5

ENTRE AGUAS

El sol ha alcanzado ya su punto más alto y empieza su lento declive hacia el oeste. La luz de la mañana presagiaba un día espléndido y radiante, pero con el paso de las horas el cielo azul se ha ido encapotando y las nieblas de los valles se han instalado sobre las cumbres, dejando traspasar la suficiente luz para alumbrar el paisaje pero no para calentar el día. Hace ya unas horas que he dejado la idílica cabaña donde he pernoctado y, después de tantas noches sin dormir, el reposo me ha dado las fuerzas que precisaba para poder seguir corriendo e intentar encontrar lo que persigo, o lo que me persigue. Solo sé que debo seguir mi instinto para que me marque el camino correcto para alcanzar mi sueño.

Los amplios prados alpinos han ido desvaneciéndose para conducirme a unos montes mucho más salvajes, y entre desfiladeros y crestas voy saltando de valle en valle en dirección contraria al camino que dibuja el sol en el cielo.

La gente siempre ha confiado en que sería capaz de lograr lo que me propusiera. Es como si tuviesen muy claro que aquello que parece difícil para los demás es fácil para mí. Quizás sea fruto de la seguridad en mí mismo que transmito, porque siempre veo el lado positivo de las cosas y ante los problemas que se presentan muestro una gran calma. Tengo el mismo aspecto relajado al bajar a comprar al supermercado que diez minutos antes de la salida de unos campeonatos del mundo. Y no es que esté convencido, al contrario, siempre he pensado que no debo ponerme nervioso para realizar algo que me va bien y que además practico y hago unos trescientos sesenta días al año. Es como si a un panadero le temblaran las piernas cuando un día tiene que hacer un pan especial. Al final, el pan es pan y puede salir bueno o malo en función de muchos factores que escapan a las manos del panadero, pero el pan tendrá la misma receta sea un lunes o un domingo.

La única persona que no vio nunca esa seguridad fue Alba. Ella fue capaz de eliminar esta capa que me daba mi inconsciencia y saber encontrar las inseguridades que me carcomían por dentro. O quizás era ella quien quería burlarse de mí y me perseguía con las mismas preguntas que a veces se incrustaban en mi conciencia.

Al regresar a casa después de entrenarme, lo primero que hacía era hacerme con el bote de Nutella y devorarlo hasta vaciarlo, y veía ya a Alba tras mí, esperando para echarme bronca. Y en efecto, al girar la cabeza ahí estaba ella, con los brazos cruzados y la mirada furiosa, aunque yo ya sabía que lo hacía solo para fastidiarme.

—¿Tú crees que podrás ganar los mundiales, el domingo, si cada día te engordas medio kilo a base de chocolate? —me decía con impostada voz de enojo.

—Mmm…, pero si con cinco horas de entrenamiento, y además con el frío que hace hoy, se quema todo —le respondía—. Y ya sabes que para mí lo importante no es la victoria, hay muchas más cosas, y si para ganar una carrera tengo que dejar el chocolate, bienvenidas sean las derrotas…

Y entre risas empezábamos una larga discusión acerca de la felicidad, la importancia de hacer lo que te agrada, comer lo que te gusta y, en definitiva, vivir a gusto. Y aunque ambos compartíamos la misma idea, nos apasionaba estar discutiendo largas horas entre la cocina y el dormitorio.

En realidad, a ella no le importaba lo que hiciera en las carreras. No había venido nunca a ver ninguna, a pesar de que me veía todos los días entrenarme y muchas veces también salía a correr. Sabía que, para mí, la competición era una fuente de motivación y, pese a no compartirlo, lo comprendía. Yo siempre la espoleaba para que viniera conmigo a correr una carrera, pero ella me decía que no necesitaba tener un dorsal cosido al pecho y saber que ninguna de las 3.000 personas de la salida era capaz de llegar por delante de ella para disfrutar día a día de los placeres del esfuerzo y la naturaleza.

Quizás esta fue la razón por la que me enamoré de ella.

CUARTO Y QUINTO DÍA 

Vuelve a sonar el despertador, por cuarto día consecutivo. Las buenas sensaciones físicas del día anterior y la dosis de adrenalina de los últimos kilómetros me aportan una pizca de optimismo en la salida. Van pasando los días y el Mediterráneo, aún lejos, parece cada vez más próximo. Además, viendo los problemas con que nos hemos encontrado durante los primeros días de travesía, debido a las duras condiciones meteorológicas y la gran cantidad de nieve que yace en las altitudes más altas de los Pirineos, que nos ha obligado a cambiar la ruta en varias ocasiones e incrementar el número de kilómetros por recorrer, la noche anterior decidimos entre todo el equipo aumentar en un día más la previsión de la travesía. De esta forma tendré más tiempo para dormir y me recuperaré mejor.

Con esta nueva perspectiva, aunque al fin y al cabo me quite solo unos diez kilómetros al día, la cosa parece que cambia radicalmente. Por la mañana salgo más descansado, sin la presión de saber que la noche seguirá siendo mi compañera de viaje al final de cada etapa. En realidad, la diferencia de pasar de correr 100 kilómetros entre quince y dieciséis horas a correr 100 con una o dos horas menos no parece tan grande, pero para mí supone contar con el comodín de un día más, saber que podré contemplar la puesta de sol cenando y no desde el último puerto que cruzo. Poder dormir una o dos horas más por la noche cambia radicalmente la perspectiva de la aventura. Si hasta el momento mi única inquietud era saber si sería capaz de llegar al final de cada día, ahora estoy convencido de que poco a poco y poniendo un pie delante del otro, en más o menos tiempo, llegaré al Mediterráneo. Así pues, la inquietud esta mañana es saber en qué estado llegarán mis pies, que llevan dos días sufriendo ampollas en los talones, mis rodillas, que empiezan a tensarse, mis músculos, fatigados, y mi corazón.

Después de unos diez kilómetros de calentamiento en ligero descenso, para desentumecer las articulaciones, iniciamos una larga subida para dirigirnos a Benasque. Parece increíble que después del sufrimiento experimentado durante las primeras horas de carrera del segundo y el tercer días, esta mañana el cuerpo esté respondiendo tan bien. ¿Dónde se oculta el dolor? ¿Adónde han ido los pinchazos en los cuádriceps, los tirones en las rodillas? ¿A qué esperan para salir? ¿Puede ser que mi cuerpo se haya habituado al esfuerzo? ¿O están esperando un momento de debilidad para atacar? Estos pensamientos van desapareciendo a medida que vamos subiendo con Joan y Neto por senderos llanos entre praderas y bosques. Ya no debo concentrarme en dar un paso tras otro, en clavar la vista en el suelo y apretar los dientes para que los músculos obedezcan a mis pensamientos pese al dolor. Esta mañana puedo levantar la mirada, contemplar el paisaje bronceado por el sol, seguir a los animales que corretean por el bosque o acelerar para hacer una foto a mis amigos que van corriendo. O simplemente disfrutar del acto de correr, sin pensar en el cuerpo, en la mente, simplemente correr. Han tenido que transcurrir casi cuatro días para que mi cuerpo empiece también a gozar de este viaje al Mediterráneo.

La rutina se instala en los siguientes días, como un ciclo que se repite desde que despunta el sol hasta su entero crepúsculo: levantarse con los ojos pegados a la almohada al oír cómo suena la música del despertador; un buen desayuno de cereales y pan con mermelada para cargar pilas; empezar a correr antes de que salga el sol, mientras la temperatura aún sea fría; coger un ritmo constante, ni muy suave para evitar que los kilómetros se peguen como las sábanas de la mañana, ni muy fuerte para no poder disfrutar de los paisajes donde vamos dejando nuestras huellas. Benasque, Cerler, Bassiero, los preciosos lagos del Parque Nacional de Aigüestortes, el lago de Sant Maurici o los valles pallareses. Compartir todos estos ratos y parajes con amigos y amigas que han venido de cerca o de lejos para acompañarme y darme sus fuerzas. Comer unos bocadillos al mediodía y volver a correr dejando atrás el fresco de la mañana y, con el fuerte calor que cae en esta parte central de la travesía, sentir de nuevo los pequeños dolores que aparecen, pequeñas tendinitis en pies o rodillas, pequeñas ampollas en los talones o entre los dedos que con gran eficacia Sònia, la médico que nos acompaña, me cura a medida que se forman. Descender al fondo del valle donde vamos a pernoctar sin tener que hacer uso del frontal y abrigarnos para soportar las bajas temperaturas de la noche, mientras las piernas empiezan a resentirse de los esfuerzos acumulados día tras día. Un rico plato de pasta constituye la cena mientras hablamos con el resto del equipo o con los amigos que han venido a correr, antes de un doloroso pero imprescindible masaje de David y, para cerrar la jornada, nos vamos a la cama para dormirnos pensando en la etapa que nos espera el día siguiente y soñando en los momentos vividos durante la etapa que dejamos atrás.

De ese modo las horas pasan más rápido y sin darnos cuenta estamos ya a las puertas de Andorra. Mientras iniciamos el ascenso al valle de Tor empiezo a respirar un aire que me resulta familiar. Llevamos muchos días de rutina, de ir tirando, avanzando despacio pero con paso firme hacia el Mediterráneo. Llevo ya demasiados días, he olvidado cuándo mis piernas sintieron por última vez el dolor de la velocidad, sufrieron por última vez por el ácido láctico acumulado, que me impedía dar grandes zancadas, levantar las rodillas y sentir cómo la pierna se tiraba hacia atrás para impulsar y lanzar mi cuerpo hacia delante. Ya no recuerdo lo que siente el corazón cuando se pone a latir con energía y acelera, con gusto de sangre en la boca, y cómo la respiración se entrecorta al no poder aportar el oxígeno que requieren los músculos. Ya no recuerdo lo que es la velocidad, y es algo que echo de menos. Me siento lento y pesado. Todo el mundo corre a mi lado, acompañando mis pasos arrastrándose, por compasión. Todo el mundo es capaz de adelantarme, de acelerar, de ayudarme mientras yo me mantengo constante e inmóvil, como un camión que en las bajadas debe controlar los frenos y en las subidas no puede avanzar frenado por su peso. Soy presa fácil de cualquier depredador, con los sentidos dormidos, con los reflejos nerviosos y con la agilidad que me caracterizaba oculta en algún rincón de los Pirineos. Mis pensamientos no pueden salirse de este círculo vicioso y me hacen sentir todavía más lento, me aplastan contra el suelo, y los ojos se humedecen pensando que mis pasos ya no son los del joven corredor que se creía un rebeco sobrevolando las crestas. Ahora me he convertido en un oso que avanza con paso firme y constante. Sí, pero su protección contra los depredadores reside solo en su constancia, en su fuerza y en su peso. Y no me gusta esta sensación, no me gusta sentirme lento, protegiéndome a mí mismo o de los otros con la excusa perfecta que me da el agotamiento de los kilómetros acumulados. No me sirven las miradas de compasión que me dirijo a mí mismo para excusar mi avance cansado. Yo no soy un oso, yo siempre he sido un rebeco. Yo soy rápido y ágil, y lo llevo dentro. Quiero sentirlo, necesito sentirlo si no quiero verme hundido en una espiral de autodestrucción: tengo que saber que aún soy capaz de volar.

Llevo ya horas corriendo junto al río con Marc, en silencio, no hemos cruzado palabra en horas. No es necesario. Él está aquí para acompañarme, para ayudarme, y me da la confianza y la fuerza de saber que no estoy solo, que le tengo a él para lo que necesite: para animarme si estoy cansado o mi cabeza no es capaz de hacerlo por sí misma, para hablar y discutir si quiero distraerme y no pensar en el dolor y la monotonía, para encontrar el camino, para buscar ayuda, para lo que haga falta. Pero lo que ahora necesito es encontrarme a mí mismo, aquel corredor veloz y autónomo que era. Que soy. Es egoísta y narcisista, pero en el fondo de mí espíritu, el espíritu que me permite ser capaz de dar una marcha más cuando mi cuerpo me dice que no, el espíritu que me permite seguir luchando cuando mis pensamientos me piden que me detenga para poder ganar una carrera, necesito aquella confianza de saber que voy a ser capaz de lograrlo. No es rabia, no es ferocidad o necesidad de sentirme superior a los demás. Es la necesidad de sentir que soy yo, que en esta travesía no estoy perdiendo a la persona que era ni la confianza en mí mismo, sino que seré capaz de volver a volar.

La carretera de Tor empieza con una curva de fuerte pendiente a nuestra derecha. En la subida, mi cuerpo, habituado ya a protegerse de cualquier peligro de la naturaleza, fisiológico o muscular, ralentiza el ritmo, disminuye la longitud del paso y estabiliza la respiración y el pulso. Acelero, luchando contra esta estabilidad. Estoy harto de tanta protección. Mi pulso se acelera y los músculos de las piernas empiezan a notar pequeñas roturas para poder alargar la zancada, para poder subir las rodillas y tirar las piernas hacia atrás para propulsarme en cada paso. Mis pies empiezan a sentir cómo cada paso es una progresión de las fuerzas desde el talón hasta el latigazo del último metatarso del dedo pulgar. La respiración se desestabiliza. Empiezo a abrir la boca para coger aire, a sentir cómo el aire roza con todas las paredes de la tráquea y los alvéolos para aportar el oxígeno a los pulmones. Respiro fuerte, expulsando con potencia el aire para coger otra vez aire nuevo. Enderezo el cuerpo para permitir que mis pulmones cojan todo el aire posible y mis piernas recorran todo el espacio que les permita su flexibilidad, dejando la cadera libre para avanzar unos centímetros a cada paso. La concentración está en la respiración, en mantener los pasos lo más explosivos posible. Mi cuerpo está erguido al máximo y la mirada traza la trayectoria más veloz, como si la carretera fuera un itinerario de esquí y yo el esquiador que solo piensa en cómo atacar la siguiente puerta. De repente me doy cuenta de que estoy corriendo solo. Marc y el equipo de filmación se han quedado rezagados. Vuelvo a sentirme vivo, me siento a mí mismo, y eso me gusta, mi espíritu al fin sonríe.

Los kilómetros pasan velozmente, a pesar de que la carretera tiene cada vez mayor pendiente. Mis piernas se aceleran a cada muro, jugando con el ácido láctico, permitiendo la dosis justa que me permita seguir aumentando la velocidad sin tener que pararme como después de un esprint. ¡Cuánto les gusta habituarse a esta sensación, de pesadez y alivio al mismo tiempo, de velocidad y de explosión en el mismo momento!

El despertar de este sueño es cruel. Mi cuerpo ha dejado que mi mente se permitiera unos diez kilómetros de diversión, alivio, velocidad y alegría. No obstante, llegados a este punto, al bucólico pueblo de Tor, mi cuerpo me ha abandonado, sin energía para seguir alimentando mis antojos y sin fuerzas para buscar energías renovadas. Mi cuerpo no es pesado ni ligero. Simplemente está vacío, carente de fuerzas para aguantarse. Intento comer un poco pero el estómago me responde con virulencia después de todo el esfuerzo soportado. No tengo ni fuerzas para abrir la boca, ni aire para decir ni mu.

Pero ya estoy en casa. A unos cinco kilómetros, y 500 metros de desnivel, se encuentra Andorra, los caminos conocidos, los amigos que me están esperando para recorrer conmigo el tramo final. En realidad, es solo un punto más en esta larga travesía. Todavía nos faltarán tres días, unos 300 kilómetros, pero en el fondo de mi cerebro, desde el principio tenía claro que si era capaz de llegar hasta aquí, si era capaz de superar todas las adversidades y de encontrar el camino, llegaría al mar. En estos momentos me separan cinco kilómetros para lograrlo, me quedan 500 metros de desnivel para el Mediterráneo.

Empezamos a andar, despacio, yo con el cuerpo curvado, la respiración fluida y silenciosa y el paso rasante, intentando que los músculos tengan que trabajar lo mínimo para ganar los metros que son capaces de recorrer. Seguimos andando en silencio, sin mirarnos, observando únicamente cómo el sol empieza a ponerse detrás de nosotros. Abandonamos la pista forestal para seguir bosque arriba. La pendiente se agudiza, hasta el punto de tener que ayudarnos con las manos, agarrarnos en raíces y ramas para poder seguir subiendo. Es un terreno que en condiciones normales me encantaría. Me recuerda a cuando era pequeño y jugábamos a encaramarnos en todos los lugares posibles. Esto me hace sonreír y poco a poco los ánimos y las fuerzas me van volviendo. Mientras jugamos a superar las pendientes de roca y árboles mirando siempre de soslayo el sol poniéndose majestuoso y ofreciéndonos una luz dorada sobre nuestros rostros y la hierba del camino, empiezo a oír voces encima de nuestras cabezas. No se trata de un par o tres de personas hablando. No es el equipo que nos está esperando en lo alto de la cuesta. Es un vocerío, una comunión de personas que discuten con algarabía. Cada vez las voces son más fuertes y al superar la barrera de rocas y árboles y salir a la carretera, unas cuarenta personas, en su mayoría caras conocidas, del colegio, de las carreras, amigos y familiares, me están esperando para reafirmar más si cabe mi sentimiento de llegar al fin a casa.

El sol se ha desprendido ya de sus últimos rayos de luz cuando únicamente cuatro kilómetros de carretera me separan de mis valles, del puerto de la Botella, la puerta entre el Pallars y Andorra. Cuatro kilómetros, no obstante, que separan mi aventura del fracaso al éxito, de la oscuridad a la luz. Y mi cuerpo no llega a notarlos, corriendo en compañía de mis amigos, de mi madre y de mi hermana.

SEXTO DÍA 

¿Qué ha cambiado en realidad respecto al día de ayer? ¿Qué cambio ha sufrido mi cuerpo? ¿Qué adaptación al esfuerzo ha podido experimentar, y qué consecuencias ha podido tener? Mi cuerpo sigue igual de cansado que ayer por la mañana, y que anteayer por la mañana. Mis pies siguen igual de castigados, lo mismo que mis rodillas y cadera. Entonces, ¿qué es lo que ha cambiado esta mañana? Levantarse de la cama no ha supuesto una dura penitencia para ir a desayunar, sin sonreír y con la mente en blanco y la mirada al infinito. Mis primeros pasos del día no han sido pesados y dolorosos. Mi conciencia, mi hablar y mi mirada no han tardado horas en reactivarse. ¿Qué es lo que ha cambiado esta mañana? Nada en absoluto dentro de mi cuerpo, pero todo dentro de mi mente.

Desde la primera hora el ritmo es elevado, desde el primer minuto los pasos son ágiles. Y los valles y las cimas van pasando sin darme cuenta, corriendo en los ascensos y volando en los descensos, compartiendo todos estos momentos con compañeros y compañeras, con amigos y familia que han venido a correr conmigo. Hoy todo es sencillo. El camino es conocido y no me tengo que parar para buscar el itinerario, mis piernas me conducen derecho a las sendas y los atajos que he recorrido en tantas ocasiones durante el entrenamiento, en invierno, verano, primavera y otoño. Mi cuerpo funciona y avanza por sí mismo y puedo utilizar mi cerebro para hablar, contemplar el paisaje, acelerar para sacar unas fotos o buscar el mejor paso para cruzar un río con sus aguas bravas de la nieve fundida en los últimos días.

La jornada transcurre veloz entre sonrisas y sin enterarnos ya estoy en casa, en el lago de Les Bulloses, a la espalda de las pistas de esquí de La Calma, donde seguro que me he pasado más horas esquiando y corriendo que dentro de mi propia casa. Empiezo a subir por las pistas cada vez más pronunciadas, pero sigo corriendo, forzándome como cada día de entrenamiento. Mis acompañantes se ponen a andar y se quedan rezagados, pero yo debo seguir corriendo, estoy en casa, y soy capaz de completar esta subida corriendo. Llego al cabo de Els Moros, donde se abre la vista sobre la Cerdaña; a mi derecha, el Puigpedrós, el Cadí, la Tossa d’Alp. Enfrente, el Puigmal, Eina… Me conozco cada rincón de este paisaje. No se me escapa ningún secreto, ningún animal. Había imaginado este momento, lo había esperado con anhelo y había soñado con él. Tengo ganas de llorar, de sentarme en el suelo y, en silencio, con la mirada al frente, rememorar todos los momentos vividos. Hoy ha sido un magnífico día, no he notado el cansancio y la fuerza de la mente ha vencido finalmente a mi cuerpo. Pero no puedo, no puedo llorar. ¿Es que dentro de mí ya no quedan sentimientos y emociones? ¿Es que el sudor se ha llevado el agua que tenía y, con ella, la capacidad de sentir? ¿Es que finalmente este viaje ha servido para hacerme insensible al dolor, al sufrimiento, a la fatiga, pero también a las emociones y a los sentimientos que les acompañan? ¿Es que finalmente la monotonía ha esterilizado la sensibilidad de mi cuerpo?

Con estos pensamientos rondándome por la cabeza llegan mis compañeros en lo alto de la subida e iniciamos el descenso mientras entramos en el corazón de Font-Romeu, donde me está esperando todo el mundo: amigos de la universidad, de entrenamientos, del colegio, profesores y profesoras, comerciantes y restauradores. Todos están aquí para felicitarme y darme su apoyo para las etapas finales. Pero yo no estoy allí. Estoy perdido entre nieblas que enturbian mi cabeza, buscando mis sentidos. Quiero que vuelva el dolor, quiero que vuelva el sufrimiento, si es esta la única forma de que vuelvan los sentimientos.

SÉPTIMO DÍA 

Como si diera una respuesta a todas las plegarias de la tarde anterior, el cielo me ha enviado una fuerte tormenta para devolverme a la realidad. Para mostrarme que la etapa anterior había sido únicamente un oasis en esta travesía, un sueño demasiado corto para poder conservarlo.

Llueve con ganas. El agua desciende por las calles formando ríos que desembocan en los campos del final del pueblo. Empiezo a correr con Martin, un talento del biatlón francés que ha regresado a casa recientemente con la plata olímpica. Antes de salir de Font-Romeu estamos ya con la ropa empapada y el frío empieza a calarnos los huesos. Vamos uno al lado del otro, sin decirnos nada, intentando pensar en lo que vendrá después, cuando dejemos la seguridad de los prados y bosques para afrontar la montaña. Al cabo de una hora llegamos a Eina, donde empieza el camino que sube hacia las crestas de Núria y, a partir de allí, nos aguardan más de 40 kilómetros por crestas antes de volver al abrigo de los valles.

Al llegar al inicio del camino, empezamos a oír cómo descargan los relámpagos sobre las crestas y las cimas, escondidas tras un tupido manto de niebla. Sería demasiado arriesgado seguir por estas altitudes durante al menos tres horas, demasiado riesgo. La lluvia no ha cesado; al contrario, cae todavía con mayor fuerza, como previniéndonos de no adentrarnos en los picos. Nos reunimos con todo el equipo, al que se han unido amigos de Font-Romeu, Martin, profesores de la universidad, y nos cobijamos en el maletero abierto del coche, para intentar encontrar una solución para proseguir. Los cuerpos mojados y el agua no son el mejor aliado contra el frío que empieza a apoderarse de nosotros y decidimos seguir con las discusiones en una habitación caliente.

Con todos los mapas extendidos y entre tazas de té caliente decidimos que la mejor solución será continuar nuestra ruta siguiendo el GR-10, bordeando a media altura por Carançà, en dirección al Canigó, y enlazar con la ruta a Ceret, prevista en un inicio para el día siguiente. Esta opción nos va a permitir seguir hoy bajo la tormenta con seguridad, pero sumará un considerable número de kilómetros a la etapa, puesto que las cinco o seis horas previstas yendo por las crestas se transformarán en diez u once bordeando por los valles. De todos modos, no es en el calor de la sala y hablando cuando los kilómetros transcurrirán más deprisa: tenemos que ponernos manos a la obra lo antes posible.

Es ya mediodía cuando me pongo a correr otra vez, con llovizna pero con un cielo amenazante y unas nubes negras en lo alto de las cumbres. Estas horas extra de descanso me han devuelto la frescura a las piernas e, intentando recuperar las horas perdidas, salgo acompañado de Greg a gran velocidad por los caminos que nos llevan por los bosques hacia Carançà.

La tupida niebla empieza a adentrarse en los frondosos bosques y nos asaltan las primeras dudas acerca del camino. Con tantos cambios de recorrido no hemos tenido mucho tiempo para estudiar los mapas y nuestro convencimiento no es muy elevado, aunque nos agarramos con firmeza a nuestra intuición. Cuando las dudas empiezan a preocuparnos, de en medio de los árboles como salido directamente de bajo tierra aparece un joven con barba y a pecho descubierto.

—¡Andreu! —grito. Andreu me acompañó en las etapas de los Pirineos centrales y ha sido durante unos años guarda de refugio en Carançà.

—Seguidme —dice en seguida—. Será más rápido si atajamos por dentro del bosque.

De inmediato nos impulsa para seguir corriendo a un fuerte ritmo por dentro del bosque, junto a un riachuelo que va cortando los lazos del camino y nos conduce en un periquete hasta el puerto Rodó. Empezamos a descender y después de unas horas de clemencia la lluvia vuelve a caer con ganas encima de nuestras cabezas. Pasan las horas, la lluvia intensa, la llovizna, el comer cobijados bajo la lluvia, la niebla espesa que borra el camino o empapa nuestro cuerpo, el barro y los resbalones, y, también, poco a poco, los kilómetros, y ya estoy corriendo, otra vez en solitario, bajo las paredes del Canigó.

Me encuentro fresco, no sé si es todavía la adaptación que sentí ayer o si el frío del día se me ha contagiado en el cuerpo. Pero hoy he recuperado las sensaciones. No las de frescura y velocidad, hoy he recuperado las emociones, el sentimiento. Y llegando a las crestas de la vertiente noreste del Carlit no puedo evitar derramar unas lágrimas y sentarme en el suelo para contemplar lo que veo.

Detrás de mí, el sol envía sus últimos rayos de luz del día a través de las crestas del Carlit, que se hunde tras mis pasos. Pero no es eso lo que hace sentirme vivo, lo que me hace llorar. Enfrente, por primera vez desde que hace siete días dejé el océano Atlántico a mis espaldas, vuelvo a ver el mar. Al fondo, delante de mí, aparece por vez primera el Mediterráneo.

Espero, sentado, sin pensamientos dentro de la cabeza, sin pensar en el éxito, sin pensar en lo que hemos hecho, contemplando simplemente con ternura la maravilla que tengo ante mis ojos. 2.000 metros bajo mis pies el mar se extiende hasta el infinito. Y yo, como un viejo que regresa a casa después de muchos años de exilio, no puedo evitar emocionarme al contemplar el mar ante mí.

El sol ha dejado de iluminar las rocas que se encuentran detrás de mí y el paisaje empieza a apagarse a mi alrededor. Yo, en cambio, me acabo de encender, reencuentro la emoción y la fuerza para seguir, miro de nuevo con ojos de esperanza. Vuelvo a saber hacia dónde me dirijo y no recorro el camino por simple inercia.

OCTAVO DÍA 

Despertarse en el refugio de Els Cortalets, a 2.000 metros sobre el mar y a poco más de 100 kilómetros de las playas más próximas aporta por sí mismo energía para continuar hasta el final. Y empiezo a correr sabiendo que esta va a ser la última mañana que me despertaré con la incertidumbre de no saber cómo me van a responder las piernas, si el dolor ha remitido o aún volverá cuando dé el primer paso, y sabiendo que ahora, aunque el dolor sea grande, deberé seguir hasta que el sol se esconda de nuevo. Es un enorme alivio, que me deja disfrutar de la aventura y me permite pequeños caprichos, pequeñas concesiones a mi cuerpo cuyas consecuencias no tendrá que pagar mañana.

Cuesta trabajo calentar los músculos bajo el caluroso sol que se ha llevado la lluvia de ayer, pero poco a poco el mecanismo vuelve a ponerse en marcha y, después de un largo descenso, al llegar a Arlès, ya estoy preparado física y mentalmente para afrontar los últimos cien kilómetros. Una breve parada para dar buena cuenta de un bocadillo de queso y volver a arrancar al mismo tiempo que el calor va aumentando, al tiempo que voy acumulando horas en mis piernas. El paisaje ha cambiado radicalmente. Se ha tornado cada vez más árido y seco, ha dejado los prados y las rocas de alta montaña para llevarnos por los bosques de Les Alberes.

Ya es después de mediodía cuando llego a Le Perthus, y tengo ante mí la última dificultad antes de meter los pies dentro del agua fresca del Mediterráneo, el monte Neulós. Pero esta aparente alegría no está completamente instalada en mi interior. El calor de las horas precedentes hace aflorar todos los dolores que me han ido mortificando los últimos días.

El ascenso al monte Neulós empieza con un gran entusiasmo por parte del equipo y de los numerosos amigos que han venido a acompañarme en las últimas horas, pero aunque intento aparentar compartir este entusiasmo, dentro de mí empiezan a fraguarse malestares cada vez más punzantes. Según voy subiendo, una contractura en el gemelo derecho va cobrando importancia, empieza bloqueándome primero solo la parte interna, pero poco a poco su rigidez aumenta y me obliga a modificar cada paso para poder seguir avanzando. La subida finaliza y con ella pienso que mi sufrimiento también terminará, pero, lejos de eso, no ha hecho más que empezar.

Con Pinsi empezamos a correr por las crestas de Les Alberes, una afilada arista entre los llanos del Rosellón y el Ampurdán, que se extienden ante nosotros hasta desembocar en el mar. Intento distraer el dolor contemplando esta magnífica panorámica y compartiendo con mi acompañante los momentos vividos durante la travesía, así como muchas otras aventuras, y parece que durante un rato la táctica funciona, me olvido de todos los males y disfruto de la conversación, de las risas y del aire que se nos lleva por delante, sobrevolando estas crestas. No obstante, en otros momentos el dolor arranca con virulencia y me trae la certeza de que, al modificar el paso para evitar el dolor de la contractura del gemelo, he provocado un fuerte pinzamiento en la inserción de mis isquiotibiales izquierdos, que, este sí, me impide correr sin hacer una mueca de dolor al estirar la pierna.

Prosigo despacio, intentando alargar el paso lo suficiente para seguir corriendo, pero sin superar el límite ni evitar el fuerte pinchazo que siento cuando estiro demasiado la pierna y que me provoca náuseas, ganas de poner los ojos en blanco y de sentarme en el suelo para inmovilizar la pierna, evitando así que un gesto por descuido me devuelva el pinchazo.

Llegamos al puerto de Banyuls, donde me espera todo el equipo para el último avituallamiento, a treinta kilómetros del mar. A treinta kilómetros del fin del sufrimiento, del final de la aventura. Mi cara no es de felicidad, no es de éxito. Es de preocupación, estamos otra vez a punto de tocar el final con la punta de los dedos, estamos con la miel en los labios, y este es el momento más duro, a muy pocas horas de lograrlo, el momento en que veo más difícil terminar toda la travesía. El dolor del isquio me produce mareo, náuseas y unos fuertes pinchazos en cada paso, cada vez que intento estirar la pierna para poner el pie en el suelo.

«¿Qué hacemos?», me pregunto en voz alta, aunque en mis adentros no hay otra que seguir. No hemos venido hasta aquí para no terminar, para abandonar hoy, a treinta kilómetros de nuestro destino. Y sin dejar mucho tiempo a mi cuerpo para acostumbrarse al bienestar de estarse quieto, sin notar este dolor y, sobre todo, para que el resto del equipo no se percate de hasta qué punto estoy dolorido y fatigado —pese a que mi cara no ofrece ninguna duda, tengo la esperanza de que la penumbra de la tarde esconda un poco los rasgos—, empiezo a correr con ahínco, con rabia, con mucha rabia. Probablemente con demasiada rabia. No siento el terreno, no noto los matorrales rozando mis piernas ni veo las rocas chocando contra mis pies. No oigo las voces de Marc, Pere, Pau y Joan hablando detrás de mí. Únicamente veo las imágenes que deseo ver, las que me permiten seguir olvidando el dolor y ver que lo que siento no es nada. Veo las imágenes de Hoyt, un americano que para lograr que su hijo, afectado de una lesión medular que lo ha dejado parapléjico, sienta emociones fuertes y pueda disfrutar como los demás, corre ironmans, empujando una barca a nado, llevándole en bicicleta y empujando la silla de ruedas corriendo. Veo imágenes de lucha, de batallas de la época medieval, donde los soldados corrían y se arrastraban heridos, incluso amputados, pero sin perder jamás la esperanza ni las fuerzas para seguir. Si ellos lo han logrado, si el hombre es capaz de soportar tanto dolor, ¿por qué yo no puedo ser capaz? Y así he penetrado en una espiral en la que para mí solamente existe un objetivo: el mar. Y aparte del mar no existe nada más. Ya no soy yo, ya no es mi razón quien controla mis pasos y mis pensamientos. El dolor me ha conducido a la ceguera y me impide ver el camino.

Van pasando los kilómetros, muy despacio, y aunque en mi interior el avance no conoce límites y nada me detendrá hasta llegar al mar, desde fuera de la burbuja en la que vivo, mis compañeros ven cómo cada vez arrastro más la pierna que tengo pinzada y cómo cada vez el ritmo es más y más lento. Ya es de noche y ante nuestros ojos empiezan a vislumbrarse las luces de Llançà cuando llegamos al puerto de Sant Martí. Y es en este punto, viendo que mi razón lleva rato muy lejos de mí, cuando Joan me devuelve al mundo real, me baja de las batallas medievales, de la lucha entre la vida y la muerte. Posa sus manos en mis hombros y se baja las gafas para poder mirarme directamente a los ojos. Siento su respiración, siento su voz, pero mi mente anda todavía dispersa por un mundo irreal, muy lejos del puerto de Sant Martí. No obstante, poco a poco su voz me devuelve a la conciencia y voy entrando en razón.

—Lo que has hecho es muy grande, Kilian. No tienes que demostrar nada a nadie.

Eso yo ya lo sé, pienso, no tengo nada que demostrar a nadie más que a mí mismo, soy capaz, y me lo quiero demostrar.

—Sé que eres capaz de llegar hoy, todos sabemos que en dos, tres o cuatro horas eres capaz de llegar al mar, que eso no supone ningún problema para ti. Pero ¿quieres llegar hoy provocando una lesión que se prolongue todo el verano y quizás también el invierno? ¿O quieres seguir corriendo todo el verano? ¿Quieres llevar a cabo todos los proyectos y carreras que discutíamos hace unas horas?

Tenía razón. No era cuestión de heroicidades. No era cuestión de demostrar a nadie que el dolor puede ocultarse, eso ya me lo había demostrado a mí. Sin embargo, hay que saber ver la diferencia entre cuando el cuerpo está dolorido por el esfuerzo y cuando te está pidiendo que te detengas para no agravar las consecuencias. El problema es que, en estos momentos, el dolor ya ha ganado el terreno al dolor y, para evitarlo, los pensamientos nos sitúan en otra esfera, en un lugar donde los colores no existen, solo el blanco y el negro. La vida o la muerte.

Pero yo no soy Filípides.

Ocho días y tres horas después de dejar las aguas del cabo Higuer, mis pies abandonan la arena de las playas de Llançà para adentrarse en el agua salada del Mediterráneo. Hace solamente una hora estaba en el puerto de Sant Miquel, sentado dentro del coche con Thierry y Sònia escuchando Island in the sun en silencio, con los pensamientos lejos, buscando y rememorando todos los momentos vividos durante aquella semana. Parece que hayan pasado meses desde que salimos, considerando la cantidad de recuerdos que navegan por mi cabeza. La lluvia de Eina, la nieve de Goriz, los helechos del País Vasco, la mañana de Somport, Tor, Andorra, los amigos, la comida, el calor, el frío, las ampollas, la alegría y el sufrimiento… Hoy solamente hay lágrimas. ¿De alegría? Quizás, al ver que al final lo hemos logrado, reviviendo todos estos momentos que quedarán grabados para siempre en la memoria. Recordando a todas las personas que me han ayudado a llegar hasta aquí, rememorando conversaciones e imágenes que han quedado grabadas en la retina. ¿De alivio? Seguramente, con la tranquilidad de que mañana podré despertarme sin la perspectiva de cien kilómetros por delante, sin inquietarme por si me dolerán las piernas al levantarme de la cama o por si seré capaz de llegar a mi destino antes de que se ponga el sol. ¿De tristeza? Quizás también. Por dejar atrás estos Pirineos, por abandonar esa rutina cargada de emociones, por abandonar los días que se llenan como semanas y por encontrarse con el vacío de los días sin vivencias. No lo sé, no sé de dónde proceden estas lágrimas, pero dejo que el sosiego y el placer de vivir este momento llenen mi espíritu minutos antes de emprender el camino que me llevará finalmente hasta el mar.

Sin el peso de saber que todavía tienen muchos kilómetros por delante, mis piernas son ligeras. No hay fuerzas que reservar y parece que el masaje de anoche y las horas de descanso han borrado todos los dolores que sentía desde ayer por la tarde. No hay tiempo para el placer de correr rodeado por los amigos y la familia. La última hora antes de dejar la montaña.