CAPÍTULO XIV

Jack acabó los cruceros, los dos brazos de la cruz que formaba la planta de la iglesia. Había tardado siete años. Aquello era cuanto él había soñado. Perfeccionó las ideas de Saint-Denis, haciéndolo todo más alto y estrecho. Los grupos de fustes de los estribos se alzaban gráciles a través de la galería y se convertían luego en los nervios de la bóveda, curvándose hasta unirse en el centro del techo. Las elevadas ventanas ojivales inundaban de luz el interior. Las molduras eran preciosas y delicadas. Y la ornamentación esculpida componía un denso follaje de piedra.

Y en el presbiterio había grietas.

Permanecía en pie en el alto pasaje del presbiterio, mirando a través del vacío del crucero norte, cavilando. Era una deslumbrante mañana primaveral. Se sentía desconcertado y frustrado. De acuerdo con el profundo saber de los albañiles, la estructura era fuerte. Pero una larga fisura revelaba alguna debilidad. Su bóveda era más alta que cualquier otra que él hubiera visto jamás, pero no hasta el punto de poner en peligro la estructura. No había cometido la equivocación de Alfred colocando una bóveda de piedra en una edificación que no había sido construida para soportar ese peso. Sus muros habían sido concebidos para una bóveda de piedra. No obstante, habían aparecido grietas en el presbiterio, más o menos en el mismo sitio en que le falló a Alfred.

Pero él había cometido un error de cálculo. Y Jack estaba segurísimo de no haber incurrido en la misma equivocación. En la construcción de Jack había intervenido algún nuevo factor. Ignoraba cuál podía ser.

No resultaba peligroso, al menos a corto plazo. Habían rellenado las grietas con argamasa y no volvieron a aparecer. La edificación era segura. Pero también débil; y para Jack esa debilidad lo estropeaba todo. Quería que su iglesia perdurara hasta el día del Juicio Final.

Salió del triforio y bajó la escalera de la torreta hasta la galería, donde había preparado el suelo para sus dibujos, en la esquina en la que entraba buena luz a través de una de las ventanas del pórtico norte. Empezó a dibujar el plinto de un pilar de nave. Dibujó un diamante; luego, un cuadrado dentro del diamante y, finalmente, un círculo en el interior del cuadrado. Los principales fustes del pilar emergerían de los cuatro puntos del diamante y ascenderían por la columna, para distribuirse luego hacia el norte, el sur, el este y el oeste, convertidos en arcos o nervios. Otros fustes secundarios, saliendo de las esquinas del cuadrado, se alzarían también para convertirse en nervios de bóveda, atravesando en diagonal la de la nave central, por un lado, y la de la lateral, por el otro. El círculo en el centro representaba el núcleo del pilar.

Todos los dibujos de Jack se basaban en sencillas formas geométricas y en algunas proporciones no tan sencillas, tales como la proporción de la raíz cuadrada de dos a la raíz cuadrada de tres. Jack había aprendido en Toledo a calcular las raíces cuadradas. Pero la mayoría de los albañiles no sabían hacerlo y, en su lugar, recurrían a cálculos simples. Sabían que si se trazaba un círculo alrededor de las cuatro puntas de un cuadrado, el diámetro del círculo era mayor que el lado del cuadrado en la proporción de la raíz cuadrada de dos a uno. Esa proporción, raíz cuadrada a uno, era la fórmula más antigua de los albañiles, porque, en una construcción sencilla, era la proporción entre el ancho exterior con el interior dando así, por lo tanto, el grosor del muro.

La tarea de Jack era mucho más complicada a causa del significado religioso de varios números. El prior Philip proyectaba consagrar de nuevo la iglesia a la Virgen María, dado que la Madonna de las Lágrimas había hecho más milagros que la tumba de Saint Adolphus y, en consecuencia, querían que Jack utilizara los números nueve y siete que eran los de María. Por lo tanto, había diseñado la nave con nueve intercolumnios, y con siete el nuevo presbiterio, el cual habría de construirse una vez estuviera terminado todo el resto. Las arcadas ciegas entrelazadas en las naves laterales tendrían siete arcos por intercolumnio y, en la fachada oeste, habría nueve estrechas ventanas ojivales. Jack no tenía opinión acerca del significado teológico de los números, pero sentía de manera instintiva que, si se utilizaban los mismos números de forma consecuente, con toda seguridad, se obtenía una mayor armonía en el edificio una vez acabado.

Antes de que hubiera terminado de dibujar el plinto, le interrumpió el maestro trastejador que se había encontrado con un problema y quería que Jack lo resolviera.

Siguió al hombre por la escalera de la torreta y, dejando atrás el triforio, se encontraron en la zona del tejado. Atravesaron los domos que formaban la parte superior de la bóveda de nervios. Sobre ellos los trastejedores estaban desenrollando grandes láminas de plomo y clavándolas sobre las traviesas, empezando desde abajo y subiendo, de forma que las láminas superiores fueran cubriendo las más bajas impidiendo la entrada de la lluvia.

Jack descubrió al punto el problema. Al final de una gotera y entre dos cubiertas sesgadas, había colocado un fastigio decorativo. Pero había dejado el diseño en manos de un maestro albañil y éste no tomó precauciones para que el agua de lluvia del tejado pasara a través o por debajo del fastigio. El albañil habría de cambiar aquello. Dijo al maestro trastejador que le transmitiera sus instrucciones y volvió de nuevo a sus dibujos.

Quedó asombrado al encontrar allí a Alfred esperándolo.

Hacía diez años que no había cruzado palabra con él. De cuando en cuando, lo había visto de lejos, en Shiring o en Winchester. Aliena tampoco lo había visto desde hacía nueve años, a pesar de seguir casados de acuerdo con la Iglesia. Martha iba a visitarlo una vez al año a su casa de Shiring. Siempre volvía con la misma información: seguía prosperando con la construcción de casas para los ciudadanos de Shiring, vivía solo y continuaba siendo el de siempre.

Pero, en esta ocasión, Alfred no parecía muy próspero. Jack encontró que tenía un aspecto cansado y derrotado. Siempre había sido fuerte y grande; sin embargo, ahora se le veía flaco. Tenía la cara más delgada y la mano, con la que se apartaba el pelo de los ojos, y que un día fue carnosa, estaba huesuda.

-Hola, Jack -dijo.

Su expresión era agresiva, aunque el tono de voz parecía querer mostrarse congraciador. Una mezcla poco atrayente.

-Hola, Alfred -contestó Jack cauteloso-. La última vez que te vi llevabas una túnica de seda y te estabas poniendo gordo.

-Eso fue hace tres años. Antes de la primera de las malas cosechas.

-Sí, claro.

Tres malas cosechas seguidas habían provocado el hambre. Los siervos morían de inanición, los arrendatarios de granjas estaban en la miseria y cabía suponer que los burgueses de Shiring ya no podían permitirse nuevas y espléndidas casas de piedra. Alfred estaba acusando aquella situación de extrema necesidad. Jack le preguntó:

-¿Y qué te trae por Kingsbridge después de tanto tiempo?

-Oí hablar de tus cruceros y vine a echar una ojeada. -Su tono era de admiración envidiosa-. ¿Dónde aprendiste a construir así?

-En París -contestó Jack lacónico. No quería discutir aquel periodo de su vida con su hermanastro, puesto que él había sido la causa de su exilio.

-Bueno.

Alfred parecía incómodo. Finalmente dijo con estudiada indiferencia:

-Estaría dispuesto a trabajar aquí a fin de aprender algunas cosas.

Jack se quedó atónito. ¿Era posible que Alfred tuviera la desfachatez de pedirle trabajo? Tratando de ganar tiempo le preguntó:

-¿Y qué me dices de tu cuadrilla?

-Ahora trabajo por mi cuenta -le contestó Alfred intentando siempre mostrarse indiferente-. No hay trabajo suficiente para una cuadrilla.

-De todas formas, por el momento no necesitamos a nadie -alegó Jack con parecida indiferencia-. Estamos al completo.

-Pero siempre te vendrá bien un buen albañil, ¿no?

Jack apreció una nota suplicante en su voz y comprendió que Alfred estaba desesperado. Decidió mostrarse franco.

-Después de la vida que hemos llevado, soy la última persona a la que debieras recurrir en busca de ayuda, Alfred.

-Eres el último -admitió Alfred sin rodeos-. Lo he intentado en todas partes. Nadie tiene trabajo. Es el hambre.

Jack pensó en todas las veces que Alfred le había maltratado, atormentado y golpeado. Fue él quien le condujo al monasterio, y luego le obligó a alejarse de su hogar y su familia. No existía motivo alguno que pudiera inducirle a ayudarle. Antes al contrario, tenía grandes razones para regocijarse con su desgracia.

-No te admitiría aunque necesitara hombres -le contestó.

-Pensé que podrías hacerlo -alegó Alfred con terca insistencia-. Después de todo, mi padre te enseñó cuanto sabes. Gracias a él eres maestro de obras. ¿No me ayudarás en recuerdo suyo?

Por Tom. De repente, Jack sintió cierto remordimiento de conciencia. Tom había intentado ser un buen padrastro. No se había mostrado cariñoso ni comprensivo; pero a sus propios hijos los había tratado de manera parecida. Fue paciente y generoso en la transmisión de sus conocimientos y habilidades. Y también había hecho feliz casi siempre a su madre. “Después de todo -se dijo Jack-, aquí estoy, soy un maestro constructor, triunfador y próspero, y me hallo en camino de lograr mi ambición de construir la catedral más hermosa del mundo, mientras que Alfred se encuentra arruinado y hambriento y también sin trabajo. ¿No es esto ya suficiente venganza?”

“No, no lo es”, se dijo. Luego se aplacó.

-Muy bien -contestó-. Quedas contratado en recuerdo de Tom.

-Gracias -dijo Alfred con expresión hermética-. ¿He de empezar de inmediato?

Jack asintió.

-Estamos echando los cimientos en la nave. Únete a ellos.

Alfred alargó la mano. Jack vaciló un instante; luego, se la estrechó, y comprobó que seguía teniendo la fuerza de siempre.

Alfred desapareció. Jack permaneció allí en pie, mirando hacia abajo su dibujo de un plinto de la nave. Era de tamaño natural a fin de que, cuando estuviera acabado, un maestro carpintero pudiera hacer una plantilla de madera directamente del dibujo. Y esa plantilla la utilizarían los albañiles para marcar las piedras que hubiera que esculpir.

¿Habría tomado la decisión correcta? Recordaba que la bóveda de Alfred se había derrumbado. Por supuesto, no confiaría trabajos difíciles, como el abovedado o los arcos. Muros y suelos lisos sería su trabajo.

Mientras Jack seguía reflexionando, sonó la campana del mediodía para el almuerzo. Dejó su instrumento de alambre para dibujar y bajó por la escalera de la torreta hasta llegar al suelo.

Los albañiles casados se iban a almorzar a casa y los solteros lo hacían en la logia. En algunos enclaves en construcción daban el almuerzo a fin de evitar los retrasos en acudir al trabajo por las tardes, el absentismo y la embriaguez. Pero la comida de los monjes era a menudo espartana, y la mayoría de los trabajadores de la construcción preferían llevar la suya. Jack vivía en la vieja vivienda de Tom Builder, con Martha, su hermanastra, que desempeñaba las tareas de ama de casa. Y siempre que Aliena estaba ocupada, se encargaba también de cuidar de Tommy y del segundo hijo de Jack, una niña llamada Sally. Por lo general, Martha hacía el almuerzo para Jack y los niños y, a veces, se les unía Aliena.

Jack abandonó el recinto del priorato y se dirigió con paso rápido a casa. Durante el camino le asaltó una idea. ¿Pensaría Alfred instalarse de nuevo en la casa con Martha? después de todo era su hermana. No había pensado en ello cuando le dio trabajo.

Al cabo de un momento, llegó a la conclusión de que era un temor estúpido. Hacía mucho que habían pasado los días en que Alfred podía intimidarle. Era el maestro de obras de Kingsbridge, y si él decía que Alfred no podía instalarse en la casa, desde luego que no lo haría.

Abrigó cierto temor de encontrarse con Alfred sentado a la mesa de la cocina, y se sintió aliviado al descubrir que no era así. Aliena vigilaba a los niños mientras comían, en tanto que Martha removía el contenido de un puchero que tenía en el fuego. Dio un beso rápido a Aliena en la frente. Ahora ya tenía treinta y tres años; pero su aspecto era el mismo que hacía diez. Su pelo seguía siendo una abundante masa de bucles castaño intenso y tenía la misma boca generosa y los hermosos ojos oscuros. Sólo cuando estaba desnuda revelaba los efectos físicos causados por el tiempo y la maternidad. Sus maravillosos y turgentes senos habían perdido algo de firmeza, tenía las caderas más anchas y su vientre jamás recuperaría su dura lisura original.

Jack miró con cariño a los dos retoños del cuerpo de Aliena. Tommy, de nueve años, un muchacho pelirrojo y saludable, alto para su edad. Se metía el guisado de cordero en la boca como si no hubiera comido en una semana. Sally, de siete, con bucles oscuros como su madre, sonriendo feliz y enseñando un hueco entre los dientes delanteros, igual que Martha cuando Jack la vio por primera vez hacía ya diecisiete años. Tommy iba todas las mañanas a la escuela en el priorato para aprender a leer y escribir. Pero, como los monjes no admitían niñas, era Aliena la que enseñaba a Sally.

Jack se sentó. Martha retiró la olla del fuego y la colocó sobre la mesa. Era una muchacha extraña. Había cumplido ya los veinte; pero no parecía tener interés en casarse. Siempre había estado muy encariñada con Jack, y se sentía satisfecha de llevar la casa para él.

Sin lugar a dudas, Jack presidía el hogar más extraño del Condado. Aliena y él eran dos de los principales ciudadanos de la ciudad. Él en su calidad de maestro de obras de la catedral, y ella por ser la mayor fabricante de tejidos después de Winchester. Todo el mundo los trataba como si fuesen marido y mujer. Sin embargo, les estaba prohibido pasar las noches juntos y habitaban en casas distintas. Aliena vivía con su hermano y Jack con su hermanastra. Los domingos por la tarde, y también los días de fiesta, desaparecían. Y todo el mundo sabía lo que estaban haciendo. Salvo, como era natural, el prior Philip. Por otra parte, la madre de Jack vivía en una cueva en el bosque, porque se suponía que era bruja.

De cuando en cuando, Jack se ponía furioso de que no se le permitiera casarse con Aliena. Yacía despierto escuchando a Martha roncar en la habitación contigua y pensaba: “Tengo veintiocho años. ¿Por qué he de dormir solo?” Al día siguiente se mostraba malhumorado con el prior Philip, rechazando cuantas sugerencias o solicitudes se hacían en la sala capitular, dándolas por impracticables o en extremo costosas, negándose a discutir alternativas o avenencias, como si solo hubiera una forma de construir una catedral y esa fuera la de Jack.

También Aliena se sentía desgraciada y la tomaba con Jack. Se volvía impaciente e intolerante, criticando todo cuanto él hacía, acostando a los niños tan pronto como él llegaba. Cuando él comía, ella decía que no tenía apetito. Al cabo de uno o dos días de semejante talante, rompía a llorar y decía que lo sentía. Eran felices de nuevo, hasta la siguiente vez en que la tensión era demasiado para ella.

Jack se sirvió guisado en un cuenco y empezó a comer.

-Adivinad quién vino al enclave esta mañana -dijo-. Alfred.

Martha dejó caer sobre el fogón la tapadera de hierro de una olla, con un fuerte chasquido metálico. Jack la miró y vio el miedo reflejado en su rostro. Se volvió hacia Aliena y observó que se había quedado blanca como la pared.

-¿Qué está haciendo en Kingsbridge? -preguntó Aliena.

-Buscando trabajo. El hambre ha empobrecido a los mercaderes de Shiring y ya no construyen casas de piedra como solían hacer. Ha disuelto su cuadrilla y no puede encontrar ocupación.

-Espero que lo hayas enviado con viento fresco -dijo Aliena.

-Dijo que debería darle trabajo en recuerdo de Tom -alegó Jack nervioso, pues no había previsto semejante reacción por parte de ambas mujeres-. Al fin y al cabo todo se lo debo a Tom.

-Mierda -replicó Aliena.

Jack pensó que aquella expresión se la debía a su madre.

-Bueno, en definitiva: lo he contratado -informó.

-¡Jack! -chilló Aliena-. ¿Cómo has podido? ¡No tienes derecho a dejar que ese demonio vuelva a Kingsbridge!

Sally empezó a llorar. Tommy miraba a su madre con los ojos muy abiertos.

-Alfred no es un demonio. Está hambriento y sin dinero. Lo he salvado en recuerdo de su padre -reiteró Jack.

-No te hubiera dado tanta lástima si te hubiera obligado a dormir en el suelo a los pies de su cama, como un perro, durante nueve meses.

-A mí me ha hecho cosas peores... Pregunta a Martha.

-Y a mí -agregó ésta.

-Pero llegué a la conclusión de que verlo en ese estado era ya suficiente venganza para mí.

-Bien, pero no lo es para mí -gritó Aliena-. ¡Por todos los santos que eres un condenado loco, Jack Jackson! A veces doy gracias a Dios de no estar casada contigo.

Aquello le dolió. Jack apartó la mirada. Sabía que Aliena no decía aquello de corazón; pero ya era bastante malo que lo dijera, incluso dominada por la ira. Cogió la cuchara y empezó a comer. Aunque le era muy difícil tragar.

Aliena dio a Sally unas palmaditas en la cabeza y le metió en la boca un trozo de zanahoria.

Jack miró a Tommy, que seguía con los ojos clavados en Aliena con expresión asustada.

-Come, Tommy -le dijo Jack-. Está bueno.

Terminaron de comer en silencio.

En la primavera del año en que fueron terminados los cruceros, el prior Philip realizó un recorrido por las propiedades que el monasterio tenía en el sur. Al cabo de tres pésimos años, necesitaba una buena cosecha y quería comprobar el estado en que se encontraban las granjas.

Se llevó consigo a Jonathan. El huérfano del priorato era ya un adolescente de dieciséis años, alto, desmañado e inteligente. Al igual que Philip a su misma edad, no parecía albergar duda alguna de lo que quería que fuese su vida. Había completado su noviciado y hecho los votos, y ya era el hermano Jonathan. Y también como Philip, estaba interesado en el lado práctico del servicio de Dios, y trabajaba como ayudante de Cuthbert Whitehead, el ya envejecido cillerero. Philip estaba orgulloso del muchacho. Era devoto, trabajador y gustaba a todos.

Llevaban como escolta a Richard, el hermano de Aliena. Éste había encontrado al fin su sitio en Kingsbridge. Una vez construida la muralla de la ciudad, Philip sugirió a la comunidad parroquial que nombraran a Richard Jefe de Vigilancia, responsable de la seguridad ciudadana. Organizaba a los centinelas nocturnos y se ocupaba del mantenimiento y mejora de los muros. En los días de mercado y en las fiestas de guardar, estaba autorizado a detener a camorristas y borrachos. Tales tareas que habían llegado a ser esenciales al convertirse el pueblo en ciudad, eran todas ellas cosas que no se consideraba que pudieran hacer los monjes. Por ello, la comunidad parroquial, que en un principio Philip considerara como una amenaza a su autoridad, había llegado a ser útil después de todo. Y Richard estaba contento. Tenía ya casi treinta años. Pero la vida activa le mantenía con aspecto joven.

A Philip le hubiera agradado que la hermana de Richard estuviera también asentada. Si había una persona a la que la Iglesia le hubiera fallado, esa era Aliena. Jack era el hombre al que quería y el padre de sus hijos. Pero la Iglesia insistía en que estaba casada con Alfred, incluso no habiendo tenido jamás trato carnal con él. Y, además, se hallaba imposibilitada de obtener la anulación del matrimonio por culpa de la mala voluntad del obispo. Era vergonzoso, y Philip se sentía culpable, incluso no siendo el responsable de la negativa eclesiástica.

-Me pregunto por qué Dios permite que las gentes mueran de hambre -dijo el joven Jonathan, casi al término del viaje cuando volvían ya a casa cabalgando a través del bosque en una clara mañana primaveral.

Era una pregunta que todos los monjes jóvenes se hacían tarde o temprano y, para ella, había infinidad de respuestas.

-No culpes a Dios de esta epidemia de hambre.

-Pero el mal tiempo, que ha sido causa de esas malas cosechas, fue obra de Dios.

-El hambre no se debe sólo a las malas cosechas -respondió Philip-. Siempre, cada cierto tiempo, ha habido malas cosechas. Sin embargo, la gente no se moría de hambre. La característica especial de esta crisis es que ha tenido lugar al cabo de tantos años de guerra civil -dijo Philip.

-¿Y por qué es diferente? -insistió Jonathan.

Le contestó Richard, el soldado.

-La guerra es mala para el cultivo de la tierra -explicó-. Se mata al ganado para alimentar a los ejércitos, las cosechas se queman para que no caigan en manos enemigas y las granjas quedan abandonadas cuando los caballeros van a la guerra.

Philip agregó:

-Y, cuando los tiempos son inciertos, las gentes no se muestran dispuestas a invertir tiempo y energía desbrozando nuevos terrenos, aumentando el ganado, cavando zanjas o construyendo graneros.

-Nosotros no hemos dejado de hacer esos trabajos -alegó Jonathan.

-Los monasterios son diferentes. Pero la mayoría de los granjeros corrientes abandonaron de tal manera sus granjas durante la lucha, que cuando llegó el mal tiempo no estaban en buenas condiciones para ponerlas en marcha. Los monjes ven más allá. Pero nosotros tenemos otro problema. El precio de la lana ha caído debido al hambre.

-No veo la relación -dijo Jonathan.

-Supongo que se deberá a que la gente hambrienta no compra ropa. Hasta donde Philip recordaba, era la primera vez que el precio de la lana había dejado de subir cada año. Se vio obligado a reducir el ritmo de la construcción de la catedral, a no admitir nuevos novicios y a suprimir el vino y la carne en la dieta de los monjes-. Eso significa, por desgracia, que estamos economizando precisamente cuando a Kingsbridge acude sin cesar gente en la miseria que busca trabajo.

-Y terminan haciendo cola ante la puerta del priorato para que les den pan bazo y potaje gratis -concluyó Jonathan.

Philip asintió ceñudo. Se le partía el corazón al ver a hombres fuertes reducidos a mendigar el pan porque no podían encontrar un empleo.

-Pero recuerda que la culpa es de la guerra, no del mal tiempo -dijo el prior.

-Espero que tengan reservado un lugar especial en el infierno para los condes y reyes causantes de tanta miseria -exclamó Jonathan con pasión juvenil.

-Así lo espero... ¡Que los santos nos protejan! ¿Qué es esto?

Había surgido una figura extraña de entre la maleza y corría a toda velocidad hacia Philip. Iba vestido de harapos, llevaba el pelo enmarañado y la cara negra por la suciedad. Philip pensó que el pobre hombre debía andar huyendo de algún enloquecido verraco, o incluso de un oso que se hubiera escapado.

Pero entonces el harapiento se lanzó contra Philip. El cual quedó tan sorprendido que cayó del caballo.

Su atacante cayó sobre él. olía como un animal y también emitía ruidos como si lo fuera. Lanzaba constantes gruñidos inarticulados. Philip se retorcía y daba puntapiés. El hombre parecía querer apoderarse de la bolsa de cuero que llevaba colgada al hombro. El prior comprendió al fin que trataba de robarle. La bolsa de cuero sólo contenía un libro “El canto de Salomón.” Philip luchaba desesperadamente por liberarse, no porque estuviera encariñadísimo con el libro, sino porque el ladrón estaba sucio hasta la repugnancia.

Pero Philip se encontraba enredado con la correa de la bolsa que el bandido no quería soltar. Rodaron por el suelo. El monje tratando de apartarse y el bandido intentando hacerse con la bolsa. Philip apenas se había dado cuenta de que su caballo había huido.

De repente, Richard agarró al ladrón y lo apartó. Philip siguió rodando y luego se incorporó y se quedó sentado. Pero pasó un momento antes de que se pusiera de pie. Estaba aturdido y mareado. Aspiró el aire fresco, aliviado de verse libre del mefítico abrazo del ladrón. Se palpó las magulladuras. No tenía nada roto. Luego, dirigió su atención a los otros.

Richard tenía al ladrón inmovilizado boca abajo en el suelo con un pie entre las paletillas del hombre y la punta de su espada rozándole la nuca. Jonathan sostenía perplejo las riendas de los otros dos caballos.

Philip se incorporó cauteloso, con una gran sensación de debilidad. “Cuando tenía la edad de Jonathan, podía caerme de un caballo y ponerme de nuevo en pie como impulsado por un resorte”, se dijo.

-Si vigiláis a esta sabandija, iré a traer vuestro caballo -dijo Richard tendiendo su espada a Philip.

-Muy bien -repuso el prior apartando de sí la espada-. No necesitaré eso.

Richard vaciló y luego envainó el arma. El ladrón permanecía inmóvil. Las piernas que aparecían por debajo de su túnica estaban flacas como sarmientos y tenían su mismo color. Iba descalzo. Philip no había corrido grave peligro ni por un instante. Aquel pobre hombre estaba demasiado débil para retorcer el cuello siquiera a una gallina. Richard se alejó en busca del caballo de Philip. El ladrón vio irse a Richard y pareció a punto de saltar. Philip supo que el hombre iba a intentar huir.

-¿Quieres comer algo? -le preguntó para detenerle.

El ladrón, levantando la cabeza miró a Philip como si le creyera loco.

Philip se acercó al caballo de Jonathan y abrió unas alforjas. Sacó una hogaza, la partió y alargó la mitad al ladrón. El hombre la agarró, todavía incrédulo y, de inmediato, se la metió casi toda en la boca.

Philip se sentó en el suelo y le observó. El hombre comía como un animal, intentando tragar cuanto le era posible antes de que pudieran arrebatarle el pan. En un principio, a Philip le pareció un hombre viejo; pero ahora que lo podía ver mejor, se dio cuenta de que el ladrón era en realidad muy joven, acaso veinticinco años.

Richard regresó llevando de la brida al caballo de Philip. Se mostró indignado al ver al ladrón sentado y comiendo.

-¿Por qué le habéis dado nuestra comida? -demandó a Philip.

-Porque está hambriento.

Richard no contestó, pero su expresión daba a entender que consideraba locos a todos los monjes.

-¿Cómo te llamas? -preguntó Philip al ladrón cuando éste hubo terminado de comer.

El hombre parecía cauteloso. Vaciló. Al prior se le ocurrió la idea de que hacía algún tiempo que no hablaba con otro ser humano.

-David -respondió al fin.

“Como quiera que fuese todavía seguía cuerdo”, pensó Philip.

-¿Qué te ha ocurrido, David? -le preguntó.

-Después de la última cosecha, perdí mi granja.

-¿Quién era tu señor?

-El conde de Shiring.

William Hamleigh. No le sorprendió.

Miles de arrendatarios granjeros se habían encontrado imposibilitados de pagar sus arriendos al cabo de tres malas cosechas. Cuando alguno de los arrendatarios de Philip fallaba, se limitaba a perdonarle la renta; ya que si hacía que quedaran en la miseria, de todas maneras acudirían al priorato en busca de caridad. Otros propietarios, en especial William Hamleigh, se aprovechaban de la crisis para despedir a sus arrendatarios y tomar posesión de nuevo de sus granjas. El resultado era el gran aumento del número de proscritos que vivían en el bosque y asaltaban a los viajeros. Ese era el motivo de que Philip llevara consigo a Richard a todas partes a modo de protección.

-¿Y qué hay de tu familia? -preguntó al ladrón.

-Mi mujer cogió al bebé y volvió con su madre. Pero no había sitio para mí.

Era la historia de siempre.

-Es pecado atacar a un monje, David, y también está mal vivir del robo.

-Entonces ¿cómo podré subsistir? -gritó el hombre.

-Si vas a quedarte en el bosque, más te valdrá coger pájaros y peces.

-¡No sé hacerlo!

-Como ladrón eres un fracaso -le criticó Philip-. ¿Qué posibilidad de éxito tenías, sin armas, contra nosotros, que somos tres y llevamos a Richard armado hasta los dientes?

-Estaba desesperado.

-Bien, la próxima vez que estés desesperado acude a un monasterio. Siempre hay algo para que un hombre pobre pueda comer.

Philip se puso en pie. Sentía en la boca el regusto acre de la hipocresía. Sabía que los monasterios no tenían posibilidad de alimentar a todos los proscritos. En realidad, la mayoría de ellos no tenían otra alternativa que el robo. Pero su papel en la vida era aconsejar que se viviera de modo virtuoso y no buscar excusas para el pecado.

Nada más podía hacer por aquel desgraciado. Cogió a Richard las riendas de su caballo y lo montó. Se dio cuenta de que las heridas y magulladuras producidas por la caída iban a dolerle durante días.

-Sigue tu camino y no vuelvas a pecar -dijo emulando a Jesús.

-En verdad que sois demasiado bueno -comentó Richard mientras seguían su camino.

Philip movió la cabeza apesadumbrado.

-La triste realidad es que no soy lo bastante bueno.

William Hamleigh se casó el domingo anterior al de Pentecostés.

Fue idea de su madre.

Durante años, le había estado fastidiando con la cantinela de que buscara esposa y engendrara un heredero. Pero él siempre fue dando de lado aquella idea. Las mujeres le aburrían y, por algo que no comprendía y en lo que no quería pensar, le hacían sentirse inquieto. Siempre había estado diciendo a su madre que pronto se casaría; pero jamás hacía nada al respecto.

Al final fue ella quien le encontró una novia.

Se llamaba Elizabeth. Era hija de Harold de Weymouth, acaudalado caballero y poderoso partidario de Stephen. Madre explicó a William que, con un pequeño esfuerzo por su parte, habría podido hacer un matrimonio mejor. Debió casarse con la hija de un conde; pero, como no parecía estar dispuesto a hacer nada, Elizabeth serviría.

William la había visto en la corte del rey, en Winchester. Y la madre se había dado cuenta de que la miraba. Tenía una cara bonita, una masa de bucles de un tono castaño claro, un gran busto y caderas estrechas.

Contaba catorce años.

Mientras William la estuvo mirando, se imaginaba un encuentro con ella una noche oscura, poseyéndola por la fuerza en alguna callejuela de Winchester. Ni por un instante había pensado en el matrimonio. Sin embargo, su madre descubrió en seguida que se mostraba receptivo y que la joven era una hija obediente que haría lo que le dijeran. Preparó una entrevista después de haber tranquilizado a William de que no se repetiría la humillación que Aliena infligió a la familia.

William estuvo nervioso. La última vez que hizo algo parecido era un joven inexperto de veinte años, hijo de un caballero, y se dirigió a una joven y arrogante dama de la nobleza. Pero ahora era un hombre encallecido en las batallas, de treinta y siete, y hacía diez que era el conde de Shiring. Era estúpido sentirse nervioso por una entrevista con una zagala de catorce años.

Sin embargo, ella estaba todavía más nerviosa. Y también desesperada por gustarle. Habló muy excitada de su casa y su familia, de sus caballos y sus perros, de parientes y amigos. William permanecía sentado en silencio, observando su cara e imaginándose qué aspecto tendría desnuda.

Los casó el obispo Waleran en la capilla de Eartcastle. Existía la costumbre de invitar a todos los personajes de importancia del Condado, y William hubiera perdido prestigio de no haber ofrecido un opíparo banquete. En los terrenos del castillo, se asaron tres bueyes enteros y docenas de ovejas y cerdos. Los invitados bebieron cerveza, sidra y vino de las bodegas del castillo hasta casi el agotamiento. La madre de William presidía el festejo con una expresión de triunfo en su desfigurado rostro. El obispo Waleran consideraba un tanto desagradables aquellas celebraciones vulgares y se retiró cuando el tío de la novia empezó a contar historias escabrosamente divertidas sobre recién casados.

Al caer la noche, los novios se retiraron a su cámara, dejando que los invitados continuaran la jarana. William había asistido a suficientes bodas para estar al tanto de las ideas que en aquellos momentos se les estaban ocurriendo a los invitados más jóvenes, de manera que hizo que Walter montara guardia delante de la puerta y la atrancó por dentro para evitar interrupciones.

Elizabeth se quitó la túnica y los zapatos y permaneció allí en pie con su camisola de lino.

-No sé qué hacer -se limitó a decir-. Tendrás que enseñarme.

Aquello no era del todo tal y como William se lo había imaginado. Se acercó a ella. Elizabeth levantó la cara y él la besó en los suaves labios. Aquel beso no pareció despertar excitación alguna.

-Quítate la camisa y échate en la cama -le dijo.

La joven se sacó la camisa por la cabeza. Estaba más bien rellena. Sus grandes senos tenían unos minúsculos pezones endentados. El triángulo entre las piernas se hallaba cubierto por una pelusa castaña clara. Se acercó a la cama y se tumbó obediente boca arriba.

William se quitó las botas. Se sentó en el lecho junto a ella y le estrujó los senos. Tenía la piel suave. Aquella joven dulce, complaciente y risueña no se parecía en nada a la imagen que a él le hacía que la garganta se le quedara seca, la de una mujer atenazada por la pasión, gimiendo y sudando debajo de su cuerpo. Se sintió engañado.

Le puso la mano entre los muslos y ella separó de inmediato las piernas. Metió el dedo dentro de ella. La joven, dolorida, lanzó una exclamación entrecortada.

-Está bien, no te preocupes -se apresuró a decir Elizabeth.

Por un instante, William se preguntó si no estaría siguiendo un camino equivocado. Tuvo una imagen fugaz de una escena diferente en la que los dos se encontraban tumbados uno al lado del otro, tocándose, charlando y empezando a conocerse de forma gradual. Sin embargo, el deseo se había despertado al fin en él al oírla jadear dolorida. Dio de lado a sus dudas y movió el dedo con mayor brusquedad. William no apartaba los ojos de la cara de la joven mientras se esforzaba por soportar el dolor en silencio.

Se subió a la cama y se arrodilló entre las piernas de ella. No estaba del todo excitado. Se frotó para lograr endurecerse el órgano. El efecto fue escaso. Estaba seguro de que era aquella condenada sonrisa de Elizabeth lo que provocaba su impotencia. Le metió dos dedos dentro y ella lanzó un grito de dolor. Eso estaba mejor. Y, entonces, la estúpida zorra empezó de nuevo a sonreír. William llegó a la conclusión de que tendría que borrarle aquella sonrisa de la cara. La abofeteó con fuerza. La joven gritó y el labio empezó a sangrarle. Eso ya estaba mejor.

Volvió a golpearla.

Elizabeth comenzó a llorar.

Después de aquello, todo fue bien.

El domingo siguiente era el de Pentecostés, cuando una inmensa multitud acudiría a la catedral. El obispo Waleran celebraría el oficio. Incluso había más gente de la habitual, ya que todo el mundo quería ver los nuevos cruceros recién terminados. Según los rumores, eran algo asombroso. Durante el servicio de ese día, William mostraría su mujer a los ciudadanos corrientes del Condado. No había estado en Kingsbridge desde que levantaron las murallas. Pero Philip no podía impedirle que acudiera a la iglesia.

Su madre había muerto dos días antes de Pentecostés. Rondaba los sesenta. Fue algo repentino. El viernes después de cenar sintió que no respiraba bien y se fue pronto a la cama. Poco antes de la madrugada su doncella fue a decir a William que su madre se encontraba mal. Levantóse de la cama y se dirigió vacilante hacia su dormitorio, frotándose la cara. La encontró haciendo terribles esfuerzos para respirar, sin poder hablar con la mirada llena de terror.

William quedó espantado ante aquellos estremecidos y convulsos jadeos y también por su mirada. No apartaba los ojos de él como si esperara que hiciera algo. Estaba tan asustado que se dispuso a abandonar la habitación. Dio media vuelta. Pero entonces vio a la doncella en pie junto a la puerta, y se sintió avergonzado por su miedo. Se forzó a volver a mirar a madre. Su cara parecía cambiar de forma de manera incesante bajo la luz temblorosa de una vela. Su respiración, ronca y entrecortada, iba haciéndose cada vez más fuerte hasta que pareció explotarle en la cabeza. No podía comprender cómo no había despertado a todo el castillo. Se llevó las manos a los oídos para protegerse de aquel ruido. No obstante, seguía oyéndolo. Era como si le estuviera gritando igual que cuando era un chiquillo y le dirigía aquellas furiosas y demenciales filípicas. Su cara también parecía enfurecida, con la boca abierta, los ojos de mirada fija, el pelo enmarañado. Cada vez era más fuerte la certeza de que le estaba pidiendo algo. Él seguía sintiendo que iba haciéndose más joven y pequeño, hasta que llegó a poseerle un terror ciego que no sentía desde su infancia, un terror que emanaba del convencimiento de que la única persona a la que quería era un monstruo rabioso. Siempre había sido así. Siempre que ella le ordenaba, y lo hacía de continuo, que se acercara, o que se alejara, o que montara su pony o que se fuera, William se había mostrado lento en cumplir sus órdenes, y entonces su madre le gritaba, con lo que él se asustaba tanto que no podía comprender lo que le estaba pidiendo que hiciera. Entonces llegaban a un punto muerto, ella gritando cada vez más y él quedándose ciego, sordo y mudo por el terror.

Pero esa vez fue diferente.

Esa vez ella murió.

Primero cerró los ojos. Entonces William empezó a calmarse. La respiración de ella fue debilitándose poco a poco. El rostro adquirió un tono ceniciento a pesar de los granos. Incluso la llama de la vela parecía arder con menor intensidad y las sombras oscilantes ya no asustaban a William. Por último dejó de respirar.

-Bueno, ahora ya se encuentra bien, ¿no? -comentó William.

La doncella prorrumpió en llanto.

Él se sentó junto a la cama y contempló el rostro inmóvil. La doncella fue en busca del sacerdote.

-¿Por qué no me habéis llamado antes? -preguntó éste indignado.

William apenas le oyó. Se quedó con ella hasta la salida del sol. Entonces, las sirvientas le pidieron que se fuera para que pudieran “prepararla”. William bajó al vestíbulo donde los habitantes del castillo, caballeros, hombres de armas, clérigos y sirvientes estaban tomando el desayuno. Sentóse a la mesa junto a su joven esposa y bebió algo de vino. Uno o dos caballeros y el mayordomo de la casa le hablaron. Pero William no les contestó. Finalmente llegó Walter y se sentó a su lado. Había vivido con William muchos años y sabía cuándo permanecer callado.

-¿Están preparados los caballos? -preguntó William al cabo de un rato.

Walter pareció sorprendido.

-¿Para qué?

-Para el viaje a Kingsbridge. Dura dos días, así que habremos de salir esta mañana.

-No creo que debiéramos ir, dadas las circunstancias.

Por alguna razón aquello disgustó a William.

-¿Acaso dije que no fuéramos a ir?

-No, Lord.

-¡Entonces iremos!

-Sí, Lord. -Walter se puso en pie-. Me ocuparé de inmediato.

Se pusieron en marcha mediada la mañana. El conde, Elizabeth y el séquito habitual de caballeros y escuderos. William tenía la sensación de caminar en sueños. Parecía como si el paisaje se alejara de él en lugar de ser él quien lo hacía. Elizabeth cabalgaba junto a su marido magullada y en silencio. Cada vez que se detenían, Walter se ocupaba de todo. Y a cada comida William tomaba algo de pan y bebía varias copas de vino. Por la noche dormitaba a intervalos.

Cuando se aproximaban ya a Kingsbridge podían ver a cierta distancia, y a través de los campos, la catedral. La vieja catedral había sido una construcción ancha y achaparrada, con ventanas pequeñas como unos ojillos debajo de unas cejas de arcos redondeados. El aspecto de la nueva iglesia era radicalmente distinto, a pesar de que no estaba todavía terminada. Era alta y esbelta, y las ventanas tenían una altura que parecía inconcebible. Al acercarse más observó que empequeñecía los edificios alrededor del priorato como la vieja catedral nunca lo hizo.

El camino bullía de jinetes y caminantes. Todos ellos se dirigían a Kingsbridge. El oficio del domingo de Pentecostés era muy popular, porque tenía lugar a principios de verano, cuando el tiempo ya era muy bueno y los caminos estaban secos. Ese año había todavía más gente de la habitual, atraída por la novedad del nuevo edificio.

La última milla la recorrieron William y su grupo a medio galope, dispersando a los caminantes descuidados, y atravesaron ruidosamente el puente levadizo de madera que salvaba el río. Ahora ya, Kingsbridge era una de las ciudades más fortificadas de Inglaterra. Tenía un recio muro de piedra con un parapeto encastillado, y allí donde el anterior puente conducía directamente a la calle mayor, el camino estaba atravesado por una barbacana construida en piedra con unas puertas zunchadas enormes y pesadísimas que en aquellos momentos se encontraban abiertas pero que, por la noche, quedaban siempre cerradas a cal y canto. “Supongo que ya nunca me será posible volver a incendiar esta ciudad”, se dijo vagamente William.

La gente lo miraba mientras cabalgaba por la calle mayor en dirección al priorato. Claro que la gente siempre miraba a William. Era el conde. Aquel día se mostraban también interesados por la joven novia que cabalgaba a su izquierda. A su derecha lo hacía, como siempre, Walter.

Entraron en el recinto del priorato y desmontaron delante de las cuadras. William dejó su caballo al cuidado de Walter y se volvió a mirar la iglesia. El extremo oriental, la parte superior de la cruz, se encontraba en la zona más alejada del recinto, oculta a la vista. El extremo occidental, el pie de la cruz, aún no estaba construido, pero su forma se hallaba marcada en el suelo con estacas y cordel, y ya se habían lanzado algunos de los cimientos. Entre medias, se encontraba la parte nueva, los brazos de la cruz, consistente en los cruceros norte y sur, con el espacio entre ambos llamado crujia. Las ventanas eran tan grandes como le habían parecido. William jamás en su vida había visto un edificio semejante.

-Es fantástico -exclamó Elizabeth rompiendo, su sumiso silencio.

William deseó haberla dejado en el castillo.

Un poco desconcertado, avanzó lento por la nave, entre las hileras de estacas y cordel, con Elizabeth a la zaga. El primer intercolumnio había sido construido en parte, y parecía como si sostuviera el inmenso arco ojival que formaba la entrada occidental en dirección al cruce. William atravesó aquel arco increíble y se encontró en la atestada crujia.

El nuevo edificio parecía irreal. Era demasiado alto, demasiado esbelto, demasiado airoso y frágil para mantenerse en pie. Daba la impresión de que no tuviera muros, nada que sostuviera el tejado salvo una hilera de curiosas pilastras alzándose expresivas. Al igual que todos los que se encontraban allí, William hubo de estirar el cuello para mirar hacia arriba, y vio que las pilastras continuaban hasta el techo curvado para encontrarse en el coronamiento de la bóveda, semejantes a las ramas más altas de un grupo de olmos entrelazados en el bosque.

Empezó el oficio. El altar había sido instalado en el extremo más próximo del presbiterio, con los monjes detrás de él de manera que la crujia y las dos naves de crucero quedaban libres para los fieles, pero, así y todo, la multitud invadía la nave todavía sin construir. William se abrió camino hasta la parte preferente, como era su prerrogativa, y quedó en pie, próximo al altar con los demás nobles del condado quienes le hicieron una inclinación de cabeza y hablaron entre sí en voz baja.

El techo de madera pintada del viejo presbiterio se encontraba desmañadamente yuxtapuesto con el alto arco oriental del cruce, y era evidente que el constructor tenía la intención de acabar demoliendo el presbiterio y reconstruirlo a tono con el nuevo estilo.

Un momento después de que a William se le hubiera ocurrido aquella idea, su mirada tropezó con el constructor en cuestión, con Jack Jackson. Era un apuesto diablo con abundante cabellera roja, y vestía una túnica granate, bordada en la parte inferior y en el cuello, igual que un noble. Parecía satisfecho de si mismo, sin duda por haber construido los cruceros con tanta rapidez y porque todo el mundo hubiera quedado tan asombrado de su diseño. Llevaba cogido de la mano a un muchacho de nueve años que era su viva imagen. William comprendió, sobresaltado, que debía de tratarse del hijo de Aliena y le invadió un agudo sentimiento de envidia. Un momento después, descubrió a la propia Aliena. Se encontraba de pie al lado de Jack, un poco retrasada, con una leve sonrisa de orgullo. A William el corazón le dio un salto. Estaba tan encantadora como siempre. Elizabeth era una pobre sustituta, una pálida imitación de aquella mujer real y ardiente. Aliena llevaba en brazos a una niña de unos siete años, y William recordó que había tenido un segundo hijo con Jack a pesar de no estar casados.

William miró con más detenimiento a Aliena. Después de todo, no seguía tan encantadora como antes. Tenía arrugas alrededor de los ojos seguramente, por las preocupaciones, y detrás de su orgullosa sonrisa había una sombra de tristeza. Claro que, al cabo de todos aquellos años, todavía no había podido casarse con Jack, se dijo William con satisfacción. El obispo Waleran había mantenido su promesa, impidiendo una y otra vez la anulación. Aquella idea solía reconfortar a menudo a William.

Entonces William se apercibió de que era Waleran quien en ese momento estaba en pie ante el altar, alzando la hostia sobre su cabeza para ofrecerle a la mirada de los fieles. Centenares de personas cayeron de rodillas. En ese instante, el pan ya se había convertido en Cristo, una transformación que nunca dejaba de admirar a William, aunque no tuviera ni idea de lo que representaba.

Durante un rato, se concentró en el servicio, observando los gestos místicos de los sacerdotes, escuchando las incomprensibles frases en latín y farfullando fragmentos familiares de las respuestas. Persistía en él la sensación de aturdimiento que había tenido en el último día. La nueva iglesia mágica, con la luz del sol jugueteando en sus increíbles columnas, contribuían a intensificar la impresión de que se encontraba en un sueño.

El oficio estaba a punto de terminar. El obispo Waleran se volvió y se dirigió a los fieles.

-Y ahora rezaremos por el alma de la condesa Regan Hamleigh, madre del conde William de Shiring, la cual murió en la noche del viernes.

Hubo un ronroneo de comentarios al escuchar la gente la noticia, pero William miraba horrorizado al obispo. Al fin se había dado cuenta de lo que ella trataba de decirle mientras se moría. Había estado pidiendo un sacerdote... y William no envió a buscarlo. La había visto ir perdiendo fuerzas, la había visto cerrar los ojos, la había oído dejar de respirar y la había dejado morir sin confesión. ¿Cómo pudo haber hecho algo semejante? Desde el viernes por la noche, el alma de ella había estado en el infierno, sufriendo los tormentos que tan gráficamente le describió a menudo, sin oraciones que le dieran el descanso. Pesaba tanto la culpa sobre su corazón que le pareció sentir que sus latidos iban disminuyendo y, por un instante, pensó que también él iba a morir. ¿Cómo había podido dejar que se extinguiera con el alma desfigurada por los pecados al igual que el rostro por los furúnculos, mientras anhelaba la paz del cielo?

-¿Qué voy a hacer? -dijo en voz alta.

La gente que le rodeaba lo miró sorprendida.

Una vez concluida la plegaria y cuando los monjes ya habían salido en procesión, William seguía arrodillado delante del altar. Los restantes fieles fueron saliendo a la luz del sol ignorándole. Todos excepto Walter, que permanecía cerca de él vigilando y esperando. William rezaba con gran fervor. Tenía la imagen de su madre en la mente mientras repetía el Padrenuestro y todos los retazos de oraciones y oficios que era capaz de recordar. Al cabo de un rato, se olvidó de que había otras cosas que podía hacer. Podía encender velas, podía pagar a sacerdotes y monjes para que dijeran misas por ella con regularidad, podía incluso hacer construir una capilla especial en beneficio de su alma. Pero todo cuanto se le ocurría le parecía insuficiente. Era como si pudiese verla, moviendo la cabeza mostrándose dolida y decepcionada por él, al tiempo que decía: “¿Cuánto tiempo dejarás que tu madre sufra?”

Sintió que una mano se posaba sobre su hombro y levantó los ojos. El obispo Waleran estaba frente a él, todavía vestido con el magnífico ropaje que se ponía en Pentecostés. Sus ojos negros se clavaron en los de William el cual sintió que no tenía secretos bajo aquella penetrante mirada.

-¿Por qué lloras? -le preguntó Waleran.

William se dio cuenta entonces de que tenía la cara húmeda por las lágrimas.

-¿Dónde está ella? -preguntó a su vez.

-Ha ido a ser purificada por el fuego.

-¿Sufre?

-Sufre muchísimo. Pero podemos hacer que las almas de nuestros seres queridos atraviesen rápidamente ese lugar terrible.

-¡Haré lo que sea! -sollozó William-. ¡Decidme qué puedo hacer! Por favor!

Los ojos de Waleran brillaban codiciosos.

-Construye una iglesia -le dijo-. Una igual que ésta. Pero en Shiring.

Aliena se sentía amargada por una ira sorda cada vez que viajaba por las propiedades que fueron parte del Condado de su padre. La sacaban de quicio todas las zanjas bloqueadas, las cercas rotas y vacías, los establos en ruinas. Le entristecían las praderas abandonadas y le rompían el corazón las aldeas desiertas. No se trataba sólo de las malas cosechas. El Condado podía haber alimentado a su gente incluso ese año, si hubiera estado bien administrado. Pero William Hamleigh no tenía idea de cómo manejar sus tierras. Para él, el Condado era sólo un cofre de tesoros particular y no unas propiedades que alimentaban a miles de personas. Cuando sus siervos no tenían alimentos, morían de inanición. Cuando sus arrendatarios no podían pagar las rentas, les echaba a la calle. Desde que William era conde, los acres cultivados se habían reducido de manera increíble ya que las tierras de algunos arrendatarios expulsados habían vuelto a su estado natural. Y ni siquiera tenía cerebro para darse cuenta de que, a la larga, ello iba en contra de sus propios intereses.

Lo peor de todo era que Aliena se sentía en parte responsable. Se trataba de las propiedades de su padre y, tanto ella como Richard, no habían sido capaces de recuperarlas para la familia. Habían renunciado al ser nombrado William conde y perder Aliena todo su dinero. Pero el fracaso seguía irritándola y no había olvidado la promesa que hizo.

En la vía que iba de Winchester a Shiring, con un cargamento de hilaza y un musculoso carretero con una espada al cinto, recordaba las cabalgadas con su padre por ese mismo camino. Él siempre estaba poniendo nuevas tierras en condiciones de cultivo, despejando zonas de bosque, desecando pantanos o arando laderas de colina. En los años de carestía, tenía reservas suficientes de semillas para cubrir las necesidades de quienes habían sido poco previsores o estaban demasiado hambrientos para conservar las suyas. Jamás obligó a sus arrendatarios a vender sus animales o arados para pagar la renta, porque sabía que, si lo hicieran, al año siguiente se encontrarían imposibilitados de trabajar. Trataba bien la tierra, conservando su capacidad de producción al igual que un buen granjero cuidaría de una vaca lechera. Cada vez que pensaba en los viejos tiempos con su rígido, pero inteligente y orgulloso padre junto a ella, sentía como una herida de dolor de la pérdida. La vida había empezado a ir cuesta abajo cuando se lo llevaron. Visto de manera retrospectiva, todo cuanto ella hizo desde entonces parecía no tener sentido. Vivir en el castillo con Matthew en un mundo de ensueño, ir a Winchester con la vana esperanza de ver al rey, incluso luchar por mantener a Richard mientras él combatía en la guerra civil. Había alcanzado lo que otras gentes consideraban un éxito. Se había convertido en una próspera comerciante de lanas. Pero ello sólo le aportó una apariencia de felicidad. Había encontrado una manera de vivir y una posición en la sociedad que le proporcionaba seguridad y estabilidad. Sin embargo, en el fondo de su corazón, continuaba dolida y perdida. Hasta que Jack entró en su vida.

Desde entonces la imposibilidad de casarse con él lo había agostado todo. Llegó a aborrecer al prior Philip, a quien una vez consideró como su salvador y mentor. Hacía años que no mantenía con él una conversación tranquila y amable. Claro que no era culpa suya que no pudieran obtener la anulación; pero fue quien insistió en que vivieran separados. Aliena no podía por menos que sentirse resentida con él.

Quería a sus hijos, pero se preocupaba por ellos al verlos crecer en un hogar tan poco natural en el que el padre se va de casa a la hora de acostarse. Por fortuna, eso no había tenido hasta el momento efectos negativos. Tommy era un muchacho guapo y fuerte al que le gustaba la pelota, las carreras y jugar a los soldados; y Sally una chiquilla dulce y reflexiva que contaba cuentos a sus muñecas y a la que le encantaba contemplar a Jack en su zona de dibujo. Sus continuas necesidades y su cariño sencillo eran los únicos elementos sólidamente normales en la excéntrica vida de Aliena.

Claro que además poseía su trabajo. Durante la mayor parte de su vida adulta había comerciado con algo. En la actualidad, tenía docenas de hombres y mujeres en aldeas dispersas, hilando y tejiendo para ella en sus hogares. Hacía tan sólo unos años habían sido centenares; pero, al igual que todos, también sentía los efectos de la carestía y de nada le serviría hacer más tejido del que pudiera vender. Incluso si estuviera casada con Jack seguiría queriendo conservar su trabajo independiente.

El prior Philip decía de continuo que la anulación podía ser concedida cualquier día. Pero hacía ya siete largos años que Aliena y Jack vivían aquella irritante vida, comiendo y criando a sus hijos juntos pero durmiendo separados.

Aliena sentía la infelicidad de Jack de un modo más profundo que la suya propia. Podía decirse que lo adoraba. Nadie sabía lo mucho que lo quería, salvo tal vez Ellen, su madre, que lo veía todo. Lo quería porque la había devuelto a la vida. Hasta entonces había sido como una larva, y Jack la había sacado de su envoltura mostrándole que era una mariposa. Hubiera pasado toda su vida ajena a los gozos y sufrimientos del amor, si él no hubiera entrado en su cañada secreta y compartido con ella sus historias y romances, y no la hubiera besado con tanta suavidad y, despertando luego, lenta y cariñosamente, el amor que yacía dormido en su corazón. Había sido tan impaciente y tolerante pese a su juventud. Sólo por eso lo amaría siempre.

Mientras atravesaba el bosque, se preguntaba si no se encontraría con Ellen la madre de Jack. La veían de cuando en cuando en la feria de alguna ciudad y, más o menos una vez al año, solía ir a Kingsbridge entre dos luces para pasar la noche con sus nietos. Aliena se sentía afín a Ellen, ambas era mujeres fuera de serie, que no encajaban en el molde. Sin embargo, salió finalmente del bosque sin tropezar con Ellen.

Mientras viajaba a través de tierras cultivadas, observaba las mieses madurando en los campos. Se dijo que ese año habría buenas cosechas. El verano no había sido demasiado propicio, porque llovió e hizo frío. Pero no habían sufrido las inundaciones ni las plagas que agitaron las tres anteriores. Aliena se sintió agradecida. Miles de personas vivían casi al borde del hambre, y otro invierno malo acabaría con la mayoría de ellas.

Se detuvo para que sus bueyes bebieran en la fuente que se alzaba en el centro de una aldea llamada Monksfield, la cual formaba parte de las propiedades del conde. Era un lugar bastante grande rodeado de algunas de las mejores tierras del Condado y tenía su propio sacerdote y una iglesia construida con piedra. Sin embargo, tan sólo la mitad más o menos de esos campos habían sido cultivados ese año. Los que lo fueron estaban ya cubiertos de trigales amarillos, mientras que el resto se encontraba invadido por la cizaña.

Otros dos viajeros se habían detenido junto a la fuente para dar de comer a sus caballos. Aliena los observó cautelosa. En ocasiones convenía unirse a otras gentes a fin de protegerse mutuamente. Sin embargo, para una mujer también podía ser peligroso. Aliena había llegado a la conclusión que un hombre como aquel carretero estaba perfectamente dispuesto a hacer cuanto ella le dijera siempre que estuvieran solos, pero si hubiera otros hombres presentes era posible que se mostrara inclinado a la subordinación.

Sin embargo, uno de aquellos dos viajeros que se encontraban en Monksfield era una mujer. Luego de mirarla con atención cambió la palabra mujer por la de joven. Aliena la reconoció. Había visto a aquella muchacha el domingo en Pentecostés en la catedral de Kingsbridge. Era la condesa Elizabeth, la mujer de William Hamleigh. Parecía desdichada e intimidada. La acompañaba un taciturno hombre de armas, sin duda su guardián. “Esa suerte pude haber corrido yo -se dijo Aliena-, si me hubiera casado con William. Gracias a Dios me rebelé.” El hombre de armas hizo un breve saludo al carretero, ignorando a Aliena, quien pensó que lo mejor sería prescindir de ellos.

Mientras descansaban, el cielo empezó a encapotarse y sopló un viento frío.

-Tormenta de verano -opinó lacónico el carretero.

Aliena miró ansiosa al cielo. No le importaba mojarse pero la tormenta podría obligarles a marchar más despacio y acaso se encontraran en campo abierto al caer la noche. Cayeron algunas gotas de lluvia. Tendrían que buscar refugio, se dijo reacia.

-Más vale que sigamos aquí un rato -dijo la condesa a su guardián.

-Imposible -repuso con brusquedad el hombre-. órdenes del amo.

A Aliena le ofendió oír a aquel hombre hablar de esa manera a la joven.

-¡No seas estúpido! -le dijo-. ¡Tu obligación es velar por tu ama!

El guardián la miró sorprendido.

-¿A ti qué te importa? -le replicó en tono grosero.

-Va a estallar una tormenta, idiota -le contestó Aliena con su tono más aristocrático-. No puedes pretender que una dama viaje con este tiempo. Tu amo te azotará por tu estupidez.

Aliena se volvió hacia la condesa Elizabeth. La joven la miraba ansiosa, a todas luces complacida de que alguien plantara cara a ese fanfarrón de su guardián. Empezaba a arreciar la lluvia. Aliena tomó una rápida decisión:

-Venid conmigo -dijo a Elizabeth.

Antes de que el guardián pudiera intervenir, había cogido de la mano a la joven y se había alejado. La condesa Elizabeth la siguió gustosa, sonriendo como una niña a la que sacaran de la escuela. Aliena pensó que acaso el guardián fuera detrás de ella y se llevara a la joven; pero en aquel momento hubo un relámpago y la lluvia se convirtió en un aguacero. Aliena echó a correr arrastrando consigo a Elizabeth y, después de cruzar el cementerio, llegaron ante una casa de madera que se alzaba junto a la iglesia.

La puerta se hallaba abierta. Entraron corriendo. Aliena había supuesto que era la casa del párroco y había acertado. Un hombre de aspecto malhumorado vistiendo una sotana negra y con una pequeña cruz colgada del cuello con una cadena, se puso en pie al entrar ellas. Aliena sabía que la obligación de hospitalidad representaba un pesado fardo para muchos párrocos, y de modo muy especial en aquellos momentos.

-Mis acompañantes y yo necesitamos refugio -dijo anticipándose a una posible resistencia.

-Sois bienvenidos -contestó el párroco entre dientes.

Era una casa de dos habitaciones con un cobertizo contiguo para los animales. Aquello no estaba muy limpio a pesar de que a los animales se les mantenía afuera. Sobre la mesa había un barrilete de vino.

Al tomar asiento, un perrillo les ladró agresivo.

Elizabeth apretó el brazo a Aliena.

-Muchísimas gracias -dijo con los ojos humedecidos por la gratitud-. Ranulf me hubiera hecho seguir adelante, nunca me escucha.

-No tiene importancia -le contestó Aliena-. Esos hombres grandes y fuertes son todos unos cobardes.

Observó a Elizabeth y se dio cuenta de que la pobre muchacha poseía un gran parecido con ella. Ya tenía bastante con ser la mujer de William; pero ser su segunda elección debía ser un auténtico infierno en la tierra.

-Soy Elizabeth de Shiring. ¿Quién sois vos? -dijo Elizabeth.

-Me llamo Aliena. Soy de Kingsbridge.

Contuvo el aliento preguntándose si Elizabeth reconocería el nombre y se daría cuenta de que era la mujer que rechazó a William Hamleigh.

Pero era demasiado joven para recordar aquel escándalo.

-Es un nombre poco corriente -fue cuanto dijo.

Del cuarto trasero salió una mujer desaliñada de rostro vulgar y gruesos brazos desnudos, en actitud desafiante, que les ofreció un vaso de vino. Aliena supuso que se trataba de la mujer del párroco. Él diría que era su ama de llaves, ya que en teoría el matrimonio estaba prohibido entre los curas. Las mujeres de los sacerdotes provocaban dificultades sin fin. Era cruel obligar al hombre a que la echara y por lo general resultaba afrentoso para la Iglesia. Aunque la mayoría de la gente decía que los sacerdotes debían mantenerse castos, solían adoptar una actitud condescendiente en ciertos casos, porque conocían a la mujer. De manera que la Iglesia seguía haciéndose la sorda ante relaciones como aquella. “Puedes estar agradecida, mujer -se dijo Aliena-; tu al menos vives con tu hombre.”

El hombre de armas y el carretero entraron con el pelo chorreando. El guardián, Ranulf, se plantó delante de Elizabeth.

-No podemos detenernos aquí -dijo.

Ante la sorpresa de Aliena, Elizabeth se sometió de inmediato.

-Muy bien -dijo poniéndose en pie.

-Sentaos -dijo Aliena, haciéndola tomar de nuevo asiento, y poniéndose en pie delante del guardián, agitó el dedo delante de su cara-. Si escucho otra palabra tuya pediré ayuda a los aldeanos para que vengan a rescatar a la condesa de Shiring. Ellos saben cómo tratar a tu señora a pesar de que tú lo ignoras.

Vio a Ranulf sopesando los pros y los contras. De llegar a un enfrentamiento, era capaz de habérselas con Elizabeth y Aliena, y también con el carretero y el párroco. Pero si se le unían algunos aldeanos se encontraría con dificultades.

-Tal vez la condesa prefiera seguir camino -dijo mirando agresivo a Elizabeth.

La joven parecía aterrorizada.

-Bien, señoría. Ranulf ruega humildemente que le exprese su voluntad -dijo Aliena.

Elizabeth se quedó mirándola.

-Sólo tenéis que decirle lo que queréis -dijo Aliena con tono alentador-. Su deber es cumplir vuestras órdenes.

La actitud de Aliena infundió valor a Elizabeth.

-Descansaremos aquí. Ve y ocúpate de los caballos, Ranulf -dijo después de respirar hondo.

El hombre gruñó su asentimiento y salió.

Elizabeth contempló atónita cómo se alejaba.

-Va a mear de firme -anunció el carretero.

El sacerdote frunció el ceño ante aquella vulgaridad.

-Estoy seguro de que lloverá como de costumbre -dijo con tono estirado.

Aliena no pudo evitar echarse a reír, y Elizabeth la imitó.

Tuvo la impresión de que la joven no reía a menudo.

El ruido de la lluvia se convirtió en sonoro tamborileo. Aliena miró a través de la puerta abierta. La iglesia sólo estaba a unas cuantas yardas pero la lluvia impedía verla.

-¿Has puesto a buen recaudo la carreta? -preguntó Aliena al carretero.

El hombre asintió.

-Con los animales. No quiero que mi hilo quede apelmazado.

Ranulf entró de nuevo completamente empapado.

Hubo un relámpago seguido del prolongado retumbar del trueno.

-Esto no hará mucho bien a las cosechas -comentó el párroco con acento lúgubre.

“Tiene razón -se dijo Aliena-. Lo que necesitaban eran tres semanas de benéfico sol.”

Se produjo otro relámpago seguido de otro trueno más largo todavía, y una ráfaga de viento sacudió la casa de madera. A Aliena le cayó en la cabeza agua fría y, al mirar hacia arriba, vio una gotera en el tejado de barda. Apartó de allí su asiento. La lluvia entraba también por la puerta; pero nadie parecía tener interés en cerrarla. Le gustaba mirar la tormenta y, al parecer, a los otros les pasaba igual.

Contempló a Elizabeth. La joven estaba blanca como la pared. Aliena la rodeó con un brazo. Temblaba, a pesar de que no hacía frío. Aliena la apretó contra sí.

-Estoy asustada -musitó Elizabeth.

-No es más que una tormenta -la tranquilizó.

Afuera se había puesto muy oscuro. Aliena pensó que ya debía ser hora de la cena y entonces cayó en la cuenta de que todavía no había almorzado. Solo era mediodía. Se levantó y se acercó a la puerta. El cielo tenía un color gris oscuro. No recordaba haber visto jamás un tiempo semejante en verano. El viento soplaba con fuerza. Un relámpago iluminó varios objetos arrastrados por delante de la puerta. Una manta, un pequeño arbusto, un escudillo de madera, un barrilillo vacío.

Entró de nuevo con el ceño fruncido y se sentó otra vez. Empezaba a sentirse algo preocupada. La casa volvió a temblar. La viga central que sostenía el caballete del tejado estaba vibrando. “Esta es una de las casas mejor construidas de la aldea -se dijo-, si se encuentra tan poco firme, es posible que alguna de las viviendas más pobres estén a punto de derrumbarse.” Miró al cura.

-Si esto empeora tal vez hayamos de reunir a los aldeanos y que se refugien en la iglesia -suspiró.

-No estoy dispuesto a salir con este diluvio -manifestó el sacerdote con una breve risa.

Aliena se quedó mirándolo con incredulidad.

-Es vuestro rebaño -le dijo-. Sois su pastor.

El cura la miró a su vez con insolencia.

-Yo debo rendir cuentas al obispo de Kingsbridge, no a vos; y no voy a hacer el tonto sólo porque vos me lo digáis.

-Al menos poned las yuntas de arar bajo protección -dijo Aliena.

Las posesiones más valiosas en una aldea como aquella eran las yuntas de ocho bueyes que arrastraban el arado. Los campesinos no podían cultivar la tierra sin esos animales. Y como ningún agricultor podía permitirse la posesión de una yunta de arar, eran propiedad de la comunidad. Parecía evidente que el cura había de tener en gran estima la yunta, ya que su prosperidad también dependía de ella.

-No tenemos yunta de arar -contestó.

Aliena se mostró confundida.

-¿Por qué?

-Hubimos de vender cuatro de ellas para pagar el arriendo. Luego, matamos a las restantes para comer carne en invierno.

Eso explicaba aquellos campos a medio arar, se dijo Aliena. Sólo habían podido cultivar los terrenos más ligeros utilizando caballos o mano de obra para arrastrar el arado. Tal cosa la enfureció. Era estúpido al tiempo que inhumano por parte de William obligar a aquellas gentes a vender sus yuntas, porque eso significaba que también este año encontrarían dificultades para pagarle el arriendo, aunque el tiempo hubiese sido bueno. Experimentó deseos de coger a William por el cuello y retorcérselo.

Otra fuerte ráfaga de viento hizo estremecerse la casa de madera. De repente, pareció deslizarse un lado del tejado. Luego, se alzó varias pulgadas desprendiéndose del muro y, a través de aquella rendija, Aliena pudo ver el cielo negro y un relámpago en zigzag. Se levantó de un salto al tiempo que la ráfaga se calmaba y el tejado de barda se desplomó de nuevo sobre sus soportes. Ahora aquello empezaba a ponerse peligroso. Siguió en pie y gritó al sacerdote por encima del estruendo provocado por el tiempo.

-¡Debe al menos abrir la puerta de la iglesia!

El cura se mostró resentido pero hizo lo que se le decía. Cogió una llave de la cómoda, se cubrió con una capa, salió y desapareció bajo la lluvia. Aliena empezó a organizar a los demás.

-Lleva mi carreta y los bueyes a la iglesia, carretero. Y tu, Ranult, lleva los caballos. Venid conmigo, Elizabeth.

Se pusieron las capas y salieron. Resultaba difícil caminar en línea recta a causa del viento, y hubieron de cogerse de la mano para mantener el equilibrio. Se abrieron camino a través del cementerio. La lluvia se había convertido en granizo y sobre las lápidas rebotaban grandes piedras de hielo. En una esquina del camposanto Aliena vio un manzano tan desnudo como en invierno. El ventarrón había despojado sus ramas de hojas y frutos. “Este otoño no habrá muchas manzanas en el Condado”, se dijo.

Un momento después habían llegado a la iglesia y entrado en ella. La repentina quietud fue como si se quedaran sordos. El viento todavía seguía aullando y la lluvia repicando sobre el tejado. También se oía el estruendo de los truenos cada pocos minutos; pero todo ello lejano. Algunos de los aldeanos se encontraban ya allí con sus capas empapadas. Habían llevado consigo sus bienes, las gallinas metidas en sacos, los cerdos atados y las vacas con cabezales. La iglesia se hallaba a oscuras; pero la escena era iluminada sin cesar por los relámpagos. Al cabo de unos momentos el carretero introdujo allí la carreta de Aliena. Le seguía Ranult con los caballos.

-Hagamos que coloquen a los animales en la parte oeste y que la gente se instale en la zona este, antes de que la iglesia empiece a tener aspecto de un establo -propuso Aliena al cura.

Al parecer todo el mundo había aceptado ya que Aliena se hiciera cargo de la situación, por lo que el párroco asintió con la cabeza. Los dos se pusieron en acción, el cura dirigiéndose a los hombres y Aliena a las mujeres. La gente fue separándose poco a poco de los animales. Las mujeres condujeron a los niños al pequeño presbiterio y los hombres ataron el ganado a las columnas de la nave. Los caballos estaban asustados, girando los ojos y haciendo corvetas. Las vacas se tumbaron. Los aldeanos empezaron a formar a sus familiares y a pasarse unos a otros comida y bebida. Habían ido allí preparados para una larga estancia.

Era tal la violencia de la tormenta, que Aliena pensó que tenía que pasar pronto. Por el contrario, todavía empeoró. Se acercó a una ventana. Naturalmente no tenían cristal, sino que estaban cubiertas por un hermoso lino translúcido que en aquellos momentos colgaba desgarrado del marco de la ventana. Aliena se alzó hasta el alféizar para mirar hacia fuera. Todo cuanto pudo ver fue lluvia. El viento arreció, ululando alrededor de los muros. Aliena empezó a preguntarse si, incluso allí, estarían seguros. Recorrió discretamente el edificio. Había pasado suficiente tiempo con Jack para conocer las diferencias entre las buenas y las malas obras de albañilería, y se sintió aliviada al comprobar que el trabajo en piedra había sido hecho con minuciosidad y limpieza. No había grietas. El templo estaba construido con bloques de piedra cortada, no de mampostería, y parecía sólido como una montaña.

El ama de llaves del párroco encendió una vela. Entonces descubrió Aliena que estaba cayendo la noche. El día había sido tan tenebroso que la diferencia era pequeña. Los niños se cansaron de correr arriba y abajo por las naves y se acurrucaron bien envueltos en sus capas para dormir. Las gallinas metieron la cabeza debajo del ala. Elizabeth y Aliena se sentaron juntas en el suelo con la espalda contra el muro.

Aliena estaba muerta de curiosidad por aquella infeliz joven que había aceptado el papel de mujer de William, ese papel que ella misma había rechazado hacía diecisiete años.

-Conocí a William cuando era muy joven. ¿Cómo es ahora? -dijo incapaz de contenerse por más tiempo.

-Lo aborrezco -aseguró Elizabeth con tono apasionado.

Aliena sintió una profunda lástima por ella.

-¿Cómo le conocísteis? -quiso saber Elizabeth.

Aliena tuvo la impresión de que se había dejado llevar por sus impulsos.

-A decir verdad, cuando tenía más o menos vuestra edad se pensó en que me casara con él.

-¡No! ¿Y por qué no lo hicísteis?

-Le rechacé y mi padre me respaldó. Pero se organizó un espantoso alboroto. Fui la causa de que se derramara mucha sangre. Pero ahora todo pertenece ya al pasado.

-¿Le rechazásteis? -Elizabeth se mostraba excitada-. Sois muy valiente. Quisiera ser como vos. -De nuevo parecía alicaída-. Pero yo no soy capaz de imponerme ni siquiera a los sirvientes.

-Estad segura de que podéis hacerlo -la alentó Aliena.

-Pero, ¿cómo? No me hacen ni caso porque sólo tengo catorce años.

Aliena reflexionó acerca de la cuestión. Luego, contestó explícita:

-Para empezar, deberéis convertiros en la mensajera de los deseos de vuestro marido. Por la mañana, preguntadle qué le gustaría comer ese día, a quién querría ver, qué caballo le apetece montar o cualquier otra cosa que se os ocurra. Luego id al cocinero, al mayordomo del salón y al mozo de cuadras y dadles las órdenes del conde. Vuestro marido os estará agradecido y furioso con cualquiera que os ignore. De esa manera, la gente se acostumbrará a hacer lo que vos digáis. Luego, tomad buena nota de quiénes os ayudan gustosos y quiénes se muestran más reacios, y aseguraos de que los peores trabajos los hagan los que han mostrado mala voluntad. Entonces, la gente empezará a darse cuenta de que resulta conveniente dar gusto a la condesa. También os querrán mucho más que a William que, a fin de cuentas, no es muy amable. Finalmente llegaréis a ser una fuerza por derecho propio. La mayoría de las condesas lo son.

-Lo presentáis como si fuera muy fácil -dijo Elizabeth pensativa.

-No, no es fácil, pero podéis hacerlo si tenéis paciencia y no os desalentáis con demasiada facilidad.

-Creo que puedo -respondió la joven con decisión-. De veras creo que puedo.

Al final se durmieron. De cuando en cuando, el viento volvía a aullar y despertaba a Aliena. Miró en derredor suyo a la luz de la temblorosa llama de la vela. Vio que la mayoría de los adultos hacían lo que ellas, permanecían sentados erguidos, dormitando y luego despertándose de repente.

Debía ser alrededor de la media noche cuando Aliena se despertó sobresaltada dándose cuenta de que esa vez debía de haber dormido una hora o más. Casi todo el mundo estaba sumido en un profundo sueño. Cambió de posición, se tumbó boca arriba y se arrebujó en la capa. La tormenta no había amainado, pero la gente estaba tan necesitada de descanso que olvidó su inquietud. El ruido de la lluvia contra los muros de la iglesia era semejante a olas rompiendo en la playa. Pero, en lugar de mantenerla despierta, ahora ya la arrullaba y le ayudaba a dormir.

Una vez más se despertó sobresaltada. Se preguntó qué sería lo que la habría perturbado. Escuchó atenta. Silencio. La tormenta se había calmado. Por las ventanas entraba una débil luz grisácea. Todos los aldeanos estaban profundamente dormidos.

Aliena se levantó. Sus movimientos hicieron abrir los ojos a Elizabeth.

Ambas habían tenido la misma idea. Se dirigieron a la puerta, la abrieron y salieron de la iglesia.

La lluvia había cesado y el viento no era más que una brisa. Todavía no había salido el sol; no obstante, el cielo era de un gris perla. Aliena y Elizabeth miraron en derredor suyo, bajo la luz clara y aguañosa.

La aldea había desaparecido.

Aparte de la iglesia, no había quedado una sola edificación en pie. Toda la zona aparecía llana como la palma de la mano. Algunas pesadas vigas descansaban contra el costado de la iglesia. Aparte de eso sólo las piedras hincadas en el suelo, desperdigadas en aquel mar de barro, mostraban dónde habían estado las casas. En las lindes de lo que fue la aldea, todavía permanecían en pie cinco o seis árboles grandes, robles y castaños, aunque todos ellos parecían haber perdido varias ramas. No había quedado un solo árbol joven.

Aturdidas ante aquella total devastación, Aliena y Elisabeth caminaron por lo que fue la calle. El suelo se hallaba cubierto de astillas y de pájaros muertos. Llegaron al primero de los trigales. Parecía como si un enorme rebaño de ganado hubiera pasado por allí por la noche. Las espigas, que ya estaban madurando, habían sido aplastadas, rotas, arrancadas de raíz y arrastradas por las aguas. La tierra aparecía abatida e inundada.

Aliena quedó horrorizada.

-¡Dios mío! -musitó-. ¿Y ahora que comerá la gente?

Recorrieron los campos. Los daños eran los mismos en todas las partes. Subieron a una colina baja y desde la cima recorrieron con la mirada los campos circundantes. Allá donde miraban no veían más que cosechas perdidas, ovejas muertas, árboles derribados, praderas inundadas y casas hundidas. La destrucción era aterradora y Aliena se sintió embargada por una terrible sensación de tragedia. Se dijo que parecía como si la mano de Dios hubiera descendido sobre Inglaterra y hubiera golpeado su suelo destruyendo cuanto el hombre había construido, salvo las iglesias.

La devastación había conmovido también a Elizabeth.

-Es terrible -murmuró-. No puedo creerlo. No ha quedado nada.

Aliena asintió con gesto de consternación.

-Nada -repitió como un eco-. Este año no habrá cosechas.

-¿Y qué hará la gente?

-No lo sé. -Aliena añadió con una mezcla de compasión y miedo-: Se prepara un condenado invierno.

Una mañana, cuatro semanas después de la gran tormenta, Martha pidió a Jack más dinero. Éste quedó sorprendido. Ya le daba seis peniques semanales para la casa y sabía que Aliena le entregaba igual cantidad. Con esa suma había de alimentar a cuatro adultos y dos niños y comprar leña y junquillos para dos casas. Pero había muchas familias numerosas en Kingsbridge que sólo disponían de seis peniques semanales para cubrir todas las necesidades, comida, ropas y también el alquiler. Preguntó a Martha por qué necesitaba más.

Martha se mostró incómoda.

-Todos los precios han subido. El panadero pide un penique por una hogaza de cuatro libras y...

-¡Un penique! ¡Por una hogaza de cuatro libras! -Jack se hallaba escandalizado-. Deberíamos construirnos un horno y cocer nuestro propio pan.

-Bueno, a veces hago pan de sartén.

-Eso es verdad.

Jack recordó que durante la última semana habían tomado dos o tres veces pan cocido en la sartén.

-Pero el precio de la harina también ha subido, así que no ahorramos mucho -explicó Martha.

-Deberíamos comprar trigo y molerlo nosotros.

-No está permitido. Lo establecido es que utilicemos el molino del priorato. De cualquier forma, el trigo es caro también.

-Claro.

Jack comprendió que se estaba comportando de una manera estúpida. El pan era caro porque la harina era cara, y la harina era cara porque el trigo era caro, y el trigo era caro porque la tormenta destruyó la cosecha. No había que darle más vueltas. Notó que Martha parecía apesadumbrada. Siempre se inquietaba sobremanera cuando creía haberle disgustado. Sonrió para demostrarle que no tenía de que preocuparse, al tiempo que le daba unas palmaditas en el hombro.

-No es culpa tuya -la animó.

-Parecías tan enfadado.

-Pero no contigo.

Se sentía culpable. Estaba convencido de que Martha sería capaz de cortarse la mano derecha antes que engañarle. En realidad, no comprendía por qué era tan adicta a él. Si fuera amor, se dijo, desde luego que a estas alturas ya estaría harta, porque ella y el mundo entero sabían que Aliena era el amor de su vida. En cierta ocasión había considerado la conveniencia de hacerle que se fuera, obligarle a salir de su enclaustramiento y su entrega. De esa manera, tal vez se enamorara de un hombre que le conviniera. Pero en el fondo de su corazón sabía que aquello no resultaría y que sólo lograría hacerla desesperadamente desdichada. De manera que dejó que todo siguiera como estaba.

Echó mano al interior de su túnica para sacar su bolsa y cogió tres peniques de plata.

-Más vale que dispongas de doce peniques a la semana y veas si puedes arreglarte con eso -le dijo.

Parecía mucho. Su paga era tan sólo de veinticuatro peniques semanales, aunque tenía también otros gajes, como velas, ropas y botas.

Se echó al coleto el resto del pichel de cerveza y salió. Hacía un frío desusado para principios de otoño. El tiempo seguía siendo extraño. Recorrió con paso vivo la calle y entró en el recinto del priorato. Todavía no había salido el sol, y allí se encontraban tan sólo un puñado de artesanos. Recorrió la nave observando los cimientos. Casi estaban completos. Habían tenido suerte, ya que el trabajo con la argamasa, probablemente habría de suspenderse pronto ese año a causa del tiempo frío.

Levantó la vista hacia los nuevos cruceros. El placer que sentía por su propia creación estaba ensombrecido por las grietas. Habían reaparecido al día siguiente de la gran tormenta. Se hallaba decepcionadísimo. Claro que había sido una tormenta espantosa. Pero él había diseñado su iglesia para que sobreviviera a centenares de tormentas así. Movió la cabeza perplejo y subió por las escaleras de la tortea hasta la galería. Deseaba poder hablar con alguien que hubiera construido una iglesia semejante. En Inglaterra nadie lo había hecho, e incluso en Francia nunca habían alcanzado semejante altura.

Siguiendo un impulso, no se dirigió a su zona de dibujo sino que continuó subiendo las escaleras hasta el tejado. Ya habían quedado colocadas todas las planchas y observó que el fastigio que había estado bloqueando la corriente de agua de lluvia disponía ya de un amplio canalón que corría a través de su base. corría viento allá arriba y cada vez que se acercaba al borde trataba de encontrar algo donde sujetarse, ya que no sería el primer constructor que se caía de un tejado y se mataba, impelido por una ráfaga de viento, el cual siempre soplaba más fuerte en todo lo alto que en el suelo. De hecho, el viento siempre parecía aumentar de manera desproporcionada conforme uno subía...

Permaneció allí con la mirada perdida en el espacio. El viento aumentaba de manera desproporcionada a medida que uno subía. Esa era la respuesta a su rompecabezas. No era el peso de su bóveda el causante de las grietas, sino la altura. Estaba seguro de haber construido la iglesia lo bastante fuerte para soportar el peso. Sin embargo, no había contado con el viento. Esos altísimos muros estaban siendo azotados de manera constante y, dada su gran elevación, eso era suficiente para producir grietas. De pie en el tejado, sintiendo toda su fuerza podía imaginar fácilmente el efecto que estaba teniendo sobre la estructura estrictamente equilibrada que había debajo de él. Conocía tan bien la edificación que casi podía sentir la tensión, como si los muros formaran parte de su cuerpo. El viento daba de costado contra la iglesia, como estaba dando contra él. Y, puesto que la iglesia no podía combarse, aparecían las grietas.

Estaba segurísimo de haber encontrado la causa. ¿Pero qué había de hacer al respecto? Necesitaba reforzar el triforio para que pudiera aguantar el viento. ¿Cómo? Si construyera contrafuertes macizos en la parte superior de los muros, quedaría destruido el deslumbrador efecto de ligereza y gracia que con tanto éxito había logrado.

No obstante, si fuera eso lo que se necesitaba para mantener el edificio en pie, tendría que hacerlo.

Bajó las escaleras. No se sentía más contento, pese a haber logrado comprender por fin el problema, ya que parecía como si la solución pudiera destruir su sueño. “Acaso soy arrogante -se dijo-. Estaba tan convencido de que podía construir la catedral más hermosa del mundo. ¿Por qué imaginé que yo podía ser mejor que cualquier otro? ¿Qué me hizo pensar que era algo tan especial? Debí haber copiado con exactitud el boceto de otro maestro y sentirme satisfecho.”

Philip le estaba esperando en la zona de dibujo. El prior tenía el ceño fruncido por la preocupación. La orla de pelo canoso alrededor de la afeitada cabeza aparecía alborotada. Daba la impresión de haber estado levantado toda la noche.

-Habremos de reducir nuestros gastos -dijo sin más preámbulo-. No tenemos dinero para seguir construyendo al ritmo actual.

Jack había estado temiendo aquello. El huracán destruyó las cosechas en la mayor parte del sur de Inglaterra y era de suponer que las finanzas del priorato acusarían el golpe. En el fondo de su corazón, tenía miedo de que, si la construcción se retrasaba demasiado, acaso él no viviera para ver acabada su catedral. Pero no dejó traslucir sus temores.

-Se acerca el invierno -dijo con tono indiferente-. De cualquier manera, por esta época el trabajo siempre sufre retrasos. Y este año el invierno llegará pronto.

-No lo bastante pronto -contestó Philip ceñudo-. Quiero que se reduzcan a la mitad nuestros gastos. De inmediato.

-¡A la mitad!

Parecía algo imposible.

-Hoy empieza el despido temporal de invierno.

La situación era peor de lo que Jack supuso. Habitualmente los trabajadores estivales terminaban a principios de diciembre más o menos. Pasaban los meses de invierno construyendo casas de madera o haciendo arados o carretas, bien para los suyos o para ganar dinero. Aquel año sus familias no se sentirían muy contentas de verlos.

-¿Sabéis que los enviáis a hogares donde la gente ya esta pasando hambre? -preguntó Jack.

Philip se limitó a mirarlo irritado.

-Claro que lo sabéis -añadió Jack-. Siento habéroslo preguntado.

-Si no lo hago ahora, ocurrirá que cualquier domingo, mediado el invierno, todos los trabajadores se encontrarán en fila para cobrar su salario y yo sólo podré mostrarles un cofre vacío -dijo enérgico.

Jack se encogió de hombros sin nada más que objetar.

-Y eso no es todo -le advirtió Philip-. De ahora en adelante no se contratará a nadie, ni siquiera para remplazar a los que se vayan.

-Hace meses que no contratamos.

-Contrataste a Alfred.

-Eso fue algo diferente -alegó Jack incómodo-. Muy bien. Nada de nuevos contratos.

-Y tampoco ascensos.

Jack asintió. De cuando en cuando, un aprendiz o un jornalero pedían que se les ascendiera a albañil o a cantero. Si los demás artesanos consideraban adecuado su trabajo, se atendía su solicitud y el priorato tenía que pagarle un salario más alto.

-Los ascensos son prerrogativa de la logia de albañiles -le recordó Jack.

-No es mi propósito cambiar eso -repuso Philip-. Estoy pidiendo a los albañiles que pospongan todo ascenso hasta que haya terminado el hambre.

-Se lo comunicaré -contestó Jack sin comprometerse.

Tenía la impresión de que aquello crearía problemas.

Philip siguió con sus restricciones.

-De ahora en adelante no se trabajará las fiestas de los santos.

Había demasiados días de santos. En principio eran fiestas; pero el que a los trabajadores les pagaran como tal era cuestión de negociación. En Kingsbridge, lo establecido era que, cuando en una misma semana caían dos o más festividades de santos, la primera era pagada y la segunda un día libre optativo. La mayoría de la gente elegía trabajar el segundo. Sin embargo, ahora no tendrían opción. El segundo día sería fiesta obligatoria sin cobrar.

Jack se sentía incómodo ante la perspectiva de explicar a la logia todos aquellos cambios.

-Resultaría mucho más fácil que pudiera presentarlo como tema de discusión y no como una cuestión ya zanjada -dijo.

Philip meneó la cabeza.

-Entonces pensarían que se trata de cuestiones abiertas a negociación y algunas de las proposiciones podrían ser suavizadas. Sugerirían trabajar media jornada de las fiestas de los santos y permitir un número limitado de ascensos.

Desde luego, lo que decía era cierto.

-¿Acaso no es razonable? -preguntó Jack.

-Claro que es razonable -repuso Philip con irritación-. Sólo que no es caso de acomodación. Incluso me preocupa que esas medidas no sean suficientes, de manera que no puedo hacer concesión alguna.

-Muy bien -admitió Jack, pues era evidente que Philip no estaba en aquel momento de humor para avenencias-. ¿Algo más? -preguntó cauteloso.

-Sí. Suspende toda compra de suministros. Utiliza las existencias de piedra, hierro y madera.

-¡Si la madera la tenemos gratis! -protestó Jack.

-Pero hemos de pagar para que la acarreen hasta aquí.

-Es verdad. Está bien.

Jack se acercó a la ventana y se quedó mirando abajo, las piedras y los troncos de árbol almacenados en el recinto del priorato. Fue una acción refleja. Sabía bien lo que tenía almacenado.

-Eso no es problema -dijo al cabo de un momento-. Con la reducción de trabajadores tenemos materiales suficientes hasta el próximo verano.

Philip suspiró con fuerza.

-No tenemos seguridad de que el próximo año podamos contratar trabajadores estivales -dijo-. Dependerá del precio de la lana. Más vale que se lo adviertas.

Jack asintió.

-¿Tan mal esta la cosa?

-Es la peor situación que jamás he conocido -aseguró el prior-. Lo que este país necesitaba son tres años de buen tiempo. Y un nuevo rey.

-Amén a todo ello -rubricó Jack.

Philip volvió a su casa. Jack pasó la mañana preguntándose cómo enfocar aquellos cambios. Había dos formas de construir una nave. Intercolumnio por intercolumnio, empezando por la crujia y trabajando hacia el oeste, o hilada a hilada, lanzando previamente la base de toda la nave e ir subiendo luego. El segundo sistema resultaba más rápido pero se necesitaban más albañiles. Era el método que Jack había pensado utilizar. Ahora recapacitó sobre ello. La construcción de un intercolumnio tras otro era un sistema más adecuado para un número reducido de trabajadores. Además, tenía otra ventaja. Cualquier modificación que introdujera en su diseño para solucionar el problema de la resistencia al viento podía ponerse a prueba en uno o dos días antes de aplicarla a todo el edificio.

También cavilaba respecto a los efectos a largo plazo de la crisis económica. Era posible que en el transcurso de los años el trabajo fuera cada vez más escaso. Pesaroso, se veía a si mismo haciéndose viejo, canoso y débil, sin haber logrado la ambición de Su vida y siendo enterrado finalmente en el cementerio del priorato a la sombra de una catedral inacabada.

Al sonar la campana del mediodía, se encaminó a la logia de los albañiles. Los hombres se encontraban sentados con su cerveza y su queso. Jack se fijó, por primera vez, en que muchos de ellos no tenían pan. Pidió a los albañiles que habitualmente se iban a casa a almorzar si podían permanecer todavía un momento.

-El priorato está quedándose corto de dinero -les dijo.

-Nunca he conocido un monasterio al que tarde o temprano no le ocurra lo mismo -comentó uno de los hombres de más edad.

Jack lo miró. Le llamaban Edward Twonose (1) porque tenía una verruga en la cara casi tan grande como la nariz. Era un buen entallador, con un ojo excelente para las curvas exactas, y Jack siempre lo había dedicado a los fustes y los tímpanos sobre capiteles.

-Tenéis que reconocer que aquí se administra mejor el dinero que en la mayoría de los sitios -dijo-. Pero el prior Philip no puede evitar las tormentas y las malas cosechas, y ahora se ve obligado a reducir sus gastos. Os hablaré de ello antes de que almorcéis. En primer lugar, no adquiriremos más existencias de piedra ni de madera.

Empezaban a acudir los artesanos de las otras logias para saber lo que se decía.

-La madera que tenemos no durará todo el invierno -apuntó uno de los carpinteros viejos.

-Sí durará -le contradijo Jack-. Trabajaremos más despacio porque habrá menos artesanos. Hoy comienza el despido temporal de invierno.

Se dio cuenta de inmediato que se había equivocado en la forma de plantear el tema. Surgieron protestas de todas partes mientras varios hombres hablaban a la vez. “Debiera habérselo comunicado poco a poco”, se dijo. Pero carecía de experiencia en ese tipo de cosas. Había sido maestro durante siete años; pero en todo ese tiempo nunca hubo crisis económica. De aquella batahola surgió la voz de Pierre París, uno de los albañiles que había acudido desde Saint-Denis. Al cabo de seis años de vivir en Kingsbridge, su inglés era todavía imperfecto y su enfado lo empeoraba todavía más, pero no por ello se desalentó.

-No podéis despedir hombres en martes -clamó.

-Eso es verdad -le apoyó Jack Blacksmith-. Tenéis que darles al menos hasta el fin de semana.

En ese momento metió baza Alfred, el hermanastro de Jack.

-Recuerdo cuando mi padre estaba construyendo una casa para el conde de Shiring y Will Hamleigh llegó y despidió a toda la cuadrilla. Mi padre le dijo que tenía que darles a todos el salario de una semana, y mantuvo sujetas las bridas del caballo hasta que Hamleigh entregó el dinero.

“Gracias por tu inoportunidad, Alfred”, pensó Jack.

-Más vale que oigáis el resto -siguió diciendo tenaz-. De ahora en adelante, no habrá trabajo la fiesta de los santos y tampoco ascensos.

Aquello los puso todavía más furiosos.

1. Edward Dosnarices.

-Inaceptable -dijo alguien.

Y varios de ellos repitieron el latiguillo: Inaceptable, inaceptable.

Eso provocó la ira de Jack.

-¿De que estáis hablando? Si el priorato no tiene dinero a vosotros no se os va a pagar. ¿A que viene esa cantinela de “Inaceptable, inaceptable”, como una pandilla de colegiales en clase de latín?

Edward Twonose habló de nuevo.

-No estamos en una clase de colegiales, somos una logia de albañiles -dijo-. La logia tiene el derecho de promoción y nadie puede quitárselo.

-¿Y si no hay dinero para una paga extra? -dijo Jack acalorado.

-No creo eso -le rebatió uno de los albañiles jóvenes.

Era Dan Bristol, uno de los trabajadores de verano. No podía considerarse un cortador muy hábil, pero colocaba las piedras con exactitud y rapidez.

-¿Cómo puedes decir que no lo crees? ¿Qué sabes tú de la situación económica del priorato?

-Yo sé lo que veo -repuso Dan-. ¿Pasan hambre los monjes? No. ¿Hay velas en la iglesia? Si. ¿Hay vino en el almacén? Si. ¿Anda descalzo el prior? No. Luego hay dinero. Lo que no quiere es dárnoslo a nosotros.

Unos cuantos hombres mostraron ruidosamente su acuerdo. De hecho, el muchacho estaba equivocado al menos en un punto, en lo referente al vino. Pero ahora ya nadie creería a Jack, se había convertido en el representante del priorato. Y eso no era justo. Él no era responsable de las decisiones de Philip.

-Mirad, yo no hago más que repetiros lo que el prior me ha dicho. Yo no puedo garantizar que sea verdad. Pero si él nos dice que no hay bastante dinero y nosotros no le creemos, ¿qué podemos hacer?

-Podemos dejar todos de trabajar -propuso Dan-. De inmediato.

-Eso es -clamó otra voz.

Jack se dio cuenta, con cierto pánico, de que aquello comenzaba a escapársele de las manos.

-Esperad un instante -dijo, mientras trataba desesperadamente de encontrar algún argumento que hiciera bajar la temperatura-. Volvamos ahora al trabajo y esta tarde intentaré convencer al prior Philip para que modifique sus planes.

-No creo que debamos trabajar -se opuso Dan.

Jack no podía creer lo que estaba ocurriendo. Había previsto muchas amenazas contra la construcción de la iglesia de sus sueños, pero nunca se le ocurrió que los artesanos pudieran sabotearla.

-¿Por qué no habríamos de trabajar? -preguntó incrédulo-. ¿Con qué propósito?

-Tal como están las cosas, la mitad de nosotros ni siquiera estamos seguros de que se nos pague el resto de la semana -alegó Dan.

-Lo que va contra toda costumbre y práctica -añadió Pierre París.

La frase “costumbre y práctica” se utilizaba mucho en los tribunales.

-Id a trabajad al menos mientras intento hablar con Philip -pidió Jack desesperado.

-Si trabajamos, ¿puedes garantizarnos que todos cobraremos la semana completa? -preguntó Edward Twonose.

Jack sabía que, dado el actual talante de Philip no podía dar semejante garantía. Como quiera que fuese, estuvo a punto de decir que sí y, de ser necesario, poner el dinero de su propio bolsillo. Pero al punto comprendió que todos sus ahorros no bastarían para cubrir los salarios de una semana.

-Haré cuanto me sea posible por convencerle y estoy seguro de que aceptará -fue cuanto pudo decir.

-No es bastante para mí -se resistió Dan.

-Y tampoco para mí -apostilló Pierre.

-Sin garantía no hay trabajo -declaró Dan.

Ante el desconsuelo de Jack, el acuerdo fue general.

Llegó al convencimiento de que, si seguía oponiéndose a ellos, perdería la escasa autoridad que le quedaba.

-La logia ha de actuar como un solo hombre -dijo recurriendo a aquella frase tan machacada-. ¿Estamos todos de acuerdo en que paremos?

Hubo un coro de asentimiento.

-Que así sea -concluyó Jack consternado-. Se lo diré al prior.

El obispo Waleran entró en Shiring acompañado por un pequeño ejército de ayudantes. El conde William le esperaba en el pórtico de la iglesia en la plaza del mercado. William frunció atónito el entrecejo. Había creído que se trataba de una mera reunión en el enclave, no de una visita oficial. ¿Qué estaría tramando aquel tortuoso obispo?

Acompañaba a Waleran un forastero montando un zaíno. El hombre era alto y ágil, con espesas cejas negras y una gran nariz aguileña. Tenía una expresión desdeñosa que parecía permanente. Cabalgaba junto a Waleran como si fueran iguales; pero no vestía como un obispo.

Una vez que hubieron desmontado, Waleran presentó al forastero.

-Conde William, le presento a Peter de Wareham, arcediano al servicio del arzobispo de Canterbury.

“Ninguna explicación de lo que Peter está haciendo aquí -se dijo William- Está claro que Waleran trama algo.”

-Vuestro obispo me ha hablado de la generosidad que mostráis hacia la Santa Madre Iglesia, Lord William -dijo el arcediano haciendo una inclinación.

Antes de que William pudiera contestar, Waleran señaló la iglesia parroquial.

-Este edificio será derribado para dejar sitio a la nueva iglesia, arcediano -anunció.

-¿Habéis designado ya un maestro de obras? -preguntó Peter.

William se preguntaba por qué un arcediano de Canterbury estaba tan interesado en la iglesia parroquial de Shiring. O acaso sólo se estuviera mostrando cortés.

-No, todavía no he encontrado maestro -respondió Waleran-. Hay muchos constructores buscando trabajo pero no puedo encontrar ninguno de París. Parece como si todo el mundo quisiera construir templos como el de Saint-Denis, y los albañiles familiarizados con el estilo están muy solicitados.

-Puede ser importante -comentó Peter.

-Hay un constructor esperando vernos luego, que es posible que nos pueda ayudar.

William se sintió una vez más confundido. ¿Por qué Peter consideraba tan importante construir al estilo de Saint-Denis?

-Naturalmente, la nueva iglesia será mucho más grande. Entrará bastante más adentro en la plaza.

A William no le gustaron los aires prepotentes que Waleran estaba adoptando.

-No puedo dejar que la iglesia invada la plaza del mercado.

Waleran parecía irritado, como si William hubiera hablado a destiempo.

-¿Por qué no? -dijo.

-Los días de mercado, cada pulgada de la plaza da dinero.

Dio la impresión de que Waleran se disponía a argüir algo, pero Peter sonrió.

-No debemos bloquear la fuente de la plata, ¿verdad? -dijo.

-Así es -asintió William.

Era él quien pagaba aquella iglesia. Por fortuna, la cuarta cosecha mala apenas había influido en sus ingresos. Los campesinos menos importantes habían pagado en especie y muchos habían entregado a William su saco de harina y su pareja de gansos, aún cuando ellos estaban viviendo con sopa de bellotas. Además, el saco de grano tenía un valor diez veces superior al de cinco años atrás, y el aumento del precio compensaba con creces por los arrendatarios que no habían pagado y los siervos muertos de inanición. Todavía tenía recursos para financiar la nueva construcción.

Se dirigieron a la parte trasera de la iglesia. Aquella era una zona de viviendas que generaba ingresos mínimos.

-Podemos construir por este lado y derribar todas esas casas -sugirió William.

-Pero la mayor parte de ellas son residencias de clérigos -objetó Waleran.

-Encontraremos otras casas para los clérigos.

Waleran parecía descontento; sin embargo, no añadió otra palabra sobre el tema.

Cuando se hallaban en la parte norte de la iglesia, se inclinó ante ellos un hombre de espaldas anchas, de unos treinta años. Por su indumentaria, William pensó que se trataba de un artesano.

-Este es el hombre de quien os hablé, mi señor obispo. Se llama Alfred de Kingsbridge -dijo el arcediano Baldwin, el asiduo acompañante del obispo.

A primera vista, el hombre no parecía muy agradable. Era semejante a un buey, grande, fuerte y más bien lerdo. Pero, examinándole con más atención, se percibía en su cara una expresión artera como la de un zorro o un perro taimado.

-Alfred es el hijo de Tom Builder, el primer maestro de Kingsbridge, y él mismo fue maestro durante un tiempo hasta que su hermanastro le usurpó el puesto.

“El hijo de Tom Builder -se dijo William-. Entonces ese era el hombre que se había casado con Aliena, pero que nunca llegó a consumar el matrimonio.” Lo observó con vivo interés. Jamás se le hubiera ocurrido que ese hombretón fuera impotente. Parecía saludable y normal. Pero Aliena podía ejercer extraños efectos sobre un hombre.

-¿Has trabajado en París y aprendido el estilo de Saint-Denis? -estaba preguntándole el arcediano Peter.

-No.

-Pero hemos de tener una iglesia construida según el nuevo estilo.

-En la actualidad, estoy trabajando en Kingsbridge, donde mi hermano es el maestro de obras. Trajo consigo el nuevo estilo de París y lo he aprendido de él.

William se estaba preguntando cómo habría podido el obispo Waleran sobornar a Alfred sin despertar sospechas. Pero luego recordó que Remigius, el subprior de Kingsbridge, estaba en manos de Waleran. Seguramente fue él quien hizo el acercamiento inicial.

Recordó algo más sobre Kingsbridge.

-Pero tu tejado se derrumbó -dijo a Alfred.

-No fue culpa mía. El prior Philip se empeñó en que cambiara el proyecto.

-Conozco a Philip -dijo Peter y su voz destilaba veneno-. Hombre arrogante y terco.

-¿Cómo es que le conocéis? -preguntó William.

-Hace muchos años fui monje en la celda de St. John in the Forest cuando estaba regentada por Philip -explicó Peter con amargura-. Critiqué su régimen laxo y me nombró limosnero para quitarme de en medio.

Era evidente, a todas luces, que Peter seguía alimentando su resentimiento. Sin duda, era un factor en la trama que, con toda seguridad, estaba urdiendo Waleran.

-Sea como sea, no creo que quiera contratar a un constructor cuyos tejados se derrumban, cualesquiera que puedan ser sus excusas -declaró William.

-Soy el único maestro de obras de Inglaterra que ha trabajado en una iglesia del nuevo estilo, aparte de Jack Jackson.

-No me interesa en absoluto Saint-Denis. Creo que el alma de mi pobre madre será igualmente honrada con una iglesia de estilo tradicional.

William seguía en sus trece.

El obispo Waleran y el arcediano Peter intercambiaron una mirada.

-Un día esta iglesia podría ser la catedral de Shiring -dijo Waleran a William en voz baja al cabo de un momento.

Fue entonces cuando William lo comprendió todo con claridad meridiana. Hacía muchos años que Waleran había urdido el traslado de la sede de la diócesis de Kingsbridge a Shiring. Pero el prior Philip le había ganado por la mano. Y ahora Waleran ponía de nuevo en marcha su plan. Al parecer, en esta ocasión pensaba hacerlo de manera más tortuosa. La vez anterior se había limitado a pedir al arzobispo de Canterbury que le concediera lo que pedía. En esta ocasión, empezaría construyendo una nueva iglesia, lo bastante grande y prestigiosa para ser catedral, y buscando al propio tiempo aliados tales como Peter dentro del círculo del arzobispo antes de hacer su solicitud. Todo eso estaba muy bien. Pero William lo único que quería era construir una iglesia en memoria de su madre, a fin de hacer más leve el paso de su alma por el fuego purificador, y se sentía resentido por el intento de Waleran de utilizar el proyecto para sus fines propios. Aunque, por otra parte, para Shiring sería un impulso enorme tener allí la catedral, y William se beneficiaría de ello.

-Hay algo más -estaba diciendo Alfred.

-¿Si? -inquirió Waleran.

William miró a los dos hombres. Alfred era más grande, fuerte y joven que Waleran y hubiera podido derribarlo con una de sus manazas atada a la espalda. Sin embargo, se estaba comportando como el hombre débil en un enfrentamiento. Años atrás, a William le hubiera enfurecido ver a un estirado sacerdote de rostro pálido dominar a un hombre fuerte. Pero esas cosas habían dejado de trastornarle. Así era el mundo.

-Puedo traer conmigo a todos los trabajadores de Kingsbridge -dijo Alfred bajando la voz.

Captó de inmediato la atención de los tres oyentes.

-Repite eso -le pidió Waleran.

-Si me contratan como maestro de obras, traeré conmigo a todos los artesanos de Kingsbridge.

-¿Cómo sabremos que dices la verdad? -le preguntó Waleran cauteloso.

-No os pido que confiéis en mí -dijo Alfred-. Dadme el trabajo condicionado. Si no cumplo lo que prometo, me iré sin cobrar.

Por motivos diferentes, los tres hombres que le escuchaban odiaban al prior Philip, y al momento se sintieron excitados por la perspectiva de asestarle semejante golpe.

-La mayoría de los albañiles trabajaron en Saint-Denis -añadió Alfred.

-¿Pero cómo es posible que puedas traerlos contigo? -preguntó Waleran.

-¿Acaso importa eso? Digamos que me prefieren antes que a Jack.

William pensó que Alfred mentía a ese respecto, y Waleran parecía ser de la misma opinión, porque ladeó la cabeza y dirigió una larga mirada a Alfred por encima de su afilada nariz. Sin embargo, un momento antes, Alfred parecía decir la verdad. Cualquiera que fuese el verdadero motivo, daba la impresión de hallarse convencido de poder llevar consigo a los artesanos de Kingsbridge.

-Si todos te siguen hasta aquí, el trabajo quedará paralizado en Kingsbridge -dijo William.

-Sí -asintió Alfred-. Así será.

William miró a Waleran y a Peter.

-Necesitamos seguir hablando acerca de todo esto. Más vale que coma con nosotros.

Waleran asintió con la cabeza.

-Síguenos a mi casa. Está al otro extremo de la plaza del mercado.

-Lo sé -respondió Alfred-. La construí yo.

Durante dos días, el prior Philip se negó a discutir el paro. Estaba mudo de ira y cada vez que veía a Jack se limitaba a dar media vuelta y a caminar en dirección contraria.

Al segundo día, llegaron tres carretas cargadas de harina procedentes de uno de los molinos que había alrededor del priorato. Las carretas iban custodiadas por hombres de armas, ya que por aquel entonces la harina era más valiosa que el oro. Comprobaba el cargamento el hermano Jonathan, que era ayudante racionero a las órdenes del viejo Cuthbert Whitehead. Jack observaba cómo Jonathan contaba los sacos. Notaba que había algo familiar en el rostro del joven monje, como si se pareciera a alguien a quien Jack conociera bien. Jonathan era alto y desgarbado, y tenía el pelo castaño claro. Nada parecido a Philip, que era bajo, delgado y de pelo negro. Pero, aparte de los rasgos físicos, Jonathan era exactamente como el hombre que hizo para él las veces de padre. El muchacho era apasionado, de altos principios, decidido y ambicioso. A la gente le resultaba simpático, pese a su actitud un tanto rígida en cuanto a moralidad, que era más o menos el sentimiento que también prevalecía en Philip.

Ya que el prior se negaba a hablar, lo mejor sería cambiar unas palabras con Jonathan.

Jack permanecía a la espera mientras Jonathan pagaba a los hombres de armas y a los carreteros. Se comportaba con una eficiencia tranquila. Cuando los carreteros le pidieron más dinero del que les correspondía, como siempre solían hacer, rechazó su exigencia con calma; pero también con firmeza. Jack pensó que una educación monástica era una buena preparación para el liderazgo.

Liderazgo. Las carencias de Jack al respecto se habían hecho claramente patentes. Había permitido que un problema derivara en crisis por su torpe actitud frente a sus hombres. Cada vez que pensaba en aquella reunión maldecía su ineptitud. Estaba decidido a encontrar una manera de enderezar las cosas.

En cuanto los carreteros se alejaron murmurando, Jack se acercó a Jonathan como quien no quiere la cosa.

-Philip está enfadadísimo por el paro -le dijo.

Por un instante, pareció como si Jonathan fuera a decir algo desagradable, ya que era evidente que él mismo estaba enfadado. Pero el rostro se le serenó al fin.

-Parece enfadado, pero en el fondo está herido.

Jack asintió.

-Lo ha tomado como un agravio personal.

-Sí. Tiene la sensación de que los artesanos le han fallado en un momento de necesidad.

-En cierto modo, entiendo que así ha sido -reconoció Jack-. Pero Philip cometió un importante error al tratar de alterar las prácticas de trabajo.

-¿Qué otra cosa podía hacer? -le replicó Jonathan.

-Podía haber discutido primero con ellos la crisis. Acaso hubieran podido sugerirle algunas economías ellos mismos. Pero no estoy en situación de culpar a Philip porque yo he cometido la misma equivocación.

Aquello despertó la curiosidad de Jonathan.

-¿Cómo?

-Comuniqué a los hombres la serie de medidas restrictivas con la misma brusquedad y falta de tacto que lo hizo Philip conmigo.

Jonathan intentaba mostrarse tan ofendido como el prior y culpar del paro a la malevolencia de los hombres. Pero se estaba dando cuenta, reacio, de la otra cara de la moneda. Jack decidió dejarlo así. Había plantado una semilla.

Se separó de Jonathan y volvió a la zona del suelo donde se encontraban los dibujos. Mientras cogía sus instrumentos, pensaba que la dificultad estribaba en que era Philip quien dirimía las cuestiones en la ciudad. Habitualmente, era el juez para los malhechores y el árbitro de las disputas. Hallaba desconcertante encontrar a Philip como parte activa en una querella, furioso, amargado e implacable. En esta ocasión, habría de restablecer la paz alguna otra persona. Y la única que se le ocurría a Jack era él mismo. En su calidad de maestro de obras, era el mediador capaz de dirigirse a ambas partes. Sus motivos eran indiscutibles. Quería seguir construyendo.

Pasó el resto del día reflexionando acerca de cómo llevar a cabo esa tarea y se preguntaba una y mil veces qué haría Philip.

Al día siguiente, estaba preparado para habérselas con el prior.

Era un día frío y húmedo. Jack vagaba a primera hora de la tarde por el desierto enclave en construcción, con la capucha de su capa echada sobre la cabeza para protegerse de la humedad, simulando estudiar las grietas en el triforio, problema que aún no estaba resuelto. Se mantuvo a la espera hasta que vio a Philip dirigirse presuroso hacia su casa desde los claustros. Una vez que Philip hubo entrado, Jack le siguió.

La puerta del prior siempre estaba abierta. Jack llamó con los nudillos y entró. El monje estaba arrodillado delante del pequeño altar situado en un rincón. A Jack le pareció que ya había rezado lo suficiente en la iglesia, la mayor parte del día y la mitad de la noche, para tener que seguir haciéndolo también en casa. No ardía el fuego. Estaba economizando. Jack esperó en silencio hasta que Philip se levantó y se volvió hacia él.

-Esto tiene que acabar -dijo Jack.

El rostro habitualmente amable de Philip tenía una expresión dura.

-No veo que haya dificultad alguna -respondió con frialdad-. Si quieren, pueden volver al trabajo tan pronto como les parezca.

-Acatando vuestras condiciones.

Philip se limitó a mirarlo.

-No volverán si han de acatarlas -dijo Jack-. Y tampoco esperarán eternamente a que vos os mostréis razonable. -Y añadió presuroso-: Lo que ellos consideran razonable.

-¿No esperarán eternamente? -preguntó Philip-. ¿Y adónde irán cuando se cansen de esperar? No van a encontrar trabajo en parte alguna. ¿Acaso creen que este es el único lugar donde se sufre hambre? La hay en toda Inglaterra. Todos los enclaves en construcción se han visto obligados a hacer recortes.

-De manera que estáis dispuesto a esperar a que vuelvan arrastrándose ante vos pidiendo el perdón -dedujo Jack.

Philip apartó los ojos.

-Yo no obligo a nadie a que se arrastre -replicó-. Y no creo haberte dado nunca motivo para que esperes semejante comportamiento por mi parte.

-No. Y esa es precisamente la razón de que haya venido a veros -contestó Jack-. Sé que, en realidad, no quiere humillar a esos hombres, no es propio de vos. Y además, si volvieran sintiéndose vencidos y resentidos, su trabajo sería desastroso en los años venideros. Así que, a mi juicio y también al vuestro, hemos de dejarles guardar las apariencias. Y ello significa hacer concesiones.

Durante un prolongado momento, Philip mantuvo los ojos clavados en Jack, el cual pudo darse cuenta, por la expresión del prior, de la lucha que estaba librando entre la razón y los sentimientos. Por último sus rasgos se suavizaron.

-Más vale que nos sentemos -dijo.

Jack contuvo un suspiro de alivio y tomó asiento. Tenía planeado lo que iba a decir. No estaba dispuesto a repetir frases espontáneas y faltas de tacto como hizo ante los constructores.

-No es necesario que modifiquéis la congelación en la compra de suministros -empezó a decir-. Y también puede mantenerse la moratoria de nuevos contratos. Nadie se opone a ello. Creo que podríamos convencerles de que no haya trabajo en las fiestas de los santos si obtienen concesiones en otras áreas.

Hizo una pausa para dejar que aquello calara. Hasta el momento estaba cediendo en todo sin pedir nada.

Philip hizo un ademán de asentimiento.

-Muy bien. ¿Qué concesiones?

Jack respiró hondo.

-Están ofendidísimos por la propuesta de suprimir los ascensos. Creen que estáis tratando de usurpar las tradicionales prerrogativas de la logia.

-Ya te he explicado que mi intención no es esa -respondió Philip con tono exasperado.

-Lo sé, lo sé -se apresuró a decir Jack-. Claro que lo hicísteis. Y yo os creí. pero ellos no.

El rostro de Philip mostró una expresión agraviada. ¿Cómo era posible que alguien no le creyera? Jack siguió hablando de prisa:

-Pero eso fue en el pasado. Voy a proponer una avenencia que no os costará nada.

El prior pareció interesado.

-Les dejaremos que sigan aprobando solicitudes de ascensos; pero aplazando por un año el consiguiente aumento en el salario -siguió diciendo Jack, al tiempo que añadía para sus adentros: “A ver si puedes encontrar alguna objeción a esto.”

-¿Lo aceptarán? -preguntó Philip escéptico.

-Vale la pena intentarlo.

-¿Y qué pasará si al cabo del año sigo sin poder permitirme pagar aumentos de salario?

-Habrá que cruzar ese puente cuando se llegue a el.

-¿Quieres decir que habrá que volver a negociar de aquí a un año?

Jack se encogió de hombros.

-Si fuera necesario.

-Comprendo -dijo Philip sin comprometerse-. ¿Algo más?

-El mayor inconveniente con el que tropezamos es el despido inmediato de los trabajadores estivales.

A ese respecto, Jack se mostró absolutamente franco. Se trataba de un problema que no podía soslayarse ni dulcificarse.

-Jamás se ha permitido el despido inmediato en enclave de construcción alguno en toda la cristiandad -dijo-. Lo más pronto es al término de la semana. -Para evitar que Philip se sintiera como un estúpido, Jack añadió-: Debí de haberos advertido de ello.

-Así que cuanto he de hacer es emplearlos durante otros dos días.

-Ahora ya no creo que eso sea suficiente -opinó Jack-. Si desde el principio lo hubiéramos enfocado de otra manera podríamos haberlo logrado, pero ahora querrán una mayor obligación.

-Sin duda estás pensando en algo específico.

Así era, en efecto, y se trataba de la única concesión auténtica que Jack tenía que pedir.

-Ahora estamos a principios de octubre. Habitualmente prescindimos de los trabajadores estivales a primeros de diciembre. Podemos llegar a un convenio con los hombres, ceder un poco y hacerlo cada una de las partes a principios de noviembre.

-Con eso sólo obtengo la mitad de lo que necesito.

-Obtiene más de la mitad. Se beneficia de la paralización de las existencias, del aplazamiento en los aumentos de salario por ascensos y de las fiestas de los santos.

-Eso sólo son cosas accesorias.

Jack se echó hacia atrás desalentado. Había hecho cuanto estaba a su alcance. No tenía más argumentos que exponer a Philip, ni más recursos para la persuasión; nada le quedaba por decir. Había lanzado su flecha. Y Philip seguía resistiéndose. Jack estaba preparado para admitir la derrota. Miró el rostro pétreo del prior y esperó.

Durante un largo rato de silencio, Philip miró hacia el altar que había en el rincón. Luego, volvió los ojos de nuevo a Jack.

-Habré de llevar esto a capítulo -dijo al fin.

Jack sintió un profundo alivio. No era una victoria pero le andaba muy cerca. Philip no pediría a los monjes que consideraran nada que él mismo no aprobara y casi siempre hacían lo que el prior quería.

-Espero que acepten -dijo Jack prácticamente sin fuerzas.

Philip se puso en pie y dejó caer la mano sobre el hombro de Jack. Sonrió por primera vez.

-Lo harán si les presento el caso de manera tan persuasiva como lo has hecho tú -dijo.

Jack estaba sorprendido por aquel repentino cambio de humor.

-Cuanto antes haya terminado esto, menor será el efecto que pueda tener a largo plazo.

-Lo sé. He estado muy enfadado pero no quiero pelearme contigo.

Sin que él lo esperase, le alargó la mano.

Jack se la estrechó y se sintió contento.

-¿Debo decir a los constructores que acudan por la mañana a la logia para escuchar el veredicto del capítulo?

-Sí, por favor.

-Lo haré ahora mismo.

Se levantó dispuesto a marcharse.

-Jack -dijo Philip.

-Decidme.

-Gracias.

Jack contestó con un movimiento afirmativo de cabeza y salió. Caminó bajo la lluvia sin ponerse la capucha. Se sentía feliz.

Aquella tarde fue a casa de cada uno de los artesanos y les comunicó que habría una reunión por la mañana. A los que no estaban en su vivienda, la mayoría solteros y trabajadores estivales, los encontró en la cervecería de ellos. Pero se hallaban serenos, ya que el precio de la cerveza andaba por las nubes, como todo, y nadie se podía permitir emborracharse. El único artesano al que no pudo encontrar fue a Alfred, al que hacía un par de días que no se le había visto. Por fin apareció a la anochecida. Entró en la cervecería con una extraña expresión triunfal en su bovino rostro. No dijo dónde había estado y Jack tampoco se lo preguntó. Le dejó bebiendo con otros hombres y se fue a cenar con Aliena y los niños.

A la mañana siguiente, comenzó la reunión antes de que el prior Philip llegara a la logia. Quería colocar las bases. Una vez más había preparado con toda minuciosidad lo que había de decir, para asegurarse de que no echaría a perder el caso por falta de tacto. Y una vez más intentó presentar las cosas como Philip pudiera hacerlo.

Todos los artesanos llegaron a la logia temprano. Su subsistencia estaba en juego. Uno o dos de los más jóvenes tenían los ojos enrojecidos. Jack supuso que la cervecería había estado abierta hasta tarde y algunos de ellos habrían olvidado por un rato su pobreza. Probablemente serían los más jóvenes y los trabajadores estivales quienes ofrecerían mayor resistencia. El punto de vista de los artesanos más viejos solía ser a más largo plazo. Las mujeres artesanas eran una reducida minoría, y siempre se mostraban cautelosas y conservadoras. Respaldarían cualquier tipo de arreglo.

-El prior Philip va a pedirnos que volvamos al trabajo y a ofrecernos algún tipo de avenencia -dijo Jack-. Antes de que llegue, hemos de discutir lo que estemos dispuestos a aceptar, qué es lo que deberemos rechazar sin contemplaciones y en qué momento estaríamos dispuestos a negociar. Deberemos presentar a Philip un frente unido. Supongo que todos estaréis de acuerdo.

Hubo algunos ademanes de asentimiento.

Jack se forzó a parecer un poco irritado.

-¡A mi juicio debemos rechazar de pleno el despido inmediato! -Golpeó el banco con el puño para subrayar su actitud inflexible respecto a ese punto. Algunos mostraron su acuerdo de manera ruidosa. Jack sabía que se trataba de una petición que Philip no iba a hacer. Quería que los alborotadores se excitaran al máximo en la defensa de ese punto de la antigua costumbre y práctica de manera que, cuando Philip la aceptara, quedaran prácticamente desinflados.

-Y también tenemos que conservar el derecho a la logia a conceder ascensos. Porque los artesanos son los únicos capaces de juzgar si un hombre es diestro o no.

Una vez más se mostraba artero. Estaba enfocando la atención de los hombres al aspecto no económico de las promociones, con la esperanza de que, cuando hubieran obtenido ese punto, estuvieran dispuestos a un acuerdo sobre el pago.

-En cuanto al trabajo en las fiestas de los santos, creo que hay dos maneras de tratar este punto. Habitualmente las fiestas son objeto de negociación, no hay una costumbre y práctica general, al menos que yo sepa. -Se volvió hacia Edward Twonose y le preguntó-: ¿Qué opinas sobre eso, Edward?

-La práctica varía de un enclave a otro -contestó Edward.

Se le veía satisfecho de que le hubieran consultado. Jack hizo un gesto de asentimiento, alentándole a que siguiera hablando. El hombre empezó a enumerar diversos métodos de considerar las fiestas de los santos. La reunión se estaba desarrollando de acuerdo con los deseos de Jack. La prolongada discusión de un punto que no ofrecería demasiada controversia acabaría por aburrir a los hombres, minando sus energías para el enfrentamiento.

Sin embargo, el monólogo de Edward quedó interrumpido por una voz que llegaba de la parte de atrás.

-Todo eso carece de importancia -dijo.

Jack miró en aquella dirección y descubrió que quien hablaba era Dan Bristol, uno de los trabajadores temporeros.

-Uno después de otro, por favor. Deja que termine Edward.

Pero a Dan no se le acallaba fácilmente.

-Todo eso importa poco -insistió-. Lo que queremos es un aumento de salario.

-¿Un aumento? -Jack se sintió irritado ante aquella ridícula exigencia.

Sin embargo, le sorprendió que Dan recibiera apoyo.

-Eso es, un aumento -le respaldó Pierre-. Verás, una hogaza de cuatro libras cuesta un penique. Una gallina, cuyo precio solía ser de ocho peniques, ahora es de ¡veinticuatro! Apuesto a que hace semanas que ninguno de los que estamos aquí ha probado la cerveza fuerte. Todo está subiendo; pero la mayoría de nosotros seguimos cobrando el mismo salario por el que fuimos contratados; es decir, doce peniques semanales. Y con eso hemos de alimentar a nuestras familias.

Jack sintió que se le caía el alma a los pies. Todo había estado transcurriendo a la perfección, pero aquella interrupción echaba abajo su estrategia. Sin embargo, se forzó por no oponerse a Dan y a Pierre, porque sabía que su influencia sería mayor si mostraba una mente abierta a todas las sugerencias.

-Estoy de acuerdo con vosotros dos -dijo ante la evidente sorpresa de ellos-. La cuestión estriba en qué posibilidades tenemos de convencer a Philip para que nos dé un aumento en un momento en que en el priorato escasea el dinero.

Nadie respondió a aquello.

-Necesitamos veinticuatro peniques semanales para poder seguir viviendo y, aún así, estaremos peor de lo que solíamos estar -dijo Dan.

Jack se sintió desalentado y confuso. ¿Por qué la reunión se le estaba escapando de las manos?

-Veinticuatro peniques semanales -repitió Pierre.

Varios compañeros asintieron con la cabeza.

A Jack se le ocurrió que acaso no fuera el único que hubiera acudido a la reunión con una estrategia estudiada.

-¿Habéis discutido esto con anterioridad? -preguntó mirando con dureza a Dan.

-Sí. Anoche en la cervecería -le contestó en actitud desafiante-. ¿Hay algo malo en ello?

-En absoluto. Pero ¿querrías resumir las conclusiones en beneficio de aquellos de nosotros que no tuvimos el privilegio de asistir a la reunión?

-Muy bien.

Los hombres que no habían estado en la cervecería parecían resentidos. Pero daba la impresión de que a Dan le importaba poco. En el momento en que abría la boca, entró Philip. Jack le dirigió una mirada escrutadora. Parecía contento. Sus ojos se encontraron y el prior asintió con la cabeza de manera casi imperceptible. Jack se sintió jubiloso, los monjes habían aceptado el compromiso. Abría la boca para impedir que Dan hablara pero llegó con un instante de retraso.

-Queremos veinticuatro peniques semanales para los artesanos -dijo éste con voz estentórea-. Doce peniques para los jornaleros y cuarenta y ocho peniques para los maestros artesanos.

Jack miró de nuevo a Philip. Había desaparecido la expresión de contento, sustituida por otra dura e irritada que pronosticaba el enfrentamiento.

-Un instante -dijo Jack-. Esa no es la opinión de la logia. Es una petición demencial pergeñada por un grupo de borrachos en la cervecería.

-No. No lo es -respondió otra voz, la de Alfred-. Creo que encontrarás que la mayoría de los artesanos apoyan la petición de la paga doble.

Jack lo miró furioso.

-Hace unos meses viniste suplicándome que te diera trabajo -le dijo-. Ahora estás exigiendo doble paga. ¡Debí dejarte que murieras de inanición!

-¡Y eso es lo que os ocurrirá a todos vosotros si no pensáis con cordura! -intervino el prior Philip.

Jack había ansiado desesperadamente evitar aquellas observaciones desafiantes; pero comprendía que no había ya alternativa. Toda su estrategia se había venido abajo.

-No volveremos a trabajar por menos de veinticuatro peniques. Y eso es todo -dijo Dan.

-Semejante cosa está fuera de toda discusión. Es una idea demencial. Ni siquiera voy a considerarla -aseguró irritado el prior Philip.

-Y nosotros no consideraremos ninguna otra alternativa -contestó Dan-. En ninguna circunstancia trabajaremos por menos.

-Pero eso es estúpido. ¿Cómo podéis quedaros ahí sentados y decir que no trabajaréis por menos? Lo que pasa es que no trabajaréis, estúpido. ¡No tenéis otro sitio adonde ir! -dijo Jack.

-¿De veras? -le desafió Dan.

Se hizo el silencio en la logia.

Santo Dios, se dijo Jack perdida toda esperanza. Eso es, tienen una alternativa.

-Sí que tenemos otro sitio adonde ir -afirmó Dan poniéndose en pie-. Y, por lo que a mí respecta, allí es adonde me voy.

-¿De qué hablas? -preguntó Jack.

La expresión de Dan era triunfal.

-Me han ofrecido trabajo en otro enclave en Shiring. Para construir la nueva iglesia. Veinticuatro peniques semanales a cada artesano.

Jack miró en derredor.

-¿Ha recibido alguien más la misma oferta?

La logia en pleno parecía avergonzada.

Jack estaba desolado. Todo aquello estaba organizado. Le habían traicionado. Le hacía sentirse estúpido y también agraviado. El dolor se transformó en ira y buscó entre todos ellos al culpable.

-¿Quién ha sido de vosotros? -gritó-. ¿Quién de vosotros es el traidor?

Miró en derredor. Pocos fueron capaces de sostener su mirada. Pero su vergüenza le servía de poco consuelo. Se sentía como un amante ultrajado.

-¿Quién os trajo esa oferta de Shiring? -vociferó-. ¿Quién va a ser el maestro de obras de Shiring?

Recorrió con la mirada a todos los allí reunidos y sus ojos se detuvieron en Alfred. Claro. Se sintió asqueado.

-¿Alfred? -dijo desdeñoso-. ¿Me dejáis para ir a trabajar para Alfred?

Se hizo el más absoluto silencio.

-Sí. Eso es lo que hacemos -respondió finalmente Dan.

Jack comprendió que estaba derrotado.

-Que así sea -murmuró con amargura-. Me conocéis y conocéis a mi hermano. Y habéis elegido a Alfred. Conocéis al prior Philip y conocéis al conde William. Y habéis elegido a William. Todo cuanto me resta deciros es que os merecéis todo lo que os hagan.

CAPÍTULO XV

-Cuéntame una historia -dijo Aliena-. Ya no me cuentas nunca historias. ¿Recuerdas cómo solías hacerlo?

-Me acuerdo -dijo Jack.

Se encontraban en su cañada secreta del bosque. Era ya a finales de otoño; así que, en lugar de sentarse a la sombra junto al arroyo, habían encendido una hoguera al abrigo de un crestón rocoso. A pesar de que la tarde fuese fría y gris, habían entrado en calor haciendo el amor, y el fuego chisporroteaba alegre. Los dos estaban desnudos debajo de sus capas.

Jack abrió la de Aliena y le rozó el seno. Ella consideraba que sus senos eran demasiado grandes y la entristecía no tenerlos tan altos y firmes como lo fueron antes de tener a sus hijos, pero a Jack parecían gustarle igual, lo cual representaba un gran alivio.

-Una historia de una princesa que vivía en la torre de un alto castillo. -Le tocó suavemente el pezón-. Y de un príncipe que vivía en la torre de otro alto castillo. -Le acarició el otro seno-. Todos los días se miraban desde las ventanas de sus prisiones y anhelaban cruzar el valle que los separaba. -Descansó la mano en el hueco entre los dos senos y luego de repente empezó a bajarla-. ¡Pero en las tardes de todos los domingos se reunían en el bosque!

Aliena chilló, sobresaltada y luego se rió de sí misma.

Aquellas tardes de domingo eran los momentos dorados en una vida que se estaba desmoronando con celeridad.

La mala cosecha y la caída del precio de la lana habían sido causa de devastación económica. Los mercaderes estaban arruinados, los ciudadanos no tenían empleo y los campesinos se morían de hambre. Por fortuna, Jack todavía ganaba un salario. Con unos cuantos artesanos estaba construyendo poco a poco el primer intercolumnio de la nave. Pero Aliena había cerrado casi por completo su negocio de fabricación de tejidos. Y allí las cosas estaban peor que en el resto del sur de Inglaterra por la manera de reaccionar William ante la carestía.

Para Aliena, ese era el aspecto más penoso de la situación. William se mostraba ambicioso de dinero a fin de construir su nueva iglesia en Shiring, la iglesia dedicada a la memoria de su madre, maligna y medio loca. Había expulsado a tantos arrendatarios suyos por atrasos en la renta, que ahora habían quedado sin cultivar parte de las mejores tierras del Condado, lo cual aumentaba la escasez de grano. Por otra parte, él había estado almacenándolo a fin de que el precio siguiera subiendo. Tenía unos cuantos empleados y nadie a quien alimentar, de manera que, en realidad, se aprovechaba de la carestía a corto plazo. Pero, a la larga, estaba causando un daño irreparable a la propiedad y a sus posibilidades de dar de comer a la gente. Aliena recordaba el Condado bajo el gobierno de su padre, un Condado rico con tierras fértiles y ciudades prósperas. Se le partía el corazón.

Durante unos años, casi había olvidado el juramento que ella y su hermano hicieron a su padre moribundo. Desde que William Hamleigh fuera nombrado conde y ella empezó a formar una familia, la idea de que Richard recuperara el Condado había llegado a convertirse en una fantasía remota. El propio Richard se había asentado como Jefe de la Vigilancia. Incluso se había casado con una joven de la localidad, la hija de un carpintero. Aunque, por desgracia, la pobre muchacha no gozaba de buena salud y había muerto el año anterior sin darle hijos.

Desde que comenzó la carestía, Aliena había empezado a pensar de nuevo en el Condado. Sabía que si Richard fuera conde podría hacer mucho, con su ayuda, para aliviar los sufrimientos causados por la escasez. Pero no era más que un sueño. William tenía el favor del rey Stephen, que llevaba la voz cantante en la guerra civil, y no había perspectivas de cambio.

Sin embargo, todos esos melancólicos deseos se desvanecían en la cañada secreta mientras yacían sobre el césped haciendo el amor. Desde un principio ambos se habían mostrado codiciosos de sus respectivos cuerpos. Aliena nunca olvidaría lo escandalizada que se quedó ante su propia sensualidad en los comienzos, e incluso ahora, cuando ya tenía treinta y tres años y los partos habían desarrollado su trasero y hecho que su vientre tan liso quedara deformado, a Jack le consumía hasta tal punto el deseo por ella, que todos los domingos solían hacer el amor tres o cuatro veces.

En aquellos momentos, la broma de Jack sobre el bosque empezó a convertirse en una deliciosa caricia y Aliena le había cogido la cara para besarle cuando oyó la voz.

Ambos se quedaron rígidos. Su cañada se encontraba a cierta distancia del camino y oculta tras un soto. Nunca les habían interrumpido, salvo algún gamo incauto o un atrevido zorro. Escucharon conteniendo el aliento. Les llegó de nuevo la voz, seguida de otra. Mientras aguzaban el oído, captaron un ruido de fondo, como de crujir de ramas. Parecía como si un grupo numeroso de hombres se movieran por el bosque.

Jack cogió las botas que estaban en el suelo. Moviéndose sigiloso se acercó ágil al arroyo, que estaba a unos pasos de allí, llenó la bota de agua y la vació sobre el fuego. Las llamas se apagaron con un siseo y unas volutas de humo. Jack se introdujo sin ruido entre los matorrales, agazapado, y desapareció.

Aliena se puso la camisola, la túnica y las botas y se envolvió de nuevo en la capa.

Jack regresó con el mismo paso silencioso con que se había ido.

-Proscritos -dijo.

-¿Cuántos? -musitó Aliena.

-Muchos. No pude verlos todos.

-¿Adónde van?

-A Kingsbridge -alzó una mano-. Escucha.

Aliena ladeó la cabeza. En la lejanía podía escuchar la campana del priorato de Kingsbridge tañendo rápida e incesantemente, advirtiendo del peligro. Casi se le paró el corazón.

-¡Los niños, Jack!

-Si atravesamos Muddy Bottom y vadeamos el río por el bosque de castaños, creo que llegaremos antes que los proscritos.

-¡Vámonos entonces! ¡De prisa!

Jack la cogió por el brazo para hacerla callar y escuchó un momento. En el bosque siempre había oído cosas que ella no podía oír. Se debía sin duda a haber vivido en él. Aliena esperó.

-Creo que ya se han ido todos -dijo finalmente Jack.

Salieron de la cañada. Al cabo de unos momentos llegaron al camino. No se veía a nadie. Lo cruzaron y cortaron a través de los bosques, siguiendo por un sendero apenas visible. Aliena había dejado a Tommy y a Sally con Martha jugando a nine-men's morris, delante de un alegre fuego. No estaba del todo segura del peligro que corrían, pero sí aterrada de que pudiera ocurrir algo antes de poder reunirse con sus hijos. Corrían cuando les era posible. Para desesperación de Aliena, el terreno era casi siempre demasiado abrupto y lo más que podía hacer era un trote corto mientras que Jack daba largas zancadas. Aquella ruta era mucho más dura que el camino, por lo que habitualmente no la utilizaban. Sin embargo, era muchísimo más rápida.

Descendieron por la empinada ladera que conducía a Muddy Bottom. A veces, forasteros incautos resultaban muertos en aquella ciénaga; pero no había peligro para quienes sabían cómo había que atravesarla. A pesar de todo, el cieno anegado parecía agarrar los pies de Aliena, obligándole a ir más despacio, manteniéndola alejada de Tommy y Sally. En la parte más alejada de Muddy Bottom, había un vado en el río. El agua fría alcanzó las rodillas de Aliena, limpiándole los pies del barro.

A partir de allí, el camino era recto. Las campanadas de alarma sonaban cada vez más fuertes a medida que se acercaban a la ciudad. Cualquiera que fuese el peligro que amenazara por parte de los proscritos, al menos estaba advertida, se dijo Aliena intentando conservar el ánimo. Al salir ella y Jack del bosque, en la pradera que atravesaba el río desde Kingsbridge, veinte o treinta jovenzuelos que habían estado jugando a la pelota en una aldea cercana llegaron al mismo tiempo que ellos, dando voces broncas y sudando a pesar del frío.

Pasaron por el puente corriendo. La puerta ya estaba cerrada. Pero las gentes que se encontraban en las almenas los habían visto y reconocido y, al acercarse, se abrió una pequeña poterna. Jack tomó la delantera e hizo que los muchachos les dejaran pasar antes a él y a Aliena. Bajaron la cabeza y entraron por el postigo. Aliena se sentía muy aliviada de haber llegado a la ciudad antes que los proscritos.

Jadeantes por el esfuerzo, caminaron presurosos por la calle mayor. Las gentes de la ciudad tomaban posiciones en las murallas con venablos, arcos y montones de piedras para arrojar. Se estaba reuniendo a los niños para llevarlos al priorato. Aliena pensó que Martha debía de estar ya allí con Tommy y Sally. Jack y ella se encaminaron directamente al enclave del priorato.

En el patio de la cocina, Aliena vio, atónita, a Ellen, la madre de Jack, tan delgada y morena como siempre, pero con canas en su largo pelo y arrugas alrededor de aquellos ojos de cuarenta años. Hablaba animadamente con Richard. El prior Philip se encontraba a cierta distancia de ellos haciendo entrar a los niños en la sala capitular. Parecía no haber visto a Ellen.

Allí cerca, en pie, estaba Martha con Tommy y Sally. Aliena lanzó un suspiro de alivio y abrazó con fuerza a los dos niños.

-¡Madre! ¿Por qué estás aquí? -le preguntó Jack.

-Vine para advertiros de que una banda de proscritos se dirigía hacia aquí con el propósito de atacar la ciudad.

-Los vimos en el bosque -corroboró Jack.

Richard aguzó el oído.

-¿Los vísteis? ¿Cuántos hombres eran?

-No estoy seguro pero me parecieron muchos. Al menos un centenar, tal vez más.

-¿Qué armas llevaban?

-Cachiporras. Cuchillos. Una o dos hachas. Pero, sobre todo, cachiporras.

-¿En qué dirección iban?

-Hacia la parte norte.

-Gracias. Voy a echar un vistazo desde las murallas.

-Lleva a los niños a la sala capitular, Martha -dijo Aliena.

Luego, se dispuso a seguir a Richard al igual que Jack y Ellen.

-¿Qué pasa? -preguntaban sin cesar las gentes a Richard, mientras recorrían presurosos las calles.

-Proscritos -solía contestar lacónico sin reducir el paso.

En ocasiones como aquella, Richard no tenía rivales, pensó Aliena. Dile que salga a ganarse el pan de cada día y verás que es incapaz. Pero, en una emergencia militar, se muestra frío, con la cabeza serena y por completo eficaz.

Llegaron a la muralla septentrional de la ciudad y subieron por la escala hasta el parapeto. Había montones de piedras para arrojar contra los atacantes, colocadas a intervalos regulares. Ciudadanos con arcos y flechas estaban tomando ya posiciones en las almenas. Hacía ya algún tiempo que Richard había convencido a la comunidad de la ciudad para que una vez al año hicieran ejercicios militares. En un principio, la idea había hallado gran resistencia; pero, por último, se había convertido en un ritual como el de la representación estival y todo el mundo disfrutaba con ello. En aquellos momentos se hacían palpables los beneficios reales al reaccionar los ciudadanos con rapidez y confianza ante el toque de alarma.

Aliena, temerosa, intentaba penetrar con la mirada en el bosque a través de los campos. No veía nada.

-Debéis haber llegado muy por delante de ellos -dijo Richard.

-¿Por qué vienen aquí?

-Por los almacenes del priorato -contestó Ellen-. Es el único lugar en muchas millas a la redonda donde hay algo de comida.

-Claro.

Los proscritos eran gente hambrienta, desposeída de sus tierras por William, sin otra manera de sobrevivir que el robo. En las aldeas indefensas, poco o nada había para robar. Los campesinos no andaban mucho mejor que ellos. Tan sólo había comida en cantidad en los graneros de los terratenientes.

Mientras Aliena pensaba en ello los vio.

Aparecieron en la linde del bosque semejante a ratas saliendo de un almiar en llamas. Invadieron todo el campo en dirección a la ciudad, veinte, treinta, cincuenta, un centenar de ellos. Un pequeño ejército. Probablemente habían confiado en coger a la ciudad desprevenida y entrar por las puertas. Pero, al oír la campana dando la alarma, comprendieron que se les habían anticipado. Sin embargo, siguieron adelante con la desesperación del hambriento. Algunos arqueros lanzaron unas flechas antes de tiempo.

-¡Esperad! ¡No malgastéis vuestras saetas! -les advirtió Richard a voz en grito.

La última vez que Kingsbridge fue atacada, Tommy tenía dieciocho meses y Aliena estaba encinta de Sally. Entonces se había refugiado en el priorato con la gente mayor y los niños. En esta ocasión, se quedaría en las almenas y ayudaría a combatir el peligro. La mayoría de las demás mujeres pensaban lo mismo. Había en las murallas casi tantas mujeres como hombres.

Como quiera que fuese y a medida que se acercaban los proscritos, Aliena se sentía atormentada. Estaba cerca del priorato.

No obstante, era posible que los atacantes lograran entrar a través de alguna pequeña abertura y llegar allí antes que ella. O también podían herirla durante la lucha y dejarla incapacitada para proteger a sus hijos. También estaban Jack y Ellen. Si los tres murieran, sólo quedaría Martha para cuidar de Tommy y de Sally. Aliena vacilaba sin llegar a decidirse.

Los proscritos estaban ya casi ante las murallas. Fueron recibidos por una rociada de flechas y esa vez Richard no dijo a los arqueros que esperaran. Los asaltadores quedaron diezmados. No tenían armadura que los protegiera. Y tampoco organización. Nadie planeaba el ataque. Era como una estampida de animales, lanzándose de cabeza contra un muro. Y, cuando llegaban ante él, no sabían qué hacer. Desde las murallas almenadas los ciudadanos les bombardeaban con piedras. Varios proscritos atacaron la puerta norte con garrotes. Aliena que conocía el grosor de aquella puerta de roble con refuerzos de hierro, sabía que pasaría toda la noche antes de que pudieran derribarla. Mientras tanto, Alf Butcher y Arthur Saddler se esforzaban por subir a la muralla un caldero de agua hirviendo procedente de la cocina de alguno de ellos, para derramarlo sobre la puerta.

Debajo directamente de Aliena, un grupo de proscritos empezó a formar una pirámide humana. Jack y Richard se dedicaron de inmediato a arrojarles piedras. Aliena, pensando en sus hijos, hizo lo mismo y al punto se le unió Ellen. Durante un rato, los desesperados proscritos lograron esquivar aquella lluvia de pedruscos. Pero cuando uno de ellos resultó alcanzado en la cabeza, la pirámide se vino abajo y renunciaron a sus esfuerzos.

Un momento después, llegaron chillidos de dolor desde la puerta norte al caer el agua hirviendo sobre las cabezas de los hombres que la estaban atacando. Entonces, algunos de los proscritos se dieron cuenta de que sus camaradas muertos o heridos eran presa fácil y se dedicaron a desnudarlos. Empezaron a pelearse con aquellos que no estaban gravemente heridos. Entre los saqueadores rivales, hubo refriegas para disputarse las posesiones de los muertos. Aliena se dijo que aquello era una carnicería, una repugnante y degradante carnicería. Las gentes de la ciudad dejaron de lanzar piedras al fracasar el ataque y los asaltantes lucharon entre sí como perros por un hueso.

Aliena se volvió hacia Richard.

-Están demasiado desorganizados para constituir una verdadera amenaza.

Richard asintió.

-Con alguna ayuda, podrían llegar a ser realmente peligrosos porque están desesperados. Pero ahora no tienen quién los dirija.

A Aliena se le ocurrió una idea.

-Un ejército a la espera de un jefe -dijo.

Richard no captó la idea pero a Aliena la excitó muchísimo. Richard era un buen jefe sin ejército. Los proscritos eran un ejército sin jefe. Y el condado se estaba desmoronando.

Algunos ciudadanos seguían arrojando piedras y disparando flechas, contra los proscritos. Cayeron unos cuantos carroñeros más. Aquel fue el golpe definitivo e iniciaron la retirada semejantes a una jauría vencida, con el rabo entre las patas volviendo la mirada, desolados, por encima del hombro. Y entonces, alguien abrió la puerta norte y un numeroso grupo de jóvenes se lanzaron a la carga, blandiendo espadas y hachas. Los proscritos emprendieron la huida, pero a algunos les dieron alcance y los mataron cruelmente.

-Debiste haber impedido que esos muchachos los persiguieran -dijo Ellen a Richard, al tiempo que se volvía desazonada.

-Los jóvenes necesitan ver algo de sangre después de una lucha como esta -repuso él-. Además, cuantos más matemos ahora, menor será el número con los que habremos de enfrentarnos la próxima vez.

Aliena se dijo que era el punto de vista de un soldado. En la época en que ella misma vio amenazada su vida día tras día, era posible que se hubiera comportado como aquellos jóvenes y perseguido a los proscritos para darles muerte. Ahora, lo que quería era que desapareciesen las causas de la proscripción, no los propios proscritos.

Además, se le había ocurrido una manera de utilizarlos.

Richard encargó a alguien que tocaran la campana del priorato anunciando que el peligro había pasado, y dio instrucciones para que por la noche se estableciera una vigilancia doble con guardias patrullando, aparte de los centinelas.

Aliena fue al priorato a recoger a Martha y a los niños. Todos ellos se reunieron de nuevo en casa de Jack. Aliena se sentía muy complacida de hallarse todos juntos. Ella, Jack y los niños, el hermano de Aliena, la madre de Jack y Martha. Era como cualquier otra familia corriente. Casi llegó a olvidarse de que su padre murió en una mazmorra, que ella estaba legalmente casada con el hermanastro de Jack, que Ellen era una proscrita y que...

Meneó la cabeza. Inútil pretender que eran una familia normal.

Jack sacó del barril una jarra de cerveza y la escanció en grandes copas. Todos se sentían nerviosos y excitados después del peligro. Ellen encendió el fuego y Martha echó rodajas de nabo en una olla, a fin de hacer una sopa para la cena. Tiempos atrás, en una ocasión como esa, habrían asado medio cochino.

-Este tipo de cosas van a repetirse antes de que acabe el invierno -pronosticó Richard bebiendo un largo trago de cerveza y limpiándose luego la boca con la manga.

-Deberían atacar las despensas del conde William, no las del prior Philip. William es quien ha convertido en mendigos a la mayoría de esas gentes -dijo Jack.

-A menos que mejoren sus tácticas, no tendrían más éxito con William del que han tenido con nosotros. Son como una manada de perros.

-Necesitan un jefe -dijo Aliena.

-¡Pide a Dios que no lo tengan nunca! Entonces serían verdaderamente peligrosos -dijo Jack.

-Un jefe podría inducirles a atacar las propiedades de William, no las nuestras -alegó Aliena.

-No alcanzo a entenderte -dijo Jack-. ¿Haría eso un jefe?

-Lo haría si fuese Richard.

Se produjo el más absoluto silencio.

Aquella idea había ido cobrando cuerpo en la mente de Aliena, y ahora ya estaba convencida de que daría resultado. Así lograrían cumplir su juramento. Richard podría destruir a William y recuperar el Condado, en el cual quedaría restaurada la paz y la prosperidad. Cuanto más pensaba en ello mayor era su excitación.

-En la banda de hoy había más de cien hombres. -Se volvió hacia Ellen-. ¿Cuántos más hay en el bosque?

-Una infinidad -contestó-. Cientos de ellos. Miles.

Aliena, inclinándose sobre la mesa de la cocina, clavó los ojos en los de Richard.

-Conviértete en su jefe -dijo con energía-. Organízalos. Enséñales a luchar. Concibe planes de ataque. Y luego, lánzalos a la acción contra William.

Mientras hablaba, se dio cuenta de que estaba incitándole a que pusiera su vida en peligro y se sintió turbada. Tal vez le mataran en lugar de recuperar el Condado. Pero a Richard no le atormentaban tales preocupaciones.

-Por Dios que es posible que tengas razón, Allie -exclamó-. Podría tener un ejército propio y lanzarlo contra William.

Aliena vio cómo se le enrojecía el rostro por el odio largamente alimentado, y de nuevo se fijó en la cicatriz de la oreja izquierda, a la que le faltaba el lóbulo. Apartó de su mente el vil recuerdo que amenazaba con salir de nuevo a la superficie.

A Richard empezaba a apasionarle la idea.

-Podría hacer incursiones entre los rebaños de William -dijo con fruición-. Robar sus ovejas, cazar sus venados, invadir sus graneros y saquear sus molinos. ¡Dios mío! ¡Cómo podría hacer sufrir a esa sanguijuela si tuviera un ejército!

Aliena se dijo que siempre había sido un soldado. Era su destino. A pesar de los temores por la seguridad de su hermano, se sentía excitada ante la perspectiva de que éste pudiera tener otra oportunidad de cumplir ese destino.

Pero Richard, había tropezado con un obstáculo.

-Sin embargo, no sé cómo encontrar a los proscritos -dijo-. Siempre andan ocultándose.

-Eso puedo decírtelo yo -le dijo Ellen-. Desviándose del camino de Winchester, hay un sendero prácticamente invadido por la vegetación que conduce hasta una cantera abandonada. Ahí es donde tienen su guarida. Solían llamarle Sally's Quarry (1).

-¡Pero si yo no tengo una cantera! -exclamó Sally que ya contaba siete años.

Todo el mundo se echó a reír.

Luego reinó de nuevo el silencio.

Richard se mostraba exultante y decidido.

-Muy bien -dijo con tono hermético-. Sally's Quarry.

-Habíamos estado trabajando duro toda la mañana arrancando un macizo tocón, arriba en la colina -dijo Philip-. Cuando regresamos, mi hermano Francis estaba en pie ahí, en el corral de las cabras, contigo en brazos. Tenías solamente un día.

Jonathan se mostraba grave. Era un momento solemne para él.

Philip contempló la célula de St. John in the Forest. Ahora ya no se veía mucho bosque. Con el paso de los años los monjes habían despejado muchos acres y el monasterio estaba rodeado de campos de cultivo. Había más edificios de piedra, una sala capitular, un refectorio y un dormitorio, además de un buen número de graneros y lecherías de madera más pequeños. Apenas se reconocía el lugar que

1. La cantera de Sally.

había sido hacía diecisiete años. También la gente era distinta. Varios de aquellos jóvenes monjes ocupaban cargos de responsabilidad en Kingsbridge. William Beauvis, que creó dificultades hacía tantos años al lanzar cera caliente de la vela a la calva del maestro de novicios, era ahora el prior. Algunos se habían ido. Aquel camorrista, Peter de Wareham, estaba en Canterbury trabajando para el arcediano joven y ambicioso, de nombre Thomás Becket.

-Me pregunto cómo serían -dijo Jonathan-. Me refiero a mis padres.

A Philip le dio pena por un instante. Él había perdido a sus padres; pero fue cuando ya tenía seis años, y podía recordarlos a los dos muy bien. Su madre, tranquila y amorosa, su padre, alto y de barba muy negra y, al menos para Philip, valeroso y fuerte. Jonathan no había conocido siquiera eso. Todo cuanto sabía de sus padres era que no lo habían querido.

-Sin embargo, podemos adivinar muchas cosas sobre ellos -dijo Philip.

-¿De veras? -preguntó Jonathan ávido-. ¿Qué cosas?

-Ante todo que eran pobres -respondió Philip-. La gente acaudalada no tiene motivo para abandonar a sus hijos. Que no tenían amigos. Los amigos saben cuando se espera un bebé y hacen preguntas si el niño desaparece. Que estaban desesperados. Sólo gentes desesperadas pueden soportar la pérdida de un hijo.

Los rasgos de Jonathan estaban rígidos por las lágrimas no vertidas. Le hubiera gustado llorar por él, por ese muchacho que, al decir de todo el mundo, era tan semejante al propio Philip. Deseaba haber podido proporcionarle un poco de consuelo, decirle algo cálido y alentador sobre sus padres. ¿Pero cómo pretender que querían al chiquillo cuando le dejaron para que muriera?

-¿Por qué Dios hace esas cosas? -preguntó Jonathan.

Philip vio entonces su oportunidad.

-Una vez que se empieza a hacer esas preguntas se acaba en la confusión. Pero, en este caso, creo que la respuesta está clara. Dios te quería para Él.

-¿De veras lo creéis?

-¿No te lo dije nunca antes? Siempre lo he creído. Así se lo expresé aquí mismo a los monjes el día que te encontramos. Les hice ver que Dios te había enviado aquí con algún designio suyo y que era nuestro deber criarte al servicio de Dios para que pudieras llevar a buen término la tarea que Él te había asignado.

-Me pregunto si mi madre sabrá eso.

-Lo sabrá si está con los ángeles.

-¿Cuál creéis vos que puede ser mi tarea?

-Dios necesita monjes que sean escritores, iluminadores, músicos y granjeros. Necesita hombres que desempeñen trabajos de responsabilidad como cillerero, prior y obispo. Necesita hombres que sepan comerciar con lana, curar a los enfermos, enseñar a los escolares y construir iglesias.

-Resulta difícil imaginar que tenga un papel específico para mí.

-No creo que se hubiera molestado tanto contigo si no lo tuviera -contestó Philip con una sonrisa-. Sin embargo, podría no ser un papel grandioso o importante en términos mundanos. Puede que quiera que te conviertas en uno de esos monjes tranquilos, en un hombre humilde que consagra su vida a la plegaria y a la contemplación.

Jonathan pareció desencantado.

-Supongo que es posible.

Philip se echó a reír.

-Pero no lo creo. Dios no haría un cuchillo con papel ni una camisa de dama con cuero de zapato. Tú no estás hecho para una vida de quietud y Dios lo sabe. Yo diría que quiere que luches por Él, no que cantes para Él.

-De veras lo espero.

-Pero, en este preciso momento, creo que lo que quiere es que vayas a ver al hermano Leo y averigües cuantos quesos tiene para la despensa de Kingsbridge.

-Muy bien.

-Iré a la sala capitular para hablar con mi hermano. Y recuerda, si cualquiera de los monjes te habla de Francis, di lo menos que puedas.

-No diré nada.

-En marcha, pues.

Jonathan atravesó con paso vivo el patio. Se había esfumado su talante solemne y, antes siquiera de llegar a la lechería, había recuperado su dinamismo habitual. Philip siguió observándolo hasta que lo vio desaparecer en el edificio. “Yo era igual que él aunque tal vez no tan inteligente”, se dijo.

Tomó la dirección opuesta, hacia la sala capitular. Francis había enviado un mensajero a Philip pidiéndole que se reuniese con él de la forma más discreta posible. Por lo que se refería a los monjes de Kingsbridge, Philip estaba haciendo una visita rutinaria a una de las células. Allí, naturalmente, la entrevista no podía ocultarse a los monjes, pero estaban tan aislados que no tenían a quién contárselo. Tan solo el prior de la célula acudía alguna vez a Kingsbridge, y Philip le había hecho jurar el secreto.

Francis y él habían llegado esa misma mañana y, aunque no trataron de convencer a nadie de que la reunión era fortuita, sí aseguraron que la habían organizado por el simple gusto de verse. Ambos habían asistido a misa mayor y luego almorzaron con los monjes. En esos momentos, era la única oportunidad de hablar a solas. Francis estaba esperando en la sala capitular, sentado en un banco de piedra adosado a la pared. Philip casi nunca veía su propia imagen, ya que en un monasterio no hay espejos. Calculó su propio envejecimiento por los cambios sufridos por su hermano, que sólo tenía dos años menos. Francis, a los cuarenta y dos años, tenía algunas hebras de plata en su pelo negro y abundantes arrugas alrededor de sus ojos azules y brillantes. Su cuello y su cintura habían aumentado desde que Philip lo vio por última vez. “Yo debo tener el pelo más gris y, en cambio, menos grasa -se dijo Philip-. Pero me pregunto quién tendría más arrugas resultantes de las preocupaciones.”

Se sentó junto a su hermano y quedó con la mirada perdida a través de la vacía sala octogonal.

-¿Cómo van las cosas? -preguntó Francis.

-De nuevo imperan los bárbaros -respondió Philip-. El priorato se está quedando sin dinero, casi tenemos parada la construcción de la catedral. Kingsbridge se halla en declive, medio Condado se muere de inanición, y no es seguro viajar.

Francis asintió.

-La misma historia se repite por toda Inglaterra.

-Tal vez los bárbaros imperen siempre -murmuró Philip con tono lúgubre-. Acaso la codicia supere siempre a la prudencia en los consejos de los poderosos. Es posible que el miedo domine siempre sobre la compasión en la mente de un hombre con una espada en la mano.

-Por lo común no eres tan pesimista.

-Hace unas semanas nos atacaron los proscritos. Fue un intento lastimoso. Tan pronto como unos cuantos hubieron muerto a manos de los ciudadanos, empezaron a luchar entre sí. Pero, cuando ya se retiraban, a los pobres infelices los persiguieron algunos jóvenes de nuestra ciudad e hicieron una carnicería entre los que pudieron alcanzar. Fue nauseabundo.

-Es difícil de entender -comentó Francis moviendo la cabeza.

-Yo creo entenderlo. Estaban asustados y sólo podían alejar el miedo vertiendo la sangre de la gente que lo había provocado. Eso mismo lo vi yo en los ojos de los hombres que mataron a nuestros padres. Mataban porque estaban asustados. ¿Pero qué es lo que podría acabar con ese miedo?

-La paz, la justicia, la prosperidad. Cosas difíciles de lograr -respondió Francis con un suspiro.

Philip asintió.

-Bien. ¿Qué traes entre manos?

-Estoy trabajando para el hijo de la emperatriz Maud. Se llama Henry.

Philip ya había oído hablar de aquel Henry.

-¿Qué tal es?

-Es un joven inteligente y decidido. Su padre ha muerto, así que es conde de Anjou. Y también duque de Normandía, por ser el nieto mayor del viejo Henry, que era rey de Inglaterra y duque de Normandía. Y está casado con Eleanor de Aquitania. Por lo tanto, es también duque de Aquitania.

-Gobierna sobre un territorio superior al del rey de Francia.

-En efecto.

-¿Y cómo es él?

-Educado, muy trabajador, rápido en las decisiones, inquieto, con una voluntad férrea. Tiene un temperamento terrible.

-Yo quisiera tener a veces un temperamento terrible -confesó Philip-. Hace que la gente se ande con cuidado. Como todo el mundo sabe que me muestro siempre razonable, nunca se me obedece con la misma celeridad que a un prior dispuesto a explotar en cualquier momento.

Francis se echó a reír.

-Sigue siendo tú mismo -le aconsejó, y luego recobró la seriedad-. Henry me ha hecho comprender la importancia de la personalidad del rey. No tienes más que fijarte en Stephen. Su discernimiento es poco firme, se muestra decidido durante unos momentos para luego ceder; es valiente hasta la temeridad y se pasa la vida perdonando a sus enemigos. Las gentes que le traicionan corren escasos riesgos, porque saben que pueden contar con su clemencia. En consecuencia, ha luchado sin éxito durante dieciocho años por gobernar un país que cuando él lo recibió era un reino unido. Henry tiene ya más control sobre su colección de duques y condes, que antes eran independientes, del que jamás haya tenido aquí Stephen.

A Philip le asaltó una idea.

-¿Por qué te ha enviado Henry a Inglaterra? -preguntó.

-Para vigilar el reino.

-¿Qué has encontrado?

-Que impera la anarquía y que está muriendo de inanición, azotado por las tormentas y asolado por la guerra.

Philip asintió pensativo. El joven Henry era duque de Normandía porque era el hijo mayor de Maud, que fue la única hija legítima del viejo rey Henry que fue duque de Normandía y rey de Inglaterra.

Por aquella línea de descendencia, Henry podía reclamar su derecho a la corona.

Su madre también había hecho la misma reclamación, y se le había negado por ser mujer y porque su marido era angevino. Pero el joven Henry no sólo era varón, sino que tenía además la ventaja de ser normando por su madre y angevino por su padre.

-¿Va a intentar Henry ocupar el trono de Inglaterra? -preguntó Philip.

-Depende de mi informe -contestó Francis.

-¿Y qué le dirás?

-Que nunca habrá un momento mejor que este.

-Alabado sea Dios -repuso Philip.

De camino hacia el castillo del obispo Waleran, el conde William se detuvo en una de sus propiedades, Crowford Mill. El molinero, un tipo duro de mediana edad llamado Wulfric, tenía derecho a moler el grano cultivado en once de las aldeas cercanas. En pago, de cada veinte sacos retenía dos, uno para él y el otro para William.

William iba allí a recoger lo que le pertenecía. No solía hacerlo personalmente. Pero los tiempos no eran normales. Por aquellos días tenía que hacer que cada carro transportando harina o cualquier cosa comestible fuera acompañado por una escolta armada. A fin de utilizar a su gente de la manera más económica posible, había tomado la costumbre de llevar consigo uno o dos carros siempre que iba a alguna parte con su séquito de caballeros, y pasar a recoger cuanto le era posible.

La proliferación de delitos por parte de los proscritos era uno de los desafortunados efectos de la política firme que aplicaba a sus arrendatarios que no cumplían. Las gentes sin tierras se dedicaban con frecuencia al robo. En general no eran más eficientes como ladrones que lo habían sido como granjeros, y William confiaba en que la mayoría de ellos murieran durante el invierno. En un principio, sus esperanzas se habían cumplido. Los proscritos solían atacar a viajeros solitarios que no tenían mucho que pudieran robarles, o hacer incursiones mal organizadas contra objetivos bien defendidos. Sin embargo, en los últimos tiempos habían mejorado las tácticas de los bandoleros. Siempre que atacaban, lo hacían con un número doble de hombres que el que tenían las fuerzas defensoras. Llegaban cuando los graneros estaban rebosantes, señal de que existía una cuidadosa labor de reconocimiento. Sin embargo, no se quedaban para luchar sino que cada hombre salía de estampida tan pronto como echaba mano a una oveja, un jamón, un queso, un saco de harina o una bolsa de monedas de plata. No valía la pena perseguirlos porque se evaporaban en el bosque, separándose y corriendo en todas direcciones. Alguien los estaba dirigiendo y lo hacía exactamente como lo habría hecho William.

El éxito de los proscritos le humillaba. Le hacía parecer como un bufón incapaz de proteger su propio Condado. Y, para empeorar las cosas, los proscritos rara vez robaban a algún otro. Parecía como si le estuvieran desafiando de manera deliberada. Nada aborrecía tanto a William como la sensación de que se rieran a sus espaldas. Se había pasado la vida obligando a la gente a que lo respetaran, a él y a su familia, y esa banda de proscritos estaba deshaciendo toda su obra.

Y lo que le soliviantaba de manera especial era que la gente fuera diciendo a espaldas suyas que le estaba bien empleado. Había tratado con extrema dureza a sus arrendatarios y ahora ellos se vengaban. Todo era culpa suya. Semejantes comentarios provocaban en él una furia apoplética.

Los aldeanos de Crowford observaron sobresaltados y temerosos la llegada de William con sus caballeros. Él contempló desdeñoso los rostros flacos y aprensivos que le seguían con la mirada desde las puertas y que al punto desaparecían. Aquellas gentes le habían enviado a su párroco para que le suplicara que ese año les permitiera moler su propio grano, alegando que les era imposible dar al molinero un diezmo. William se sintió inclinado a arrancarle la lengua al cura por insolencia.

Hacía frío y había hielo en la represa del molino.

La noria estaba parada y la amoladera silenciosa. Una mujer salió de la casa que había al lado. Al mirarla, William sintió el aguijón del deseo. Tendría unos veinte años, una cara bonita y una masa de bucles densos. A pesar del hambre, sus senos eran grandes y los muslos fuertes. Salió sonriendo con descaro; pero, a la vista de los caballeros de William, se le borró la sonrisa y volvió a entrar con precipitación en la casa.

-No parece que le gustemos -comentó Walter-. Debe de haber visto a Gervase.

Era una vieja broma pero que hizo reír a todos.

Ataron sus caballos. No era exactamente el mismo grupo que William reunió al empezar la guerra civil. Por supuesto, Walter seguía con él y también Ugly Gervase y Hugh Axe. Pero Gilbert había muerto en la inesperada y sangrienta batalla contra los canteros y fue sustituido por Guillaume. Miles había perdido un brazo en un duelo a espada por culpa de los dados en una cervecería de Norwich, y Louis se había unido a la escolta. Ya no eran ni mucho menos muchachos pero hablaban y actuaban como si lo fueran. Reían y bebían, jugaban y andaban de putas. William había perdido la cuenta de las cervecerías que había destruido, de los judíos que había atormentado y de las vírgenes que había desflorado.

Salió el dueño del molino. Su expresión acre se debía, sin duda, a la perenne impopularidad de los molineros. Su aspecto malhumorado revelaba inquietud. Eso estaba bien. A William le gustaba que la gente se sintiera inquieta ante su presencia.

-No sabía que tuvieras una hija, Wulfric -dijo William mirándolo de reojo-. Me la has estado ocultando.

-Es Maggie, mi mujer -dijo.

-Mierda. Tu mujer es un espantajo, vieja y arrugada. La recuerdo bien.

-Mi May murió el año pasado, señor. Me he vuelto a casar.

-¡Condenado vejancón! -exclamó William con una sonriente mueca-. Esta debe tener treinta años menos que tú.

-Veintinueve.

-Dejemos esto. ¿Dónde está mi harina? Un saco de cada veinte.

-Toda está aquí, señor. Haced el favor de pasar.

Para ir al molino tenían que atravesar la casa. William y los caballeros siguieron a Wulfric hasta la única habitación. La nueva y joven mujer del molinero se encontraba arrodillada delante del fuego poniendo leños. Al inclinarse, la túnica se le tensó por el trasero. William observó que tenía unas caderas poderosas. Naturalmente la mujer de un molinero era la última en tener hambre durante los tiempos de escasez.

William se detuvo a mirarle el trasero. Los caballeros hicieron una mueca burlona y el molinero se afanó inquieto. La joven volvió la vista, se percató de que la estaban mirando y se puso en pie en actitud confusa.

-Tráenos algo de cerveza, Maggie. Somos hombres sedientos -le dijo William guiñándole un ojo.

Atravesaron la puerta del molino. La harina estaba apilada en sacos alrededor de la parte exterior de la era circular. No había muchos. Lo habitual era que los montones alcanzaran una altura superior a la de un hombre.

-¿Esto es todo? -preguntó William.

-La cosecha fue muy mala, señor -repuso Wulfric nervioso.

-¿Dónde están los míos?

-Aquí, señor.

Señaló hacia una pila de ocho o nueve sacos.

-¿Cómo? -William sintió la sangre subírsele a la cara-. ¿Esto es lo mío? Tengo dos carros fuera ¿Y tú me ofreces esto?

La expresión de Wulfric pareció aún más doliente.

-Lo siento, señor.

William los contó.

-¡Sólo nueve sacos!

-Es cuanto hay -dijo Wulfric que estaba a punto de prorrumpir en llanto-. Verá los míos que están junto a los suyos; es el mismo número.

-¡Maldito embustero! -exclamó furioso William-. Los has vendido.

-No, señor -insistió Wulfric-. Eso es todo lo que ha habido.

Maggie entró con una bandeja y seis vasos de barro con cerveza. Se la presentó a los caballeros y cada uno cogió un cubilete. Bebieron con ansia. William la ignoró. Estaba demasiado irritado para beber. Maggie permaneció allí esperando con el último cubilete en la bandeja.

-¿Qué es todo esto? -preguntó William a Wulfric señalando el resto de los sacos.

-Esperando a que se los lleven, señor. Puede ver las marcas de sus propietarios.

Y así era. Cada saco iba marcado con una letra o símbolo. Naturalmente podía tratarse de un truco. No había manera de que William pudiera saber la verdad. Pero esa no era su forma de aceptar aquel tipo de situación.

-No te creo -dijo-. Has estado robándome.

Wulfric insistió respetuosamente a pesar de que la voz le temblaba.

-Soy honrado, señor.

-Aún no ha nacido el molinero que sea honrado.

-Señor. -Wulfric tragó a duras penas-. Jamás os he estafado un solo grano de trigo, señor.

-Apostaría a que me has estado robando a mansalva.

A pesar del tiempo frío, a Wulfric le caía el sudor por la cara. Se limpió la frente con la manga.

-Puedo jurar por Jesús y todos los santos.

-Cierra la boca.

Wulfric quedó mudo.

William se enfurecía cada vez mas; pero todavía seguía sin decidir lo que iba a hacer. Quería dar a Wulfric un buen susto. Tal vez dejar que Walter le sacudiera con los guantes de cota de malla, posiblemente llevarse parte o toda la propia harina de Wulfric. Y entonces su mirada se encontró con Maggie, sosteniendo la bandeja con un cubilete de cerveza, rígida por el pánico su bonita cara, los grandes y juveniles senos pugnando bajo la túnica enharinada. Y pensó en el correctivo perfecto para Wulfric.

-Agarra a la mujer -ordenó a Walter y luego se volvió a Wulfric-. Voy a enseñarte una lección que no olvidarás.

Maggie vio a Walter ir hacia ella pero ya era demasiado tarde para huir, pues la agarró por un brazo y tiró. La bandeja cayó al suelo con estrépito, derramándose la cerveza por el suelo al retroceder Maggie a la fuerza. Walter le retorció el brazo por detrás de la espalda y la mantuvo sujeta. La joven temblaba de terror.

-¡No! Dejadla a ella. ¡Por favor! -suplicó Wulfric aterrado.

William hizo un gesto de asentimiento satisfecho. Wulfric iba a ver a su joven esposa violada por varios hombres sin poder hacer nada para protegerla. La próxima vez se aseguraría de tener grano suficiente para satisfacer a su señor.

-Tu mujer esta engordando con el pan hecho de harina robada, Wulfric, mientras que nosotros hemos de apretarnos los cinturones. ¿Os parece que veamos cuanto ha engordado?

Hizo una seña con la cabeza a Walter.

Walter agarró la túnica de Maggie por el cuello y dio un violento tirón. La prenda se rasgó y cayó al suelo. Debajo, la muchacha llevaba una camisa de hilo que le llegaba a las rodillas. Sus grandes senos subían y bajaban al jadear de pánico. William se puso frente a ella. Walter le retorció con más fuerza el brazo haciéndola arquearse por el dolor, y sus senos se hicieron aún más evidentes. William miró a Wulfric. Luego, puso las manos sobre los pechos de Maggie y los amasó. Los sentía suaves y pesados.

Wulfric dio un paso adelante.

-Maldito. -dijo.

-Sujetadlo -dijo William tajante. Y Louis agarró por los brazos al molinero manteniéndole inmóvil.

William rasgó la camisola de la joven.

La garganta se le quedó seca al contemplar el cuerpo blanco y voluptuoso.

-No, por favor -suplicó Wulfric.

William se sentía cada vez más enardecido por el deseo.

-Tumbadla y sujetadla -dijo.

Maggie empezó a chillar.

William se quitó el cinto y lo dejó caer al suelo al tiempo que los caballeros agarraban a Maggie por los brazos y las piernas. No le quedaba esperanza alguna de poder resistirse a cuatro hombres fuertes. Así y todo seguía retorciéndose y chillando. A William le gustaba eso. Sus senos saltaban al tiempo que se movía y los muslos se abrían y cerraban mostrando y ocultando su sexo. Los cuatro caballeros la sujetaron contra la era.

William se arrodilló entre las piernas de Maggie, levantándose la falda de su túnica. Contempló al marido. Wulfric estaba como demente. Miraba horrorizado y farfullaba súplicas de clemencia que no podían oírse entre los chillidos. William saboreaba aquel instante. La mujer aterrada, los caballeros sujetándola contra el suelo, el marido mirando.

Fue entonces cuando Wulfric apartó la mirada.

William tuvo la sensación de peligro. En la habitación, todos tenían los ojos fijos en él y en la muchacha. Lo único capaz de distraer la atención de Wulfric era la posibilidad de ayuda salvadora. William volvió la cabeza y miró hacia la puerta.

En ese mismo instante, algo duro y pesado le golpeó en la cabeza.

Lanzando un rugido de dolor se derrumbó sobre Maggie. Su cara golpeó contra la de ella. De repente, pudo oír a hombres gritando. Muchos. Por el rabillo del ojo vio caer a Walter, al que también habían golpeado. Los caballeros soltaron a Maggie. William descubrió en su rostro una expresión de asombro y alivio. Empezó a retorcerse para salir de debajo de él. William la dejó ir y rodó rápidamente.

Lo primero que vio sobre él fue a un hombre, de aspecto salvaje enarbolando un hacha de leñador y se dijo: ¡Por todos los santos! ¿Quién es éste? ¿El padre de la mujer? Vio a Guillaume levantarse y volverse y, a renglón seguido caer el hacha con fuerza sobre su cuello desprotegido. La hoja se hundió profundamente en él. Guillaume cayó muerto sobre William. Su sangre le empapó la túnica.

William apartó el cuerpo de él. Cuando pudo volver a mirar, observó que el molino había sido invadido por una multitud de hombres sucios, con harapos, los pelos revueltos, armados con estacas y hachas. Había un buen número de ellos. Se dio cuenta de que se encontraba en una situación apurada. ¿Habían acudido los aldeanos a salvar a Maggie? ¡Cómo se habían atrevido! Antes de terminar el día, habría algunos ahorcamientos en la aldea. Enfurecido, se puso en pie con dificultad y echó mano a su espada.

No la tenía. Se había quitado el cinto para violar a Maggie.

Hugh Axe, Ugly Gervase y Louis luchaban encarnecidamente contra lo que parecía una gran muchedumbre de mendigos. En el suelo había varios campesinos muertos. Pese a todo, los tres caballeros se estaban viendo forzados a un lento retroceso a través de la era. William vio a Maggie desnuda, todavía chillando, abriéndose camino frenéticamente entre aquel maremágnum en dirección a la puerta y, a pesar de su confusión y de su miedo, sintió un espasmo de pesaroso deseo ante aquel trasero blanco y redondo. Entonces vio a Wulfric luchando cuerpo a cuerpo con algunos de los atacantes. ¿Por qué el molinero se enfrentaba a los hombres que habían acudido a salvar a su mujer? ¿Qué diablos estaba pasando?

William miró en derredor, desconcertado, en busca de su arma. Se hallaba en el suelo, casi a sus pies. Recogió el cinturón y desenvainó la espada. Luego, retrocedió tres pasos para permanecer un instante más fuera del círculo de la lucha. Mirando por encima de él, vio que la mayoría de los atacantes se mantenían apartados del combate. Lo que hacían era coger sacos de harina y salir corriendo. William empezó a comprender. Aquello no era una operación rescate por parte de los aldeanos ultrajados. Era una incursión desde el exterior. No estaban interesados en Maggie e ignoraban que William y sus caballeros se encontraran en el interior del molino. Todo cuanto querían era asaltarlo y robar la harina.

Resultaba evidente quiénes eran los atacantes. Proscritos.

Sintió un arrebato. Esa era su oportunidad para devolver el golpe a la jauría rabiosa que había estado aterrorizando al Condado y vaciando sus graneros.

Sus caballeros estaban peleando con gran desventaja. Había al menos veinte atacantes. William se sentía asombrado ante el valor de los proscritos. Los campesinos se dispersaban por lo general como gallinas ante una guardia de caballeros, aunque superaran a estos en una proporción de diez a uno. Pero esa gente luchaba con dureza y no se desalentaba al ver caer a uno de los suyos. Parecían incluso dispuestos a morir de ser necesario. Tal vez porque de todas maneras morirían de hambre a menos que pudieran robar la harina.

Louis se enfrentaba a dos hombres al mismo tiempo cuando llegó un tercero por detrás de él, y le golpeó con un pesado martillo de carpintero. Louis cayó al suelo y allí quedó. El hombre soltó el martillo y cogió la espada de Louis. Ahora quedaban dos caballeros frente a los veinte proscritos. Pero Walter se estaba recuperando del golpe en la cabeza y, desenvainando la espada, se incorporó a la refriega. William enarboló su arma y atacó también.

Los cuatro formaban un formidable equipo de luchadores. Estaban haciendo retroceder a los proscritos, que intentaban desesperados contener las centelleantes espadas con sus cachiporras y hachas. William empezaba a pensar que se estaba desmoronando la moral de los asaltantes y que pronto huirían a la desbandada.

-¡El legítimo conde! -gritó entonces uno de ellos.

Fue como una especie de grito reunificador. Otros lo corearon y los proscritos lucharon con más saña. El incesante grito de “¡El legítimo conde! ¡El legítimo conde!” heló el corazón de William a pesar de que estaba luchando por salvar la vida. Significaba que quienquiera que estuviera al frente de los proscritos tenía sus miras puestas en el título que él poseía. Luchó con una mayor dureza, como si esa escaramuza pudiera decidir el futuro del Condado.

William se fijó en que, en realidad, tan sólo la mitad de los proscritos se hallaban luchando contra los caballeros. El resto se estaba llevando la harina. El combate quedó reducido a un intercambio constante de acometidas y paradas, de ataques y retrocesos. Los proscritos, al igual que soldados sabedores de que pronto va a sonar la retirada, peleaban de un modo cauteloso, a la defensiva.

Detrás de los que se mantenían luchando, los otros sacaban del molino los últimos sacos de harina. Empezaron a retroceder hacia la puerta que conducía de la era a la casa. En menos que canta un gallo todo el Condado sabría que le habían robado ante sus propias narices. Y se convertiría en su hazmerreír. A tal punto le enfureció aquella idea, que lanzó un furioso ataque contra su adversario, atravesándole el corazón con una clásica acometida.

Luego, un proscrito alcanzó a Hugh con un afortunado ataque en el hombro derecho que lo dejó fuera de combate. En aquel momento eran dos los proscritos que se encontraban en la puerta conteniendo a los tres caballeros supervivientes. La situación era en sí humillante. Pero entonces, con impresionante arrogancia, uno de los proscritos indicó con un gesto al otro que se fuera. El hombre desapareció y el que quedó fue retrocediendo sin inmutarse hasta la única habitación de la casa del molinero.

Tan sólo uno de los caballeros podía permanecer en la puerta y luchar contra el proscrito. William se abrió paso apartando a Walter y a Gervase. Quería para sí a aquel hombre. Al cruzar las espadas, William supo de inmediato que el hombre no era un campesino desposeído. Era un duro y experto luchador como el propio William. Miró por primera vez el rostro del proscrito y el sobresalto fue tan descomunal que a punto estuvo de dejar caer la espada.

Su adversario era Richard de Kingsbridge.

La cara de Richard rebosaba de odio. William pudo ver la cicatriz en la oreja mutilada. La fuerza del rencor de Richard aterró a William más de lo que pudiera hacerlo su espada centelleante. William creía haber aplastado para siempre a Richard; pero éste había vuelto a la lid al frente de un ejército de pelafustanes que habían dejado en ridículo a William.

Richard cargó con dureza contra él, aprovechando su momentáneo desconcierto. William evitó una acometida, alzó su espada parando un golpe y retrocedió. Richard siguió avanzando. Pero William se encontraba ya, en parte, protegido por la puerta, lo que reducía el campo de movimiento de Richard hasta llevar a William hasta la era del molino, en tanto que Richard quedaba en la puerta. Walter y Gervase se lanzaron contra Richard, quien retrocedió de nuevo bajo la presión de los tres. Tan pronto como quedó la puerta libre, Walter y Gervase hubieron de retroceder y William volvió a quedar enfrentado a Richard.

William se dio cuenta de que Richard se encontraba en posición casi desesperada. Tan pronto como ganaba terreno, se veía enfrentado a los tres hombres. Cuando William se cansara, podía ceder el puesto a Walter. Para Richard era casi imposible contener a los tres por tiempo indefinido. Estaba librando una batalla perdida de antemano. Después de todo, tal vez ese día no terminara con la humillación de William. Era posible que acabara con su más viejo enemigo.

Richard debía de estar pensando lo mismo y era de presumir que hubiese llegado a idéntica conclusión. Sin embargo, no daba muestras de perder energía ni decisión. Miró a William con una sonrisa cruenta que acobardó a éste, y saltó hacia delante con una estocada larga. William la evitó, pero dio un traspié. Walter se abalanzó para evitar el golpe de gracia a William. Richard, en lugar de seguir atacando, dio media vuelta y salió corriendo.

William se puso en pie, lo que provocó un encontronazo con Walter mientras que Gervase intentaba pasar entre ambos. Les costó un momento librarse unos de otros pero, en ese instante, Richard cruzó la pequeña habitación y salió de la casa cerrando la puerta de golpe. William fue tras él y la abrió. Los proscritos se aprestaban ya a la retirada y, para colmo de humillación, lo hacían montados en los caballos de los caballeros de William, el cual, al salir precipitadamente de la casa, pudo ver que Richard ocupaba la silla de su propia montura, un soberbio caballo de batalla que le había costado el rescate de un rey. Era evidente que habían desatado al caballo y lo tenían preparado. A William le asaltó la mortificante idea de que era la segunda vez que le robaba su caballo de batalla. Richard lo espoleó en las ijadas y el caballo se encabritó porque no acogía bien a los extraños. Pero Richard era un excelente jinete y permaneció en la silla. Tiró de las riendas haciendo bajar la cabeza al caballo. En ese momento, William se precipitó hacia delante y se lanzó contra él blandiendo su espada. Debido a que el caballo corcoveaba, William falló su objetivo, quedando clavada la punta de su hoja en la madera de la silla. Luego, el animal salió corriendo y bajó como una flecha la calle de la aldea en seguimiento de los demás proscritos montados.

William contempló cómo se marchaban. Se sentía embargado por un odio mortal.

El legítimo conde, se dijo. El legítimo conde.

Dio media vuelta. Walter y Gervase permanecían en pie detrás de él. Hugh y Louis estaban heridos, aunque ignoraba si sus heridas eran graves. Guillaume estaba muerto y había empapado de sangre la túnica de William. Experimentó una terrible humillación. Apenas era capaz de levantar la cabeza.

Por suerte, la aldea se encontraba desierta. Los campesinos se habían refugiado en los bosques sin esperar a ser testigos de la ira de William. El molinero y su mujer también se habían esfumado. Los proscritos se llevaron todas las monturas de los caballeros, dejando tan sólo los dos carros con los bueyes.

William miró a Walter.

-¿Viste quien era? Me refiero al último.

-Sí.

Walter tenía la costumbre de hablar lo menos posible cuando su amo estaba furioso.

-Era Richard de Kingsbridge -contestó William.

Walter asintió.

-Y le llamaban el legítimo conde -agregó William.

Walter no dijo ni una palabra.

William atravesó de nuevo la casa y entró en el molino.

Hugh se hallaba sentado, apretándose el hombro derecho con la mano izquierda. Estaba pálido.

-¿Cómo va eso? -le preguntó.

-No es nada -contestó-. ¿Quiénes eran esas gentes?

-Proscritos -repuso lacónico William.

Miró en derredor. En el suelo se encontraban siete u ocho proscritos, unos muertos y otros heridos. Vio a Louis tumbado boca arriba con los ojos abiertos. En principio, creyó que no vivía; entonces Louis parpadeó.

-Louis -dijo William.

El herido levantó la cabeza pero parecía confuso. Todavía no se había recuperado.

-Hugh, ayuda a Louis a subir al carro y tu, Walter, pon el cuerpo de Guillaume en el otro -ordenó William.

Los dejó cumpliendo sus órdenes y salió.

Ninguno de los aldeanos tenía caballo, pero el molinero sí. Era una jaca que se hallaba pastando en la hierba rala junto a la orilla del río. William encontró la silla y se la puso.

Algo más tarde, abandonaba Crowford con Walter y Gervase conduciendo las yuntas de bueyes.

Su furia no amainó durante el viaje hasta el castillo del obispo Waleran. Por el contrario, iba en aumento mientras rumiaba sobre lo que había descubierto. Ya era bastante terrible que los proscritos hubieran sido capaces de desafiarle, pero todavía era mucho peor que estuvieran acaudillados por su viejo enemigo Richard. Y lo que ya resultaba por completo intolerable era que le llamaran el legítimo conde. Si no se acababa con ellos de manera definitiva, muy pronto Richard los utilizaría para lanzar un ataque directo contra él. Claro que sería ilegal que Richard se apoderara de esa manera del Condado. Pero William tenía la impresión de que cualquier queja de ataque ilegal, presentada por él tal vez no fuera acogida con simpatía. El hecho de que William hubiera caído en una emboscada siendo vencido y robado por los proscritos y de que pronto todo el Condado estuviera riéndose a mandíbula batiente de su humillación, no era el peor de sus problemas. De repente, su derecho al Condado se veía amenazado en serio.

Era indudable que tenía que matar a Richard. La cuestión consistía en cómo encontrarlo. Estuvo cavilando sobre el problema durante todo el camino hasta el castillo. Y, cuando llegó, lo único que había sacado en limpio era que, probablemente, la clave la tenía el obispo Waleran.

Entraron en el castillo de Waleran como un desfile cómico en una feria: el conde a lomos de una jaca cansina y sus caballeros conduciendo carros. William rugió órdenes perentorias a los hombres del obispo. Envió a uno de ellos en busca de un enfermero para Hugh y Louis, y a otro a que buscara a un sacerdote para rezar por el alma de Guillaume. Gervase y Walter fueron a la cocina a buscar cerveza y William entró en la torre del homenaje. Fue recibido por Waleran en sus habitaciones privadas. William aborrecía tener que pedir algo a Waleran. Pero necesitaba de su ayuda para localizar a Richard.

El obispo estaba revisando una relación de cuentas, una lista interminable de números. Levantó la vista y vio la furia reflejada en el rostro de William.

-¿Qué ha pasado? -preguntó con aquel tono levemente divertido que siempre sacaba de quicio a William, el cual rechinó los dientes.

-He descubierto quién es el que organiza y dirige a esos malditos proscritos.

Waleran enarcó una ceja.

-Es Richard de Kingsbridge.

-Ah. -Waleran asintió comprensivo-. Claro. Tiene sentido.

-Significa peligro -dijo furioso William, que detestaba que Waleran se mostrara frío y reflexivo respecto a las cosas-. Le llaman “el legítimo conde” -apuntó con un dedo hacia Waleran-. Ciertamente vos no querréis que este Condado vuelva a esa familia. Os odian y son amigos del prior Philip, vuestro viejo enemigo.

-Está bien, cálmate -respondió Waleran con tono condescendiente-. Sin duda alguna, estás en lo cierto. No puedo permitir que Richard de Kingsbridge recupere el Condado.

William se sentó. Empezaba a dolerle todo el cuerpo. Últimamente sufría las secuelas de la lucha como jamás las había sufrido. Sus músculos se hallaban tensos, y sus manos doloridas y heridas por los ataques o las caídas. Sólo tengo treinta y siete años, se dijo. ¿Empieza la vejez a esa edad?

-Tengo que matar a Richard. Una vez que haya desaparecido, los proscritos serán de nuevo una chusma inofensiva.

-Estoy de acuerdo.

-Matarlo será fácil. El problema está en encontrarlo. Pero en ello podéis ayudarme vos.

Waleran se frotó con el pulgar la afilada nariz.

-No sé cómo.

-Escuchad. Si están organizados tienen que encontrarse en alguna parte.

-No sé que quieres decir. Están en los bosques.

-En circunstancias comunes, no se puede encontrar proscritos en el bosque. La mayoría de ellos no pasan dos noches seguidas en el mismo lugar. Hacen un fuego en cualquier parte y duermen en los árboles. Pero, si alguien quiere organizar a semejante gente, tiene que reunirlos a todos en un punto. Hay que tener una guarida permanente.

-Así que hemos de descubrir dónde está la guarida de Richard.

-Exacto.

-¿Y cómo te propones hacerlo?

-Ahí es donde entráis vos.

Waleran parecía escéptico.

-Apuesto a que la mitad de la gente de Kingsbridge sabe dónde está -dijo William.

-Pero no nos lo dirán. En Kingsbridge todos nos odian a ti y a mí.

-No todos -dijo William-. No exactamente todos.

A Sally la Navidad le parecía maravillosa.

La comida especial de Navidad era casi toda dulce. Muñecas de pan de jengibre, frumentario hecho con trigo, huevos y miel; el vino dulce de pera, que la hacía reír. Y las umbles de Navidad, tripas hervidas durante horas y luego horneadas en una empanada dulce. Ese año había menos cosas debido a la carestía. Pero Sally disfrutaba igual.

Le gustaba decorar la casa con acebo y colgar el muérdago del beso. Que la besaran le hacía reír todavía más que el vino de pera. El primer hombre que atravesaba el umbral llevaba la suerte siempre que su pelo fuera negro. El padre de Sally tenía que quedarse en casa toda la mañana de Navidad porque su pelo rojo llevaría consigo la mala suerte. A Sally le encantaba la representación de la Natividad en la iglesia. Le gustaba ver a los monjes vestidos como reyes orientales y de ángeles y pastores. Se reía como una loca cuando todos los falsos ídolos caían derribados con la llegada de la Sagrada Familia a Egipto.

Pero lo mejor de todo era el obispo adolescente. El tercer día de Navidad los monjes vestían al más joven de los novicios con la indumentaria de obispo, y todo el mundo tenía que obedecerle.

La mayoría de las gentes de la ciudad esperaban en el recinto del priorato a que saliera el obispo adolescente. La costumbre era que diera órdenes a los ciudadanos de más edad y dignidad para que realizaran tareas bajas, como ir a coger leña o limpiar las cochiqueras. También se daba aires exagerados, haciendo gracias e insultando a quienes tenían autoridad. El año anterior hizo que el sacristán desplumara una gallina. El resultado fue hilarante, ya que éste no tenía la menor idea de cómo se hacía y había plumas por doquier.

Con gran solemnidad, apareció un muchacho de unos doce años, de sonrisa traviesa, vistiendo un ropón de seda púrpura y llevando un báculo de madera. Venía a hombros de dos monjes y llevaba tras de sí al resto del monasterio. Todo el mundo aplaudió y lanzó vítores. Lo primero que hizo fue señalar al prior Philip.

-¡Tú, muchacho! ¡Ve al establo y almohaza al asno!

Hubo un estallido de risas. Todo el mundo sabía que el viejo asno tenía un genio de todos los demonios y que jamás se le había cepillado.

-Sí, mi señor obispo -dijo el prior Philip, y con una mueca sonriente, se encaminó a realizar su tarea.

-¡Adelante! -ordenó el obispo adolescente.

La procesión salió fuera del recinto del priorato, con los ciudadanos a la zaga. Algunas gentes se ocultaban y echaban el cerrojo a sus puertas por temor a que los eligieran para hacer algún trabajo desagradable. Pero entonces se perdían la diversión. Allí se encontraba toda la familia de Sally. Sus padres, su hermano Tommy, la tía Martha e incluso el tío Richard que había regresado inesperadamente a casa la noche anterior.

El obispo adolescente los condujo primero a la cervecería, visita que era tradicional. Pidió cerveza gratis para él y para todos los novicios. El cervecero se la dio de buena gana.

Sally se encontró sentada en un banco junto al hermano Remigius, uno de los monjes más viejos. Era un hombre alto, poco cordial, y la niña nunca había hablado con él. Pero en ese momento le sonreía.

-Es agradable que tu tío Richard haya vuelto a casa por la Navidad -le dijo.

-Me ha dado un gatito de madera que él mismo ha hecho con su cuchillo -le explicó Sally.

-Eso está muy bien. ¿Crees que se quedará mucho tiempo?

La niña se quedó pensativa.

-No lo sé.

-Espero que tendrá que marcharse pronto.

-Sí. Ahora vive en el bosque.

-¿Sabes tú dónde?

-Sí. En un lugar que se llama Sally's Quarry. ¡Tiene el mismo nombre que yo! -comentó riendo.

-Es verdad -dijo el hermano Remigius-. Muy interesante.

-Y ahora, Andrew sacristán y el hermano Remigius harán la colada de la viuda Poll -decidió el obispo adolescente una vez hubieron bebido.

Sally aplaudió riendo a carcajadas. La viuda Poll, una mujer gorda y de cara congestionada, era lavandera. A aquellos dengosos monjes les fastidiaría lavar las malolientes camisas y calcetines que las gentes se cambiaban cada seis meses.

El gentío abandonó la cervecería y llevaron en procesión al obispillo hasta la casa de una sola habitación de Poll, allá abajo, junto al muelle. A ella le dio un ataque de risa y se puso todavía más colorada cuando le comunicaron quién iba a hacer su colada.

Andrew y Remigius llevaron un pesado cesto de ropa sucia desde la casa hasta la orilla del río. Andrew abrió el cesto y Remigius, con una expresión de asco supremo sacó la primera pieza.

-¡Cuidado con esa, hermano Remigius! ¡Es mi camisa! -gritó con descaro una joven.

Remigius enrojeció y todo el mundo se echó a reír.

Los dos monjes hicieron de tripas corazón y empezaron a lavar la ropa en las aguas del río, con los ciudadanos dándoles consejos y aliento. Sally se dio cuenta de que Andrew estaba hasta las mismísimas narices, en cambio Remigius tenía una extraña expresión de contento.

Una bola enorme de hierro colgaba de un andamio sujeta por una cadena. Recordaba el dogal del verdugo balanceándose en el extremo de una horca. También había una cuerda atada a la bola. Esa cuerda pasaba por una garrucha sobre la estaca superior del andamio y pendía hasta el suelo donde dos jornaleros la sujetaban. Cuando éstos tiraron de ella, la bola subió y retrocedió hasta tocar la garrucha, y la cadena quedó horizontal a lo largo del andamio.

Se encontraba mirando la mayoría de la población de Shiring.

Los hombres soltaron la cuerda. La bola de hierro cayó y osciló y se estrelló contra el muro de la iglesia. Sonó un golpe terrorífico, el muro se estremeció y William sintió el impacto en el suelo, bajo sus pies. Pensó que hubiera sido formidable tener a Richard sujeto a aquel muro precisamente en el lugar contra el que se había estrellado la bola. Habría quedado aplastado como una mosca.

Los jornaleros tiraron de nuevo de la cuerda. William se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento al detenerse la bola de hierro arriba, al final del trayecto. Los hombres la soltaron; se balanceó y esa vez si que hizo un agujero en el muro de piedra. Todos aplaudieron.

Era un mecanismo ingenioso.

William estaba contento de ver que el trabajo avanzaba en el enclave donde construiría la nueva iglesia. Pero ese día su mente estaba ocupada por cuestiones más urgentes. Con la mirada, buscó en derredor al obispo Waleran. Lo localizó al fin. Se hallaba hablando con Alfred Builder.

-¿Está ya aquí el hombre? -preguntó William al obispo llevándoselo aparte.

-Es posible -repuso Waleran-. Ven a mi casa.

Atravesaron la plaza del mercado.

-¿Has traído tus tropas? -preguntó Waleran.

-Claro. Doscientos hombres. Están esperando en los bosques justo a la salida de la ciudad.

Entraron en la casa. Hasta William llegó el olor a jamón cocido. Se le hizo la boca agua, pese al gran apremio. En aquellos momentos, la mayoría de la gente estaría administrando con enorme tiento sus víveres; pero en Waleran parecía cuestión de principios no permitir que la carestía cambiara su modo de vida. Al obispo, aunque nunca comía demasiado, le gustaba que todo el mundo supiera que era demasiado rico y poderoso para que pudieran afectarle unas simples cosechas.

La vivienda de Waleran era una casa urbana clásica de fachada estrecha, con un salón en la parte delantera, una cocina detrás y un patio en la parte trasera, en el que había un pozo negro, una colmena y una cochiquera. William se tranquilizó al ver a un monje esperando en el salón.

-Buenos días, hermano Remigius -le saludó Waleran.

-Buenos días, mi señor obispo. Buenos días, Lord William -dijo Remigius.

William miró ansioso al monje. Era un hombre nervioso, de rostro arrogante y saltones ojos azules. Su cara le resultaba vagamente familiar, una entre tantas cabezas tonsuradas en los oficios sagrados de Kingsbridge. Durante años, William había estado oyendo hablar de él como un espía de Waleran en el territorio del prior Philip, pero era la primera vez que hablaba con el hombre.

-¿Tenéis alguna información para mí? -le preguntó.

-Es posible -respondió Remigius.

Waleran se quitó la capa bordeada de piel y se acercó al fuego para calentarse las manos. Un sirviente les llevó vino de bayas de sauco caliente en cubiletes de plata. William cogió uno y lo bebió esperando impaciente que el sirviente se retirara.

Waleran saboreó el vino mientras dirigía a Remigius una mirada inquisitiva.

-¿Qué excusa has dado para abandonar el priorato? -le preguntó Waleran una vez el sirviente hubo salido.

-Ninguna -contestó Remigius.

Waleran enarcó una ceja.

-No voy a regresar -aseguró Remigius desafiante.

-¿Cómo es eso?

Remigius aspiró hondo.

-Estás construyendo aquí una catedral.

-No es más que una iglesia.

-Va a ser muy grande. Planeas que acabe siendo una iglesia catedral.

-Supongamos por un momento que estés en lo cierto -dijo Waleran tras una breve vacilación.

-La catedral habrá de estar gobernada por un capítulo, ya sea de monjes o de canónigos.

-¿Y qué?

-Quiero ser el prior.

William se dijo que eso tenía lógica.

-Y estabas tan seguro de llegar a serlo que abandonaste Kingsbridge sin el permiso de Philip y sin excusa alguna -comentó Waleran con tono agrio.

Remigius pareció incómodo. William simpatizaba con él. Aquel talante desdeñoso que con tanta frecuencia adoptaba Waleran era suficiente para molestar a cualquiera.

-Espero no haberme mostrado confiado en exceso -dijo Remigius.

-Es de presumir que podrás conducirnos hasta Richard.

-Sí.

-¡Hombre listo! ¿Dónde está? -interrumpió William excitado.

Remigius se mantuvo en silencio y miró a Waleran.

-¡Vamos, Waleran! ¡Dadle el cargo, por Dios bendito! -intercedió William.

Waleran seguía mostrándose vacilante. William sabía que no soportaba que lo coaccionara nadie.

-Muy bien, serás prior -aceptó por último Waleran.

-Y ahora ¿dónde está Richard?

Remigius seguía con la mirada clavada en el obispo.

-¿A partir de hoy mismo?

-A partir de hoy mismo.

Entonces Remigius se volvió hacia William.

-Un monasterio no es tan solo una iglesia y un dormitorio. Necesita tierras, granjas, iglesias, pagando diezmos.

-Decidme dónde está Richard y, para empezar, os daré cinco aldeas con sus iglesias parroquiales -le aseguró William.

-La fundación necesitará la correspondiente carta de privilegio.

-No temas. La tendrás -le aseguró Waleran.

-Vamos, hombre de Dios. Tengo un ejército esperando a las afueras de la ciudad. ¿Dónde se halla la guarida de Richard?

-En un lugar llamado Sally's Quarry, cerca del camino de Winchester.

-¡Lo conozco! -William hubo de contenerse para no lanzar un alarido de triunfo-. Es una cantera abandonada. Ya no va nadie por allí.

-La recuerdo -declaró a su vez Waleran-. Hace años que no se trabaja en ella. Es una excelente guarida. Nunca sabrías que existe a menos que dieras con ella.

-Pero también es una trampa -exclamó William con feroz regocijo-. Los tres muros que la forman son prácticamente impenetrables. Nadie escapará. Y además no cogeré prisioneros -su excitación subió de tono al imaginarse la escena-. Haré una auténtica carnicería. Será como matar pollos en un gallinero.

Los dos hombres de Dios lo miraban de forma extraña.

-¿Acaso os asalta algún pequeño escrúpulo, hermano Remigius? -preguntó William desdeñoso-. ¿Os revuelve el estómago la idea de una matanza, mi señor obispo?

Sabía, por la expresión de sus caras, que había dado en el clavo con los dos. Esos hombres religiosos eran grandes maquinadores, pero cuando se trataba de derramamiento de sangre tenían que seguir confiando en los hombres de acción.

-Sé que estaréis rezando por mí -dijo sarcástico.

Y en seguida se puso en marcha.

Tenía el caballo atado afuera. Era un soberbio garañón negro que había sustituido, aunque no igualado, al caballo de batalla que William le robó. Lo montó y salió cabalgando de la ciudad. Contuvo su excitación e intentó pensar con frialdad en las posibles tácticas.

Se preguntó cuántos proscritos habría en Sally's Quarry. En cada una de sus incursiones hicieron acto de presencia más de cien hombres. Serían al menos doscientos, tal vez incluso quinientos. Era posible, incluso, que superaran los efectivos de William. De manera que habría de aprovechar al máximo sus ventajas. Una de ellas era la sorpresa. Otra, las armas. La mayoría de los proscritos tenían garrotes, martillos y, en el mejor de los casos, hachas. Por supuesto, ninguna armadura. Pero la ventaja más importante era que los hombres de William iban a caballo. Los proscritos tenían pocos caballos y no era probable que muchos de ellos estuvieran cabalgando en el preciso momento en que eran atacados. Para darse un mayor margen, decidió enviar a algunos arqueros por las laderas laterales de la colina para disparar durante unos momentos hacia la cantera antes del asalto definitivo.

Lo principal de todo era evitar que escapara un solo proscrito. Al menos hasta que estuviera seguro de que Richard había muerto o había sido capturado. Decidió situar a un puñado de hombres de confianza en la retaguardia antes del ataque definitivo y atrapar a cuantos proscritos astutos intentaran zafarse.

Walter seguía esperando con los caballeros y hombres de armas en el mismo lugar donde William los dejó un par de horas antes. Se mostraban ansiosos y su moral era alta, ya que daban por descontada una fácil victoria. Poco después iban al trote por el camino de Winchester.

Walter cabalgaba junto a William en el más absoluto silencio. Una de las mejores cualidades de Walter era su habilidad para mantenerse callado. William se había dado cuenta de que la mayoría de la gente le hablaba sin cesar, incluso cuando no tenían nada que decir, tal vez por el propio nerviosismo. Walter respetaba a William, pero no se mostraba nervioso ante él. Hacía demasiado tiempo que estaban juntos.

William se sentía embargado por una mezcla familiar de expectación anhelante y temor mortal. Luchar era lo único en el mundo que hacía bien, y cada vez arriesgaba su vida. Pero la incursión aquella era especial. En esta ocasión tenía la oportunidad de destruir al hombre que durante quince años había sido una espina clavada en su carne.

Al cabo de unas millas se desviaron del camino de Winchester. Tomaron por un sendero apenas visible, hasta el punto de que William lo hubiera pasado por alto de no haber estado buscándolo. Una vez dentro de el, podía seguirlo, observando la vegetación. Había una franja de cuatro o cinco yardas de ancho sin árboles desarrollados.

Envió a los arqueros por delante y, para darles tiempo, redujo durante unos momentos la marcha del resto de sus hombres. Era un día de enero claro, y los árboles sin hojas apenas reducían la fría luz del sol. Hacía ya muchos años que William no había estado en la cantera y no sabía a qué distancia podía encontrarse. Sin embargo, cuando se hallaban a una milla más o menos del camino, empezó a descubrir indicios de que el sendero estaba siendo utilizado. Vegetación pisoteada, pimpollos rotos y el barro removido. Experimentó una gran satisfacción al ver confirmado el informe de Remigius.

Se sentía tan tenso como la cuerda de un arco. Los indicios se hicieron cada vez más patentes. Hierba muy aplastada, cagajones de caballos, desperdicios humanos. A aquella distancia, dentro del bosque, los proscritos no se habían molestado en ocultar su presencia. Ya no cabía la menor duda. Se encontraban allí. La batalla se hallaba a punto de comenzar.

La guarida debía de estar ya muy cerca. William aguzó el oído. En cualquier momento sus arqueros empezarían el ataque y se escucharían gritos y maldiciones, chillidos de dolor y el relincho de caballos aterrados.

El sendero los condujo hasta un gran calvero y William vio, a un par de centenares de yardas, la entrada a la Sally's Quarry. No se oía ruido alguno. Algo andaba mal. Sus arqueros ni disparaban. William sintió un escalofrío de aprensión. ¿Qué había pasado? ¿Era posible que sus arqueros hubieran caído en una emboscada y que los centinelas los hubieran dejado fuera de combate sin hacer ruido? No a todos, eso seguro.

Pero no había tiempo de cábalas. Se encontraba casi encima de los proscritos. Espoleó su caballo y lo lanzó al galope. Sus hombres le siguieron y se lanzaron con gran estruendo hacia la guarida. El temor de William se había desvanecido ante el júbilo de la carga.

El camino hasta la guarida era como una pequeña garganta tortuosa, de modo que el interior no podía verse al acercarse. Miró hacia arriba y vio a algunos de sus arqueros en la cima del farallón, mirando hacia abajo. ¿Por qué no disparaban? Tuvo una premonición de desastre y habría dado media vuelta, a no ser porque ya no podían detener a los caballos lanzados a la carga. Con la espada en la mano derecha, sujetando las riendas con la izquierda, el escudo colgándole del cuello, galopó hasta la cantera abandonada.

Allí no había nadie.

El desencanto le sacudió como un golpe físico. Estaba a punto de romper a llorar. Todos los indicios lo habían avalado. Estaba tan seguro. Sentía la frustración en las entrañas, como un dolor.

Al ir los caballos reduciendo la marcha, William pudo comprobar que, de hecho, había sido la guarida de los proscritos hasta hacía poco. Se veían cobertizos construidos con ramas y cañas, restos de fuegos para cocinar y también estercoleros. En una esquina de la zona, se habían clavado algunas estacas para utilizarlo como corral para los caballos. William pudo ver acá y allá restos de ocupación humana. Huesos de pollo, sacos vacíos, un zapato viejo, una olla rota. Incluso una de las hogueras parecía humear todavía. Renació en él la esperanza. Tal vez acabaran de irse y todavía pudiera alcanzarlos. Fue entonces cuando descubrió una única figura en cuclillas junto al fuego. La figura se puso en pie. Era una mujer.

-Bien, bien, William Hamleigh -dijo ella-. Demasiado tarde, como de costumbre.

-¡Vaca insolente! Te arrancaré la lengua por eso -vociferó William.

-No me tocarás -repuso ella con calma-. He maldecido a mejores hombres que tú.

Se llevó tres dedos a la cara, como una bruja. Los caballeros retrocedieron y William se santiguó a fin de protegerse. La mujer lo miró sin temor alguno con un par de extraños ojos dorados:

-¿No me reconoces, William? -le preguntó-. En una ocasión intentaste comprarme por una libra. -Se echó a reír-. Fuiste afortunado al no lograrlo.

William recordó aquellos ojos. Era la viuda de Tom Builder, la madre de Jack Jackson, la bruja que vivía en el bosque. Se sentía desde luego muy satisfecho de no haberla comprado. Y ansiaba alejarse de ella lo más de prisa posible, pero antes tenía que interrogarla.

-Muy bien, bruja -le dijo-. ¿Estaba aquí Richard Kingsbridge?

-Hasta hace dos días.

-¿Y puedes decirme adónde se fue?

-Sí, claro que puedo -contestó ella-. Él y sus proscritos se han ido a luchar por Henry.

-¿Henry? -repitió William como un eco. Tenía la horrible sensación de saber a qué Henry se refería-. ¿El hijo de Maud?

-Sí.

William se quedó helado. Era posible que el joven y enérgico duque de Normandía tuviera éxito donde su madre había fracasado y, si en esta ocasión Stephen era derrotado, William podía caer con él.

-¿Qué ha pasado? -indagó con tono apremiante-. ¿Qué ha hecho Henry?

-Ha cruzado las aguas con treinta y seis barcos y ha desembarcado en Wareham. Según dicen, ha traído con él un ejército de tres mil hombres. Nos han invadido.

La ciudad de Winchester se hallaba atestada. La situación era tensa y peligrosa. Allí se encontraban los dos ejércitos. Las fuerzas del rey Stephen estaban guarecidas en el castillo. Los rebeldes del duque Henry, incluidos Richard y sus proscritos, se encontraban acampados fuera de las murallas de la ciudad en Saint Gile's Hill, lugar donde se celebraba la feria anual. A los soldados de ambas partes les estaba vedado entrar en la población; pero muchos de ellos, desafiando la prohibición, pasaban las noches en las cervecerías, los reñideros de gallos y los burdeles, donde se emborrachaban, abusaban de las mujeres y luchaban y se mataban entre sí durante partidas de dados y nine-men's morris.

El rey había perdido todo espíritu combativo en el verano, cuando murió su hijo mayor. En aquellos momentos, Stephen moraba en el castillo real, y el duque Henry se alojaba en el palacio del obispo. Sus representantes, el arzobispo Theobald de Canterbury, en nombre del rey, y el viejo desfacedor de poderíos, el obispo Henry de Winchester por parte del duque Henry, estaban celebrando conversaciones de paz. Cada mañana, el arzobispo Theobald y el obispo Henry se reunían en el palacio episcopal. A mediodía, el duque Henry solía atravesar las calles de Winchester con sus lugartenientes, incluido Richard, para ir a almorzar al castillo.

La primera vez que Aliena vio al duque Henry no pudo creer que fuera el hombre que gobernaba un imperio tan grande como Inglaterra. Tendría unos veinte años y su rostro estaba atezado y lleno de pecas como el de un campesino. Vestía una sencilla túnica oscura sin bordado alguno y llevaba muy corto el pelo rojizo. Ofrecía el aspecto del laborioso hijo de un hacendado próspero. Sin embargo, percibió, al cabo de un tiempo, que tenía una especie de magnetismo de poder. Era de baja estatura y musculoso, con hombros anchos y una gran cabeza. Pero la impresión de gran fuerza física quedaba compensada por unos ojos grises penetrantes y observadores. La gente que le rodeaba jamás se acercaba a él demasiado, sino que lo trataba con una familiaridad cautelosa, como si temieran que fuese a montar en cólera en cualquier momento.

Aliena pensaba que, en el castillo, los comensales debían sufrir una desagradable tensión al tener a los jefes de ambos ejércitos comiendo juntos. Se preguntaba cómo soportaría Richard sentarse a la misma mesa con el conde William. Ella le habría amenazado con el cuchillo de trinchar en lugar de pasarle el venado. Por su parte, sólo veía a William desde cierta distancia y en breves ocasiones. Parecía inquieto y malhumorado, lo cual constituía una buena señal.

Mientras los condes, obispos y abades se reunían en la torre del homenaje, la pequeña nobleza lo hacía en el patio del castillo, tales como los caballeros, los sheriff, los barones de menor importancia, los funcionarios de justicia y los habitantes del castillo. Gentes que no podían estar lejos de la ciudad capital mientras se estaba decidiendo su futuro y el del reino. Casi todas las mañanas, Aliena encontraba allí al prior Philip. Corrían docenas de rumores distintos. Un día se decía que todos los condes que apoyaban a Stephen serían privados del título, lo que significaría el fin de William. Al día siguiente, todos ellos iban a conservar el Condado, lo que arruinaría las esperanzas de Richard. Se derribarían todos los castillos de Stephen. Luego los de los rebeldes. El siguiente rumor aseguraba que los del uno y los del otro. Después ninguno. Una voz insistía en que todos los partidarios de Henry recibirían el título de caballeros y un centenar de acres. Richard no quería aquello, quería el Condado.

Richard no tenía ni idea de qué rumores eran veraces, en el caso de que lo fuera alguno. A pesar de ser uno de los lugartenientes en los que más confiaba Henry en el campo de batalla, no se le consultaba sobre los detalles de las negociaciones políticas. Sin embargo, Philip parecía saber lo que estaba ocurriendo. No quería decir quién le facilitaba aquella información. Pero Aliena recordaba que tenía un hermano que visitaba Kingsbridge de cuando en cuando y que había trabajado para Robert de Gloucester y la emperatriz Maud. Teniendo en cuenta que Robert y Maud ya habían muerto, era posible que trabajase para el duque Henry.

Philip declaró que los negociadores estaban a punto de firmar un acuerdo. El trato era que Stephen seguiría en el trono hasta su muerte. Pero que su sucesor sería Henry. Aquello inquietó a Aliena. Stephen podía vivir otros diez años. ¿Qué pasaría entretanto? Era indudable que los condes de Stephen no serían desposeídos mientras éste siguiera gobernando. Y entonces, ¿qué recompensas obtendrían los partidarios de Henry como Richard? ¿Se suponía que habían de esperar?

Philip supo la respuesta un día, a última hora de la tarde, cuando ya hacía una semana que estaban todos en Winchester. Envió como mensajero a un novicio para que llevara ante él a Aliena y Richard. Mientras caminaban por las viejas calles del recinto de la catedral Richard sentía un anhelo frenético y Aliena apenas podía contener el nerviosismo.

Philip estaba esperándolos en el cementerio. Hablaron entre las tumbas, en tanto que se iba poniendo el sol.

-Han llegado a un acuerdo -informó Philip sin preámbulo alguno-. Pero es algo embrollado.

Aliena no pudo soportar por más tiempo la tensión.

-¿Será Richard conde? -preguntó con tono apremiante.

Philip agitó la mano de un lado a otro como queriendo decir tal vez si o tal vez no.

-Resulta complicado. Han llegado a un acuerdo. Las tierras de las que se hayan apoderado usurpadores serán devueltas a las gentes que las poseían en tiempos del viejo rey Henry.

-Es cuanto necesito -contestó Richard al punto-. Mi padre era conde en tiempos del viejo rey Henry.

-¡Cállate, Richard! -le conminó Aliena, y volviéndose hacia Philip le preguntó-: ¿Dónde está la complicación?

-En el acuerdo no hay nada que estipule que Stephen haya de ponerlo en vigor. Probablemente no habrá cambio alguno hasta su muerte, cuando Henry sea rey.

-¡Pero eso lo deja sin efecto! -exclamó Richard abatido.

-No del todo -puntualizó Philip-. Significa que tú eres el conde legítimo.

-Pero he de vivir como un proscrito hasta la muerte de Stephen, en tanto que ese animal de William ocupa mi castillo -exclamó Richard furioso.

-No hables tan alto -le reconvino Philip al pasar cerca de ellos un sacerdote-. Todo esto todavía es secreto.

Aliena se hallaba irritadísima.

-No estoy dispuesta a aceptar tal cosa -dijo-. No pienso esperar a que Stephen muera. He estado aguardando durante diecisiete años y ya estoy harta.

-¿Y qué puedes hacer? -preguntó Philip.

Aliena se encaró con Richard.

-La mayoría del país te aclama como el legítimo conde. Stephen y Henry han reconocido ahora que lo eres. Debes apoderarte del castillo y gobernar como el conde legítimo.

-¿Cómo voy a apoderarme? William lo habrá dejado sin duda bien protegido.

-Dispones de un ejército, ¿no es así? -dijo Aliena impulsada por su propia ira y frustración-. Tienes derecho al castillo y tienes fuerza para apoderarte de él.

Richard meneó la cabeza.

-Durante quince años de guerra civil, ¿sabes cuántas veces he visto tomar un castillo mediante ataque frontal? Ninguna. -como siempre que se abordaban cuestiones militares, Richard mostraba autoridad y madurez-. Casi nunca se logra. A veces se toma una ciudad pero jamás un castillo. Pueden rendirse al cabo de un asedio o recibir refuerzos para continuar la lucha. También he visto que los han tomado debido a la cobardía, mediante estratagemas o traición. Pero en ningún caso por la fuerza.

Aliena seguía sin estar dispuesta a aceptar aquello. Era un dictamen desalentador. Le resultaba imposible resignarse a pasar más años de paciente expectación.

-Así pues, ¿qué ocurriría si condujeras a tu ejército hasta el castillo de William?

-Alzarían el puente levadizo y cerrarían las puertas antes de que pudiéramos entrar. Acamparíamos fuera. Entonces llegaría William con su ejército al rescate y atacaría nuestro campamento. Pero, incluso si le derrotásemos, seguiríamos sin tener el castillo. Los castillos son difíciles de atacar y fáciles de defender. Por eso se construyen.

Mientras hablaba, en la mente agitada de Aliena germinaba una idea.

-Cobardía, estratagema o traición -dijo.

-¿Qué?

-Dices que has visto tomar castillos por cobardía o mediante estratagemas o traición.

-Sí, claro.

-¿Cuál de esas fórmulas utilizó William cuando nos quitó el castillo hace tantos años?

Philip la interrumpió.

-Los tiempos eran diferentes. El país había disfrutado de paz durante treinta y cinco años bajo el gobierno del viejo rey Henry. William cogió a vuestro padre por sorpresa.

-Recurrió a una estratagema -explicó Richard-. Entró en el castillo subrepticiamente con algunos hombres, antes de que se diera la alarma. Pero el prior Philip tiene razón. Hoy día esa celada no daría resultado. La gente se ha vuelto mucho más cautelosa.

-Yo puedo entrar -dijo Aliena segura de sí misma, a pesar de que, mientras hablaba, sentía que el temor le atenazaba el corazón.

-Claro que puedes, eres una mujer -asintió Richard-. Pero una vez dentro no te sería posible hacer nada. Eso sería lo que te abriría la entrada. Eres inofensiva.

-No seas tan condenadamente arrogante -le cortó en seco Aliena-. He matado para protegerte, y eso es más de lo que tú has hecho jamás por mí, pedazo de ingrato. Así que no te atrevas a decir que soy inofensiva.

-Muy bien, no eres inofensiva -admitió Richard enfadado- ¿Y qué harías una vez dentro del castillo?

Se desvaneció el enfado de Aliena. “¿Qué haría? -se dijo temerosa-. ¡Al diablo con todo! Tengo al menos tanto valor y recursos como ese cerdo de William.”

-¿Qué fue lo que hizo William?

-Mantener echado el puente levadizo y abierta la puerta el tiempo suficiente para que entraran las principales fuerzas de asalto.

-Entonces, eso es lo que haré -aseguró Aliena con el corazón en la boca.

-¿Pero cómo? -preguntó Richard escéptico.

Aliena recordó haber dado valor y consuelo a una jovencita de catorce años, aterrada por la tormenta.

-La condesa me debe un favor -dijo-. Y odia a su marido.

Aliena y Richard, junto con cincuenta de sus mejores hombres, cabalgaron durante la noche y llegaron a las cercanías de Earlcastle con el alba. Se detuvieron en el bosque que había en los campos del castillo. Aliena desmontó, se quitó la capa de lana de Flandes y las botas de piel suave, y los sustituyó por un tosco mantón de campesina y un par de zuecos. Uno de los hombres le entregó un cesto de huevos frescos colocados sobre paja. Aliena se lo colgó del brazo.

Richard la examinó de arriba abajo.

-Perfecto. Una campesina llevando productos para las cocinas del castillo.

Aliena tragaba con dificultad. El día anterior lo pasó rebosante de energía y audacia; pero, en aquellos momentos en que iba a llevar a cabo su plan, se sentía en verdad asustada.

Richard la besó en la mejilla.

-Cuando oiga la campana diré el Padrenuestro despacio y sólo una vez. Entonces, la avanzadilla se pondrá en marcha. Todo cuanto has de hacer es tranquilizar a los guardianes con un falso sentido de seguridad para que diez de mis hombres puedan atravesar los campos y entrar en el castillo sin despertar la alarma -le dijo.

Aliena asintió.

-Pero asegúrate de que el cuerpo principal no se descubra hasta que la avanzadilla haya atravesado el puente levadizo -aconsejó a su hermano.

Richard sonrió.

-Yo iré en cabeza del cuerpo principal. No te preocupes. Buena suerte.

-Y a ti también.

Aliena se alejó.

Salió del bosque y atravesó los campos abiertos en dirección al castillo que abandonó aquel aciago día, hacía dieciséis años. Al ver de nuevo el lugar, tuvo un recuerdo vívido y aterrador de aquella otra mañana, el aire húmedo después de la tormenta, y de los dos caballos atravesando veloces la puerta y corriendo por los campos empapados de lluvia, Richard a la grupa del caballo de batalla y ella en el otro más pequeño. Iban muertos de miedo. Se había pasado la vida negando lo ocurrido, empeñándose en olvidar, salmodiando para sí cómo el ritmo de los cascos del caballo: “No puedo recordar. No puedo recordar, no puedo, no puedo.” Y le había dado resultado. Durante mucho tiempo después, fue incapaz de rememorar la violación, pensando tan sólo que le había pasado algo terrible pero sin poder recordar los detalles. Y sólo cuando se enamoró de Jack le volvieron a la mente. Aquel recuerdo la aterró entonces hasta tal punto que había sido incapaz de corresponder al amor de él. Gracias a Dios, Jack tuvo una paciencia extraordinaria. Así es como Aliena llegó a saber que el amor de Jack era fuerte, al haber tenido que soportar tanto y seguir amándola.

Al ir acercándose al castillo, evocó algunos buenos recuerdos para calmar los nervios. Allí vivió de niña con su padre y Richard. Tuvieron riquezas y seguridad. Había jugado con su hermano en las murallas del castillo, merodeando por las cocinas y rapiñando alguna que otra golosina. Se sentaba junto a su padre para cenar en el gran salón. No sabía que era feliz, se dijo. No tenía ni idea de lo afortunada que era al no temer nada.

“Hoy comenzarán de nuevo aquellos buenos tiempos -se dijo-. Si soy capaz de hacerlo bien.”

Había afirmado confiada “La condesa me debe un favor y odia a su marido.” Pero, mientras cabalgaban durante la noche, estuvo reflexionando acerca de todas las cosas que podían ir mal. En primer lugar, era posible que ni siquiera pudiera entrar en el castillo, podía haber ocurrido algo que pusiera en estado de alerta a la guarnición. Tal vez los guardias fueran suspicaces, o tener la desgracia de topar con un centinela que le obstruyera el paso. En segundo lugar, y una vez dentro, podía ser incapaz de persuadir a Elizabeth para que traicionara a su marido. Había pasado año y medio desde que se encontró con ella durante la tormenta. Con el tiempo, las mujeres llegan a acostumbrarse a los hombres más depravados, y cabía la posibilidad de que Elizabeth se hubiera reconciliado ya con su suerte. Y, en tercero y último lugar, incluso si Elizabeth se mostraba dispuesta, podía darse que no tuviera la autoridad o la energía para hacer lo que Aliena quería. La última vez que se vieron era una chiquilla asustada y era muy fácil que la guardia del castillo se negara a obedecer lo que les dijera.

Aliena se sintió extrañamente vigilante mientras atravesaba el puente levadizo. Podía verlo y oírlo todo con una claridad fuera de lo normal. La guarnición empezaba en aquellos momentos a despertarse. Unos cuantos guardias legañosos deambulaban por las murallas, bostezando y tosiendo; junto a la entrada, se encontraba tumbado un perro viejo rascándose las pulgas. Se echó hacia delante la capucha para ocultar más el rostro, por si alguien pudiese reconocerla, y pasó por debajo del arco.

En la garita, montaba la guardia un astroso centinela, sentado en un banco y comiendo un gran trozo de pan. Su indumentaria era desaliñada, y el cinto colgaba de un clavo al fondo de la caseta.

Aliena, con el corazón en la boca y una sonrisa que enmascaraba su miedo, le mostró el cesto de huevos.

El hombre hizo un ademán impaciente con la mano.

Había superado el primer obstáculo.

Prácticamente no existía disciplina. Era comprensible, se trataba en definitiva de fuerzas representativas que habían quedado allí mientras los mejores hombres iban a la guerra. La agitación se hallaba en otra parte.

Hasta ese instante.

Por el momento todo iba bien. Aliena atravesó el patio inferior con los nervios a flor de piel. Le resultaba muy raro ser una extraña caminando por un lugar que había sido su hogar, ser una infiltrada donde en tiempos tuvo derecho a ir por donde quisiera. Las edificaciones de madera eran distintas. Las cuadras eran más grandes, la cocina había sido trasladada y había una nueva armería construida en piedra. Todo parecía más sucio de lo que solía estar. Pero la capilla continuaba allí, la capilla donde ella y Richard permanecieron sentados durante aquella horrorosa tormenta, conmocionados y mudos, helados de frío. Un grupo de sirvientes del castillo comenzaba sus tareas matinales. Uno o dos hombres de armas circulaban por el complejo. Ofrecían un aspecto amenazador. Pero tal vez se debiese a que Aliena tenía consciencia de que hubieran podido matarla de haber sabido lo que iba a hacer.

Si su plan tenía éxito, esa noche sería de nuevo dueña del castillo. La idea era emocionante aunque irreal, como un sueño maravilloso e imposible.

Entró en la cocina. Un muchacho se encontraba alimentando el fuego y una jovencita cortaba zanahorias. Aliena les dirigió una alegre sonrisa.

-Veinticuatro huevos frescos -dijo al tiempo que ponía el cesto sobre la mesa.

-La cocinera aún no se ha levantado -dijo el chico-. Tendrás que esperar por tu dinero.

-¿Podría tomar un bocado de pan de desayuno?

-En el gran zaguán.

-Gracias.

Dejó el cesto y volvió a salir.

Atravesó el segundo puente levadizo en dirección al complejo superior. Sonrió al guarda apostado en la segunda entrada. Tenía el pelo revuelto y los ojos inyectados en sangre. La miró de arriba abajo.

-¿Adónde vas? -le preguntó con tono inquieto y desafiante.

-A desayunar algo -repuso ella sin pararse.

La miró de reojo.

-Yo tengo algo para darte de comer -le gritó.

-Pero a lo mejor lo escupo -le contestó por encima del hombro.

Ni por un instante habían sospechado de ella. No creían que una mujer pudiera ser peligrosa. Eran realmente estúpidos. Las mujeres eran capaces de hacer casi todo lo que hacían los hombres. ¿Quiénes se hacían cargo de cuanto era necesario cuando los hombres se iban a luchar en las guerras o a las cruzadas? Había mujeres carpinteras, tintoreras, curtidoras, panaderas y cerveceras. La propia Aliena figuraba entre los comerciantes más importantes del Condado. Las obligaciones de una abadesa gobernando un convento eran exactamente las mismas que las de un abad. ¡Pero si precisamente había sido una mujer, la emperatriz Maud, la causante de la guerra civil que se había prolongado durante quince años! Sin embargo, esos zoquetes de hombres de armas no esperaban que una mujer fuera un agente enemigo, porque no era habitual.

Subió corriendo los escalones de la torre del homenaje y entró en el salón. No había mayordomo junto a la puerta. Seguramente porque el amo se hallaba fuera. “En el futuro me aseguraré de que siempre haya un mayordomo junto a la puerta -se dijo Aliena-, esté o no el amo en casa.”

Quince o veinte personas se encontraban desayunando alrededor de una mesa pequeña. Alguno le dirigió una rápida mirada pero nadie hizo caso de ella. Se fijó en que el salón estaba muy limpio y que mostraba uno o dos toques femeninos. Las paredes recién enjalbegadas y yerbas aromáticas mezcladas con los junquillos del suelo. Elizabeth había estampado en cierto modo su marca. Era una señal esperanzadora.

Sin hablar con la gente sentada en la mesa, Aliena atravesó el salón hasta las escaleras de la esquina, intentando dar la impresión de encontrarse allí de pleno derecho; pero temiendo que la detuvieran en cualquier momento. Llegó al pie de la escalera sin llamar la atención. Corrió hacia los apartamentos privados situados en el piso alto. Entonces, oyó a alguien decir: “¡Eh, tú! No puedes subir ahí.” Aliena hizo caso omiso. Sintió correr a alguien detrás de ella.

Llegó arriba jadeante. ¿Dormiría Elizabeth en la habitación principal, la que ocupaba el antiguo conde? ¿o tendría una cama propia en la alcoba que fue de Aliena? Vaciló un instante con el corazón casi saliéndosele del pecho. Supuso que para entonces William estaría aburrido de que Elizabeth durmiera con él todas las noches y era casi seguro que le hubiera permitido tener un dormitorio propio. Aliena tocó con los nudillos en la habitación más pequeña. La puerta se abrió.

Había acertado. Elizabeth se encontraba sentada junto al fuego, en camisón, cepillándose el pelo. Levantó la mirada, frunciendo el entrecejo. y luego reconoció a Aliena.

-¡Sois vos! -exclamó-. ¡Vaya sorpresa!

Parecía complacida.

Aliena escuchó unos pesados pasos detrás de ella.

-¿Puedo pasar? -preguntó.

-¡Pues claro! Y sed bienvenida.

Aliena entró y cerró con la mayor rapidez que pudo. Se acercó adonde Elizabeth estaba sentada. Un hombre irrumpió en la habitación.

-¡Eh, tú! ¿Quién te crees que eres? -dijo yendo hacia Aliena en actitud de agarrarla.

-¡Quédate donde estás! -le gritó ella con su tono más autoritario.

El hombre vaciló. Aliena aprovechó aquel instante y dijo:

-Vengo a ver a la condesa con un mensaje del conde William. Te habrías enterado en su momento si hubieras estado montando guardia junto a la puerta en vez de estar embutiéndote con pan bazo.

El hombre adoptó una actitud culpable.

-Está bien, Edgar. Conozco a esta dama -le dijo Elizabeth.

-Entendido, condesa.

Y sin más, salió y cerró la puerta.

“Lo he logrado -se dijo Aliena-. He entrado.”

Miró en derredor mientras se le calmaban los latidos del corazón. La habitación no parecía muy distinta a cuando era suya. Había pétalos secos en un cuenco, un bonito tapiz en la pared, algunos libros y un baúl para vestidos. La cama seguía en su sitio. Era la misma. Sobre la almohada, había una muñeca de trapo como la que Aliena había tenido. La hizo sentirse vieja.

-Ésta era mi habitación -dijo.

-Lo sé -repuso Elizabeth.

Aliena quedó sorprendida. No había hablado con Elizabeth de su pasado.

-Desde aquella terrible tormenta, lo averigüé todo sobre vos -le explicó Elizabeth y añadió a continuación-: ¡Os admiro tanto!

Sus ojos brillaban de adoración por lo heroico de su conducta.

Aquello era una buena señal.

-¿Y William? -preguntó Aliena-. ¿Sois feliz viviendo con él?

Elizabeth apartó los ojos.

-Bueno -dijo-. Ahora tengo mi propia habitación y pasa mucho tiempo fuera. En realidad todo va mejor.

Prorrumpió en amargo llanto.

Aliena se sentó en la cama y rodeó a la joven con los brazos. Elizabeth lloraba con sollozos profundos y desgarradores y las lágrimas le bañaban la cara.

-¡Le odio! ¡Quisiera morirme! -dijo con voz entrecortada por los sollozos.

Su angustia era tan desgarradora y ella tan joven, que Aliena sintió también deseos de llorar. Tenía la penosa certeza de que la suerte de Elizabeth pudo haber sido la suya. Le dio unas palmaditas cariñosas en la espalda como hubiera podido hacer con Sally.

Elizabeth fue calmándose poco a poco. Se limpió la cara con la manga del camisón.

-Tengo miedo de tener un bebé -dijo con tristeza-. Estoy aterrada, porque sé cómo maltrataría al niño.

-Lo comprendo -le contestó Aliena.

Hubo un tiempo que ella misma se sintió aterrorizada con la idea de haber quedado encinta con un hijo de William.

Elizabeth la miró con los ojos muy abiertos.

-¿Es verdad lo que se dice que os hizo a vos?

-Sí, es verdad. Tenía vuestra edad cuando ocurrió.

Por un instante ambas se miraron fijamente, unidas por un odio común. De repente, Elizabeth pareció haber dejado de ser niña.

-Si queréis, podéis libraros de él. Hoy -sugirió Aliena.

Elizabeth se quedó mirándola.

-¿De verdad? -preguntó con lastimoso anhelo-. ¿De verdad?

Aliena hizo un ademán de asentimiento.

-Por eso estoy aquí.

-¿Podré irme a casa? -preguntó Elizabeth de nuevo con los ojos llenos de lágrimas-. ¿Podré irme a Weymouth con mi madre? ¿Hoy?

-Sí. Pero habréis de ser valerosa.

-Haré cualquier cosa -manifestó la joven-. ¡Cualquier cosa! No tenéis más que decírmelo.

Aliena recordaba haberle explicado cómo hacerse respetar por los empleados de su marido y se preguntó si Elizabeth habría sido capaz de poner en práctica sus indicaciones.

-¿Continúan los sirvientes avasallándoos? -le preguntó con toda franqueza.

-Lo intentan.

-Pero vos no les dejaréis.

Elizabeth pareció algo incómoda.

-Bueno, a veces si. Pero ahora ya tengo dieciséis años y he sido condesa casi durante dos años. Además, he tratado de seguir vuestro consejo y ¡en realidad ha dado resultado!

-Dejadme que os lo explique -empezó diciendo Aliena-. El rey Stephen ha firmado un pacto con el duque Henry. Todas las tierras han de ser devueltas a quienes las poseían en tiempos del viejo rey Henry, lo cual significa que mi hermano Richard se convertirá de nuevo en conde de Shiring algún día. Pero él lo quiere ahora.

Elizabeth la miraba con los ojos muy abiertos.

-¿Va a luchar Richard contra William?

-Richard se encuentra ahora muy cerca de aquí con un pequeño destacamento de hombres. Si pudiera apoderarse hoy del castillo, sería reconocido como el legítimo conde y William estaría acabado.

-No puedo creerlo -exclamó Elizabeth-. Realmente no puedo creer que sea verdad.

Su repentino optimismo parecía más desgarrador incluso que su tremendo abatimiento.

-Todo cuanto habéis de hacer es dejar entrar a Richard pacíficamente -expuso Aliena-. Luego, cuando todo haya terminado, os llevaremos a vuestra casa.

Elizabeth pareció de nuevo temerosa.

-No estoy segura de que los hombres hagan lo que yo les diga.

Eso era precisamente lo que preocupaba a Aliena.

-¿Quién es el capitán de la guardia?

-Michael Armstrong. No me gusta.

-Haz que venga.

-Muy bien. -Elizabeth se sonó, se puso en pie y se acercó a la puerta-. ¡Madge! -llamó con voz aguda.

Aliena oyó contestar a bastante distancia.

-Ve a buscar a Michael -ordenó la joven condesa-. Dile que venga de inmediato. Necesito hablar con él con toda urgencia. Date prisa, por favor.

Volvió a entrar y se apresuró a vestirse, echándose una túnica sobre el camisón y atándose las botas. Aliena la instruyó a toda prisa.

-Decid a Michael que toque la campana grande para convocar a todo el mundo en el patio. Comunicadle que habéis recibido un mensaje del conde William y que queréis hablar a toda la guarnición, a los hombres de armas, a los sirvientes y a todo el mundo. Que queréis que tres o cuatro hombres monten guardia mientras todos están reunidos en el patio inferior. Decidle también que estáis esperando, de un momento a otro, la llegada de un grupo de diez o doce jinetes con un nuevo mensaje y que deben ser llevados ante vos tan pronto como se presenten.

-Espero acordarme de todo -dijo Elizabeth nerviosa.

-No os preocupéis. Si olvidáis algo, yo os lo apuntaré.

-Eso me tranquiliza.

-¿Cómo es Michael Armstrong?

-Maloliente y avinagrado. Con la constitución de un buey.

-¿Inteligente?

-No.

-Tanto mejor.

Al cabo de un momento llegó el hombre. Tenía cara de pocos amigos, el cuello corto y unos hombros macizos. Iba dejando una estela de olor a pocilga. Miró interrogante a Elizabeth, dando la impresión de que le había fastidiado que le molestaran.

-He recibido un mensaje del conde -empezó diciendo Elizabeth. Michael alargó la mano.

Aliena se sintió horrorizada al darse cuenta de que no había provisto a Elizabeth de una carta. Todo el engaño podía venirse abajo nada más empezar a causa de un estúpido olvido. Elizabeth la miró desesperada. Aliena intentó frenéticamente encontrar algo que decir. Finalmente se sintió inspirada.

-¿Sabes leer, Michael?

El hombre adoptó una actitud resentida.

-El sacerdote me la leerá.

-Tu señora puede leerla.

Elizabeth parecía asustada. Sin embargo, representó su papel.

-Yo misma comunicaré el mensaje a toda la guarnición, Michael. Toca la campana y que todos se reúnan en el patio. Pero asegúrate de dejar tres o cuatro hombres de guardia en las murallas.

Como se temía Aliena, a Michael no le gustó que Elizabeth tomara el mando de esa manera. Parecía sublevado.

-¿Por qué no dejar que me dirija yo a ellos?

Aliena sospechó, inquieta, que tal vez no lograra convencer a aquel hombre. Acaso fuera demasiado estúpido para atender a razones.

-He traído a la condesa noticias trascendentales de Winchester. Quiere comunicárselas ella misma a sus gentes -dijo.

-Bien. ¿Cuál es esa noticia?

Aliena no contestó, limitándose a mirar a Elizabeth, la cual parecía de nuevo asustada. Sin embargo, Aliena tampoco le indicó lo que se suponía que contenía el mensaje ficticio. Finalmente prosiguió hablando como si Michael no hubiera dicho nada.

-Ordena a los guardias que estén atentos a la llegada de diez o doce jinetes. Su jefe traerá nuevas noticias del conde William y tiene que presentarse ante mí de inmediato. Ahora ve y toca la campana.

Era evidente que Michael estaba dispuesto a poner objeciones. Siguió allí inmóvil, con el ceño fruncido mientras Aliena contenía el aliento.

-Más mensajeros -farfulló como si fuera algo difícil de entender-. Esta dama con un mensaje y doce jinetes con otro.

-Sí. y ahora haz el favor de ir a tocar la campana -le apremió Elizabeth.

Aliena pudo darse cuenta del trémolo que había en su voz.

Michael parecía haberse quedado sin argumentos. No podía comprender lo que estaba ocurriendo. Pero tampoco encontraba nada que objetar.

-Muy bien, señora -gruñó al fin, y salió de la habitación.

Aliena respiró de nuevo.

-¿Qué va a ocurrir? -preguntó Elizabeth.

-Cuando estén todos reunidos en el patio, vos les diréis lo de la paz entre el rey Stephen y el duque Henry -la instruyó Aliena-. Eso tendrá entretenidos a todos. Mientras estéis hablando, Richard enviará una avanzadilla de diez hombres. Pero los guardias creerán que son los mensajeros que estamos esperando. De modo que no cundirá el pánico. Por lo que no levantarán el puente levadizo. Vos intentaréis tener a todo el mundo pendiente de vuestras palabras en tanto que la avanzadilla se acerca al castillo. ¿De acuerdo?

Elizabeth parecía nerviosa.

-¿Y luego qué?

-Cuando yo os de la señal, decid que habéis rendido el castillo a Richard, el conde legítimo. Entonces los hombres de Richard saldrán de su escondrijo y atacarán. En ese momento, Michael se dará cuenta de lo que está sucediendo. Pero sus hombres se mostrarán indecisos sobre a quién deben lealtad, porque vos les habéis dicho que se rindan a Richard, el conde legítimo, y la avanzadilla se encontrará ya en el interior para evitar que nadie cierre las puertas.

Empezó a tañer la campana y a Aliena se le hizo un nudo en el estómago a causa del miedo.

-Ya no tenemos más tiempo -dijo-. ¿Cómo os sentís?

-Asustada.

-Yo también. Vamos.

Bajaron las escaleras. La campana de la torre en la casa de guardia estaba sonando como cuando Aliena era una alegre y despreocupada muchacha. La misma campana, el mismo sonido. “Sólo ella era diferente”, pensó. Sabía que podía escucharse a través de todos los campos hasta el lindero del bosque. En aquellos momentos, Richard estaría diciendo por lo bajo y lentamente el Padrenuestro, para calcular el tiempo que habría de esperar antes de enviar su avanzadilla.

Aliena y Elizabeth se dirigieron desde la torre del homenaje, a través del puente levadizo interior, hasta el patio inferior. Elizabeth estaba pálida por el pánico; pero apretaba la boca con gesto decidido. Aliena le sonreía para darle ánimos, y luego se cubrió de nuevo con la capucha. Hasta aquel momento no había visto ningún rostro familiar. No obstante, su cara era bien conocida por todo el Condado, y con toda seguridad alguien la reconocería tarde o temprano. Si Michael Armstrong llegara a descubrir quién era ella, pensaría que había gato encerrado por muy corto de alcances que fuera. Varias personas la miraron curiosas, pero nadie la habló.

Elizabeth y ella se dirigieron al centro del patio inferior. Como el suelo estaba levemente inclinado, Aliena podía ver a través de la puerta principal y por encima de las cabezas de la muchedumbre, los campos en el exterior. En esos momentos, la avanzadilla estaría saliendo al descubierto, aunque todavía no se apreciaban indicios de ella. Dios mío, espero que no se haya presentado obstáculo alguno, se dijo temerosa.

Elizabeth necesitaría mantenerse en pie, a cierta altura, mientras se dirigía a la gente. Aliena dijo a un sirviente que fuera a las cuadras a buscar un escabel de los que se usaban para montar. Mientras esperaban, una mujer de edad se quedó mirando a Aliena.

-¡Vaya, si es Lady Aliena! ¡Que gusto de verla! -dijo.

A Aliena le dio un vuelco el corazón. Reconoció en la mujer a una cocinera que trabajaba en el castillo antes de la llegada de los Hamleigh.

-Hola, Tilly. ¿Cómo estás? -le dijo forzando una sonrisa.

Tilly dio con el codo a su vecina.

-¡Eh, aquí está Lady Aliena después de tantos años! ¿Seréis otra vez el ama, señora?

Aliena no quería ni pensar que aquella idea se le ocurriera también a Michael Armstrong. Miró ansiosa en derredor. Por suerte Michael no andaba por allí cerca. Sin embargo, uno de sus hombres de armas había oído aquel intercambio y miraba a Aliena con el ceño fruncido. Ella le devolvió la mirada con una expresión fingida de despreocupación. El hombre no tenía más que un ojo, lo que indudablemente era la causa de que se hubiera quedado allí en lugar de partir para la guerra con William. De repente, a Aliena le pareció divertido que un hombre la mirara con un solo ojo y hubo de aguantar la risa. Comprendió que estaba un poco histérica.

El sirviente regresó con el montador. La campana había dejado de tocar. Aliena hizo un esfuerzo para serenarse mientras Elizabeth permanecía en pie sobre el montador y el gentío quedaba silencioso.

-El rey Stephen y el duque Henry han firmado la paz -informó Elizabeth.

Hizo una pausa y se oyeron vítores. Aliena miraba a través de la puerta. “¡Ahora, Richard! -pensaba-. ¡Ahora es el momento! ¡No lo dejes para más tarde!”

Elizabeth sonrió y dejó durante un rato que la gente siguiera vitoreando.

-Stephen seguirá ocupando el trono hasta su muerte y, entonces, le sucederá Henry -continuó.

Aliena escrutaba a los guardias y a través de la puerta. Parecían tranquilos. ¿Dónde estaba Richard?

-El tratado de paz traerá muchos cambios a nuestras vidas -dijo Elizabeth.

Aliena vio ponerse rígidos a los guardias. Uno de ellos levantó la mano para protegerse los ojos y atisbó a través de los campos mientras que otro, volviéndose, miraba hacia abajo, al patio, como si esperara llamar la atención del capitán. Pero Michael estaba escuchando con gran atención a Elizabeth.

-El rey actual ha acordado con el futuro rey que todas las tierras sean devueltas a quienes las poseían en tiempos del viejo rey Henry.

Aquello provocó un murmullo de comentarios entre el gentío, al preguntarse las gentes si el cambio afectaría al Condado de Shiring. Aliena notó que Michael Armstrong parecía pensativo. A través de la puerta divisó al fin los caballos de la avanzadilla de Richard. “¡Apresuraos! -se dijo-. ¡Apresuraos!” Pero cabalgaban a un trote sosegado como no queriendo alarmar a los guardias.

Elizabeth seguía hablando.

-Todos nosotros debemos de dar gracias a Dios por este tratado de paz. Habremos de rezar para que el rey Stephen gobierne con prudencia y sabiduría durante sus últimos años y que el joven duque mantenga la paz hasta que Dios se lleve a Stephen.

Lo estaba haciendo magníficamente; pero comenzó a mostrarse turbada, como si empezara a no saber qué más decir.

Todos los guardias miraban hacia fuera observando al grupo que se acercaba. Les habían dicho que lo esperaran dándoles instrucciones para que condujera inmediatamente al jefe ante la condesa. Por lo tanto, no tenían que hacer nada. Pero sentían curiosidad.

El hombre tuerto volvió la cabeza y miró de nuevo a través de la puerta. Luego, otra vez a Aliena, la cual sospechó que estaría haciendo cábalas sobre el significado de la presencia de ella en el castillo y la llegada de un grupo de jinetes.

Finalmente, uno de los guardias que se encontraba en la muralla almenada pareció tomar una decisión, empezó a bajar una escalera y desapareció.

Las gentes comenzaban a mostrarse algo inquietas. Elizabeth divagaba de manera magnífica, pero ellos estaban impacientes por noticias de trascendencia.

-Esta guerra comenzó al año de mi nacimiento y, al igual que tanta gente joven del reino, estoy deseando averiguar cómo es la paz.

El guardia de las murallas apareció desde la base de una torre, atravesó rápidamente el complejo y habló con Michael Armstrong.

Aliena pudo ver a través de la puerta que los jinetes se encontraban todavía a unas doscientas yardas más o menos. No estaban lo bastante cerca. Hubiera querido gritar por la frustración. No podría mantener la situación durante mucho más tiempo.

Michael Armstrong Volvióse, mirando a través de la puerta con el ceño fruncido. Entonces el hombre tuerto le tiró de la manga señalando hacia Aliena.

Ella tuvo miedo de que Michael cerrara las puertas y levantara el puente levadizo antes de que Richard pudiese entrar. Pero no sabía qué podía hacer para impedírselo. Se preguntó si tendría el coraje de lanzarse contra él antes de que diera la orden. Todavía llevaba su daga oculta bajo la manga del brazo izquierdo, incluso podía matarlo. Michael dio media vuelta con decisión. Aliena tocó en el hombro a Elizabeth.

-¡Detened a Michael! -siseó.

Elizabeth abrió la boca para hablar pero no pudo emitir palabra. Se sentía petrificada por el miedo. De repente, cambió de expresión. Aspiró hondo, irguió la cabeza y habló con voz que rezumaba autoridad.

-¡Michael Armstrong!

Michael se volvió.

Aliena comprendió que ya no podían retroceder. Richard no se encontraba lo bastante cerca y a ella se le había acabado el tiempo.

-¡Ahora! ¡Dilo ahora! -apremió a Elizabeth.

-He rendido este castillo al conde legítimo de Shiring, Richard de Kingsbridge -dijo Elizabeth.

Michael se quedó mirándola incrédulo.

-¡No podéis hacer eso! -gritó.

-Os ordeno a todos que depongáis las armas. No debe haber derramamiento de sangre.

-¡Levantad el puente levadizo! ¡Cerrad las puertas! -aulló Michael dando media vuelta.

Los hombres de armas se precipitaron a cumplir sus órdenes. Pero las había dado con un poco de retraso. Al llegar los hombres a las macizas puertas zunchadas que cerrarían el arco de entrada, la avanzadilla de Richard había atravesado el puente levadizo entrando en el complejo. La mayoría de los hombres de Michael no llevaban armadura, y algunos de ellos ni siquiera tenían consigo sus espadas, por lo que se dispersaron delante de los jinetes.

-Que todo el mundo permanezca tranquilo. Estos mensajeros confirmarán mis órdenes.

Desde las murallas llegó una voz. Uno de los guardas haciendo bocina con las manos gritaba.

-¡Hazles frente, Michael! ¡Nos están atacando! ¡Montones de ellos!

-¡Traición! -rugió Michael desenvainando la espada.

Pero dos de los hombres de Richard se abalanzaron hacia él con las espadas centelleantes. Brotó la sangre y Michael cayó. Aliena apartó la mirada.

Algunos hombres habían tomado posesión de la casa de guardia. Dos de ellos subieron a las murallas y los guardias de William se rindieron.

A través del portillo, Aliena vio avanzar galopando el grueso de los efectivos que atravesaban los campos en dirección al castillo. El ánimo se le iluminó como el sol.

-Es una rendición pacífica -gritaba Elizabeth con todas sus fuerzas-. Os prometo que nadie resultará herido. Lo único que habéis de hacer es seguir donde estáis.

Todo el mundo se quedó como petrificado escuchando el trueno a medida que el ejército de Richard se iba acercando. Los hombres de armas de William parecían confusos e inseguros. Ninguno de ellos hizo nada. Su jefe había caído y su condesa les había dicho que se rindieran. Los servidores del castillo se quedaron paralizados ante la rapidez con que se sucedían los acontecimientos.

Y entonces Richard atravesó la puerta montado en su caballo de guerra.

Era un gran momento. Aliena sintió el corazón rebosante de orgullo. Richard aparecía apuesto, sonriente y triunfante. Aliena gritó:

-¡El legítimo conde!

Los hombres que entraban en el castillo detrás de Richard recogieron el grito que fue repetido a su vez por parte del gentío que se encontraba en el patio. La mayoría de ellos no sentían la más mínima simpatía por William. Richard dio la vuelta al complejo a paso lento, saludando y agradeciendo los vítores.

Aliena pensó en todo lo que había pasado para lograr que llegara ese momento. Tenía treinta y cuatro años y la mitad de ellos los había pasado luchando por ver lo que ahora veía. “Toda mi vida de adulta -se dijo-, eso es lo que he dado.” Recordó cuando atiborraba los sacos de lana hasta tener las manos rojas, hinchadas y sangrantes. Le vinieron a la memoria los rostros que había visto por los caminos, caras de hombres codiciosas, crueles y lascivas, que la hubieran matado de haber dado la menor muestra de debilidad. Pensó en cómo había endurecido el corazón frente al querido Jack para casarse con Alfred, y rememoró aquellos meses durante los cuales había dormido en el suelo a los pies de su cama, igual que un perro. Y todo porque ella había prometido pagar por armas y armadura a fin de que Richard pudiera luchar para recuperar ese castillo.

-Esto es, padre -dijo en voz alta, sin que nadie la oyera, porque los vítores eran estentóreos-. Esto es lo que tú querías -dijo a su padre muerto con el corazón henchido de amargura y también de triunfo-. Te lo prometí y he mantenido mi promesa. Cuidé de Richard y él ha luchado durante todos estos años. Al fin estamos de nuevo en casa. Richard ya es conde. Ahora -levantó la voz hasta convertirla en un grito, pero todo el mundo gritaba y nadie se dio cuenta de que las lágrimas la corrían por las mejillas-, ahora, padre, ya he cumplido contigo. De manera que regresa a tu tumba y déjame vivir en paz.

CAPÍTULO XVI

Remigius se mostraba arrogante incluso en la penuria. Entró en la casa solariega de madera, en la aldea Hamleigh, levantando con desdén su larga nariz ante los inmensos soportes de tosca madera que sostenían el tejado, ante las paredes de zarzo encalado y la hoguera sin chimenea en el centro del suelo de tierra batida.

William lo observó al entrar. Es posible que la suerte me haya dado la espalda; pero no he caído tan bajo como tú... se dijo mirando las viejas sandalias tan reparadas, la desaseada sotana, el rostro sin afeitar y el pelo revuelto. Remigius nunca había sido gordo, pero ahora estaba más flaco que nunca. Su altiva expresión no lograba disimular las arrugas de agotamiento o sus amoratadas ojeras. Remigius aún no había sido doblegado pero sí llevaba recibidos muchos golpes.

-Que Dios te bendiga, hijo mío -dijo a William.

William no estaba dispuesto a soportar aquellas actitudes.

-¿Qué queréis, Remigius?

Insultaba deliberadamente al monje al no llamarle “padre” o “hermano.”

Remigius se sobresaltó como si le hubieran golpeado. William supuso que habría recibido algunos desplantes de ese estilo desde que volvió al mundo.

-El conde Richard se ha apropiado de nuevo de las tierras que me diste como dean del capítulo de Shiring.

-No es sorprendente -replicó William-. Todo ha de ser devuelto a quienes lo poseían en tiempos del viejo rey Henry.

-Pero entonces me quedo sin medios de subsistencia.

-Vos y un montón de gente más -le contestó William con despreocupación-. Tendréis que volver a Kingsbridge.

Remigius palideció por la ira.

-No puedo hacer eso -protestó en voz baja.

-¿Y por qué no? -le replicó William, que disfrutaba atormentándole.

-Tú sabes bien por qué no.

-¿Os diría Philip que no debísteis haber sonsacado secretos a niñas pequeñas? ¿Acaso creéis que piensa que le habéis traicionado al decirme dónde se ocultaban los proscritos? ¿Estará furioso con vos por haberos convertido en el dean de una iglesia que había de ocupar el lugar de su propia catedral? Bien, entonces supongo que no podéis volver.

-Dame algo -le suplicó Remigius-. Una aldea, una granja. ¡Una iglesia pequeña!

-No hay recompensas por perder, monje -le dijo William con acritud; estaba disfrutando de veras con todo aquello-. En el mundo que hay fuera del monasterio, nadie se preocupa de ti. Los patos se tragan a los gusanos y los zorros matan a los patos. Luego, llega el hombre y dispara contra los zorros. El diablo caza al hombre.

La voz de Remigius era casi un susurro.

-¿Qué puedo hacer?

-Mendigad -le aconsejó William sonriendo.

Remigius dio media vuelta y salió de la casa.

“Todavía orgulloso -pensó William-, aunque no por mucho tiempo. Mendigarás...”

Le complacía ver que la caída de otro había sido más dura que la suya. Jamás olvidaría el penoso suplicio de permanecer en pie delante de la puerta del que consideraba su propio castillo y ver que se le negaba la entrada. Ya había tenido sospechas al enterarse de que Richard había dejado Winchester con algunos de sus hombres. Luego, cuando se anunció el pacto de paz, la inquietud se convirtió en alarma y, junto con sus caballeros y hombres de armas, cabalgó sin descanso hasta Earlcastle. Había una reducida fuerza vigilando el castillo, por lo que imaginó que encontraría a Richard acampado en los alrededores montando el asedio. Al ver que todo parecía tranquilo se sintió aliviado y se burló de si mismo por su excesivo temor ante la súbita desaparición de Richard.

Al acercarse más, vio que el puente levadizo estaba levantado.

-¡Abrid al conde! -gritó deteniéndose al borde del foso.

Fue entonces cuando Richard apareció en las murallas.

-El conde está dentro.

Fue como si la tierra se hubiera abierto a sus pies. Siempre había tenido miedo de Richard, siempre lo había considerado un rival peligroso. Sin embargo, en aquellos momentos, no se había sentido en exceso vulnerable. Imaginó que el peligro real se presentaría a la muerte de Stephen, cuando Henry ascendiera al trono, pero que acaso aquello ocurriera dentro de unos diez años. En esos momentos, mientras se encontraba sentado en una miserable casa solariega, rumiando sus errores, comprendió con amargura que, en realidad, Richard había sido más listo que él. Se había deslizado a través de una angosta brecha. No podían acusarle de quebrantar la paz del rey, ya que todavía proseguía la guerra. Su reclamación del condado estaba legitimada por los términos del tratado de paz. Y Stephen, envejecido, cansado y derrotado carecía de energías para nuevas batallas.

Richard, magnánimo, había liberado a aquellos hombres de armas que quisieran continuar al servicio de William. Waldo One-eye (1) contó a William cómo habían tomado el castillo. Le exasperó la traición de Elizabeth, pero lo que para él resultaba más humillante era el papel desempeñado por Aliena. La chiquilla indefensa a la que él violó, atormentó y arrojó de su casa hacía tantos años, había vuelto para tomar venganza. Cada vez que pensaba en ello le subían del estómago bocanadas amargas, como si hubiera bebido vinagre.

Su primera intención había sido luchar contra Richard. William podía haber conservado su ejército, vivir en los campos y extorsionar impuestos y suministros a los campesinos, manteniendo una batalla continua con su rival. Pero Richard poseía el castillo y tenía el tiempo de su parte, ya que Stephen, que apoyaba a William estaba viejo y derrotado, mientras que el joven duque Henry, que respaldaba a Richard acabaría convirtiéndose en el segundo rey Henry.

Así que William decidió cortar por lo sano. Se retiró a la aldea de Hamleigh, y se instaló de nuevo en la casa solariega en la que creció. Hamleigh y las aldeas de alrededor le habían sido concedidas a su padre hacía treinta años. Era una propiedad que nunca formó parte del Condado, de manera que Richard no tenía derecho alguno sobre ella.

William esperaba que, si se mantenía apartado, Richard se diera por satisfecho con la venganza lograda y le dejara en paz. Hasta entonces había dado resultado. Sin embargo, William aborrecía la aldea de Hamleigh. Aborrecía las casas pequeñas y aseadas, los excitables patos en la alberca, la iglesia en piedra de un gris claro, los chiquillos con mofletes como manzanas, las mujeres de anchas caderas y los hombres fuertes y resentidos. La aborrecía por ser humilde, sencilla y pobre, y también porque simbolizaba la caída del poder de su familia. Observaba a los afanosos campesinos empezar la siembra de primavera, calculando su parte de aquella cosecha en verano. Y la encontraba escasa. Fue a cazar a su pequeña extensión de bosque sin lograr encontrar ni un venado.

-Ahora sólo podréis cazar jabalíes, señor. Los proscritos acabaron con los venados durante la época del hambre -le había dicho el guardabosques.

Celebraba juicios en el gran salón de la casa solariega, con el viento soplando a través de los agujeros en los muros de zarzo enjalbegado. Dictaba duras sentencias e imponía fuertes multas. Gobernaba, en fin, de acuerdo con sus caprichos. Pero ello le proporcionaba escasa satisfacción.

Como era lógico, había abandonado la construcción de la majestuosa iglesia nueva de Shiring. No se podía permitir construirse una casa de piedra; cuanto menos una iglesia. Los constructores habían dejado de trabajar al suspender él el pago de los salarios. Ignoraba lo que había sido de ellos. Tal vez hubieran regresado a Kingsbridge para trabajar con el prior Philip.

Sufría pesadillas.

Siempre era la misma. Veía a su madre en el lugar de los muertos. Sangraba por los oídos y los ojos y, cuando abría la boca para hablar, le salía más sangre. Aquella imagen despertaba en él un terror mortal. A plena luz del día no sabría decir cuál era el fin del sueño que tanto temía, ya que su madre no le amenazaba de manera alguna. Pero, por la noche, cuando su madre se le acercaba, el pavor se apoderaba por completo de él. Era un pánico irracional, histérico, ciego. En cierta ocasión, siendo muchacho, había vadeado un remanso que, de repente, se hizo profundo y se encontró sumergido bajo la superficie y sin poder respirar. La angustiosa necesidad de aire era uno de los recuerdos indelebles de su infancia. Pero esto era diez veces peor. Intentar huir del rostro ensangrentado de su madre era como intentar correr veloz por la arena. Solía despertarse con un violento sobresalto, como si le hubieran lanzado a través de la habitación, sudando y quejándose, el cuerpo dolorido por la espantosa tensión. Walter solía acudir junto a su lecho con una vela, ya que dormía en el salón, separado por una mampara, de los hombres, pues allí no había dormitorio.

-Has gritado, señor -murmuraba Walter.

William aspiraba con fuerza, contemplando la cama auténtica, la pared auténtica y al verdadero Walter, mientras la fuerza de la pesadilla se iba desvaneciendo hasta llegar un momento en que ya no sentía miedo alguno.

-No es nada. Sólo un sueño. Vete -solía decirle.

Pero le asustaba volver a dormirse. Y al día siguiente los hombres lo miraban como si estuviera embrujado.

Unos días después de su conversación con Remigius, se encontraba sentado en el mismo asiento duro, junto al mismo fuego humeante, cuando entró el obispo Waleran.

William se sobresaltó. Había oído caballos pero supuso que era Walter que volvía del molino. No supo qué hacer al ver al obispo. Waleran siempre se había mostrado arrogante y con aires de superioridad y, de vez en cuando, lograba que William se sintiera estúpido, desmañado y vulgar. Era humillante que Waleran pudiera ver el ambiente humilde en que vivía.

William no se levantó para saludar a su visitante.

-¿Qué queréis? -preguntó con tono cortante.

No tenía motivo para mostrarse cortés. Lo único que deseaba era que Waleran se largara lo antes posible.

El obispo hizo caso omiso de su descortesía.

-El sheriff ha muerto -dijo.

En un principio William no supo adónde quería llegar.

-¿Y a mí qué me importa?

-Habrá un nuevo sheriff.

William estaba a punto de decir: ¿Y qué? Pero se contuvo. A Waleran le preocupaba quién sería el nuevo sheriff. Y había acudido a hablar de ello con William. Eso sólo podía significar una cosa. Volvió a alentar esperanzas, más se refrenó. En todo cuanto concernía a Waleran las grandes esperanzas acababan en frustración y desesperación.

-¿En quién habéis pensado? -le preguntó.

-En ti.

Era la respuesta que William no se había atrevido a esperar. Un sheriff listo y despiadado podía ser casi tan importante como un conde o un obispo. Ese podía ser su camino de vuelta a las riquezas y al poder. Se detuvo a considerar los obstáculos.

-¿Y por qué el rey Stephen habría de nombrarme?

-Le apoyásteis contra el duque Henry con el resultado de que perdísteis vuestro Condado. Imagino que le gustaría recompensarte.

-Nadie hace jamás nada por gratitud -contestó William repitiendo una muletilla de su madre.

-Stephen no estará contento de que el conde de Shiring sea un hombre que luchó contra él. Es posible que quiera que su sheriff sea una fuerza compensadora frente a Richard.

Aquello parecía tener más lógica. William empezó a sentirse excitado contra su voluntad. Comenzó a creer que, en realidad, podría llegar a salir de aquel agujero llamado aldea Hamleigh. Tendría de nuevo una fuerza respetable de caballeros y hombres de armas, en lugar del lamentable puñado de guardianes de que disponía por el momento. Presidiría el tribunal del Condado de Shiring y quebrantaría la voluntad de Richard.

-El sheriff vive en el castillo de Shiring -dijo anhelante.

-Y serías de nuevo rico -añadió Waleran.

-Sí.

Si se sabía explotar bien, el cargo de sheriff podría resultar muy beneficioso. William haría casi tanto dinero como cuando era conde. Pero se preguntaba por qué Waleran habría mencionado esa cuestión.

Un instante después, el propio Waleran le daba la respuesta.

-Al fin y al cabo, estarías de nuevo en condiciones de financiar la nueva iglesia.

De manera que era eso. Waleran jamás hacía nada sin un motivo ulterior. Quería que William fuera sheriff para que pudiera construirle una iglesia. William estaba más que dispuesto a colaborar con el plan. Si pudiera terminar la iglesia en memoria de su madre, tal vez se acabaran las pesadillas.

-¿Creéis de verdad que puede lograrse? -preguntó ansioso.

Waleran asintió.

-Naturalmente costará dinero pero creo que puede hacerse.

-¿Dinero? -inquirió William inquieto de repente-. ¿Cuánto?

-Resulta difícil de decir. En algunos lugares como Lincoln o Bristol el cargo de sheriff te costaría de quinientas a seiscientas libras; pero allí son más ricos que los cardenales. En un lugar pequeño como Shiring, si eres el candidato que quiere el rey, y de eso yo puedo ocuparme, es posible que pudieras obtenerlo por cien libras.

-¡Cien libras!

Se derrumbaron las esperanzas de William. Desde el principio, había temido una decepción.

-¿Creéis que si tuviera cien libras estaría viviendo así?

-Puedes obtenerlas -dijo Waleran con tono ligero.

-¿De quién? -William tuvo una idea-. ¿Me las daréis vos?

-No seas estúpido -dijo Waleran con irritante condescendencia-. Para eso están los judíos.

William comprendió, con esa mezcla de esperanza y resentimiento que ya le era familiar, que una vez más el obispo tenía razón.

Habían pasado dos años desde que aparecieron las primeras grietas, y Jack todavía no había encontrado solución al problema. Y lo peor era que habían aparecido otras idénticas en el primer intercolumnio de la nave. En su boceto había algo básico que estaba equivocado. La estructura era lo bastante fuerte para soportar el peso de la bóveda, aunque no para ofrecer resistencia a los vientos que soplaban con tal fuerza contra los muros altos.

Permanecía en pie en el andamio a gran distancia del suelo, observando caviloso de cerca las nuevas grietas. Tenía que encontrar alguna forma de reforzar la parte superior del muro para que no se alterara con el viento.

Reflexionó en torno a la manera en que había quedado fortalecida la parte inferior del muro. En el exterior de la nave lateral, había pilares fuertes y gruesos que estaban conectados al muro de la nave mediante arbotantes ocultos en el tejado de ésta. Los arbotantes y los pilares proyectaban el muro a cierta distancia, semejantes a contrafuertes remotos. Como los apoyos quedaban escondidos, el aspecto de la nave era ligero y elegante.

Tenía que concebir un sistema similar para la parte superior. Podía hacer una nave lateral de dos pisos y limitarse a repetir los contrafuertes remotos. Pero con ello impediría la entrada de la luz que llegaba a través del triforio, cuando todo el concepto del nuevo estilo de construcción se basaba en dejar entrar más luz en la iglesia.

Claro que no era la nave como tal la que aportaba el apoyo. Éste procedía de los pesados pilares del muro lateral y de los arbotantes conectados. La nave ocultaba esos elementos estructurales. Si pudiera construir pilares y arbotantes para sostener el triforio, sin incorporarlos dentro de una nave, habría resuelto de un golpe el problema.

Desde el suelo le llamó una voz.

Frunció el ceño. Parecía como si hubiera estado a punto de ocurrírsele algo antes de que le interrumpieran. Pero ya se le había escapado. Miró hacia abajo. Le estaba llamando Philip.

Entró en la torreta y descendió la escalera de caracol. El prior le estaba esperando abajo. Se hallaba tan furioso que echaba humo.

-¡Richard me ha traicionado! -dijo sin más preámbulo.

Jack se mostró sorprendido.

-¿Cómo?

En un principio Philip no contestó a la pregunta.

-Después de cuanto he hecho por él -prosiguió furibundo-. Compré a Aliena la lana cuando todo el mundo intentaba estafarla. De no haber sido por mí, es posible que nunca hubiera podido iniciarse. Luego, cuando todo se hundió, le proporcioné un trabajo como Jefe de Vigilancia. Y el pasado noviembre le di el soplo del Tratado de Paz, lo que le permitió apoderarse de Earlcastle. Y ahora que ha recuperado el Condado y que gobierna con todo esplendor, me ha dado la espalda.

Jack jamás había visto a Philip tan lívido. El prior, cuya afeitada cabeza estaba enrojecida por la indignación, no podía ni hablar, y tartamudeaba.

-¿De qué manera os ha traicionado Richard? -preguntó Jack.

Una vez más Philip hizo caso omiso a la pregunta.

-Siempre supe que Richard era un hombre débil. A lo largo de los años, prestó escaso apoyo a Aliena. Se limitó a recibir lo que quería de ella y jamás tuvo en cuenta las necesidades de su hermana. Pero no pensé que llegara a ser un bellaco tan redomado.

-¿Qué ha hecho exactamente?

Finalmente logró que Philip le dijera lo que ocurría.

-Se niega a permitirnos acceso a la cantera.

Jack se mostró escandalizado. En verdad que aquello era un acto de increíble ingratitud.

-¿Y cómo lo justifica?

-Ha quedado establecido que todo ha de ser devuelto a quienes lo poseían en tiempos del viejo rey Henry. Y la cantera nos la concedió a nosotros el rey Stephen.

La codicia de Richard era escandalosa pero a Jack no le enfurecía tanto como a Philip. Ahora ya estaba construida la mitad de la catedral, en su mayor parte con piedra que habían tenido que pagar y, como quiera que fuese, seguirían haciéndolo.

-Bien, supongo que desde un punto de vista estricto, Richard cumple lo estipulado -dijo Jack en tono razonador.

Philip se mostró ofendido.

-¿Cómo puedes decir semejante cosa?

-Es algo parecido a lo que vos me hicísteis a mí -contestó Jack-. Después de haberos traído la Madonna de las Lágrimas y de haceros un boceto maravilloso para vuestra nueva catedral, y de construir unas murallas alrededor de la ciudad para protegeros de William, me anunciásteis que no podía vivir con la mujer que es la madre de mis hijos. Eso también es ingratitud.

Philip se mostró escandalizado ante aquel paralelismo.

-¡Eso es algo completamente distinto! -protestó-. Y no quiero que viváis separados. Es Waleran quien ha impedido la anulación. Las leyes de Dios dicen que no cometerás adulterio.

-Estoy seguro de que Richard podría alegar algo similar -insistió Jack-. No ha sido él quien ha ordenado la devolución de propiedades. No hace más que cumplir la ley.

Sonó la campana de mediodía.

-Existe una diferencia entre las leyes de Dios y las del hombre -rebatió Philip.

-Pero tenemos que vivir con ambas -replicó Jack-. Y ahora me voy a almorzar con la madre de mis hijos.

Se alejó dejando a Philip con aspecto trastornado. En realidad, no creía que Philip fuera tan ingrato como Richard; pero, en cierto modo, había dado rienda suelta a sus sentimientos al expresarse así. Decidió que preguntaría a Aliena qué pasaba con la cantera. Después de todo, tal vez se pudiera convencer a Richard de que la cediera de nuevo. Ella lo sabría.

Salió del recinto del priorato y recorrió las calles hasta la casa en la que vivía con Martha. Como de costumbre, Aliena y los niños estaban en la cocina. Una buena cosecha durante el último año había terminado con el hambre. Los alimentos ya no eran escasísimos. Sobre la mesa había pan de trigo y asado de cordero.

Jack besó a los niños. Sally le dio un suave beso infantil; pero Tommy, que ya tenía once años y estaba impaciente por crecer, le presentó la mejilla y parecía incómodo. Jack sonrió pero no dijo nada. Recordaba los tiempos en que a él los besos se le antojaban tontos.

Aliena parecía incómoda.

-Philip está furioso porque Richard no quiere darle la cantera -le comunicó Jack sentándose junto a ella en el banco.

-Es terrible -dijo Aliena con tono sosegado-. Richard es un desagradecido.

-¿Crees que se le podría convencer de que cambiara de idea?

-En verdad que no lo sé -respondió Aliena.

Parecía aturdida.

-No da la impresión de que te interese mucho el problema -observó Jack.

Ella lo miró desafiante.

-No. En efecto no me interesa.

Jack conocía aquel talante.

-Más vale que me digas lo que te bulle en la cabeza.

Aliena se puso en pie.

-Vayamos a la otra habitación.

Con una mirada lastimera a la pierna de cordero, Jack se levantó de la mesa y siguió a Aliena hasta el dormitorio. Dejaron la puerta abierta, como de costumbre, para evitar sospechas por si a alguien se le ocurría entrar en la casa. Aliena se sentó en la cama y se cruzó de brazos.

-He tomado una importante decisión -empezó diciendo.

Tenía una actitud tan seria que Jack se preguntó qué rayos podía haber pasado.

-Durante casi toda mi vida de adulta he soportado dos fardos abrumadores. Uno era el juramento que hice a mi padre cuando se hallaba moribundo. El otro, mis relaciones contigo.

-Pero ahora ya has cumplido el juramento que hiciste a tu padre -observó Jack.

-Sí. Y quiero quedar también libre del otro fardo. He decidido dejarte.

Jack sintió que se le paraba el corazón. Sabía que Aliena no decía esas cosas a la ligera. Hablaba en serio. Se quedó mirándola sin palabras. Se sentía desconcertado ante aquel anuncio, ya que nunca había imaginado que pudiera apartarse de él. ¿Cómo era posible que le ocurriera algo tan espantoso?

-¿Hay algún otro? -le preguntó.

Fue lo primero que se le vino a la cabeza.

-No seas estúpido.

-¿Entonces, por qué?

-Porque no puedo soportarlo más tiempo -dijo Aliena con los ojos llenos de lágrimas-. Hace ya diez años que esperamos esa anulación. Y jamás llegará, Jack. Estamos condenados a vivir así para siempre. a menos que nos separemos.

-Pero...

Trató de encontrar algo que decir. El anuncio de Aliena era tan desolador que parecía inútil discutir, igual que tratar de huir de un huracán. Sin embargo, lo intentó:

-¿No es mejor que nada? ¿No es mejor que la separación?

-A la larga no lo es.

-¿Y qué cambiará con que te vayas?

-Podría conocer a alguien, enamorarme de nuevo y vivir una vida normal -dijo ella.

Pero estaba llorando.

-Aun así seguirás casada con Alfred.

-Pero nadie lo sabrá ni tampoco les importará. Podría casarme un párroco que nunca haya oído hablar de Alfred Builder o que, aunque estuviera al tanto, no considerara el matrimonio válido.

-No puedo creer lo que estás diciendo. Y tampoco puedo aceptarlo.

-Diez años, Jack. He esperado diez años para tener una vida normal contigo. No esperaré más.

Aquellas palabras fueron como golpes. Aliena seguía hablando pero él ya no la oía. Sólo pensaba en cómo sería su vida sin ella.

-Verás, yo jamás he querido a nadie más -la interrumpió.

Aliena dio un respingo, como si hubiera sentido un gran dolor. Pero siguió con lo que estaba diciendo.

-Necesito unas semanas para organizarlo todo. Alquilaré una casa en Winchester. Deseo que los niños se acostumbren a la idea antes de que empiecen su nueva vida.

-Me vas a quitar a mis hijos -dijo él como alelado.

Aliena asintió.

-Lo siento -dijo, y por primera vez pareció vacilar en su decisión-. Sé que te echarán de menos. Pero necesitan llevar una vida normal.

Jack no pudo soportar más. Dio media vuelta.

-No te vayas. Hemos de hablar más de ello, Jack. -pidió Aliena.

Jack se alejó sin decir palabra. Oyó que lo llamaba:

-¡Jack!

Cruzó la sala de estar sin mirar a los niños y salió de la casa. Aturdido, volvió a la catedral sin saber a qué otro sitio ir. Los constructores estaban todavía almorzando. No podía llorar. Era demasiado terrible para que pudiera resolverse en lágrimas. Sin pensarlo, subió la escalera del crucero norte hasta el final y salió al tejado.

Allí arriba soplaba una brisa bastante fuerte, a pesar de que al nivel del suelo apenas se notaba. Jack miró hacia abajo. Si cayera desde allí aterrizaría en el tejado voladizo de la nave a lo largo del crucero. Probablemente moriría, pero no era seguro. Caminó hasta el cruce y quedó en pie allí donde el tejado terminaba a pico. Si la catedral, conforme al nuevo estilo, no era estructuralmente segura, y Aliena le iba a dejar, no tenía razón alguna para vivir.

Claro que la decisión de Aliena no había sido tan repentina como parecía. Hacía años que se sentía descontenta; ambos lo estaban. Pero se habían acostumbrado a la infelicidad. La recuperación de Earlcastle sacó a Aliena de su apatía y le hizo recordar que era dueña de su propia vida. Había desestabilizado una situación ya de por sí inestable. Algo semejante a la forma en que la tormenta había abierto grietas en las paredes de la catedral.

Observó el muro del crucero y el tejado de la nave lateral. Podía ver los pesados contrafuertes proyectándose desde el muro de la nave lateral y podía visualizar el arbotante que se hallaba debajo del tejado, conectando el contrafuerte con el pie del triforio. Lo que estaba pensando, momentos antes de que Philip le distrajera aquella mañana, era que la solución del problema sería un contrafuerte más alto, acaso otros veinte pies de altura con un segundo arbotante cruzando la brecha hasta el punto del muro en el que estaban apareciendo las grietas. El arco y el contrafuerte alto darían apoyo a la mitad superior de la iglesia y mantendrían el muro rígido cuando soplara el viento.

Eso resolvería probablemente el problema. La dificultad estribaba en que, si construía una nave de dos pisos para ocultar el contrafuerte alargado y el arbotante secundario, perdería luz. Y si no lo hacía.

“¿Y qué si no lo hago”,? se dijo.

Tenía la sensación de que ya nada importaba demasiado, ya que su vida se estaba desmoronando y con semejante talante no podía ver que hubiera nada malo en la idea de contrafuertes descubiertos. De pie allí, en el tejado, podía imaginar fácilmente el aspecto que tendrían. Una fila de columnas macizas de piedra se alzaría desde el muro lateral de la nave. Desde la parte superior de cada columna, un arbotante atravesaría el espacio vacío hasta el triforio. Tal vez pudiera poner un fastigio decorativo en la parte superior de cada columna, en el punto de arranque del arco. Eso era. Así tendría mejor aspecto.

Era una idea revolucionaria, construir grandes miembros de refuerzo en una posición en la que aparecieran claramente visibles. Pero formaba parte del nuevo estilo demostrar cómo se sostenía el edificio.

De cualquier modo, su instinto le decía que estaba en lo cierto. Cuanto más pensaba en ello más le gustaba. Visualizó la iglesia desde el oeste. Los arbotantes se asemejarían a las alas de una bandada de aves que estuvieran en fila, en el preciso momento del despegue. No era preciso que fueran macizos. Siempre que estuvieran bien construidos, podían ser esbeltos y elegantes, ligeros aunque fuertes, como el ala de un ave. Contrafuertes alados, se dijo, para una iglesia tan ligera que podría volar.

“Me pregunto si dará resultado.”

De súbito una ráfaga de viento le hizo perder el equilibrio. Se balanceó al borde del tejado. Por un momento creyó que iba a caer y se iba a matar. Pero al fin recuperó el equilibrio y se apartó del borde con el corazón palpitante.

Fue retrocediendo despacio y con sumo cuidado a lo largo del tejado hasta alcanzar la puerta de la torreta. Y bajó.

En la iglesia de Shiring las obras habían quedado completamente paradas. Al prior Philip le produjo cierto deleite aquello. Después de tantas veces como hubo de contemplar, desconsolado, un enclave de construcción desierto, no podía evitar sentir cierto placer al ver que ahora les ocurría lo mismo a sus enemigos. Alfred Builder sólo había tenido tiempo de demoler la vieja iglesia y echar los cimientos del nuevo presbiterio antes de que William fuera despojado del Condado, con lo cual se acabó el dinero. Philip se decía que estaba cometiendo pecado al sentirse tan contento por la ruina de una iglesia. Sin embargo era, a todas luces, la voluntad de Dios que la catedral fuera construida en Kingsbridge y no en Shiring. La mala fortuna que había desbaratado el proyecto de Waleran parecía un signo muy claro de las intenciones divinas.

Ahora que la iglesia más grande de la ciudad había sido derribada, las audiencias se celebraban en el gran salón del castillo. Philip cabalgaba colina arriba acompañado de Jonathan, a quien había designado su ayudante personal con ocasión de la total reorganización que siguió a la deserción de Remigius. Philip se había sentido conmocionado por aquella traición; aunque, por otro lado, se halló muy satisfecho de perderlo de vista. Desde que Philip derrotó a Remigius en las elecciones, éste había sido una espina clavada en su carne. La vida en el priorato era más agradable desde que él se fue.

Milius era el nuevo subprior. Sin embargo seguía desempeñando el cargo de tesorero con otros tres monjes a sus órdenes en la tesorería. Desde que Remigius se fue, nadie era capaz de imaginar lo que solía hacer durante todo el día.

Philip se sentía muy satisfecho de trabajar con Jonathan. Disfrutaba explicándole cómo debía gobernarse el monasterio, educándolo acerca de las maneras de regirse que tenía el mundo, mostrándole el mejor modo de tratar con las gentes. Por lo general, el muchacho resultaba simpático; pero a veces podía mostrarse acerbo y provocar la susceptibilidad de las gentes inseguras. Tenía que aprender que quienes le trataban de forma hostil lo hacían debido a su propia debilidad. Jonathan percibía la hostilidad y reaccionaba con enfado, en lugar de observar la debilidad y procurarles la seguridad en sí mismos.

Jonathan tenía una mente ágil y a menudo sorprendía a Philip por la rapidez con que comprendía las cosas. Philip se descubría a veces cometiendo pecado de orgullo al pensar lo parecido que el muchacho era a él.

Ese día lo llevaba consigo para enseñarle cómo actuaba el tribunal del Condado. Philip iba a pedir al sheriff que ordenara a Richard la apertura de la cantera al priorato. Estaba completamente seguro de que Richard estaba equivocadísimo desde el punto de vista legal. La nueva legislación sobre la devolución de la propiedad a quienes la poseían en la época del viejo rey Henry no afectaba en modo alguno los derechos del priorato. Su objeto era permitir al duque Henry la sustitución de los condes de Stephen por los suyos propios, y de esa manera recompensar a quienes le habían ayudado. Era evidente que no podía aplicarse a los monasterios. Philip tenía confianza en ganar el caso pero había que contar con un factor desconocido. El viejo sheriff había muerto y ese mismo día se anunciaría el nombre del sustituto. Nadie sabía quién podría ser. Se barajaban tres o cuatro nombres entre los ciudadanos más destacados de Shiring: David Merchant, el comerciante en sedas; Rees Welsh, un sacerdote que había actuado en el tribunal del rey; Giles Lionhert, un caballero terrateniente con propiedades en los alrededores de la ciudad o Hugh the Bastard, el hijo clandestino del obispo de Salisbury. Philip esperaba que fuera Rees; no por tratarse de un colega sino, porque lo más probable sería que favoreciese a la Iglesia. Pero Philip no estaba demasiado preocupado. Daba casi por hecho que cualquiera iba a sentenciar a su favor.

Entraron cabalgando en el castillo. No estaba demasiado fortificado. Como el conde de Shiring tenía un castillo aparte, fuera de la ciudad, Shiring se había librado de batallas durante varias generaciones. Más que fortaleza, era un centro administrativo, con despachos y viviendas para el sheriff y sus hombres. Y también mazmorras para quienes quebrantaban la ley. En el interior de los muros de piedra no había una verdadera torre del homenaje, sino una serie de edificaciones en madera. Philip y Jonathan acomodaron a sus caballos en la cuadra y se encaminaron hacia el edificio más amplio, el gran salón.

Las mesas de caballete que habitualmente formaban una T, habían sido colocadas de forma distinta. Se había observado la parte superior de la T montándola sobre un estrado que la situaba en un plano superior al del resto del salón. Las otras mesas estaban colocadas a los lados del salón, de manera que los demandantes se sentaran separados, evitando así la tentación de la violencia física.

El salón se encontraba ya repleto. Allí estaba el obispo Waleran, instalado en el estrado, con expresión malévola. Philip observó sorprendido a William Hamleigh sentado junto a él, hablando con el obispo por la comisura de la boca mientras observaban a la gente que iba llegando. ¿Qué hacía William allí? Durante nueve meses se había mantenido inactivo, sin apenas salir de su aldea. Philip, junto con otras muchas gentes del Condado, había albergado la esperanza de que siguiera así para siempre. Pero allí estaba, sentado en el banco como si todavía fuera el conde. El prior se preguntaba qué pequeña trama codiciosa, cruel y mezquina le habría llevado ese día al tribunal del Condado.

Philip y Jonathan se sentaron a un lado de la habitación y esperaron los procedimientos. En el tribunal se respiraba un ambiente activo y optimista. Como la guerra había llegado ya a su fin, la élite del país dirigía de nuevo su atención a los afanes de crear riqueza. Era una tierra fértil, que compensaba rápida sus esfuerzos. Ese año se esperaban cosechas excepcionales. El precio de la lana estaba subiendo. Philip había vuelto a emplear a casi todos los constructores que se fueron durante los momentos más duros de la época del hambre. Las gentes que habían sobrevivido en todas partes eran las personas más jóvenes, más fuertes y más saludables, las cuales en aquellos momentos, rebosaban de esperanzas. Allí, en el gran salón del Castillo de Shiring, se hacía evidente, por sus cabezas erguidas, por el tono de sus voces, por las botas nuevas de los hombres y la elegante indumentaria de las mujeres; y, además, por el hecho de ser lo bastante prósperos para poseer algo digno de ser disputado ante un tribunal.

Se pusieron en pie al entrar el ayudante del sheriff y el conde Richard. Ambos hombres subieron al estrado y permanecieron en pie. El ayudante leyó el decreto real nombrando al nuevo sheriff. Mientras comenzaba con la verborrea inicial, Philip miró en derredor en busca de los cuatro presuntos candidatos. Esperaba que el ganador tuviera valor. Lo necesitaba para imponer la ley ante magnates locales tan poderosos como el obispo Waleran, el conde Richard y Lord William. Era posible que el candidato triunfador conociera ya su nombramiento, puesto que no había motivo para mantenerlo secreto. Pero ninguno de los cuatro parecía muy animado. Normalmente, el designado permanecía en pie junto al ayudante mientras éste leía la proclamación. Pero los únicos que estaban allá arriba con él eran Richard, Waleran y William. A Philip se le ocurrió la idea aterradora de que pudieran haber nombrado sheriff a Waleran. Pero de inmediato se sintió mucho más horrorizado al escuchar lo que el ayudante leyó a continuación.

-... designo para el cargo de sheriff de Shiring a mi servidor William de Hamleigh y ordeno a todos los hombres que le ayuden.

Philip miró a Jonathan.

-¡William! -exclamó.

Se oyeron murmullos de sorpresa y desaprobación entre los ciudadanos asistentes.

-¿Cómo habrá podido conseguirlo? -preguntó Jonathan.

-Supongo que pagando.

-¿Y de dónde sacó el dinero?

-Me imagino que habrá obtenido un préstamo.

William se dirigió sonriente hacia el trono de madera instalado en el centro. Philip recordó que un día había sido un joven apuesto. Todavía no había cumplido los cuarenta, estaba rondándolos; pero parecía más viejo. Tenía el cuerpo pesado y la tez congestionada por el vino. Había desaparecido la fuerza dinámica y el optimismo que prestan atractivo a los rostros jóvenes, siendo sustituidos por un aspecto disipado.

Al tiempo que William se sentaba, Philip se puso en pie.

-¿Nos vamos? -musitó Jonathan al tiempo que le imitaba.

-Sígueme -le dijo en voz queda.

Se hizo el silencio en el salón. Todas las miradas les seguían mientras atravesaban la sala del tribunal. El gentío iba abriéndoles paso. Llegaron a la puerta y salieron. Al cerrarse tras ellos, hubo un murmullo general de comentarios.

-No teníamos posibilidad de éxito con William en el cargo -comentó Jonathan.

-Habría sido aún peor -dijo Philip-. Si hubiéramos presentado nuestra demanda es posible que hubiéramos perdido otros derechos.

-La verdad es que nunca pensé en ello.

Philip asintió tristemente.

-Con William de sheriff, Waleran de obispo y el desleal Richard de conde, ya es del todo imposible que el priorato de Kingsbridge obtenga justicia en este Condado. Pueden hacernos cuanto quieran.

Mientras un mozo de cuadra les ensillaba los caballos, siguió exponiendo sus ideas.

-Voy a suplicar al rey que otorgue la condición de municipio a Kingsbridge. De esa manera, tendremos nuestro propio tribunal y pagaremos nuestros impuestos directamente al rey. Estaríamos fuera de la jurisdicción del sheriff.

-En el pasado siempre fuísteis contrario a ello -observó Jonathan.

-Estaba en contra porque concede a la ciudad el mismo poder que al priorato. Pero ahora creo que podemos aceptarlo como precio de la independencia. La alternativa es William.

-¿Nos concederá tal cosa el rey Stephen?

-Es posible por un precio. Pero, si no lo hace él, tal vez lo haga Henry cuando suba al trono.

Montaron sus caballos atravesando con gran desánimo la ciudad.

Traspusieron la puerta y pasaron junto al vaciadero de desperdicios que había en los campos yermos, nada más salir. Algunas gentes decrépitas hurgaban en la basura buscando algo que pudieran comer, ponerse o quemar para calentarse. Philip los miró indiferente al pasar. De repente, uno de ellos le llamó la atención. Una figura alta y familiar se encontraba inclinada sobre un montón de harapos, rebuscando entre ellos los que pudieran servir. Philip detuvo su caballo. Jonathan lo imitó.

-Mira -dijo Philip.

Jonathan siguió la dirección de su mirada.

-Remigius -murmuró en voz queda al cabo de un minuto.

Philip se quedó observándolo. Era evidente que Waleran y William se habían desentendido de él hacía ya algún tiempo, al agotarse los fondos para la nueva iglesia. Ya no le necesitaban. Remigius había traicionado a Philip, al priorato y a Kingsbridge, todo ello por la esperanza de ser nombrado dean de Shiring. Pero el premio se había reducido a cenizas.

Philip hizo salir a su caballo del camino y atravesar el campo yermo hasta donde se encontraba Remigius. Jonathan le siguió. Se sentía un olor nauseabundo que parecía ascender del suelo semejante a la niebla. Al acercarse, observó que Remigius estaba flaco hasta parecer casi un esqueleto. Llevaba el hábito sucio e iba descalzo. Tenía sesenta años y había pasado toda su vida de adulto en el priorato de Kingsbridge. Nadie le enseñó jamás a vivir en la miseria. Philip le vio sacar de aquella basura un par de zapatos de cuero. Tenían grandes agujeros en las suelas pero Remigius los miró con la expresión de un hombre que acabara de encontrar un tesoro oculto. Cuando se disponía a probárselos, vio a Philip.

Se enderezó. En su rostro podía verse la lucha que mantenían sus sentimientos de vergüenza y de desafío.

-Bien, ¿has venido a deleitarte con mi situación? -preguntó al cabo de un momento.

-No -contestó Philip con voz tranquila.

Su viejo enemigo ofrecía una imagen tan lamentable que Philip sólo sentía compasión por él. Desmontó y sacó un frasco de sus alforjas.

-He venido a ofrecerte un trago de vino.

Remigius no hubiera querido aceptar pero estaba demasiado necesitado para andarse con remilgos. Vaciló tan sólo un instante y le arrebató el frasco. Olfateó el vino con suspicacia y se llevó el frasco a la boca. Una vez que hubo empezado a beber no veía la manera de parar. Sólo quedaba media pinta y la apuró en cuestión de segundos. Cuando apartó el frasco, se tambaleó un poco.

Philip le cogió el recipiente vacío y volvió a meterlo en las alforjas.

-Más vale que comas también algo -dijo al tiempo que sacaba una pequeña hogaza.

Remigius cogió el pan que le tendía y empezó a zampárselo. Era evidente que hacía días que no había comido y, probablemente, no había tenido una comida decente durante semanas. “Puede morirse pronto -se dijo con tristeza Philip-. Si no de hambre, es muy posible que de vergüenza.”

El pan desapareció como por encanto.

-¿Quieres volver? -le preguntó Philip.

Oyó a Jonathan emitir una exclamación entrecortada. Al igual que muchos monjes, Jonathan esperaba no ver jamás a Remigius. Debió pensar que Philip se había vuelto loco al ofrecerle regresar al monasterio.

-¿Volver? ¿En calidad de qué? -dijo, recuperando por un instante los resabios del viejo Remigius.

Philip movió la cabeza pesaroso.

-En mi priorato nunca volverás a ocupar cargo alguno, Remigius. Vuelve sencillamente como un humilde monje. Pide a Dios que te perdone tus pecados y vive el resto de tu vida en oración y contemplación, preparando tu alma para el cielo.

Remigius echó la cabeza hacia atrás y Philip esperó recibir una negativa desdeñosa. Pero nunca llegó. Remigius abrió la boca para hablar; a continuación volvió a cerrarla y bajó la mirada. Philip permaneció inmóvil y callado, observando, preguntándose qué iría a pasar. Se hizo el silencio durante largo rato. Philip contenía el aliento. Al alzar de nuevo Remigius el rostro lo tenía húmedo por las lágrimas.

-Sí, padre, por favor -dijo-. Quiero volver a casa.

Philip se sintió embargado por un ardiente gozo.

-Entonces pongámonos en marcha -decidió-. Monta mi caballo.

Remigius quedó pasmado.

-¿Qué estáis haciendo, padre? -preguntó Jonathan.

-Vamos, haz lo que te digo -insistió Philip a Remigius.

Jonathan se hallaba horrorizado.

-¿Pero cómo viajaréis, padre?

-Iré andando -contestó Philip con expresión feliz-. Uno de nosotros debe hacerlo.

-¡Que sea Remigius! -protestó Jonathan con tono ultrajado.

-Dejémoslo que cabalgue -dijo a su vez Philip-. Hoy ha complacido a Dios.

-¿Y qué me decís de vos? ¿No habéis complacido a Dios más que Remigius?

-Jesús dijo que hay más gozo en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos -replicó Philip-. ¿Acaso no recuerdas la parábola del hijo pródigo? Cuando volvió a casa, su padre mató el becerro bien cebado. Los ángeles se regocijan con las lágrimas de Remigius. Lo menos que puedo hacer yo es darle mi caballo.

Cogió las riendas del animal y lo condujo a través del campo yermo hasta el camino. Jonathan le siguió.

-Por favor, padre, coged mi caballo y dejad que camine yo -pidió Jonathan desmontando cuando hubieron llegado al camino.

Philip se volvió hacia él y le habló con cierta severidad.

-Monta de nuevo tu caballo y deja de polemizar conmigo. Limítate a reflexionar acerca de lo que se está haciendo y por qué.

Jonathan pareció perplejo, pero volvió a montar y quedó callado.

Tomaron el camino de regreso a Kingsbridge. Se encontraba a veinte millas de distancia. Philip empezó a caminar. Se sentía feliz. El retorno de Remigius compensaba con creces la cantera. “He perdido en el tribunal, se dijo, pero no eran más que piedras. Lo que he ganado es algo infinitamente más valioso. Hoy he ganado el alma de un hombre.”

En el barril flotaban las manzanas frescas y maduras, brillando rojas y amarillas mientras el sol reverberaba sobre el agua. Sally, de nueve años, se inclinaba excitada sobre el borde del barril con las manos entrelazadas en la espalda, intentando coger una manzana con los dientes. Al escurrírsele, hundió la cara en el agua. La sacó al punto, escupiendo y muerta de risa. Aliena sonrió un poco y le secó la cara.

Era una tarde cálida de finales de verano. Se celebraba la fiesta de un santo y la mayor parte de la ciudad se encontraba reunida en la pradera al otro lado del río para el juego de la manzana. Esa era una de las ocasiones con las que Aliena siempre disfrutaba. Pero el hecho de que iba a ser su última fiesta de santo en Kingsbridge atormentaba de continuo su mente, haciendo decaer su ánimo. Seguía decidida a dejar a Jack: pero, desde el mismo instante en que tomó esa determinación, empezó a sentir el dolor de la pérdida. Tommy merodeaba alrededor del barril y Jack lo llamó.

-¡Vamos, Tommy, inténtalo!

-Todavía no -le contestó.

A los once años, Tommy sabía que era más listo que su hermana, y también pensaba que iba muy por delante de la mayoría de los demás. Estuvo durante un rato observando, dedicado a estudiar la técnica de quienes lograban hacerse con la manzana. Aliena se fijaba en su observación. Sentía por el muchacho un cariño especial. Jack tenía más o menos su edad cuando lo conoció, y Tommy era idéntico a él de muchacho. Cuando lo miraba, sentía la nostalgia de la infancia. Jack quería que Tommy fuera constructor; pero, hasta entonces, no había mostrado interés alguno por la construcción, sin embargo había mucho tiempo por delante.

Por fin se detuvo ante el barril. Se inclinó sobre él y fue bajando muy despacio la cabeza con la boca completamente abierta. Hundió en el agua la manzana que había elegido y metió toda la cara. Luego, la sacó triunfante con la manzana entre los dientes.

Tommy tendría éxito con todo cuanto se propusiera. Había en él algo de su abuelo, el conde Bartholomew. Tenía una voluntad muy fuerte y un sentido algo inflexible acerca del bien y del mal.

Era Sally la que había heredado la naturaleza despreocupada de Jack y su desdén por las reglas del hombre. Cuando el padre contaba historias a los niños, Sally siempre simpatizaba con los desheredados, en tanto que Tommy lo más probable era que los enjuiciara. Cada uno de los chiquillos tenía la personalidad de uno de sus progenitores y el físico del otro. La despreocupada Sally tenía las facciones correctas y la maraña de bucles oscuros de su madre, en tanto que el decidido Tommy tenía el pelo color zanahoria de su padre así como su tez blanca y sus ojos azules.

-¡Aquí llega tío Richard! -gritó en ese momento Tommy.

Aliena dio media vuelta y siguió la dirección de su mirada. En efecto, su hermano el conde llegaba cabalgando a la pradera acompañado de unos cuantos caballeros y escuderos. Aliena estaba horrorizada. ¿Cómo era posible que tuviera la desfachatez de dejarse ver por allí después de la faena que había hecho a Philip con la cantera?

Se acercó al barril sonriendo a todo el mundo y estrechando manos.

-Intenta pescar una manzana, tío Richard. ¡Puedes hacerlo! -dijo Tommy.

Richard metió la cabeza en el barril y la sacó con una manzana entre los dientes blancos y fuertes y con el pelo rubio chorreando.

“Siempre ha sido más hábil en los juegos que en la vida real”, se dijo Aliena.

No iba a permitir que se saliera con la suya como si nada malo hubiera hecho. Era posible que otros temieran decirle algo porque se trataba del conde. En cambio, para ella era tan sólo su estúpido hermano pequeño.

Se acercó a darle un beso: pero ella le apartó.

-¿Cómo has podido robar la cantera al priorato? -le increpó.

Jack, presintiendo que se avecinaba una pelea, cogió de la mano a los niños y se alejó.

Richard pareció dolido.

-Todas las propiedades han sido devueltas a quienes las poseían en...

-No me vengas con esas -le interrumpió Aliena-. ¡Después de todo lo que Philip ha hecho por ti!

-La cantera forma parte de mi herencia -dijo.

La llevó aparte y empezó a hablar en voz baja para que nadie más pudiera oírles.

-Además -explicó- necesito el dinero que obtengo con la venta de la piedra, Allie.

-Eso es porque no haces otra cosa que ir de caza y practicar la cetrería.

-¿Y qué habría de hacer?

-Lo que debieras hacer es preocuparte de que la tierra produzca riqueza. ¡Hay tanto por hacer! Reparar los daños causados por la guerra y el hambre, introducir nuevos métodos de cultivos, limpiar los bosques y desecar los pantanos. ¡Así es como aumentarías tu riqueza! Y no robando la cantera que el rey Stephen dio al priorato de Kingsbridge.

-Jamás he cogido nada que no fuera mío.

-¡Si no has hecho otra cosa! -le rebatió Aliena.

Estaba ya lo bastante enfadada para decir cosas que era mejor callar.

-Jamás has trabajado para conseguir algo. Cogiste mi dinero para tus estúpidas armas, cogiste el trabajo que te dio Philip, cogiste el Condado cuando yo te lo entregué en bandeja de plata. Y ahora ni siquiera eres capaz de gobernarlo sin coger cosas que no te pertenecen.

Dio media vuelta y se alejó furiosa.

Richard iba a seguirla pero alguien se interpuso inclinándose para saludarle y preguntarle cómo estaba. Aliena le oyó dar una respuesta cortés y entablar luego una conversación. Tanto mejor. Había dicho lo que se proponía y no quería discutir más con él. Llegó al puente y miró hacia atrás. Alguien más hablaba en aquel momento con Richard, el cual le hizo una señal con la mano indicándole que quería seguir hablando con ella pero que en ese momento se hallaba ocupado. Vio a Jack, a Tommy y a Sally que empezaban a jugar con un palo y una pelota. Se quedó mirándolos mientras se divertían juntos al sol. Comprendió que no podía separarlos. “¿Pero de qué otra manera puedo llevar una vida normal”,? se preguntó.

Cruzó el puente y entró en la ciudad. Quería estar un rato sola.

Había alquilado una casa en Winchester. Era muy grande. Tenía una tienda en la planta baja y, encima, una gran sala de estar y dos dormitorios separados. También había, al final del patio, un enorme almacén, para sus tejidos. Pero cuanto más se acercaba la fecha del traslado, menos deseos tenía de llevarlo a cabo.

Hacía calor en las calles de Kingsbridge, las cuales se hallaban polvorientas. El aire estaba lleno de las moscas que se alimentaban en los incontables estercoleros. Todas las tiendas y casas permanecían cerradas a cal y canto. La ciudad se encontraba desierta. Todo el mundo se había ido a la pradera.

Se dirigió a casa de Jack. Allí era adonde acudirían todos una vez terminado el juego de la manzana. Vio la puerta abierta. Frunció el ceño irritada. ¿Quién la habría dejado así? Demasiada gente tenía la llave. Ella, Jack, Richard y Martha. No había gran cosa que robar. Desde luego Aliena no tenía allí su dinero. Hacía ya años que Philip la dejaba guardarlo en la tesorería del priorato. Pero la casa se estaría llenando de moscas.

Entró. Había una fresca penumbra. Las moscas revoloteaban en el centro de la habitación. Unos moscardones se arrastraban por la mantelería y dos avispas peleaban furiosas alrededor de la tapa del tarro de miel.

Y Alfred estaba sentado sobre la mesa.

Aliena lanzó un leve grito de terror pero se recuperó de inmediato.

-¿Cómo has entrado? -le preguntó.

-Tengo una llave.

“La había guardado durante mucho tiempo”, se dijo Aliena. Se quedó mirándolo. Tenía huesudos los anchos hombros, y la cara demacrada.

-¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó.

-He venido a verte.

Aliena notó que estaba temblando; no de miedo sino de ira.

-Pues yo no quiero volver a verte a ti, ni ahora ni nunca -le espetó-. Me trataste como a un perro y luego a Jack le diste lástima y te empleó. Pero traicionaste su confianza y te llevaste a todos los artesanos contigo a Shiring.

-Necesito dinero -dijo con un tono en el que se mezclaban la súplica y el desafío.

-Entonces trabaja.

-En Shiring han suspendido la construcción y aquí en Kingsbridge no puedo encontrar trabajo.

-Pues vete a Londres. O a París.

Insistió con la tozudez de un buey.

-Pensé que tú me ayudarías a salir adelante.

-Aquí no te necesitamos para nada. Más vale que te vayas.

-¿No tienes piedad? -le preguntó.

Su tono ya no era desafiante sino pura súplica.

Aliena se apoyó sobre la mesa para mantenerse firme.

-¿Todavía no has comprendido, Alfred, que te aborrezco?

-¿Por qué? -inquirió.

Parecía ofendido, como si aquello fuera una sorpresa para él.

“Santo cielo, es realmente estúpido -se dijo Aliena-. Es cuanto puede decirse de él como excusa.”

-Dirígete al monasterio si quieres caridad -respondió cautelosa-. La capacidad para el perdón que tiene el prior Philip es sobrehumana. La mía no.

-Pero eres mi mujer -alegó Alfred.

Eso sí que era bueno.

-No soy tu mujer -dijo apretando los dientes-. Tú no eres mi marido, jamás lo fuiste. Y ahora sal de esta casa.

La cogió por sorpresa y la agarró por el pelo.

-Eres mi mujer -repitió.

La atrajo hacia sí sobre la mesa y con la mano libre le agarró un seno apretándoselo con fuerza.

Aquello desconcertó a Aliena. Era lo último que esperaba de un hombre que durante nueve meses había dormido en la misma habitación con ella sin haber logrado una sola vez realizar el acto sexual. Empezó a chillar intentando apartarse de él. Pero la tenía fuertemente sujeta por el cabello y la atrajo de nuevo hacia sí.

-Nadie te oirá gritar -le dijo-. Todos están del otro lado del río.

Aliena sintió de súbito auténtico miedo. Estaban solos y Alfred era muy fuerte. ¡Al cabo de tantas millas recorriendo los caminos, de tantos años de arriesgar el cuello viajando, la estaba atacando, en su casa, el hombre con el que se había casado!

-Estás asustada, ¿eh? Más te valdrá ser amable -la coaccionó Alfred viendo el pánico en sus ojos.

Luego, la besó en la boca. Aliena le mordió el labio con toda la fuerza de que era capaz, y él lanzó un rugido de dolor.

Aliena no vio el golpe que se avecinaba. Explotó con tal fuerza contra su mejilla que, al momento, pensó aterrada que le había roto los huesos. Por un instante perdió la visión y el equilibrio. El golpe la apartó de la mesa y sintió que caía. Los junquillos del suelo amortiguaron el impacto. Sacudió la cabeza para aclarársela y trató de sacar la daga que llevaba sujeta al brazo izquierdo. Antes de que pudiera hacerlo, sintió que la agarraban por las muñecas y oyó a Alfred decir:

-Sé lo de esa pequeña daga. Te he visto desnudarte, ¿recuerdas?

Le soltó las manos, la golpeó de nuevo en la cara y cogió la daga. Aliena intentó zafarse. Alfred se sentó sobre sus piernas y, con la mano izquierda, la agarró por la garganta. Ella agitó los brazos desesperada. De repente, la punta de la daga se encontró a una pulgada de su ojo.

-Estate quieta o te sacaré los ojos -la amenazó Alfred.

Se quedó rígida. Le aterraba la idea de quedarse ciega. Había visto hombres a los que a modo de castigo habían dejado ciegos. Recorrían las calles pidiendo limosnas con sus cuencas vacías clavadas de un modo horrible en el transeúnte. Los chiquillos los atormentaban pellizcándoles y poniéndoles la zancadilla hasta lograr enfurecerlos, en su vano intento de pescar a alguno de sus atormentadores, lo que hacía el juego más divertido. Por lo general morían al cabo de uno o dos años.

-Pensé que esto te calmaría -dijo Alfred.

¿Por qué hacía aquello? Jamás le demostró sentir el menor deseo. ¿Sería porque estaba vencido y furioso y ella era vulnerable? ¿Acaso representaba el mundo que le había rechazado?

Alfred se inclinó hacia delante sujetándola con una rodilla a cada lado de las caderas, sin apartar la daga de su ojo. Una vez más, acercó su cara a la de ella.

-Ahora muéstrate cariñosa -le aconsejó, besándola otra vez.

La barba sin afeitar le rascaba la cara. El aliento le olía a cerveza y cebolla. Aliena apretó con fuerza la boca.

-No eres muy cariñosa -le reprochó-. Bésame tú.

Volvió a besarla al tiempo que le acercaba más la punta de la daga. Cuando le rozó el párpado Aliena movió los labios. El sabor de su boca le produjo náuseas. Alfred metió su áspera lengua entre los labios de ella, que sintió como si fuera a vomitar e intentó desesperadamente contenerse por miedo a que la matara.

Él se apartó de nuevo, aunque manteniendo la daga junto a su cara.

-Ahora toca esto -le dijo.

Le cogió la mano y la metió por debajo de su túnica. Aliena rozó su órgano.

-Cógelo -le dijo.

Ella obedeció.

-Ahora frótalo suavemente.

Así lo hizo Aliena. Pensó que, si le daba placer total, tal vez evitaría de esa manera el que la penetrara. Lo miró a la cara con terror. Estaba congestionado y tenía los ojos cargados. Se lo frotó hasta el final, recordando que eso enloquecía a Jack.

Mucho se temía que nunca iba a volver a disfrutar con aquello, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Alfred hizo con la daga un movimiento peligroso.

-¡No tan fuerte! -le gritó.

Aliena se concentró.

Y entonces se abrió la puerta.

El corazón de Aliena saltó esperanzado. Por una rendija, entró en la habitación un brillante rayo de sol que la deslumbró a través de las lágrimas. Alfred se quedó rígido. Ella apartó la mano.

Los dos miraron hacia la puerta. ¿Quién era? Aliena no podía ver. “Que no sea uno de los niños, por favor, Dios mío -suplicó-. Me sentiría tan avergonzada.” Se escuchó un rugido de ira. Era la voz de un hombre. Parpadeó intentando ver y reconoció a su hermano.

El pobre Richard. Era casi peor que si se hubiera tratado de Tommy. Richard, que en la oreja izquierda, en lugar del lóbulo, tenía una cicatriz que le recordaba siempre la terrible escena que le obligaron a presenciar cuando solo tenía catorce años. Y ahora estaba presenciando otra. ¿Cómo podría soportarlo?

Alfred empezaba a ponerse en pie. Pero Richard fue demasiado rápido para él. Aliena tuvo una visión borrosa de su hermano atravesando la pequeña habitación y levantando el pie calzado con la bota, el cual alcanzó con un golpe tremendo la mandíbula de Alfred, que se estrelló contra la mesa. Richard se lanzó sobre él, pisando a Aliena sin darse siquiera cuenta, y le atacó con los puños y los pies. Ella se quitó de en medio a duras penas. El rostro de Richard era una máscara de furia indómita. No miró a Aliena. Ella se dio cuenta de que no le importaba. Estaba enfurecido, no por lo que Alfred le hubiera hecho en esos momentos, sino por lo que William y Walter le hicieran a él, Richard, dieciocho años antes. Entonces era joven, débil e indefenso; pero se había convertido ya en un hombre alto y fuerte, en un luchador experimentado, y al fin encontraba un blanco para la ira enloquecedora que alimentó durante todos esos años. Golpeó a Alfred una y otra vez con ambos puños. Alfred retrocedía tambaleándose alrededor de la mesa, y hacía un débil intento de protegerse con los brazos levantados. Richard le alcanzó en la barbilla con un potente derechazo y Alfred cayó de espaldas.

Quedó tumbado sobre los junquillos mirando hacia arriba aterrado. Aliena se hallaba asustada por la violencia de su hermano.

-¡Basta ya, Richard! -le gritó.

Él la ignoró por completo y se adelantó para seguir dando puntapiés a Alfred, el cual, de repente, se dio cuenta de que todavía tenía en la mano la daga de Aliena. Esquivó los golpes y, poniéndose rápidamente en pie, atacó con el arma. Richard, cogido por sorpresa, saltó hacia atrás. Alfred se lanzó de nuevo contra él, haciéndole retroceder a través de la habitación. Aliena observó que los dos hombres eran de estatura y constitución semejantes. Richard era un luchador nato pero Alfred tenía un arma. Las fuerzas estaban ya desgraciadamente equilibradas. De repente, Aliena temió por su hermano. ¿Qué pasaría si fuera Alfred quien venciera? Entonces sería ella la que habría de luchar contra Alfred.

Miró en derredor buscando algo con que atacar. Clavó los ojos en el montón de leña que había junto al hogar. Cogió un pesado tronco.

Alfred se lanzó de nuevo contra Richard. Éste le esquivó. Luego, cuando Alfred tenía el brazo tensado, Richard lo agarró por la muñeca y tiró de él. Alfred avanzó hacia delante tambaleándose, perdido el equilibrio. Richard le dio rápidos y repetidos golpes con los puños en el cuerpo y la cara. Richard tenía el rostro contraído en una mueca salvaje, la sonrisa de un hombre que estaba tomándose venganza. Alfred empezó a gimotear levantando de nuevo los brazos para protegerse.

Richard vaciló jadeante. Aliena pensó que aquello acabaría allí. Pero, de repente, Alfred atacó de nuevo con rapidez sorprendente y esa vez la punta de la daga rozó la mejilla de Richard, quien retrocedió de un salto, sintiendo el escozor del rasguño. Alfred avanzó con la daga en alto. Aliena comprendió que iba a matar a su hermano. Corrió hacia Alfred enarbolando el leño con todas sus fuerzas. No acertó con la cabeza; pero le alcanzó en el hombro derecho. Oyó el crujido al chocar el madero con el hueso. La mano de Alfred quedó inerte por el golpe y se le cayó la daga.

Aquello terminó de una manera espantosamente rápida.

Richard se inclinó, cogió la daga de Aliena y, con ese mismo movimiento, cogiendo a Alfred desprevenido se la hundió en el pecho con terrible fuerza.

La daga se hundió hasta la empuñadura.

Aliena se quedó mirando horrorizada. Había sido un golpe espantoso. Alfred chilló como un cerdo en el matadero. Richard sacó la daga, lo cual hizo brotar la sangre. Alfred abrió la boca para volver a gritar pero sin emitir sonido alguno. La cara se le puso blanca; luego gris y, cerrando los ojos, cayó al suelo. La sangre empapó los junquillos.

Aliena se arrodilló junto a él. Los párpados se agitaron levemente. Todavía respiraba pero su vida se extinguía. Miró a Richard que estaba en pie respirando con fuerza.

-Se esta muriendo -le dijo.

Richard asintió. No parecía muy impresionado.

-He visto morir a hombres mejores -dijo-. Y he matado a hombres que lo merecían menos.

Aliena se sintió turbada ante su frialdad; pero no dijo nada. Acababa de recordar la primera vez que Richard mató a un hombre. Fue después de que William se hubiera apoderado del castillo. Richard y ella iban de camino a Winchester cuando dos ladrones les atacaron. Aliena apuñaló a uno de ellos, pero había obligado a Richard, que sólo tenía quince años, a asestarle el golpe de gracia. “Si es cruel, ¿quién le empujó a ello”,? se dijo sintiéndose culpable.

Observó de nuevo a Alfred. Tenía los ojos abiertos y la contemplaba. Casi se sintió avergonzado de la escasa compasión que le inspiraba ese hombre moribundo. Pensó, mientras le miraba a los ojos, que él jamás se había mostrado compasivo, indulgente ni generoso. Durante toda su existencia había alimentado sus resentimientos y rencores y había disfrutado con acciones vengativas y maliciosas. “Tu vida, Alfred, pudo haber sido diferente -se dijo-. Pudiste mostrarte cariñoso con tu hermana y perdonar a tu hermanastro que fuera más inteligente que tú. Pudiste haberte casado por amor en lugar de hacerlo por venganza. Pudiste haber sido leal al prior Philip. Pudiste haber sido feliz.”

De repente abrió los ojos desmesuradamente.

-¡Dios, que dolor! -dijo.

Aliena ansiaba que se muriera pronto.

Alfred cerró los ojos.

-Es el final -dijo Richard.

Alfred dejó de respirar.

Aliena se puso en pie.

-Soy viuda.

Alfred fue enterrado en el cementerio del priorato de Kingsbridge. Así lo había deseado Martha que era su única pariente consanguínea. También fue la única persona que sintió pena. Alfred jamás había sido bueno con ella, y hubo de refugiarse, siempre en su hermanastro Jack en busca de cariño y protección. Sin embargo, quiso que lo enterraran cerca para así poder visitar la tumba. Cuando el ataúd fue descendido a tierra, sólo Martha lloró.

Jack parecía aliviadísimo de que Alfred ya no existiera. Tommy, en pie junto a Aliena, se mostraba muy interesado por todo aquello. Era el primer funeral familiar, y el ritual de la muerte le resultaba nuevo. Sally, muy pálida y asustada, se aferraba a la mano de Martha.

Richard también estaba allí. Dijo a Aliena, durante el oficio, que había acudido para pedir el perdón de Dios por haber matado a su cuñado. Se apresuró a añadir que no era que creyese haber hecho algo malo. Sólo quería estar a salvo.

Aliena, que tenía todavía la cara herida e hinchada por los golpes de Alfred, recordaba al difunto cómo era la primera vez que lo vio. Había ido a Earlcastle con su padre, Tom Builder, y con Martha, Ellen y Jack. Ya entonces Alfred era el camorrista de la familia, grande, fuerte y bovino, un retorcido trapacero con una vena de bascosidad. Si por aquel entonces Aliena hubiera podido imaginar que acabaría casándose con él se habría sentido tentada de arrojarse desde las almenas. No pensó ni por un momento que volvería a ver a aquella familia una vez que hubieran marchado del castillo. Pero tanto unos como otros habían acabado viviendo en Kingsbridge. Alfred y ella habían creado la comunidad parroquial, que en aquellos momentos era una institución tan importante en la vida de la ciudad. Fue entonces cuando Alfred le pidió que se casara con ella. Ni por un momento se le ocurrió que hubiera podido hacerlo por rivalidad con su hermanastro y no por propio deseo. Entonces le había rechazado. Pero, más adelante, Alfred descubrió cómo manipularla, convenciéndola al fin de que acudiera a tomarlo como esposo, con la promesa de ayudar a su hermano. Rememorando todo ello, Aliena llegó a la conclusión de que Alfred se merecía toda la frustración y humillación derivada de su matrimonio. Sus motivos habían sido crueles y merecido el desamor recibido.

Aliena no podía evitar sentirse feliz. Ya no había motivo para que se fuera a vivir a Winchester. Jack y ella se casarían de inmediato. Durante el funeral, adoptó una expresión solemne y, pese a las ideas graves que ocupaban su mente, su corazón rebosaba de gozo.

Philip, con su capacidad al parecer ilimitada para perdonar a quienes le habían traicionado, consintió en enterrar allí a Alfred.

Mientras los cinco adultos y los dos niños permanecían en pie ante la tumba abierta, llegó Ellen.

Philip estaba disgustado. Aquella mujer había maldecido una boda cristiana y su presencia en el recinto del priorato no era bienvenida. Claro que no podía impedirle que asistiera al funeral de su hijastro. Y, como los ritos habían llegado a su fin, Philip se limitó a retirarse.

Aliena lo sentía de veras. Tanto Philip como Ellen eran buenas personas y consideraba una pena que existiera enemistad entre ellos. Pero es que eran buenos de distinta manera, y ambos se mostraban intolerantes con la ética del otro.

Ellen había envejecido. Mostraba más arrugas en la cara y tenía el pelo más canoso. Pero conservaba sus hermosos ojos dorados. Llevaba una túnica de piel, de confección rústica, sin nada más, ni siquiera zapatos. Tenía los brazos y piernas bronceados y musculosos. Tommy y Sally corrieron a besarla. Jack los siguió y la abrazó, apretándola con fuerza.

Ellen ofreció la mejilla a Richard para que la besara.

-Hiciste lo que debías. No te sientas culpable -le alentó.

Permaneció en pie al borde de la tumba mirando hacia el interior.

-Fui su madrastra. Me hubiera gustado saber cómo hacerle feliz -declaró.

Al apartarse de la tumba, Aliena la abrazó.

Luego, se alejaron caminando despacio.

-¿Quieres quedarte a almorzar? -preguntó Aliena a Ellen.

-Me agradará mucho. -Alborotó el pelo rojo de Tommy-. Deseo charlar con mis nietos. Crecen tan de prisa. Cuando conocí a Tom Builder, Jack tenía la edad de Tommy. -Se estaban acercando a la puerta del priorato-. Los años parecen pasar con más rapidez a medida que te vas haciendo mayor. Creo.

Se interrumpió a mitad de la frase y se detuvo.

-¿Qué pasa? -preguntó Aliena.

Ellen miraba a través de la puerta del priorato que estaba abierta. La calle se encontraba desierta salvo por un puñado de chiquillos, arracimados en la parte más alejada y con los ojos clavados en algo oculto a la vista.

-¡No salgas, Richard! -le advirtió rápida Ellen.

Todos se detuvieron y Aliena pudo ver lo que la había alarmado. Los niños parecían estar mirando algo o a alguien que se encontrara esperando en el exterior, oculto por el muro.

Richard reaccionó con celeridad.

-Es una estratagema -dijo.

Y, sin pensarlo dos veces, dio media vuelta y echó a correr.

Un momento después, una cabeza con casco se asomó por la puerta. Pertenecía a un corpulento hombre de armas. Al ver a Richard correr hacia la iglesia, dio la alarma y se precipitó al interior del recinto. Le siguieron tres, cuatro, cinco o más hombres.

El grupo que había asistido al funeral se dispersó. Los hombres, ignorándolos por completo, corrieron tras Richard. Aliena estaba asustada y confundida. ¿Quién se atrevería a atacar al conde de Shiring abiertamente y en un priorato? Contuvo el aliento mientras los veía perseguir a Richard a través del recinto. Éste saltó el muro bajo que los albañiles estaban construyendo. Sus perseguidores lo saltaron a su vez, sin importarles, al parecer, hacer irrupción en una iglesia. Los artesanos se quedaron inmóviles, con las trullas y los martillos en alto; primero ante Richard; luego, frente a sus perseguidores. Uno de los aprendices más jóvenes y de impulsos más rápidos, alargó una pala e hizo tropezar a uno de los hombres de armas, el cual salió por los aires. Pero nadie más intervino. Richard llegó junto a la puerta que conducía a los claustros. El perseguidor que estaba más cerca de él levantó la espada sobre su cabeza. Por un terrible momento, Aliena pensó que la puerta estaría aherrojada y que Richard no lograría entrar. El hombre de armas, descargó su espada sobre Richard pero, en ese preciso momento, éste abrió la puerta y pasó. La espada se clavó en la madera al cerrarse ésta.

Aliena respiró de nuevo.

Los hombres de armas se agruparon frente a la puerta del claustro y luego miraron inseguros en derredor. De repente, pareció que se daban cuenta de dónde se encontraban. Los artesanos les dirigían miradas hostiles sopesando sus hachas y martillos. Había cerca de un centenar de trabajadores y sólo cinco hombres de armas.

-¿Quiénes diablos son estas gentes? -preguntó furioso Jack.

-Son los hombres del sheriff -le contestó una voz a sus espaldas.

Aliena dio media vuelta irritada. Conocía aquella voz demasiado bien, por desgracia. Allí, junto a la puerta, montando un nervioso garañón negro, armado y con cota de malla, se encontraba William Hamleigh. Sólo de verle sintió un escalofrío.

-Largo de aquí, despreciable insecto.

William enrojeció ante el insulto pero no se movió.

-Ha venido a hacer un arresto.

-Adelante. Los hombres de Richard te harán pedazos.

-No tendrá hombres cuando esté en prisión.

-¿Quién te crees que eres? ¡Un sheriff no puede encarcelar a un conde!

-Si puede cuando se trata de asesinato.

Aliena lanzó una exclamación entrecortada. Comprendió de inmediato lo que tramaba la mente retorcida de William.

-¡No ha habido asesinato! -explotó.

-Lo ha habido -afirmó William-. El conde Richard asesinó a Alfred Builder. Y ahora tengo que informar al prior Philip de que está protegiendo a un asesino.

William espoleó a su caballo, pasó junto a ellos y atravesó hasta el extremo oeste de la nave en construcción. Se dirigió al patio de la cocina, donde eran recibidos los seglares. Aliena le seguía con la mirada incrédula. Era tan diabólico que resultaba difícil de creer. El pobre Alfred, al que acababan de enterrar, había hecho mucho daño por su falta de seso y debilidad de carácter. Su maldad resultaba más trágica que otra cosa. Pero William era un auténtico servidor del diablo. “¿Cuándo nos veremos libres de este monstruo”,? se preguntó Aliena.

Los hombres de armas se reunieron con William en el patio de la cocina y uno de ellos golpeó la puerta con la empuñadura de su espada. Los constructores habían abandonado su trabajo y se encontraban allí en pie, todos reunidos, mirando desafiantes a los intrusos. Tenían un aspecto peligroso con sus pesados martillos y sus aguzados cinceles. Aliena dijo a Martha que se llevara a los niños a casa. Jack y ella permanecieron junto a los constructores.

El prior Philip acudió a la puerta de la cocina. Era de menor estatura que William, y con su ligero hábito de verano parecía aún más pequeño en comparación con aquel robusto hombre a caballo, con cota de malla. Pero el rostro de Philip revelaba una ira tan justa que le hacía parecer más formidable.

-Estáis acogiendo a un fugitivo -dijo William.

-¡Abandona este lugar! -le interrumpió con voz estentórea.

William lo intentó de nuevo.

-Ha habido un asesinato.

-¡Sal de mi priorato inmediatamente! -le gritó Philip.

-Soy el sheriff.

-Ni siquiera el rey puede introducir hombres violentos en el recinto de un monasterio. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí!

Los constructores, furiosos, empezaron a murmurar entre si. Los hombres de armas los miraban con cierto nerviosismo.

-Incluso el prior de Kingsbridge tiene que responder ante el sheriff -afirmó William.

-No en estos términos. Saca a tus hombres del recinto. Dejad vuestras armas en las cuadras. Cuando estés preparado para comportarte en la casa de Dios como un humilde pecador, podrás entrar en el priorato. Y sólo entonces el prior contestará a tus preguntas.

Philip entró de nuevo y cerró la puerta de golpe.

Los constructores le vitorearon.

Aliena quedó sorprendida al ver que también le estaba vitoreando. Durante toda su vida, William había sido una figura poderosa y temida y se sentía reconfortada al verle dominado por el prior Philip.

Pero William todavía seguía negándose a admitir la derrota. Desmontó del caballo. Se desabrochó despacio el cinto del que pendía la espada y se lo entregó a uno de sus hombres. Dirigió a éstos unas breves palabras y retrocedieron a través del recinto del monasterio llevándose su espada. William estuvo observándolos hasta que llegaron a la puerta y luego se volvió de nuevo hacia la puerta de la cocina.

-¡Abrid al sheriff! -gritó.

Tras una pausa, se abrió la puerta y Philip volvió a salir. Miró de arriba abajo a William que se encontraba en pie y desarmado. Luego, observó a los hombres de armas arracimados frente a la puerta en el extremo más alejado del recinto. Por fin, se encaró con William.

-¿Qué quieres?

-Estáis dando cobijo en el priorato a un asesino. Entregádmelo.

-En Kingsbridge no ha habido asesinato alguno -aseguró Philip.

-Hace cuatro días el conde de Shiring asesinó a Alfred Builder.

-Estás en un error -afirmó Philip-. Richard mató a Alfred; pero no fue asesinato. Sorprendió a Alfred in fraganti intentando perpetrar una violación.

Aliena se estremeció.

-¿Violación? -repitió William-. ¿A quién intentaba violar?

-A Aliena.

-¡Pero si es su mujer! -exclamó triunfante William-. ¿Cómo es posible que un hombre viole a su mujer?

Aliena comprendió la orientación que William estaba dando a sus argumentos y se sintió embargada por una ira casi irreprimible.

-Ese matrimonio jamás fue consumado, y Aliena ha solicitado una anulación -alegó Philip.

-Que nunca se le ha concedido. Se casaron ante la Iglesia. Y de acuerdo con la ley, todavía siguen casados. No hubo violación. Por el contrario -William se volvió de súbito y señaló con el dedo a Aliena-, esa mujer ha estado durante años queriendo librarse de su marido y acabó convenciendo a su hermano para que lo quitara de en medio. ¿Apuñalándolo hasta morir con la daga de ella!

Aliena sintió que una mano glacial la oprimía el corazón. La historia que William había contado era una afrentosa mentira. Sin embargo, para alguien que no hubiera visto lo ocurrido respondía tan bien a las conveniencias que la tomaría por real. Richard se encontraba en apuros.

-Un sheriff no puede detener a un conde -aseguró Philip.

Aliena se acordó de que eso era así. Lo había olvidado.

William sacó un pergamino.

-Tengo una orden real. Lo estoy arrestando en nombre del rey.

Aliena se sintió desolada. William había pensado en todo.

-¿Cómo ha logrado eso William? -murmuró.

-Actuó con gran rapidez -le contestó Jack-. Tan pronto como supo las noticias cabalgó hasta Winchester para ver a Stephen.

Philip alargó la mano.

-Enséñame la orden.

William la retuvo. Les separaban varias yardas. Habían llegado a un punto muerto en el que ninguno de los dos estaba dispuesto a moverse. William cedió al fin, recorrió la distancia y entregó la orden a Philip.

El prior la leyó y se la devolvió.

-Esto no te da derecho a atacar un monasterio.

-Me da derecho a detener a Richard.

-Se ha acogido a sagrado.

-¡Ah!

William no pareció sorprendido. Asintió como si acabara de escuchar la confirmación de algo inevitable y retrocedió dos o tres pasos. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz muy alta para ser oído con claridad por todos:

-Decidle que será detenido en el preciso momento en que abandone el priorato. Mis comisarios montarán guardia en la ciudad y en los alrededores de su castillo. Recordad... -Miró en derredor a todos los allí presentes-. Recordad que quien quiera que ataque a un comisario del sheriff, estará atacando a un servidor del rey. -Se volvió hacia Philip-. Decidle que puede acogerse a sagrado tanto tiempo como quiera, pero que, si desea salir, habrá de habérselas con la justicia.

Se hizo el silencio. William bajó despacio los peldaños y atravesó el patio de la cocina. A Aliena sus palabras le habían sonado como una sentencia de prisión. El gentío se dividió para dejarle paso. Al llegar donde estaba Aliena le dirigió una mirada altiva. Todos contemplaban cómo se dirigía a la puerta y montaba en su caballo. Dio una orden y se alejó al trote, dejando a dos de sus hombres en pie, junto a la puerta, vigilando el interior.

Aliena, al darse la vuelta, se encontró a Philip en pie junto a ella y a Jack.

-Venid a mi casa -les dijo con tono tranquilo-. Hemos de discutir esto.

Entró de nuevo en la cocina.

Aliena tuvo la impresión de que Philip estaba secretamente complacido con algo.

Se recuperó la calma. Los constructores volvieron a su trabajo charlando animados. Ellen se encaminó a la casa para estar con sus nietos. Aliena y Jack atravesaron el cementerio, bordeando el enclave en construcción y entraron en la vivienda de Philip. El prior aún no había llegado. Se sentaron en un banco a esperar. Jack adivinó la inquietud de Aliena por su hermano y la abrazó para animarla.

Al mirar en derredor Aliena descubrió que, año tras año, la casa de Philip había ido haciéndose más confortable. Todavía parecía desnuda, en comparación con las habitaciones privadas de un conde en un castillo, pero no era tan austera como un día lo había sido. Delante del altarcito colocado en un rincón, había una alfombra pequeña a fin de proteger las rodillas del prior durante las largas noches de oración. Y en la pared, detrás del altar, colgaba un crucifijo de plata con piedras preciosas incrustadas que seguramente era un costoso regalo.

“No le vendría mal a Philip mostrarse más indulgente consigo mismo a medida que se hacía mayor”, se dijo Aliena. Tal vez así se mostrara también más indulgente con los demás.

Momentos después entró el prior. Richard iba tras él. Se hallaba muy agitado y empezó a hablar de inmediato.

-William no puede hacer esto. ¡Es una locura! Encontré a Alfred intentando violar a mi hermana. Tenía una daga en la mano. ¡Estuvo a punto de matarme!

-Cálmate -le aconsejó Philip-. Hablemos de ello y examinemos con detenimiento cuáles son los peligros, si es que los hay. ¿Por qué no nos sentamos?

Richard se sentó pero siguió hablando.

-¿Peligros? ¡No hay peligro alguno! Un sheriff no puede encarcelar a un conde por motivo alguno. Ni siquiera por asesinato.

-Lo va a intentar -le aseguró Philip-. Tendrá hombres apostados alrededor del priorato.

Richard hizo un ademán quitándole importancia.

-Puedo eludir a los hombres de William con los ojos cerrados. No presentan problemas. Jack puede esperarme fuera de los muros de la ciudad con un caballo.

-¿Y cuando llegues a Earlcastle?

-Lo mismo. Puedo burlar a los hombres. O hacer que mi propia guardia salga a recibirme.

-Eso parece posible -reconoció Philip-. ¿Y luego qué?

-Luego nada -contestó Richard-. ¿Qué puede hacer William?

-Bien, todavía tiene en su poder una orden real que ordena que respondas a una acusación de asesinato. Intentará detenerte cada vez que abandones el castillo.

-Iré a todas partes con escolta.

-¿Y cuando celebres juicios en Shiring y otros lugares?

-Lo mismo.

-¿Crees que acatarán tus decisiones sabiendo que tú mismo eres un fugitivo de la justicia?

-Más les valdrá -respondió Richard con expresión torva-. Deberán recordar cómo hacía William acatar sus decisiones cuando era conde.

-Es posible que no estén tan asustados de ti como lo estaban de William. Acaso no te crean una sanguijuela diabólica como a él. Sólo espero que estén en lo cierto.

Aliena frunció el entrecejo. No era propio de Philip mostrarse tan pesimista, a menos que tuviera un verdadero motivo. Sospechaba que estaba estableciendo las bases de algún plan que guardaba en la manga. “Apostaría dinero a que la cantera tiene algo que ver con esto”, dijo para si.

-Mi preocupación principal es el rey -explicó Philip-. Al negarte a responder ante la justicia, estás desafiando a la corona. Hace un año te hubiera dicho que adelante, que la desafiaras. Pero ahora que la guerra ha terminado no será tan fácil para los condes hacer cuanto quieran.

-Parece que no tienes otra salida, Richard -le dijo Jack.

-No puede hacerlo -intervino Aliena-. No tiene la menor posibilidad de que le hagan justicia.

-Aliena lleva razón -la apoyó Philip-. El caso sería presentado ante el tribunal real. Los hechos ya son conocidos. Alfred intentó forzar a Aliena, llegó Richard, lucharon y Richard mató a Alfred. Todo depende de la interpretación. Al presentar la querella William, leal partidario del rey Stephen, y siendo Richard uno de los principales aliados del duque Henry, con toda probabilidad el veredicto sería de culpabilidad. ¿Por qué firmó la orden el rey Stephen? Es de suponer que porque ha decidido vengarse de Richard por luchar contra él. La muerte de Alfred le proporciona una excusa excelente.

-Tenemos que recurrir al duque Henry para que intervenga -dijo Aliena.

Entonces fue cuando Richard se mostró dubitativo.

-No quisiera tener que depender de él. Está en Normandía. Puede escribir una carta de protesta. ¿Pero qué más puede hacer? Si cruzara el canal con un ejército, rompería el tratado de paz, y no creo que arriesgara eso por mí.

Aliena parecía angustiada y asustada.

-Dios mío, Richard, estás en un callejón sin salida, y todo por salvarme.

Richard le sonrió con cariño.

-Y desde luego volvería a hacerlo, Allie.

-Lo sé.

Era sincero. Y valiente. Pese a todos sus defectos. Parecía injusto que hubiera de encararse a problema tan espinoso nada más haber recuperado su Condado. Como conde había sido una decepción para Aliena, una terrible decepción. Pero de ningún modo se merecía aquello.

-Menuda elección -dijo Richard-. Puedo quedarme en el priorato hasta que el duque Henry sea rey o que me ahorquen por asesinato. Me haría monje si no comieran tanto pescado.

-Puede que haya otra salida -sugirió Philip.

Aliena lo miró ansiosa. Sospechaba que había estado tramando algo y le quedaría agradecidísima si pudiera resolver el problema que Richard tenía ante si.

-Puedes hacer penitencia por esa muerte -prosiguió Philip.

-¿Tendría que comer pescado? -preguntó Richard locuaz.

-Estoy pensando en Tierra Santa.

Se hizo el silencio. Palestina estaba gobernada por el rey de Jerusalén, Balduino III, un cristiano de origen francés. Sufría ataques constantes de los países musulmanes vecinos, en especial de Egipto por el Sur y de Damasco por el Este. Un viaje hasta allí, que duraba de seis meses a un año, y unirse a los ejércitos que luchaban en defensa del reino cristiano, era desde luego el tipo de penitencia que podía hacer un hombre para purgar una muerte. Aliena sintió cierta inquietud. No todos los que iban a Tierra Santa regresaban. Pero, durante años, había estado preocupada por Richard luchando en las batallas. Tierra Santa no sería más peligrosa que Inglaterra. Le resultaría angustioso; pero ya estaba acostumbrada a ello.

-El rey de Jerusalén siempre necesita hombres -dijo Richard.

Cada tantos años, el Papa solía enviar emisarios a recorrer el país intentando encontrar hombres jóvenes que quisieran ir a luchar a Tierra Santa.

-Pero acabo de recuperar mi Condado -alegó-. ¿Quién se encargaría de mis tierras mientras estuviese fuera?

-Aliena -respondió Philip.

Aliena se quedó de repente sin aliento. Philip estaba proponiendo que ella ocupara el lugar del conde y gobernara como su padre lo había hecho. Por un instante, aquella proposición la dejó estupefacta. Pero tan pronto como recobró el sentido supo que era la adecuada. Cuando un hombre se iba a Tierra Santa, era su mujer la que se ocupaba de administrar sus propiedades. No había razón que impidiera a una hermana llevar a cabo el mismo cometido por su hermano que carecía de esposa. Y gobernaría el Condado de la manera que siempre supo que había que gobernarlo, con justicia, previsión e imaginación. Podría hacer todas aquellas cosas que Richard, por desgracia, no había sabido hacer. El corazón le latía con fuerza mientras iba madurando la idea. Pondría a prueba las nuevas técnicas. Araría con caballos en lugar de bueyes y plantaría cosechas de primavera de avena y guisantes en tierras de barbecho. Desbrozaría terrenos para plantar, establecería nuevos mercados y, al cabo de tanto tiempo, abriría a Philip la cantera...

Era indudable que el prior había pensado en ello. De todos los planes inteligentes que Philip había concebido al paso de los años, ese era con toda probabilidad el más ingenioso. Resolvía tres problemas de una sola vez. Sacaba a Richard de su difícil situación, ponía a una persona competente a cargo del Condado y recuperaba, al fin, su cantera.

-No me cabe la menor duda de que el rey Balduino te recibirá con los brazos abiertos. Sobre todo si vas con aquellos caballeros y hombres que deseen unirse a ti. Será tu propia cruzada a escala menor -argumentó Philip.

Calló un momento para dejar que calase la idea.

-Ni que decirse tiene que allí William no podrá hacer nada contra ti -siguió diciendo-. Y volverás convertido en héroe. Entonces ya nadie se atrevería a intentar ahorcarte.

-Tierra Santa -exclamó Richard con la mirada transfigurada.

“Es perfecto para él -se dijo Aliena-. Carece de facultades para gobernar el Condado. Es un soldado y ansía luchar.” En el rostro de su hermano vio aquella expresión soñadora. En su imaginación, ya se encontraba allí defendiendo un arenoso reducto, empuñando la espada y con una roja cruz en su escudo, luchando contra una horda pagana bajo el sol abrasador.

Y era feliz.

Toda la ciudad acudió a la boda.

Aliena quedó sorprendida. La mayoría de la gente les había tratado, a ella y a Jack, más o menos como si estuvieran casados. Imaginó, por tanto, que considerarían la boda como un mero formulismo. Pensaba que acudiría un pequeño grupo de amigos, en su mayoría personas de su misma edad, y los maestros artesanos compañeros de Jack. Pero allí se encontraban cuantos hombres, mujeres y niños había en Kingsbridge. Se sentía conmovida por su presencia. Y todos parecían tan contentos con su felicidad. Comprendió que habían simpatizado con su situación durante todos aquellos años, a pesar de haber tenido el tacto de no hablar nunca de ellos. Y, en esos momentos, compartían con ella la alegría de su casamiento con el hombre al que amaba desde hacía tanto tiempo. Caminaba por las calles del brazo de su hermano Richard, deslumbrada por las sonrisas que la seguían y embriagada de felicidad.

Richard salía al día siguiente para Tierra Santa. El rey Stephen había aceptado aquella solución. En realidad parecía aliviado de librarse de Richard con tanta facilidad. Como era de esperar, el sheriff William estaba furioso, ya que su objetivo había sido, en todo momento, el de desposeer a Richard del Condado, y ya había perdido toda posibilidad de lograrlo. El propio Richard aún seguía teniendo aquella mirada soñadora. Estaba impaciente por partir.

“No era así como su padre había imaginado que fueran las cosas -pensaba Aliena mientras entraba en el recinto del priorato-. Richard luchando en tierras lejanas y ella desempeñando el papel del conde.” Sin embargo, ya no se sentía obligada a gobernar su vida de acuerdo con los deseos paternos. Hacía diecisiete años que luchaba sola. Y sabía algo que su padre no había acertado a comprender. Que ella sería mejor conde que Richard.

Con tranquilidad, empezaba a coger las riendas del poder. Los servidores del castillo se mostraban perezosos al cabo de años de abandono, y ella los había espabilado. Reorganizó los almacenes, hizo pintar el gran salón y limpiar a fondo el horno y la cervecería. La cocina tenía tal cantidad de pringue que la hizo arder hasta los cimientos para construir luego una nueva. Había empezado a pagar ella misma los salarios semanales, para demostrar que se había hecho cargo de todo. Despidió a tres hombres de armas por sus continuas borracheras.

También había ordenado la construcción de otro castillo a una hora de viaje de Kingsbridge. Earlcastle se hallaba demasiado lejos de la catedral. Jack había diseñado el proyecto de la nueva fortaleza. Se trasladarían allí en cuanto estuviera terminada la torre del homenaje. Entretanto, distribuirían su tiempo entre Kingsbridge y Earlcastle.

Ya habían pasado varias noches juntos en la antigua habitación de Aliena en Earlcastle, lejos de la mirada reprobadora de Philip. Eran como unos recién casados en plena luna de miel, sumergidos en una pasión física insaciable. Acaso porque, por primera vez en su vida, tenían un dormitorio con una puerta que podían cerrar. La intimidad era una extravagancia de los señores. Todos los demás dormían y hacían el amor abajo, en el zaguán comunal. Incluso las parejas que vivían en una casa, estaban siempre expuestas a que las vieran sus hijos, parientes o vecinos que pasaran por allí. Las gentes cerraban sus puertas cuando salían, no cuando estaban dentro. A Aliena nunca le había molestado aquello, pero ahora descubría la excitación especial que provocaba saber que podían hacer cuanto les viniera en gana sin arriesgarse a ser vistos. Recordó algunas de las cosas que ella y Jack habían hecho durante las dos últimas semanas y se ruborizó.

Jack la esperaba en la nave de la catedral, todavía a medio construir, junto con Martha, Tommy y Sally. Por lo general, en las bodas la pareja intercambiaba sus votos en el pórtico de la iglesia y luego entraban en ella para oír misa. En esa ocasión, el primer intercolumnio de la nave haría las veces de pórtico. Aliena se sentía contenta de casarse en la iglesia que estaba construyendo Jack. Era algo tan vinculado a él como la ropa que vestía, tan propia como su manera de hacer el amor. Su catedral sería como él, gallarda, innovadora, alegre y distinta a cuanto se había hecho hasta entonces.

Lo miró amorosa. Tenía treinta años. Era un hombre muy guapo, con su mata de pelo rojo y sus brillantes ojos azules. Recordó que había sido un muchacho muy feo en quien nadie se fijaba. Él explicaba que se había enamorado de ella desde un principio, y que todavía le escocía recordar cómo se habían reído todos de él porque nunca había tenido un padre. De eso hacía casi veinte años.

Veinte años.

Acaso no hubiera vuelto a ver nunca a Jack a no ser por el prior Philip, el cual en ese momento entraba en la iglesia procedente del claustro y avanzaba sonriente por la nave. Estaba muy emocionado de poder al fin casarlos. Aliena pensó en cómo le conoció. Recordaba con toda claridad la desesperación que sintió cuando el mercader de lana intentó timarla después de todos los esfuerzos y sufrimientos por los que había tenido que pasar para llenar aquel saco de vellones. Y recordó su intensa gratitud hacia aquel monje joven, de pelo negro que la había salvado y que le dijo: “Siempre te compraré la lana.” Ahora ya tenía el pelo canoso.

La había salvado pero luego estuvo a punto de destruir su vida al obligar a Jack a elegir entre ella y la catedral. En cuestiones sobre el bien y el mal era un hombre duro, algo semejante a su padre. Sin embargo, quiso oficiar el mismo la ceremonia del casamiento.

Ellen había lanzado una maldición contra su primer enlace. Y había tenido efecto. Aliena se sentía satisfecha. Si su matrimonio con Alfred no hubiera resultado por completo insoportable, tal vez se hallara viviendo todavía con él. Era extraño pensar en lo que pudo haber sido. Le daba escalofríos, al igual que los malos sueños y las fantasías terribles. Recordó a la bonita y sensual joven árabe de Toledo que estaba enamorada de Jack. ¿Qué habría pasado si se hubiera casado con ella? Aliena hubiera llegado a Toledo con su bebé en brazos para encontrar a Jack al calor del hogar, compartiendo su cuerpo y su alma con otra mujer. Se horrorizaba sólo de pensarlo.

Le escuchó musitar el Padrenuestro. Ahora le parecía asombroso pensar que cuando fue a vivir a Kingsbridge no le prestaba más atención que al gato del mercader de granos. Pero Jack sí que se había fijado en ella. Y todos esos años la había amado en secreto. ¡Qué paciente fue! había visto cómo la cortejaban los hijos más jóvenes de la pequeña nobleza rural, uno tras otro, y también los vio retirarse decepcionados, ofendidos o desafiantes. Llegó a adivinar, y eso demostraba lo muy inteligente que era, que a ella no se la ganaba con galanteos; así que la abordó, más bien como un amigo que como un amante, reuniéndose con ella en los bosques, contándole historias y haciendo que le amase sin que se diera cuenta. Recordó aquel primer beso, tan ligero y casual y que, no obstante, siguió sintiéndolo ardiente en los labios durante semanas. Recordó el segundo beso con más claridad todavía. Cada vez que escuchaba el estruendo del molino abatanador, recordaba aquella oleada de deseo oscuro, extraño e importuno.

Una de sus continuas pesadumbres era hasta qué punto se volvió fría después de aquello. Jack la había querido de manera absoluta y franca; pero ella se había sentido tan asustada que lo rechazó pretendiendo que no le importaba. Aquello le hirió profundamente, a pesar de que siguió queriéndola y la herida llegó a curarse, le había dejado una cicatriz como siempre pasa con las heridas profundas. Aliena percibía a veces esa cicatriz por la forma en que la miraba cuando se enfadaban y ella le hablaba con frialdad. Los ojos de Jack parecían decir: Si, te conozco, puedes llegar a ser muy fría, puedes herirme, he de estar en guardia.

¿Tenía esa mirada cautelosa en el momento en que estaba prometiendo amarla y serle fiel durante el resto de su vida? “Posee motivos suficientes para dudar de mí -se dijo Aliena-. Me casé con Alfred. ¿Puede haber una traición mayor que esa? Pero luego la compensé con creces recorriendo media cristiandad en su busca.”

Todas esas decepciones, traiciones y reconciliaciones constituían la trama de la vida matrimonial. Pero Jack y ella habían pasado por todo eso antes de la boda. Ahora, al menos, se sentía segura de conocerlo. No había nada que le pudiera sorprender. Era una forma extraña de hacer las cosas; pero tal vez mejor que pronunciar tus votos antes, y empezar luego a conocer a tu cónyuge. Claro que los sacerdotes no estarían de acuerdo. Philip sufriría una apoplejía si supiera lo que estaba pensando en esos momentos. Pero era notorio que los sacerdotes sabían menos que nadie acerca del amor.

Hizo sus promesas repitiendo las palabras que iba pronunciando el prior y diciéndose lo hermosa que era la promesa Con mi cuerpo te adoro. Philip jamás comprendería eso.

Jack le puso un anillo en el dedo. “He estado esperando esto durante toda mi vida”, se dijo Aliena. Se miraron a los ojos. Estaba segura de que algo había cambiado en él. Comprendió que, hasta entonces, Jack no había estado nunca realmente seguro de ella. En ese instante parecía satisfechísimo.

-Te quiero -dijo Jack-. Siempre te querré.

Aquella era su promesa. El resto era religión; pero en aquel momento hacía su propia promesa y Aliena comprendió que ella también se había sentido insegura de él hasta ese día. Dentro de muy poco, se dirigirían al crucero para asistir a la misa. Y a renglón seguido recibirían los parabienes y buenos deseos de las gentes de la ciudad. Se llevarían a todos a casa y les darían comida y cerveza. Y les harían sentirse alegres. Pero ese breve instante les pertenecía. La mirada de Jack decía: Tú y yo juntos, para siempre. Y Aliena se dijo:

Al fin.

Todo muy sosegado.