que ha alcanzado su perfección, desaparece para siempre y será imposible volver a crear la misma carrera. Habrá carreras similares, reviviremos emociones parejas y sentiremos sensaciones conocidas, pero nunca tendrá la misma forma porque la inspiración nos llevará a explorar otras formas.

Desde el momento en que ya no existe y no podemos sentirla, querrá decir que forma parte del pasado y, para volver a sentir lo que hemos vivido o para recordar lo que ha pasado, lo único que nos quedará será revivir aquellos momentos. Y revivir una carrera, o lo que sea, significa cambiar su código, traducirla e interpretarla, eliminando aquello que no queremos recordar y remarcando lo que deseamos enaltecer, para editar dentro de nuestra memoria la historia que contaremos más adelante. Y eso no significa borrar los malos momentos y exaltar los gloriosos; quizás todo lo contrario, pero en todo caso es deformar la realidad. ¿Y qué es real y qué es imaginario? ¿Qué parte de lo que recordamos o incluso de lo que sentimos es solo parte de nuestros sueños? ¿Todas esas carreras y viajes llegaron a existir o son solo fruto de los caprichos de mi imaginación? Las fotografías nos permiten saber que sí, que existieron, y los registros permitirán recordar dentro de cien años los tiempos que marqué. Pero lo que estaba viendo, lo que sentía, lo que me emocionaba, esto no lo voy a saber nunca a ciencia cierta, ya que mis ojos no son como una cámara fotográfica que se limita a impregnar los colores en un papel, no, mis ojos ven lo que mi cerebro les deja ver y deforman la realidad en función de mi estado. Y Alba, ¿llegó a existir? ¿O fue un oasis dentro de mi mente para distraerme de la monotonía de los pasos durante las largas travesías? No puede ser que sea solamente fruto de mi imaginación. Yo me enamoré, sufrí y amé. Tenía que ser real. No obstante, pensándolo bien, también fui capaz de llorar y emocionarme cuando todavía faltaban más de dos horas para llegar al estadio de la Redoute durante la Diagonale des Fous, imaginándome lo que sentiría al cruzar la línea de meta. La emoción en aquellos momentos era real, veía y oía a la gente alrededor de mí, veía la hierba del estadio, se me ponía la piel de gallina y lloraba por la emoción, pero aquella visión estaba desplazada en el tiempo, sería la que reviviría unas horas después al cruzar, ahora sí, con mis pies, el arco de la llegada.

¿Somos el contenido o el contenedor? ¿Somos huesos y carne o somos sentimientos y emociones? ¿Es más auténtica una montaña que recordamos por sus dimensiones y su altitud o la imagen distorsionada que nos traen los sentimientos al pensar en ella? ¿Qué vida es más auténtica, la de nuestro cuerpo o la de nuestra mente? A veces pienso que tenemos dos vidas paralelas que van retroalimentándose, pero seguramente solo podremos vivir una, que es la que va flirteando entre ambas. En el fondo, en la vida solo nos queda lo vivido, lo que recordamos para volver a emocionarnos reviviéndolo, y no importa si en algún momento se deformó. La felicidad es el objetivo de cualquier ser humano y llegará a ella a través de las emociones que sentimos, a través de pequeños placeres, de grandes conquistas, de emociones fuertes, de amores y de superación, sean vividos por nuestro cuerpo, por nuestra imaginación o reformulados por nuestra memoria.

Sin equipaje me apeo del tren. Afuera está cayendo una fina cortina de lluvia, pero en el cielo se intuye que el sol brilla por encima de las nubes. Cruzo las vías con el tren alejándose sin hacer ruido y enfilo un camino que serpentea entre los árboles y me guarece de la llovizna. El sol empieza a iluminar la hierba y las piedras bajo mis pies, que poco a poco van adquiriendo un color vivo, amarillo, brillante. Las gotas, cada vez más escasas, repican en mi cara y mis piernas con tímida fuerza y la camiseta y el pantalón ganan peso. A cada paso siento cómo el agua se mueve arriba y abajo dentro de mis bambas, pero eso no me frena, ahora me impulsa, me hace correr más rápido, saltar más alto. Canto, grito con todas mis fuerzas hacia el cielo. Soy feliz, nadie sería capaz de desdibujarme la sonrisa de la cara. Subo y bajo sin parar hasta detenerme al llegar a una meseta, desprotegido de los árboles. Extiendo los brazos y levanto la cara hacia el cielo con los ojos cerrados, dejando que la llovizna me moje la cara y el viento intente inútilmente secar las gotas que se escurren hacia abajo. Respiro con vigor y arranco otra vez a correr, saltando y corriendo más arriba y cada vez más deprisa. No existe ninguna frontera, ningún límite, ahora no hay nada que pueda detenerme. Huelo el suelo, siento la hierba mojada, la primavera, olor a tierra fuerte, con un inconfundible aroma de vida. Soy feliz. Me paro un momento a descansar con las manos encima de las rodillas, pero ya no noto el cansancio. He descubierto que no persigo a nadie y nadie me persigue. La felicidad no era un destino, sino el camino por seguir y pierdo el tiempo en este camino, posponiendo su inevitable final. La piel fría, el cuerpo caliente y los resoplidos del esfuerzo me rejuvenecen. El cuerpo vuelve a acelerarse, el aire que espiro de los pulmones corta de nuevo el frío y mis huellas se alejan entre los valles.