CAPÍTULO VIII
La ramera que William eligió no era muy bonita pero tenía grandes senos. Además se sintió atraído por su cabellera abundante y rizosa. Se había acercado a él con paso lento y moviendo las caderas. Se dio cuenta entonces de que tenía algunos años más de los que él imaginó. Tal vez veinticinco o treinta. Aunque su sonrisa era inocente, la mirada se percibía dura y calculadora. Walter fue el siguiente en elegir, y se decidió por una muchacha menuda, de aspecto vulnerable y juvenil, con el pecho liso. Una vez que William y Walter hicieron su selección, les llegó el turno a los otros cuatro caballeros.
William los había llevado al burdel porque necesitaban un poco de expansión. Hacía meses que no participaban en batalla alguna y empezaban a mostrarse descontentos y pendencieros.
La guerra civil que había estallado hacía un año entre el rey Stephen y su rival Maud, la llamada Emperatriz, parecía atravesar momentos de calma. William y sus hombres estuvieron siguiendo a Stephen por todo el suroeste de Inglaterra. La estrategia de éste era enérgica aunque errática. De repente atacaba con enorme entusiasmo una de las plazas fuertes de Maud; pero, de no obtener una victoria rápida, se cansaba pronto del asedio y se retiraba. El jefe militar de los rebeldes no era la propia Maud, sino su medio hermano Robert, conde de Gloucester. Y, hasta ese momento, Stephen no había logrado obligarle a una lucha abierta. Era una guerra indecisa con mucho movimiento y escasa lucha real, y por ello los hombres se mostraban inquietos.
El lupanar se hallaba dividido mediante mamparas, en pequeños cuartos, en cada uno de los cuales había un colchón de paja. William y sus caballeros llevaron a las mujeres elegidas detrás de las mamparas. La puta de William ajustó la mampara para tener algo de intimidad. Luego, se bajó la parte superior de la camisola y dejó los senos al descubierto. Eran grandes, como ya supuso William, pero también lo eran los pezones, y además resultaban visibles las venas de una mujer que hubiera amamantado niños. William se sintió algo decepcionado. Sin embargo, la atrajo hacia sí, le cogió los pechos, los apretó y le pellizcó los pezones.
-Con cuidado -pidió la mujer con tono de ligera protesta.
Lo rodeó con los brazos empujándole hacia delante las caderas y frotándose contra él. Al cabo de unos momentos, metió la mano entre sus dos cuerpos y tanteó en busca de su ingle.
William farfulló un juramento. Su cuerpo no respondía.
-No te preocupes -murmuró la ramera.
Le enfureció su tono condescendiente; pero nada dijo mientras se soltaba de su abrazo, se arrodillaba, levantaba la parte delantera de su túnica y empezaba a trabajar con la boca.
En un principio, a William le resultó grata la sensación y pensó que todo marcharía bien. Pero después de la excitación inicial, perdió de nuevo interés. Se quedó mirando la cara de ella, ya que eso le excitaba en algunas ocasiones. Sin embargo, en aquel momento, sólo le hacía pensar en lo impotente que debía parecerle. Empezó a ponerse furioso, lo que solo sirvió para que se le encogiera más.
-Intenta tranquilizarte -le aconsejó la mujer deteniéndose.
Al empezar de nuevo, chupó con tal fuerza que le hizo daño. William la apartó con rudeza y los dientes de ella rascaron su delicada piel haciéndole gritar. La abofeteó con el dorso de la mano. La prostituta lanzó un grito entrecortado y cayó de lado.
-Eres una zorra torpe -gruñó William.
La mujer yacía a sus pies, sobre el colchón, mirándolo temerosa. Le propinó un puntapié al azar, más por irritación que con deseos de hacerle daño. Le dio en el vientre. Fue más fuerte de lo que él pensaba y el dolor la hizo doblarse.
William se dio cuenta de que, al fin, su cuerpo reaccionaba.
Se arrodilló, le hizo ponerse boca arriba y la montó. La mujer lo miraba con una expresión de dolor y miedo. William le levantó la falda del traje hasta la cintura. El vello entre sus piernas era abundante y rizoso. Eso le gustó. Se acariciaba a sí mismo mientras miraba el cuerpo femenino. El miembro de William no estaba lo bastante duro. Empezaba a desaparecer el miedo de la mirada de ella. A él se le ocurrió que acaso aquella puta estuviera intentando deliberadamente ahogar el deseo de él para no tener que prestarle servicio. Aquella idea le enfureció. Le pegó en la cara con el puño cerrado.
La mujer chilló e intentó zafarse de debajo de él. William descargó sobre ella todo su peso para inmovilizarla pero la ramera seguía debatiéndose y chillando. Ahora ya lo tenía completamente erecto. Intentó separarle los muslos pero ella se le resistía.
Alguien apartó la mampara y Walter entró. Llevaba solo las botas y la camiseta, y tenía el pene erecto semejante al asta de una bandera. Otros dos caballeros le iban a la zaga, Ugly Gervase y Hugh Axe.
-Sujetádmela, muchachos -les dijo William.
Los tres caballeros se arrodillaron en derredor de la prostituta y la sujetaron hasta inmovilizarla.
William se puso en posición para penetrarla; luego, hizo una pausa disfrutando de antemano.
-¿Qué ha ocurrido, señor? -le preguntó Walter.
-Cambió de idea al ver el tamaño -respondió William con una mueca burlona.
Todos rompieron a reír de forma estrepitosa. William la penetró. Le gustaba hacerlo mientras alguien miraba. Empezó a moverlo adentro y afuera.
-Me interrumpiste justo cuando yo estaba metiendo la mía -le dijo Walter.
William pudo darse cuenta de que Walter aún no estaba satisfecho.
-Métesela en la boca a ésta -le sugirió-. Eso le gusta.
-Lo intentaré.
Walter cambió de posición y agarró a la mujer por el pelo haciéndole levantar la cabeza. La puta estaba demasiado atemorizada para intentar algo, de manera que se sometió sin rechistar. Ya no era necesario que Gervase y Hugh la sujetaran, pero se quedaron allí mirando. Parecían fascinados. Probablemente jamás habían visto que dos hombres gozaran a una mujer al tiempo. William tampoco lo había visto nunca. Lo encontraba curiosamente excitante. Walter parecía sentir lo mismo porque, al cabo de unos momentos empezó a jadear y a moverse de forma convulsiva. Luego, eyaculó. Mirándolo, William hizo lo mismo un segundo o dos después.
Al cabo de un momento se levantaron. William aún seguía excitado.
-¿Por qué no la tomáis vosotros dos? -propuso a Gervase y a Hugh. Le gustaba la idea de ver una repetición del espectáculo.
Sin embargo a ellos no pareció interesarles.
-Yo tengo un encanto que me está esperando -respondió Hugh.
-Y yo también -rubricó Gervase.
La puta se puso en pie y se aseó el traje. La expresión de su rostro era impenetrable.
-No estuvo tan mal, ¿eh? -le comentó William.
La mujer se puso delante de él y se quedó mirándolo un momento. Después se humedeció los labios y escupió. William sintió un fluido pegajoso y caliente sobre la cara. La prostituta había retenido en la boca el semen de Walter. Aquella porquería le empañó la visión. Levantó furioso una mano para golpearla; pero la mujer se escurrió entre las mamparas. Walter y los otros caballeros rompieron a reír. William no pensó que fuera divertido; pero, como no podía perseguirla con toda la cara cubierta de semen, comprendió que la única manera de conservar la dignidad era simular que no le importaba, por lo que se unió a las risas.
-Bien, señor, espero que ahora no vayas a tener un bebé de Walter -bromeó Ugly Gervase, haciendo que arreciaran las risotadas.
Incluso a William le pareció aquello divertido. Salieron juntos del pequeño reservado, apoyándose unos en otros y enjugándose los ojos. Las demás chicas se quedaron mirándolos con inquietud. Habían escuchado los gritos de la puta de William y temían que hubiera dificultades. Algún que otro cliente atisbó curioso desde su reservado.
-Es la primera vez que he visto que eso lo suelte una mujer -se chanceó Walter, y empezaron de nuevo a reír.
Uno de los caballeros de William se encontraba de pie en la puerta con aire inquieto. Era tan sólo un muchacho y probablemente nunca, hasta entonces, había pisado un burdel. Sonrió nervioso sin saber si debía unirse a las risas.
-¿Qué estás haciendo aquí con esa cara de inquisidor, idiota? -le preguntó William.
-Hay un mensaje para vos, señor -dijo el escudero.
-Bien, no pierdas el tiempo. Dime de que se trata.
-Lo siento mucho, señor -repuso el zagal. Parecía tan asustado que William pensó que iba a dar media vuelta y a salir corriendo de la casa.
-¿Qué es lo que te pasa, pedazo de ceporro? -rugió William-. ¡Dame el mensaje!
-Vuestro padre ha muerto, señor -respondió el mozo de sopetón al tiempo que rompía a llorar.
William enmudeció y se quedó mirándolo. ¿Muerto? ¿Ha dicho muerto?
-¡Pero si gozaba de excelente salud! -gritó al fin como un estúpido.
Era verdad que su padre ya no se hallaba en condiciones de luchar en los campos de batalla, lo que no era de extrañar en un hombre que rondaba los cincuenta años. El escudero siguió llorando. William recordó el aspecto del padre la última vez que le vio. Corpulento, de rostro encendido, campechano y colérico, tan rebosante de vida como el que más. Y de eso sólo hacía... Entonces se dio cuenta, con cierto asombro, de que llevaba casi un año sin ver a su padre.
-¿Qué le ha pasado? -preguntó al escudero-. ¿Qué es lo que le ha ocurrido?
-Sufrió un ataque, señor -contestó el muchacho sollozando.
¡Un ataque!
Empezaba a penetrar en su mente la noticia. Padre estaba muerto. Aquel hombre corpulento, fuerte, jactancioso e irascible, yacía indefenso y helado sobre una losa de piedra en cualquier parte...
-Tengo que ir a casa -dijo de repente William.
-Primero habrás de pedir al rey que te libere -le advirtió Walter en tono cariñoso.
-Sí, así es -asintió William con vaguedad-. Tengo que pedir permiso.
Su mente era un torbellino.
-¿He de pagar a la propietaria del burdel? -le preguntó Walter.
-Sí.
Le entregó una bolsa.
Alguien le echó a William la capa sobre los hombros. Walter murmuró algo a la mujer que dirigía el prostíbulo y le dio algún dinero. Hugh Axe abrió la puerta para que William saliera. Los demás le siguieron.
Caminaban en silencio por las calles de la pequeña ciudad. William experimentaba un peculiar desinterés, como si estuviera viéndolo todo desde arriba. No podía hacerse a la idea de que su padre ya no existiera. Mientras se acercaban al cuartel general, intentó sobreponerse.
El rey Stephen se encontraba celebrando audiencia en la iglesia, ya que por allí no había castillo o casa consistorial. Era una iglesia de piedra, pequeña y sencilla, con los muros pintados por dentro de rojo vivo, de azul y de naranja. En medio del suelo de la nave, había un fuego encendido y junto a él se hallaba el rey. Apuesto, con su cabello leonado, se encontraba sentado en un trono de madera, con las piernas estiradas en su habitual postura de descanso. Vestía como soldado, botas altas y túnica de cuero; pero llevaba corona en lugar de casco. William y Walter se abrieron paso entre los numerosos peticionarios que se encontraban ante la puerta de la iglesia, saludaron a los guardias que mantenían quieto al público y se introdujeron en el círculo interior. Stephen, que estaba hablando con un conde recién llegado, vio aproximarse a William y se interrumpió de inmediato.
-William, amigo mío. Ya te has enterado.
William se inclinó.
-Mi rey y señor.
Stephen se puso en pie.
-Te acompaño en tu dolor -dijo. Rodeó a William con los brazos y lo retuvo un instante antes de soltarlo.
Sus muestras de afecto hicieron brotar las primeras lágrimas de William.
-Vengo a pediros permiso para ir a casa -dijo.
-Concedido con gusto, aunque no contento -respondió el rey-. Echaremos en falta tu fuerte brazo derecho.
-Gracias, señor.
-También te concedo la custodia del Condado de Shiring y todas las rentas hasta que sea decidida la cuestión de la sucesión. Ve a casa, entierra a tu padre y vuelve con nosotros tan pronto como puedas.
William hizo una nueva inclinación y se retiró. El rey reanudó su conversación con el conde. Los cortesanos se reunieron en torno a William para expresarle su condolencia. Mientras recibía las frases de cada uno de ellos y las agradecía, le vino a la memoria, con sobresalto, el significado de lo que le había dicho el rey. Le había concedido la custodia del Condado hasta que quede decidida la cuestión de la sucesión. ¿Qué cuestión? William era el hijo único de su padre. ¿Cómo podía haber cuestión alguna? Observó los rostros que tenía en derredor y su expresión se animó al ver a un joven sacerdote que era uno de los clérigos del rey, que estaban siempre mejor informados. Se llevó aparte al sacerdote.
-¿Qué diablos ha querido decir al mencionar la “cuestión” de la sucesión, Joseph?
-Hay otro pretendiente al Condado -repuso Joseph.
-¿Otro pretendiente? -repitió asombrado William, pues no tenía medio hermanos, hermanos ilegítimos, primos ni...-. ¿Quién es?
Joseph señaló hacia una figura en pie, de espaldas a ellos. Se encontraba entre la comitiva del conde recién llegado. Vestía la indumentaria de un escudero.
-Pero si ni siquiera es caballero -exclamó William en voz alta-. ¡Mi padre era el conde de Shiring!
El escudero le oyó y se volvió hacia ellos.
-¡Mi padre también era el conde de Shiring!
En un principio, William no lo reconoció. Sólo vio a un joven de unos dieciocho años, guapo, de hombros anchos, bien vestido para ser escudero y con una espada al cinto. Su actitud revelaba seguridad en sí mismo, incluso arrogancia. Y lo más asombroso fue que se quedó mirando a William con tan profunda expresión de odio que le hizo retroceder.
La cara le resultaba muy familiar, aunque cambiada. Así y todo, a William le era imposible identificarlo. Pero entonces descubrió una fea cicatriz en la oreja derecha del escudero, donde le había sido seccionado el lóbulo. Como un relámpago, le vino a la memoria un pequeño trozo de carne blanca cayendo sobre el pecho palpitante de una virgen aterrada y escuchó a un muchacho gritar de dolor. Aquel era Richard, el hijo del traidor Bartholomew, el hermano de Aliena. El chiquillo al que habían obligado a mirar mientras dos hombres violaban a su hermana, se había convertido en un hombre formidable en cuyos ojos, de un azul claro, ardía la llama del deseo de venganza. De repente William se sintió asustadísimo.
-Lo recuerdas, ¿verdad? -preguntó Richard arrastrando un poco las palabras, lo que no llegó a enmascarar del todo la furia glacial que palpitaba en ellas.
William asintió.
-Recuerdo.
-Y yo también, William Hamleigh -dijo Richard-. Y yo también.
William se encontraba sentado en el gran sillón, a la cabecera de la mesa que solía ocupar su padre. Siempre supo que un día le pertenecería aquel asiento. Imaginó que se sentiría muy poderoso cuando lo hiciera; sin embargo, ahora, lo que estaba era bastante atemorizado. Temía que la gente dijera que no era el hombre que su padre había sido, y que no le tuvieran respeto.
Su madre se hallaba a su derecha. La había observado con frecuencia cuando su padre se sentaba en aquel sillón, y se daba cuenta de cómo ella jugaba con sus temores y debilidades para salirse con la suya. Estaba decidido a no dejarla hacer lo mismo con él.
El asiento de su izquierda lo ocupaba Arthur, un hombre carnoso, de modales tranquilos, que fue el juez local del conde Bartholomew. Al acceder al título de conde, padre había contratado a Arthur, porque tenía buen conocimiento de las propiedades. A William nunca le convenció aquel razonamiento. Los servidores de otras gentes se aferraban a veces a las ideas de sus anteriores amos.
-No es posible que el rey Stephen haga conde a Richard -decía madre furiosa-. ¡No es más que un escudero!
-No entiendo cómo ha logrado siquiera llegar hasta ahí -dijo William con irritación-. Creí que se habían quedado en la miseria. Pero llevaba ropas estupendas y una buena espada. ¿De dónde ha sacado el dinero?
-Se estableció como mercader de lana -explicó la madre-. Tiene todo el dinero que necesita. O más bien lo tiene su hermana. He oído decir que es Aliena quien lleva el negocio.
Aliena. Así que ella estaba detrás de todo aquello. William nunca la había olvidado del todo. Pero jamás le había vuelto a atormentar tanto desde que estalló la guerra, hasta su encuentro con Richard. Desde entonces había pensado de continuo en ella, tan fragante y hermosa, tan vulnerable y deseable como siempre. La aborrecía, precisamente por el dominio que tenía sobre él.
-¿De manera que ahora Aliena es rica? -preguntó simulando indiferencia.
-Sí. Pero tú has estado luchando por el rey durante un año. No puede negarte tu herencia.
-Al parecer Richard también ha peleado como un valiente -objetó William-. He hecho algunas averiguaciones. Y, lo que todavía es peor, he oído decir que su valor ha llegado a conocimiento del rey.
La expresión de la madre cambió de furioso desdén a una actitud reflexiva.
-De manera que tiene una oportunidad.
-Mucho me lo temo.
-Muy bien. Hemos de luchar por desbancarlo.
-¿Cómo? -preguntó William de manera automática.
Había decidido no permitir que su madre se hiciera cargo, pero en esos momentos acababa de hacerlo.
-Tienes que volver junto al rey con más caballeros, armas nuevas y mejores caballos. También con muchos escuderos y hombres de armas.
A William le hubiera gustado mostrarse en desacuerdo con ella pero sabía que tenía razón. A la larga, el rey concedería el Condado al hombre que considerase iba a ser su partidario más efectivo, sin importarle lo justo o injusto del caso.
-Y eso no es todo -siguió diciendo la madre-. Has de tener mucho cuidado en presentarte y actuar como un conde. De esa manera, el rey empezará a pensar en el nombramiento como en algo que no admite duda.
-¿Qué aspecto debe tener un conde y cómo ha de actuar? -preguntó intrigado William a pesar suyo.
-Expresa tu pensamiento con la mayor frecuencia. Ten siempre una opinión acerca de todo cuanto acontezca. Cómo debería el rey proseguir con la guerra; cuáles son las mejores tácticas para cada batalla, en qué situación política se halla el norte y, de modo muy especial, comenta las cualidades y lealtades de otros condes. Habla de unos a otros. Di al conde de Huntington que el conde de Wearenne es un gran luchador, di al obispo de Ely que no confías en el sheriff de Lincoln. La gente dirá al rey: “William de Shiring pertenece a la facción de Wearennev o “William de Shiring y sus seguidores están en contra del sheriff de Lincoln.” Si te muestras como poderoso, el rey se sentirá a gusto concediéndote un mayor poder.
William tenía escasa fe en aquellas sutilezas.
-Creo que será más efectivo lo poderoso de mi ejército -dijo, y volviéndose al juez local le preguntó-: ¿Cuánto hay en mi tesorería, Arthur?
-Nada, señor -contestó éste.
-¿De qué diablos hablas? -inquirió William con aspereza-. Tiene que haber algo. ¿Cuánto?
Arthur mostraba un ligero aire de superioridad como si nada tuviera que temer de William.
-No hay dinero alguno en la tesorería, señor.
A William le habría gustado estrangularlo.
-¡Este es el Condado de Shiring! -dijo con voz lo bastante alta para hacer levantar la vista a los caballeros y los funcionarios del castillo que comían al otro extremo de la mesa-. ¡Tiene que haber dinero!
-Desde luego entra dinero sin cesar, señor -dijo tranquilamente Arthur-. Pero vuelve a salir, sobre todo en tiempos de guerra.
William estudió el rostro pálido y bien afeitado. Arthur se mostraba demasiado suficiente. ¿Era honrado? No había forma de saberlo. William habría dado algo porque sus ojos pudieran penetrar en la mente de un hombre.
Madre sabía lo que William estaba pensando.
-Arthur es honrado -respondió sin importarle que el hombre estuviera presente-. Es viejo, perezoso y se halla encastillado en sus ideas, pero es honrado.
William quedó como herido por un rayo. Apenas había tomado asiento en el sillón y su poder empezaba ya a desvanecerse como por arte de magia. Le pareció encontrarse bajo una maldición. Parecía existir una ley según la cual William sería siempre un muchacho entre hombres, cualquiera que fuese la edad que tuviera.
-¿Cómo ha podido ocurrir esto? -preguntó casi sin fuerzas.
-Antes de morir, tu padre estuvo enfermo durante la mayor parte del año -dijo madre-. Me daba cuenta de que estaba dejando que la situación se le escapara de las manos; pero no logré que hiciera nada al respecto.
Fue una novedad para William descubrir que, a fin de cuentas, su madre no era omnipotente. Volvióse hacia Arthur.
-Tenemos algunas de las mejores tierras de cultivo del reino. ¿Cómo es posible que estemos sin dinero?
-Hay granjas que están en dificultades y varios arrendatarios van atrasados en el pago de sus rentas.
-¿Y por qué?
-Una de las razones que escucho con frecuencia es que los jóvenes no quieren trabajar el campo y se van a las ciudades.
-¡Entonces hemos de impedírselo!
Arthur se encogió de hombros.
-Una vez que un siervo ha vivido durante un año en cualquier ciudad se convierte en hombre libre. Es la ley.
-¿Y qué pasa con los arrendatarios que no han pagado? ¿Qué les has hecho?
-¿Qué puede hacérseles? -contestó Arthur-. Si les quitamos su medio de vida, jamás estarán en condiciones de pagar. De modo que hemos de ser pacientes y esperar a que llegue una buena cosecha que les permita ponerse al día.
William pensó, irritado, que Arthur parecía satisfecho de su incapacidad para resolver aquellos problemas. Pero, por un momento, frenó su genio.
-Bien, si todos los jóvenes se van a las ciudades, ¿qué me dices de nuestros alquileres por las propiedades urbanas en Shiring? Con ellos tendría que ingresar algún dinero.
-Aunque parezca extraño no ha sido así -alegó Arthur-. En Shiring hay numerosas casas vacías. Los jóvenes deben irse a cualquier otro sitio.
-O la gente te está mintiendo -replicó William-. Supongo que vas a decirme que los ingresos por el mercado de Shiring y la feria del Vellón también han caído.
-Sí...
-Entonces, ¿por qué no aumentas las rentas y los impuestos?
-Lo hemos hecho, señor, cumpliendo las órdenes de vuestro difunto padre. Pese a todo, los ingresos han caído.
-Con una propiedad tan poco productiva, ¿cómo era posible que Bartholomew pudiera seguir adelante? -preguntó, exasperado.
Incluso para aquello tenía respuesta Arthur.
-Poseía también la cantera. En los viejos tiempos daba mucho dinero.
-Y ahora está en manos de ese condenado monje.
William estaba transtornado. Justo cuando necesitaba hacer un despliegue ostentoso, le decían que estaba sin un céntimo. La situación era muy peligrosa para él. El rey sólo le había concedido la custodia de un Condado. En cierto modo, lo estaba poniendo a prueba. Si volvía a la corte con un ejército reducido, podría parecer ingratitud, incluso deslealtad.
Además, era posible que el panorama que le había presentado Arthur no fuera del todo auténtico. William se hallaba seguro de que la gente le estaba defraudando y que era muy probable que, además, se estuvieran riendo a sus espaldas. La idea le puso furioso. No se encontraba dispuesto a tolerarlo. Ya les enseñaría él. Antes de aceptar la derrota habría derramamiento de sangre.
-Has encontrado una excusa para todo -dijo a Arthur-. Y el hecho es que has dejado que estas propiedades fueran a la deriva durante la enfermedad de mi padre, que es cuando debieras haberte mostrado más vigilante.
-Pero, señor...
William levantó la voz.
-Cierra la boca o haré que te azoten.
Arthur palideció y guardó silencio.
-A partir de mañana -decidió William-, vamos a empezar a recorrer el Condado. Iremos a visitar cada una de las aldeas de mi propiedad y a sacudirlas para que se pongan en marcha. Tal vez tú no sepas cómo tratar a esos campesinos embusteros y quejumbrosos, pero yo sí. Pronto averiguaremos hasta qué punto se encuentra empobrecido mi Condado. Y, si me has mentido, juro por Dios que serás el primer ahorcado de los muchos que van a verse.
Además de Arthur, se llevó consigo a su escudero Walter, así como a los otros cuatro caballeros que habían luchado junto a él durante el pasado año. Ugly Gervase, Hugh Axe, Gilbert de Rennes y Miles Dice. Todos ellos eran hombres grandones y violentos, prontos a la cólera y dispuestos siempre a pelear. Cabalgaban con sus mejores caballos e iban armados hasta los dientes para imponer el terror entre los campesinos. William tenía el convencimiento de que un hombre se encontraba indefenso si la gente no le tenía miedo.
Era un día caluroso de fines de verano y, en los campos, se veían las gavillas de trigo. Aquella abundancia de riqueza visible enfureció más a William, al carecer él de dinero. Alguien tenía que estar robándole. A esas alturas, deberían sentirse ya demasiado atemorizados para atreverse a hacerlo. Su familia había obtenido el Condado al caer en desgracia Bartholomew. Sin embargo, él no tenía un céntimo mientras que el hijo de Bartholomew nadaba en la abundancia. La idea de que la gente le estuviera robando y que, al mismo tiempo, se rieran de su ignorancia, lo sacaba de quicio. Su cólera iba en aumento conforme cabalgaba.
Decidió empezar por Northbrook, una pequeña aldea bastante alejada del castillo. Los aldeanos componían una mezcla de siervos y hombres libres. William era el propietario de los siervos, los cuales nada podían hacer sin su permiso. En ciertas épocas del año, le debían un determinado número de horas de trabajo, además de una parte de sus propias cosechas. Los hombres libres sólo tenían que pagarle el alquiler, en dinero o en especie. Cinco de ellos iban retrasados en el pago. William suponía que ellos habían creído que podrían salirse con la suya al estar tan lejos del castillo. Sería un buen lugar para empezar la danza.
Había sido una larga cabalgada y el sol ya estaba alto cuando se acercaban a la aldea. Había veinte o treinta casas rodeadas de tres grandes campos, todos ellos cubiertos ya de rastrojos. Cerca de las casas, en el lindero de uno de los campos, había tres grandes robles agrupados. Al aproximarse más, William vio que la mayoría de los aldeanos se encontraban sentados a la sombra de los robles, al parecer comiendo. Espoleó a su caballo, recorrió a medio galope los últimos metros, y los demás le siguieron. Se detuvieron frente a los reunidos en medio de una nube de polvo.
Aquellas gentes se pusieron torpemente en pie, tragándose con precipitación su pan bazo e intentando quitarse el polvo de los ojos. La mirada recelosa de William observó un pequeño y curioso drama. Un hombre de mediana edad, de barba negra, habló en voz baja, pero con tono apremiante, a una rolliza muchacha que tenía en los brazos un gordito bebé de mejillas coloradas. Un joven se les acercó; pero el hombre de más edad se apresuró a obligarle a que se alejara. Luego, la muchacha, protestando al parecer, se alejó en dirección a las casas y desapareció entre el polvo. William quedó intrigado. Había algo furtivo en toda aquella escena y le hubiera gustado que madre estuviera allí para interpretarlo.
Decidió no hacer nada por el momento. Luego, habló a Arthur en voz lo bastante alta para que todos pudieran oírlo.
-Cinco de mis arrendatarios libres están retrasados en sus pagos, ¿no es así?
-Sí, señor.
-¿Quién es el peor?
-Athelstan hace dos años que no paga pero ha tenido muy mala suerte con sus cerdos...
William le interrumpió imponiendo su voz sobre la de Arthur.
-¿Quién de vosotros es Athelstan?
Se adelantó un hombre alto, de hombros hundidos, de unos cuarenta y cinco años. Estaba perdiendo pelo y tenía los ojos acuosos.
-¿Por qué no me pagas la renta? -inquirió William.
-Es una propiedad pequeña, señor, y no tengo gente que me ayude, ahora que mis muchachos se han ido a trabajar a la ciudad. Además hubo la fiebre porcina y...
-Un momento -le interrumpió William-. ¿A dónde fueron tus hijos?
-A Kingsbridge, señor, para trabajar en la nueva catedral, porque quieren casarse como tienen que hacer los jóvenes, y mi tierra no da para sostener a tres familias...
William almacenó en su memoria, para analizarla más adelante con detenimiento, la información de que aquellos jóvenes habían ido a trabajar en la catedral de Kingsbridge.
-De cualquier manera, tu propiedad es lo bastante grande para mantener a una familia. Sin embargo, sigues sin pagarme la renta.
Athelstan empezó a hablar de nuevo de sus cerdos. William lo contemplaba con expresión malévola sin escuchar siquiera. “Sé por qué no has pagado -se dijo-, sabías que tu señor estaba enfermo y decidiste estafarle mientras se encontraba incapacitado para hacer valer sus derechos. Los otros cuatro estafadores pensaron lo mismo. ¡Nos robásteis cuando éramos débiles!”
Por un momento sintió una enorme compasión de si mismo. Estaba seguro de que los cinco lo habían estado pasando en grande con su habilidad para robarles. Pues bien, ahora aprenderían la lección.
-Vosotros, Gilbert y Hugh, coged a ese campesino y mantenedlo quieto -ordenó con voz tranquila.
Athelstan todavía seguía hablando. Los dos caballeros desmontaron y se acercaron a él. La historia de la fiebre porcina no llegó a su fin. Los caballeros lo cogieron por los brazos. El hombre palideció de miedo.
William habló a Walter con la misma voz tranquila.
-¿Tienes tus guantes de cota de malla?
-Sí, señor.
-Póntelos. Dale a Athelstan una lección. Pero asegúrate de que queda vivo para que haga correr la noticia.
-Sí, señor.
Walter sacó de sus alforjas un par de manoplas de cuero con una excelente malla cosida a los nudillos y al dorso de los dedos, y se los calzó con deliberada lentitud. Los aldeanos observaban atemorizados y Athelstan empezó a gemir de terror.
Walter se bajó del caballo, se aproximó a Athelstan y le golpeó en el estómago con el puño de malla. El ruido, al descargar el golpe resonó de manera terrible. Athelstan se dobló en dos y se quedó sin respiración ni siquiera para gritar. Gilbert y Hugh le hicieron enderezarse y Walter le golpeó en la cara. Empezó a sangrar por la nariz y la boca. Entre los que miraban, una mujer que sin duda sería la suya empezó a chillar precipitándose hacia Walter.
-¡Deteneos! ¡Dejadlo en paz! ¡No lo matéis! -gritaba.
Walter la apartó con violencia. Otras dos mujeres la retuvieron y le hicieron retirarse. Pero ella seguía chillando y forcejeando. Los demás campesinos, sublevándose en silencio, miraban a Walter golpear sistemáticamente a Athelstan hasta que su cuerpo quedó inerte, la cara cubierta de sangre y los ojos cerrados por la inconsciencia.
-¡Soltadlo! -dijo finalmente William.
Gilbert y Hugh soltaron a Athelstan, el cual se desplomó en el suelo y quedó inmóvil. Las mujeres soltaron a la esposa, la cual corrió hacia él sollozando y cayendo de rodillas. Walter se quitó las manoplas y limpió la malla de la sangre y los pequeños restos de piel y carne que habían quedado adheridos.
William perdió todo su interés por Athelstan. Recorrió con la mirada la aldea y vio una construcción de madera de dos pisos, al parecer nueva, levantada al borde del arroyo.
-¿Qué es eso? -preguntó a Arthur señalándola.
-No lo he visto hasta ahora, señor -repuso éste nervioso.
William pensó que mentía.
-Es un molino de agua, ¿verdad?
Arthur se encogió de hombros pero su indiferencia resultó poco convincente.
-No imagino qué otra cosa puede ser ahí junto al arroyo.
¿Cómo podía mostrarse tan insolente cuando acababa de ver a un campesino apaleado casi hasta la muerte por orden suya?
-¿Pueden mis siervos construir molinos sin mi permiso? -preguntó casi al borde de la desesperación.
-No, señor.
-¿Y sabes por qué está prohibido?
-Para que tengan que llevar su grano a los molinos del señor y pagarle por la molienda.
-Y el señor obtendrá beneficios.
-Sí, señor -Arthur habló con el tono condescendiente de quien explica a un niño algo elemental-. Pero si pagan una multa por construir el molino, el señor se beneficiará igualmente.
A William su tono le pareció exasperante.
-No, no se beneficiará lo mismo. La multa nunca alcanzaría a lo que de otra manera habrían de pagar los campesinos. Por eso les gusta construir molinos. Y, también por eso, mi padre jamás lo permitió.
Sin dar tiempo a que Arthur pudiera contestarle, espoleó su caballo y se dirigió al molino. Sus caballeros le siguieron llevando a la zaga a los aldeanos en desordenado grupo.
William desmontó. No cabía la menor duda de lo que era aquella construcción. Una gran rueda giraba a impulsos de la rápida corriente del arroyo. La rueda hacía girar un astil que atravesaba el muro lateral del molino. Era una construcción de madera sólida, hecha para que durara. Quien la había construido esperaba a todas luces ser libre para utilizarla durante años.
El molinero se encontraba en pie, junto a la puerta abierta, con una pretendida expresión de ofendida inocencia. En la habitación, detrás de él, había sacos de grano amontonados de forma ordenada. William desmontó. El molinero se inclinó ante él con un ademán cortés. ¿Pero no había acaso en su mirada un atisbo de desdén? Una vez más, William tuvo la penosa sensación de que aquella gente creía que él era un don nadie y que su incapacidad para imponerles su voluntad le hacía sentirse impotente. Le embargaban la indignación y la frustración. Gritó furioso al molinero.
-¿Qué te hizo pensar que podrías salirte con la tuya? ¿Imaginas que soy tan estúpido? ¿Es eso? ¿Es eso lo que crees?
Y le dio al hombre un puñetazo en la cara.
El molinero lanzó un exagerado grito de dolor y cayó al suelo de manera premeditada.
William, pasando por encima de él, entró en el molino. El astil de la rueda exterior se hallaba conectado, con una serie de ruedas dentadas de madera, al astil de la muela en el piso de arriba. El grano molido caía a través de una tolva a la era a ras del suelo. El segundo piso, que tenía que soportar el peso de la muela, estaba sostenido por cuatro robustos maderos, cogidos sin duda del bosque de William sin su permiso. Si se cortaran esos maderos, toda la construcción se vendría abajo.
William volvió a salir. Hugh Axe (Hacha) llevaba sujeta a su montura el arma de la que había tomado el nombre.
-Dame tu hacha de combate -dijo William.
Hugh se la entregó.
William entró de nuevo y empezó a golpear los maderos de apoyo en el piso superior.
Le producía una satisfacción inmensa sentir los golpes del hacha contra la edificación que con tanto cuidado habían construido los campesinos en su intento de birlarle sus ingresos por molienda. Ahora ya no se ríen de mí, se dijo con bestial regocijo.
Walter entró a su vez y se quedó mirando. William hizo una profunda hendedura en uno de los apoyos y luego cortó un segundo hasta la mitad. La plataforma superior, que soportaba el enorme peso de la muela, empezó a oscilar.
-Trae una cuerda -ordenó William.
Walter salió a buscarla.
William atacó los otros dos maderos y ahondó todo lo que se atrevió. La estructura estaba a punto para derrumbarse. Walter regresó con una cuerda. William la ató a uno de los maderos y luego sacó el otro extremo y lo amarró al cuello de su caballo de guerra.
Los campesinos observaban todos aquellos manejos en hosco silencio.
-¿Dónde está el molinero? -preguntó William una vez asegurada la cuerda.
El molinero se acercó manteniendo el aire de quien recibe un trato injusto.
-Átalo y mételo dentro, Gervase -dijo William.
El molinero intentó echar a correr pero Gervase le puso la zancadilla, se sentó luego sobre él y le ató con correas las manos y los pies. Luego, los dos caballeros le agarraron. El molinero empezó a forcejear y a suplicar clemencia.
-No podéis hacer eso. Es asesinato. Ni siquiera un señor puede ir asesinando a la gente -protestó uno de los aldeanos adelantándose entre los reunidos allí.
-Si vuelves a abrir la boca te meteré adentro con él -le amenazó William apuntándole con un dedo tembloroso.
Por un instante, el hombre pareció desafiante. Luego lo pensó mejor y dio media vuelta.
Los caballeros salieron del molino. William hizo avanzar a su caballo hasta que la cuerda quedó tensa. Después le dio una palmada en la grupa, tensándola aún más.
El molinero empezó a gritar dentro de la casa. Eran alaridos que helaban la sangre. Eran las voces de un hombre poseído por un terror mortal, de un hombre que sabía que en cuestión de minutos iba a quedar aplastado hasta morir.
El caballo agitó la cabeza intentando aflojar la cuerda que le rodeaba el cuello. William le gritó y le asestó un puntapié en las ancas para que hiciera fuerza.
-¡Vosotros, tirad de la cuerda! -voceó a sus hombres.
Los cuatro caballeros agarraron la cuerda tensa y unieron sus esfuerzos a los del caballo. Se alzaron en protesta las voces de los aldeanos; pero estaban demasiado aterrados para intervenir. Arthur se encontraba apartado de todos ellos, con aspecto de sentirse mal.
Los gritos del molinero se hicieron más agudos. William se imaginaba el terror ciego que debía embargar al hombre mientras esperaba su espantosa muerte. Se decía que ninguno de aquellos campesinos olvidaría jamás el castigo de los Hamleigh.
El madero crujió con fuerza. Se oyó un fuerte chasquido al romperse. El caballo saltó hacia delante y los caballeros soltaron la cuerda. Empezó a desplomarse una esquina del tejado. Las mujeres comenzaron a lanzar fuertes gemidos. Las paredes de madera del molino se estremecieron. Arreciaron los gritos del molinero. Hubo un potente estruendo al ceder el piso superior. Los chillidos enmudecieron de repente y el suelo tembló al caer la muela sobre la era. Las paredes se astillaron, el tejado se derrumbó y, al cabo de un instante, el molino se había convertido en un montón de leña con un muerto debajo.
William empezó a sentirse mejor.
Algunos aldeanos corrieron junto a las ruinas y empezaron a apartar maderas frenéticamente. Si esperaban encontrar al molinero con vida iban a tener una gran decepción. Su cuerpo tendría un aspecto horripilante. Tanto mejor.
William miró en torno suyo y vio a la muchacha de mejillas coloradas como las del bebé que llevaba en brazos, en pie detrás del gentío, como si intentase pasar inadvertida. Recordó al hombre de la barba negra, seguramente su padre, que tan interesado se mostró en que no fuera vista. Decidió que descubriría el misterio antes de abandonar la aldea. Se encontró con la mirada de ella y le hizo una seña para que se acercara. La muchacha miró hacia atrás con la esperanza de que estuviera llamando a otro.
-Tú -le dijo William-. Ven aquí.
El hombre de la barba negra la vio y gruñó exasperado.
-¿Quién es tu marido, zagala?
-No tiene ma... -empezó a decir el padre.
Sin embargo llegó demasiado tarde, porque la muchacha ya había contestado.
-Edmund.
-Así que estás casada. Pero ¿quién es tu padre?
-Yo lo soy -respondió el hombre de la barba-. Theobald.
William se volvió hacia Arthur.
-¿Es Theobald hombre libre?
-Es un siervo, señor.
-Y cuando la hija de un siervo se casa, ¿no tiene derecho el señor, como su propietario, a gozar de ella la noche de la boda?
Arthur se mostró escandalizado.
-¡Señor! Esa costumbre primitiva no se ha puesto en práctica en esta parte del mundo desde donde alcanza la memoria.
-Una gran verdad -reconoció William-. En su lugar, el padre paga una multa. ¿Cuánto pagó Theobald?
-Aún no la ha pagado, señor; pero...
-¡No la has pagado! Y la zagala tiene ya un hijo gordinflón de mejillas coloradas.
-Nunca tuvimos el dinero, señor. Ella estaba encinta de Edmund y querían casarse. Pero ahora podemos pagar porque hemos recogido la cosecha -dijo Theobald.
William sonrió a la muchacha.
-Déjame ver al niño.
Ella lo miró temerosa.
-Vamos. Dámelo.
La muchacha tenía miedo pero le resultaba imposible decidirse a entregarle al crío. William se le acercó más y le quitó con delicadeza el chiquillo. La moza lo miró con ojos aterrorizados pero no se resistió.
El bebé empezó a gritar. William lo sostuvo por un instante. Luego, lo agarró por los tobillos con una mano y con movimiento rápido lo lanzó al aire, todo lo que le fue posible. La muchacha lanzó un alarido semejante al de un fantasma agorero anunciando la muerte, siguiendo con la mirada la trayectoria hacia arriba del pequeñín.
El padre corrió con los brazos extendidos, intentando recogerlo cuando cayera.
Mientras la muchacha miraba hacia arriba gritando, William la agarró por el traje y se lo rasgó. Tenía un cuerpo juvenil, redondeado y sonrosado.
El padre logró recoger al bebé, poniéndolo a salvo.
La joven intentó echar a correr. Pero William la alcanzó y la tiró al suelo.
El padre entregó el niño a una mujer y se volvió a mirar a William.
-Como no pude ejercer mi derecho de pernada en la noche de bodas, y tampoco me ha sido pagada la multa, ahora me cobraré lo que se me debe -dijo William.
El padre se precipitó hacia él.
William desenvainó su espada.
El padre se detuvo
William miró a la zagala, caída en el suelo, intentando cubrir su desnudez con las manos. El miedo de ella le excitaba.
-Y, cuando haya terminado, también la disfrutarán mis caballeros -dijo con sonrisa satisfecha.
En tres años, Kingsbridge había cambiado hasta el punto de estar irreconocible.
William no había estado allí desde Pentecostés, cuando Philip y su ejército de voluntarios frustraron los planes de Waleran Bigod. Había entonces cuarenta o cincuenta casas de madera que rodeaban como un enjambre, la puerta del priorato y se desperdigaban por el sendero cenagoso que conducía, ladera abajo, hasta el puente. Sin embargo, en esos momentos, al acercarse a la aldea, vio a través de los campos ondulantes, que había al menos tres veces más de casas. Formaban una franja parda a lo largo del muro de piedra gris del priorato y cubrían por completo el espacio entre éste y el río. Algunas de aquellas casas parecían grandes. En el interior del recinto del priorato, había nuevos edificios de piedra y los muros de la iglesia daban la impresión de estar alzándose con rapidez. Junto al río, había dos nuevos muelles. Kingsbridge se estaba convirtiendo en una ciudad.
El aspecto de aquel lugar le confirmaba la sospecha que venía albergando desde que regresó de la guerra. Durante su recorrido cobrando rentas atrasadas y aterrorizando a los siervos desobedientes, había estado oyendo hablar de Kingsbridge. Los jóvenes desposeídos de tierras iban allí a trabajar; familias pudientes enviaban a sus hijos a la escuela del priorato; los pequeños propietarios vendían sus huevos y sus quesos a los hombres que trabajaban en la construcción. Y todo aquel que podía, acudía allí en las fiestas de guardar a pesar de que no hubiera catedral. El de hoy era un día sagrado, el de la Sanmiguelada, que ese año caía en domingo. En aquella mañana tibia, de principios de otoño, el tiempo era bueno para viajar, de manera que habría un buen gentío. William esperaba averiguar qué era lo que les impulsaba a acudir a Kingsbridge.
Con él cabalgaban sus cinco hombres. Habían llevado a cabo un trabajo de primera en las aldeas. Las noticias del recorrido de William se habían propagado con extraordinaria rapidez y, a los pocos días, la gente sabía a qué atenerse. Ante la próxima llegada de William solían enviar a sus hijos y a las mujeres jóvenes a ocultarse en el bosque. William gozaba infundiendo pavor en los corazones de las gentes. De esa manera los mantenía en su lugar. ¡Ahora ya sabían bien quién estaba al mando!
Cuando el grupo se acercaba a Kingsbridge, puso su caballo al trote y los demás le imitaron. Llegar veloces siempre resultaba más impresionante. Las gentes se retiraban apretándose en los linderos del camino, o se lanzaban hacia los campos para apartarse de los grandes caballos, cuyos cascos resonaban estruendosos por el puente de madera, dando sus jinetes de lado al funcionario que se encontraba en la garita para el cobro del portazgo. Pero se vieron obligados a reducir de pronto la marcha al encontrar la angosta calle bloqueada ante ellos por una carreta cargada de barriles de cal, tirada por dos poderosos bueyes de movimientos lentos.
William miró en derredor mientras seguían al carro en su ascenso por la ladera de la colina. Casas nuevas, construidas de forma apresurada, llenaban los espacios existentes entre las antiguas. Pudo ver una pollería, una cervecería, una herrería y una zapatería. Existía un inconfundible ambiente de prosperidad. William sintió envidia.
Sin embargo no había mucha gente por la calle. Tal vez estuvieran todos arriba, en el priorato. Con sus caballeros a la zaga siguió a la carreta de bueyes a través de las puertas del priorato. No era la clase de entrada que a él le gustaba hacer, y sintió un atisbo de inquietud ante la posibilidad de que la gente se diera cuenta y se riera de él. Pero, por fortuna, nadie miró.
En claro contraste con la ciudad desierta al otro lado de los muros, en el recinto del priorato reinaba la más afanosa actividad.
William detuvo su caballo y miró alrededor intentando captarlo todo. Había tanta gente y tanto trasiego de un lado a otro que, en un principio, le pareció algo desconcertante. Luego, el panorama se dividió en tres secciones.
En la zona más cercana a él, en el extremo oeste del recinto del priorato, había un mercado. Los puestos formaban hileras perfectas de norte a sur, y varios centenares de personas circulaban por los pasillos comprando comida y bebida, sombreros y zapatos, cuchillos, cinturones, patitos, cachorros, ollas, pendientes, lana, hilos, cuerda y otros muchos artículos de primera necesidad, y también superfluos. Era evidente que el mercado florecía y que todos los peniques, medios peniques y cuartos de penique que cambiaban de manos debían sumar una gran cantidad de dinero. No era de extrañar, se dijo William con amargura, que en Shiring el mercado estuviera de capa caída cuando allí, en Kingsbridge, había una alternativa floreciente. Las rentas que pagaban los propietarios de puestos, los portazgos por suministros y los impuestos sobre las ventas que debería ingresar la tesorería del conde de Shiring iban a parar a los cofres del priorato de Kingsbridge.
Pero un mercado necesitaba de una licencia del rey, y William estaba seguro de que el prior Philip no la tenía. Probablemente pensaría solicitarla tan pronto como le pescaran, al igual que el molinero de Northbrook. Por desgracia, no le resultaría tan fácil a William dar una lección a Philip.
Más allá del mercado, había una zona de tranquilidad. Adyacente a los claustros, donde sin duda estuvo la crujia de la vieja iglesia, había un altar debajo de un dosel. Un monje de pelo blanco se encontraba en pie delante de él leyendo un libro. En el extremo más alejado del altar, unos monjes, formando filas perfectas, cantaban himnos; pero, a aquella distancia, la música quedaba ahogada por los ruidos procedentes de la plaza del mercado. Era una pequeña congregación. Aquello debían ser nonas, un oficio sagrado reservado a los monjes, se dijo William. Como era natural, todo trabajo y toda actividad quedarían suspendidas, en el mercado, durante el principal servicio sagrado de la Sanmiguelada.
En el área más alejada del recinto del priorato, se estaba construyendo el extremo oriental de la catedral. En eso era en lo que el prior Philip estaba gastando lo que arañaba del mercado, se dijo con acritud William. Los muros tenían diez o doce metros de altura, y era ya posible ver la silueta de las ventanas y la línea de la arcada. Las intrincadas estructuras, de aspecto ligero, del andamiaje de madera, colgaban de forma precaria del trabajo en piedra, semejantes a nidos de gaviotas sobre un risco cortado a pico. Por todo el recinto pululaban trabajadores. William pensó que había algo extraño en su aspecto. Al cabo de un momento se dio cuenta de que se trataba del colorido de sus trajes. Desde luego, aquellos no eran los peones habituales. Los trabajadores que cobraban tendrían ese día festivo. Aquellas gentes eran voluntarios.
No había esperado que hubiera tantos. Centenares de hombres y mujeres acarreaban piedras, cortaban madera y hacían rodar barricas. También subían carros llenos de arena, desde el río. Todos ellos trabajando sin cobrar un céntimo, sólo para obtener el perdón de sus pecados.
El astuto prior había imaginado un hábil plan, pensó William con envidia. La gente que acudiera a trabajar en la catedral gastaría dinero en el mercado. La gente que acudiera al mercado dedicaría algunas horas a la catedral, por sus pecados. Una mano lava a la otra.
Cabalgó atravesando el cementerio, hasta llegar al enclave de la construcción, curioso por verla más de cerca.
Los ocho pilares macizos de la arcada desfilaban a cada lado en cuatro parejas opuestas. Desde lejos, William había pensado que podía ver los arcos redondeados uniendo un pilar con el otro; pero, en ese momento, se dio cuenta de que los arcos no habían sido construidos todavía. Lo que había visto era la cimbra en madera, a la que habían dado la forma que esto iban a tener, y sobre la que descansarían las piedras mientras se construían los arcos y la argamasa se endurecía. La cimbra no descansaba sobre el suelo, sino que se apoyaba en los moldes de proyectura de los capiteles en la parte superior de los pilares.
Los muros exteriores de los pasillos iban alzándose paralelos a la arcada, con espacios regulares para las ventanas. Entre hueco y hueco, se proyectaba un contrafuerte desde el muro. Mirando a través de los extremos abiertos de los muros sin terminar, William pudo ver que no eran de piedra maciza, sino muros dobles con un espacio entre sí. Al parecer la cavidad se rellenaba con escombros y argamasa.
El andamiaje estaba hecho con recias estacas unidas con caballetes de vástagos flexibles y juncos tejidos colocados a través de las estacas.
William observó que en todo ello debían haber gastado cuantioso dinero.
Cabalgó alrededor del exterior del presbiterio, seguido de sus caballeros. Contra los muros, había cabañas colgadizas de madera, y viviendas para los artesanos. La mayoría de ellas estaban en aquellos momentos cerradas a cal y canto, porque ese día no había albañiles colocando piedras ni carpinteros haciendo cimbras. Sin embargo, los artesanos supervisores, el maestro albañil y el maestro carpintero, se encontraban dando instrucciones a los peones voluntarios, y les decían dónde tenían que almacenar la piedra, la madera, la arena y la cal que estaban acarreando desde las orillas del río.
William cabalgó alrededor del extremo este de la iglesia hasta el lado sur, donde su camino se vio bloqueado por los edificios monásticos. Entonces dio media vuelta, maravillado por la astucia del prior Philip, que tenía a sus maestros artesanos ocupados en domingo y a más trabajadores laborando sin paga.
Mientras reflexionaba acerca de lo que iba viendo, le pareció clarísimo que el prior Philip era responsable en gran medida del declive en la buena fortuna del Condado de Shiring. Las granjas estaban perdiendo a sus hombres jóvenes en favor de la construcción; y Shiring, la joya del Condado, estaba siendo eclipsada por la nueva ciudad de Kingsbridge, en rápido crecimiento. Los residentes en ella pagaban rentas a Philip, no a William, y la gente que compraba y vendía mercancías en su mercado proporcionaba ingresos al priorato y se los quitaba al Condado. Philip tenía la madera, las granjas ovinas y la cantera que un día fueron fuentes de riqueza para el conde.
William, acompañado de sus hombres, cabalgó de nuevo a través del recinto, hasta el mercado. Decidió echarle un vistazo más de cerca. Hizo entrar al caballo entre los vendedores. Marchaba muy despacio. La gente no se apartaba temerosa para abrirle paso. Cuando el caballo les empujaba, miraban a William con irritación o fastidio, más que con temor, y se apartaban del camino cuando les parecía bien, en actitud un tanto condescendiente. Allí no aterraba a nadie. Aquello le puso nervioso. Si la gente no se asustaba, era imposible predecir lo que podía hacer.
Recorrió una hilera y volvió por la siguiente, siempre con sus caballeros a la zaga. Le contrariaban los parsimoniosos movimientos del gentío. Habría ido más rápido andando; pero estaba seguro de que, en ese caso, aquellas gentes insubordinadas de Kingsbridge hubieran sido lo bastante insolentes como para darle empellones.
Se encontraba a mitad del recorrido en el pasillo de regreso cuando vio a Aliena.
Tiró bruscamente de las riendas y se quedó mirándola pasmado.
Ya no era aquella joven delgada, tensa y asustada, calzando zuecos que había visto allí mismo, en Pentecostés, hacía ya tres años. Su cara, enflaquecida entonces por la tensión, estaba de nuevo más llena y tenía un aspecto feliz y saludable. Los ojos oscuros le brillaban alegres, y los bucles danzaban alrededor de su rostro cuando movía la cabeza.
Estaba tan hermosa que la cabeza de William era un torbellino de deseo.
Vestía un traje escarlata, con ricos bordados y, en sus expresivas manos, centelleaban sortijas. La acompañaba una mujer de más edad, que permanecía en pie algo separada de ella, como una sirviente. Mucho dinero, había dicho madre. Así era como Richard había podido convertirse en escudero y unirse al ejército del rey Stephen, equipado con hermosas armas. Maldita sea. Era una joven en la miseria, sin dinero ni poder... ¿cómo lo había logrado?
Se encontraba ante un puesto que vendía agujas de hueso, hilo de seda, dedales de madera y otros artículos para coser, discutiendo alegremente sobre los artículos con el judío de baja estatura y pelo oscuro que los vendía. Su actitud era firme, y se mostraba tranquila y segura de sí misma. Había recuperado las maneras que tuvo como hija del conde.
Parecía mucho mayor. Bueno, es que lo era. William tenía veinticuatro; así que ella debía andar ahora por los veintiuno. Pero representaba más edad aún. Ya no quedaba en ella nada de la niña que él había conocido. Era una mujer. Aliena levantó la vista y se tropezó con su mirada.
La última vez que eso ocurrió, Aliena, ruborizada de vergüenza, había huido. En esta ocasión, siguió a pie firme sin apartar la vista.
William intentó esbozar una sonrisa de complicidad.
El rostro de ella expresó un desprecio abrumador.
William sintió que enrojecía. Seguía tan altanera como siempre, y se mofaba de él como lo hizo cinco años atrás. La había humillado y desflorado. Pero ya no se mostraba aterrada por su presencia. Quería hablarle y decirle que podía hacerle lo que ya le había hecho una vez. Pero no estaba dispuesto a gritárselo por encima de las cabezas de la multitud. La impávida mirada de ella le hacía sentirse empequeñecido. Intentó un gesto de desprecio; pero no le fue posible. Se daba cuenta de que estaba haciendo una estúpida mueca. Lleno de una profunda conturbación, dio media vuelta y espoleó a su caballo; pero aun así el gentío le obligó a aminorar la marcha, y la destructiva mirada de Aliena le abrasaba la nuca mientras iba alejándose de ella palmo a palmo.
Cuando al fin logró salir de la plaza del mercado, se encontró frente a frente con el prior Philip.
El pequeño galés se encontraba allí plantado, con los brazos en jarras y el pecho abombado en actitud agresiva. William vio que no estaba tan delgado como tiempo atrás y que el poco pelo que le quedaba se le estaba volviendo prematuramente gris. Tampoco parecía ya demasiado joven para su cargo. En esos momentos sus ojos azules brillaban por la ira.
-Lord William -le llamó en tono desafiante.
William logró apartar de su mente el pensamiento de Aliena y recordó que tenía una acusación que formular contra Philip.
-Me alegro de encontraros, prior.
-Y yo a vos -dijo furioso Philip, a pesar de que fruncía el ceño un poco dubitativo.
-Estáis levantando aquí un mercado -dijo William en tono reprobador.
-¿Y qué?
-No creo que el rey Stephen haya dado licencia para establecer un mercado en Kingsbridge. Ni tampoco ningún otro rey, que yo sepa.
-¿Cómo os atrevéis? -explotó Philip.
-Yo o cualquiera...
-¡Vos! -gritó Philip ahogando su voz-. ¿Cómo os atrevéis a venir aquí y hablar de una licencia... vos que durante todo el mes pasado habéis recorrido este Condado provocando incendios, cometiendo robos, violaciones y al menos un asesinato?
-Eso no tiene nada que ver con...
-¡Como es posible que os atreváis a venir a un monasterio y hablar de licencias! -gritó Philip.
Dio un paso adelante, señalando con dedo acusador a William, cuyo caballo le esquivó nervioso. La voz de Philip era más penetrante que la de William, a quien le resultaba imposible decir palabra. Empezó a formarse un gentío de monjes, trabajadores voluntarios y clientes del mercado para seguir el altercado. Philip se mostraba imparable.
-Después de todo lo que has hecho, solo hay una cosa que deberías decir: “He pecado, padre.” ¡Deberías caer de rodillas en este priorato! Deberías suplicar el perdón si quieres escapar a las llamas del infierno.
William palideció. Siempre que se mencionaba el infierno le embargaba un terror incontrolable. Trató desesperadamente de interrumpir el torrente de palabras de Philip.
-Pero ¿qué me dice de su mercado? ¿Qué hay de su mercado? -insistió en preguntar.
Philip apenas le oyó. Se hallaba poseído de una fortísima indignación.
-¡Suplica el perdón por las terribles cosas que has hecho! -gritó-. ¡De rodillas! ¡De rodillas o arderás en el infierno!
William estaba tan aterrado, que ya no dudaba de que iba a sufrir el fuego del infierno si no se arrodillaba y rezaba en ese mismo instante delante de Philip. Sabía que tenía que confesarse, porque había matado a muchos hombres en la guerra, además de los pecados cometidos durante su recorrido por el Condado. ¿Qué pasaría si muriera antes de haber confesado? Se sentía demasiado sobrecogido ante la idea de las llamas eternas y los demonios con sus afilados cuchillos.
Philip se dirigió hacia él con el dedo enhiesto y le gritó:
-¡ De rodillas!
William hizo retroceder a su caballo. Miró desesperado en torno suyo. La gente le cercaba por todas partes. Sus caballeros estaban detrás de él con aspecto confundido. No sabían qué hacer frente a aquella amenaza espiritual lanzada por un monje desarmado. William se sintió incapaz de soportar más humillaciones. Después de lo de Aliena aquello era demasiado. Tiró de las riendas haciendo que su poderoso caballo de guerra anduviera hacia atrás de forma grosera. La multitud se dividió ante sus potentes cascos. Cuando sus patas delanteras golpearon de nuevo el suelo, William le espoleó con dureza y el animal se lanzó hacia delante. Los mirones se dispersaron. Volvió a espolearlo y el caballo avanzó a medio galope. Descompuesto por la vergüenza, atravesó veloz la puerta del priorato seguido de sus caballeros. Asemejaban una jauría de perros rabiosos ahuyentados por una vieja con una escoba. William confesó sus pecados, tembloroso y abrumado por el miedo, sobre el suelo frío de la pequeña capilla del palacio episcopal. El obispo Waleran escuchaba en silencio, y su rostro era una máscara de aversión mientras William enumeraba todas las muertes, palizas y violaciones de que era culpable. William, incluso mientras se confesaba, sentía la más profunda repugnancia hacia aquel obispo arrogante, con sus manos limpias y blancas cruzadas sobre el corazón, y un leve palpitar en las traslucidas aletas de la nariz, como si olfateara mal olor en el aire polvoriento. A William le atormentaba tener que suplicar a Waleran la absolución; pero sus pecados eran de tal categoría que ningún sacerdote corriente podría perdonarlos. Así que se arrodilló, poseído por el temor, cuando Waleran le ordenó que encendiera una vela a perpetuidad en la capilla de Earlcastle. Luego, le dijo que había quedado absuelto de sus pecados.
El miedo, como si de niebla se tratara, se fue levantando poco a poco.
Salieron de la capilla al ambiente cargado de humo del gran salón y se sentaron junto al fuego. El otoño se disponía a dar paso al invierno, y hacía frío en la inmensa casa de piedra. Un pinche de cocina les llevó pan caliente especiado, hecho con miel y jengibre. Al fin William empezaba a sentirse a gusto.
Entonces recordó sus otros problemas. Richard, el hijo de Bartholomew, estaba tratando de hacer valer su derecho al Condado, y William era demasiado pobre para reunir un ejército lo bastante grande como para que impresionara al rey. Durante el mes anterior, había rastrillado considerables sumas de dinero; pero seguían sin ser suficientes.
-Ese condenado monje le está chupando la sangre al Condado de Shiring -comentó con un suspiro.
Waleran cogió pan con una mano pálida de dedos largos como una garra.
-Me he estado preguntando cuánto tiempo ibas a tardar en llegar a esa conclusión.
Claro que a Waleran se le habría ocurrido aquello mucho antes. Se mostraba tan superior. William hubiera preferido no hablar con él, pero necesitaba la opinión del obispo sobre un punto legal.
-El rey nunca concedió licencia para establecer un mercado en Kingsbridge, ¿verdad?
-Que yo sepa, no.
-Entonces Philip está quebrantando la ley.
Waleran encogió sus huesudos hombros cubiertos de negro.
-Sí, hasta donde yo tengo conocimiento.
Waleran se mostraba muy poco interesado; pero William siguió hurgando.
-¡Hay que impedírselo!
Waleran sonrió con suficiencia.
-No podéis tratarlo del mismo modo que a un siervo que ha casado a su hija sin vuestro permiso.
William enrojeció. Waleran se refería a uno de los pecados que acababa de confesar.
-Entonces, ¿cómo hay que tratarlo?
Waleran reflexionó.
-Los mercados son prerrogativa del rey. En tiempo de mayor tranquilidad, tal vez él mismo se ocupara de ello.
William rió burlón. Pese a toda su inteligencia, Waleran no conocía al rey como él.
-Ni siquiera en tiempo de paz, le parecería bien que le presentara una queja respecto a un mercado que carece de licencia.
-Bien, entonces su delegado para los asuntos locales es el sheriff de Shiring.
-¿Qué puede hacer?
-Puede presentar una denuncia contra el priorato ante el tribunal de justicia del Condado.
William negó con la cabeza.
-Eso es lo que menos me interesa. El tribunal le impondría una multa, el priorato la pagaría y el mercado continuaría prosperando. Es casi como si se le concediera la licencia.
-Lo malo es que, en realidad, no existen motivos para impedir que Kingsbridge tenga un mercado.
-¡Sí que los hay! -exclamó indignado William-. Reduce el comercio en el mercado de Shiring.
-Shiring está a un día entero de viaje desde Kingsbridge.
-La gente recorre largos caminos.
Waleran volvió a encogerse de hombros. William se había dado cuenta de que hacía ese gesto cuando no se hallaba conforme con algo.
-De acuerdo con la tradición, un hombre pasará una tercera parte del día caminando hacia el mercado, otra tercera parte del día en el mercado y la última tercera parte del día regresando a casa. Por lo tanto, un mercado da servicio a la gente durante una tercera parte del día del viaje que se calcula son siete millas. Si dos mercados se encuentran separados por más de catorce millas, entonces las zonas de captación no se superponen. Shiring está a veinte millas de Kingsbridge. De acuerdo con la regla, Kingsbridge tiene derecho a un mercado, y el rey debería concedérselo.
-El rey hace lo que quiere -replicó William jactancioso.
Pero se quedó preocupado. No sabía nada de la regla. Con ella se fortalecía la posición del prior Philip.
-De cualquier modo, no estamos tratando con el rey sino con el sheriff -apuntó Waleran; frunció el entrecejo y añadió-: El sheriff puede ordenar al priorato que desista de crear un mercado sin licencia.
-Eso es una pérdida de tiempo -objetó William desdeñoso-. ¿Quién hace caso de una orden que no esta respaldada por una amenaza?
-Es posible que Philip.
William no creyó semejante cosa.
-¿Por qué habría de hacerlo?
Los labios exangües de Waleran esbozaron una sonrisa burlona.
-No sé si seré capaz de explicároslo bien. Philip cree que la ley debe cumplirse, que ha de imperar.
-Una idea estúpida -respondió con impaciencia William-. El rey es el rey.
-Os dije que no os lo haría entender.
El aire de suficiencia de Waleran enfureció a William, que se puso en pie y se acercó a la ventana. Al mirar por ella, vio, en la cima de la colina cercana, los terraplenes donde Waleran, cuatro años atrás, empezó a construirse un castillo, confiando en sufragar los gastos con los ingresos del Condado de Shiring. Philip había hecho fracasar sus planes; y ahora la hierba había vuelto a crecer sobre los montículos de tierra, y el Seco foso estaba lleno de zarzas. William recordó que Waleran había esperado edificar con la piedra procedente de la cantera del Condado de Shiring. Y ahora era Philip quien la poseía.
-Si fuera otra vez dueño de la cantera, podría utilizarla como garantía y pedir dinero prestado para reunir un ejército -musitó.
-¿Por qué no la recuperáis? -le preguntó Waleran.
William meneó la cabeza.
-Lo intenté en una ocasión.
-Y Philip os ganó por la mano. Pero ahora ya no hay allí monjes. Podéis enviar una partida de hombres para expulsar a los canteros.
-¿Pero cómo impediría que Philip volviera a tomar posesión al igual que hizo la última vez?
-Construid una cerca alta alrededor de la cantera y mantened vigilancia permanente.
“Era posible”, pensó William con avidez. Y resolvería su problema de una vez por todas. No obstante se detuvo a meditar: ¿Qué motivo impulsaba a Waleran a sugerir aquello? Madre le había advertido que anduviera con ojos con aquel obispo poco escrupuloso. “Lo único que necesitas saber de Waleran Bigod -le había dicho-, es que cuanto hace lo ha calculado antes con minucioso cuidado. En él no hay nada espontáneo, nada improvisado, nada casual, nada superfluo. Y, sobre todo, nada generoso.”
Pero Waleran odiaba a Philip y había jurado que le impediría construir su catedral. Ese era motivo suficiente.
William lo miró pensativo. Su carrera se encontraba atascada. Había llegado a obispo muy joven; pero Kingsbridge era una diócesis insignificante y empobrecida y, con toda seguridad, Waleran la había considerado tan sólo un peldaño para dignidades más altas. Sin embargo, era el prior, y no el obispo, quien estaba adquiriendo riquezas y fama. Waleran se apagaba, ensombrecido por Philip, al igual que William. Ambos tenían motivo para querer destruirlo.
William decidió una vez más sobreponerse a la repugnancia que le inspiraba Waleran, en beneficio de sus propios intereses a largo plazo.
-Muy bien -dijo-. Eso puede dar resultado. Pero supongamos que entonces Philip va a quejarse al rey.
-Diréis que lo habéis hecho como represalia por el mercado que Philip ha creado sin licencia -apuntó Waleran.
William asintió.
-Cualquier excusa valdrá, siempre que yo vuelva a la guerra con un ejército lo bastante numeroso.
Los ojos de Waleran brillaron de malicia.
-Tengo la impresión de que Philip no construirá esa catedral si ha de comprar la piedra al precio del mercado. Y, si deja de construir, Kingsbridge empezará a declinar. Eso solucionará todos vuestros problemas.
William no estaba dispuesto a mostrar gratitud.
-Aborrecéis de veras a Philip, ¿verdad?
-Se interpone en mi camino -se limitó a decir Waleran; pero, por un instante, William tuvo un atisbo de la descarnada crueldad que latía bajo los modales fríos y calculadores del obispo.
William volvió a fijar la mente en las cuestiones prácticas.
-Allí debe de haber unos treinta canteros, algunos con sus mujeres e hijos.
-¿Y qué?
-Puede que haya derramamiento de sangre.
Waleran enarcó sus negras cejas.
-¿De veras? Entonces habré de darte la absolución.
A fin de llegar con el alba, se pusieron en marcha cuando todavía estaba oscuro. Enarbolaban antorchas que ponían nerviosos a los caballos. Además de Walter y los otros cuatro caballeros, William llevaba consigo seis hombres de armas. Caminando detrás de ellos, iban una docena de campesinos que habrían de cavar el foso y levantar la cerca.
William creía con firmeza en una planificación militar cuidadosa, lo cual era precisamente el motivo de que él y sus hombres fueran tan útiles al rey Stephen; pero, en esta ocasión, no tenía plan alguno de batalla. Unos cuantos canteros y sus familias no podían oponer mucha resistencia, y William no podía dejar de recordar lo que le dijo el líder de los canteros... ¿Se llamaba Otto? Sí, Otto Blackface. Pues Otto se había negado a luchar el primer día que Tom Builder llevó a sus hombres a la cantera.
Amaneció una helada mañana de diciembre, con jirones de niebla colgando de los árboles, semejantes a la ropa tendida de la gente pobre. William aborrecía aquella época del año. Hacía frío por la mañana, oscurecía muy pronto y en el castillo, siempre había humedad. Se servían demasiada carne y demasiado pescado en salazón. Su madre siempre estaba enfadada y los sirvientes malhumorados. Sus caballeros se mostraban pendencieros. Esa pequeña escaramuza les vendría bien. Y también a él. Ya había gestionado un préstamo de doscientas libras con los judíos de Londres, con la cantera como la garantía. Antes de que el día finalizara, tendría asegurado su futuro.
Cuando les faltaba alrededor de una milla para llegar a la cantera, William se detuvo, eligió dos hombres y los envió a pie, a modo de avanzadilla.
-Tal vez haya un centinela o algunos perros -les advirtió-. Tened preparado un arco con la flecha dispuesta en la cuerda.
Un poco más adelante, el camino torcía a la izquierda, y terminaba de repente ante la ladera cortada a pico de una colina mutilada. Era la cantera. Reinaba el más absoluto silencio. Junto al camino, los hombres de William sujetaban a un asustado rapaz, seguramente un aprendiz al que habían enviado a montar guardia. A sus pies, un perro se desangraba con una flecha clavada en el cuello.
La partida que había emprendido la incursión, se acercó sin preocuparse por guardar silencio. William detuvo el caballo y examinó el panorama. Había desaparecido gran parte de la colina desde la última vez que la vio. El andamiaje subía por la ladera hasta zonas inaccesibles y descendía luego hasta una profunda hondonada abierta al pie. Cerca de la carretera, se encontraban almacenados bloques de piedra de distintas formas y tamaños; dos macizas carretas de madera, con inmensas ruedas, estaban cargadas de piedra y dispuestas para salir. Todo aparecía cubierto de polvo gris, incluso los arbustos y los árboles. Habían talado una gran área de bosque. “Mi bosque”, pensó furioso William, y había diez o doce construcciones de madera, algunas con pequeños huertos, uno de ellos con una pocilga. Era una pequeña aldea. Probablemente, el centinela se había quedado dormido y su perro también.
-¿Cuántos hombres hay aquí, zagal? -le preguntó William.
El mozo, aunque se hallaba asustado, parecía valiente.
-Vos sois Lord William, ¿verdad?
-Contesta a la pregunta, muchacho, o te cortaré la cabeza con esta espada.
El chico se puso lívido de miedo, pero contestó con una voz de tembloroso desafío.
-¿Va a tratar de robar esta cantera al prior Philip?
“¿Qué me pasa? -se preguntó William-. Ni siquiera soy capaz de asustar a un flacucho zagal barbilampiño. ¿Por qué la gente cree que puede desafiarme?”
-Esta cantera es mía -respondió con tono sibilante-. Olvídate del prior Philip. Ahora ya nada puede hacer por vosotros. ¿Cuántos hombres?
Y en lugar de contestar, el muchacho volvió la cabeza y empezó a vociferar:
-¡Ayuda! ¡Guardia! ¡Nos atacan! ¡Nos atacan!
William se llevó la mano a la espada. Vaciló mirando hacia las casas. Un rostro espantado atisbaba desde una puerta. Arrebató a uno de sus hombres una antorcha llameante y espoleó a su caballo.
Cabalgó hacia las casas llevando la antorcha muy alta, mientras veía a sus caballeros detrás de él. Se abrió la puerta de la cabaña más cercana y asomó la cabeza un hombre de ojos legañosos que se hallaba en ropa interior. William arrojó la tea ardiendo por encima de la cabeza del hombre. Cayó en el suelo, detrás de él, sobre la paja, en la cual prendió rápidamente. William, con un grito triunfal siguió cabalgando.
Atravesó el pequeño enjambre de casas. Detrás de él sus hombres cargaban, aullando y arrojando sus antorchas sobre los tejados de barda. Se abrieron todas las puertas y empezaron a salir hombres, mujeres y niños llenos de terror que chillaban tratando de evitar los estruendosos cascos. Iban de una parte a otra, dominados por el pánico, mientras las llamas se extendían. William se detuvo un instante a contemplar la escena. Los animales domésticos corrían por todas partes, y un cerdo frenético cargaba contra cuanto encontraba al paso, en tanto que una vaca, desconcertada, permanecía inmóvil en medio de todo aquel tumulto, moviendo a un lado y a otro su estúpida cabeza. Incluso los hombres jóvenes, que solían componer el grupo más agresivo, parecían confusos y asustados.
Desde luego el amanecer era la mejor hora para este tipo de asaltos, ya que el hecho de mostrarse medio desnudos disminuía la agresividad de las gentes.
Un hombre de tez morena, con un mechón de pelo negro, salió de una de las cabañas. Llevaba las botas puestas y empezó a dar órdenes. Debía tratarse de Otto Blackface. William no alcanzaba a oír lo que decía; aunque, por sus ademanes, suponía que Otto estaba ordenando a las mujeres que cogieran a los niños y corrieran a refugiarse en los bosques. ¿Pero qué estaría diciendo a los hombres? William lo supo un momento después. Dos jóvenes corrieron hasta una cabaña apartada de las otras y abrieron la puerta que estaba atrancada por fuera. Entraron en ella y salieron de nuevo enarbolando pesados martillos de cortar piedra. Otto envió a otros hombres a la misma cabaña que, a todas luces, era donde se hallaban guardadas las herramientas. Era evidente que se disponían a presentar batalla.
Tres años antes, Otto se había negado a luchar por Philip. ¿Por qué había cambiado de idea?
Fuera como fuera iba a matarlo. William sonrió ceñudo y desenvainó la espada.
Ya había seis u ocho hombres armados con machas y hachas de mango largo. William espoleó su caballo y cargó contra el grupo que se encontraba cerca de la puerta de la cabaña de herramientas, el cual se desperdigó, y sus integrantes quedaron fuera de su alcance. Pero enarboló su espada y pudo alcanzar a uno de ellos y hacerle un profundo corte en el brazo. El hombre soltó el hacha.
William se alejó al galope y luego hizo dar la vuelta a su caballo. Jadeaba con fuerza y se sentía bien. Con el ardor de la batalla no se experimentaba temor, sólo excitación. Algunos de sus hombres habían visto lo ocurrido y miraron a William interrogantes. Les hizo ademán de que le siguieran y cargó de nuevo contra los canteros. No podían esquivar a seis caballeros con la facilidad que a uno. William derribó a dos, y varios más cayeron bajo las espadas de sus hombres. Se movía con demasiada rapidez para poder contarlos o comprobar si estaban muertos o nada más que heridos.
Cuando Otto volvió había reagrupado a sus fuerzas. Al lanzarse los caballeros a la carga, los canteros se escurrieron entre las casas ardiendo. William se dio cuenta, bien a pesar suyo, de que se trataba de una táctica inteligente. Los caballeros los siguieron; pero a los canteros les resultaba más fácil esquivarlos por separado, y los caballos se apartaban de las viviendas en llamas. William persiguió a un hombre canoso que llevaba un martillo, y falló varias veces antes de que el hombre se evadiera de él, corriendo a través de una casa con el techo incendiado.
William comprendió que el problema era Otto. Él era quien alentaba a los canteros, y también quien los organizaba. Tan pronto como cayera, los demás abandonarían la lucha. William detuvo su caballo y buscó con la mirada al hombre de tez morena. La mayoría de las mujeres y los niños habían desaparecido, salvo dos criaturas de cinco años que se encontraban en medio de la batalla cogidas de la mano y llorando. Los caballeros de William cargaban entre las casas, persiguiendo a los canteros. Con gran sorpresa, William vio que uno de sus hombres de armas había caído bajo un martillo y yacía en el suelo, quejándose y sangrando. William quedó consternado, ya que no había previsto baja alguna entre los suyos.
Una mujer corría desolada entre las casas en llamas, e iba de una a otra gritando algo. William no podía saber el qué. Era evidente que llamaba a alguien. Finalmente la mujer encontró a las dos niñas, y se las llevó, una debajo de cada brazo. Al intentar alejarse corriendo, casi topó con uno de los caballeros de William, Gilbert de Rennes, el cual levantó la espada con intención de descargarla sobre ella. De repente Otto saltó de detrás de una cabaña enarbolando un hacha de mango largo. Su habilidad en el manejo de esa herramienta era tal que atravesó limpiamente el muslo de Gilbert, quedando la hoja clavada en la madera de la montura. La pierna cortada cayó al suelo y Gilbert, gritando, se desplomó del caballo.
Jamás volvería a luchar.
Había sido un caballero muy valioso. William espoleó furibundo su caballo. La mujer con los niños había desaparecido. Otto forcejeaba, intentando sacar la hoja de su hacha de la silla de Gilbert. Levantó la vista y vio llegar a William. Si en ese momento hubiera echado a correr, probablemente habría escapado; pero se quedó tratando de sacar su hacha. Se soltó en el preciso momento en que William caía casi sobre él. William alzó su espada. Otto se mantuvo a pie firme y levantó su hacha. William se dio cuenta, en el último momento, de que iba a descargarla sobre su caballo y de que el cantero podía lisiar al animal antes de que él estuviera lo bastante cerca para atacarle. Tiró desesperadamente de las riendas y el caballo patinó y se detuvo; luego, retrocedió, al tiempo que apartaba su cabeza de Otto, quien descargó el golpe sobre el cuello del animal. El filo del hacha se hundió profundamente en los poderosos músculos. Brotó la sangre como una fuente y el caballo se precipitó al suelo. William lo había desmontado antes de que el inmenso cuerpo tocara tierra.
Estaba enfurecido, aquel caballo de batalla le había costado una fortuna y con él había sobrevivido durante todo un año de guerra civil. Era exasperante haberlo perdido bajo el hacha de un cantero. Saltó por encima del cuerpo del animal y se lanzó sobre Otto con la furia de un maniaco, enarbolando su espada.
Otto no era presa fácil. Alzando su hacha con ambas manos, utilizó el mango de corazón de roble para detener los mandobles de William, quien atacaba cada vez con más fuerza haciéndole retroceder. Pese a su edad, Otto tenía unos músculos poderosos y los golpes apenas le hacían mella. William agarró su espada con las dos manos y la descargó con mayor fuerza todavía. Una vez más se interpuso el mango del hacha, pero esta vez la espada de William se hundió en la madera. Entonces Otto empezó a avanzar y William a retroceder. Tiró con fuerza de su espada y al fin logró liberarla. Más, para entonces, Otto lo tenía prácticamente bajo su dominio.
De repente William temió por su vida.
Otto levantó el hacha. William la esquivó echándose hacia atrás. Su talón se encontró con algo que le hizo tropezar y caer de espaldas sobre el cuerpo de su caballo. Aterrizó en un charco de sangre cálida, pero logró conservar la espada. Vio a Otto junto a él, con su hacha levantada. Al descender el arma, William rodó frenéticamente de costado. Sintió el viento al cortar la hoja el aire junto a su cara. Luego se levantó de un salto y atacó al cantero.
Un soldado se habría echado a un lado antes de arrancar su arma del suelo, sabedor de que un hombre es en extremo vulnerable después de asestar un golpe fallido. Pero Otto no era un soldado sino un loco valiente, y permanecía en pie con una mano en el mango de su hacha y el otro brazo extendido para recobrar el equilibrio, dejando que todo su cuerpo se convirtiera en un fácil blanco. William lanzó el apresurado ataque prácticamente a ciegas, y sin embargo acertó. La punta de la espada atravesó el pecho de Otto. William la hundió con más fuerza y la hoja se deslizó entre las costillas del hombre. Otto soltó su hacha y en su rostro apareció una expresión que William conocía bien. Sus ojos se mostraron sorprendidos. Tenía la boca abierta como si se dispusiera a gritar a pesar de que no emitía sonido alguno. De repente, su tez adquirió un color gris. Presentaba el aspecto de un hombre que ha sufrido una herida mortal. William hundió todavía más su espada para asegurarse, y luego la sacó.
Los ojos de Otto quedaron en blanco, una brillante mancha roja, que iba agrandándose, empapó su camisa. Por último se desplomó.
William dio media vuelta y escrutó el panorama general. Vio a dos canteros que huían apresurados, seguramente después de haber visto cómo mataban a su líder. Mientras corrían, gritaban a los demás. La lucha se convirtió en una retirada. Los caballeros persiguieron a los que trataban de escapar.
William se quedó inmóvil, jadeante. ¡Los condenados canteros habían presentado batalla! Miró a Gilbert. Yacía inmóvil en un charco de sangre con los ojos cerrados. William le puso una mano en el pecho. Ni un latido. Gilbert había muerto.
William caminó entre las casas, que ardían aún. Fue contando los cuerpos. Habían muerto tres canteros, y además una mujer y una niña. Ambas parecían haber sido pateadas por los caballos. Tres de los hombres de armas de William estaban heridos y cuatro caballos habían perecido o estaban lisiados.
Cuando completó el recuento, permaneció en pie junto al cuerpo de su cabalgadura. Aquel caballo de guerra le había gustado más de lo que le gustaba a la mayoría de la gente. Después de la lucha, solía sentirse exultante. Pero, en esos momentos, sólo estaba deprimido. Aquello era una carnicería. Lo que hubiera debido ser una sencilla operación para expulsar a unos trabajadores indefensos, se había convertido en una batalla campal con importantes bajas.
Los caballeros persiguieron a los canteros hasta el lindero del bosque. Pero, a partir de allí, los caballos nada podían contra los hombres, así que dieron media vuelta. Walter se acercó adonde estaba William y vio a Gilbert muerto en el suelo.
-Gilbert ha matado más hombres que yo -declaró santiguándose.
-No hay muchos como él para que pueda permitirme perder un hombre así en una trifulca con un condenado monje -dijo William con amargura-. Y no hablemos de los caballos.
-¡Vaya sorpresa! -comentó Walter-. Esa gente ha ofrecido más resistencia que los rebeldes de Robert de Gloucester.
William meneó la cabeza asqueado.
-No lo entiendo -dijo mirando los cuerpos que había alrededor-. ¿Por qué diablos creían que luchaban?
CAPÍTULO IX
Poco antes del amanecer, cuando la mayoría de los hermanos se encontraban en la cripta para el oficio de prima, sólo quedaban dos personas en el dormitorio, Johnny Eightpence, que barría en un extremo de la larga habitación, y Jonathan, que se hallaba en el otro, jugando a la escuela.
El prior Philip se detuvo en la puerta y se quedó observando a Jonathan. Tenía ya casi cinco años, era un chiquillo despierto y decidido, con una seriedad infantil que encantaba a todos. Johnny aún seguía vistiéndole con un hábito de monje en miniatura. Aquel día Jonathan imitaba al maestro de novicios dando clase ante una imaginaria hilera de alumnos. “¡Eso esta mal, Godfrey! -decía con gran severidad ante el banco vacío-. No habrá comida para ti si no te aprendes los veleros.” quería decir los verbos. Philip sonrió con cariño. No habría podido querer más a un hijo. Jonathan era la única cosa en su vida que le producía la más pura alegría.
El niño correteaba por el priorato como un cachorro, mimado y consentido por todos los monjes. Para la mayoría de ellos era como un cachorrillo, algo con lo que jugar. Para Philip y Johnny era algo mas. Johnny lo quería como una madre; y Philip, a pesar de que trataba de ocultarlo, se sentía como el padre del rapaz. Él mismo había sido educado, desde muy pequeño, por un bondadoso abad, y le parecía lo más natural del mundo desempeñar idéntico papel con Jonathan. No le hacía cosquillas ni le perseguía como los monjes, pero le contaba historias de la Biblia, jugaba con él a contar y vigilaba a Johnny.
Entró en la habitación y, después de sonreír a Johnny, se sentó en el banco con los imaginarios escolares.
-Buenos días, padre -dijo Jonathan con tono solemne-. Johnny le había enseñado a mostrarse muy cortés.
-¿Te gustaría ir a la escuela? -le preguntó Philip.
-Ya sé latín -fanfarroneó Jonathan.
-¿De veras?
-Sí. Escucha. Omnius pluvius buvius tuvius nomine patri amen.
Philip procuró no reírse.
-Eso suena como latín, pero no lo es del todo. El maestro de novicios, el hermano Osmund, te enseñará a hablarlo con toda corrección.
Jonathan se había quedado un poco desanimado al descubrir que, después de todo, no sabía latín.
-Bueno, pero puedo correr de prisa. Y todavía más de prisa. ¡Mira!
Recorrió a toda velocidad la habitación de un extremo al otro.
-¡Formidable! -elogió Philip-. ¡Eso sí que es correr!
-Si... y todavía puedo apretar más.
-Ahora no -le dijo Philip-. Escúchame un momento. Voy a estar fuera durante un tiempo.
-¿Volverás mañana?
-No, no tan pronto.
-¿La semana que viene?
-No. Tampoco la semana que viene.
Jonathan parecía desconcertado. No podía concebir el tiempo más allá de una semana. Y aún había otro misterio.
-Pero... ¿por qué?
-Tengo que ver al rey.
-¡Ah! -Aquello tampoco significaba gran cosa para Jonathan.
-Y, mientras estoy fuera, me gustaría que fueses a la escuela. ¿Te gustaría a ti?
-¡Sí!
-Tienes casi cinco años. La semana próxima es tu cumpleaños. Viniste a nosotros el primer día del año.
-¿De dónde vine?
-De Dios. Todas las cosas vienen de Dios.
Jonathan sabía que aquello no era una contestación.
-Pero, ¿dónde estaba antes? -insistió.
-No lo sé.
Jonathan frunció el ceño, lo cual resultaba extraño en un rostro tan joven y despreocupado.
-Tengo que haber estado en alguna parte.
Philip comprendió que llegaría un día en que alguien tendría que decirle a Jonathan cómo nacían los bebés. Hizo una mueca ante aquella idea. Bien, por fortuna, todavía no era tiempo. Cambió de tema.
-Mientras esté fuera, quiero que aprendas a contar hasta cien.
-Puedo contar -dijo Jonathan-. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quinsesa, diesea, diesitesa...
-No esta mal -aprobó Philip-. Pero el hermano Osmond te enseñará más. En clase has de permanecer sentado, muy quieto, y hacer todo lo que él te diga.
-¡Voy a ser el mejor de la escuela! -se jactó el chaval.
-Ya lo veremos.
Philip se quedó mirándolo un momento más. Estaba fascinado por la forma en que se desarrollaba el chiquillo, de cómo aprendía cosas y de las fases por las que pasaba. Era curiosa, esa continua insistencia en querer hablar latín, o contar, o correr mucho. ¿Acaso era un preludio necesario para un saber auténtico? Debía responder sin duda a algún propósito en el plan de Dios. Y llegaría el día en que Jonathan se convertiría en un hombre. ¿Cómo sería entonces? La idea despertó la impaciencia de Philip porque Jonathan creciera. Pero eso tardaría tanto como la construcción de la catedral.
-Pues entonces dame un beso y dime adiós -le pidió Philip.
Jonathan levantó la cara y Philip le besó en la suave mejilla.
-Adiós, padre -dijo Jonathan.
-Adiós, hijo mío -repuso Philip.
Apretó con afecto el brazo de Johnny Eightpence y se fue.
Los monjes estaban ya saliendo de la cripta y se encaminaban al refectorio. Philip anduvo en sentido contrario y entró en la cripta para orar por el éxito de su misión.
Sintió que se le rompía el corazón cuando le notificaron lo ocurrido en la cantera. ¡Habían matado a cinco personas, entre ellas una pobre chiquilla! Se refugió en su habitación y lloró como un niño. Cinco miembros de su rebaño asesinados por William Hamleigh y su manada de bestias. Philip los había conocido a todos. Harry de Shiring que había sido un día el cantero de Lord Percy, Otto Blackface, el hombre de rostro atezado que estuvo al frente de la cantera desde sus comienzos; Mark, el apuesto hijo de Otto, su mujer, Alwen, que en los atardeceres tocaba canciones con las campanillas de las ovejas, y la pequeña Norma, la nieta de siete años de Otto y la niña de sus ojos. Gente trabajadora, de buen corazón y temerosa de Dios, que habían tenido derecho a esperar de sus señores paz y justicia. William los había matado como un zorro mata pollitos. Era algo que hacía llorar a los ángeles.
Philip había llorado por ellos, y luego había ido a Shiring a pedir justicia. El sheriff se había negado en redondo a ejercer acción alguna.
-Lord William tiene un pequeño ejército... ¿Cómo podría arrestarle? -había dicho el sheriff Eustace-. El rey necesita caballeros para luchar contra Maud... ¿Qué diría si encarcelara a uno de sus mejores hombres? Si culpara de asesinato a William, sus caballeros me matarían de inmediato o, más adelante, el rey Stephen ordenaría que me colgasen por traidor.
Philip se dio cuenta que, en una guerra civil, la primera baja era la de la justicia.
Luego, el sheriff le comunicó que William había presentado una denuncia oficial referente al mercado de Kingsbridge.
Era absurdo que William quedara impune por asesinato y, además, le acusara por un tecnicismo. Se sentía impotente. Bien era verdad que no tenía permiso para instalar un mercado y que infringía la ley desde un punto de vista estricto. Pero no podía estar equivocado. Era el prior de Kingsbridge. Lo único que tenía era su autoridad moral. William podía reunir un ejército de caballeros. El obispo Waleran podía recurrir a sus contactos en las altas esferas, el sheriff podía alegar la autoridad real. Pero todo cuanto Philip tenía en su mano era decir: esto está bien y esto está mal. Y, si intentara cambiar la situación, se encontraría realmente indefenso. De manera que ordenó que se suspendiera el mercado.
Aquello lo dejó en una posición desesperada.
Las finanzas del priorato habían mejorado de forma espectacular gracias, por una parte, al más estricto control y, por otra, a las ganancias, siempre en alza, procedentes del mercado y de la cría de ovejas. Pero Philip gastaba siempre hasta el último penique en la construcción, y había obtenido fuertes préstamos de los judíos de Winchester, los cuales todavía se hallaban pendientes de pago. Y ahora, de golpe y porrazo, había perdido su suministro de piedra libre de costos, se habían acabado sus ingresos del mercado y era más que probable que sus trabajadores voluntarios, muchos de los cuales acudían principalmente por el mercado, empezaran a disminuir. Tendría que despedir por un tiempo a la mitad de los constructores, y abandonar la esperanza de que la catedral fuese acabada cuando él estuviera todavía con vida. No estaba dispuesto a aceptarlo.
Se preguntaba si aquella crisis sería culpa suya. ¿Había tenido, tal vez un exceso de confianza? ¿Se mostró más ambicioso de lo debido? El sheriff Eustace le dio a entender algo semejante: “Sois demasiado grande para vuestras botas, Philip- le había dicho malhumorado-. Dirigís un pequeño monasterio, sois un insignificante prior. Pero queréis gobernar al obispo, al conde y al sheriff. Bien, pues no podéis. Somos demasiado poderosos para vos. Lo único que hacéis es crear dificultades.”
Eustace era un hombre feo, de dientes desiguales y con un ojo estrábico. Vestía una sucia túnica amarilla. Pero, por poco respetable que fuera, sus palabras hirieron profundamente a Philip. La conciencia le decía que los canteros no habrían muerto si él no se hubiera ganado la enemistad de William Hamleigh. Pero no podía hacer otra cosa que ser enemigo de William. Si renunciara, sería mayor aún el número de personas que sufrirían, gente como el molinero a quien William había matado, o la hija del siervo a quien él y sus caballeros habían violado. Philip tenía que seguir en la brecha.
Y ello significaba que tenía que ir a ver al rey.
Le desagradaba en extremo la idea. Ya lo había visitado en una ocasión, en Winchester, hacía cuatro años, y aún cuando había obtenido lo que quería, se sintió incomodísimo en la corte real. El rey estaba rodeado de gentes sin escrúpulos, y muy astutas, que andaban a empellones por lograr su atención y se disputaban sus favores. Philip los encontró a todos despreciables. Intentaban lograr una riqueza y una posición que no merecían. No llegaba a comprender bien el juego que practicaban en su mundo, pues consideraba que la mejor manera de obtener algo era procurar merecerlo, y no adular al donante. Pero, en aquel momento, no le quedaba otra alternativa que entrar en ese mundo y practicar aquel juego. Tan solo el rey podía conceder a Philip el permiso para tener un mercado. Solo el rey podía ya salvar la catedral.
Terminó sus rezos y abandonó la cripta. Estaba saliendo el sol. Los muros grises de la catedral a medio edificar aparecían bañados por una tonalidad rosada. Los constructores que trabajaban desde que apuntaba el sol hasta que se ponía, comenzaban ya la faena. Abrían sus viviendas, afilaban sus herramientas y mezclaban ya la primera cochura de argamasa. La pérdida de la cantera aún no había afectado a la construcción. Desde el principio, habían estado sacando sin cesar más piedras de las que utilizaban y disponían de unas existencias que les durarían durante muchos meses.
Había llegado el momento en que Philip debía partir. El rey se encontraba en Lincoln. Philip tendría un compañero de viaje, el hermano de Aliena, Richard. Después de luchar durante un año como escudero, el rey lo había nombrado caballero. Había vuelto a casa a equiparse de nuevo y, en aquellos momentos, iba a incorporarse otra vez al ejército real.
A Aliena le había ido asombrosamente bien como mercader de lana. Ya no vendía su lana a Philip, sino que trataba directamente con los compradores flamencos. En realidad, ese mismo año había querido adquirir toda la producción de vellón al priorato. Habría pagado algo menos que los flamencos; pero Philip hubiera recibido el dinero antes. El prior lo había rechazado. Sin embargo era un signo de su éxito que hubiera podido hacer siquiera la oferta.
En aquellos momentos se encontraba en la cuadra con su hermano, como pudo ver Philip al dirigirse hacia allí. Se había congregado buen número de gente para decir adiós a los viajeros. Richard se encontraba montado en un caballo de guerra castaño, que debía de haber costado a Aliena veinte libras. Se había convertido en un joven guapo, de espaldas anchas. Sus rasgos perfectos quedaban algo empañados por una fea cicatriz en la oreja derecha. Tenía seccionado el lóbulo, sin duda a causa de un accidente de esgrima. Llevaba una espléndida indumentaria en rojo y verde, e iba armado con una espada nueva, lanza, hacha de combate y daga. Su equipaje se hallaba sobre un segundo caballo que llevaba de la rienda. Lo acompañaban dos hombres de armas, montando corceles, y un escudero sobre una vigorosa jaca.
Aliena se encontraba hecha un mar de lágrimas. Philip no podría decir con exactitud si estaba triste de ver a su hermano partir, orgullosa de su magnífico aspecto o temerosa de que acaso no volviera. Tal vez las tres cosas. Algunos de los aldeanos habían acudido a decirle adiós, incluidos la mayoría de los jóvenes y muchachos. Sin duda Richard era su héroe. También se encontraban allí todos los monjes para desear a su prior un buen viaje.
Los mozos de cuadra llevaron los caballos. Un palafrén ensillado para Philip y una jaca cargada con su modesto equipaje, casi todo comida. Los constructores dejaron sus herramientas y se acercaron hasta allí, con el barbudo Tom y su pelirrojo hijastro a la cabeza.
Como era de rigor, Philip abrazó a Remigius, el subprior, y se despidió con mayor afecto de Milius y Cuthbert. Luego montó en el palafrén. Pensó con tristeza que, durante cuatro semanas, habría de permanecer todo el día sentado en aquella dura silla. Desde allí arriba, bendijo a todos. Los monjes, los constructores y los aldeanos agitaban las manos y les deseaban buen viaje mientras él y Richard atravesaban juntos las puertas del priorato. Bajaron por la angosta calle y atravesaron la aldea saludando a quienes acudían a verlos marchar. Luego los cascos resonaron sobre el puente de madera y, por último, enfilaron el camino a través de los campos. Poco después, al mirar Philip por encima del hombro, vio el sol naciente brillando a través del hueco de la ventana en el extremo oriental, a medio construir, de la nueva catedral. Si fracasaba en su misión, tal vez nunca llegaría a terminarse. Después de cuanto había pasado para llegar a aquel punto, ahora no podía soportar la idea de la derrota. Giró la cabeza y se concentró en el camino que tenía por delante.
La ciudad de Lincoln se alzaba sobre una colina. Philip y Richard llegaban a ella por la parte sur, por una antigua y concurrida calle llamada Ermine Street. Incluso desde aquella distancia, podían ver las torres de la catedral y las almenas del castillo. Pero se encontraban todavía a tres o cuatro millas cuando se hallaron de pronto con una puerta de la ciudad. “Los suburbios deben ser extensos -se dijo-. Y la población debe contarse por miles.” Lincoln había sido tomada en Navidad por Ranulf de Chester, el hombre más poderoso del norte de Inglaterra, y pariente de la emperatriz Maud. Después, el rey Stephen se había apoderado de nuevo de la ciudad; pero las fuerzas de Ranulf seguían atrincheradas en el castillo. A medida que se acercaban, Philip y Richard se enteraron de que la ciudad se encontraba en una posición desusada al tener a dos ejércitos rivales acampados dentro de sus murallas.
Philip no había hecho muchas migas con Richard durante las cuatro semanas que cabalgaban juntos. El hermano de Aliena era un joven airado, que odiaba a los Hamleigh y estaba empecinado en tomar venganza. Y hablaba como si los sentimientos de Philip fueran idénticos. Sin embargo, había una diferencia. Philip aborrecía a los Hamleigh por lo que hacían a sus vasallos, consideraba que el mundo sería un lugar mejor si se viera libre de ellos. Richard no se sentiría a gusto consigo mismo hasta que no hubiera derrotado a los Hamleigh. Su motivo era del todo egoísta.
Físicamente, Richard era fuerte y valiente, siempre dispuesto a luchar; pero en otros aspectos, era un ser débil. Confundía a sus hombres de armas tratándolos a veces en plan de igualdad, mientras en otras ocasiones les daba órdenes como a sirvientes. En las tabernas intentaba causar impresión pagando cerveza a los forasteros. Pretendía conocer el camino cuando en realidad no estaba seguro y, había llegado a hacer que el grupo se desviara en ciertos momentos porque no era capaz de admitir que había cometido una equivocación. Cuando llegaron a Lincoln, Philip ya sabía que Aliena valía diez veces más que su hermano.
Pasaron junto a un gran lago lleno de barcos. Luego, al pie de la colina, atravesaron el río que constituía el límite sur de la propia ciudad. Era evidente que el medio de vida de Lincoln estaba en las embarcaciones. Junto al puente, había un mercado de pescado. Atravesaron otra puerta con centinela. Habían dejado atrás los suburbios caóticos y penetraron en la bulliciosa ciudad. Delante de ellos, una calle angosta, increíblemente concurrida, ascendía empinada hasta la cima del monte. Las casas, prácticamente pegadas unas a otras a cada lado de la calle, estaban construidas casi todas de piedra, al menos en parte, señal inconfundible de considerable riqueza. La colina era tan empinada, que la mayoría de las casas tenían su piso principal, varios pies por encima del nivel del suelo en un extremo, mientras que el otro se encontraba por debajo de la superficie. La zona de la parte baja del extremo del declive se hallaba ocupada invariablemente por un taller de artesano o una tienda. Los únicos espacios abiertos eran los cementerios junto a las iglesias, y en cada uno de ellos había un mercado, de grano, de aves de corral, de lana, de cuero o de otras cosas. Philip y Richard, con su séquito, se abrieron camino a duras penas a través de la densa muchedumbre de ciudadanos, hombres de armas, animales y carretas. Philip descubrió asombrado que, a sus pies, había piedras. ¡Toda la calle estaba empedrada! “Cuanta riqueza debe de haber aquí -se dijo-, para cubrir el suelo de piedra como en una catedral o un palacio.” El suelo seguía estando resbaladizo por los desperdicios y los excrementos de los animales, pero era muchísimo mejor que el río de barro en que se transformaban en invierno las calles de casi todas las ciudades.
Llegaron a la cima de la colina y pasaron por otra puerta. Habían penetrado en el corazón de la ciudad, y el ambiente cambiaba de repente. Reinaba una mayor tranquilidad, aunque muy tensa. Inmediatamente a su izquierda se encontraba la entrada al castillo. La gran puerta reforzada con hierro que daba acceso al pasaje abovedado, se encontraba herméticamente cerrada. Detrás de las ventanas, estrechas y alargadas como flechas, se movían sombras difusas; centinelas enfundados en armaduras patrullaban las encastilladas murallas. Los débiles rayos de sol centelleaban en sus bruñidos cascos. Philip observó sus idas y venidas. No hablaban entre sí, no bromeaban o reían, ni se inclinaban sobre la balaustrada para silbar a las jóvenes que pasaban. Permanecían ojo avizor erguidos y temerosos.
A la derecha de Philip, a no más de un cuarto de milla de la puerta del castillo, se alzaba la fachada oeste de la catedral. Philip descubrió al punto que, pese a su proximidad a la fortaleza, la había ocupado el cuartel general de los ejércitos del rey. Una hilera de centinelas cerraban el paso a la angosta calle que conducía a la iglesia a través de las casas de los canónigos. Detrás de los custodiadores, caballeros y hombres de armas entraban y salían a través de las tres puertas de la catedral. El cementerio se había convertido en un campamento del ejército; con tiendas, hogueras para cocinar y caballos pastando en el tepe. Allí no había edificios monásticos. De la catedral de Lincoln no se ocupaban los monjes sino unos sacerdotes, llamados canónigos, que vivían en casas urbanas corrientes cerca de la iglesia.
El espacio entre la catedral y el castillo se hallaba vacío, salvo por la presencia de los recién llegados. Philip se dio cuenta de que toda la atención estaba concentrada en ellos tanto la de los guardias que se encontraban del lado del rey como la de los centinelas que guardaban las murallas opuestas. Atravesaban tierra de nadie, entre dos campos armados. Tal vez el lugar más peligroso de Lincoln. Miró en derredor y vio que Richard y los otros se habían puesto ya en marcha. Los siguió presuroso.
Los centinelas del rey les hicieron pasar de inmediato. Richard era bien conocido. Philip contempló admirado la fachada oeste de la catedral. Tenía un arco principal altísimo, y otros arcos a cada lado, la mitad del tamaño del central pero, aún así, asombrosos. Parecía el camino al cielo. En cierto modo, lo era. Philip decidió al punto que quería arcos altos en la fachada oeste de la catedral de Kingsbridge. Un escudero se hizo cargo de los caballos. Philip y Richard atravesaron el campamento y entraron en la catedral. Estaba más atestada en el interior que fuera. Las naves laterales habían sido convertidas en cuadras, y centenares de caballos se encontraban atados a las columnas de la arcada. Hombres armados pululaban por el templo, y también allí había fogatas para cocinar así como yacijas. Algunos hablaban inglés, otros francés y unos pocos flamenco, la lengua gutural de los mercaderes de lana de Flandes. En general, los caballeros se encontraban allí dentro y los hombres de armas en el exterior. Philip se entristeció al ver a varios de los ocupantes jugando al nine-men's morris (1) por dinero; y todavía se sintió más conturbado ante la presencia de algunas mujeres con ropa demasiado escasa para ser invierno, y que parecían estar casi coqueteando con los hombres, como si fueran mujeres pecadoras o incluso, Dios no lo quisiera, prostitutas.
Para evitar mirarlas, levantó la vista al techo. Era de madera y se hallaba bellamente pintado de resplandecientes colores. Pero corría un terrible peligro de incendio con todas aquellas gentes cocinando en la nave. Siguió a Richard a través de la muchedumbre. El joven parecía estar allí a sus anchas y sentirse confiado y seguro de sí mismo. Saludaba a barones y a lores; daba palmadas en la espalda a los caballeros.
El crucero y el extremo este de la catedral habían sido acordonados. Al parecer, este último había quedado reservado para los sacerdotes. Como debía ser, pensó Philip. Y el crucero se había convertido en la vivienda del rey.
Detrás de un cordón, había otra fila de guardias. A continuación, un gran número de cortesanos; luego, un círculo interior de condes y en el centro el rey Stephen, sentado en un trono de madera. El monarca había envejecido desde la última vez que Philip le vio hacía ya cinco años, en Winchester. Tenía el hermoso rostro surcado por arrugas nacidas de la preocupación, y en su pelo leonado podían verse ya las canas. Además, había adelgazado durante el batallar de todo aquel año. Parecía mantener una amable discusión con sus condes, disintiendo sin acritud. Richard se acercó al círculo interior e hizo una profunda y ceremoniosa reverencia. El rey lo miró.
-¡Richard de Kingsbridge! ¡Estoy muy contento de tu regreso! -dijo con voz sonora al reconocerle.
-Gracias, mi rey y señor -contestó el joven caballero.
Philip se adelantó, se colocó junto a Richard y saludó de la misma manera ceremoniosa.
-¿Has traído a un monje como escudero? -le preguntó Stephen.
1. Juego con nueve peones sobre un tablero que tiene tres cuadrados concéntricos.
Todos los cortesanos rieron.
-Es el prior de Kingsbridge, señor -le informó Richard.
Stephen volvió a mirarlo y Philip pudo darse cuenta de que empezaba a recordar quién era.
-Claro, claro. Conozco al prior... Philip. -Su tono no era tan cálido como al saludar a Richard-. ¿Habéis venido a luchar a mi lado?
Los cortesanos rieron de nuevo.
Philip se sentía satisfecho de que el rey hubiera recordado su nombre.
-Estoy aquí porque el trabajo de Dios para la reconstrucción de la catedral de Kingsbridge necesita ayuda urgente de mi rey y señor.
-He de oír eso -le interrumpió presuroso Stephen-. Venid a verme mañana cuando tenga más tiempo.
Se volvió de nuevo hacia los condes y reanudó la conversación en voz más baja.
Richard hizo una reverencia y se retiró, imitado por el prior.
Philip no habló con el rey al día siguiente, ni tampoco al otro ni al otro.
La primera noche pernoctó en una cervecería, pero se sintió desazonado por el constante olor a carne asada y las risas de las mujeres de la vida. Por desgracia, en la ciudad no había monasterio alguno. En circunstancias normales, el obispo le habría ofrecido alojamiento. Pero el rey vivía en el palacio episcopal y todas las casas alrededor de la catedral se encontraban atestadas con los miembros de la corte de Stephen. La segunda noche, Philip salió de la ciudad, fue más allá del suburbio de Wigford, donde había un monasterio que tenía una casa para leprosos. Allí le dieron pan bazo y cerveza floja, un duro colchón sobre el suelo, silencio desde la puesta del sol hasta media noche, oficios sagrados en las primeras horas de la mañana y gachas claras sin sal de desayuno. Se sintió feliz.
Cada día, por la mañana temprano, iba a la catedral, llevando consigo la valiosa carta de privilegio dando al priorato derecho a sacar piedra de la cantera. Un día tras otro, el rey hacía la vista gorda ante su presencia. Cuando los demás peticionarios hablaban entre sí, discutiendo acerca de quién gozaba del favor real y quién no, Philip permanecía al margen.
Sabía bien el motivo por el que se le mantenía a la espera. La Iglesia toda estaba malquistada con el rey. Stephen no había cumplido las generosas promesas que habían logrado obtener de él en los inicios de su reinado. Se había enemistado con su hermano, el astuto obispo Henry de Winchester, al dar su apoyo a otra persona para la dignidad de arzobispo de Canterbury, acción que también decepcionó a Waleran Bigod, el cual pretendía subir agarrado a los faldones de Henry. Pero el pecado más grande de Stephen a los ojos de la Iglesia, era haber ordenado el arresto del obispo Roger de Salisbury y de sus dos sobrinos, que eran obispos de Lincoln y de Ely, los tres en un día, bajo la acusación de estar construyendo un castillo sin licencia. Desde las catedrales y monasterios se había alzado en todo el país un coro ofendido ante semejante acto de sacrilegio. Stephen se mostró dolido. Alegó que los obispos, como hombres de Dios, no tenían necesidad de castillos; y, si los construían no podía esperar que se les tratara como hombres de Dios. Era sincero aunque cándido.
El rompimiento había cedido; pero el rey Stephen ya no se mostraba dispuesto a escuchar las peticiones de los hombres santos, de manera que Philip hubo de esperar. Aprovechó la oportunidad para dedicarse a la meditación. Era algo para lo que, como prior, tenía poco tiempo y que echaba en falta. Pero de súbito se encontró sin nada que hacer durante horas, y pasaba el tiempo sumido en meditación.
Finalmente, los demás cortesanos dejaron un espacio en derredor suyo, haciendo bien patente su presencia, y a Stephen le debió resultar cada vez más difícil ignorarle. Durante la mañana de su séptimo día en Lincoln se encontraba sumido en la contemplación del sublime misterio de la Trinidad cuando se dio cuenta de que alguien se encontraba en pie delante de él, mirándolo y hablándole. Era el rey.
-¿Dormías con los ojos abiertos, hombre de Dios? -estaba diciendo Stephen en un tono entre divertido e irritado.
-Lo siento, señor. Estaba pensando -se disculpó Philip sorprendido, e hizo una reverencia.
-No importa. Quiero que me prestes tu hábito.
-¿Qué?
Philip estaba demasiado sorprendido para cuidar sus maneras.
-Quiero echar un vistazo al castillo y, si voy vestido de monje, no me lanzarán flechas. Vamos, entra en una de las capillas y quítate el hábito.
Philip sólo llevaba debajo una larga camiseta.
-Pero... ¿qué me pondré yo, señor?
-Olvidé lo recatados que sois los monjes -Stephen chasqueó los dedos dirigiéndose a un joven caballero.
-Préstame tu túnica, Robert. Rápido.
El caballero, que se encontraba hablando con una joven, se quitó la túnica con un rápido movimiento y se la dio al rey con una reverencia. Luego, hizo un gesto vulgar a la joven. Sus amigos rieron y le vitorearon.
El rey Stephen entregó la túnica a Philip.
El prior se metió en la pequeñísima capilla de san Dunstan y, después de pedir perdón al santo con una apresurada oración, se quitó el hábito y se endosó la corta túnica escarlata del caballero.
Desde luego se sentía muy extraño. Había llevado ropas monásticas desde los seis años, y no se encontraría más raro si se vistiera de mujer. Salió de la capilla y entregó su hábito a Stephen, quien se apresuró a endosárselo por la cabeza. Luego, el rey le dejó asombrado con sus palabras.
-Ven conmigo si quieres. podrás hablarme de la catedral de Kingsbridge.
Philip quedó desconcertado. Su primer impulso fue negarse. Tal vez uno de los centinelas que hacían guardia en las murallas del castillo se sintiera tentado a disparar contra él, al no hallarse protegido por hábitos religiosos. Pero se les estaba ofreciendo la oportunidad de hallarse a solas con el rey, y de disfrutar de mucho tiempo para explicarle todo lo referente a la cantera y al mercado. Jamás tendría una ocasión como aquella.
Stephen cogió su propia capa, que era púrpura con el cuello y todo el reborde de piel blanca.
-Poneos esto -dijo a Philip-. Alejaréis sus disparos de mí.
Los demás cortesanos se quedaron muy quietos, observando y preguntándose qué iba a ocurrir.
El rey expresaba así una opinión. Estaba diciendo que Philip no tenía nada que hacer en un campamento armado y no podía esperar que se le concedieran privilegios a costa de hombres que arriesgaban sus vidas por el rey. En verdad no era injusto. Pero el prior sabía que, si aceptaba ese punto de vista, más le valdría volver a casa y renunciar a toda esperanza de disponer de nuevo de la cantera o de reabrir el mercado. Tenía que aceptar el desafío.
-Acaso sea la voluntad de Dios que yo muera para salvar al rey -dijo después de respirar hondo.
Cogió la capa púrpura y se la puso.
Un murmullo de sorpresa corrió entre aquel gentío, y el propio rey Stephen pareció sorprendido. Todo el mundo esperaba que Philip se negara. Casi al punto deseó haberlo hecho. Pero ya se había comprometido.
Stephen dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta norte. Philip lo siguió. Varios cortesanos iniciaron un movimiento en pos de ellos; pero Stephen les hizo retroceder con un gesto de la mano.
-Hasta un monje puede despertar sospechas si va acompañado de toda la corte real -dijo.
Se cubrió la cabeza con la capucha del hábito del prior y salieron al cementerio.
La suntuosa capa que Philip llevaba atrajo miradas curiosas mientras se abrían camino a través del campamento. Los hombres que daban por sentado que era un barón, se extrañaban de no reconocerlo. Aquellas miradas le hicieron sentirse culpable, como si fuera un impostor. Nadie miraba a Stephen.
No fueron derechos a la puerta principal del castillo sino que caminaron a través de un laberinto de angostos senderos para salir junto a la iglesia de St. Paul the Bail, a través de la esquina noreste del castillo, cuyas murallas estaban construidas sobre grandes terraplenes rodeados de un foso seco. Había una franja de espacio abierto de cincuenta yardas de ancho entre el borde del foso y los edificios más cercanos. Stephen anduvo sobre la hierba y se encaminó hacia el Oeste; estudió el muro norte del castillo, manteniéndose pegado a la parte trasera de las casas en el borde exterior de la zona despejada. Philip fue con él. El rey le hizo caminar a su izquierda, entre él y el castillo. Huelga decir que aquel espacio abierto tenía como objeto permitir que los arqueros hicieran un buen disparo sobre cualquiera que se acercara a los muros. Philip no tenía miedo a morir, aunque sí al dolor; y el pensamiento que ocupaba su mente era hasta qué punto podía doler que te clavaran una flecha.
-¿Asustado, Philip? -le preguntó Stephen.
-Aterrado -respondió el monje con candidez. Y luego, sintiéndose audaz por el propio miedo, añadió con desenvoltura-: ¿Y qué me decís vos?
El rey se echó a reír ante su atrevimiento.
-Algo -admitió.
Philip consideró que esa era su oportunidad para hablar de la catedral. Pero no lograba concentrarse cuando su vida corría semejante peligro. El castillo le obsesionaba y no cesaba de escrutar las murallas por si hubiera algún hombre con un arco.
La fortaleza ocupaba todo el lado suroeste de la ciudad interior, y el muro oeste formaba parte de la muralla de la ciudad. Stephen llevó a Philip a través de la puerta oeste y entraron en el suburbio llamado Newland. Allí las casas eran como cabañas de campesinos, construidas con zarzo y argamasa barata; pero tenían grandes jardines al igual que las casas de la ciudad. Un viento glacial azotaba a través de los campos abiertos, más allá de las casas. Stephen torció hacia el sur bordeando siempre el castillo. Señaló una pequeña puerta en el muro.
-Supongo que fue por ahí por donde Ranulf de Chester logró huir -dijo.
Philip se sentía allí menos asustado. En el sendero había otras personas y las murallas tenían menos vigilancia por aquel lado, ya que los ocupantes del castillo temían un ataque desde la ciudad y no desde el campo. Philip respiró hondo y luego lo soltó.
-Si me matan, ¿daréis a Kingsbridge un mercado y haréis que William Hamleigh devuelva la cantera?
Stephen no contestó de inmediato. Descendieron por la colina hasta la esquina suroeste del castillo y alzaron la vista hacia la torre del homenaje. Desde el lugar en que ellos se encontraban parecía inexpugnable. Al dar la vuelta, encontraron otro paso justo debajo de aquella esquina. Entraron entonces en la ciudad baja para caminar a lo largo del costado sur del castillo. Philip sintió de nuevo el peligro. No resultaría difícil para alguien que se encontrara dentro de la fortaleza, llegar a la conclusión de que los dos hombres que estaban haciendo un recorrido a lo largo de los muros debían de andar de exploración y, por lo tanto, serían buena presa, sobre todo el de la capa púrpura. Para distraer su miedo, se dedicó a observar la torre del homenaje. Había en el muro unos pequeños agujeros que eran las salidas de las letrinas. Todos los excrementos y porquería que se expulsa descendían por la pared de piedra, se iban terraplén abajo, y allí se quedaban hasta pudrirse. No era de extrañar que apestara. Philip intentó contener la respiración. Apresuraron el paso.
Había otra torre más pequeña en la esquina sureste. El monje y el rey habían contorneado ya tres lados del cuadrado. Philip se preguntaba si Stephen habría olvidado la pregunta. Pero no se animaba a formularla de nuevo. Podía pensar que le estaba presionando y ofenderse.
Llegaron a la calle mayor, que atravesaba el centro de la ciudad, y torcieron de nuevo; pero, antes de que Philip tuviera tiempo de sentirse aliviado, cruzaron otra puerta que les condujo a la ciudad interior. Instantes después se hallaban en lo que era tierra de nadie, entre la catedral y el castillo. Philip vio, horrorizado, que el rey se detenía allí.
Stephen se volvió a hablar a Philip, colocándose de manera que pudiese observar el castillo por encima del hombro del monje, cuya vulnerable espalda cubierta de púrpura y armiño quedaba expuesta ante la garita de guardia por la que pululaban centinelas y arqueros. Se quedó rígido como una estatua pensando que, en cualquier momento, iban a dispararle por detrás una flecha o un venablo. Empezó a sudar a pesar del gélido viento.
-Os di la cantera hace años, ¿no es así? -dijo el rey Stephen.
-No fue así exactamente -contestó Philip apretando los dientes-. Nos concedísteis el derecho a sacar piedra para la catedral. Pero la cantera se la dísteis a Percy Hamleigh. Ahora, William, el hijo de Percy, ha expulsado a mis canteros, matando a cinco personas, entre ellas a una mujer y una niña, y nos niega el acceso.
-No debería hacer tales cosas sobre todo si quiere que le nombre conde de Shiring -dijo Stephen pensativo.
Philip se sintió alentado. Pero, un momento después, el rey dijo:
-Maldito si puedo encontrar una manera de entrar en ese castillo.
-Haced que William abra de nuevo la cantera. Por favor -pidió Philip-. Está desafiando a vos y robando a Dios.
Stephen pareció no oír.
-No creo que tengan ahí muchos hombres -volvió a musitar-. Supongo que casi todos ellos están en las murallas para dar impresión de fuerza. ¿Qué era eso de un mercado?
Philip llegó a la conclusión de que todo aquello formaba parte de la prueba. Hacerle permanecer en pie en zona descubierta dando la espalda a un montón de arqueros. Se limpió el sudor de la frente con el borde de piel de la capa del rey.
-Mi rey y señor -empezó diciendo-, todos los domingos la gente acude desde todo el Condado para rezar en Kingsbridge y trabajar, sin percibir un penique, en la construcción de la catedral. Durante los comienzos, algunos hombres y mujeres emprendedores solían acudir y vendían empanadas de carne, vino, sombreros y cuchillos a los trabajadores voluntarios. Y así, poco a poco fue creciendo un mercado. Y ahora os estoy pidiendo que le concedáis licencia.
-¿Pagaríais por vuestra licencia?
Philip sabía que un pago era normal. Pero también estaba al corriente de que acostumbraban a liberar de él a las instituciones religiosas.
-Sí, señor. Pagaré. A menos que vos queráis darme la licencia sin tener que pagarla, a la mayor gloria de Dios.
Por primera vez Stephen miró a Philip a los ojos.
-Eres un hombre valiente, permaneciendo ahí, con el enemigo detrás de ti mientras intentas convencerme.
El prior le devolvió la mirada con tono de franqueza.
-Si Dios decide que mi vida ha llegado a su fin, nada me salvará -respondió aparentando más valentía de la que sentía en realidad-. Pero si Dios quiere que viva y construya la catedral de Kingsbridge, ni diez mil arqueros podrán derribarme.
-¡Bien dicho! -aprobó Stephen y, dando una palmada en el hombro a Philip, Volvióse en dirección a la catedral. El monje caminó junto a él, las piernas flojas por el alivio, sintiéndose mejor a cada paso que le alejaba del castillo. Al parecer, había pasado con éxito la prueba. Pero era importante obtener del rey un compromiso sin ambigüedades. Dentro de un momento, le absorberían de nuevo los cortesanos.
-Mi Lord y señor, si quisiérais escribir una carta al sheriff de Shiring -sugirió Philip haciendo acopio de valor.
Le interrumpieron. Uno de los condes se precipitó hacia ellos presa de gran agitación.
-Robert de Gloucester viene hacia aquí, mi rey y señor.
-¿Cómo? ¿A qué distancia se encuentra?
-Muy cerca. Todo lo más a un día.
-¿Por qué no se me ha advertido? ¡Había destacado hombres por doquier!
Llegaron por el Fosse Way y luego dejaron el camino para acercarse a campo través.
-¿Quién va con él?
-Todos los condes y caballeros que están de su parte y que han perdido sus tierras en los dos últimos años. Ranulf de Chester también le acompaña.
-Naturalmente. ¡Ese perro traidor!
-Se ha traído a todos sus caballeros desde Chester, además de una horda de galeses salvajes y rapaces.
-¿Cuántos hombres en conjunto?
-Alrededor de mil.
-¡Condenación...! Son cien más que nosotros.
Se habían acercado a ellos varios barones, uno de los cuales tomó la palabra.
-Señor, si vienen campo a través tendrán que cruzar el río por el vado...
-¡Bien pensado, Edward! -exclamó Stephen- Llévate a tus hombres a ese vado e intenta resistir. También necesitarás arqueros.
-¿Sabe alguien a qué distancia se encuentran ahora? -preguntó Edward.
-El batidor ha dicho que muy cerca -contestó el primer conde-. Pueden alcanzar el vado antes que tú.
-Ahora mismo salgo -decidió Edward.
-¡Excelente muchacho! -comentó el rey Stephen, y se golpeó la palma de la mano derecha con el puño cerrado de la izquierda-. Por fin me enfrentaré a Robert de Gloucester en el campo de batalla. Quisiera tener más hombres. Aún así... una ventaja de cien soldados no es excesiva.
Philip escuchaba todo aquello ceñudo y en silencio. Tenía la seguridad de que había estado a punto de obtener la aceptación del rey. Pero la mente del monarca se encontraba ya ocupada por otras cuestiones. Aunque Philip no se hallaba dispuesto a darse por vencido. Todavía llevaba puesta la capa púrpura del rey. Se desprendió de ella.
-Tal vez convenga que cada uno vuelva a recuperar su personalidad, mi rey y señor -dijo.
Stephen asintió con gesto ausente. Un cortesano que se encontraba detrás del rey se adelantó y le ayudó a quitarse el hábito monacal.
-Señor, parecíais bien dispuesto a sancionar mi solicitud -le dijo al tiempo que le entregaba la capa real.
A Stephen pareció irritarle que se lo recordara. Se ajustó la capa, y estaba a punto de hablar cuando se escuchó una nueva voz.
-¡Mi rey y señor!
Philip reconoció la voz. Se le cayó el alma a los pies. Al volverse, vio a William Hamleigh.
-¡William, muchacho! -exclamó el rey con el tono cordial que reservaba para los combatientes-. ¡Has llegado justo a tiempo!
William se inclinó.
-Señor, he traído cincuenta caballeros y doscientos hombres de mi condado.
Aquello hizo polvo las esperanzas de Philip.
Stephen se mostró muy contento.
-Eres un hombre excelente -dijo con tono caluroso-. Esto nos da ventaja sobre el enemigo.
Echó el brazo por los hombros de William y se encaminó con él a la catedral.
Philip se quedó quieto, viendo como se alejaban. Había tenido el éxito al alcance de la mano. Al final, el ejército de William había prevalecido sobre la justicia, se dijo con amargura. El cortesano que había ayudado al rey a quitarse el hábito monacal se lo tendió a Philip, el cual lo cogió. El cortesano siguió al rey y a su séquito hasta el interior de la catedral. Philip se puso de nuevo su ropa. Se sentía decepcionadísimo. Contempló los tres inmensos arcos de las puertas de la catedral. Había tenido la esperanza de construir en Kingsbridge arcadas parecidas. Pero el rey Stephen acababa de ponerse al lado de William Hamleigh. Se vio enfrentado a dos opciones: lo justo del caso presentado por Philip frente a la ventaja del ejército de William. No había pasado la prueba.
La única esperanza que le quedaba a Philip era que Stephen fuera derrotado en el combate que se avecinaba.
El obispo celebró la misa en la catedral cuando el cielo empezaba a pasar de negro a gris. Para entonces, los caballos estaban ya ensillados, los caballeros vestían su cota de malla, se había dado de comer a los hombres de armas y se les había servido una medida de vino fuerte para aumentar su valor.
William Hamleigh se encontraba arrodillado en la nave, junto con otros caballeros y condes, mientras los caballos de guerra pateaban y relinchaban en las naves laterales. Se encontraba recibiendo de antemano el perdón por las muertes que causara ese día.
A William se le habían subido a la cabeza el miedo y la excitación. Si ese día el rey saliera victorioso, el nombre de William se vería asociado para siempre a él, porque se diría que los hombres que había llevado de refuerzo inclinaron la balanza. Si el rey perdiera.... nadie sabía lo que podría ocurrir. Se estremeció sobre el frío suelo de piedra.
El rey estaba delante, con una nueva indumentaria blanca y una vela en la mano. Al ser alzada la Hostia, la vela se rompió, apagándose su llama. William tembló atemorizado. Era un mal presagio. Un sacerdote le llevó una nueva vela y retiró la rota. Stephen sonrió indiferente; pero la sensación de terror sobrenatural siguió embargando a William y, al mirar en derredor, pudo comprobar que otros sentían lo mismo.
Después del oficio, el rey se puso la armadura ayudado por un paje. Tenía una cota que le llegaba a la rodilla, confeccionada en cuero y que llevaba cosidos unos anillos de hierro. De cintura para abajo, se abría por delante y por detrás para que le permitiera cabalgar. El paje se la ajustó con fuerza a la garganta. Luego, le puso un ceñido casquete al que iba unido un largo capirote de malla que le cubría el pelo leonado y le protegía el cuello. Sobre el casquete llevaba yelmo de hierro con la forma de la nariz. Sus botas de cuero llevaban guarniciones de malla y espuelas puntiagudas.
Mientras se ponía la armadura, los condes se agolparon a su alrededor. William, siguiendo el consejo de su madre, se comportó como si fuera ya uno de ellos, abriéndose paso entre el gentío para poder incorporarse al grupo que rodeaba al rey. Después de escuchar durante un momento, comprendió que intentaban persuadir a Stephen de que se retirara, dejando a Lincoln en poder de los rebeldes.
-Poseéis un territorio más extenso que Maud... Podéis formar un ejército más numeroso -le aconsejaba un hombre ya de edad en quien William reconoció a Lord Hugh-. Id al Sur, obtened refuerzos y luego regresad con un ejército que les supere en número.
Después del augurio de la vela rota, el propio William se sentía casi inclinado a la retirada. Pero el rey no tenía tiempo para semejantes charlas.
-Ahora somos lo bastante fuertes para derrotarlos -dijo en tono animoso-. ¿Dónde está vuestro espíritu?
Se ciñó un cinto con la espada a un lado y una daga en el otro, ambas armas enfundadas en vainas de madera y cuero.
-Los ejércitos están demasiado equilibrados -advirtió un hombre alto, de pelo corto y rizado y una barba muy recortada, el conde de Surrey-. Es, por tanto, arriesgado en exceso.
William sabía que aquel argumento era muy flojo para Stephen. El rey era ante todo caballeroso.
-¿Demasiado equilibrados? -repitió con desdén-. Prefiero un combate justo. -Se endosó los guanteletes con malla en el dorso de los dedos. El paje le entregó un largo escudo de madera, recubierto de cuero. El monarca puso la correa alrededor del cuello y lo empuñó con la mano izquierda.
-Si nos retiramos, tenemos poco que perder en estos momentos -insistió Hugh-. Ni siquiera poseemos el castillo.
-Perdería la oportunidad de enfrentarme a Robert de Gloucester en el campo de batalla -respondió Stephen-. Durante dos años me ha estado evitando. Ahora que se me presenta la ocasión de habérmelas con ese traidor de una vez por todas, no voy a retroceder sólo porque nuestras fuerzas estén equilibradas.
Un mozo de cuadra le llevó su caballo, ensillado con esmero. Cuando Stephen estaba a punto de montarlo, hubo señales de gran actividad en la puerta del extremo Oeste de la catedral. Un caballero llegó corriendo a través de la nave, cubierto de barro y sangrando. William tuvo la fatídica premonición de que las noticias que traía eran muy malas. Al inclinarse ante el rey, William lo reconoció como uno de los hombres de Edward que fueron enviados a defender el vado.
-Llegamos demasiado tarde, señor -anunció el mensajero con voz ronca y resollando con fuerza-. El enemigo ha cruzado el río.
Era otra mala señal. De repente, William se quedó frío. Ahora sólo había campo abierto entre el enemigo y Lincoln.
Stephen también se mostró abatido por un instante. Pero recuperó en seguida la compostura.
-¡No importa! -clamó-. ¡Así tardaremos menos en encontrarnos!
Montó su caballo de guerra.
Llevaba el hacha de combate sujeta a la silla. El paje le entregó una lanza de madera con punta de hierro brillante, completando de ese modo sus armas. Stephen chasqueó la lengua y el caballo emprendió obediente la marcha.
Mientras avanzaba por la nave de la catedral, los condes, barones y caballeros montaron a su vez y lo siguieron. Salieron del templo en procesión. Una vez fuera, se les unieron los hombres de armas. Y entonces fue cuando empezaron a sentirse atemorizados, buscando una oportunidad para alejarse. Pero su digno desfile, y el ambiente casi ceremonioso ante los ciudadanos que los contemplaban, no facilitaba la evasión de quienes se acobardaran.
Sus filas engrosaron con un centenar o más de ciudadanos, panaderos gordos, tejedores cortos de vista y cerveceros de rostros congestionados, armados con gran pobreza y cabalgando en sus jacas y palafrenes. Su presencia demostraba la impopularidad de Ranulf.
El ejército no podía pasar por delante del castillo porque habría quedado expuesto a los disparos de los arqueros desde las murallas almenadas. Por tanto, hubieron de salir de la ciudad por la puerta Norte, la llamada Newport Arch, torciendo hacia el Oeste. Allí era donde habría de librarse la batalla.
William estudió el terreno con ojo avizor. Aún cuando la colina, por la parte Sur de la ciudad, descendía abrupta hasta el río, allí en el lado Oeste había una larga serranía que bajaba suavemente hasta la llanura. William comprendió de inmediato que Stephen había elegido el lugar perfecto para defender la ciudad; ya que, por doquiera que el enemigo se acercara, siempre se encontraría por debajo del ejército del rey.
Cuando Stephen se encontraba más o menos a un cuarto de milla de la ciudad, dos ojeadores ascendieron por la ladera cabalgando veloces. Divisaron al rey y se dirigieron a él. William trató de acercarse para oír su informe.
-El enemigo se acerca rápido, señor -dijo uno.
William miró a través de la llanura. Desde luego podía divisar a lo lejos una masa negra que se movía con lentitud en dirección a él. Le recorrió un escalofrío de miedo. Trató de dominarse pero el temor persistía. Desaparecería cuando empezara la lucha.
-¿Cómo están organizados? -preguntó Stephen.
-Ranulf y los caballeros de Chester marchan en el centro, señor -explicó el ojeador-. Van a pie.
William se preguntó cómo podía saber eso el ojeador. Debía de haberse introducido en el campamento enemigo y escuchado mientras se daban las órdenes de marcha. Se necesitaba mucho valor.
-¿Ranulf en el centro? -dijo Stephen-. ¡Como si fuera el líder en lugar de Robert!
-Robert de Gloucester cubre su flanco izquierdo con un ejército de hombres que se llaman a si mismos “Los Desheredados” -siguió diciendo el ojeador.
William sabía por qué utilizaban ese nombre. Habían perdido todas sus tierras desde que empezó la guerra civil.
-Entonces Robert ha dado el mando de la operación a Ranulf -murmuró pensativo Stephen-. Una lástima. Conozco bien a Robert, prácticamente hemos crecido juntos, y puedo adivinar sus tácticas. Pero Ranulf es un extraño para mí. No importa. ¿Quién está a su derecha?
-Los galeses, señor.
-Supongo que arqueros.
Los hombres del Sur de Gales tenían fama de ser unos insuperables arqueros.
-Éstos no -puntualizó el ojeador-. Son una manada de locos, con las caras pintadas, que entonan canciones bárbaras y van armados con martillos y clavas. Muy pocos de ellos tienen caballo.
-Deben ser del norte de Gales -musitó Stephen-. Supongo que Ranulf les ha prometido botín de pillaje. Que Dios ayude a Lincoln si llegan a atravesar sus murallas. ¡Pero no lo harán! ¿Cómo te llamas, ojeador?
-Roger, de apodo Lackland -repuso el hombre.
-¿Lackland? Por este trabajo tendrás diez acres.
-Gracias, señor -exclamó el hombre excitado.
-Y ahora veamos.
Stephen se volvió y miró a sus condes. Estaba a punto de tomar sus disposiciones. William se puso rígido, preguntándose qué papel le asignaría el rey, el cual preguntó:
-¿Dónde está mi Lord Alan de Brittany?
Alan hizo adelantarse a su caballo. Era el líder de unas fuerzas de mercenarios bretones, hombres desarraigados que luchaban por una paga y cuya lealtad era para sí mismos.
-Te colocarás en primera línea, a mi izquierda, con tus valientes bretones.
William comprendió aquella medida. Los mercenarios bretones contra los aventureros galeses. Los felones contra los indisciplinados.
-¡William de Ypres! -llamó Stephen.
-Mi rey y señor.
Un hombre moreno, con un caballo de guerra negro levantó su lanza. Aquel William era el líder de otra fuerza de mercenarios, éstos flamencos, de los que se decía que eran algo más dignos de confianza que los bretones.
-Tú también a mi izquierda, pero detrás de los bretones de Alan.
Los líderes mercenarios dieron media vuelta y cabalgaron de nuevo hasta donde estaban las fuerzas, para organizar a sus hombres. William se preguntaba dónde iba a colocarlo a él. No deseaba en modo alguno encontrarse en primera línea. Ya había hecho suficiente para sobresalir llevando consigo a su ejército. Ese día le vendría muy bien una posición en retaguardia, segura y sin sobresaltos.
-Mis lores de Worcester, Surrey, Northampton, York y Hertford formarán en mi flanco derecho.
William comprobó una vez más la sensatez de las disposiciones de Stephen. Los condes y sus caballeros, en su mayoría a caballo, harían frente a Robert de Gloucester y los nobles desheredados que lo apoyaban, los cuales, en su mayoría, irían también a caballo. Pero William se sintió decepcionado al no hallarse incluido entre los condes. Estaba seguro de que el rey no le había olvidado.
-Yo defenderé el centro, desmontado y con soldados de a pie -dijo Stephen.
Por primera vez, William se sintió contrario a aquella decisión. Siempre que se pudiera, era preferible seguir montado. Pero se decía que Ranulf iba a pie en cabeza del ejército adversario; y el excesivo sentido del juego limpio de Stephen le impulsaba a encontrarse con el enemigo en un plano de igualdad.
-Conmigo en el centro, tendré a mi izquierda a William de Shiring con sus hombres -manifestó el rey.
William no supo si sentirse excitado o aterrado. Era un gran honor el de ser elegido para presentar batalla junto al rey. Madre estaría muy contenta; pero a él le colocaba en la situación más peligrosa. Y lo que todavía era peor, tendría que ir a pie. Y también significaba que el rey podría verle y juzgar su actuación, lo cual le obligaría a mostrarse arrojado y tomar la iniciativa llevando la lucha a las filas enemigas, en lugar de mantenerse alejado de los puntos de combate y pelear tan sólo cuando se viere obligado. Esta última táctica era su preferida.
-Los leales ciudadanos de Lincoln formarán la retaguardia -decidió Stephen.
Aquello era una mezcla de comprensión y excelente sentido militar. Los ciudadanos no serían muy útiles en parte alguna; pero, en la retaguardia, no crearían demasiadas dificultades y sufrirían pocas bajas.
William alzó el pendón del conde de Shiring. Era otra idea de madre. Desde un punto de vista estricto, no tenía derecho a ondear el estandarte, ya que todavía no era conde; pero los hombres que le acompañaban estaban acostumbrados a seguir el estandarte de Shiring... Eso era lo que él alegaría en el caso de que se le interpelase al respecto. Y, si la batalla la ganaban ellos, era muy posible que antes de terminar el día fuera conde.
Sus hombres se agolparon alrededor de él. Walter estaba a su lado como siempre, una presencia firme, tranquilizadora. Y también Ugly Gervase, Hugh Axe y Miles Dice. Gilbert, a quien mataron en la cantera, había sido sustituido por Guillaume de St. Clair, un muchacho de rostro juvenil con una vena depravada.
William miró en derredor y se sintió acometido por la ira al ver a Richard de Kingsbridge vistiendo una centelleante armadura nueva y a lomos de un magnífico caballo de guerra. Estaba con el conde de Surrey. No había llevado consigo un ejército para el rey como hizo William; pero su aspecto era impresionante. Un rostro juvenil, vigoroso y valiente. Si en ese día acometía grandes hazañas, podía ganarse el favor real. Las batallas eran imprescindibles. Y los reyes también.
Cabía también la posibilidad de que Richard resultara muerto. Menudo golpe de suerte sería. William lo deseó más de lo que jamás había deseado a mujer alguna.
Miró hacia el lado oeste. El enemigo estaba ya más cerca.
Philip se encontraba en el tejado de la catedral y podía divisar la ciudad de Lincoln extendida a sus pies como si fuera un mapa. La parte vieja rodeaba la catedral en la cima de la colina. Tenía calles rectas y jardines bien cuidados. El castillo se alzaba en el lado suroeste. La zona más suave, ruidosa y atestada de gente, ocupaba la empinada ladera del lado sur, entre la ciudad vieja y el río Witham. Ese distrito solía bullir de actividad comercial; pero aquel día, un temeroso silencio la cubría como un sudario, y las gentes se encontraban en pie en sus tejados para ver la batalla. El río llegaba del Este, corría al pie de la colina y luego se ensanchaba hasta convertirse en un gran puerto natural llamado Brayfield Pool, lleno de muelles, naves y embarcaciones pequeñas. A Philip le habían dicho que un canal llamado el Fosdyke iba hacia el Oeste desde Brayfield Pool hasta desembocar en el río Trent. Al contemplarlo desde aquella altura Philip quedó maravillado de lo recto que era su curso durante millas. La gente decía que su cauce fue construido en los viejos tiempos.
El canal constituía el borde del campo de batalla. Philip observó al ejército del rey Stephen saliendo de la ciudad en desordenado tropel y, ya en la serranía, formar tres perfectas columnas. El prior vio que Stephen había colocado a los condes a su derecha porque ofrecían un mayor colorido con sus túnicas rojas y amarillas y sus llamativos estandartes. También eran los más activos, pues cabalgaban arriba y abajo, dando órdenes, celebrando consultas y haciendo planes. Los miembros del grupo situado a la izquierda del rey, en la ladera de la serranía que descendía hasta el canal, iban vestidos con tonos mortecinos, grises y marrones, tenían menos caballos y no mostraban tanta actividad, reservando sus energías. Esos debían ser los mercenarios.
Más allá del ejército de Stephen, donde la línea del canal se hacía borrosa y se fundía con los setos vivos, el ejército enemigo cubría los campos como un enjambre de abejas. En un principio, daba la impresión de que se mantenían estacionados. Pero luego, cuando volvió a mirar al cabo de un rato, descubrió que se hallaban más cerca. Y, si se concentraba un poco, podía ver ya cómo se movían. Se preguntaba qué fuerza tendrían. Según todos los indicios, ambos ejércitos estaban a la par.
No había nada que Philip pudiera hacer para influir sobre el resultado, una situación que solía sacarle de quicio. Intentó tranquilizar su espíritu y mostrarse fatalista. Si Dios quería una nueva catedral en Kingsbridge, haría que Robert de Gloucester derrotara en esa batalla al rey Stephen. Así, él podría pedir a la victoriosa emperatriz Maud que le devolviese la cantera y le permitiera abrir de nuevo el mercado. Si, por el contrario, Stephen derrotara a Robert, no tendría más remedio que aceptar la voluntad de Dios, renunciar a sus ambiciosos planes y dejar, una vez más, que Kingsbridge fuera declinando hasta una adormecida oscuridad.
Por mucho que lo intentara, a Philip no le era posible pensar en esa posibilidad. Quería que Robert venciera.
Un fuerte viento azotó las torres de la catedral, amenazando con derribar a los espectadores más débiles y arrojarlos al cementerio que estaba debajo. El viento era glacial. Philip sintió escalofríos y se arrebujó en la capa.
Los dos grupos se encontraban ya bastante cercanos.
El ejército rebelde se detuvo cuando se hallaba a una milla más o menos de la primera línea de los huestes del rey. Era irritante poder verlos así, en conjunto, sin lograr distinguir detalle alguno. William quería saber hasta qué punto iban bien armados, si marchaban al encuentro animados y agresivos, o cansados y reacios. Incluso le interesaba su estatura. Seguían avanzando con un lento serpentear, como si los que formaban la retaguardia, víctimas de la misma ansiedad que embargaba a William, quisieran adelantarse para echar una ojeada al enemigo.
En el ejército de Stephen, los condes y los caballeros que iban montados, se alinearon lanza en ristre, como si estuvieran en un torneo, a punto de empezar las justas. William reacio, envió a la retaguardia a todos los caballos de su contingente. Dijo a los escuderos que no volvieran a la ciudad, sino que mantuvieran allí a las cabalgaduras por si acaso las necesitaban... Se refería, por supuesto, a si las necesitaban para huir; pero no lo dijo. Si se perdía una batalla, siempre era preferible correr que morir.
Hubo un tiempo de calma durante el cual parecía que la lucha jamás iba a empezar. Paró el viento y los caballos se calmaron. No así los hombres. El rey Stephen se quitó el casco y se rascó la cabeza. William se sintió inquieto. Lo de luchar estaba muy bien; pero pensar en ello le producía náuseas.
Luego, sin motivo aparente, el ambiente volvió a ser tenso. Alguien lanzó un grito de guerra. Todos los caballos se mostraron de pronto espantadizos. Se inició un vítor que quedó al punto ahogado por el estruendo de los cascos. La batalla había comenzado. William percibió el olor acre y penoso del miedo.
Miró en derredor, en su desesperado intento de averiguar lo que estaba ocurriendo. Pero la confusión reinaba por doquier y, al ir a pie, tan sólo podía ver lo que tenía a su lado. Los condes, a la derecha parecían haber iniciado la batalla al cargar contra el enemigo. Era de presumir que las fuerzas que se enfrentaban a ellos, el ejército de los nobles desheredados del conde Robert estuvieran respondiendo de la misma manera, cargando en formación. Casi de inmediato, le llegó un grito desde la izquierda y, al volverse, William vio que aquellos de los mercenarios bretones que todavía montaban caballos los estaban espoleando para que avanzasen. Ante aquello, se alzó una terrorífica cacofonía en el sector correspondiente del ejército enemigo, seguramente la chusma galesa. No podía ver de que lado se hallaba la ventaja.
Había perdido de vista a Richard.
De detrás de las filas enemigas, salieron disparadas docenas de flechas semejantes a una bandada de pájaros. Cayendo por todas partes. William aborrecía las flechas porque mataban al azar.
El rey Stephen rugió un grito de guerra y se lanzó a la carga. William desenvainó su espada y corrió hacia delante. Pero los jinetes a derecha e izquierda se habían desplegado en su avance, situándose entre él y el enemigo.
A su derecha, se produjo un ensordecedor estruendo de hierro contra hierro, y el aire se impregnó de un olor metálico que conocía bien. Los condes y los desheredados se habían incorporado a la batalla. Todo cuanto William podía ver era hombres y caballos chocando, dando vueltas, cargando y cayendo. Los relinchos de los animales se confundían con los gritos de guerra de los combatientes y, en alguna parte, entre todo aquel ruido, William podía oír ya los chillidos espantosos, que helaban la sangre de los heridos agonizantes. Albergó la esperanza de que Richard fuera uno de los que gritaban.
William miró a la izquierda y quedó horrorizado al ver que los bretones estaban retrocediendo ante las clavas y las hachas de la salvaje horda galesa. Éstos habían enloquecido. Gritaban, chillaban y se pateaban los unos a los otros en su avidez por alcanzar al enemigo. Tal vez les impulsara su codicia por saquear la opulenta ciudad. Los bretones, sin más perspectiva que les sirviera de acicate, que otra semana de paga, luchaban a la defensiva cediendo terreno. William se sintió asqueado.
Se sentía frustrado al no haber podido siquiera descargar un solo golpe. Le rodeaban sus caballeros y, delante de él, estaban los caballos de los condes y los bretones. Forzó el paso al lado del rey y un poco adelantado. Se peleaba por todas partes. Caballos derribados, hombres enfrentados mano a mano como gatos enfurecidos, el ensordecedor chocar de las espadas y el olor dulzón de la sangre. Pero William y el rey Stephen se encontraron, por un momento, inmovilizados en una zona muerta.
Philip lo veía todo; pero no comprendía nada. No tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Sólo apreciaba una gran confusión. Espadas centelleantes, caballos cargando, estandartes ondeando y cayendo, y los ruidos de batalla que, arrastrados por el viento, le llegaban en sordina, a causa de la lejanía. Aquello era demencia y le llenaba de frustración. Algunos hombres caían y morían; otros se levantaban de nuevo, y volvían a la lucha. Pero le resultaba imposible saber quiénes ganaban y quiénes perdían, en cada momento.
-¿Qué está sucediendo? -preguntó un sacerdote de la catedral que se hallaba en pie junto a Philip y que llevaba un abrigo de piel.
-No logro saberlo -respondió el prior moviendo la cabeza.
Pero mientras hablaba, percibió un movimiento. Por el lado izquierdo del campo de batalla, algunos hombres bajaban corriendo la colina en dirección al canal. Eran mercenarios andrajosos y por lo que Philip podía ver, los que huían eran los hombres del rey y quienes los perseguían eran los mercenarios tribales y pintarrajeados del ejército atacante. Hasta allí llegó el grito victorioso de los galeses.
Philip sintió levantársele el ánimo. ¡Ya estaban ganando a los rebeldes!
Entonces, se produjo un cambio de marea en el otro lado. A la derecha, donde luchaban los hombres a caballo, dio la impresión de que el ejército del rey retrocedía. La retirada llegó a convertirse en descarada huida. Fueron muchos los hombres del rey que hicieron volver a sus caballos y empezaron a alejarse del campo de batalla.
Philip se dijo exaltado “¡Debe ser la voluntad de Dios!”
¿Era posible que todo hubiera terminado tan pronto? Los rebeldes avanzaban por los dos flancos. Pero el centro seguía resistiendo con firmeza. Los hombres que rodeaban al rey Stephen luchaban con mayor fiereza que los que estaban situados a ambos lados. ¿Serían capaces de contener el torrente? Tal vez Stephen y Robert de Gloucester lucharan frente a frente, un combate en solitario de los líderes podía a veces solventar la cuestión, pese a lo que estuviera ocurriendo en el campo de batalla. La cuestión todavía no había quedado resuelta.
La marea creció con aterradora rapidez. En un determinado momento, los dos ejércitos se encontraron igualados, ambos luchando de manera feroz. Al instante siguiente, los hombres del rey retrocedían con rapidez. William se sintió muy descorazonado. A su izquierda, los mercenarios bretones bajaban corriendo la colina perseguidos hasta dentro del canal por los galeses. A su derecha, los condes con sus caballos de guerra y sus estandartes, se batían en retirada tratando de escapar hacia Lincoln. Tan sólo el centro ofrecía resistencia. El rey Stephen se batía denodadamente, descargando su espada a diestro y siniestro y los hombres de Shiring luchaban como manadas de lobos en derredor suyo. Pero la situación era insostenible. Si los flancos seguían retirándose, el rey pronto se encontraría rodeado. William quería que Stephen retrocediera. Pero el monarca era más valiente que prudente y siguió luchando tenaz.
William se dio cuenta que toda la batalla se descargaba hacia la izquierda. Miró alrededor y vio que los mercenarios flamencos avanzaban desde atrás y caían sobre los galeses, los cuales se vieron forzados a dejar de perseguir a los bretones colina abajo y hubieron de dar la vuelta para defenderse. Por un momento se estableció una refriega. Luego, los hombres de Ranulf de Chester, en el centro de la primera línea del enemigo, atacaron a los flamencos que se encontraron emparedados entre ellos y los galeses.
Al ver el repliegue, el rey Stephen apremió a sus hombres para que avanzaran. William pensó que acaso Ranulf había cometido una equivocación. Si ahora las fuerzas del rey se cernieran sobre los hombres de Ranulf, sería éste quien quedaría inmovilizado entre ambos lados.
Uno de los caballeros de William cayó a sus pies y, de repente, se encontró en pleno combate. Un robusto norteño con la espada ensangrentada arremetió contra él. William esquivó la estocada con facilidad. No había gastado fuerzas y, en cambio, su adversario estaba ya cansado. William atacó buscando la cara del hombre, falló y paró otra estocada. Luego, levantó bien alta la espada, exponiéndose deliberadamente a otro ataque y cuando el otro hombre avanzó, como era de esperar, para su nuevo ataque, William lo esquivó una vez más y sujetando la empuñadura de la espada con ambas manos, la descargó sobre el hombro de su contrincante. El golpe le partió la armadura y le rompió la clavícula. Rodó por el suelo.
En ese instante, William disfrutó jubiloso. Ya no sentía miedo.
-¡Venid aquí, perros! -rugió.
Otros dos caballeros ocuparon el lugar del que había caído y atacaron a William al mismo tiempo. Los mantuvo alejados; pero se vio obligado a retroceder.
Hubo un movimiento a su derecha y uno de sus adversarios hubo de hacerse a un lado para defenderse de un hombre de rostro congestionado. Iba armado con una clava y parecía un carnicero enloquecido. De esa manera, William ya solo tuvo que ocuparse de un atacante. Se abalanzó sobre él con una mueca salvaje. A su adversario lo dominó el pánico y empezó a dar estocadas sin orden ni concierto dirigidas a la cabeza de William, el cual las esquivó y hundió la daga en el muslo del hombre, justo debajo del borde de su chaqueta corta de malla. Al doblársele la pierna, el hombre cayó.
Una vez más, William se había quedado sin adversario. Permaneció allí, inmóvil, respirando de forma entrecortada. Por un instante, había creído que el ejército del rey iba a ser derrotado; pero se había rehecho y por el momento ninguno de los dos contendientes parecía llevar ventaja. Miró a su derecha preguntándose qué sería lo que había desviado la atención de uno de sus contrarios. Y entonces pudo ver, atónito, que los ciudadanos de Lincoln estaban presentando al enemigo dura batalla. Tal vez se debiera a que lo que defendían eran sus propios hogares. Pero ¿quién los había reunido después de que los condes hubieran huido en ese flanco? Su pregunta obtuvo rápida respuesta. Para su consternación, vio a Richard de Kingsbridge montado en su caballo de guerra urgiendo y animando a la lucha a los ciudadanos. Si el rey llegara a ver a Richard comportándose con bravura, todo el trabajo de William habría sido en vano. En aquel momento el rey, se encontró con la mirada del joven caballero y agitó la mano a modo de aliento. William lanzó un rabioso juramento.
Al rehacerse las fuerzas de los ciudadanos, se alivió la presión sobre el rey; pero sólo durante un momento. Por la izquierda, los hombres de Ranulf habían provocado la desbandada de los mercenarios flamencos y, en aquellos instantes, éste se lanzaba hacia el centro de las fuerzas defensoras. Al propio tiempo, los llamados desheredados concentraban sus fuerzas contra Richard. La lucha se hizo encarnizada.
Un hombre inmenso enarbolando un hacha de combate, atacó a William, quien lo esquivó con un movimiento desesperado, temiendo de repente por su vida. A cada acometida del hacha, William retrocedía de un salto, dándose cuenta aterrado de que todo el ejército del rey retrocedía a su vez al mismo ritmo. A su izquierda, los galeses volvían a subir por la colina y empezaron a arrojar piedras, de una manera increíble. La acción resultaba ridícula; pero era efectiva. Porque ahora William había de vigilar por una parte las piedras que llovían por doquier y por la otra defenderse contra el gigante con el hacha de combate. Parecía como si hubiera muchos más enemigos que antes, y William comprendió, abatido, que aquellos efectivos superaban en mucho a los hombres del rey. Sintió la garganta agarrotada por un miedo histérico al darse cuenta de que la batalla estaba perdida y que él se encontraba en peligro mortal. El rey debería huir ya. ¿Por qué diablos seguía luchando? Era demencial. Lo matarían. ¡Los matarían a todos! Se impusieron los instintos de lucha de William y, en lugar de retroceder como había estado haciendo, saltó hacia delante dirigiendo su espada a la cara del hombre. Lo alcanzó en el cuello, justo debajo de la barbilla. Hundió la espada con fuerza. El hombre cerró los ojos. Por un instante William sintió un alivio agradecido. Sacó la espada y esquivó rápido el hacha que caía de las manos del hombre muerto.
Echó una ojeada al rey que se encontraba a unas yardas a su izquierda. En aquel momento, descargaba su espada con fuerza sobre el casco de un hombre, y el arma real se partió en dos como la ramita de un árbol. “Ya está -se dijo William aliviado- la batalla ha terminado. El rey huirá y se pondrá a salvo para volver otro día a la lucha.” Pero la esperanza fue prematura. El rey había iniciado una media vuelta para salir corriendo, cuando un ciudadano le ofreció un hacha de leñador, de mango largo. Ante la desolación de William, Stephen la agarró y reanudó la lucha.
William estuvo tentado a salir huyendo. Al mirar a su derecha vio a Richard a pie, luchando como un demente, presionando hacia adelante, repartiendo mandobles en derredor suyo y derribando hombres por la derecha, por la izquierda y por el centro. William no podía huir cuando su rival seguía luchando.
Se vio ante un nuevo atacante. Esta vez era un hombre bajo enfundado en una armadura ligera y que se movía con extrema rapidez. Su espada centelleaba bajo la luz del sol. Al chocar sus espadas, William se dio cuenta de que estaba enfrentándose a un luchador formidable. Una vez más se encontró a la defensiva y temiendo por su vida. El convencimiento de que tenían perdida la batalla minaba su voluntad de lucha. Esquivó las rápidas estocadas y cintarazos con el deseo de poder descargar un golpe lo bastante fuerte para atravesar la armadura del rival. Vio su oportunidad y lanzó una estocada. El otro hombre esquivó y atacó a su vez. William sintió que el brazo izquierdo se le quedaba inerte. Le habían herido. Se puso enfermo de terror. Siguió retrocediendo frente al ataque, sintiéndose en extraño desequilibrio, como si el suelo oscilara bajo sus pies. El escudo le colgaba suelto del cuello, puesto que le era de todo punto imposible mantenerlo firme con el brazo izquierdo inutilizado. El hombre pequeño vio la victoria a su alcance y arreció su ataque. William vio la muerte y se sintió embargado de un inmenso terror.
De repente, Walter apareció a su lado.
William se echó atrás. Walter descargó su espada con las dos manos. Al coger por sorpresa al hombre pequeño, lo partió como si fuera un serpollo. A William el alivio le hizo sentir vértigo. Puso una mano sobre el hombro de Walter.
-¡La hemos perdido! -le gritó Walter a través de todo aquel estruendo-. ¡Larguémonos de aquí!
William se recobró. El rey seguía luchando aún cuando la batalla estuviera ya perdida. Si al menos abandonara e intentase escapar, podría huir al sur y reunir un nuevo ejército. Pero cuanto más tiempo siguiera luchando mayor era la probabilidad de que lo capturaran o le mataran, lo cual sólo podía significar una cosa. Que Maud sería reina.
William y Walter empezaron a retroceder juntos. ¿Por qué el rey se comportaba como un loco? Tenía que demostrar su valor. La bizarría sería su muerte. Una vez más, William se vio tentado de abandonar al rey. Pero Richard de Kingsbridge seguía allí, defendiendo como una roca el flanco derecho, accionando su espada y tumbando hombres como un segador.
-Todavía no -gritó William a Walter-. ¡Vigila al rey!
Iban retrocediendo paso a paso. La lucha fue haciéndose menos encarnizada al darse cuenta los hombres de que la suerte estaba ya echada y no valía la pena correr riesgos. William y Walter cruzaron sus espadas con dos caballeros, pero a éstos les bastaba con echarlos para atrás, y William y Walter peleaban a la defensiva. Se asestaron duros golpes; sin embargo, ninguno de los que peleaban quería exponerse al peligro.
William retrocedió dos pasos y se arriesgó a echar una ojeada al rey. En aquel preciso momento, una gran piedra atravesó volando el campo y fue a estrellarse contra el casco de Stephen. El rey se tambaleó y cayó de rodillas. El adversario de William se detuvo y volvió la cabeza para ver qué era lo que éste miraba. El hacha de combate cayó de las manos del monarca. Un caballero enemigo corrió hacia él y le quitó el casco.
-¡El rey! -vociferó triunfante-. ¡Tengo al rey!
William, Walter y el ejército real en pleno, dieron media vuelta y corrieron.
Philip se sentía jubiloso. La retirada comenzó en el centro del ejército y fue extendiéndose como una oleada a los flancos. En cuestión de segundos, todas las huestes reales estaban en fuga. Esa era la recompensa que recibía el rey Stephen por su injusticia.
Los atacantes los persiguieron. En la retaguardia de las fuerzas del rey, había cuarenta o cincuenta caballos sin jinete, cuyas riendas sujetaban escuderos. Algunos de los hombres que huían saltaron sobre ellos y se dirigieron, no a la ciudad de Lincoln, sino a campo abierto.
Philip se preguntaba qué le habría pasado al soberano.
Los ciudadanos de Lincoln empezaron a abandonar precipitadamente sus tejados. Reunieron a los niños y a los animales. Algunas familias desaparecieron en el interior de sus casas, cerrando herméticamente las ventanas y asegurando las puertas con barras. Se produjo un agitado movimiento entre las embarcaciones en el lago. Varios ciudadanos estaban intentando huir por el río. La gente empezó a llegar a la catedral en busca de refugio.
Otros muchos corrieron a todas las entradas de la ciudad, para cerrar las inmensas puertas reforzadas con hierro. De repente, los hombres de Ranulf de Chester irrumpieron desde el castillo. Se dividieron en grupos, siguiendo seguramente un plan previamente establecido, y cada grupo se dirigió a una de las puertas de la ciudad. Se abrieron paso entre los ciudadanos, derribándolos a un lado y a otro, y abrieron de nuevo las puertas para dar paso a los rebeldes victoriosos. Philip decidió bajar del tejado de la catedral. Los demás que estaban con él, en su mayoría canónigos pertenecientes a ella, tuvieron la misma idea. Todos atravesaron encorvados la puerta baja que conducía a la torrecilla. Allí se encontraron con el obispo y los arcedianos, que lo habían presenciado todo desde una mayor altura, en la torre. Philip tuvo la impresión de que el obispo Alexander parecía asustado. Era una lástima, el obispo debería tener ese día valor para dar y vender.
Todos bajaron con sumo cuidado la escalera de caracol, larga y angosta y salieron a la nave de la iglesia por el lado oeste. En el templo había ya alrededor de un centenar de ciudadanos, y seguían entrando como un torrente por las tres grandes puertas. Mientras Philip observaba todo aquello, llegaron dos caballeros al patio de la catedral. Venían manchados de sangre y embarrados, procedentes a todas luces del campo de batalla. Sin desmontar, entraron directamente a la iglesia.
-¡Han capturado al rey! -gritó uno de ellos al ver al obispo.
El corazón de Philip latió con fuerza. El rey Stephen no sólo había sido derrotado, sino que se encontraba prisionero. Ahora ya, las fuerzas que lo apoyaban se vendrían abajo en todo el reino. En la mente de Philip se precipitaban confusas las implicaciones. Pero, antes de que pudiera reflexionar sobre todo ello, oyó gritar al obispo Alexander.
-¡Cerrad las puertas!
Philip apenas podía creer lo que estaba oyendo.
-¡No! -gritó a su vez-. ¡No podéis hacer eso!
El obispo se quedó mirándolo, lívido de terror. No estaba seguro de quién era Philip. Éste había ido a visitarlo por pura cortesía y, desde entonces, no habían cruzado palabra. Haciendo un visible esfuerzo, Alexander le recordó en aquellos penosos momentos:
-Esta no es vuestra catedral, prior Philip, sino la mía. ¡Cerrad las puertas!
Varios sacerdotes se dispusieron a cumplir su orden.
Philip estaba horrorizado ante aquel despliegue de egoísmo absoluto por parte de un clérigo.
-¡No podéis cerrar las puertas a las gentes! -gritó iracundo-. ¡Pueden matarlos!
-¡Si no cerramos las puertas nos matarán a todos! -chilló histérico Alexander.
Philip lo agarró por la pechera de sus vestiduras.
-Recordad quien sois -dijo subrayando las palabras-. No se espera de nosotros que tengamos miedo, y en particular ante la muerte. Dominaos.
-¡Quitádmelo de encima! -chilló de nuevo, histérico, Alexander.
Varios canónicos obligaron a Philip a apartarse.
-¿Acaso no veis lo que está haciendo? -les gritó Philip.
-Si te sientes tan valiente, ¿por qué no sales ahí afuera y los proteges tu mismo?
Philip se soltó furioso.
-Eso es lo que voy a hacer -dijo.
Dio media vuelta. La gran puerta central se estaba cerrando. Philip atravesó como un rayo la nave. Tres sacerdotes estaban empujando para cerrarla del todo mientras, desde el exterior más gente forcejeaba pretendiendo entrar por el hueco que aún había, aunque cada vez más estrecho. Philip logró pasar a través de él un instante antes de que la puerta quedara cerrada.
En los momentos que siguieron, un pequeño gentío se había agolpado en el pórtico. Hombres y mujeres aporreaban la puerta pidiendo a gritos que les dejaran entrar. Pero, en el interior de la iglesia no hubo respuesta alguna.
De repente, Philip sintió miedo. Le asustaba ver el pánico reflejado en los rostros de aquellas gentes a las que habían dejado fuera. Él mismo sintió que temblaba. Ya había tenido antes, en una ocasión, un encuentro con un ejército victorioso, a la edad de seis años, y sentía que volvía a embargarle el horror de aquel día. Revivió, con toda nitidez, como si hubiera ocurrido el día anterior, el momento en que los hombres de armas irrumpieran en casa de sus padres. Permaneció clavado en el lugar donde se encontraba, tratando de dominar el temblor mientras la muchedumbre se agitaba en derredor suyo. Durante mucho tiempo, le atormentó aquella pesadilla. Veía las caras de aquellos hombres sedientos de sangre, y cómo la espada había traspasado a su madre, así como el espantoso espectáculo de las entrañas de su padre saliéndole del vientre. Se sintió dominado de nuevo por el terror histérico, abrumador, demencial e incomprensible. Luego, vio un monje que entraba por la puerta con una cruz en la mano y los gritos callaron. El monje les enseñó, a su hermano y a él a cerrar los ojos de su madre y de su padre, para que así pudieran dormir el largo sueño. Y entonces recordó, como si acabara de despertarse de una ensoñación, que ya no era un niño asustado, sino un hombre hecho y derecho y un monje. Y que al igual que el abad Peter los rescató a su hermano y a él en aquel día espantoso, veintisiete años atrás; ahora, en este sombrío día un Philip adulto, fortalecido por la fe y protegido por Dios acudiría en ayuda de quienes temían por su vida.
Se obligó a dar un solo paso adelante. Una vez que lo hubo hecho, el segundo resultó algo menos difícil y el tercero ya casi fue fácil.
Al llegar a la calle que conducía a la puerta oeste, estuvo a punto de que le derribara una multitud de gente que huía. Hombres y muchachos corrían cargados con fardos, que contenían sus más valiosas posesiones; había ancianos con la respiración entrecortada, zagalas gritando, mujeres llevando en brazos niños que chillaban. El gentío lo arrastró con él durante un trecho; luego, forcejeó contra corriente. Se dirigían a la catedral. Philip quería decirles que estaba cerrada y que debían mantenerse tranquilos en sus casas, que atrancaran las puertas. Pero todo el mundo gritaba y nadie se detenía a escuchar.
Avanzó despacio por la calle, moviéndose en sentido contrario al de la gente. Había avanzado apenas un poco cuando apareció por la calle un grupo de cuatro jinetes a la carga. Ellos eran la causa de la estampida. Algunas gentes se apretaron contra los muros de las casas. Pero otras no pudieron quitarse de en medio a tiempo y cayeron bajo los rápidos cascos. Philip se sintió horrorizado ante su propia impotencia para hacer algo, y se escurrió hasta un callejón para evitar convertirse también en víctima. Un momento después, los jinetes habían desaparecido y la calle se halló desierta.
Varios cuerpos yacían en el suelo. Al salir Philip de su callejón, vio que uno de ellos se movía. Era un hombre de mediana edad con una capa escarlata. Trataba de arrastrarse sobre el suelo a pesar de su pierna herida. Philip cruzó la calle con intención de ayudarle; pero, antes de que llegara junto a él, aparecieron dos hombres con cascos y escudos de madera.
-Éste está vivo, Jack -dijo uno de ellos.
Philip se estremeció. Le pareció que el comportamiento, las voces, la indumentaria, e incluso las caras, eran las mismas que las de aquellos dos hombres que asesinaran a sus padres.
-Nos valdrá un buen rescate... Mira esa capa roja -dijo el que respondía al nombre de Jack.
Se volvió, se llevó los dedos a la boca y silbó. Apareció corriendo un tercer hombre.
-Llévate al castillo a Redcoat y átalo.
El que acababa de llegar, pasó los brazos alrededor del pecho del hombre caído y lo arrastró. El herido gritó de dolor al rebotarle las piernas sobre las piedras.
-¡Deteneos! -gritó Philip.
Los tres se pararon un instante. Lo miraron y se echaron a reír. Luego, siguieron con lo que estaban haciendo.
Philip volvió a gritarles pero le ignoraron por completo. Vio impotente cómo arrastraban al hombre herido. Otro hombre de armas salió de una casa, llevando una larga capa de piel y con seis bandejas de plata debajo del brazo. Jack lo vio y se dio cuenta del botín.
-Éstas son casas ricas -informó a su camarada-. Deberíamos entrar en una de ellas a ver lo que encontramos.
Se dirigieron a la puerta cerrada de una casa de piedra y trataron de abrirla a golpes con un hacha de combate.
Philip comprendía lo inútil de su cruzada; pero no estaba dispuesto a renunciar. Sin embargo Dios no le había colocado en aquella situación para defender las propiedades de las gentes acaudaladas. Así que dejó a Jack y a sus compañeros y caminó presuroso hacia la puerta oeste. Por la calle, llegaban corriendo más hombres de armas. Mezclados con ellos venían varios hombres morenos y bajos, con las caras pintadas, vestidos con zamarras de piel de cordero y armados con clavas. Philip supo que se trataba de los galeses tribales, y se avergonzó de pertenecer a la misma tierra que aquellos salvajes. Se afirmó contra el muro de una casa y trató de pasar inadvertido.
Dos hombres salieron de una casa de piedra arrastrando por las piernas a un hombre de barba blanca con un casquete.
-¿Dónde está tu dinero, judío? -preguntó uno de ellos, con la punta de un cuchillo apoyada en la garganta del hombre.
-No tengo dinero -contestó el del casquete con tono lastimero.
Philip pensó que nadie se lo creería. Era famosa la riqueza de los judíos de Lincoln. Y, además, el hombre vivía en una casa de piedra. Otro hombre de armas salió arrastrando a una mujer por el pelo. Era de mediana edad y, probablemente, la esposa del judío.
-Decidnos dónde está el dinero o le meteré la espada por el culo -vociferó el primero de los hombres. Levantó la falda de la mujer, dejando al descubierto el vello grisáceo y apuntando una larga daga a su pubis.
Philip estaba a punto de intervenir, pero el viejo cedió de inmediato.
-No le hagáis daño. El dinero está en la parte de atrás -dijo con tono apremiante-. Se halla enterrado en el jardín, junto a la pila de leña... Soltadla, por favor.
Los tres hombres entraron corriendo en la casa. La mujer ayudó a su marido a levantarse. Otro grupo de jinetes cabalgó con estruendo por la angosta calle. Philip se apresuró a quitarse de la vista. Cuando volvió a salir, los dos judíos habían desaparecido.
Un joven con armadura bajó desolado por la calle, intentando salvar la vida, perseguido por tres o cuatro galeses. El primero de los perseguidores enarboló su espada y alcanzó al fugitivo en la pantorrilla. A Philip no le pareció que la herida fuera profunda; pero resultó suficiente para que el joven tropezara y cayera al suelo. Otro de los perseguidores llegó junto al caído y balanceó un hacha de combate.
Philip se adelantó con el corazón en la boca.
-¡Detente! -gritó.
El hombre levantó el hacha.
Philip se precipitó sobre él.
El agresor descargó el hacha; pero Philip le empujó en el último momento. La afilada hoja resonó al chocar contra el pavimento de piedra, a un palmo de la cabeza de la víctima. El atacante recuperó el equilibrio y se quedó mirando asombrado a Philip, el cual le devolvió la mirada con firmeza, intentando no temblar y deseando poder recordar algunas palabras en galés. Antes de que ninguno hiciera el menor movimiento, los otros dos perseguidores llegaron junto a ellos, y uno le dio un fuerte empujón a Philip, derribándolo. Eso fue lo que le salvó la vida, como pudo apreciar un instante después. Cuando se recuperó, todos se habían olvidado de él. Con un salvajismo increíble, estaban dando muerte al pobre muchacho que yacía en el suelo. Philip se puso en pie a duras penas. Era ya demasiado tarde; sus martillos y hachas seguían golpeando un cadáver.
-Si no puedo salvar a nadie, ¿para qué me habéis enviado aquí? -gritó airado levantando los ojos al cielo.
A modo de respuesta, oyó un chillido procedente de una casa cercana. Era un edificio de una sola planta, de madera y piedra, no tan costoso como los que lo rodeaban. La puerta estaba abierta y Philip entró corriendo. Había dos habitaciones, con un arco entre ambas y paja sobre el suelo. En un rincón, se acurrucaba aterrorizada una mujer con dos niños pequeños. Tres hombres de armas se encontraban en el centro de la casa enfrentándose a un hombre menudo y calvo. En el suelo, yacía una joven de unos dieciocho años. Le habían rasgado el traje de arriba abajo y uno de los hombres de armas estaba arrodillado sobre ella, sujetándole los muslos abiertos. Era evidente que el hombre trataba de evitar que violaran a su hija. Al entrar Philip, el padre se lanzó contra uno de los hombres de armas, el cual lo apartó de un manotazo. Retrocedió tambaleándose. El soldado hundió su espada en el abdomen del padre. La mujer del rincón gritó como un alma en pena.
-¡Deteneos! -vociferó Philip.
Lo miraron como si estuviera loco.
-¡Todos iréis al infierno si hacéis eso! -sentenció intentando hablar con el tono más autoritario.
El que había matado al padre levantó su espada para descargarla sobre él.
-Un momento -dijo el hombre que se encontraba en el suelo y que seguía sujetando las piernas de la muchacha-. ¿Quién eres tú, monje?
-Soy Philip de Gwynedd, prior de Kingsbridge y, en el nombre de Dios, te ordeno que dejes tranquila a esa zagala si es que estimáis en algo vuestras almas inmortales.
-¡Un prior! Eso me pareció -dijo el hombre del suelo-. Vale un buen rescate.
-Ve al rincón con la mujer, que es tu sitio -dijo el primero de los hombres envainando la espada.
-No pongáis vuestras manos sobre los hábitos de un monje -ordenó Philip intentando mostrarse peligroso; pero él mismo escuchaba una nota de desesperación en su voz.
-Llévatelo al castillo, John -dijo el hombre que estaba todavía sentado sobre la muchacha, y que parecía ser el jefe.
-Vete al infierno -contestó John-. Antes quiero joderla yo también.
Agarró a Philip por los brazos antes de que pudiera resistirse y lo arrojó al rincón. El monje cayó al suelo junto a la madre.
El hombre llamado John se levantó la parte delantera de la túnica y cayó sobre la joven.
La madre volvió la cabeza y empezó a sollozar.
-¡No lo permitiré! -exclamó Philip.
Se puso en pie, cogió al violador por el pelo y lo apartó de la joven.
El tercer hombre levantó una cachiporra. Philip vio venir el golpe; pero ya era demasiado tarde. La cachiporra cayó sobre su cabeza. Por un instante, sintió un dolor espantoso; luego, todo se hizo negro y perdió la conciencia antes de caer al suelo.
Los prisioneros fueron llevados al castillo y encerrados en jaulas de madera sólida, semejantes a cajas en miniatura, hondas y estrechas, y de la altura de un hombre. En lugar de paredes compactas, tenían postes verticales, poco separados entre sí, pero que permitían al carcelero vigilar su interior. En época normal, cuando se utilizaban para encerrar a ladrones, asesinos y herejes, solía haber una o dos personas por jaula. En aquellos momentos, los rebeldes tenían encerrados ocho o diez en cada una de ellas, y todavía quedaban más prisioneros. A éstos últimos los ataron juntos y los condujeron a un lugar aislado del castillo. Habrían podido escapar con bastante facilidad; pero no lo hicieron, quizá porque se sentían más seguros allí que fuera, en la ciudad.
Philip se sentó en un rincón de una de las jaulas, con un espantoso dolor de cabeza. Se consideraba un loco y un fracasado. A fin de cuentas, había resultado tan inútil como el cobarde obispo Alexander. No había salvado una sola vida ni evitado un solo golpe. Sin él, los ciudadanos de Lincoln no habrían estado peor. A diferencia del abad Peter, se había visto impotente para detener la violencia. Se dijo que, sencillamente, él no era el mismo tipo de hombre.
Y, lo que era peor aún, en su vano intento por ayudar a los ciudadanos, era muy posible que hubiera perdido toda probabilidad de obtener concesiones de la emperatriz Maud cuando se convirtiera en su soberana. En aquellos momentos, era prisionero de su ejército. Por lo tanto, se daría por sentado que había estado al lado de las fuerzas del rey Stephen. El priorato de Kingsbridge tendría que pagar un rescate para su liberación. Lo más probable era que todo aquel asunto llegara a conocimiento de Maud, en cuyo caso ésta no mostraría buena disposición hacia él. Se sentía enfermo, decepcionado y torturado por los remordimientos.
Durante todo aquel día, fueron llegando más prisioneros. La afluencia cesó alrededor de la caída de la noche. Pero el saqueo de la ciudad continuaba fuera de los muros del castillo. Philip podía oír gritos, las voces bárbaras y los ruidos de destrucción. Hacia la media noche, cesaron todos los ruidos, seguramente porque los soldados estaban tan borrachos con el vino robado y tan saciados de violaciones y violencia que ya ni siquiera podían causar más daño. Algunos de ellos, entraron tambaleándose en el castillo, fanfarroneando de sus triunfos, peleándose entre sí y vomitando sobre la hierba, hasta quedar agotados y dormidos.
Philip también durmió aunque no tenía espacio suficiente para tumbarse y hubo de hacerlo en un rincón de la jaula con la espalda apoyada en los barrotes de madera. Se despertó con el alba, temblando de frío; pero, gracias a Dios, se le había calmado el dolor de cabeza reduciéndose a una sorda molestia. Se levantó para estirar las piernas y se dio golpes en el cuerpo con los brazos para entrar en calor. Las cuadras abiertas mostraban a hombres durmiendo en los cubículos, mientras los caballos se encontraban atados afuera. A través de la puerta de la panadería y del sótano de la cocina, aparecían pares de piernas. Los pocos soldados que permanecían sobrios, habían levantado tiendas. Se veían caballos por todas partes. En la esquina sureste del castillo, se encontraba la torre del homenaje, un castillo dentro del castillo, construida sobre un alto montículo. Sus potentes muros de piedra rodeaban media docena o más de edificios de madera. Los condes y los caballeros del lado de los vencedores se encontrarían allí durmiendo después de haber hecho su propia celebración.
El pensamiento de Philip se centró de nuevo en las implicaciones de la batalla del día anterior. ¿Significaría aquella que la guerra había terminado? Era muy probable. Stephen tenía una esposa, la reina Matilda, que acaso siguiera con la lucha. Era condesa de Boulogne y, con sus caballeros franceses, había tomado el castillo Dover durante los comienzos de la guerra. Ahora, controlaba gran parte de Kent en beneficio de su marido. Sin embargo, le resultaría difícil reunir el apoyo de los barones mientras Stephen estuviera cautivo. Era posible que resistiera por un tiempo en Kent, pero no cabía esperar que realizara avance alguno.
Sin embargo, aún no habían terminado los problemas de Maud. Todavía tenía que consolidar su victoria militar, obtener la aprobación de la Iglesia y ser coronada en Westminster. Pese a todo, con decisión y cierta prudencia era posible que saliera triunfante.
Y esas eran buenas noticias para Kingsbridge, o deberían serlo si Philip lograra salir de allí sin estar marcado como partidario de Stephen.
No había sol; pero el ambiente fue haciéndose algo más cálido a medida que avanzaba el día. Los compañeros de prisión de Philip fueron despertándose; se quejaban de dolores y molestias. La mayoría de ellos habían recibido al menos golpes, y se sentían peor después de una noche fría con el mínimo cobijo del techo y los maderos de la jaula. Algunos eran ciudadanos acaudalados y otros caballeros capturados durante la batalla. Cuando la mayoría de ellos estuvieron despiertos Philip preguntó:
-¿Sabe alguien qué le ha ocurrido a Richard de Kingsbridge?
Por Aliena esperaba que Richard hubiera sobrevivido.
-Luchó como un león... Al ponerse las cosas mal, reunió a los ciudadanos -respondió un hombre con un vendaje ensangrentado en la cabeza.
-¿Murió o ha sobrevivido?
-Cuando llegó el final no lo vi -dijo el hombre, agitando despacio la cabeza.
-¿Y qué le pasó a William Hamleigh?
Sería un bendito alivio que William hubiese caído.
-Estuvo junto al rey durante casi toda la batalla. Pero luego huyó... Lo vi a caballo, atravesando raudo los campos, muy por delante del grupo.
-¡Ah!
Se esfumó la débil esperanza. Los problemas de Philip no se resolverían con tanta facilidad.
La conversación fue extinguiéndose y en la jaula reinó el silencio. Afuera, los soldados empezaban a moverse, tratando de vencer sus resacas, comprobando su botín, asegurándose de que sus rehenes seguían cautivos y cogiendo su desayuno de la cocina. Philip se preguntaba si darían de comer a los prisioneros. Tenían que hacerlo, se dijo; de lo contrario, morirían y no cobrarían rescate alguno. ¿Pero quién aceptaría la responsabilidad de alimentar a toda aquella gente? Eso le indujo a pensar cuánto tiempo iba a estar allí. Sus aprehensores enviarían un mensaje a Kingsbridge exigiendo un rescate. Los hermanos enviarían a uno de sus miembros para negociar su liberación. ¿A cuál de ellos? Millius sería el mejor; pero Remigius, que en su calidad de subprior estaba a cargo del priorato durante la ausencia de Philip, enviaría a alguno de sus incondicionales; hasta era posible que acudiera él mismo. Remigius actuaría con extrema lentitud, pues era incapaz de una acción rápida y decisiva, ni siquiera en su propio interés. Podrían pasar meses. Philip se sintió cada vez más pesimista.
Otros prisioneros tuvieron mejor fortuna. Poco después de la salida del sol, empezaron a llegar las mujeres, los hijos y los parientes de los cautivos, en un principio temerosos y vacilantes, y luego más seguros de sí mismos, para negociar el rescate de las personas queridas. Solían regatear durante un rato con los aprehensores, alegando su falta de dinero, ofreciendo joyas baratas u otros objetos. Hasta que, al fin, llegaban a un acuerdo, se iban y volvían poco después con el rescate convenido, por lo general dinero. Crecían sin cesar los montones del botín, y las jaulas empezaban a vaciarse.
Hacia mediodía, la mitad de los prisioneros habían salido. Philip supuso que serían gentes de la localidad. Los que quedaban debían proceder de ciudades lejanas y se trataba probablemente de los caballeros capturados durante la batalla. Aquella suposición quedó confirmada al aparecer el alguacil del castillo y preguntar los nombres de cuantos allí quedaban. La mayoría de ellos eran caballeros del sur. Philip observó que, en una de las jaulas, no había más que un hombre, y estaba sujeto a un cepo, como si alguien quisiera asegurarse por partida doble contra el riesgo de fuga. Luego de mirar durante algunos minutos a aquel prisionero tan especial, Philip se dio cuenta de quién era.
-¡Mirad! -dijo a sus tres compañeros de jaula-. Ese hombre que está ahí solo. ¿Es quién creo que es?
Los otros lo miraron.
-¡Por Cristo, es el rey! -exclamó uno de ellos.
Los demás asintieron.
Philip se quedó mirando al hombre de pelo leonado, lleno de barro, con las manos y los pies sujetos cruelmente con los tornillos del cepo. Su aspecto no se diferenciaba del de cualquiera de ellos. El día anterior era el rey de Inglaterra. El día anterior había negado una licencia de mercado a Kingsbridge. Hoy no podía ponerse en pie sin la ayuda de alguien. El rey había recibido su merecido; aunque, de todas maneras, Philip sentía lástima por él.
A primera hora de la tarde, llevaron alimento a los prisioneros. Eran los restos tibios de la comida cocinada para los combatientes. No obstante, se lanzaron voraces sobre ella. Philip se contuvo y dejó a los otros la mayor parte, ya que consideraba el hambre como una baja debilidad a la que uno había de resistirse de cuando en cuando. Cualquier ayuno obligado le parecía una oportunidad de mortificación de la carne.
Cuando se encontraban rebañando la escudilla, hubo un brote de actividad en la torre del homenaje de la que salió un grupo de condes. Philip observó que dos de ellos caminaban un poco adelantados a los otros, que los trataban con deferencia. Tenían que ser Ranulf de Chester y Robert de Gloucester. Pero Philip no sabía quién era cada uno.
Se acercaron a la jaula de Stephen.
-Buen día, primo Robert -dijo el rey subrayando con fuerza la palabra primo.
-No era mi intención que pasaras la noche en el cepo. Ordené que te trasladaran. Pero mi orden no fue cumplida. Sin embargo veo que has sobrevivido -contestó el más alto de los dos hombres.
Un hombre con el ropaje de sacerdote se apartó del grupo y se dirigió a la jaula donde se encontraba Philip. En un principio éste no le prestó atención, porque Stephen estaba preguntando qué pensaban hacer con él y Philip quería oír la respuesta. Pero el sacerdote hizo una pregunta.
-¿Quién de vosotros es el prior de Kingsbridge?
-Soy yo -repuso Philip.
El sacerdote se dirigió a uno de los hombres de armas que había llevado a Philip hasta allí.
-Suelta a ese hombre.
Philip se sentía confundido. Jamás había visto a aquel sacerdote. Su nombre había sido sacado con toda seguridad de la lista que hizo el alguacil del castillo. Pero... ¿por qué? Se sentía contento de salir de la jaula, pero no estaba dispuesto a celebrarlo... todavía. Ignoraba lo que podía esperarle.
El hombre de armas protestó.
-¡Es mi prisionero!
-Ya no lo es -le contestó el sacerdote-. Déjalo salir.
-¿Por qué he de liberarlo sin recibir un rescate? -protestó el hombre intransigente.
El sacerdote le replicó con igual energía.
-En primer lugar, porque no es un combatiente del ejército del rey, y tampoco un residente de esta ciudad y por ello, has cometido un delito al encarcelarlo. Segundo, porque es un monje y tú eres culpable de sacrilegio al poner las manos sobre un hombre de Dios. Y tercero porque el secretario de la reina Maud dice que tienes que ponerlo en libertad y, si te niegas, tú mismo acabarás dentro de la jaula en un abrir y cerrar de ojos. Así que, apresúrate.
-Muy bien -farfulló el hombre.
Philip quedó consternado. Había estado alimentando la débil esperanza de que Maud jamás llegaría a saber que hubiera estado en prisión allí. Si el secretario de Maud había podido verlo, esa esperanza se esfumaba.
Salió de la jaula con la sensación de haber tocado fondo.
-Acompáñame -dijo el sacerdote.
Philip le siguió.
-¿Van a dejarme en libertad? -preguntó.
-Así lo creo. -El sacerdote quedó sorprendido ante la pregunta-. ¿Ignoras a quién vas a ver?
-No tengo la menor idea.
El sacerdote sonrió.
-Entonces dejaré que te lleves una sorpresa.
Recorrieron parte del castillo hasta llegar a la torre del homenaje y subieron el largo tramo de escalera que cubría el montículo hasta la puerta. Philip se devanaba los sesos sin lograr adivinar por qué el secretario de Maud podía sentirse interesado por él.
Atravesó la puerta a la zaga del sacerdote. La torre del homenaje era circular, estaba construida en piedra y se hallaba alineada con casas de dos plantas que habían sido edificadas pegadas al muro. En el centro, había un pequeñísimo patio con un pozo. El sacerdote condujo a Philip hasta una de las casas.
En el interior, había otro sacerdote, en pie delante de la chimenea y de espaldas a la puerta. Tenía la misma constitución que Philip, de baja estatura y delgado, y el mismo pelo negro; sólo que no llevaba la cabeza afeitada ni se le veían canas. Era una espalda que le resultaba muy familiar. Philip apenas podía creer en su suerte. Se le iluminó el rostro con una amplia sonrisa.
El sacerdote se volvió. Tenía los mismos ojos azules y brillantes que Philip, y también él sonreía. Extendió los brazos.
-¡Philip! -dijo.
-¡Alabado sea Dios! -exclamó atónito el prior-. ¡Francis!
Los dos hermanos se abrazaron y a Philip se le llenaron los ojos de lágrimas.
En el castillo de Winchester el salón de recepciones real ofrecía un aspecto muy diferente. Los perros habían desaparecido y también el sencillo trono de madera del rey Stephen, los bancos y las pieles de animales en las paredes. En su lugar, se veían reposteros bordados, alfombras de rico colorido, cuencos con dulces y sillas pintadas. La estancia olía a flores.
Philip nunca se había sentido a gusto en la corte real. Y una corte real femenina era más que suficiente para que se sintiera presa de una embarazosa inquietud. La emperatriz Maud representaba su única esperanza para recuperar la cantera y abrir de nuevo el mercado. Pero no confiaba demasiado en que aquella mujer altiva y obstinada tomara una decisión justa.
La emperatriz se encontraba sentada en un trono dorado, de delicada talla. Vestía un traje del color de las campanillas. Era alta y delgada, de ojos oscuros y orgullosos y tenía un brillante pelo negro y liso. Sobre el traje, llevaba una especie de casaca de seda que le llegaba a la rodilla, con la cintura muy ceñida y el faldellín acampanado, un estilo que no se había visto en Inglaterra hasta su llegada, pero que ya estaba siendo muy imitado. Con su primer marido había estado casada durante once años, y otros catorce con el segundo; pero aún parecía no haber cumplido los cuarenta. La gente se hacía lenguas de su belleza; sin embargo, a Philip le parecía un tanto angulosa y la encontraba poco afable. Pero debía reconocer que no se hallaba muy ducho en encantos femeninos, puesto que era más bien inmune a ellos.
Philip, Francis, William Hamleigh y el obispo Waleran le hicieron una reverencia y permanecieron en pie esperando. Maud los ignoró durante un rato y siguió hablando con una de sus damas. La conversación parecía bastante trivial, porque ambas reían con agrado. Sin embargo, Maud no la interrumpió para saludar a sus visitantes.
Francis trabajaba en estrecha colaboración con ella y la veía casi a diario; pero no eran grandes amigos. Su hermano Robert, el antiguo patrón de Francis, se lo había cedido al llegar ella a Inglaterra, porque necesitaba un secretario de primera clase. Sin embargo, ese no era el único motivo. Francis actuaba de enlace entre los dos hermanos y vigilaba a la impetuosa Maud. En la vida falsa de la corte real, no era de extrañar que los hermanos se traicionaran mutuamente, y el verdadero papel de Francis consistía en impedir a Maud que hiciera algo bajo mano. Maud lo sabía y lo aceptaba, pero su relación con Francis no dejaba de ser bastante incómoda.
Habían transcurrido dos meses desde la batalla de Lincoln y, durante ese tiempo, todo había ido bien para Maud. El obispo Henry le había dado la bienvenida a Winchester, traicionando así a su hermano el rey Stephen, y había convocado a un concilio de obispos y abades, los cuales le habían elegido como su reina. En aquellos momentos, se encontraba negociando con la comunidad de Londres los preparativos para su coronación en Westminster. El rey David, de Escocia, que además era tío suyo, iba de camino para hacerle una visita real oficial, de soberano a soberana.
El obispo Henry tenía el fuerte respaldo del obispo Waleran de Kingsbridge y, según Francis, este último había convencido a William Hamleigh de que cambiara de lado y prestara juramento de lealtad a Maud. Y ahora William acudía a recibir su recompensa.
Los cuatro hombres permanecían esperando en pie. El conde William, con su patrocinador el obispo Waleran, y el prior Philip con el suyo, Francis. Era la primera vez que Philip ponía los ojos en Maud. Su aspecto no contribuyó a tranquilizarle. Pese a su porte regio, le pareció más bien voluble.
Cuando Maud terminó de charlar, se volvió hacia ellos con expresión triunfante como diciendo: Daos cuenta de lo poco importantes que sois, hasta mi dama tiene prioridad sobre vosotros.
Miró fijamente a Philip durante unos momentos, hasta que él empezó a encontrar la situación embarazosa.
-Bien, Francis. ¿Me has traído a tu gemelo? -preguntó al fin.
-Mi hermano Philip, señora, el prior de Kingsbridge.
Philip volvió a hacer una reverencia.
-Demasiado viejo y canoso para ser un gemelo, señora.
Era el tipo de observación trivial y humilde que los cortesanos parecían encontrar divertida. Pero ella le dirigió una mirada glacial y le ignoró. Philip decidió renunciar a cualquier intento de hacerse simpático.
Maud se volvió hacia William.
-Y el conde de Shiring, que luchó con valentía contra mi ejército en la batalla de Lincoln; pero que ahora ha comprendido que se hallaba en un error.
William se inclinó y tuvo la prudencia de mantener la boca cerrada.
Maud se dirigió de nuevo a Philip.
-Me pides que te conceda una licencia para tener un mercado.
-Sí, mi señora.
-Los ingresos del mercado se destinarán a la construcción de la catedral, señora -explicó Francis.
-¿Qué día de la semana quieres celebrar tu mercado? -le preguntó Maud.
-El domingo.
La reina enarcó sus cejas depiladas.
-Por lo general vosotros, los hombres santos, sois contrarios a la celebración de mercados en domingo. ¿Acaso no alejan a la gente de la iglesia?
-En nuestro caso no es así -respondió Philip-. La gente acude para trabajar en la construcción y asistir al oficio sagrado y, por lo tanto, también compran y venden.
-Así que ya tienes ese mercado en funcionamiento -le atajó bruscamente Maud.
Philip se dio cuenta de que había dado un traspiés. Sentía deseos de abofetearse.
Francis acudió en su ayuda.
-No, señora, en la actualidad no se celebra el mercado -dijo-. Empezó de manera informal; pero el prior Philip ordenó su interrupción hasta obtener una licencia.
Era la verdad; pero no del todo. Sin embargo, Maud pareció aceptarla. Philip pidió en silencio el perdón para Francis.
-¿Hay algún otro mercado en la zona? -preguntó Maud.
En aquel momento intervino el conde William.
-Sí, lo hay. En Shiring. Y el mercado de Kingsbridge le ha estado perjudicando.
-¡Pero Shiring se halla a veinte millas de Kingsbridge! -intervino a su vez Philip.
-La regla establece que los mercados deberán estar separados entre sí por al menos catorce millas. De acuerdo con ese criterio Kingsbridge y Shiring no están en condiciones de competir -argumentó Francis.
Maud asintió dispuesta, al parecer, a aceptar la opinión de Francis en materia de legislación. “Hasta el momento, la cosa marcha a nuestro favor”, se dijo Philip.
-También has solicitado el derecho a sacar piedra de la cantera del conde de Shiring.
-Durante muchos años, tuvimos ese derecho pero el conde William expulsó últimamente a nuestros canteros y mató a cinco...
-¿Quién os concedió el derecho a sacar la piedra? -le interrumpió Maud.
-El rey Stephen...
-¿El usurpador?
-Mi señora, el prior Philip reconoce, como es natural, que todos los edictos del pretendiente Stephen quedan invalidados a menos que vos los ratifiquéis -se apresuró a decir Francis.
Philip no estaba de acuerdo con semejante cosa; pero comprendió que sería imprudente decirlo.
-¡Cerré la cantera como represalia con su mercado ilegal! -replicó con brusquedad William.
Philip se dijo que era asombroso cómo, un caso palpable de justicia quedaba completamente nivelado cuando se presentaba en la corte.
-Toda esta deplorable querella es resultado de la demencial forma de gobernar de Stephen.
El obispo Waleran habló por primera vez:
-Sobre ese punto, señora, estoy de corazón con vos -dijo en tono almibarado.
-Entregar una cantera a una persona y dejar que otra la explotara sólo podía crear dificultades -comentó Maud-. La cantera debe pertenecer a uno o a otro.
Así era en verdad, se dijo Philip y, si hubiera de seguir el espíritu del gobierno de Stephen pertenecería a Kingsbridge.
-Mi decisión es que pertenezca a mi muy noble aliado, el conde de Shiring -siguió diciendo Maud.
A Philip se le cayó el alma a los pies. La construcción de la catedral no podría proseguir tan bien como hasta entonces sin tener libre acceso a la cantera. Habría que ir más despacio mientras Philip intentaba encontrar dinero para comprar piedra. ¡Y todo por el antojo de una mujer caprichosa! Philip echaba humo.
-Gracias, señora -contestó William.
-Por otra parte, Kingsbridge tendrá los mismos derechos a un mercado como el de Shiring -agregó Maud.
Maud había dado a cada uno una parte de lo que querían. Tal vez no fuese tan cabeza hueca después de todo.
-¿Un mercado con los mismos derechos que el de Shiring, señora? -inquirió Francis.
-Eso es lo que he dicho.
Philip no estaba seguro de por qué Francis había repetido aquello. En cuestión de licencias era común hacer referencias a los derechos que disfrutaba otra ciudad. Era imparcial y ahorraba escrituras. Philip habría de comprobar qué era lo que decía la carta de privilegio de Shiring. Cabía la posibilidad de que hubiera restricciones o privilegios adicionales.
-De esa manera ambos obtenéis algo. El conde William, la cantera; y el prior Philip, el mercado. A cambio, cada uno de vosotros habrá de pagarme cien libras. Eso es todo -concluyó Maud.
Y dirigió la atención a otra cosa.
Philip se sentía abrumado. ¡Cien libras! En aquel momento, el monasterio no tenía ni cien peniques. ¿De dónde iba a sacar ese dinero? Pasarían años antes de que el mercado rindiera un centenar de libras. Era un golpe devastador que de manera irremisible detendría a perpetuidad el programa de construcción. Permaneció allí en pie, mirando a Maud. Ella, al parecer, se encontraba de nuevo enfrascada en conversión con su dama. Francis le dio con el codo. Philip abría ya la boca para hablar; pero su hermano se llevó un dedo a los labios.
-Pero... -empezó a decir Philip.
Francis meneó apremiante la cabeza.
Philip sabía que Francis tenía razón. Hundió los hombros, bajo el peso de la derrota. Impotente, dio media vuelta y se alejó de la presencia real.
Francis quedó impresionado durante el recorrido que hizo con Philip por el priorato de Kingsbridge.
-Estuve aquí hace diez años y era un auténtico vertedero -exclamó con irreverencia-. Le has devuelto la vida.
Se sintió atraído en especial por la sala de escribanía que Tom había terminado mientras Philip se encontraba en Lincoln. Un pequeño edificio contiguo a la sala capitular, con grandes ventanas, un hogar con chimenea, una hilera de pupitres para escribir y un gran armario de roble para los libros. Cuatro de los hermanos estaban trabajando ya allí, en pie delante de los altos pupitres, escribiendo con plumas de ave sobre pliegos de vitela. Tres de ellos se hallaban copiando. Uno, los Salmos de David; otro, el Evangelio según san Mateo y un tercero la Regla de san Benito. Además, el hermano Timothy escribía una historia de Inglaterra; aunque, como la había comenzado con la creación del mundo, Philip se temía mucho que el pobre no llegara nunca a terminarla. La sala de escribanía era pequeña, ya que Philip no había querido desviar demasiada piedra de la catedral, pero era un lugar cálido, seco y bien iluminado, justo lo que se necesitaba.
-Es vergonzoso, pero el priorato tiene pocos libros y, hoy día, son inicuamente caros, así que esta es la única manera de enriquecer nuestra colección -explicó Philip.
En la cripta, había un taller donde un monje ya viejo enseñaba a dos adolescentes a tensar la piel de una oveja para hacer pergamino, y también cómo fabricar tinta y cómo ligar las hojas de un libro.
-Podrás vender libros -comentó Francis.
-Sí, claro... La sala de escribanía amortizará varias veces su costo.
Salieron del edificio y siguieron caminando por los claustros. Era la hora del estudio. La mayoría de los monjes estaban leyendo. Algunos meditaban, actividad sospechosamente similar a la de dormitar, como Francis observó escéptico. En la esquina noroeste, se encontraban veinte escolares conjugando verbos latinos.
-¿Ves a ese chiquillo al final del banco? -preguntó Philip deteniéndose y señalando.
-¿El que escribe en una pizarra sacando la lengua? -preguntó Francis.
-Es el bebé que encontraste en el bosque.
-¡Pero si es muy mayor!
-Cinco años y medio y además se muestra muy precoz.
Francis meneó la cabeza asombrado.
-El tiempo pasa tan de prisa... ¿Cómo está?
-Malcriado por los monjes; pero sobrevivirá. Tú y yo lo hicimos.
-¿Quiénes son los otros alumnos?
-Unos son novicios y otros hijos de mercaderes y de la pequeña nobleza local. Aprenden a leer y a contar.
Dejaron atrás el claustro y pasaron al lugar en el que estaban edificando. Del ala oriental de la nueva catedral, se encontraba ya construida más de la mitad. La gran hilera doble de poderosas columnas tenía cuarenta pies de altura y todos los arcos que los unían se hallaban terminados. Sobre la arcada, empezaba a tomar forma la galería tribuna. A cada lado de la arquería se habían construido los muros bajos de la nave lateral, con sus contrafuertes voladizos. Mientras recorrían todo aquello, Philip vio que los albañiles estaban construyendo los arbotantes que unirían la parte superior de esos contrafuertes con la de la galería tribuna, dejando así descansar el peso del tejado sobre los contrafuertes.
Francis se mostró casi maravillado.
-¡Y tú has hecho todo esto, Philip! -exclamó-. La sala de escribanía, la escuela, la nueva iglesia, incluso todas esas cosas de la ciudad... estas cosas están ahí porque tu has hecho que estén.
Philip se hallaba conmovido. Nadie le había dicho jamás algo semejante. De habérselo preguntado, habría respondido que Dios bendijo sus esfuerzos. Pero, en el fondo de su corazón, sabía que lo que Francis decía era verdad. Esa ciudad próspera y activa era obra suya. El que así se le reconociera le producía un sentimiento cálido y reconfortante, sobre todo viniendo de su hermano pequeño, tan crítico y sofisticado.
Tom Builder los vio y se acercó a ellos.
-Has hecho un progreso maravilloso -le elogió Philip.
-Sí; pero mirad eso.
Tom señaló hacia la esquina norte del recinto del priorato donde se almacenaba la piedra de la cantera, donde solía haber centenares de piedras apiladas en hileras. En aquel momento, sólo se veían unas veinticinco desperdigadas por el suelo.
-Por desgracia -agregó-, nuestro maravilloso progreso significa que hemos agotado prácticamente nuestras existencias de piedra.
El júbilo de Philip se desvaneció. Todo cuanto había logrado allí, corría el riesgo de perderse por culpa del rígido fallo de Maud.
Caminaron a lo largo del lado norte del enclave, donde los talladores más hábiles se encontraban trabajando en sus bancos, esculpiendo las piedras, para darles forma, con sus martillos y formones. Philip se detuvo detrás de un artesano y estudió su trabajo. Era un capitel, la piedra grande y salediza que se coloca en la parte superior de una columna. Utilizando un martillo ligero y un pequeño cincel esculpía unos dibujos de hojas. Tenía mucho relieve, y el trabajo era en extremo delicado. Philip quedó sorprendido al ver que el artesano era el joven Jack, el hijastro de Tom.
-Creí que Jack era un principiante -comentó.
-Lo es.
Tom se alejó y cuando estuvieron fuera del alcance de su oído, añadió:
-El muchacho es notable. Hay hombres aquí que están esculpiendo desde antes de que él hubiera nacido, y ninguno de ellos es capaz de igualar su trabajo. -Algo incómodo, prorrumpió en una ligera risa-. Ni siquiera es mi propio hijo.
El propio hijo de Tom era ya maestro y tenía su cuadrilla de aprendices y jornaleros; pero Philip sabía que Alfred y su equipo no hacían trabajos delicados. El prior se preguntaba cómo se sentiría Tom al respecto en el fondo de su corazón.
El pensamiento de Tom retornó al problema de cómo pagar la licencia del mercado.
-Ni que decir tiene que el mercado dará un montón de dinero -dijo.
-Sí, pero no el suficiente. Al principio, producirá unas cincuenta libras anuales.
Tom asintió cabizbajo.
-Eso vendrá muy justo para pagar la piedra.
-Podríamos arreglárnoslas si no hubiéramos de pagar a Maud cien libras.
-¿Y qué hay de la lana?
La lana que iba amontonándose en los graneros de Philip podría venderse dentro de unas semanas en la feria del Vellón de Shiring y daría alrededor de cien libras.
-Ese dinero es el que voy a dedicar a pagar a Maud. Pero entonces me quedaré sin nada para abonar los salarios de los artesanos durante los doce meses próximos.
-¿No podéis pedir prestado?
-Ya lo he hecho. Los judíos no quieren concederme más préstamos. Lo pedí durante mi estancia en Winchester. No prestan dinero si no tienes para devolvérselo.
-¿Y qué me decís de Aliena?
Philip se sobresaltó. Nunca se le había ocurrido pedirle dinero prestado. En sus graneros tenía aún más lana. Después de la Feria del Vellón, era posible que poseyera doscientas libras.
-Pero necesita el dinero para vivir. Y los cristianos no cargan intereses. Si me prestara a mí el dinero, no tendría nada con que comerciar. Aunque... -mientras hablaba, le daba vueltas en la cabeza a una nueva idea: recordaba que Aliena había querido comprarle toda su producción de lana durante el año; tal vez pudieran hacer alguna especie de arreglo-. De cualquier manera, creo que hablaré con ella -dijo-. ¿Está ahora en casa?
-Creo que sí... La vi esta mañana.
-Vamos, Francis... Conocerás a una joven en verdad notable.
Se separaron de Tom y salieron presurosos del recinto a la ciudad.
Aliena poseía dos casas, una junto a otra, adosadas al muro oeste del priorato. Vivía en una y utilizaba la segunda a modo de granero. Era muy rica. Tenía que haber alguna manera de que pudiera ayudar al priorato a pagar el precio abusivo que Maud había impuesto para la licencia del mercado. En la mente de Philip empezaba a tomar forma una idea vaga.
Aliena estaba en el granero, inspeccionando la descarga de una carreta de bueyes cargada a más no poder de sacos de lana. Llevaba una prenda de brocado como la que vestía la emperatriz Maud, y llevaba el pelo recogido en la coronilla con una blanca cofia de hilo. Presentaba su habitual aspecto autoritario. Los dos hombres que se encontraban descargando la carreta obedecían sus instrucciones sin rechistar. Todo el mundo la respetaba aún cuando, cosa extraña, no tuviera con nadie una estrecha amistad. Saludó calurosamente a Philip.
-Cuando nos enteramos de lo de la batalla de Lincoln, temimos que os hubieran matado -exclamó.
Su mirada revelaba una auténtica preocupación, y al prior le conmovió la idea de que la gente pudiera haberse sentido preocupada por su suerte. Presentó a Aliena a Francis.
-¿Os hicieron justicia en Winchester? -preguntó ella.
-A medias -respondió Philip-. La emperatriz Maud nos concedió un mercado; pero nos negó la entrada en la cantera. De ese modo lo uno compensa más o menos lo otro. Pero nos ha impuesto el pago de cien libras por la licencia del mercado.
Aliena se mostró escandalizada.
-¡Eso es terrible! ¿Le dijísteis que los ingresos del mercado están destinados a la construcción de la catedral?
-Sí, claro.
-¿Y de dónde sacaréis cien libras?
-Pensé que tal vez tú pudieras ayudarme.
-¿Yo?
Aliena se mostró sorprendida.
-Dentro de unas semanas, una vez que hayas vendido tu lana a los flamencos, tendrás doscientas libras o más.
Aliena pareció conturbada.
-Os las daría muy gustosa; pero necesito ese dinero para adquirir más lana el año próximo.
-¿Recuerdas que querías comprarnos nuestra lana?
-Sí; pero ahora es demasiado tarde. Quise comprarla a principios de temporada. Además, pronto podréis venderla vos mismo.
-Pero estaba pensando... ¿Podría venderte la lana del próximo año?
Aliena frunció el entrecejo pensativa.
-Si todavía no la tenéis.
-¿Podría vendérosla antes de tenerla?
-No se cómo podría hacerse.
-Muy sencillo. Tú me das el dinero ahora y yo te doy la lana el año que viene.
Aliena no sabía qué pensar de aquella proposición. Era una forma de hacer negocio muy distinta de las habituales. También para Philip era nueva. Acababa de inventarla.
La joven, pensativa, habló en tono pausado.
-Habría de ofreceros un precio algo más bajo del que obtendríais si esperáseis. Además, la lana podría subir durante el tiempo que transcurra desde ahora hasta el próximo verano... así ha ocurrido cada año desde que yo me dedico a esto.
-Yo pierdo un poco y tu ganas algo -dijo Philip-. Pero estaré en condiciones de seguir construyendo durante otro año.
-¿Y qué hará el año siguiente?
-No lo sé. Tal vez te venda la lana del año inmediato.
Aliena asintió.
-Parece razonable.
Philip le cogió las manos y la miró a los ojos.
-Si lo haces, Aliena, habrás salvado la catedral -le dijo con fervor.
La actitud de Aliena era solemne.
-Vos me salvásteis en una ocasión, ¿no es verdad?
-Así es.
-De manera que yo haré lo mismo con vos.
-¡Dios te bendiga!
La abrazó embargado por la gratitud; pero, recordando al punto que era una mujer, se apartó presuroso y dijo:
-No sé cómo darte las gracias. Me encontraba ya al borde de la desesperación.
Aliena se echó a reír.
-No estoy segura de ser merecedora de tanto agradecimiento. Seguramente saldré muy beneficiada con este acuerdo.
-Eso espero.
-Sellaremos el trato con una copa de vino -propuso Aliena.
Se interrumpió un instante para pagar al carretero.
La carreta de bueyes había quedado vacía y la lana cuidadosamente almacenada. Philip y Francis salieron del granero mientras Aliena arreglaba cuentas con el hombre que le había traído el cargamento. Empezaba a ponerse el sol y los trabajadores de la construcción iban regresando a sus hogares. Philip se sentía de nuevo jubiloso. Había encontrado una manera de seguir adelante pese a todos los impedimentos.
-¡Gracias a Dios que nos ha dado a Aliena! -exclamó.
-No me dijiste que fuera tan bella -comentó Francis.
-¿Bella? Sí, supongo que lo es.
Francis se echó a reír.
-¡Estás ciego, Philip! Es una de las mujeres más hermosas que jamás he visto. Por ella un hombre podría renunciar al sacerdocio.
Philip miró severo a su hermano.
-No debes hablar así.
-Lo siento.
Aliena se reunió con ellos y aherrojó la puerta del granero. Luego se dirigieron a su casa. Era grande, con una habitación principal y un dormitorio aparte. En un rincón, había un barril de cerveza; del techo colgaba un jamón entero y la mesa estaba cubierta con un mantel de hilo blanco. Una sirvienta de mediana edad escanció vino de un frasco en cubiletes de plata, para los invitados. Aliena vivía de modo muy confortable.
“Si es tan bella, se decía Philip ¿por qué no ha encontrado marido?” En verdad no había escasez de aspirantes. La habían cortejado cuantos jóvenes prometedores había en el Condado. Pero Aliena los había rechazado a todos. Philip le estaba tan agradecido que quería que fuera feliz.
La mente de ella seguía ponderando los detalles prácticos.
-No tendré el dinero hasta después de la Feria del Vellón de Shiring -dijo, una vez que hubieron brindado por el acuerdo.
Philip se volvió hacia Francis.
-¿Esperará Maud?
-¿Cuánto tiempo?
-La Feria se celebrará dentro de tres semanas a partir del jueves.
Francis asintió.
-Se lo diré. Y esperará.
Aliena se quitó la cofia y sacudió el ondulado pelo oscuro. Luego, suspiró cansada.
-Los días son demasiado cortos -se lamentó-. No consigo hacerlo todo. Quiero comprar más lana; pero he de encontrar carreteros suficientes para llevarla toda a Shiring.
-Y el año próximo todavía tendrás más.
-Me gustaría que fuese posible lograr que los flamencos acudieran aquí a comprar. Para nosotros sería mucho más fácil que tener que llevar toda nuestra lana a Shiring.
-Pero podéis hacerlo -intervino Francis.
Los dos se quedaron mirándolo.
-¿Cómo? -le preguntó Philip.
-Celebrando vuestra propia Feria del Vellón.
Philip empezó a adivinar lo que quería decir.
-¿podemos hacerlo?
-Maud os ha concedido exactamente los mismos derechos que a Shiring. Yo mismo escribí vuestra carta de privilegio. Si Shiring puede celebrar una Feria del Vellón, también podéis hacerlo vosotros.
-¡Caramba! Eso sería algo maravilloso. No tendríamos que llevar todos esos sacos a Shiring. Podríamos hacer aquí los negocios y embarcar la lana directamente con destino a Flandes -exclamó Aliena.
-Eso es lo menos importante -exclamó Philip excitado-. Una Feria del Vellón da tanto dinero en una semana como un mercado de domingo durante todo el año. Claro que este año no podremos celebrarla, ya que nadie estaría enterado. Pero haremos correr la voz este año, durante la Feria del Vellón en Shiring, de que el año próximo celebraremos la nuestra, asegurándonos de que todos los compradores se enteren de la fecha.
-Shiring lo va a notar mucho -dijo Aliena-. Vos y yo somos los más importantes vendedores de lana de todo el Condado y, si los dos nos retiramos, la feria de Shiring quedará reducida a menos de la mitad de lo que es en la actualidad.
-William Hamleigh perderá dinero. Y se pondrá más furioso que un toro.
Philip no pudo evitar un estremecimiento de repulsión. Eso era precisamente William, un toro loco.
-¿Y qué? -replicó Aliena-. Si Maud nos ha dado su permiso, seguiremos adelante. William no puede hacer nada al respecto, ¿verdad?
-Espero que no -exclamó con fervor Philip-. Espero ciertamente que no.
CAPÍTULO X
El día de san Agustín el trabajo terminaba a mediodía. La mayoría de los constructores recibían con un suspiro de alivio la campana que lo anunciaba. Sin embargo, Jack estaba demasiado absorto en su tarea para oírla. Se sentía hipnotizado ante el desafío de cincelar formas redondeadas y suaves sobre la dura piedra, la cual tenía voluntad propia y, si intentaba hacerle algo que ella no quisiera, solía combatirle haciendo que su cincel resbalara, que esculpiera demasiado hondo estropeando así las formas. Pero, una vez que llegaba a conocer al trozo de roca que tenía ante sí, podía transformarlo a su gusto. Cuanto más difícil era la labor, más fascinado se sentía. Empezaba a tener la sensación de que el cincelado decorativo que quería Tom era demasiado fácil. Las molduras en zigzags, rombos, dientes de perro, espirales o simples volutas habían llegado a aburrirle, e incluso aquellas hojas resultaban rígidas y repetitivas. Quería cincelar follaje de aspecto natural, flexible e irregular, y copiar las distintas formas de hojas auténticas de roble, fresno y abedul. Pero Tom no iba a dejarle. Y, sobre todo, quería cincelar escenas históricas: Adán y Eva, David y Goliat... o bien el día del Juicio Final, con monstruos, demonios y gentes desnudas. Pero no se atrevía a proponerlo.
Tom hizo que al fin dejara de trabajar.
-Es fiesta, zagal -le dijo-. Además, todavía eres aprendiz mío y quiero que me ayudes a recoger. Todas las herramientas han de quedar guardadas antes del almuerzo.
Jack guardó con sumo cuidado su martillo y sus cinceles y con grandes precauciones depositó, en el cobertizo de Tom, la piedra en la que había estado trabajando. Luego, se encaminó con su padrastro al enclave de la construcción. Los demás aprendices estaban ordenándolo todo y barriendo las esquirlas de piedra, la arena, los pelotones de argamasa seca y las virutas de madera que prácticamente cubrían el suelo. Tom recogió sus compases y su nivel, y lo mismo hizo Jack con sus varas medidoras de una yarda y sus plomadas, y lo llevó todo al cobertizo.
Tom guardaba en ese cobertizo sus poles, largas varas de hierro, cuadradas en la sección transversal y perfectamente rectas, todas ellas de la misma longitud. Se conservaban en una espetera especial de madera herméticamente cerrada. Eran varas de medición lineal.
Mientras seguían recorriendo el enclave, recogiendo esparaveles y palas, Jack iba pensando en los poles.
-¿Qué longitud tiene un pole? -preguntó.
Algunos de los albañiles le oyeron y se echaron a reír. A menudo encontraban divertidas las preguntas de Jack.
-Un pole es un pole -contestó Edward Short, un albañil pequeño y viejo de tez apergaminada y nariz torcida. Todos volvieron a reír.
Se divertían embromando a los aprendices, sobre todo si eso les permitía hacer alarde de sus conocimientos superiores. A Jack le fastidiaba en extremo que se rieran de su ignorancia; pero aguantó por mor de su gran curiosidad.
-No lo entiendo -dijo paciente.
-Una pulgada es una pulgada, un pie es un pie y un pole es un pole -contestó Edward.
Así pues, el pole es una unidad de medición.
-¿Cuántos pies tiene un pole?
-¡Ajá! Eso depende. En Lincoln, dieciocho. Dieciséis en Anglia Oriental...
Tom le interrumpió con una respuesta sensata.
-Aquí, un pole tiene quince pies.
-En París no utilizan para nada el pole... Sólo las varas medidoras -dijo una mujer albañil de mediana edad.
-Todo el proyecto de la iglesia se basa en los poles. Ve a buscar uno y te lo mostraré. Ya es hora de que aprendas esas cosas -dijo Tom a Jack al tiempo que le enturaba una llave.
Jack fue hasta el cobertizo y cogió un pole de la ringlera. Era muy pesado. A Tom le gustaba explicar cosas y a Jack le encantaba escuchar. La organización del enclave de la construcción formaba un diseño fascinante, semejante al tejido de un abrigo de brocado y, cuanto más lo iba entendiendo, más le atraía.
Tom se encontraba en pie en la nave lateral, en el extremo abierto del presbiterio a medio construir, donde habría de estar la crujia. Cogió el pole y lo dejó sobre el suelo de manera que cruzaba la nave.
-Desde el muro exterior hasta el centro del pilón de la arcada, es un pole -dijo Tom; movió la vara e invirtió los extremos-. Desde ahí hasta el centro de la nave, es un pole -repitió la operación y alcanzó el centro del pilón opuesto-. La nave tiene un ancho de dos poles.
-Sí -dijo Jack-. Y cada intercolumnio ha de tener la longitud de un pole.
-¿Quién te lo ha dicho? -preguntó Tom un poquito fastidiado.
-Nadie. Los intercolumnios de las naves laterales son cuadrados de manera que si tienen un pole de ancho han de tener otro de largo. Y desde luego los intercolumnios de la nave central son de la misma longitud que los de las laterales.
-Desde luego -asintió Tom-. Deberías ser un filósofo.
En el tono de su voz había una mezcla de orgullo e irritación. Se sentía complacido de que Jack captara las cosas con tanta rapidez e irritado al comprobar que un simple muchacho captara con tal facilidad los misterios de la albañilería.
Jack, por su parte, se sentía demasiado cautivado ante la lógica de todo aquello para prestar atención a los puntos sensibles de Tom.
-Entonces, el presbiterio tiene una longitud de cuatro poles -dijo-. Y cuando toda la iglesia quede terminada será de doce poles. -En ese momento, se le ocurrió otra idea-. ¿Qué altura tendrá?
-Seis poles de alto. Tres para la arcada, uno para la galería y dos para el triforio.
-¿Y por qué ha de medirse todo con poles? ¿Por qué no construir al buen tuntún igual que se hace con las casas?
-En primer lugar, porque así resulta más barato. Todos los arcos de la arcada son idénticos, de manera que podemos volver a utilizar las cimbras. Cuantos menos sean los tamaños y formas de piedra que necesitemos, menos serán los galibos que hay que hacer. Y así sucesivamente. En segundo lugar, simplifica cada uno de los aspectos de lo que estamos haciendo. Desde el trazado original, ya que todo él está basado en un pole cuadrado, hasta la pintura de los muros pues resulta más fácil calcular cuánta lechada necesitaremos. Y cuanto más sencillas son las cosas, menos errores se cometen. La parte más costosa de un edificio son los errores. Y, en tercer lugar, cuando todo se basa en la medición con pole, el aspecto de la iglesia es perfecto. La proporción es la clave de la belleza.
Jack asintió encantado. La lucha por controlar una operación tan ambiciosa e intrincada como la construcción de una catedral era, en todo momento fascinante. La idea de que los principios de regularidad y repetición pudieran simplificar la construcción y se obtuviese como resultado un edificio armonioso, era en verdad seductora. Pero no se hallaba muy convencido de que la proporción fuera la clave de la belleza. Él tenía debilidad por las cosas agrestes, esparcidas, alborotadas, como las altas montañas, los viejos robles y el pelo de Aliena.
Estaba hambriento y devoró el almuerzo con rapidez. Luego, salió de la aldea y se encaminó hacia el norte. Era un día cálido de principios de verano e iba descalzo. Desde que su madre y él fueron a vivir a Kingsbridge de manera definitiva y se convirtió en un trabajador, había disfrutado volviendo al bosque de cuando en cuando. Al principio, pasaba el tiempo desahogando energías acumuladas, corriendo y saltando, trepando a los árboles y disparando su honda contra los patos. Eso ocurrió cuando empezaba a acostumbrarse a su nuevo cuerpo, más alto y fuerte. Pero la novedad dejó de serlo, y ya pensaba en cosas mientras deambulaba por el bosque. En por qué la proporción había de ser hermosa, en cómo los edificios se mantenían en pie y en qué sentiría acariciando los senos de Aliena.
Durante años, la había adorado a distancia. La más constante imagen de ella en su pensamiento era la de la primera vez que la vio bajando las escaleras en el salón de Earlcastle y se dijo que debía de ser la princesa de un cuento. Pero siguió siendo una figura remota. Hablaba con el prior Philip, con Tom Builder y con Malachi el judío y también con otras personas acaudaladas y poderosas de Kingsbridge. Pero Jack jamás tuvo ocasión de dirigirse a ella. Se limitaba a mirarla, rezando en la iglesia o cabalgando en su palafrén por el puente, y también tomando el sol delante de su casa, envuelta en costosas pieles en invierno y vistiendo hermosos trajes de lino en verano, con el pelo alborotado enmarcándole el bello rostro. Antes de dormirse cada noche, solía pensar en lo maravilloso que sería quitarle aquellos ropajes, verla desnuda y besar acariciador sus suaves labios.
Durante las últimas semanas, se había sentido desazonado y deprimido a causa de esas ensoñaciones, despierto. Ya no le bastaba con verla a distancia y escuchar sus conversaciones con otras gentes e imaginar que le hacía el amor. Necesitaba que fuera algo real.
Había varias Jóvenes de su edad que podrían darle cuanto ansiaba de manera tangible. Entre los aprendices, se hablaba mucho de las muchachas de Kingsbridge y, sobre todo, de las turbulentas. Se decía con toda claridad lo que cada una de ellas dejaba que le hiciera un chico. La mayoría estaban decididas a seguir siendo vírgenes hasta que se casaran, de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia. Pero había algunas cosas que podían hacer sin dejar de ser vírgenes o, al menos, eso era lo que explicaban los aprendices. Todas las jóvenes pensaban que Jack era algo raro. Él pensó que probablemente tenían razón. Pero una o dos de ellas encontraban atractiva esa rareza. Un domingo, después de misa, había entablado conversación con Edith, hermana de un compañero aprendiz. Pero cuando Jack empezó a hablar de lo mucho que le gustaba cincelar la piedra, rompió a reír como una tonta. El domingo siguiente había ido a pasear por el campo con Ann, la rubia hija del sastre. Jack no había hablado demasiado; pero la besó y luego sugirió que se tumbaran en un campo verde de cebada. Allí volvió a besarla tocándole los senos. Ella lo besó a su vez con entusiasmo; pero, al cabo de un rato, se apartó de él y le preguntó: “¿Quién es ella?” Jack que, en ese preciso momento, había estado pensando en Aliena, quedó anonadado. Intentó dar de lado la pregunta y volver a besarla. Pero ella apartó la cara diciendo: “Quienquiera que sea, es una chica afortunada.” Volvieron juntos a Kingsbridge y, al despedirse, Ann le había dicho: “No pierdas el tiempo intentando olvidarla. No lo conseguirás. Ella es la que tú quieres, así que más vale que lo intentes y lo logres.” Le había sonreído con afecto al tiempo que añadía: “Tienes un rostro atractivo. Acaso no sea tan difícil como crees.”
Su amabilidad le hizo sentirse incómodo, tanto más al ver una de las zagalas a las que los aprendices calificaban de fáciles, y él había dicho a todos que iba a intentar palparla. Ahora ya le parecía tan juvenil aquella manera de hablar que le daba repeluzno. Pero si hubiera dicho a Ann el nombre de la mujer que llenaba su mente, es posible que no se hubiera mostrado tan alentadora. Jack y Aliena formaban la pareja menos adecuada que podía imaginarse. Ella tenía veintidós años y el diecisiete; era hija de un conde, y él un bastardo; era una acaudalada mujer de negocios de lana, y él un aprendiz sin un penique. Y lo que era aún peor, había adquirido fama por el número de pretendientes a quienes había rechazado. Todo señor joven y presentable del Condado, así como los hijos primogénitos de todos los mercaderes prósperos, habían acudido a Kingsbridge para cortejarla; y todos ellos se habían ido decepcionados. ¿Qué oportunidad podía tener Jack, que no tenía nada que ofrecerle, salvo “un rostro atractivo”?
Aliena y él sólo tenían una cosa en común. A ambos les gustaba el bosque. Era una peculiaridad de los dos. La mayoría de las gentes preferían la seguridad de los campos y las aldeas y se mantenían alejados del bosque. Pero Aliena paseaba a menudo por las florestas cercanas a Kingsbridge, y había un lugar especial, bastante apartado, donde gustaba detenerse y sentarse. Jack la había visto allí una o dos veces; aunque la joven no se había percatado de su presencia, pues andaba sigiloso como había aprendido a hacerlo en su infancia, cuando tenía que encontrar su comida en el bosque.
Se encaminaba hacia el calvero de Aliena sin tener la menor idea de lo que haría si llegase a encontrarla allí. Sabía muy bien, eso sí, lo que le gustaría hacer. Tumbarse a su lado y acariciarle el cuerpo. Podía hablar con ella pero ¿qué podría decirle? Le resultaba fácil conversar con las jóvenes de su misma edad. Había bromeado con Edith diciéndole: “No creo todas esas cosas terribles que tu hermano cuenta de ti.” Y, como era de esperar, la muchacha quiso saber cuáles eran esas terribles cosas. Con Ann había ido directamente al grano: “¿Te gustaría ir a pasear conmigo al campo esta tarde?” Pero cuando intentaba imaginar la forma de abordar a Aliena, su mente se quedaba en blanco. No podía evitar pensar en ella como perteneciente a la generación mayor. Se mostraba tan grave y responsable. Jack sabía que no siempre había sido así. A los diecisiete años, era una joven bulliciosa. Desde entonces, debió de haber sufrido penalidades atroces. Sin embargo, la muchacha alegre debía encontrarse todavía en alguna parte de aquella mujer solemne. Eso la hacía aún más fascinante para Jack.
Se estaba acercando al lugar preferido de Aliena. El bosque se hallaba silencioso bajo el bochorno del día. Jack se movía con sigilo entre los matorrales. Quería verla antes de que ella pudiera descubrirle. Todavía no estaba seguro de si tendría el valor de abordarla. Ante todo, temía indisponer su voluntad. Había hablado con ella el primer día de su regreso a Kingsbridge, aquel domingo de Pentecostés en que acudieron todos los voluntarios para trabajar en la catedral. Pero sus palabras no fueron acertadas, con el resultado de que apenas habían cruzado algunas breves frases durante cuatro años. No quería volver a dar un resbalón semejante.
Momentos después, atisbó por detrás del tronco de una haya y la vio.
Había elegido un lugar de extraordinaria belleza. Una pequeña cascada caía en una lagunilla profunda rodeada de piedras cubiertas de musgo. El sol brillaba en las orillas de la laguna; pero un poco más atrás las hayas daban su sombra. Aliena estaba sentada entre sol y sombra, leyendo un libro.
Jack se sintió asombrado. ¿Una mujer? ¿Leyendo un libro? ¿A las claras? Las únicas personas que leían libros eran los monjes, y muchos de ellos no leían otra cosa que los oficios sagrados. Y además era un libro fuera de lo corriente, mucho más pequeño que los tomos de la biblioteca del priorato. Parecía como si lo hubieran hecho a propósito para una mujer, o para alguien que quisiera llevarlo consigo. Estaba tan sorprendido que olvidó su timidez. Se abrió paso entre los arbustos y entró en el calvero.
-¿Qué estás leyendo? -preguntó a bocajarro.
Aliena se sobresaltó y lo miró con ojos aterrados. Jack comprendió que la había asustado. Se sintió muy torpe y temió haber empezado una vez más con el pie izquierdo. Aliena se llevó en seguida la mano derecha a la manga izquierda. Jack recordó que hubo un tiempo en que la joven llevaba una daga oculta en la manga. Tal vez la llevara todavía. Un instante después Aliena lo reconoció, y su miedo se esfumó con la misma rapidez que había llegado. Pareció aliviada aunque un poco irritada, bien a pesar de Jack; pues tuvo la impresión de que no era bien recibido. Le hubiera gustado dar media vuelta y desaparecer en el bosque. Pero eso dificultaría el que pudiera hablarle en otra ocasión, de manera que permaneció allí inmóvil.
-Siento haberte asustado -dijo afrontando su mirada no muy amistosa.
-No me has asustado -le replicó con viveza.
Jack sabía que eso no era verdad; pero no estaba dispuesto a discutir con ella.
-¿Qué estás leyendo? -volvió a preguntar como al principio.
Aliena miró el volumen encuadernado que tenía sobre las rodillas y su expresión cambió de nuevo, volviéndose melancólica.
-Mi padre compró este libro durante su último viaje a Normandía. Lo trajo para mí. Unos días después, le hicieron prisionero.
Jack se acercó algo más y miró la página por la que estaba abierto.
-¡Es francés! -exclamó.
-¿Cómo lo sabes? -le preguntó asombrada Aliena-. ¿Puedes leer?
-Sí... pero creí que todos los libros estaban en latín.
-En verdad casi todos lo están. Pero este es diferente. Es un poema titulado historia de Alejandro.
Jack se decía: “Lo estoy haciendo de veras... ¡Estoy hablando con ella! Es maravilloso. Pero... ¿qué voy a decirle ahora? ¿Cómo podré hacer que esto continúe?”
-Humm... bueno, ¿de qué trata?
-Es la historia de un rey llamado Alejandro Magno y de cómo conquistó tierras maravillosas de oriente, donde las piedras preciosas crecen en las viñas y las plantas pueden hablar.
Jack se sentía lo bastante intrigado para dar al olvido su desasosiego.
-¿Cómo pueden hablar las plantas? ¿Acaso tienen boca?
-No lo dice.
-¿Crees que esa historia es de verdad?
Aliena le miró interesada y Jack se encontró con los hermosos ojos oscuros de ella.
-No lo sé -le contestó-. Yo siempre me pregunto si las historias serán verdad. A la mayoría de la gente no le importa... Sencillamente les gustan.
-A excepción de los sacerdotes. Ellos creen siempre que las historias sagradas son verídicas.
-Pues claro que esas historias son verdad.
Ante las historias sagradas, Jack experimentaba el mismo escepticismo que con todas las demás; pero su madre, que le había imbuido ese escepticismo, le enseñó también a ser discreto; así que se abstuvo de discutir. Estaba intentando no mirar el pecho de Aliena, que se encontraba justamente al borde de su visión. Tenía la seguridad de que, si bajaba los ojos, ella sabría lo que estaba mirando. Trató de pensar en algo más que poder decir.
-Yo conozco un montón de historias -declaró-. Sé la Canción de Roldan y El peregrinaje de Guillermo de Orange...
-¿Qué quieres decir con eso de que las conoces?
-Puedo recitarlas.
-¿Como un juglar?
-¿Qué es un juglar?
-Un hombre que va por ahí contando historias.
Aquel concepto era nuevo para Jack.
-Nunca oí hablar de un hombre semejante.
-En Francia hay muchísimos. Cuando era niña, solía ir con mi padre al continente. Me encantaban los juglares.
-¿Pero qué es lo que hacen? ¿Se paran en la calle y hablan?
-Depende. Los días de fiesta acuden al salón del señor. Actúan en mercados y ferias. Divierten a los peregrinos en el exterior de las iglesias. A veces, los grandes barones tienen su propio juglar.
Jack pensó que no sólo estaba hablando con ella sino que tenía una conversación que no podía tener con ninguna otra joven de Kingsbridge. Estaba seguro de que él y Aliena eran las dos únicas personas del pueblo, aparte de su madre, que conocían la existencia de poemas en romance franceses. Tenían un interés común y estaban hablando sobre ello. La idea era tan excitante que perdió el hilo de lo que estaban diciendo y se sintió confuso y estúpido.
Por fortuna, Aliena seguía hablando.
-Lo habitual es que el juglar toque el violín mientras recita la historia. Cuando se habla de una batalla, lo toca rápido y fuerte; y es lento y acariciador al referirse a dos enamorados; se vuelve alborotador cuando se trata de una parte divertida.
A Jack le gustó la idea. Música de fondo para realzar los temas destacados de la historia.
-Me gustaría poder tocar el violín -manifestó.
-¿De veras puedes recitar historias? -preguntó Aliena.
Apenas podía creer que estuviera realmente interesada en él hasta el punto de hacerle preguntas personales. Su cara era aún más preciosa al mostrarse animada por la curiosidad.
-Me enseñó mi madre -dijo Jack-. Solíamos vivir en el bosque los dos solos. Me relataba las historias una y otra vez.
-Pero, ¿cómo puedes recordarlas? Se necesitan días para recitar algunos de ellos.
-No lo sé. Es como conocer el camino a través del bosque. No retienes en la mente todo el bosque; pero, dondequiera que estés, sabes por dónde has de seguir.
Echó una nueva ojeada al texto del libro y algo le llamó la atención. Se sentó en la hierba junto a ella para mirarlo más de cerca.
-Los ritmos son diferentes -dijo.
Aliena no sabía muy bien lo que Jack quería decir.
-¿En que sentido?
-Son mejores. En La Canción de Roldan la palabra sword (espada) rima con lost, o horse (caballo) o incluso con ball (pelota). En tu libro la palabra sword rima con horde (horda), lord (señor) pero no loss (perdida), con board (tabla) pero no ball (pelota). Es un estilo de rimar completamente diferente. Pero es mejor, mucho mejor. Me gustan esas rimas.
-¿Querrías...? -parecía tímida-. ¿Querrías recitarme algo de la Canción de Roldan?
Jack cambió un poco de posición para poder contemplarla. La mirada intensa de ella, el centelleo anhelante de sus hechiceros ojos, le hicieron casi atragantarse. Tragó con fuerza y en seguida empezó.
El señor y rey de toda Francia, Carlomagno,
Ha pasado siete largos años luchando en España.
Ha conquistado las tierras altas y las llanuras.
Ante él no queda una sola fortaleza.
Tampoco muralla alguna le queda por derribar,
Nada más que Zaragoza, sobre una alta montaña,
Gobernada por el Rey Marsillio el Sarraceno.
Sirve a Mahoma, ante Apolo ora,
Pero ni siquiera ahí estará jamás a salvo.
Jack hizo una pausa.
-Lo conoces. ¡Es verdad que lo conoces! ¡Igual que un juglar! -exclamó impetuosa Aliena.
-Sin embargo ahora comprenderás lo que quiero decir sobre las rimas.
-Sí; pero, de cualquier manera, lo que a mí me gusta son las historias -dijo ella encantada chispeándole los ojos-: Recítame algo más.
Jack estaba a punto de perder el sentido de felicidad.
-Si lo quieres -aceptó con voz débil.
Y, mirándole a los ojos, empezó la segunda estrofa.
El primer juego en la víspera de San Juan consistía en comer el pan how-many (1). Al igual que ocurría con muchos de los juegos, había en él un atisbo de superstición que hacía que Philip se sintiera incómodo. Sin embargo, si intentara prohibir cada uno de los ritos con el regusto de viejas religiones resultarían proscritas la mitad al menos de las tradiciones del pueblo y, además, sería desafiado. De manera que ejercía una tolerancia discreta ante la mayoría de las cosas, adoptando una actitud firme respecto a unos cuantos excesos.
Los monjes habían instalado mesas sobre la hierba en el extremo occidental del recinto del priorato. Los pinches de cocina llevaban a través del patio calderos humeantes. El prior podía considerarse el señor del feudo, así que era responsabilidad suya ofrecer un festín a sus arrendatarios con ocasión de fiestas importantes. La política de Philip consistía en mostrarse generoso con la comida y parco con la bebida, de manera que servía cerveza floja y nada de vino. No obstante, había cinco o seis incorregibles que se las arreglaban para emborracharse hasta perder el sentido todos siempre que había fiesta.
Los ciudadanos principales de Kingsbridge se sentaban a la mesa de Philip. Tom Builder y su familia, los maestros artesanos más antiguos, incluido Alfred, el hijo mayor de Tom, y los mercaderes, entre ellos Aliena; aunque no Malachi el Judío, que solía incorporarse más tarde a las festividades, después de celebrado el oficio.
Philip pidió silencio y bendijo la mesa. Luego, alargó a Tom la hogaza how-many. A medida que pasaban los años, Philip iba sintiendo un mayor aprecio por Tom. No había mucha gente que dijera lo que pensaba e hiciera lo que decía. Ante las sorpresas, crisis y desastres, Tom reaccionaba con toda calma sopesando las consecuencias, calibrando los daños y planeando la mejor solución. Philip lo miró con afecto. Tom era hoy un hombre muy diferente del que, cinco años atrás llegó al priorato suplicando que le dieran trabajo. Entonces se encontraba exhausto, macilento y tan flaco que los huesos parecían a punto de perforar su piel curtida por la intemperie. Durante el tiempo que llevaba allí, había entrado en carnes; sobre todo desde que su mujer regresó. No es que estuviera gordo, pero tenía recubierta su gran osamenta y hacía ya mucho que aquella mirada desesperada se había desvanecido de sus ojos. Vestía ropa cara, una túnica verde Lincoln, calzaba zapatos de piel suave y llevaba un cinturón con hebilla de plata.
A Philip le correspondía hacer la pregunta que tendría que contestar el pan how-many (1. “¿cuántos...?”.)
-¿Cuántos años habrán de pasar hasta que quede terminada la catedral? -preguntó.
Tom dio un bocado al pan. Lo habían cocido con semillas pequeñas y duras en su interior y, a medida que Tom escupía las semillas en su mano, todo el mundo las iba contando en voz alta. A veces, cuando se practicaba ese juego y alguien tenía la boca llena de semillas, resultaba que nadie alrededor de la mesa podía contar en voz lo bastante alta. Pero ese día no existía semejante problema, estando presentes todos los mercaderes y artesanos. La respuesta resultó ser treinta. Philip simuló mostrarse consternado.
-¡Caramba, cuanto voy a vivir! -exclamó Tom. y todos rieron.
Tom pasó el pan a Ellen, su mujer. Philip se mostraba cauteloso respecto a ella. Al igual que la emperatriz Maud, tenía poder sobre los hombres, un tipo de poder con el que Philip no podía competir. El día en que Ellen fue arrojada del priorato, había hecho algo aterrador, una cosa en la que todavía ahora Philip se sentía incapaz de pensar. Había dado por sentado que jamás volvería a verla. Pero un día descubrió horrorizado que había regresado y Tom le suplicó que la perdonara. Tom había alegado con astucia que, si Dios podía perdonar su pecado, entonces Philip no tenía derecho a negarle el suyo. Philip sospechaba que la mujer no se sentía ni mucho menos arrepentida. Pero Tom se lo había pedido el día que acudieron los voluntarios y salvaron la catedral, y Philip se encontró concediendo a Tom su deseo en contra de su sentimiento. Se habían casado en la iglesia parroquial, una pequeña construcción de madera en la aldea, que había estado allí mucho antes que el priorato. Desde entonces, Ellen se había comportado bien y no había dado motivo a Philip para que lamentara su decisión. Sin embargo, siempre le hacía sentirse incómodo.
-¿A cuántos hombres quieres? -le había preguntado Tom.
Ellen dio un pequeño mordisco al pan, lo que hizo que todos rieran de nuevo. En aquel juego, las preguntas tendían a ser un poco maliciosas. Philip sabía que, si él no estuviera presente, hubieran sido descaradamente impúdicas.
Ellen contó tres semillas. Tom fingió sentirse ofendido.
-Os diré quiénes son mis tres amores -dijo Ellen; Philip confiaba en que no diría nada ofensivo-. El primero es Tom. El segundo Jack. Y el tercero Alfred.
Todos la aplaudieron por su ingenio, y el pan siguió su recorrido alrededor de la mesa. Le había llegado el turno a Martha, la hija de Tom. Tenía unos doce años y era tímida. El pan le predijo que tendría tres maridos, lo que no parecía probable.
Martha pasó el pan a Jack. Al hacerlo, Philip observó su mirada de adoración, y comprendió que la niña admiraba a su hermanastro como a un héroe.
Jack intrigaba a Philip sobremanera. Había sido un chiquillo feo, con su pelo color zanahoria, su piel pálida y sus ojos verdes y saltones; pero ahora, convertido ya en un joven, se habían perfeccionado sus rasgos y su rostro resultaba tan llamativamente atractivo que los forasteros se volvían a mirarlo. En cuanto a temperamento, era tan indómito como su madre. Se mostraba muy poco disciplinado y no tenía la menor idea de lo que quería decir obediencia. Como aprendiz de cantero, había resultado prácticamente inútil, ya que en lugar de mantener una entrega constante de argamasa y piedras, intentaba amontonar lo necesario para todo un día y luego irse a hacer otra cosa. Siempre estaba desapareciendo. En cierta ocasión, decidió que ninguna de las piedras que había allí almacenadas era apropiada para el esculpido especial que tenía que hacer, así que, sin decir nada a nadie, recorrió todo el camino hasta la cantera y cogió una piedra que le había gustado. Dos días después, llegó con ella al priorato a lomos de un pony prestado. Pero la gente le perdonaba sus extravagancias, en parte porque tenía unas dotes excepcionales para esculpir, y también porque era muy simpático... rasgo que desde luego, a juicio de Philip, no había heredado de su madre. A veces Philip había reflexionado sobre lo que Jack podría hacer en la vida. Si entrara en la Iglesia le sería fácil llegar a obispo.
-¿Cuántos años pasarán antes de que te cases? -le preguntó Martha.
Jack dio un mordisquito. Al parecer tenía muchas ganas de casarse. Philip se preguntó si pensaría en alguien en particular. Jack, a todas luces consternado, se encontró con un montón de semillas en la boca y, mientras las contaban, la expresión de su rostro era de enorme indignación.
El total dio treinta y uno.
-¡Tendré cuarenta y ocho años! -protestó con vehemencia.
Todos lo tomaron por una graciosa exageración. Salvo Philip que, al hacer el cálculo, lo encontró correcto y quedó maravillado de que Jack hubiera podido sumar con tal rapidez. Ni siquiera Milius, el tesorero, era capaz de hacerlo.
Jack estaba sentado junto a Aliena. Philip recordó que aquel verano los había visto juntos varias veces. Probablemente se debería a que ambos eran muy inteligentes. En Kingsbridge, no había mucha gente con quien Aliena pudiera hablar a su mismo nivel. Y Jack, no obstante sus actitudes indómitas, era más juicioso que los otros aprendices. Pese a todo, a Philip le intrigaba aquella amistad ya que, a su edad, cinco años marcaba una gran diferencia.
Jack pasó el pan a Aliena y le hizo idéntica pregunta que le habían hecho a él.
-¿Cuántos años pasarán antes de que te cases?
Se escuchó un murmullo de protesta, ya que era demasiado fácil repetir lo mismo. Se suponía que el juego era un ejercicio de ingenio y de originalidad. Pero Aliena, que ya era famosa por el número de pretendientes que había rechazado, les divirtió dando un gran bocado al pan e indicando así que no quería casarse. Pero su astucia no le sirvió de mucho. Escupió una sola semilla.
“Si va a casarse el año próximo -se dijo Philip-, todavía no ha aparecido en escena el novio.” Claro que él no creía en el poder de predicción del pan. Lo más probable sería que muriera solterona, salvo que no era doncella, según los rumores, ya que la gente decía que William Hamleigh la había seducido o violado.
Aliena pasó el pan a su hermano Richard. Pero Philip no oyó lo que le preguntaba. Seguía pensando en Aliena. De manera inesperada, ni Aliena ni él habían logrado vender aquel año la totalidad de su lana. El remanente no era importante, menos de una décima parte de la producción de Philip y una proporción todavía menor de la de Aliena. Pero, en cierto modo, resultaba desalentador. A raíz de ese resultado, Philip se había sentido preocupado ante la posibilidad de que Aliena quisiera romper el trato en lo referente a la lana del año siguiente. Sin embargo, mantuvo lo acordado y le pasó religiosamente ciento siete libras.
La gran noticia durante la Feria del Vellón de Shiring había sido el anuncio de Philip de que al año siguiente Kingsbridge celebraría su propia feria. La mayoría de la gente acogió complacida la idea, ya que los arriendos y portazgos que William Hamleigh cargaba en Shiring eran en exceso gravosos, y Philip pensaba aplicar tarifas mucho más bajas. Hasta aquel momento, el conde William no había hecho patente su reacción.
Philip tenía la impresión de que, en todos los conceptos, las perspectivas del priorato eran muchísimo mejores de lo que parecían hacía seis meses. Había logrado resolver el problema planteado por el cierre de la cantera y hacer fracasar el intento de William de impedir la celebración del mercado. Su mercado dominical era de nuevo, un hervidero, y pagaba con creces la costosa piedra procedente de una cantera cerca de Marlborough. Durante toda la crisis, la construcción de la catedral había proseguido ininterrumpida, aunque con justeza. Lo único que todavía inquietaba a Philip era que Maud aún no hubiese sido coronada. Aunque resultaba indiscutible que era ella quien tenía el mando, y los obispos le habían dado su aprobación, su autoridad se basaba tan sólo en su poderío militar hasta que se llevara a cabo la necesaria coronación. La mujer de Stephen todavía retenía Kent, y el municipio de Londres era ambivalente. Un solo golpe de mala suerte, o una decisión desafortunada, podría dar al traste con ella al igual que la batalla de Lincoln destruyó a Stephen. Y entonces volvería a imperar la anarquía.
Philip se dijo que no debía ser pesimista. Miró en derredor suyo a la gente que se sentaba a la mesa. El juego había terminado, y todos se afanaban con su comida. Eran hombres y mujeres honrados y buenos que trabajaban arduamente y acudían a la iglesia.
Comían potaje de vegetales, pescado cocido sazonado con pimienta y jengibre, toda una variedad de platos, y, de postre, natillas ingeniosamente coloreadas con rayas rojas y verdes. Una vez terminada la comida todos ellos trasladaron sus bancos a la iglesia, todavía sin terminar, para la representación.
Los carpinteros habían hecho dos mamparas que colocaron en las naves laterales en el extremo oeste, cerrando el espacio entre el muro de la nave y el primer pilón de la arcada, ocultando así, de manera efectiva, el último intercolumnio de cada una de las naves. Los monjes que habían de representar los papeles se encontraban ya detrás de las mamparas, esperando aparecer en el centro de la nave para dar vida a la historia. El que iba a hacer de Adolfo, un novicio barbilampiño de rostro angélico, se encontraba ya tumbado sobre una mesa, en el extremo más alejado de la nave, envuelto en un sudario, simulando estar muerto e intentando contener la risa.
Aquella representación inspiraba a Philip sentimientos encontrados, al igual que el juego del pan ¿cuántos? ¡Era tan fácil caer en la irreverencia y la vulgaridad! Pero a la gente le gustaba tantísimo que si no la hubiera permitido, habrían tenido su propia representación fuera de la iglesia; y, libres de su vigilancia, se habría convertido en algo por completo indecente. Además, a quienes más les gustaba era a los monjes que tomaban parte en la representación. Disfrazarse y simular ser otra persona, así como actuar de manera afrentosa, rayando incluso en el sacrilegio, parecía proporcionarles una especie de desahogo debido, con toda probabilidad, a que, en su vida real, se comportaban con una gran solemnidad.
Antes de la representación, se celebró uno de los oficios sagrados habituales, que el sacristán procuró que fuese corto. Luego, Philip hizo un breve relato de la vida ejemplar de san Adolfo y de sus milagrosas obras; tras lo cual tomó asiento entre el público y se dispuso a ver la representación.
De detrás de la mampara izquierda, salió una figura grande vistiendo lo que en un principio pareció una indumentaria informe y de gran colorido; pero que, observada de más cerca, se veía que estaba formada por trozos de tela de vistosos colores, enrollada a la figura y sujeta con alfileres. El hombre tenía la cara pintada y llevaba un abultado saco de dinero. Se trataba del bárbaro rico. Ante su atavío, hubo un murmullo de admiración, que se convirtió en grandes risas al reconocer la gente al actor que había detrás del disfraz. Era el hermano Bernard, el gordo cocinero a quien todos conocían y querían.
Desfiló varias veces arriba y abajo para que todo el mundo pudiera admirarlo, y se abalanzó sobre los chiquillos que se encontraban en primera fila, provocando grititos de terror. Luego, se arrastró hasta el altar, mirando sin cesar en derredor como para asegurarse de que estaba solo, y colocó el saco del dinero detrás de él.
Se volvió hacia el público y, mirando de soslayo, dijo en voz alta:
-Esos locos de cristianos temerán robarme mi plata porque se imaginan que está bajo la protección de san Adolfo. ¡Ja, ja!
Dicho esto, se retiró tras la mampara.
Por el lado contrario, entró un grupo de proscritos vestidos de harapos, enarbolando espadas de madera y hachas, con las caras tiznadas con una mezcla de hollín y tiza. Recorrieron la nave con aire bravucón, hasta que uno de ellos vio el saco del dinero detrás del altar. Se produjo entonces una discusión. ¿Lo robarían o no? El Buen proscrito alegaba que, con toda seguridad, les daría mala suerte. El Proscrito Malo decía que un santo muerto no podía hacerles daño. Al final, cogieron el dinero y se sentaron en un rincón para contarlo.
Volvió a entrar el bárbaro, buscó por doquier sus caudales y sufrió un ataque de furia. Se acercó a la tumba de san Adolfo, y lo maldijo por no haber protegido su tesoro.
De repente el santo se alzó de su tumba.
El bárbaro se sintió sobrecogido de terror. San Adolfo, ignorándole por completo, se acercó a los proscritos. En actitud dramática, los fulminó uno tras otro con sólo apuntarles con el dedo. Todos ellos simularon los angustiosos espasmos de la muerte, rodando por el suelo, retorciendo sus cuerpos de manera grotesca y haciendo muecas espantosas.
El santo perdonó tan sólo al Buen Proscrito, el cual volvió a poner el dinero detrás del altar.
-¡Guardaos quienes de entre vosotros oséis dudar del poder de san Adolfo! -dijo entonces el santo volviéndose hacia el público.
Y con ello concluyó la representación.
La audiencia vitoreó y aplaudió. Los actores permanecieron unos momentos en la nave sonriendo con timidez. El propósito del drama era, por supuesto, la moraleja; pero Philip sabía que con lo que más había disfrutado la gente había sido con las extravagancias, la furia del bárbaro y las angustias de muerte de los proscritos.
Cuando concluyeron los aplausos, Philip se puso en pie y anunció que las carreras comenzarían en breve en los pastos, junto a las márgenes del río.
Aquel fue el día en que Jonathan, a sus cinco años, descubrió que, después de todo, no era el corredor más rápido de Kingsbridge. Participó en la carrera infantil vistiendo su hábito de monje hecho a medida, provocando grandes risas al sujetárselo a la cintura y correr enseñando sus diminutos calzoncillos. Sin embargo, estuvo compitiendo con niños mayores que él y terminó entre los últimos. Su expresión al darse cuenta de que había perdido era tan asombrada y decepcionada que Tom se sintió dolido por él y lo cogió en brazos para consolarle.
Entre Tom y el buellano del priorato se había establecido una relación especial que se iba fortaleciendo poco a poco sin que a nadie en la aldea se le ocurriera pensar que podía haber una razón especial para ello. Tom pasaba todo el día en el interior del recinto del priorato, por el que Jonathan correteaba con toda libertad, así que era inevitable que se viesen de continuo. Tom estaba en esa edad en que los hijos son demasiado crecidos para hacer gracias, pero todavía no le han dado nietos; por lo que a veces sienten un cariñoso interés hacia los niños de otros. Por lo que Tom podía saber, a nadie se le había ocurrido jamás que él fuera el padre de Jonathan. Lo que a veces sospechaba la gente era, más bien, que el verdadero padre del chico fuese Philip. Era una suposición mucho más natural, aún cuando el monje se hubiera mostrado sin duda horrorizado si hubiese sido tal cosa.
Jonathan descubrió a Aaron, el hijo mayor de Malachi, y se fue a jugar con su amigo escurriéndose de los brazos de Tom, sin darse cuenta de su decepción.
Mientras tenía lugar la carrera de los aprendices, Philip se acercó y se sentó sobre la hierba junto a Tom. Era un día soleado y caluroso. En la afeitada cabeza de Philip, brillaba el sudor. La admiración que Tom sentía por el prior aumentaba año tras año. Al mirar a su alrededor y ver a los jóvenes corriendo su carrera, a la gente mayor dormitando a la sombra y a los niños chapoteando en el río, pensaba que era Philip quien mantenía la armonía de todo ello. Gobernaba la aldea impartiendo justicia, decidiendo donde habrían de construirse nuevas casas y terminando con las disputas. También daba trabajo a la mayoría de los hombres y a muchas mujeres, ya fuera trabajando en la construcción o como sirvientes del priorato. Y administraba el propio priorato, que era el corazón palpitante de toda aquella organización. Alejó a los barones rapaces, negoció con el monarca y mantuvo a raya al obispo. Todas aquellas gentes bien alimentadas, que disfrutaban tumbadas al sol, debían en cierto modo su prosperidad a Philip. El propio Tom era el ejemplo más patente. Tenía pleno conocimiento de la profunda clemencia de Philip al perdonar a Ellen. Era algo muy meritorio en un monje perdonar lo que ella hizo. Y significaba mucho para Tom. Al irse ella, su gozo de construir la catedral se había visto empañado por la soledad. Y ahora que Ellen había vuelto se sentía bien en todos los aspectos. Ella seguía siendo testaruda, irritante, presuntuosa e intolerante; pero, en el fondo, esas cosas carecían de importancia. Dentro de Ellen había una pasión que ardía como la vela en una linterna e iluminaba su vida.
Tom y Philip seguían la carrera, en la que los zagales andaban con las manos.
-Ese muchacho es excepcional -observó Philip.
-Desde luego no son muchos los que son capaces de ir tan de prisa sobre las manos -reconoció Tom.
Philip se echó a reír.
-Desde luego... Pero no estaba pensando en sus habilidades acrobáticas.
-Lo sé.
Hacía tiempo que para Tom, la inteligencia de Jack había sido motivo tanto de satisfacción como de pena. El mozo mostraba una vívida curiosidad por todo lo relacionado con la construcción, algo de lo que siempre careció Alfred. Tom disfrutaba enseñándole los trucos del oficio. Pero Jack no tenía la virtud del tacto, y solía discutir con sus mayores. Muchas veces era preferible disimular la propia superioridad, cosa que el muchacho todavía no había aprendido. Ni siquiera al cabo de años de sufrir la persecución de Alfred.
-El chico debería recibir una formación -prosiguió diciendo Philip.
Tom frunció el ceño. Ya la estaba recibiendo. Era aprendiz.
-¿Qué queréis decir?
-Que debería aprender a escribir con buena caligrafía y a estudiar la gramática latina, así como a leer a los antiguos filósofos.
Tom se mostró todavía más desconcertado.
-¿Para qué? Va a ser albañil.
Philip lo miró de frente.
-¿Estás seguro? -dijo-. Es un chico que nunca hace lo que se espera que haga.
Tom jamás había pensado en aquello. Había jóvenes que burlaban todas las esperanzas. Hijos de condes que se negaban a luchar, hijos de reyes que ingresaban en monasterios, bastardos de campesinos que llegaban a obispos. Era verdad, Jack respondía a ese tipo.
-Bueno, ¿qué pensáis vos que hará? -preguntó.
-Depende de lo que aprenda -contestó Philip-. Pero lo quiero para la Iglesia.
Tom quedó sorprendido. Jack podía parecer todo menos clérigo. Su padrastro se sintió herido en cierto modo. Esperaba que Jack llegara a ser maestro albañil, y se sentiría decepcionadísimo si eligiera otro derrotero.
Philip no se dio cuenta de lo infeliz que Tom se sentía.
-Dios necesita que trabajen para él los jóvenes mejores y más inteligentes. Mira a esos aprendices, compitiendo para ver quién salta a mayor altura. Todos ellos son capaces de ser carpinteros, albañiles o canteros. ¿Pero cuántos pueden ser obispos? Sólo uno... Jack -continuó Philip.
Tom pensó que eso era verdad. Si Jack tuviera la oportunidad de hacer carrera en la Iglesia, con un patrón tan poderoso como Philip probablemente la aceptaría, porque ello representaría muchas mayores riquezas y poder de los que podía esperar como albañil.
-¿Qué deseáis que haga, con exactitud? -preguntó Tom reacio.
-Quiero que Jack sea monje novicio.
-¡Monje!
Aquello parecía menos adecuado todavía para Jack que el sacerdocio. Si el muchacho se burlaba de la disciplina que se imponía en la construcción... ¿cómo iba a ser posible que aceptase la regla monástica?
-Pasaría la mayor parte del tiempo estudiando -dijo Philip-. Aprendería todo cuanto nuestro maestro de novicios pueda enseñarle y yo mismo le daría clases.
Cuando un muchacho se hacía monje, era norma habitual que los padres entregaran una generosa donación al monasterio. Tom se preguntaba cuánto le costaría lo que le estaba proponiendo.
Philip le adivinó el pensamiento.
-No esperaría que hicieses una donación al priorato -le atajó-. Será suficiente con que des un hijo a Dios.
Lo que Philip no sabía era que Tom ya había dado un hijo al priorato, el pequeño Jonathan, que en esos momentos estaba chapoteando a la orilla del río, con su hábito subido y atado a la cintura. Sin embargo, Tom sabía que sobre aquello tenía que dominar sus propios sentimientos. La oferta de Philip era generosa; resultaba evidente que quería a Jack en el monasterio. Aquella propuesta representaba una magnífica oportunidad para el joven. Cualquier padre habría dado el brazo derecho por impulsar a su hijo a esa carrera. Tom sintió un atisbo de resentimiento ante el hecho de que tan maravillosa oportunidad se la ofrecieran a su hijastro en lugar de a su propio hijo, Alfred. Semejante sentimiento era mezquino y lo alejó de sí. Debería sentirse contento y alentar a Jack, con la esperanza de que el zagal aprendiera a adaptarse al régimen monástico.
-Habría de hacerse pronto -apremió Philip-. Antes de que se enamore de alguna muchacha.
Tom asintió. La carrera que las mujeres estaban celebrando a través de la pradera, llegaba a su punto culminante. Tom las seguía con la vista mientras reflexionaba. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que Ellen iba en cabeza. Aliena corría pegada a sus talones; pero cuando llegaron a la línea de meta, Ellen todavía iba algo más adelantada. Alzó las manos con gesto Victorioso.
Tom se la señaló a Philip.
-No es a mí a quien hay que convencer -le dijo-. Es a ella.
Aliena quedó sorprendida al verse derrotada por Ellen, la cual era muy joven para ser madre de un chico de diecisiete años; pero aún así tenía al menos diez años más que ella. Se sonrieron la una a la otra mientras seguían en pie, jadeantes y sudorosas junto a la línea de meta. Aliena se dio cuenta de que Ellen tenía unas piernas morenas, delgadas y musculosas y un cuerpo macizo. Todos aquellos años viviendo en el bosque la habían vigorizado.
Jack acudió a felicitar a su madre por la victoria. Aliena pudo percibir que entre ellos existía un gran cariño. No se parecían en nada. Ellen era una trigueña atezada, con ojos hundidos, de un castaño dorado; mientras que Jack era pelirrojo con ojos verdes. “Debía parecerse a su padre”, pensó Aliena. Jamás se había dicho nada acerca del padre de Jack, el primer marido de Ellen. Tal vez se sintieran avergonzados de él.
Mientras observaba a los dos, a Aliena se le ocurrió que Jack debía traer a la memoria de Ellen el marido que había perdido. Acaso fuera ese el motivo de que lo quisiera tanto. Tal vez el hijo fuera, en definitiva, lo único que le quedaba de un hombre al que hubiese adorado. Una semejanza física podía representar, en ese sentido, un poder inmenso. Richard, el hermano de Aliena, le recordaba a veces a su padre, por una mirada o un gesto, y era entonces cuando experimentaba un mayor impulso afectivo, aunque eso no le impedía desear que Richard se semejara más a su padre en el carácter.
Sabía que no debería sentirse insatisfecha respecto a Richard. Había ido a la guerra y luchado con bravura, y eso era cuanto se requería de él. Pero, en aquellos días, Aliena se sentía insatisfecha en grado sumo. Tenía dinero y seguridad, un hogar y sirvientes, ricos vestidos y preciosas joyas, y era respetada en el pueblo. Si alguien se lo preguntara diría que era feliz. Sin embargo, por debajo de todas esas cosas se deslizaba una corriente de inquietud. Nunca perdía su entusiasmo por el trabajo; pero algunas mañanas se preguntaba si podía tener importancia el traje que se pusiera o si se adornara con joyas. Si a nadie le importaba su aspecto, ¿por qué habría de importarle a ella? Y lo que resultaba paradójico, era que, al mismo tiempo, tenía cada vez una mayor consciencia de su cuerpo. Cuando caminaba sentía moverse sus senos. Cuando acudía a la playa de las mujeres, a orillas del río para bañarse, se sentía incómoda por su abundante vello. Al cabalgar sobre su caballo, percibía las partes de su cuerpo que estaban en contacto con la silla. Resultaba muy peculiar. Era como si hubiera un mirón atisbando en cada momento, intentando mirar a través de su indumentaria para verla desnuda, y que ese mirón fuera ella misma. Estaba invadiendo su propia intimidad.
Se tumbó jadeante en la hierba. El sudor le corría entre los senos y por el interior de los muslos. Concentró impaciente sus pensamientos en un problema más inmediato. Ese año no había vendido toda su lana. No era culpa suya. La mayoría de los mercaderes se habían quedado con un remanente de vellón y también el prior Philip, el cual se mostraba muy tranquilo ante aquella coyuntura; pero Aliena se hallaba inquieta. ¿Qué iba a hacer con toda aquella lana? Claro que podía tenerla almacenada hasta el año siguiente. ¿Pero qué iba a pasar si tampoco la vendía? Ignoraba cuánto tiempo había de transcurrir hasta que la lana en bruto se deteriorara. Sospechaba que era posible que se secara y entonces resultara quebradiza y difícil de manejar.
Si las cosas se ponían muy mal, ya no tendría posibilidad de mantener a Richard. Ser caballero era algo muy costoso. El caballo de guerra que costó veinte libras había perdido su empuje a raíz de la batalla de Lincoln y en aquellos momentos era prácticamente inútil. Muy pronto Richard querría otro. Aliena podía permitírselo. Pero representaría un buen bocado a sus recursos. Richard se sentía incómodo al tener que depender de ella. No era una situación habitual en un caballero, y había esperado poder saquear lo suficiente para mantenerse por sí mismo. Pero, desde que el rey Stephen lo armó caballero, se había encontrado en el lado perdedor. Si había de recuperar el Condado, ella tenía que seguir prosperando.
En sus peores pesadillas, Aliena perdía todo su dinero y los dos se encontraban de nuevo en la miseria, presa de sacerdotes deshonestos, nobles lujuriosos y proscritos sanguinarios. Y los dos acababan en la apestosa mazmorra donde vio por última vez a su padre, aherrojado al muro y moribundo...
En contraste con semejante pesadilla, tenía un ensueño de felicidad, en el que Richard y ella vivían juntos en el castillo, en su viejo hogar. Richard gobernaba con la misma prudencia que lo había hecho su padre, y Aliena le ayudaba, igual que hizo con él recibiendo a invitados importantes, ofreciendo hospitalidad y sentándose a su izquierda, a la alta mesa, para cenar. Pero, en los últimos tiempos, incluso ese sueño la había dejado descontenta.
Agitó la cabeza para ahuyentar la melancolía y volvió a centrar sus pensamientos en la lana. La manera más sencilla de afrontar ese problema consistía en no hacer nada. Almacenaría el exceso de lana hasta el próximo año y, si entonces no podía venderla, enjugaría la pérdida. Podría soportarla. Sin embargo, existía el remoto peligro de que ocurriera lo mismo el año siguiente, lo cual podría ser el comienzo del declive del negocio. Por ello había de buscar alguna otra solución. Ya intentó vender la lana a un tejedor de Kingsbridge; pero éste ya disponía de cuanto necesitaba.
Y ahora, mientras miraba a las mujeres de Kingsbridge recuperándose de la carrera, se le ocurrió que la mayoría de ellas sabían hacer tejidos con la lana en crudo. Era una tarea sencilla aunque tediosa. Las campesinas la habían estado haciendo desde Adán y Eva. Se lavaba el vellón; luego, había que peinarlo para que quedase desemarañado. Después se hilaba. Con el hilo, se hacía el tejido, que quedaba flojo, y había que someterlo a diversas manipulaciones para que encogiera y engrosara, hasta quedar transformado en un paño que podía utilizarse para hacer trajes. Las mujeres del pueblo seguramente estarían dispuestas a hacerlo por un penique diario. ¿Pero cuánto tiempo se necesitaría? ¿Y cuál sería el precio de la tela acabada?
Tendría que hacer una prueba con una pequeña cantidad. Luego, si daba resultado, podía tener a varias mujeres trabajando durante las largas noches de invierno.
Se incorporó, excitada por su nueva idea. Ellen estaba tumbada junto a ella y Jack sentado al lado de su madre. Tropezó con la mirada de Aliena, esbozó una sonrisa y apartó la vista como si se sintiera algo incómodo de que le hubiera pescado mirándola. Era un muchacho extraño, con la cabeza pletórica de ideas. Aliena todavía le recordaba como un chiquillo pequeño, de aspecto peculiar, que no sabía cómo se concebía a los niños. Sin embargo, apenas se dio cuenta de su presencia cuando se quedó a vivir en Kingsbridge. Y ahora parecía tan diferente, una persona tan nueva que era como si hubiera surgido de pronto, igual que una flor que aparece una mañana donde el día anterior no había más que la tierra desnuda. Para empezar, había perdido aquel aspecto peculiar. Aliena lo miró risueña y divertida, y se dijo que las jóvenes debían de hallarlo guapísimo. Desde luego tenía una bonita sonrisa. Ella no daba demasiada importancia a su apariencia; pero se sentía algo intrigada por su asombrosa imaginación. Había descubierto que no sólo sabía varios romances completos, algunos de ellos con miles y miles de versos, sino que también podía hacerlos a medida que recitaba, de manera que Aliena nunca sabía si los estaba recitando de memoria o si improvisaba. Y las historias no eran lo único sorprendente en él. Sentía curiosidad por todo en el mundo y se mostraba desconcertado por cosas que los demás daban por sentado. Cierto día le preguntó de dónde llegaba el agua del río.
-En todo momento, miles y miles de galones de agua pasan por Kingsbridge, noche y día, durante el año entero. Y así ha sido desde antes que nosotros naciéramos, desde antes de que nacieran nuestros padres y desde antes de que sus padres nacieran. ¿De dónde viene toda esa agua? ¿Hay un lago en alguna parte que lo alimenta? ¡Debe de ser un lago tan grande como toda Inglaterra! ¿Y qué pasará si un día acaba secándose?
Siempre estaba diciendo cosas parecidas, algunas de ellas menos imaginativas, e hizo comprender a Aliena que se hallaba hambriento de conversación inteligente. La mayoría de las personas de Kingsbridge sólo sabían hablar de agricultura y adulterio, y ninguno de los dos temas interesaba a Aliena. Claro que con el prior Philip era diferente; pero no podía permitirse a menudo mantener charlas ociosas. Siempre estaba ocupado, con la construcción de la iglesia, los monjes o la ciudad. A Aliena le parecía que también Tom era inteligente; pero lo consideraba más bien un pensador que un conversador. Jack era el primer amigo auténtico que ella había tenido. Lo consideraba un descubrimiento maravilloso, pese a su juventud. En realidad, en las ocasiones en que se encontraba lejos de Kingsbridge, había descubierto que esperaba ansiosa la hora de volver para poder charlar con él.
Aliena se preguntaba de dónde sacaría sus ideas. Aquello le hizo dirigir su atención hacia Ellen. ¡Qué mujer tan extraña debía de ser para criar a un niño en el bosque! Había hablado con ella descubriendo que era un espíritu parejo al suyo, una mujer independiente y que se bastaba por sí sola; resentida, en cierto modo, por la forma en que la había tratado la vida.
-¿Dónde aprendiste las historias, Ellen? -le preguntó Aliena movida por un impulso.
-Del padre de Jack -repuso Ellen sin pensarlo dos veces.
Pero al punto su expresión se hizo cautelosa y Aliena comprendió que no debía hacer más preguntas.
Y entonces la otra idea le vino al pensamiento.
-¿Sabes tejer?
-Claro -repuso Ellen-. ¿Acaso no sabe todo el mundo?
-¿Te gustaría tejer por dinero?
-Tal vez. ¿Qué te ronda por la cabeza?
Aliena se lo explicó. Claro que Ellen no andaba corta de dinero, pero era Tom quien lo ganaba y Aliena sospechaba que tal vez a ella le gustara obtener algo por sí misma.
Acertó.
-Sí, lo intentaré -repuso Ellen.
En aquel momento, se acercó Alfred, el hijastro de Ellen. Al igual que su padre, Alfred era casi un gigante. La mayor parte de la cara le quedaba oculta tras una frondosa barba. Tenía muy juntos los ojos, de mirada solapada. Sabía leer, escribir y sumar; pese a todo, era estúpido. Sin embargo había prosperado y poseía su propia cuadrilla de albañiles, aprendices y peones. Aliena había observado que los hombres grandes siempre alcanzaban posiciones de poder sin que para ello contara la inteligencia. Y, naturalmente, como capataz de una cuadrilla siempre tenía la seguridad de obtener trabajo para ella al ser su padre maestro constructor de la catedral de Kingsbridge. Se sentó en la hierba, a su lado. Sus enormes pies estaban calzados con pesadas botas de cuero grises por el polvo de la piedra. Aliena rara vez hablaba con él. Lo natural hubiera sido que tuvieran muchas cosas en común, ya que eran, prácticamente, los únicos jóvenes de la clase acaudalada de Kingsbridge, las gentes que vivían en las casas más cercanas a los muros del priorato. Pero Alfred parecía muy aburrido. Al cabo de un momento habló.
-Debería haber una iglesia de piedra -dijo sin más.
Era evidente que suponía que todos ellos habrían de deducir por sí mismos a qué se debía aquella brusca afirmación.
-¿Te refieres a la iglesia parroquial? -le preguntó Aliena al cabo de un instante de reflexión.
-Sí -afirmó como si la cosa estuviese bien clara.
Por aquellos días, se frecuentaba mucho la iglesia parroquial, ya que la cripta de la catedral que utilizaban los monjes se ponía abarrotada y no tenía ventilación. La población de Kingsbridge había aumentado mucho. Sin embargo, la iglesia parroquial era un edificio viejo de madera con el tejado de barda y el suelo sucio.
-Tienes razón -sonrió Aliena-. Deberíamos tener una iglesia de piedra.
Alfred se quedó mirándola expectante. Aliena se preguntaba qué sería lo que esperaba que dijese.
-¿Qué tienes en la cabeza, Alfred? -le preguntó Ellen, que ya debía estar acostumbrada a sacar algo en limpio de lo que él decía.
-De todas formas, ¿cómo empiezan a construirse las iglesias? -preguntó él-. Quiero decir qué hemos de hacer si queremos una iglesia de piedra.
-Ni idea -contestó Ellen encogiéndose de hombros.
Aliena frunció el entrecejo mientras reflexionaba.
-Se puede formar una comunidad parroquial -le sugirió.
Una comunidad parroquial era una asociación de gentes que celebraban de cuando en cuando un banquete para recoger dinero entre ellos; por lo general para comprar velas para su iglesia local, o para ayudar a viudas o huérfanos de la vecindad. Las pequeñas aldeas nunca tenían semejantes comunidades pero Kingsbridge ya no era una aldea.
-¿Cómo se haría eso? -inquirió Alfred.
-Los miembros de la comunidad pagarían para la construcción de una nueva iglesia.
-Entonces habremos de formar una comunidad -concluyó.
Aliena se preguntó si no le habría juzgado mal. Nunca le había dado la impresión de que fuera un tipo devoto; pero ahora estaba intentando recaudar dinero para construir una nueva iglesia. Tal vez tuviera cualidades ocultas. Sin embargo, a renglón seguido, se dio cuenta de que Alfred era el único constructor que había en Kingsbridge. Tal vez no fuera inteligente pero sí lo bastante astuto.
De todos modos a Aliena le gustó la idea. Kingsbridge se estaba convirtiendo en una ciudad y las ciudades siempre tenían más de una iglesia. Con una alternativa a la catedral, la población no estaría tan dominada por el monasterio. En aquellos momentos, Philip era allí el señor y dueño indiscutido. Era un tirano benévolo; pero Aliena podía prever el día en que a los mercaderes de la ciudad les pudiera interesar acaso disponer de una iglesia alternativa.
-¿Querrías explicar lo de la comunidad a algunas otras personas? -le preguntó Alfred.
Aliena había recuperado el aliento después de la carrera. Se sentía reacia a cambiar la compañía de Ellen y Jack por la de Alfred, pero la idea de él había despertado su entusiasmo y, de cualquier manera, habría sido un poco rudo negarse.
-Lo haré gustosa -respondió al tiempo que se levantaba para irse con él.
El sol empezaba a ponerse. Los monjes habían encendido la fogata y estaban sirviendo la cerveza tradicional especiada con jengibre. En aquellos momentos en que estaban solos, Jack quería hacer una pregunta a su madre; pero estaba nervioso. Luego, alguien empezó a cantar, y sabía que ella se les uniría en cualquier momento. Así que se la espetó de repente:
-¿Era mi padre un juglar?
Ellen se le quedó mirando. Estaba sorprendida aunque no enfadada.
-¿Quién te ha enseñado esa palabra? -le preguntó-. Nunca has visto un juglar.
-Aliena. Solía ir con su padre a Francia.
Su madre miró a través de la pradera, ya en sombras, hacia la fogata.
-Sí, era un juglar. Me enseñó todos esos poemas de la misma manera que yo te los he enseñado a ti. Y ahora, ¿se los estás recitando a Aliena?
-Sí -admitió Jack algo avergonzado.
-¿Estás muy enamorado de ella, verdad?
-¿Es tan evidente?
Ellen sonrió con cariño.
-Sólo para mí. Al menos así lo creo. Es mucho mayor que tú.
-Cinco años.
-De todas maneras la lograrás. Eres como tu padre. Podía obtener a cualquier mujer que quisiera.
Jack se sentía incómodo hablando de Aliena; pero le emocionaba oír cosas de su propio padre, y anhelaba saber más. Por eso se sintió fastidiadísimo al acercarse en ese momento Tom y sentarse con ellos. Además empezó a hablar de inmediato.
-He estado conversando con el prior Philip sobre Jack -dijo en tono ligero; pero Jack percibió que existía una tensión subterránea y comprendió que se avecinaban dificultades-. Philip asegura que debería recibir una educación.
La respuesta de la madre como era de suponer, de indignación absoluta.
-Ya tiene una educación -afirmó-. Sabe leer y escribir en francés, conoce la aritmética y es capaz de recitar muchísimos poemas.
-Veamos, no me interpretes mal -la serenó Tom con firmeza-. Philip no dice, ni mucho menos, que Jack sea un ignorante. Todo lo contrario. Lo que dice es que Jack es tan inteligente que debería recibir una educación mucho mayor.
A Jack no le causaron ninguna satisfacción aquellos elogios. Al igual que su madre, experimentaba una tremenda suspicacia respecto a los eclesiásticos. Tenía la total seguridad de que había una triquiñuela oculta en todo aquello.
-¿Mayor? -replicó Ellen desdeñosa-. ¿Qué más quiere ese monje que aprenda? Yo te lo diré: Teología, Latín, Retórica, Metafísica. Pura mierda.
-No te muestres tan desdeñosa de buenas a primeras -dijo Tom con tono apacible-. Si Jack acepta la oferta de Philip, y va a la escuela, aprende el latín y teología y todos esos temas que tú llamas pura mierda, llegando a convertirse en el funcionario de un conde o de un obispo, será un hombre poderoso y acaudalado. Como suele decirse, no todos los barones son hijos de barones.
Ellen entornó los ojos con expresión peligrosa.
-En el caso de que aceptara lo que dices que Philip le ofrece, ¿en qué consiste exactamente esa oferta?
-Quiere que Jack ingrese como novicio y...
-¡Antes habrán de pasar sobre mi cadáver! -gritó Ellen poniéndose en pie de un salto-. ¡Tu condenada Iglesia no se apoderará de mi hijo! Aquellos sacerdotes traicioneros y embusteros se llevaron a su padre. Pero no lo harán con él. Juro por todos los dioses que antes hundiré un cuchillo en el vientre de Philip.
Tom había visto ya a su mujer con un berrinche en otras ocasiones. Por eso no quedó demasiado impresionado.
-¿Qué diablos te pasa, mujer? -le dijo con calma-. Al muchacho se le ofrece una oportunidad magnífica.
Jack se sentía intrigado, más que nada por las palabras. Aquellos sacerdotes traicioneros y embusteros se llevaron a su padre. ¿Qué quería decir con eso? Deseaba preguntárselo; pero no le dieron oportunidad.
-¡No será monje! -gritó desaforada.
-No habrá de serlo si no quiere.
-Ese taimado prior tiene mañas para salirse siempre con la suya -replicó la madre con tono arisco.
Tom se volvió hacia Jack.
-Ya es hora de que digas algo, zagal. ¿Qué quieres hacer de tu vida?
Jack jamás se había hecho esa pregunta especial, pero la respuesta le vino sin vacilación alguna, como si hiciera ya mucho tiempo que hubiera tomado la decisión.
-Voy a ser maestro constructor, como tú. Voy a construir la catedral más hermosa que el mundo haya visto jamás.
El reborde rojo del sol se hundió tras el horizonte, y cayó la noche. Era llegado el momento del último ritual de la víspera de San Juan, deseos flotantes. Jack tenía preparado un cabo de vela y un trozo de madera. Miró a Ellen y a Tom. A su vez ambos le miraban a él perplejos. Su certidumbre respecto a ese futuro les había sorprendido. Bueno, no era de extrañar, también le había sorprendido a él.
Viendo que no tenían más que decir, Jack se puso en pie de un salto y atravesó corriendo la pradera en dirección a la fogata. Encendió en ella una ramita seca, reblandeció algo la base de la vela apretándola con fuerza, y la pegó sobre el trozo de madera. Luego encendió el pabilo. La mayoría de los aldeanos estaba haciendo lo mismo. Quienes no podían permitirse una vela, hacían una especie de barca con hierba seca y junquillos, retorciendo las hierbas en el centro para formar pabilo.
Jack vio a Aliena en pie, muy cerca de él. Tenía el rostro enmarcado por los destellos de la fogata y parecía pensativa.
-¿Qué vas a desear, Aliena? -le preguntó impulsivo.
Ella le contestó sin detenerse a reflexionar:
-Paz.
Luego, al parecer contrariada, dio media vuelta y se alejó.
Jack se preguntó si no sería una locura que la amara. A ella le gustaba bastante, habían llegado a ser amigos; pero la idea de yacer juntos desnudos, besándose los cuerpos ardientes, se hallaba lejos del corazón de Aliena como cerca estaba del suyo.
Una vez que todo el mundo estuvo preparado, se arrodillaron a la orilla del río, o chapotearon por las partes poco profundas. Sosteniendo sus oscilantes luces, cada uno formulaba un deseo. Jack, cerrando con fuerza los ojos, tuvo la visión de Aliena, tumbada en una cama, asomando sus senos erguidos por encima de la colcha, alargando los brazos hacia él y diciendo: “Tómame, esposo.” Luego, con mucho cuidado, todos hicieron flotar sobre las aguas, su vela encendida. Si se hundía o la llama se apagaba, significaba que nunca llegaría a realizarse el deseo formulado. Tan pronto como Jack la dejó ir y la pequeña embarcación se alejó, la base de madera quedó visible y sólo podía verse la llama. La siguió con la mirada durante un rato; luego perdió su rastro entre los centenares de luces danzarinas que se balanceaban sobre la corriente llevándose río abajo trémulos deseos, hasta desaparecer tras el recodo y perderse de vista.
Jack contó historias a Aliena durante todo el verano.
En un principio, se encontraban ocasionalmente los domingos. Luego, se veían de forma regular en el claro junto a la pequeña cascada. Le habló de Carlomagno y sus compañeros, así como de Guillermo de Orange y los sarracenos. Se sentía identificado con sus historias mientras las contaba. A Aliena le gustaba observar el cambio de expresiones en su rostro juvenil. Se indignaba con la injusticia, le aterraba la traición, le excitaba la bravura de un caballero y se conmovía hasta las lágrimas con una muerte heroica. Al ser sus emociones contagiosas, Aliena también se sentía conmovida. Algunos de los poemas eran demasiado largos para poder recitarlos en una sola tarde y, cuando Jack tenía que contar la historia por partes, siempre se interrumpía en el momento mas emocionante, de modo que Aliena pasaba toda la semana preguntándose qué sucedería a continuación.
La joven jamás habló con nadie de aquellos encuentros. No estaba segura del motivo. Acaso se debiese a que no esperaba que comprendieran cuán fascinantes le parecían aquellas historias. Cualquiera que fuese la razón, dejó que la gente creyera que iba a sus habituales vagabundeos en la tarde del domingo. Y Jack hizo lo mismo sin comentarlo si quiera con ella. Más adelante, llegaron a un punto en que no podían decírselo a nadie sin que pareciese que confesaban algo de lo que se sentían culpables. De esa manera, y más bien de forma accidental, aquellos encuentros se convirtieron en secreto.
Cierto domingo, para variar, Aliena le leyó a Jack la Historia de Alejandro. A diferencia de los poemas que él recitaba, los cuales trataban siempre sobre intrigas cortesanas, políticas, encarcelamiento y muertes repentinas en batallas, el de Aliena sólo se refería a asuntos amorosos y a magia. A Jack le atrajeron sobre manera aquellos nuevos elementos en las historias, y al domingo siguiente se embarcó en un poema nuevo, fruto de su propia imaginación.
Era un día caluroso de finales de agosto. Aliena calzaba sandalias y vestía un ligero traje de lino. El bosque estaba muy quieto y silencioso, salvo por la caída cantarina de la cascada y las modulaciones de la voz de Jack. La historia comenzó al estilo convencional, con la descripción de un valeroso caballero, alto y fuerte, poderoso en el campo de batalla y armado con una espada mágica. Le habían asignado una tarea difícil, la de viajar hasta un lejano país oriental y llevar consigo a su regreso una vid que daba rubíes. Pero pronto se desviaba del modelo habitual. El caballero fue muerto y la historia se centró en su escudero, un joven de diecisiete años, valiente y sin dinero, que estaba perdidamente enamorado, sin la menor esperanza, de la hija del rey, una princesa muy bella. El escudero juró llevar a cabo la tarea que había sido confiada a su señor, aún cuando era joven e inexperto, y solo tenía un pony y un arco.
En vez de vencer al enemigo con el tremendo golpe de una espada mágica, como era lo usual en tales historias, el escudero luchaba desesperadas batallas perdidas y tan solo ganaba gracias a la suerte o por su candidez, y solía escapar a la muerte por un pelo. A menudo le atemorizaba aquellos a quienes se enfrentaba, a diferencia de los valientes caballeros de Carlomagno; pero jamás retrocedía ante su misión. De cualquier forma, para su tarea, al igual que para su amor, no había esperanza.
Aliena se sintió más cautivada por el denuedo del escudero de lo que lo había estado por el poderío de su señor. Se mordisqueaba ansiosa los nudillos cuando cabalgaba por terreno enemigo, lanzaba exclamaciones entrecortadas al escapar por milagro a la espada de un gigante y suspiraba cuando dejaba caer su solitaria cabeza para dormir y soñar con la lejana princesa. Su amor por ella parecía irrevocablemente unido a su carácter indomable.
Al final, regresó con la vid que daba rubíes, asombrando a toda la corte.
-Pero al escudero le importaban poco -dijo Jack con un desdeñoso chasquido de dedos- todos aquellos barones y condes. Solo le interesaba una persona. Aquella noche se deslizó hasta su habitación eludiendo a los guardianes con un astuto ardid que había aprendido durante su viaje al oriente. Logró encontrarse junto a su lecho y contemplar su rostro. -Jack miró a Aliena a los ojos mientras decía aquello-. La princesa se despertó al punto; pero no sintió temor. El escudero alargó el brazo y le cogió la mano con cariño.
Jack representó la historia y, cogiendo la mano de Aliena, la retuvo entre las suyas. La joven se sentía tan fascinada por la intensidad de su mirada y la fuerza del amor del escudero, que apenas si se dio cuenta de que Jack le tenía sujeta la mano.
-El escudero dijo a la princesa: “Te amo con todo mi corazón.” Y la besó en los labios.
Dicho lo cual, Jack inclinándose, besó a Aliena. Sus labios la rozaron tan levemente que ella apenas se percató. Sucedió todo con suma rapidez y Jack reanudó al punto la historia:
-La princesa se quedó dormida -siguió diciendo.
Aliena pensaba: “¿Ha sucedido de veras? ¿Me ha besado Jack?” Apenas podía creerlo pero todavía sentía el contacto de su boca sobre la de ella.
-Al día siguiente, el escudero preguntó al rey si podía casarse con la princesa como recompensa por haberle llevado la vid de las joyas.
Aliena llegó a la conclusión de que Jack la había besado sin darse cuenta. Solo formaba parte de la historia. “Ni siquiera se ha enterado de lo que ha hecho. Lo daré por olvidado.”
-El rey se negó. El escudero quedó con el corazón destrozado. Todos los cortesanos rieron. Aquel mismo día, el escudero abandonó el país montado en su pony. Pero juró que un día volvería y que ese día se casaría con la hermosa princesa.
Jack calló y soltó la mano de Aliena.
-¿Y qué ocurrió entonces? -le preguntó ella.
-No lo sé -le contestó Jack-. Todavía no lo he pensado.
Todas las personas importantes de Kingsbridge entraron a formar parte de la comunidad parroquial. Para la mayoría, la idea era nueva; pero les gustaba pensar que Kingsbridge era ya una ciudad, no un pueblo, y sintieron halagada su vanidad por el hecho de que recurrieron a ellas, como ciudadanos principales, para construir una iglesia de piedra.
Aliena y Alfred reclutaron a los miembros y organizaron la primera comida de la comunidad, mediado ya setiembre. Los principales ausentes fueron el prior Philip que, en cierto modo se mostraba hostil a la empresa aunque no lo suficiente como para prohibirla, Tom Builder, que declinó su asistencia por respeto a los sentimientos de Philip, y Malachi que quedaba excluido por su religión.
Entretanto, Ellen había tejido una bala de tela con el remanente de lana de Aliena. Era áspera y descolorida; pero lo bastante buena para el hábito de los monjes, por lo que Cuthbert Whitehead, el cillerero del priorato la había comprado. El precio era bajo; pero así y todo, duplicaba el costo de la lana original, por lo que, después de pagar a Ellen un penique diario, le quedó a Aliena media libra de beneficio. Cuthbert estaba interesado en adquirir más tela a ese precio, así que Aliena compró a Philip el exceso de lana que le había quedado para incorporarlo a sus propias existencias, y buscó una docena más de personas, en su mayoría mujeres, para tejerla. Ellen estuvo de acuerdo en hacer otra bala, aunque no en enfurtirla; porque decía que era un trabajo demasiado pesado. Las demás mujeres estuvieron de acuerdo.
Y Aliena también. Abatanar o enfurtir era un trabajo duro. Recordaba cuando Richard y ella fueron a ver a aquel maestro abatanador en Winchester para pedirle que les diera trabajo. El abatanador tenía a dos hombres golpeando el lienzo con bates en una cavidad, mientras una mujer lo rociaba con agua. La mujer había mostrado a Aliena sus manos enrojecidas y agrietadas y cuando los hombres le pusieron a Richard una bala de lienzo mojado sobre el hombro, su hermano cayó de rodillas. Algunas gentes se las arreglaban para enfurtir una pequeña cantidad de lienzo, la suficiente para hacer trajes para ellas mismas y sus familias. Pero tan sólo hombres más fuertes podían hacerlo durante todo el día. Aliena se mostró conforme con sus tejedoras en que se limitaran a tejer la lana y ella contrataría hombres para que la abatanaran, o bien vendería el lienzo a un maestro abatanador de Winchester.
La comida de la comunidad tuvo lugar en la iglesia de madera. Aliena organizó los platos que tenían que cocinar entre los miembros, la mayoría de los cuales poseían un sirviente doméstico. Alfred y sus hombres construyeron una mesa larga con caballetes y tablas. Compraron cerveza fuerte y un barril de vino.
Se sentaron a ambos lados de la mesa sin que nadie ocupara las cabeceras, ya que dentro de la comunidad todos eran iguales. Aliena vestía un traje de seda de un rojo fuerte adornado con un broche de oro y rubíes y una casaca gris oscuro con elegantes mangas amplias. El párroco bendijo la mesa. El sacerdote se hallaba muy complacido con la idea de la comunidad parroquial, ya que una iglesia nueva contribuiría a aumentar su prestigio y multiplicaría sus ingresos.
Alfred presentó un presupuesto y un programa de fechas para la construcción de la nueva iglesia. Se expresó como si todo ello fuera fruto de su trabajo; pero Aliena sabía que la mayor parte era obra de Tom. La construcción duraría dos años y su costo sería de noventa libras. Alfred propuso que cada uno de los cuarenta miembros de la comunidad pagara seis peniques a la semana. Aliena pudo adivinar por sus expresiones que la cuota era algo superior a la que algunos de ellos habían supuesto. Todos se mostraron de acuerdo en pagarla. No obstante, Aliena pensó que la comunidad debería prever que uno o dos de ellos fallaran.
Por su parte, podía muy bien pagarla. Miró en derredor de la mesa, llegó a la conclusión de que ella era, probablemente, la persona más rica. Pertenecía a una reducida minoría de mujeres. Las otras eran: una cervecera reputada por hacer una buena cerveza fuerte, una modista que empleaba a dos costureras y algunas aprendizas, y la viuda de un zapatero que se ocupaba del negocio que su marido le había dejado. Aliena era la más joven de ellas, y también más joven que cualquiera de los hombres, salvo Alfred que tenía uno o dos años menos.
Aliena echaba de menos a Jack. Aún no conocía la segunda parte de la historia del joven escudero. Ese día era fiesta y le hubiera gustado reunirse con él en el claro. Tal vez pudiera hacerlo más tarde.
Alrededor de la mesa, las conversaciones se centraban en la guerra civil. La reina Matilda había presentado más batalla de la que nadie se esperaba. En fecha reciente, había tomado la ciudad de Winchester, y capturado a Robert de Gloucester. Robert era hermano de la emperatriz Maud y comandante en jefe de sus fuerzas militares. Alguna gente aseguraban que Maud no era más que un figurón y que el auténtico jefe de la rebelión era Robert. Como quiera que fuese, la captura era casi tan mala para Maud como lo fue la de Stephen para los realistas y todo el mundo opinaba acerca de cómo iba a desarrollarse la inminente guerra.
En aquel festín, la bebida era más fuerte que la que daba el prior Philip y, a medida que avanzaba, las discusiones se hacían más broncas. El párroco no supo ejercer una influencia moderadora, tal vez porque estaba bebiendo tanto como los demás. Alfred, que se hallaba sentado junto a Aliena, parecía preocupado, a pesar de que también él empezaba a enrojecérsele la cara. Aliena no era aficionada a las bebidas fuertes, y con la comida había tomado una copa de sidra.
Cuando ya se había terminado casi la comida, alguien propuso un brindis por Alfred y Aliena. Alfred lo agradeció desbordante de placer. En seguida empezaron a cantar y Aliena comenzó a preguntarse cuándo podría irse sin que lo notaran.
-Lo hemos hecho bien los dos juntos -le dijo Alfred.
Aliena asintió.
-Esperemos a ver cuántos son los que siguen pagando seis peniques semanales, el próximo año por estas fechas.
Alfred no quería oír hablar ese día de dudas o reparos.
-Lo hemos hecho bien los dos juntos -repitió-. Formamos un buen equipo -alzó su copa por ella y bebió-. ¿No crees que somos un buen equipo?
-Desde luego -dijo Aliena siguiéndole la corriente.
-Yo he disfrutado de veras -siguió diciendo Alfred- haciendo esto contigo... Me refiero a la comunidad parroquial.
-Yo también he disfrutado -convino ella amablemente.
-¿De veras? Eso me hace muy feliz.
Aliena lo miró con más atención. ¿Por qué insistía tanto en eso? Pronunciaba con claridad y precisión y no mostraba indicios de hallarse borracho.
-Ha estado bien -admitió la joven con tono neutro.
Alfred le puso la mano en el hombro. Aliena aborrecía que la tocaran; pero se había acostumbrado a dominarse porque los hombres se ofendían sobremanera.
-Dime una cosa -dijo Alfred bajando la voz hasta un tono de intimidad-. ¿Cómo ha de ser el marido que quieres?
“Espero que no vaya a pedirme que me case con él”, pensó Aliena alarmada. Le contestó como era habitual en ella.
-No necesito un marido... Ya tengo suficientes preocupaciones con mi hermano.
-Pero a ti te hace falta amor -insistió él.
Aliena gimió en su fuero interno.
Estaba a punto de contestarle cuando Alfred levantó una mano indicándole que callara, una costumbre masculina que Aliena encontraba especialmente desagradable.
-No me digas que no necesitas amor -porfió Alfred-. Todo el mundo lo necesita.
Aliena se quedó mirándolo sin apartar la vista. Sabía que ella era algo peculiar. La mayoría de las mujeres anhelaban casarse y si, como en su caso, todavía seguían solteras a los veintidós años, se sentían no ya anhelantes, sino desesperadas. “¿Qué me pasa a mi? -se dijo-. Alfred es joven, tiene buena presencia y goza de prosperidad. La mitad de las jóvenes de Kingsbridge querrían casarse con él.” Por un instante, jugueteó con la idea de decirle que sí. Pero entonces pensó en lo que sería la vida con Alfred, cenando con él todas las noches, yendo a misa con él, trayendo al mundo a sus hijos... Y le pareció aterrador. Movió negativamente la cabeza.
-Olvídalo, Alfred -le respondió con firmeza-. No necesito un marido, ni por amor ni por nada.
Alfred no parecía dispuesto a rendirse.
-Te quiero, Aliena -le confesó-. Me he sentido de veras feliz trabajando contigo. Te necesito. ¿Deseas ser mi mujer?
Ya lo había soltado. Aliena lo lamentó porque aquello significaba que había de rechazarlo en serio. Había aprendido que era inútil intentar hacerlo con amabilidad. Una negativa amable, era tomada como indecisión, e insistían con un mayor ahínco.
-No, no lo deseo -le contestó-. No te quiero, no he disfrutado mucho trabajando a tu lado, y no me casaría contigo aunque fueras el único hombre sobre la tierra.
Se mostró dolido. Debió haber pensado que tenía grandes probabilidades de escuchar una cosa así. Aliena estaba segura de que nada había hecho para alentarle. Le había tratado como a un igual, escuchándolo cuando hablaba, hablándole a su vez de manera directa y franca, cumpliendo con sus responsabilidades como esperaba que él cumpliera con las suyas. Pero algunos hombres pensaban que todo eso estaba destinado a brindarles estímulo.
-¿Cómo puedes decir eso? -farfulló Alfred.
Aliena suspiró. Se sentía herido y a ella le daba lástima. Dentro de un instante, reaccionaría indignado, comportándose como si ella le hubiera acusado injustamente. Al final, llegaría a convencerse de que ella le había insultado de manera gratuita y se mostraría ofensivo. No todos los pretendientes se comportaban de ese modo, tan sólo los de un cierto tipo, y Alfred encajaba en él. Aliena pensó que tenía que irse.
Se puso en pie.
-Respeto tu proposición y te doy gracias por el honor que me haces -le dijo-. Respeta tú mi negativa y no vuelvas a pedírmelo.
-Supongo que te irás corriendo en busca del mocoso de mi hermanastro -le espetó Alfred con tono desagradable-. No imagino qué puede darte satisfacción.
Aliena se sonrojó incómoda. Así que la gente empezaba a darse cuenta de su amistad con Jack. Y nadie mejor que Alfred para interpretarla de un modo indecente. Pues bien, se iba corriendo a ver a Jack y no permitiría que Alfred la detuviera. Inclinándose acercó su cara a la de él hasta casi tocarla. Alfred se sobresaltó.
-Vete al infierno -dijo en tono bajo e intencionado. Luego dio media vuelta y se alejó.
El prior Philip celebraba juicios una vez al mes en la cripta. En los viejos tiempos, lo hacía una vez al año e incluso entonces rara vez se necesitó todo un día para solventar la cuestión. Pero, al triplicarse la población, el quebrantamiento de las leyes se había multiplicado por diez.
Asimismo había cambiado la naturaleza de los delitos. Antes, la mayoría de ellos estaban relacionados con la tierra, las cosechas y el ganado. Un campesino avaricioso que había intentado cambiar subrepticiamente las lindes de un campo a fin de ampliar sus tierras a expensas de su vecino; un labrador que robaba un saco de grano a la viuda para la que trabajaba; una pobre mujer con demasiados hijos que ordeñaba una vaca que no era suya. Pero, en la actualidad, casi todos los casos tenían relación con el dinero. Philip pensaba esto mientras tomaba asiento en su tribunal el día primero de diciembre. Los aprendices robaban dinero a sus patronos, un marido cogía los ahorros de su suegra; había mercaderes que pasaban dinero defectuoso y mujeres acaudaladas que pagaban una miseria a sirvientes sencillos que apenas si podían contar su salario semanal. Hacía cinco años esos delitos no existían en Kingsbridge porque por entonces nadie tenía tales cantidades de dinero.
Philip castigaba casi todos los delitos con una multa. También podía sentenciar a la gente a ser azotada, al cepo o a que la encarcelaran en la celda que había debajo del dormitorio de los monjes. Pero muy rara vez aplicaba tales castigos, los cuales estaban reservados ante todo a los delitos con violencia. También tenía derecho a ahorcar a los ladrones, y el priorato poseía un sólido patíbulo de madera. Pero jamás lo había utilizado. Y, al menos de momento, todavía abrigaba en el fondo de su corazón la secreta esperanza de no tener que hacerlo nunca. Los crímenes más graves, el asesinato, la muerte de los venados del rey y los asaltos con robo en los caminos, eran remitidos al tribunal del rey en Shiring, presidido por el sheriff. Y los ahorcamientos del sheriff Eustace eran ya más que suficientes.
Ese día Philip tenía siete casos de molienda de grano sin autorización. Los dejó para lo último y se ocupó de ellos en grupo. El priorato había construido un nuevo molino de agua junto al antiguo, pues Kingsbridge necesitaba ya dos. Pero había que pagar el nuevo, lo que significaba que todo el mundo tenía que llevar el grano a moler al priorato. Esa había sido siempre la ley, al igual que en cualquier otro feudo del país. A los campesinos no se les permitía moler el grano en casa; tenían que pagar al señor para que lo hiciera por ellos. En años recientes, al ir creciendo la ciudad y empezar a averiarse con excesiva frecuencia el antiguo molino de agua, Philip benévolo, dejó pasar el creciente aumento de molienda ilícita. Pero había llegado el momento de poner fin a aquello.
Tenía garrapateados en una pizarra los nombres de los infractores y los leyó en voz alta, uno a uno, empezando por el más rico.
-Richard Longacre. El hermano Franciscus dice que tienes una gran amoladera a la que dan vueltas dos hombres.
Franciscus era el molinero del priorato.
Se adelantó un hacendado de aspecto próspero.
-Sí, mi señor prior. Pero ahora la he roto.
-Paga sesenta peniques. Enid Brewster, en tu cervecería tienes un molino manual. Se ha visto a Eric Eridson utilizándolo, así que también está acusado.
-Sí, señor -repuso Enid, una mujer de rostro enrojecido y hombros poderosos.
-¿Y dónde está ahora el molino? -le preguntó Philip.
-Lo arrojé al río, mi señor.
Philip no la creyó, aunque poco podía hacer al respecto.
-Multa de veinticuatro peniques y doce más por tu hijo. ¿Walter Tanner?
Philip prosiguió con su lista, multando a los infractores de acuerdo con la escala de sus operaciones ilegítimas, hasta llegar a la última, la más pobre.
-¿Viuda Goda?
Se adelantó una mujer vieja de rostro flaco.
-El hermano Franciscus te vio moler grano con una piedra.
-No tenía un penique para el molino, señor -contestó la anciana con tono resentido.
-Sin embargo, tuviste un penique para comprar grano -dijo Philip-. Serás multada como todos los demás.
-¿Dejaréis que muera de hambre? -preguntó ella, desafiante.
Philip suspiró. Deseaba que el hermano Franciscus hubiera simulado no darse cuenta de que Goda estaba infringiendo la ley.
-¿Cuándo fue la última vez que alguien murió de hambre en Kingsbridge? -preguntó, mirando en derredor a los presentes-. ¿Recordáis la última vez que alguien muriese de hambre en nuestra ciudad? -calló un momento como a la espera de una respuesta y luego dijo-: Creo que descubriréis que fue anterior a mi época.
-Dick Shorthouse murió el año pasado -manifestó Goda.
Philip recordó al hombre, un mendigo que dormía en pocilgas y establos.
-Dick cayó a media noche en la calle, borracho perdido, y murió de frío bajo la nevada -respondió Philip-. No murió de hambre. Y si hubiera estado lo bastante sobrio para llegar hasta el priorato, tampoco habría muerto de frío. Si tienes hambre, no trates de engañarme, acude a mí para que te asista. Y si eres demasiado orgullosa para hacerlo y prefieres quebrantar la ley debes recibir tu castigo como los demás. ¿Me has oído?
-Sí, señor -murmuró la vieja malhumorada.
-Un cuarto de penique de multa. La sesión ha terminado.
Se puso en pie y salió. Subió las escaleras que conducían de la cripta a la planta baja.
Los trabajos en la nueva catedral avanzaban ahora con una lentitud pasmosa, como ocurría siempre cuando faltaba alrededor de un mes para la Navidad. Los bordes y las partes superiores expuestas del trabajo sin terminar de la piedra, estaban cubiertas con paja y estiércol, que se traía de las camas de las caballerías en las cuadras del priorato para mantener protegida de la escarcha la obra reciente. Los albañiles decían que no podían trabajar en invierno a causa del hielo. Philip había preguntado por qué no podían descubrir los muros cada mañana y volver a cubrirlos por la noche. Durante el día no solía haber escarcha. Tom había dicho que los muros construidos en invierno se desplomaban. Philip lo había creído. Pero no pensaba que fuera debido a la escarcha. Imaginó que el verdadero motivo fuera acaso que la argamasa necesitara varios meses para fraguar adecuadamente. Y el periodo invernal le permitía endurecerse a conciencia antes de que, en el nuevo año, se reanudaran los trabajos de albañilería en las partes altas. Ello explicaría también la superstición de los albañiles de que traía mala suerte construir más de veinte pies de alto cada año. De superarse esa medida, las hiladas inferiores podrían deformarse por el peso que habrían de soportar antes de que hubiera podido fraguar la argamasa.
Philip quedó sorprendido al ver a todos los albañiles en el exterior, en lo que sería el presbiterio de la iglesia. Se acercó para ver lo que estaban haciendo.
Habían confeccionado un arco de madera, semicircular, y lo sujetaban en alto, sostenido por estacas a ambos lados. Philip sabía que el arco de madera era una pieza de lo que llamaban cimbras, y estaba destinado a sostener el arco de piedra mientras se construía. Sin embargo, en aquel momento, los albañiles estaban ensamblando el arco de piedra a nivel del suelo, sin argamasa, para asegurarse de que las piedras encajaban entre sí a la perfección. Aprendices y peones las levantaban sobre las cimbras mientras los albañiles examinaban la operación con ojo crítico.
-¿Para qué es eso? -preguntó Philip al encontrarse con la mirada de Tom.
-Es un arco para la galería de la tribuna.
Philip lo observó reflexivo. La arcada había quedado terminada el año anterior y la galería superior quedaría acabada ese año. Y entonces sólo faltaría por construir el nivel más alto, el triforio, antes de que empezaran con el tejado. Ahora que los muros habían sido cubiertos para el invierno, los albañiles estaban preparando las piedras para el trabajo del próximo año. Si el arco resultaba perfecto, las piedras de todos los demás se cortaban exactas.
Los aprendices, entre los que se encontraba Jack, el hijastro de Tom, construían el arco, hacia arriba, desde cada lado, con las piedras en forma de cuna llamadas dovelas. A pesar de que el arco iba a ser construido a gran altura en la iglesia, tendría elaboradas molduras decorativas, de tal manera que cada piedra tenía, en la superficie que quedaba visible, una línea de grandes dientes de perro esculpidos, otra de medallones pequeños y, debajo del todo, otra línea de boceles. Cuando se juntaban las piedras, los diversos motivos esculpidos coincidían exactamente y, al prolongarse, formaban tres arcos continuos, uno de dientes de perro, otro de medallones y un tercero de boceles. De esa manera, daba la impresión de que el arco había sido construido por varios aros semicirculares de piedra, uno sobre otro, mientras que, de hecho, estaba formado por cunas colocadas una junto a otra. Sin embargo, las piedras habían de coincidir entre sí de la manera más exacta, ya que, de lo contrario, los motivos esculpidos no se alinearían de manera bien y el efecto quedaría desbaratado.
Philip se quedó allí mirando mientras Jack bajaba la dovela central para colocarla en su sitio. Ya estaba el arco completo. Cuatro albañiles cogieron mazos y golpearon las cuñas que soportaban las cimbras de madera unas pulgadas sobre el suelo. De repente, cayó el soporte de madera. A pesar de que entre las piedras no había argamasa, el arco siguió en pie. Tom Builder gruñó satisfecho.
Alguien tiró de la manga a Philip. Al volverse, se encontró con un monje joven.
-Tenéis un visitante, padre. Está esperando en vuestra casa.
-Gracias, hijo mío.
Philip se alejó de los constructores. Si los monjes habían hecho pasar al visitante a la casa del prior para que esperara, era que se trataba de alguien importante. Atravesó el recinto y entró en su morada.
El visitante era su hermano Francis. Philip lo abrazó con calor. Francis parecía muy preocupado.
-¿Te han ofrecido algo de comer? -preguntó Philip-. Pareces fatigado.
-Ya me han dado un poco de pan y carne. Gracias. Me he pasado el otoño cabalgando entre Bristol, donde el rey Stephen estaba prisionero y Rochester, donde estaba el conde Robert.
-Has dicho que estaban.
Francis asintió con la cabeza.
-Me he dedicado a negociar un trueque. Stephen por Robert. Se llevó a cabo el día de Todos los Santos. El rey Stephen se halla de nuevo en Winchester.
Philip quedó sorprendido.
-Me da la impresión de que la emperatriz Maud ha salido perdiendo con ese cambio. Ha entregado un rey a cambio de un conde.
Francis meneó la cabeza.
-Sin Robert se encontraba perdida. Nadie le tiene simpatía, nadie se fía de ella. El apoyo que le prestaban se estaba perdiendo. Tenía que recuperar a Robert. La reina Matilda fue inteligente. Se negó en redondo a canjearlo por cualquier otro que no fuera el rey Stephen. Se lo propuso y al final lo consiguió.
Philip se acercó a la ventana y miró afuera. Había empezado a caer una lluvia fría y sesgada, que atravesaba el recinto en construcción, oscureciendo los altos muros de la catedral y goteando por los bajos tejados de barda de las viviendas de los artesanos.
-¿Qué significa eso? -preguntó.
-Significa que Maud vuelve a ser, una vez más, una aspirante al trono. Después de todo, Stephen ha sido realmente coronado, mientras que Maud nunca lo fue. No del todo.
-Pero fue Maud quien autorizó mi mercado.
-Sí, y eso puede ser un problema.
-¿Queda invalidada mi licencia?
-No. Ha sido concedida de manera legal por un gobernante legítimo, al que la Iglesia había dado su aprobación. El hecho de que no fuera coronada no influye para nada. Pero Stephen puede retirarla.
-Con los ingresos del mercado estoy pagando la piedra -dijo Philip inquieto-. Sin ella no podré construir. En verdad que son malas noticias.
-Lo siento.
-¿Y qué hay de mis cien libras?
Francis se encogió de hombros.
-Stephen te dirá que te las devuelva Maud.
Philip se sintió angustiado.
-¡Todo ese dinero! -exclamó-. Era dinero de Dios y lo he perdido.
-Todavía no lo has perdido -lo tranquilizó Francis-. Es posible que Stephen no revoque tu licencia. Nunca ha mostrado demasiado interés por los mercados en ningún sentido.
-El conde William puede ejercer presión sobre él.
-William cambió de bando, ¿recuerdas? Respaldó con todas sus gentes a Maud. Ya no gozará de mucha influencia con Stephen.
-Espero que tengas razón -dijo Philip con fervor-. Espero, por la gracia de Dios, que tengas razón.
Cuando hizo demasiado frío para sentarse en el claro, Aliena tomó la costumbre de visitar la casa de Tom Builder en los atardeceres. Alfred frecuentaba por lo general la cervecería, de manera que el grupo familiar estaba formado por Tom, Ellen, Jack y Martha. Como Tom estaba prosperando tanto, tenían asientos confortables, un buen fuego y muchas velas. Ellen y Aliena solían dedicarse a tejer. Tom trazaba planos y diagramas, grabando los dibujos con una piedra afilada sobre trozos pulidos de pizarra. Jack simulaba estar haciendo un cinto, afilando cuchillos o construyendo un cesto; aunque la mayor parte del tiempo se la pasara mirando furtivamente la cara de Aliena a la luz de la vela, observando sus labios mientras hablaba, o bien contemplando su blanca garganta cuando bebía un vaso de cerveza. Aquel invierno rieron muchísimo. A Jack le gustaba hacer reír a Aliena. Por regla general, se mostraba tan reservada y dueña de sí misma, que era una gozada verla explayarse, era casi tan maravilloso como verla desnuda por un fugaz instante. Jack siempre estaba pensando en decir cosas que pudieran divertirla. Solía referirse a los artesanos que trabajaban en la construcción, imitando el acento de un albañil parisiense o los andares estevados de un herrero. En cierta ocasión, inventó un relato cómico de la vida de los monjes, endosando a cada uno de ellos un pecado plausible. El orgullo de Remigius, la glotonería de Bernard Kitchener, la afición a la bebida del maestro de invitados y la lascivia de Pierre Circuitor. A menudo Martha se desternillaba de risa e incluso el taciturno Tom esbozaba una sonrisa.
Durante una de aquellas veladas Aliena dijo:
-No sé si podré vender todo este lienzo.
Todos se quedaron boquiabiertos.
-¿Entonces por que seguimos tejiendo? -preguntó Ellen.
-Aun no he perdido las esperanzas -respondió Aliena-. Sólo que me encuentro con un problema.
Tom levantó la vista de su pizarra.
-Creí que el priorato estaba ansioso por comprarlo todo.
-Ese no es el problema. No encuentro gente para que lo abatane, y el priorato no quiere el tejido flojo. En realidad, no lo quiere nadie.
-Abatanar es un trabajo demoledor, capaz de romperte la espalda. No me sorprende que nadie quiera hacerlo -comentó Ellen.
-¿No puedes encontrar hombres para esa tarea? -sugirió Tom.
-Desde luego no en la próspera Kingsbridge. Todos los hombres tienen trabajo más que suficiente. En las grandes ciudades, hay abatanadores profesionales; pero la mayoría de ellos trabajan para los tejedores, los cuales les prohíben abatanar para los competidores de sus patrones. De cualquier manera, llevar y traer el lienzo desde Winchester resultaría demasiado caro.
-Es un verdadero problema -reconoció Tom, y volvió a sus dibujos.
A Jack se le ocurrió una idea.
-Es una lástima que no podamos lograr que lo hagan los bueyes.
Todos se echaron a reír.
-Sería como pretender enseñar a un buey a construir una catedral -dijo Tom.
-O con un molino -insistió Jack impertérrito-. Por lo general, hay maneras fáciles de hacer los trabajos más duros.
-Quiere abatanar el lienzo, no molerlo -le replicó Tom.
Jack no le escuchaba.
-Utilizamos mecanismos para levantar pesos, y ruedas giratorias para elevar piedras hasta los andamios más altos...
-Sería maravilloso que hubiese algún mecanismo ingenioso para poder abatanar este lienzo -dijo Aliena.
Jack imaginó lo complacida que se sentiría si él lograra resolver ese problema. Estaba decidido a encontrar alguna manera.
-He oído decir que se ha utilizado un molino de agua para hacer funcionar fuelles en una herrería... Pero nunca lo he visto -explicó Tom pensativo.
-¿De veras? -exclamó Jack excitado-. Eso lo demuestra.
-Una rueda de molino gira y gira y una piedra de molino gira y gira -dijo Tom-, de tal manera que una piedra impulsa a la otra. Pero el bate de un abatanador va de arriba abajo. Nunca lograrás que una rueda de molino de agua haga subir y bajar un bate.
-Un fuelle también va de arriba abajo.
-Claro, claro. Pero yo nunca vi esa herrería. Sólo he oído hablar de ella.
Jack intentó formarse una idea de la maquinaria de un molino. La fuerza del agua hacía girar la rueda. El astil de ésta estaba conectado con otra rueda dentro del molino. La rueda interior se hallaba colocada en sentido vertical, de tal forma que sus dientes se encajaban en los dientes de otra rueda horizontal. Ésta última era la que hacía girar la piedra molar.
-Una rueda en pie puede poner en marcha a otra tumbada -musitó Jack pensando en voz alta.
Martha se echó a reír.
-¡No te esfuerces, Jack! -le dijo-. Si los molinos pudieran abatanar lienzos, ya se le habría ocurrido a las gentes listas.
Jack no le hizo caso.
-Los bates de abatanar podrían fijarse al astil de la rueda del molino -continuó-. El lienzo podría colocarse plano donde los bates cayeran.
-Sí; pero los bates golpearían sólo una vez, y luego se quedarían atascados, con lo que la rueda se pararía. Ya te lo he dicho... Las ruedas giran y giran pero los bates van de arriba abajo -alegó Tom.
-Tiene que haber una manera -insistió Jack con tozudez.
-No la hay -afirmó Tom perentorio con el tono de voz que adoptaba para cerrar el tema de una conversación.
-Sin embargo apuesto a que la hay -farfulló rebelde Jack.
Tom hizo como que no le había oído.
Al domingo siguiente, Jack desapareció.
Fue a la iglesia por la mañana, almorzó en casa como de costumbre pero, a la hora de cenar, no se presentó. Aliena estaba en su cocina haciendo un espeso caldo con jamón y berza cuando llegó Ellen en busca de Jack.
-No lo he visto desde misa -informó la joven.
-Desapareció después de almorzar -explicó Ellen-. Supuse que estaba contigo.
Aliena se sintió algo incómoda de que Ellen hubiera dado por sentada aquella suposición.
-¿Estás preocupada?
-Una madre siempre lo está -contestó Ellen.
-¿Se ha peleado con Alfred? -preguntó Aliena nerviosa.
-Esa misma pregunta he hecho yo. Alfred dice que no. -Ellen suspiró-. Espero que no le haya pasado nada malo. Ya ha hecho estas cosas antes, y me atrevería a decir que volverá a hacerlas. Nunca le enseñé a amoldarse a horas regulares.
Aquella noche, más tarde, a punto ya de acostarse, Aliena fue a casa de Tom para saber si Jack había aparecido. Le dijeron que no. Se acostó preocupada. Richard estaba en Winchester, de manera que se encontraba sola. No hacía más que pensar que Jack pudo haberse caído al río y ahogarse, o cualquiera otra cosa por el estilo. Para Ellen sería terrible. Jack era su único hijo auténtico. A Aliena se le llenaron los ojos de lágrimas al imaginarse el dolor de Ellen si perdiera a Jack. “Esto es estúpido, se dijo; estoy llorando por la pena de alguien causada por algo que no ha ocurrido.” Se dominó e intentó pensar en otra cosa. El exceso de lienzo era su gran problema. En circunstancias normales podía pasarse media noche preocupándose por el negocio; pero esa noche sus pensamientos volvían sin cesar a Jack. ¿Y si se hubiera roto una pierna y se encontrara inmovilizado en el bosque?
Al final, la venció un sueño inquieto. Se despertó con las primeras luces sintiéndose todavía cansada. Se echó su gruesa capa sobre el camisón, se puso las botas forradas de piel, y salió en busca de Jack.
No estaba en el jardín que había detrás de la cervecería, donde solían quedarse dormidos los hombres, evitando congelarse gracias al calor del fétido estercolero. Bajó hasta el puente, caminando temerosa por la orilla del río hasta un recodo donde se arrojaban los desperdicios. Una familia de patos se encontraba picoteando entre los restos de madera, de zapatos desechados, de cuchillos enmohecidos y de huesos de carne putrefactos que se acumulaban en la playa. Gracias a Dios tampoco estaba allí Jack.
Subió de nuevo hasta la colina y entró en el recinto del priorato, donde los constructores de la catedral comenzaban una nueva jornada de trabajo.
Encontró a Tom en su cobertizo.
-¿Ha vuelto Jack? -preguntó esperanzada.
-Todavía no -repuso Tom al tiempo que meneaba la cabeza.
Cuando Aliena se iba, llegó el maestro carpintero con aspecto preocupado.
-Han desaparecido todos nuestros martillos -informó a Tom.
-Es extraño -comentó éste-. Yo he estado buscando un martillo y no he encontrado ninguno.
-¿Dónde están los cabezales de los albañiles? -preguntó Alfred asomando la cabeza por la puerta.
Tom se rascó la cabeza.
-Parece como si hubieran volado cuantos martillos tenemos, -dijo perplejo, luego, cambió de expresión y añadió-: Apuesto a que Jack está detrás de todo esto.
“Claro -se dijo Aliena-. Martillos. El abatanado. El molino.”
Sin decir palabra de lo que pensaba, salió del cobertizo de Tom y, atravesando presurosa el recinto del priorato, dejó atrás la cocina y se encaminó hacia el extremo suroeste donde un canal, desviado del río, ponía en movimiento los dos molinos, el viejo y el recién construido. Tal y como sospechaba, la rueda de molino viejo estaba girando.
Entró.
En el primer momento, lo que vio la dejó confusa y asustada. Había una hilera de martillos sujetos a una viga horizontal. Levantaban sus cabezas, al parecer por propio impulso, semejantes a caballos en busca del pesebre. Luego, caían de nuevo, todos juntos, golpeando de manera simultánea con un estruendo tremendo que casi la dejó sin aliento. Lanzó un grito sobresaltada. Los martillos alzaron sus cabezas, como si la hubieran oído gritar, y luego golpearon de nuevo. Estaban batiendo cierta cantidad de lienzo flojo sumergida en una o dos pulgadas de agua contenida en un balde de madera semejante a los que utilizaban en la construcción para mezclar la argamasa. Entonces, se dio cuenta de que los martillos estaban abatanando el tejido y dejó de sentirse asustada, aún cuando le seguían pareciendo terriblemente vivos. Pero, ¿cómo lo había hecho? Observó que la viga a la que se encontraban sujetos los martillos estaba paralela al astil de la rueda del molino. Una tabla sujeta a él daba vueltas y más vueltas al tiempo que éste giraba. Al llegar la tabla, tropezaba con los mangos de los martillos haciéndolos bajar, de modo que las cabezas se levantaban. Al seguir girando la tabla, dejaba en libertad los mangos. Entonces las cabezas caían, descargándose sobre el lienzo que se hallaba en la artesa. Era exactamente lo que Jack había dicho durante aquella conversación. Un molino podía abatanar el lienzo.
Aliena oyó su voz.
-Hay que lastrar los martillos para que caigan con más fuerza.
Al volverse, vio a Jack con aspecto cansado aunque triunfante.
-Creo que he resuelto tu problema -le dijo sonriendo con timidez.
-Me siento tan contenta de que te encuentres bien... ¡Estábamos preocupados por ti! -dijo Aliena.
Sin pensarlo, le echó los brazos al cuello y lo besó. Fue un beso muy breve, poco más que un roce; pero entonces, al separarse sus labios, los brazos de Jack le rodearon la cintura, sujetando su cuerpo suavemente aunque con firmeza contra el suyo, y Aliena se encontró mirándole a los ojos. En lo único que podía pensar era en lo feliz que se sentía de que él estuviera vivo y sin haber sufrido daño alguno. Le dio un apretón afectuoso. Y, de súbito, Aliena tuvo consciencia de su propia piel. Podía sentir la aspereza de su camisón de lino, y el cuero suave de sus botas y el cosquilleo en los pezones al apretarse contra el pecho de él.
-¿Estabas preocupada por mí? -preguntó Jack asombrado.
-¡Pues claro! Apenas he dormido.
Aliena sonreía feliz pero Jack tenía un aspecto terriblemente solemne y, al cabo de un momento, el talante de él se impuso al suyo y se sintió extrañamente conmovida. Podía oír los latidos de su corazón y empezó a respirar más de prisa. Detrás de ella, los martillos golpeaban al unísono sacudiendo la estructura de madera del molino con cada golpe concertado, y Aliena parecía sentir las vibraciones en lo más profundo de su ser.
-Estoy muy bien -dijo Jack-. Todo está bien.
-Me siento tan contenta... -repitió Aliena y su voz era un susurro.
Le vio bajar los párpados e inclinar su cara sobre la de ella, y luego sintió los labios de Jack contra los suyos. Fue un beso dulce. Tenía los labios llenos y una barba suave de adolescente. Aliena cerró los ojos para concentrarse en aquella sensación. La boca de Jack se movía sobre la suya y le pareció algo natural abrir los labios. De repente, su propia boca se hizo sumamente sensitiva hasta el punto de poder sentir el tacto más ligero, el más leve movimiento. La punta de la lengua de Jack le acariciaba el interior de su labio superior. Aliena se sentía tan abrumada de felicidad que experimentaba ganas de llorar. Apretó su cuerpo contra el de él, aplastando sus suaves senos contra el duro pecho, sintiendo los huesos de sus caderas incrustados en su propio vientre. Ya no era tan sólo que sintiera alivio por que Jack estuviera a salvo y alegría de tenerlo allí. Ahora era una nueva sensación. Su presencia física la embargaba de una emoción estática que la hacía sentirse un poco mareada. Abrazada a su cuerpo, necesitaba tocarlo más, sentir aún más su presencia, tenerle todavía más cerca. Le acarició la espalda. Quería sentir su piel; pero la ropa le hizo sentirse defraudada. Sin pensarlo, metió la lengua entre los labios de Jack. El joven emitió un leve ruido animal desde el fondo de la garganta, como un gemido ahogado de placer.
La puerta del molino se abrió de golpe. Aliena se apartó rápida de Jack. De repente, se sintió sobresaltada como si hubiera estado profundamente dormida y alguien le hubiera dado una bofetada para despertarla. Se sentía horrorizada de lo que habían estado haciendo, besándose y frotándose uno contra otro. ¡Como una puta y un borracho en una cervecería! Retrocedió mirando a su alrededor, sintiéndose mortificada por su turbación. El intruso era Alfred. Aquello le hizo sentirse aún peor. Hacía tres meses que Alfred le pidió que se casara con él y ella lo rechazó con altivez. Y ahora la había visto comportándose como una perra en celo. Daba la impresión de cierta hipocresía. Se sonrojó de vergüenza. Alfred la estaba mirando y su expresión era una mezcla de lascivia y desprecio, que le traía a la memoria la imagen vívida de William Hamleigh. Estaba disgustada con ella misma por dar a Alfred motivo para menospreciarla, y furiosa con Jack por la parte que había desempeñado en todo aquello.
Dio la espalda a Alfred y miró a Jack. Al encontrarse sus ojos éste pareció sobresaltado. Aliena se dio cuenta de que su rostro delataba la ira que sentía, pero no podía evitarlo. La expresión de Jack, de aturdida felicidad, se convirtió en confusión y dolor. En circunstancias normales aquello la habría ablandado; pero, en aquellos momentos estaba fuera de sí. Lo aborrecía por lo que le había hecho hacer a ella. Rápida como un rayo, lo abofeteó. Él permaneció inmóvil; pero en su mirada se reflejó la agonía que estaba sufriendo. Se le enrojeció la mejilla golpeada. Aliena no podía soportar el dolor que había en sus ojos. Se obligó a apartar la vista. No resistía seguir allí. Corrió hacia la puerta acompañada del incesante golpeteo de los martillos repercutiendo en sus oídos. Alfred se apartó rápido para dejarla pasar, en actitud casi asustada. Aliena pasó como un rayo junto a él y salió. Tom Builder estaba a punto de entrar junto con un reducido grupo de trabajadores de la construcción. Todo el mundo se dirigía al molino para saber lo que estaba pasando. Aliena cruzó presurosa junto a ellos sin decir palabra. Algunos de ellos la miraron con curiosidad haciéndola arder de vergüenza; pero todos estaban más interesados en los martillazos que se oían salir del molino. La mente lógica de Aliena le recordaba que Jack había resuelto el problema del abatanado de su lienzo, pero la idea de que se había pasado toda la noche haciendo algo por ella era motivo de que se sintiese todavía peor. Pasó corriendo por delante de las cuadras, y también por la puerta del priorato, y a lo largo de la calle, con las botas resbalando y chapoteando por el fango, hasta llegar a su casa.
Al entrar, se encontró allí a Richard. Se hallaba sentado a la mesa de la cocina, con una hogaza de pan y un jarro de cerveza.
-El rey Stephen se ha puesto en marcha -dijo-. La guerra ha empezado de nuevo. Necesito otro caballo.
Durante los tres meses siguientes, Aliena apenas cruzó dos palabras con Jack.
El mozo se sentía destrozado. Ella le había besado como si lo quisiera, de eso no cabía la menor duda. Cuando la joven salió del molino, estaba seguro de que pronto volverían a besarse de la misma manera. Deambulaba como envuelto en una bruma erótica, pensando: “¡Aliena me quiere! ¡Aliena me quiere!” Le había acariciado la espalda y metido la lengua en su boca, había apretado sus senos contra él. Cuando empezó a evitarle, Jack pensó que tan sólo se sentía incómoda. Después de aquel beso, era imposible que pretendiera no quererle. Esperó paciente a que superara su timidez. Con la ayuda del carpintero del priorato, había hecho un mecanismo de abatanar, más fuerte y permanente, para el molino viejo. Y Aliena pudo abatanar su lienzo. Le dio las gracias en tono sincero; pero su voz era fría y evitaba su mirada.
Cuando hubieron transcurrido, no sólo unos días, sino varias semanas en esa tesitura, se vio obligado a admitir que algo iba muy mal. Se sintió embargado por la desilusión y pensó que el dolor iba a ahogarlo. Estaba perplejo. Sentía el deseo desesperado de tener más años, y más experiencia con las mujeres, a fin de ser capaz de saber si Aliena era normal o si tenía un carácter peculiar; si esa actitud sería temporal o permanente y si debía ignorarlo o encararse a ella. Como se sentía inseguro y también aterrado ante la posibilidad de que pudiera decir algo que estropeara más las cosas, optó por no hacer nada. Entonces empezó a apoderarse de él un sentimiento constante de rechazo y se sintió inútil, estúpido e impotente. Pensaba en lo loco que había sido al imaginar que la mujer más deseable e inalcanzable del Condado hubiera podido enamorarse de él, tan sólo un muchacho. La había divertido por un tiempo con sus historias y sus bromas; pero en cuanto la besó como un hombre se había alejado por completo. ¡Que bobo fue esperando otra cosa!
Al cabo de una o dos semanas de decirse lo estúpido que había sido, empezó a sentirse furioso. En el trabajo estaba irritable, y la gente empezaba a mostrarse cautelosa con él. Se comportaba de manera desagradable con su hermanastra, Martha, la cual se sentía casi tan dolida con él como el lo estaba con Aliena. Un domingo por la tarde se gastó el salario apostando en las peleas de gallos. Toda su pasión la consumía en el trabajo. Esculpía modillones, las piedras que se proyectaban y que parecían sostener arcos o fustes que no llegaban del todo al suelo. En estos modillones se esculpían con frecuencia hojas; pero una alternativa tradicional era la de esculpir a un hombre que pareciera sostener un arco con las manos o lo tuviese apoyado sobre la espalda. Jack alteró un poco el modelo habitual. El resultado fue una figura humana extrañamente contorsionada, con expresión de dolor, como si estuviera condenado a una agonía eterna mientras sostenía el peso inmenso de la piedra. Jack sabía que era algo genial, nadie más podía esculpir una figura que diera la impresión de que sufría. Cuando Tom la vio, movió indeciso la cabeza sin saber si maravillarse ante la expresividad de la figura o desaprobar su escasa ortodoxia. A Philip le atrajo de inmediato. A Jack, por su parte, le importaba poco lo que pensaran. Tenía la absoluta convicción de que si a alguien no le gustaba era porque estaba ciego.
Cierto domingo de cuaresma, cuando todo el mundo estaba de mal humor porque hacía tres semanas que no se comía carne, Alfred acudió al trabajo con expresión triunfante. El día anterior había estado en Shiring. Jack ignoraba lo que podía haber hecho allí; pero, a todas luces, se sentía muy satisfecho.
Durante el descanso de media mañana, cuando Enid Brewster abrió un barril de cerveza en medio del presbiterio para vendérsela a los constructores, Alfred mostró un penique.
-Eh, Jack Tomson, tráeme algo de cerveza -dijo.
“Va a decir algo sobre mi padre”, pensó Jack. Y no hizo caso de Alfred. Uno de los carpinteros, un hombre ya mayor llamado Peter, le advirtió.
-Más te valdrá hacer lo que te dicen, aprendiz.
Se suponía que un aprendiz había de obedecer siempre a cualquier maestro artesano.
-No soy hijo de Tom -dijo Jack-. Tom es mi padrastro, y Alfred lo sabe.
-Sin embargo haz lo que te dice -repitió Peter en tono razonador.
Jack cogió reacio el dinero de Alfred y se puso en la cola.
-El nombre de mi padre era Jack Shareburg -dijo en voz alta-. Todos podéis llamarme Jack Jackson si queréis diferenciarnos a Jack Blacksmith y a mí.
-Jack Bastard será más propio -dijo Alfred.
-¿Os habéis preguntado alguna vez por qué Alfred nunca se ata los cordones de las botas?
Los presentes miraron los pies de Alfred. Y así era. Sus botas pesadas y embarradas, que habrían de estar atadas hasta arriba con los cordones, estaban descuidadamente abiertas. Jack explicó:
-Es para poder verse antes los dedos por si tiene que contar más allá de diez.
Los artesanos sonrieron y los aprendices rieron divertidos. Jack entregó a Enid el penique de Alfred y cogió un cántaro de cerveza. Se lo llevó a Alfred presentándoselo con una leve reverencia burlona. Alfred estaba irritado, aunque no demasiado, y todavía guardaba algo en la manga. Jack se alejó y bebió su cerveza con los aprendices, con la esperanza de que Alfred le dejara en paz.
Esperanza vana. Momentos después, Alfred le siguió.
-Si Jack Shareburg fuera mi padre, yo no me sentiría tan dispuesto a reconocerlo en público. ¿Acaso no sabes lo que era?
-Era un juglar -dijo Jack; trató de mostrarse seguro de sí mismo pero temía lo que Alfred pudiera decir-. Supongo que no sabrás lo que es un juglar.
-Era un ladrón -dijo Alfred.
-Bah, cierra el pico, pedazo de tarugo.
Jack se volvió y tomó un trago de cerveza pero apenas si pudo tragarla. Alfred debía de tener algún motivo para afirmar aquello.
-¿Acaso no sabes cómo murió? -insistió Alfred.
“Eso es -se dijo Jack-. Eso es de lo que se enteró ayer en Shiring. Ese es el motivo de su estúpida y sonriente mueca.” Volvióse reacio y se enfrentó a Alfred.
-No; no sé cómo murió mi padre, Alfred, pero creo que tú vas a decírmelo.
-Lo colgaron por asqueroso ladrón.
Jack lanzó un grito involuntario de angustia. Sabía, por intuición, que aquello era cierto. Alfred estaba demasiado seguro de sí mismo para haberlo inventado. Y Jack comprendió rápido que ello explicaba la reticencia de su madre, que había estado años temiendo en secreto algo semejante. Durante todo el tiempo se había querido convencer de que nada andaba mal, de que no era un bastardo, de que tenía un verdadero padre con nombre auténtico. De hecho siempre había temido que hubiera algo deshonroso respecto a su padre, que los improperios estaban justificados, que en realidad tenía algo de que avergonzarse. Ya se sentía deprimido, el rechazo de Aliena le había dejado con la sensación de inutilidad y pequeñez. Y ahora la verdad sobre su padre fue como un mazazo.
Alfred seguía allí en pie sonriendo, satisfechísimo de sí mismo. El efecto producido por su revelación le había encantado. Su expresión puso fuera de sí a Jack, para quien ya era bastante terrible que hubieran ahorcado a su padre. Pero que Alfred se sintiera feliz por ello, era ya demasiado. Sin pensarlo dos veces, Jack arrojó su cerveza a la cara sonriente de Alfred.
Los demás aprendices, que habían estado atentos a los hermanastros y disfrutando con su altercado, se apresuraron a retirarse uno o dos pasos. Alfred se limpió la cerveza de los ojos, rugió furioso y, con un movimiento tan rápido que sorprendía en un hombre tan grande como él, descargó su inmenso puño. El golpe alcanzó a Jack en la mejilla con tal fuerza que, en lugar de dolerle, se la dejó insensible. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar el otro puño de Alfred se hundió en su estómago. Ese golpe le produjo un terrible dolor. Jack tuvo la impresión de que nunca volvería a respirar. Se desmadejó y cayó al suelo. Al hacerlo, Alfred le dio un puntapié en la cabeza con una de sus pesadas botas y, por un instante, no pudo ver nada, sólo luces blancas.
Rodó por el suelo a ciegas y luchó para levantarse. Pero Alfred todavía no estaba satisfecho. Al incorporarse Jack, sintió que le agarraba. Empezó a forcejear. Ahora ya estaba aterrado. Alfred no tendría compasión. Le golpearía hasta hacerlo polvo si no conseguía escapar. En un principio, Alfred le agarraba con tal fuerza que Jack no lograba soltarse; pero al echar aquel hacia atrás el poderoso puño para golpearle de nuevo, pudo librarse al fin.
Salió corriendo, y Alfred se precipitó en su seguimiento. Jack evitó un barril de cal, haciéndolo rodar delante de Alfred para impedir su persecución. La cal se derramó por el suelo. Alfred saltó sobre el barril; pero salió disparado contra un tonel de agua que se derramó a su vez. Al entrar el agua en contacto con la cal ésta empezó a hervir y a sisear intensamente. Algunos de los constructores, cuando se dieron cuenta del desperdicio de un material costoso protestaron a gritos. Pero Alfred estaba sordo y Jack no pensaba en otra cosa que en tratar de alejarse de su hermanastro. Siguió corriendo encorvado todavía por el dolor y medio ciego por el puntapié en la cabeza. Pegado a sus talones, Alfred alargó un pie y le puso la zancadilla. Jack cayó todo lo largo que era. Voy a morir se dijo mientras rodaba para apartarse. Quedó debajo de una escala apoyada contra el andamio en lo alto de la construcción. Alfred se acercaba con deliberación a él. Jack se sintió como un conejo acorralado. La escala lo salvó. Al inclinarse Alfred para ponerse detrás de ella, Jack avanzó a gatas, colocándose delante de la escala, y con un impulso se lanzó a los primeros peldaños. Trepó como una ardilla.
Sintió temblar la escala al subir Alfred detrás de él. En circunstancias normales, podía ganar a Alfred corriendo; pero todavía se sentía aturdido y sin aliento. Llegó al final de la escala y se encaramó al andamio. Tropezó y cayó contra el muro. Las piedras habían sido colocadas aquella misma mañana y la argamasa aún no se hallaba seca. Al desplomarse Jack sobre ellas se estremeció toda una sección del muro; se soltaron tres o cuatro piedras y cayeron al costado. Jack pensó que iría tras ellas. Se balanceó en el borde y, al mirar hacia abajo, vio caer las grandes piedras dando tumbos, desde una altura de ochenta pies, desplomándose sobre los tejados de las viviendas colgadizas que se encontraban al pie del muro. Se enderezó con la esperanza de que en aquellas viviendas no hubiera nadie. Alfred había llegado al final de la escala y avanzaba hacia él sobre el endeble andamiaje.
Alfred estaba congestionado y jadeante, con una mirada rebosante de odio. Jack no tenía duda alguna de que, en aquel estado, Alfred era capaz de matarlo. Si llega a agarrarme, se dijo Jack, me arrojará por el lado. Alfred avanzaba al tiempo que Jack retrocedía. Encontró algo blando y se dio cuenta de que era argamasa. Entonces tuvo una inspiración y, parándose de repente, cogió un puñado y lo arrojó con puntería perfecta a los ojos de Alfred.
Éste, cegado, detuvo su avance y sacudió la cabeza para librarse de la argamasa. Al fin Jack tenía una posibilidad de escapar. Corrió hacia el extremo más alejado de la plataforma del andamiaje, con la intención de descender, salir como un rayo del recinto del priorato y pasar el resto del día escondido en el bosque. Pero entonces descubrió horrorizado que en el otro extremo de la plataforma no había escala alguna, porque no tocaba el suelo, estaba construido sobre viguetas introducidas dentro de mechinales en el muro. Se encontraba atrapado.
Miró hacia atrás. Alfred se había quitado la argamasa de los ojos y avanzaba hacia él.
Se encontraba imposibilitado de bajar.
En el extremo sin terminar del muro, donde el presbiterio se uniría al crucero, cada hilada de albañilería era media piedra más corta que la de abajo, formando un empinado tramo de angostos escalones que, en ocasiones, utilizaban los peones más audaces como alternativa para subir a la plataforma. Con el corazón en la boca, Jack alcanzó la parte superior del muro y avanzó a lo largo, con todo cuidado aunque de prisa, intentando no ver hasta dónde caería si se escurriera. Llegó a la parte superior de la sección escalonada, se detuvo en el borde y miró hacia abajo. Sintió un ligero mareo. Echó una ojeada por encima del hombro. Alfred estaba sobre el muro siguiéndolo. Empezó a bajar.
A Jack no le cabía en la cabeza cómo era posible que Alfred se arriesgara tanto. Jamás había sido valiente. Era como si el odio hubiera entumecido su sentido del peligro. Mientras bajaban aquellos empinados y angostos escalones, Alfred iba ganando terreno a Jack, el cual se dio cuenta, cuando se encontraba a más de doce pies del suelo de que Alfred le pisaba prácticamente los talones. Desesperado, saltó por el costado del muro sobre el tejado de barda de la vivienda de los carpinteros. Volvió a saltar del tejado al suelo; pero cayó de mala manera torciéndose el tobillo lo que le hizo rodar de nuevo.
Se incorporó a duras penas. Los segundos perdidos a causa de la caída habían permitido que Alfred alcanzara el suelo y correr hacia la vivienda. Durante un segundo, Jack permaneció en pie con la espalda contra la pared y Alfred se detuvo, calculando para ver por dónde podría atacar. Jack sufrió un momento de indecisión y terror. Luego, haciéndose a un lado entró de espaldas en la vivienda.
Estaba vacía, ya que los artesanos se encontraban en pie, alrededor del barril de Enid. Sobre los bancos se veían los martillos, las sierras y los cinceles de los carpinteros, así como los trozos de madera en los que habían estado trabajando. En medio del suelo se encontraba una gran pieza de una nueva cimbra para utilizarla en la construcción de un arco. Y al fondo, contra el muro de la iglesia, ardía un gran fuego alimentado con las virutas y los desperdicios del material de los carpinteros.
No había salida alguna.
Jack se volvió para hacer cara a Alfred. Estaba acorralado. Por un instante quedó paralizado por el pánico. Pero luego el miedo dio paso a la furia. Poco me importa que me mate, se dijo siempre que pueda hacer sangrar a Alfred antes de morir. No esperó a que éste le golpeara sino que, con la cabeza baja cargó contra él. Estaba tan fuera de sí que ni siquiera utilizó los puños. Se lanzó contra su adversario con la fuerza de un toro.
Era lo último que Alfred esperaba. La frente de Jack golpeó contra su boca. Jack era dos o tres pulgadas más bajo que él y mucho más delgado. Pese a ello, su ataque hizo retroceder a Alfred. Al recuperar Jack el equilibrio pudo ver la boca ensangrentada de Alfred y se sintió satisfecho.
Por un instante, Alfred quedó demasiado sorprendido para reaccionar con rapidez. En ese preciso momento la mirada de Jack se detuvo en un gran macho de madera que se encontraba sobre un banco. Al recuperarse Alfred y precipitarse sobre Jack, éste levantó el martillo haciéndolo girar a ciegas. Alfred lo esquivó retrocediendo y el martillo no le alcanzó. De repente, era Jack quien tenía ventaja. Envalentonado persiguió a Alfred, percibiendo ya la sensación de la sólida madera rompiendo los huesos de su hermanastro. Esa vez descargó el golpe con todas sus fuerzas. De nuevo fue esquivado; pero lo recibió la viga que sostenía el tejado de la vivienda.
No era una construcción demasiado sólida. Allí nadie vivía. Sólo servía para que los carpinteros trabajaran en ella cuando llovía. Al ser golpeada con el martillo, la viga se movió. Las paredes eran unas endebles vallas hechas con ramitas entretejidas que no prestaban el menor apoyo. El tejado de barda cedió. Alfred miró hacia arriba asustado. Jack sopesó el martillo. Alfred se echó atrás y, al tropezar con un montoncillo de madera, cayó pesadamente y quedó sentado. Jack levantó mucho el martillo para el golpe de gracia. Alguien le sujetó con fuerza los brazos. Miró alrededor y vio al prior Philip con expresión tormentosa. El monje arrancó el martillo de las manos de Jack.
Se desplomó el techo de la vivienda detrás del prior. Jack y Philip se volvieron a mirar. Al caer sobre el fuego, la barda seca se prendió al instante y un momento después ardía con fuerza.
Apareció Tom y se dirigió a los tres trabajadores que tenía más cerca.
-Tú, tú y tú traed el tonel de agua que hay delante de la herrería. -Se volvió hacia otros tres-. Peter, Rolf, Daniel, id a buscar baldes. Y vosotros, aprendices, arrojad tierra sobre las llamas... todos vosotros. ¡Y de prisa!
Durante los minutos que siguieron, todo el mundo se mantuvo ocupado con el fuego, y Jack y Alfred quedaron aliviados. El primero se quitó del paso y permaneció allí mirando, aturdido e impotente. Alfred también seguía allí, en pie, a cierta distancia. Jack se preguntaba incrédulo si en realidad estuvo a punto de aplastar la cabeza de Alfred con un martillo. Todo aquello parecía irreal. Todavía seguía en un estado de ofuscado sobresalto cuando la combinación de la tierra y el agua extinguieron por completo las llamas.
El prior Philip, permanecía allí en pie mirando aquel desastre, con la respiración entrecortada a causa del esfuerzo.
-Mira eso -dijo a Tom, muy enfadado-. Una vivienda en ruinas. El trabajo de los carpinteros echado a perder. Desperdiciado un barril de cal y destruida toda una sección de la nueva albañilería.
Jack comprendió que Tom se encontraba en dificultades. Su trabajo consistía en mantener el orden en el enclave de la construcción y Philip le culpaba por todo aquel desastre. El hecho de que los causantes fueran los hijos de Tom empeoraba las cosas.
Tom puso la mano sobre el brazo de Philip y habló con calma.
-Nos ocuparemos de la vivienda -dijo.
Pero Philip no estaba dispuesto a mostrarse magnánimo.
-Yo me ocuparé de ella -dijo con tono tajante-. Soy el prior y todos vosotros trabajáis para mi.
-Entonces, permitid que los albañiles deliberen antes de que vos toméis decisión alguna -pidió Tom con un tono de voz tranquila y sensata-. Es posible que os hagamos una proposición que encontréis razonable. De no ser así seguiréis siendo libre de hacer lo que queráis.
Philip se mostraba reacio a permitir que la iniciativa pasara a otras manos; pero la tradición estaba de parte de Tom. Los albañiles se castigaban a si mismos.
-Muy bien. Pero cualquiera que sea la decisión que toméis no estoy dispuesto a permitir que tus hijos trabajen aquí los dos. Uno de ellos tiene que irse -dijo Philip al cabo de una pausa.
Luego, se alejó todavía furioso.
Tom, después de mirar sombrío a Jack y a Alfred, dio media vuelta y se encaminó a la vivienda más grande de los albañiles.
Jack comprendió, mientras seguía a Tom, que se encontraba en una situación grave. Cuando los albañiles imponían castigos a algunos de los suyos era casi siempre por delitos como embriaguez mientras trabajaban, robo de materiales de construcción... Y tales castigos solían ser multas. Las peleas entre aprendices se resolvían, por lo general, poniendo en el cepo a ambos contendientes durante todo un día. Pero Alfred no era un aprendiz y, además, por lo general, las peleas no causaban tantos daños. La logia podía expulsar a un miembro que trabajara por menos de los salarios mínimos establecidos. También podía castigar a un miembro que cometiera adulterio con la mujer de otro albañil, pero Jack jamás tuvo noticia de nada semejante. En teoría se podía azotar a los aprendices, y aunque a veces se amenazaba con ese castigo, nunca vio que se hubiera puesto en práctica.
Los maestros albañiles abarrotaron la logia de madera, sentados en los bancos y recostados contra el muro posterior que, de hecho, era el lateral de la catedral.
-Nuestro patrón está enfadado y con motivo. El incidente ha redundado en una gran cantidad de pérdidas costosas. Y lo que todavía es peor, ha hecho caer un baldón sobre nosotros, los albañiles. Hemos de tratar con firmeza a quienes lo provocaron. Es la única manera de que recuperemos nuestra buena reputación de constructores orgullosos y disciplinados, hombres dueños de si mismos y también de su oficio -dijo Tom una vez que todos estuvieron dentro.
-Bien dicho -aprobó Jack Blacksmith, y hubo un murmullo de asentimiento.
-Yo sólo vi el final de la pelea -dijo Tom-. ¿Alguien la vio empezar?
-Alfred fue por el muchacho -dijo Peter Carpenter, el que aconsejó a Jack que fuera obediente y llevara a Alfred la cerveza.
-Jack tiró cerveza a la cara de Alfred -intervino un joven albañil de nombre Dan, que trabajaba para Alfred.
-Pero él había provocado al chaval -aseguró Peter-. Alfred insultó al padre natural de Jack.
Tom miró a Alfred.
-¿Lo hiciste?
-Dije que su padre era un ladrón -contestó Alfred-. Y es verdad. Por eso le ahorcaron en Shiring. El sheriff Eustace me lo dijo ayer.
-Es triste que un maestro artesano haya de morderse la lengua si a un aprendiz no le gusta lo que dice -intervino Jack Blacksmith.
Se oyó un murmullo de aprobación. Jack se dio cuenta, abatido de que, fuese como fuese, no iba a salirse de rositas de aquel embrollo.
“Tal vez esté condenado a convertirme en un criminal como mi padre, se dijo. Tal vez acabe también en la horca.”
-Pues yo digo que la cosa cambia cuando el artesano pretende adrede enfurecer al aprendiz -insistió Peter Carpenter, que al parecer se erigía en defensor de Jack.
-Aún así, hay que castigar al aprendiz -afirmó Jack Blacksmith.
-No lo niego -respondió Peter-. Sólo creo que el artesano también deberá recibir su merecido. Los maestros artesanos deberían hacer uso de la prudencia que le otorgan sus años para lograr la paz y la armonía en una construcción. Si provocan peleas, están faltando a su deber.
Aquello pareció despertar cierta aprobación; pero intervino de nuevo Dan, el partidario de Alfred.
-Sería un principio arriesgado perdonar al aprendiz porque el artesano no se muestre amable. LOS aprendices siempre creen que los maestros no son amables. Si empezáis a discutir en ese sentido, resultará que los maestros nunca hablarán a sus aprendices por temor a que estos les golpeen por mostrarse descorteses.
Aquella arenga fue acogida con mucho entusiasmo, ante el fastidio de Jack. Solo servía para sostener que había de apoyarse sin recato la autoridad de los maestros, sin tener en cuenta lo justo o injusto del caso. Se preguntaba cuál podría ser su castigo. No tenía dinero para pagar una multa. Aborrecía la idea de que le metieran en el cepo. ¿Qué pensaría Aliena de él? Pero todavía sería peor que le azotaran. Pensó que acuchillaría a cualquiera que lo intentara.
-No debemos olvidar que nuestro patrón tiene también una idea muy firme sobre esto. Dice que no debemos tener trabajando a Alfred y a Jack en el mismo lugar. Uno de ellos habrá de irse -dijo Tom.
-¿No se le podría hacer cambiar de idea? -preguntó Peter.
-No -respondió Tom al cabo de una pausa en la que permaneció pensativo.
Jack se mostró sobresaltado. No había tomado en serio el ultimátum del prior Philip. Pero, al parecer, Tom si lo había hecho.
-Si uno de ellos ha de irse, confío en que no habrá discusión acerca de quién ha de hacerlo -planteó Dan.
Era uno de los albañiles que trabajaban para Alfred y no directamente para el priorato. Por tanto si Alfred se fuera, Dan con toda probabilidad habría de irse también.
Una vez más Tom pareció pensativo.
-No, no habrá discusión -dijo y luego, mirando a Jack, añadió-: Jack deberá ser el que se vaya.
Jack comprendió que había calculado de manera desastrosa las consecuencias de la pelea. Apenas podía creer que fueran a echarle. ¿Qué sería de su vida si no trabajara en la catedral de Kingsbridge? Desde que Aliena se había retirado a su caparazón, lo único que le importaba era la catedral. ¿Cómo iba a abandonarla?
-Es posible que el priorato acepte un compromiso. Podría suspenderse a Jack por un mes -propuso Peter Carpenter.
“Sí, por favor”, suplicó Jack en su fuero interno.
-Demasiado flojo -alegó Tom-. Tenemos que demostrar que actuamos con firmeza. El prior Philip no se contentará con menos.
-Que así sea -dijo Peter cediendo al fin-. Pero esta catedral pierde al joven tallista de piedra de más talento que la mayoría de nosotros hemos conocido, y todo porque Alfred no ha podido tener cerrada su condenada boca.
Varios albañiles expresaron en voz alta el mismo sentimiento. Alentado con ello, Peter siguió con su andanada.
-A ti, Tom Builder, te respeto más de lo que nunca he respetado a cualquier otro maestro constructor para los que he trabajado; pero debo decir que sientes debilidad por esa cabeza dura de hijo tuyo.
-Nada de improperios, por favor -pidió Tom-. Ajustémonos a los hechos del caso.
-Muy bien -convino Peter-. Yo digo que debe castigarse a Alfred.
-Estoy de acuerdo -asintió Tom ante la sorpresa de todos-. Alfred ha de sufrir castigo.
-¿Por qué? -preguntó éste indignado-. ¿Por pegar a un aprendiz?
-No es tu aprendiz sino el mío -respondió-. E hiciste algo más que pegarle. Le perseguiste por todo el enclave. Si le hubieras dejado irse, no se habría caído la cal, el trabajo de albañilería no se hubiera venido abajo y la vivienda de los carpinteros no habría ardido. Y podrías haberle leído la cuartilla cuando hubiera vuelto. No había necesidad de que hicieras lo que hiciste.
Los albañiles se mostraron de acuerdo. Dan, que parecía haberse convertido en portavoz, intervino.
-Espero que no estarás proponiendo que expulsemos a Alfred de la logia. Yo, por mi parte, me opondré a ello.
-No -dijo Tom-. Ya es bastante malo perder a un aprendiz de talento. No quiero perder también a un buen albañil con una cuadrilla excelente. Alfred tiene que quedarse, pero creo que habrá que multarle.
Los hombres de Alfred parecieron aliviados.
-Una fuerte multa -intervino Peter.
-El de un mes -dijo Tom-. Dudo que el Prior se satisfaga aún más.
-A favor -exclamaron varios de los hombres.
-¿Estamos todos de acuerdo sobre esto, hermanos albañiles?
-A favor -exclamaron todos.
-Entonces comunicaré al prior nuestra decisión. Y a vosotros más os valdrá volver al trabajo.
Jack, desolado vio cómo iban saliendo. Alfred le miró con farisaico triunfo. Tom esperó a que todo el mundo hubiera salido.
-He hecho por ti cuanto he podido -dijo a Jack-. Espero que tu madre lo comprenderá así.
-¡Tú jamás has hecho nada por mí! -explotó Jack-. No pudiste darme de comer, ni vestirme ni darme un techo. ¡Mi madre y yo éramos felices hasta que tú apareciste! ¡Y entonces empezamos a pasar hambre!
-Pero al final...
-¡Prendí fuego a la vieja iglesia!
-¿Qué has dicho?
-Sí, yo Prendí fuego a la vieja catedral.
Tom se quedó pálido.
-Sal de aquí -musitó Tom.
Jack se fue.
Casi a punto de llorar, se alejó de los altivos muros de la catedral. Su vida había quedado arrasada en cuestión de momentos. Le resultaba increíble pensar que fuera a alejarse de aquella iglesia para siempre. Al llegar a la puerta del priorato se volvió a mirar. Había estado planeando tantas cosas. Quería esculpir él solo un pórtico entero, quería convencer a Tom para que hubiera ángeles de piedra en el presbiterio, tenía un dibujo innovador para los arcos ciegos en los cruceros, el cual no había mostrado todavía a nadie. Ahora ya no podría realizar ninguna de esas cosas. Era injusto. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Hizo todo el camino hasta su casa viéndolo todo entre brumas. Madre y Martha se encontraban sentadas a la mesa de la cocina. Madre estaba enseñando a Martha a escribir con una piedra afilada y una pizarra. Quedaron sorprendidas al verlo.
-No es posible que ya sea la hora del almuerzo -dijo Martha.
Madre leyó en la cara de Jack.
-¿Qué pasa? -le preguntó inquieta.
-He tenido una pelea con Alfred y me han expulsado de la construcción -dijo ceñudo.
-¿Expulsaron también a Alfred? -preguntó Martha.
Jack negó con la cabeza.
-¡Eso no es justo! -exclamó la hermana.
-¿Por qué os peleásteis esta vez? -preguntó madre fastidiada.
-¿Ahorcaron en Shiring a mi padre por ladrón? -preguntó Jack.
Martha lanzó una exclamación entrecortada.
Madre parecía triste.
-No era un ladrón -dijo-. Pero, sí. Lo colgaron en Shiring.
Jack estaba harto de aquellas declaraciones misteriosas sobre su padre.
-¿Por qué no habrás de decirme nunca la verdad? -se lamentó con tono salvaje.
-¡Porque me da muchísima pena! -exclamó.
Y, ante el horror de Jack, estalló en llanto.
Nunca la había visto llorar. ¡Siempre fue tan fuerte! También él estaba a punto de desmoronarse. Sin embargo se contuvo e insistió.
-Si no era un ladrón, ¿por qué lo colgaron?
-¡No lo sé! -gritó ella-. Jamás lo supe. Y él tampoco lo supo nunca. Dijeron que había robado una copa incrustada con piedras preciosas.
-¿A quién?
-De aquí... del Priorato de Kingsbridge.
-¡Kingsbridge! ¿Le acusó el prior Philip?
-No, no. Fue mucho antes de que llegara Philip -Miró a Jack a través de las lágrimas-. No empieces a preguntarme quién le acusó y por qué. No entres en ese juego. Podrías pasar el resto de tu vida intentando enderezar un daño que se hizo antes de que tú nacieras. No te he criado para que tomaras venganza. No le hagas eso a tu vida.
Jack se juró a si mismo que algún día averiguaría más cosas, pese a lo que su madre había dicho. Pero, por el momento, sólo quería que dejara de llorar. Se sentó junto a ella en el banco y la rodeó con el brazo.
-Bien, ahora parece que la catedral ha salido de mi vida.
-¿Qué harás, Jack? -le preguntó Martha.
-No lo sé. No puedo vivir en Kingsbridge, ¿verdad?
La muchacha estaba aturdida.
-¿Y por qué no?
-Alfred ha intentado matarme y Tom me ha expulsado de las obras. No voy a vivir con ellos. De cualquier manera, ya soy un hombre. He de separarme de mi madre.
-¿Pero qué harás?
Jack se encogió de hombros.
-Sólo conozco la construcción.
-Puedes trabajar en otra iglesia.
-Supongo que es posible que llegue a sentir por otra catedral el mismo cariño que le tengo a esta -dijo desalentado al tiempo que pensaba: “Pero jamás amaré a otra mujer como amo a Aliena.”
-¿Cómo es posible que Tom te haya hecho esto? -dijo la madre.
Jack suspiró.
-En realidad, no creo que quisiera hacerlo. El prior Philip dijo que no estaba dispuesto a permitir que Alfred y yo trabajáramos en el mismo lugar.
-¡De manera que ese condenado monje está en el fondo de todo esto! -exclamó la madre furiosa-. ¡Juro que...!
-Estaba muy enfadado por todos los perjuicios que habíamos causado.
-Me pregunto si no se le podría hacer entrar en razón.
-¿Qué quieres decir?
-Se supone que Dios es misericordioso... Tal vez también deberían serlo los monjes.
-¿Crees que he de ir a suplicar a Philip? -preguntó Jack algo asombrado ante la dirección de las ideas de su madre.
-Estaba pensando en que yo podría hablar con él -dijo Ellen.
Eso era todavía más extraño. Jack se sintió inquieto. Para que su madre estuviera dispuesta a suplicar clemencia a Philip, debía sentirse muy trastornada.
-¿Qué te parece? -le preguntó.
Jack recordó que, a juicio de Tom, Philip no se mostraría clemente. Pero, en aquel momento, la preocupación principal de su padrastro se había centrado en que la logia tomara una decisión definitiva. Como había prometido a Philip que se mostrarían firmes, no estaba entonces en situación de pedir clemencia. Pero la posición de madre era distinta. Jack empezó a sentirse algo más esperanzado. Tal vez no tuviera que irse, después de todo. Acaso podría quedarse en Kingsbridge, cerca de la catedral y de Aliena. Ya había dejado de esperar que ella pudiera amarle; no obstante, aborrecía la idea de tener que irse y no volver a verla jamás.
-Muy bien -aceptó-. Vayamos a suplicar al prior Philip. No tenemos nada que perder salvo nuestro orgullo.
Madre se puso la capa y salieron juntos, dejando a Martha sola, sentada a la mesa y con aspecto inquieto.
Jack y su madre no solían caminar juntos y, en aquel momento, quedó asombrado al darse cuenta de lo pequeña que era. Él a su lado, parecía un gigante. De repente sintió un gran cariño por ella. Siempre estaba dispuesta a luchar como un gato en su defensa. La rodeó con el brazo apretándola contra sí. Ellen le sonrió como si supiera lo que estaba pensando.
Entraron en el recinto del priorato y se encaminaron hacia la casa del prior. Madre llamó a la puerta y a continuación entró. Tom estaba allí con el prior Philip. Por la expresión de sus rostros Jack supo al punto que Tom no le había dicho que había sido Jack quien prendió fuego a la catedral vieja. Eso ya era un alivio. Probablemente no se lo diría nunca. El secreto estaba a salvo. Tom pareció ansioso, incluso algo atemorizado, al ver a su mujer. Jack recordó lo que le había dicho: He hecho por ti cuanto he podido. Espero que tu madre lo comprenderá así. Sin duda recordaba que, a raíz de la última vez que Jack y Alfred se pelearon, madre dejó a Tom, el cual temía que en aquellos momentos ocurriera lo mismo.
A Jack le pareció que Philip ya no estaba enfadado. Tal vez la decisión de la logia le hubiera ablandado. Incluso daba la impresión de que se sentía un poco culpable por su dureza.
-He venido aquí a pediros que os mostréis compasivo, prior Philip -dijo madre.
Tom pareció sentirse al punto aliviado.
-Os proponéis enviar a mi hijo lejos de cuanto ama. Su casa, su familia, su trabajo -siguió diciendo madre.
“Y la mujer a la que adora”, pensó Jack.
-¿De veras? Creí que sólo le habían despedido de su trabajo -contestó Philip.
-Nunca he aprendido a hacer otro tipo de oficio que el de la construcción, y en Kingsbridge no hay otra obra de ese estilo que pueda hacer. Le ha penetrado en la sangre el desafío de esa gran iglesia. iría allá donde alguien estuviera construyendo una catedral. Marcharía a Jerusalén si allí hubiera una piedra para ser esculpida con ángeles y demonios.
“¿Cómo puede saber todo eso”,? se preguntó Jack. Él mismo apenas había pensado en ello; sin embargo era la pura verdad. Ellen añadió:
-Podría no volver a verlo jamás.
Al terminar de hablar, la voz de Ellen acusó un ligero temblor. Y Jack pensó asombrado en lo mucho que debía quererle. Sabía muy bien que su madre jamás habría suplicado así de haberse tratado de ella.
Philip parecía comprenderla, pero intervino Tom.
-No podemos tener trabajando en el mismo emplazamiento a Jack y a Alfred -argumentó tozudo-. Volverán a pelearse. Tú lo sabes.
-Puede irse Alfred -sugirió ella.
Tom parecía entristecido.
-Alfred es mi hijo.
-¡Pero tiene ya veinte años y es tan mezquino como un oso! -a pesar de que la voz de su madre era firme, las lágrimas le rodaban por las mejillas-. No le importa esta catedral más que a mí, sería felicísimo construyendo casas para carniceros o panaderos en Winchester o en Shiring.
-La logia no puede expulsar a Alfred y retener a Jack -razonó Tom-. Además, ya se ha tomado la decisión.
-¡Pero es una decisión equivocada!
-Es posible que haya otra solución -intervino Philip.
Todos se quedaron mirándolo.
-Puede ser que exista otra manera de que Jack se quede en Kingsbridge, e incluso que se dedique a la catedral, sin el continuo temor de enfrentarse a Alfred.
Jack se preguntaba qué se le vendría encima. Era demasiado bueno para ser verdad.
-Necesito a alguien que trabaje conmigo -siguió diciendo Philip-. Paso demasiado tiempo tomando decisiones de menor importancia sobre la construcción. Me hace falta una especie de ayudante que desempeñe el papel de oficial de las obras. Él se ocuparía de casi todo, dejándome a mí tan sólo las cuestiones más importantes. También administraría el dinero y las materias primas, ocupándose de los pagos a suministradores y carreteros, así como de los salarios. Jack sabe leer y escribir, y también sumar con más rapidez que nadie que yo haya conocido...
-Y conoce todos los aspectos de la construcción -intervino Tom-. Yo me he ocupado de que así fuera.
La mente de Jack giraba vertiginosa. ¡Después de todo podía quedarse! No estaría esculpiendo la piedra sino ocupándose de todo el proyecto en nombre de Philip. Era una proposición asombrosa. Se relacionaría con Tom en plan de igualdad. Sabía que era capaz de hacerlo. Y Tom también.
Sólo había un obstáculo y Jack lo expuso sin rebozo.
-No puedo vivir con Alfred por más tiempo.
-De cualquier manera ya es hora de que Alfred tenga casa propia. Tal vez si nos dejara se dedicaría con más ahínco a buscar una esposa -intervino Ellen.
-Siempre encuentras motivos para librarte de Alfred -dijo enfadado Tom-. ¡No voy a echar a mi hijo de casa!
-Ninguno de vosotros me ha entendido -declaró Philip-. No habéis comprendido del todo mi proposición. Jack no vivirá con vosotros.
Hizo una pausa. Jack adivinó lo que se avecinaba y fue el último y mayor sobresalto del día.
-Jack habrá de vivir aquí, en el priorato -explicó el monje.
Se quedó mirándolos con el entrecejo levemente fruncido, como si no entendiera que aún no se hubiesen dado cuenta de lo que quería decir.
Jack le había comprendido muy bien. Recordó a su madre diciendo en la Noche de San Juan del año anterior: Ese astuto prior tiene buena maña para salirse con la suya a fin de cuentas. Madre tenía razón. Philip renovaba la proposición que hizo entonces. La oferta que se hacía a Jack era inflexible. Podía irse de Kingsbridge y abandonar cuanto amaba o quedarse y perder su libertad.
-Claro que mi oficial de obras no puede ser un laico -terminó diciendo con el tono de quien expresa algo evidente-. Jack habrá de profesar.
Durante la noche anterior a la Feria del Vellón de Kingsbridge, Philip permaneció levantado como de costumbre, después de los oficios sagrados de medianoche; pero, en lugar de leer y meditar en su casa, dio una vuelta por el recinto del priorato. Era una cálida noche estival con el cielo despejado. Había luna y podía ver sin necesidad de linterna.
Todo el recinto se encontraba invadido por la feria, salvo los edificios monásticos y los claustros, que eran sagrados. En cada una de las esquinas, habían sido cavados unos grandes pozos para letrinas, con la intención de que el resto del recinto no llegara a estar fétido y al propio tiempo, se habían cubierto las letrinas, a fin de salvaguardar la sensibilidad de los monjes. Se habían colocado centenares de puestos. Los más sencillos consistían en unos toscos tableros de madera sobre unos caballetes. Pero la mayoría era cosa más elaborada. Tenían un cartel con el nombre del propietario y unos dibujos de sus productos, una mesa aparte para pesar y una especie de alacena o cobertizo para guardar las mercancías. Algunos de los puestos tenían tiendas incorporadas, bien para resguardarse de la lluvia o para llevar a cabo los negocios en privado. Los más refinados eran pequeñas casas, con grandes zonas de almacenamiento, varios mostradores, así como mesas y sillas para que el mercader ofreciera hospitalidad a sus clientes más importantes. Philip había quedado sorprendido cuando, con toda una semana de antelación, llegaron los carpinteros del primero de los mercaderes y pidieron que les enseñaran donde iba a instalarse el puesto. Tardaron cuatro días en construir todo el complejo y dos en almacenar las mercancías.
En un principio, Philip había proyectado instalar los puestos formando dos anchas avenidas en la parte Oeste del recinto, más o menos como los puestos del mercado semanal. Pero pronto se dio cuenta de que no sería suficiente. Esas dos avenidas de puestos habían tenido que prolongarse también a todo lo largo de la parte norte de la iglesia, y luego por todo el extremo este del recinto hasta la casa de Philip. Y todavía había más puestos en el interior de la iglesia sin terminar, las naves, entre los pilones. Ni que decir tiene que los propietarios de los puestos no eran todos mercaderes en lanas. En una feria se vendía de todo, desde pan bazo hasta rubíes.
Philip caminó entre las largas hileras iluminadas por la luna. Como era natural, ya estaban todas preparadas. No se permitiría la instalación de ningún otro puesto. La mayoría de ellos tenían también almacenados sus artículos. El priorato había cobrado ya más de diez libras por derechos e impuestos. Las únicas cosas que ese día podían llevarse a la feria eran platos recién cocinados, pan, empanadas calientes y manzanas asadas. Incluso los barriles de cerveza se habían llevado el día anterior.
Mientras Philip recorría todo aquello, le observaban docenas de ojos entreabiertos y le saludaban frecuentes gruñidos somnolientos. Los propietarios de los puestos no estaban dispuestos a dejar sin vigilancia sus preciosas mercancías. La mayoría de ellos dormían en sus puestos, y los mercaderes más acaudalados dejaban sirvientes de guardia.
Philip no sabía con exactitud el dinero que podría obtener con la feria; pero estaba garantizado que sería un éxito y tenía esperanzas de que su rendimiento superaría en mucho su cálculo inicial en veinticinco libras. Había habido momentos, durante los últimos meses, en los que había temido que la feria nunca llegara a celebrarse. La guerra civil se prolongaba sin que Stephen o Maud lograran imponerse. Pero su licencia no había sido revocada. William Hamleigh había recurrido a diversas tretas para sabotear la feria. Había dicho al sheriff que la prohibiera, y este había pedido autorización para hacerlo a uno de los dos monarcas rivales. Pero no lo había logrado. William había prohibido a sus arrendatarios que vendieran lana en Kingsbridge. Sin embargo como quiera que la mayoría de estos estaban acostumbrados a venderla a mercaderes como Aliena y no a comercializarla por sí mismos, el resultado de la prohibición fue un aumento en los negocios de la joven. Por último, anunció que reducía los derechos e impuestos de la Feria del Vellón de Shiring al mismo nivel que los que cobraba Philip. Pero la comunicación llegó muy tarde, pues los compradores y vendedores importantes habían hecho ya sus planes.
Ahora ya, en el cielo que se veía ya iluminarse por oriente en la mañana del gran día, William no podía poner en práctica ninguna de sus argucias. Los vendedores se encontraban instalados con sus mercancías y dentro de poco empezarían a llegar los compradores. Philip pensó que William acabaría descubriendo que la Feria del Vellón de Kingsbridge había perjudicado a la de Shiring menos de lo que él había temido. Parecía que las ventas de lana aumentaban cada año sin interrupción. Y había negocio suficiente para dos ferias.
Recorrió todo el recinto hasta la esquina suroeste, donde se encontraban los molinos y el vivero. Permaneció allí un rato viendo el agua fluir entre los dos molinos silenciosos. En la actualidad, uno de ellos se utilizaba exclusivamente para abatanar el paño, lo cual producía un buen dinero. Eso se lo debían al joven Jack. Tenía un gran ingenio. Sería una buena baza para el priorato. Parecía haberse adaptado bien al noviciado aún cuando mostrara tendencia a considerar los oficios sagrados como consecuencia de la construcción de la catedral, cuando en realidad era lo contrario. Sin embargo ya aprendería. La vida monástica ejercía una influencia santificadora. Philip creía que Dios tenía un propósito para Jack. En lo más recóndito de su mente, alimentaba una esperanza secreta a largo plazo, la de que un día Jack llegase a ocupar su puesto como prior de Kingsbridge.
Jack se levantó con el alba y salió del dormitorio antes del oficio de prima para hacer un último recorrido de inspección al enclave de la construcción. El aire de la mañana era fresco y claro, como las aguas puras de un manantial. Sería un día cálido y soleado, bueno para los negocios y bueno para el priorato.
Caminó alrededor de los muros de la catedral, asegurándose de que todas las herramientas y trabajos en marcha estuvieran bien guardados y a salvo en las logias.
Tom había construido unas ligeras vallas alrededor de la madera y la piedra almacenadas, a fin de proteger las materias primas contra los daños accidentales por parte de visitantes descuidados o embriagados. Tampoco querían que alborotador alguno trepara por la estructura, por lo que las escalas habían sido guardadas, las escaleras de caracol adosadas a los muros fueron cerradas con puertas provisionales, y los planos inclinados de las paredes construidas en parte, fueron obstaculizados con grandes bloques de madera. Algunos de los maestros artesanos patrullarían por el recinto a lo largo del día para asegurarse de que no tenía lugar accidente alguno.
Jack siempre se las arreglaba, de una manera o de otra, para pasar por alto muchos de los oficios sagrados. No sentía la aversión de su madre por la religión católica; pero se mostraba un tanto indiferente a ella. No le entusiasmaba en modo alguno, aunque se hallaba dispuesto a tomar parte en cuanto a ella se refería, si eso servía a sus propósitos. Se aseguraba de asistir todos los días al menos a un oficio por lo general a alguno celebrado por el prior Philip o por el maestro de novicios, que eran los dos monjes con más probabilidades de percatarse de su presencia o de su ausencia. No hubiera podido soportarlo de haber tenido que asistir a todos ellos. Ser monje era el estilo de vida más extraño y perverso que cabía imaginar. Le pasaban la mitad de su vida sometiéndose a dolores e incomodidades que podían evitarse con facilidad, y la otra mitad farfullando galimatías sin sentido, en iglesias vacías, a todas las horas del día y la noche. Rehuían de forma deliberada todo cuanto fuera agradable: chicas, deportes, fiestas y vida familiar. Sin embargo, Jack había observado que, entre ellos, los monjes que parecían más felices habían encontrado, por lo general, algo que les producía una profunda satisfacción. Ilustrar manuscritos, escribir historia, cocinar, estudiar filosofía o como Philip, convertir a Kingsbridge de una aldea somnolienta en una ciudad con catedral rebosante de vida.
A Jack no le gustaba Philip, aunque sí trabajar con él. No sentía simpatía por los hombres profesionales de Dios, en lo que coincidía con su madre. Le incomodaba la devoción de Philip, le disgustaba su idea fija de no caer en pecado y desconfiaba de su tendencia a creer que Dios se ocuparía de aquello que Philip no era capaz de solucionar. Pese a todo, trabajar con Philip resultaba muy satisfactorio. Sus órdenes eran claras, dejaba a Jack en libertad para tomar sus propias decisiones y jamás culpaba a sus servidores de sus propios errores.
Sólo hacía tres meses que Jack era novicio, de manera que no se le pediría que pronunciara los votos hasta dentro de otros nueve. Los tres votos eran pobreza, obediencia y castidad. El de pobreza no era lo que parecía. Los monjes no tenían pertenencias personales y tampoco dinero propio, pero vivían más bien como señores que como campesinos. Disfrutaban de buena comida, de ropa caliente y de hermosas casas de piedra para vivir. La castidad no era problema, se dijo Jack con amargura. Había obtenido una cierta satisfacción al decir personalmente y con frialdad a Aliena que entraba en el monasterio. Ella pareció sobresaltarse y sentirse culpable. Y ahora, siempre que sentía esa irritabilidad inquieta que se experimentaba con la falta de compañía femenina, solía pensar en cómo le había tratado Aliena, sus encuentros secretos en el bosque, las veladas en las noches de invierno, las dos veces que la había besado, para recordar luego la repentina transformación de ella en un ser duro y frío como una roca. Al pensar en ello, sentía que nunca querría tener nada que ver con mujeres. Sin embargo, sabía ya de antemano que le resultaría en extremo difícil cumplir con el voto de obediencia. Estaba contento de aceptar las órdenes de Philip, que era inteligente y buen organizador; pero se le hacía muy cuesta arriba obedecer a Remigius, el estúpido subprior, al maestro de invitados siempre embriagado, o al pomposo sacristán.
No obstante, estaba pensando en pronunciar votos. No tendría por qué cumplirlos. Lo único que le importaba era levantar la catedral. Los problemas de los suministros, la construcción y la administración le absorbían por completo. Un día podía estar ayudando a Tom a encontrar la manera de comprobar que el número de piedras que llegaban al emplazamiento era el mismo que el que las que salían de la cantera, un problema complejo ya que el tiempo del viaje variaba entre dos y cuatro días, de manera que no era posible establecer sencillamente una cuota diaria. Otro día, los albañiles podían quejarse de que los carpinteros no estaban haciendo las cimbras como correspondía. Y lo que presentaba un mayor desafío eran los problemas de ingeniería, cómo levantar toneladas de piedra hasta la parte superior de los muros utilizando la maquinaria provisional sujeta a los endebles andamiajes. Tom Builder discutía todas aquellas cosas con Jack en un plan de igualdad. Parecía haber olvidado la furiosa acusación de su hijastro cuando le dijo que nunca había hecho nada por él. Tom se comportaba como si hubiera olvidado la revelación de que fue Jack quien prendió fuego a la vieja catedral. Ambos trabajaban juntos animosos y los días pasaban rápidos. Incluso durante los tediosos oficios, Jack tenía la mente ocupada en alguna cuestión más o menos enrevesada de la construcción o la planificación. Aumentaban con rapidez sus conocimientos. En lugar de pasar años esculpiendo piedras, estaba aprendiendo el diseño de la catedral. No se podía encontrar nada mejor si se quería ser maestro constructor. Para lograrlo, Jack estaba dispuesto a bostezar durante una serie infinita de maitines de medianoche.
El sol empezaba a apuntar por el muro Este del recinto del priorato. Todo estaba en orden. Los propietarios de los puestos que habían pasado la noche con ellos, empezaban a recoger los trastos de dormir y a sacar su mercancía. Pronto aparecerían los primeros clientes. Una panadera pasó junto a Jack llevando sobre la cabeza una bandeja con hogazas recién horneadas. Al chico se le hizo la boca agua al aspirar el aroma del pan caliente. Dio media vuelta, regresó al monasterio y se dirigió al refectorio donde pronto servirían el desayuno.
Los primeros en llegar fueron las familias de los propietarios de puestos y las gentes de la ciudad, todos curiosos por ver la primera Feria del Vellón de Kingsbridge; ninguno iba demasiado interesado en comprar. La gente ahorrativa había llenado los estómagos con pan bazo y gachas antes de salir de casa, por lo que no se sentían tentadas por los manjares fuertemente condimentados y de alegres colores que se ofrecían en algunos puestos de comidas. Los niños pululaban por doquier con mirada asombrada, deslumbrados por tantas cosas deseables. Una prostituta optimista y madrugadora, con los labios muy rojos y rojas botas también, iba de un lado a otro sonriendo esperanzada a los hombres de mediana edad; pero a aquella hora el ambiente no era receptivo.
Aliena lo observaba todo desde su puesto, que era uno de los más grandes. En las últimas semanas le había sido entregada la cosecha completa de algodón de todo el año del priorato de Kingsbridge. Y también, como siempre hacía, había estado comprando a granjeros. Ese año había encontrado más vendedores de lo habitual porque William Hamleigh había prohibido a sus arrendatarios vender en la feria de Kingsbridge, por lo que habían vendido toda su lana a los mercaderes. Y, entre ellos, Aliena era la que había hecho más negocio porque estaba establecida en Kingsbridge que era donde se celebraba la feria. Hasta tal punto había hecho negocio que se quedó sin dinero de tanto que había comprado y hubo de pedir prestadas a Malachi cuarenta libras para seguir adelante. Ahora en el almacén instalado en la parte trasera de su puesto, tenía ciento sesenta sacos de vellón, producto de cuarenta mil ovejas, que le habían costado más de doscientas libras; pero que vendería por trescientas, dinero más que suficiente para pagar durante un siglo los salarios de un albañil especializado. El franco florecimiento de su negocio la asombraba a ella misma siempre que pensaba en las cifras.
No esperaba ver a sus compradores antes del mediodía. Sólo acudirían cinco o seis de ellos. Todos se conocían entre sí y ella conocía a casi todos de años anteriores. Ofrecería a cada uno una copa de vino y pasarían un rato sentados hablando. Luego enseñaría su lana al cliente, que pediría que abriera uno o dos sacos, desde luego nunca el primero del montón. El hombre hundiría la mano en el saco y la sacaría con un puñado de lana. Cardaría los mechones para establecer su longitud, los frotaría entre el índice y el pulgar para probar su suavidad y los olisquearía.
Por fin le ofrecería comprarle todas sus existencias por un precio ridículamente bajo y Aliena rechazaría la oferta. Ella, a su vez, le diría el precio que quería y el cliente menearía la cabeza. Luego, tomarían otro vaso de vino.
Aliena practicaría el mismo ritual con otro comprador. Ofrecería almuerzo a cuantos se encontrasen en el puesto a mediodía. Alguno le ofrecería llevarse una gran cantidad de lana a un precio no mucho más alto que el que Aliena había pagado por ello. Le respondería bajando una pizca su precio de venta. A primera hora de la tarde empezaría a cerrar tratos. El primero lo haría a un precio más bien bajo. Los otros mercaderes le pedirían que tratara con ellos al mismo precio pero Aliena se negaría. A lo largo de la tarde, su precio iría subiendo. Si lo hiciera demasiado de prisa, los negocios marcharían lentos y, mientras tanto, los mercaderes calcularían cuánto tiempo les costaría cubrir sus cuotas en otra parte. Solía cerrar los tratos uno por uno, y los sirvientes de sus clientes empezarían a cargar los grandes sacos de lana en las carretas, tiradas por bueyes, con sus enormes ruedas de madera. Mientras Aliena pesaba las bolsas de libra llenas con peniques de plata y florines holandeses.
No cabía duda alguna de que ese día iba a recoger más dinero del que jamás obtuvo antes. Tenía el doble para vender y los precios de la lana se hallaban en alza. Pensaba comprar de nuevo por anticipado la cosecha de un año de Philip y, tenía el secreto propósito de construirse una casa de piedra, con sótanos espaciosos para almacenar lana, un salón elegante y confortable y, en la parte de arriba, un bonito dormitorio para ella. Tenía su futuro asegurado y confiaba en ser capaz de mantener a Richard el tiempo que él la necesitara. Todo era perfecto.
Por eso mismo era tan extraño que se sintiera tan desgraciada.
Hacía casi cuatro años que Ellen regresó a Kingsbridge, y habían sido los mejores cuatro años de la vida de Tom.
El dolor por la muerte de Agnes se había ido amortiguando en una pena lejana y sorda. No le había abandonado pero ya no tenía aquella embarazosa sensación de estar a punto de romper a llorar de cuando en cuando sin motivo aparente. Todavía seguía manteniendo conversaciones imaginarias con ella, en las que le hablaba de los hijos, del prior Philip y de la catedral. Pero estas conversaciones eran ya menos frecuentes. Su recuerdo agridulce no empañaba su amor por Ellen. Era capaz de vivir en el presente. Ver a Ellen y tocarla, hablar con ella y dormir con ella era un gozo permanente.
El día de la pelea entre Jack y Alfred se había sentido muy herido cuando Jack le dijo que jamás se había ocupado de él. Esa acusación había llegado incluso a relegar la aterradora revelación de que había sido Jack quien prendió fuego a la vieja catedral. Durante semanas, le había estado agobiando aquella acusación pero había llegado al fin a la conclusión de que Jack estaba equivocado. Tom lo había hecho lo mejor que pudo y supo que ningún otro hombre habría podido hacer mas. Tras llegar a esa certeza, dejó de preocuparse.
La construcción de la catedral de Kingsbridge era el trabajo más satisfactorio que jamás había hecho. Él era el responsable del diseño y de su ejecución. Nadie se interfería en su tarea y tampoco cabría culpar a nadie si las cosas fueran mal. A medida que se alzaban los potentes muros, con sus arcos rítmicos, sus elegantes molduras y sus cinceladuras individuales, podía mirar en derredor suyo y pensar: esto lo hice yo y lo hice bien.
Parecía muy lejana aquella pesadilla suya de que un día podía volver a encontrarse en los caminos sin trabajo, sin dinero y sin posibilidad de alimentar a sus hijos, ya que ahora tenía un pesado cofre lleno de peniques de plata hasta reventar oculto bajo la paja de su cocina. Aún se estremecía al recordar aquella noche glacial cuando Agnes dio a luz a Jonathan y murió. Pero estaba seguro de que nada parecido volvería a suceder.
A veces se preguntaba por qué Ellen y él no tenían hijos. Ambos habían demostrado ser fértiles en el pasado y eran más que frecuentes las oportunidades de que ella se quedara encinta ya que, al cabo de cuatro años, seguían haciendo el amor casi cada noche. Sin embargo ello no era motivo de pesar para él. El pequeño Jonathan era la niña de sus ojos.
Por antigua experiencia, sabía que la mejor manera de disfrutar de una feria era con un niño pequeño; de manera que, alrededor del mediodía, al empezar la gran afluencia de la gente, buscó a Jonathan, el cual era ya casi una atracción de por sí, vestido con su hábito en miniatura. Hacía poco, quiso que le afeitaran la cabeza y Philip, que sentía tanto cariño por el niño como Tom, lo había permitido, con el resultado de que ahora parecía más que nunca un diminuto monje. Entre la gente, había varios enanos auténticos, haciendo trucos y mendigando. Jonathan se sintió fascinado con ellos. Tom se apresuró a alejarlo, ya que uno de ellos estaba atrayendo a buen número de mirones al exhibir su pene de tamaño nada enano. Había titiriteros acróbatas y músicos que actuaban y luego pasaban el sombrero. Adivinos, sacamuelas y prostitutas en busca de cándidos. Y también pruebas de fuerza, concursos de lucha y juegos de azar. Las gentes vestían sus ropas de colores más llamativos y quienes podían permitírselo se empapaban de aromas y se abrillantaban el pelo. Todos parecían tener dinero para gastar y se oía sin cesar el tintineo de la plata.
Estaba a punto de empezar el espectáculo de acosar al oso. Jonathan nunca había visto un animal semejante y estaba como hipnotizado. La capa del animal, de un marrón grisáceo, mostraba cicatrices en varias partes, señal de que había sobrevivido al menos a una prueba anterior. Alrededor del cuerpo, llevaba una pesada cadena que estaba sujeta a un poste muy bien clavado en el suelo. El oso daba vueltas a cuatro patas hasta donde le alcanzaba la cadena, mirando furibundo al gentío que esperaba. Tom tuvo la impresión de que en los ojillos del animal se había encendido una mirada aviesa. Si fuera jugador habría apostado por el oso.
A un lado, había un gran cofre cerrado del que llegaban unos ladridos frenéticos. Allí se encontraban los perros y podían oler a su enemigo. De cuando en cuando, el oso dejaba de moverse, miraba hacia el cofre y gruñía. Entonces los ladridos se volvían histéricos.
El propietario de los animales estaba recogiendo apuestas. Jonathan empezaba a impacientarse y Tom se hallaba a punto de alejarse cuando, al fin, el guardián del oso quitó el cerrojo al cofre. El oso se puso de manos con la cadena tensa y gruñó. El guardián gritó algo y abrió el cofre.
De él saltaron cinco lebreles. Eran ligeros y rápidos de movimientos y sus hocicos abiertos mostraban unos dientes pequeños y agudos. Todos se lanzaron sobre el oso, el cual les sacudió con sus macizas patas. Alcanzó a uno de los perros y lo lanzó al aire. Entonces los otros retrocedieron.
El gentío se acercó más. Tom vigiló a Jonathan. Vio que estaba en primera fila; pero, aún así, muy lejos del alcance del oso. Éste fue lo bastante listo para retroceder hasta la estuca dejando la cadena floja, de manera que, si se lanzaba hacia delante, no hubiera de pararse en seco. Pero los perros también hicieron gala de su inteligencia. Después de su desbordado ataque inicial, se reagruparon y se colocaron en círculo. El oso se movió de un lado a otro con agitación, intentando captar todos los canes a la vez.
Uno de los perros se lanzó contra él ladrando con fiereza. El oso le salió al encuentro e intentó fustigarle. El perro retrocedió rápido y quedó fuera de su alcance. Los otros cuatro se lanzaron desde todas direcciones. El oso iba de un lado a otro tratando de barrerlos. El gentío vitoreó cuando tres de los perros hincaron los dientes en las ancas del oso, que se levantó sobre las patas traseras lanzando un alarido de dolor y sacudiéndoselos. Los perros se pusieron rápidamente fuera de su alcance.
Intentaron poner en práctica una vez más la misma táctica. Tom pensó que el oso iba a caer de nuevo en la trampa. El primer perro se lanzó rápido poniéndose a su alcance, el oso avanzó hacia él y entonces el can retrocedió. Pero, al precipitarse los demás, el oso ya estaba en guardia, se volvió rápido y se lanzó hacia el más cercano y le alcanzó en un costado con su zarpa. La multitud vitoreó tanto al oso como lo había hecho con el perro. Las afiladas garras del oso desgarraron la sedosa piel dejando tres surcos profundos y ensangrentados. El perro aulló lastimero y se retiró de la lucha para lamerse las heridas. El gentío se mofó y abucheó. Los cuatro perros restantes rodearon al oso con cautela, haciendo algunos rápidos avances, aunque retrocediendo antes del punto de peligro. Alguien inició un lento aplauso. Entonces uno de los perros atacó de frente. Se precipitó como un rayo y, metiéndose por debajo de las defensas del oso, se lanzó a su garganta. La gente enloqueció. El perro clavó sus dientes blancos y afilados en el cuello macizo del oso. Los otros perros atacaron a su vez. El oso retrocedió, tratando de sacudir con la zarpa a su atacante. Luego, se tumbó y rodó. Por un momento, Tom no pudo saber lo que ocurría, sólo se veía un montón de piel. Después, tres perros se apartaron y el oso se incorporó y quedó en pie sobre las cuatro patas, dejando en tierra a un perro muerto por aplastamiento.
La gente quedó tensa. El oso había eliminado a dos perros; pero sangraba por el dorso, el cuello y las patas traseras, y parecía asustado. La atmósfera estaba impregnada de olor a sangre y a sudor de los espectadores. Los perros dejaron de ladrar y empezaron a dar vueltas en silencio alrededor del oso. Ellos también parecían atemorizados, sin embargo, tenían el sabor a sangre en la boca y ansiaban matar.
Su ataque se inició para luego retroceder. El oso, desganado intentó alcanzarlo y luego se volvió rápido para hacer frente al segundo perro. Pero esta vez también ése cortó en seco su avance y se puso fuera del alcance del oso. Y entonces el tercer perro hizo lo mismo. Los perros se lanzaban y retrocedían por turno, manteniendo al oso en constante movimiento. A cada impulso, se acercaban algo más y las zarpas del oso estaban más próximas para agarrarlos. Los espectadores podían darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, aumentando su excitación. Jonathan seguía en primera fila del gentío, a sólo unos pasos de Tom con expresión asombrada y algo asustado. Tom volvió de nuevo los ojos a la lucha en el preciso momento en que el oso apartaba de un zarpazo a uno de los perros mientras que otro se metía entre sus patas traseras y atacaba feroz su blando vientre. El oso hizo un ruido semejante a un chillido. El perro salió de entre sus patas y escapó. Otro de los perros se precipitó hacia el oso. Éste intentó barrerlo fallando sólo por unas pulgadas. Y entonces el mismo perro le volvió a atacar por el vientre. Esta vez al escapar el perro había infligido al oso una gran herida que le hacía sangrar por el abdomen. El oso retrocedió y volvió a ponerse a cuatro patas. Por un momento, Tom pensó que aquello había terminado, pero se equivocaba. Al oso aún le quedaban fuerzas para luchar. Al precipitarse contra el siguiente perro, el oso hizo un amago de ataque, volvió la cabeza, vio llegar al segundo perro y volviéndose con sorprendente rapidez, le descargó un poderoso golpe que le envió volando por los aires. La muchedumbre rugió entusiasmada. El perro aterrizó como un saco de carne. Tom lo miró un instante. Todavía vivía pero parecía incapaz de moverse. Tal vez se hubiera roto la espina dorsal. El oso le ignoró, ya que se encontraba fuera de su alcance, así como incapacitado para la acción.
Ahora ya sólo quedaban dos perros. Ambos se ponían veloces al alcance del oso y se retiraban con la misma rapidez, repitiéndolo varias veces, hasta que las arremetidas del oso fueron perdiendo fuerza. Entonces los perros empezaron a moverse en círculos a su alrededor, cada vez con mayor rapidez. El oso se movía a un lado y a otro intentando no perder de vista a ninguno de ellos. Agotado y sangrando con profusión, apenas podía tenerse en pie. Los perros siguieron girando a su alrededor en círculos cada vez más cerrados. La tierra bajo las poderosas patas del oso se había transformado en barro enrojecido debido a toda aquella sangre. Cualquiera que fuese el resultado, aquello llegaba a su fin. Por último, los dos perros atacaron a la vez. Uno se lanzó a la garganta y el otro al vientre del oso. Con un último y desesperado zarpazo el oso desgarró al perro que se aferraba a su garganta. Brotó un espantoso surtidor de sangre. El gentío lanzó un aullido de aprobación. En un principio, Tom pensó que el perro había matado al oso, pero había sido al revés, la sangre era del perro que en ese momento caía al suelo con la garganta abierta. Siguió brotándole la sangre por un momento y luego se cortó. Había muerto. Pero, entretanto, el último perro había desgarrado el vientre del oso y empezaba a salírsele las entrañas. Cargó débilmente contra el perro. Éste evadió con facilidad el golpe y atacó de nuevo, arrancando los intestinos al oso, que vaciló y pareció a punto de caer. El rugido de la gente fue increscendo. Las entrañas del oso esparcían un repulsivo olor. El animal hizo acopio de fuerzas y atacó de nuevo al perro. El golpe dio en el blanco y el perro saltó de costado, brotándole la sangre de una herida en el lomo. Se trataba, no obstante, de una herida superficial, y el perro sabía que el oso estaba acabado, así que volvió al ataque mordiéndole las entrañas hasta que el inmenso animal cerró los ojos y se desplomó muerto en el suelo.
El guardián se adelantó y cogió por el collar al perro victorioso. El carnicero de Kingsbridge y su aprendiz salieron de entre la multitud y empezaron a despedazar al oso para obtener su carne. Tom supuso que había acordado un precio con el guardián por anticipado. Los apostadores que habían ganado pedían que se les pagara. Todo el mundo quería dar palmadas al perro victorioso. Tom buscó a Jonathan. Había desaparecido.
Durante todo el espectáculo, el niño permaneció a un par de yardas de él. ¿Cómo se las había arreglado para desaparecer? Debió de ser cuando el espectáculo había llegado a su punto culminante, concentrando toda la atención de Tom. Ahora estaba furioso consigo mismo. Buscó entre la gente. Tom pasaba una cabeza a casi todo el mundo, y Jonathan resultaba fácil de localizar con su hábito en miniatura y su cabeza rapada. Pero no se le veía por parte alguna. En realidad, el niño no corría verdadero peligro dentro del recinto del priorato; pero podía toparse con cosas que el prior Philip preferiría que no viera, como por ejemplo a las prostitutas dando satisfacción a sus clientes contra el muro. Mientras miraba en derredor, Tom alzó la vista hacia el andamiaje instalado a gran altura en la catedral y allí descubrió horrorizado una pequeña figura con hábito monacal.
Por un instante le embargó el pánico. Hubiera querido gritarle ¡No te muevas! ¡Te caerás! Pero sus palabras se hubieran perdido entre el barullo de la feria. Se abrió paso a trompicones en dirección a la catedral. Jonathan corría a lo largo del andamio concentrado en un juego imaginario, sin darse cuenta del peligro que corría de resbalar y caer desde ochenta pies de altura, lo que representaba matarse.
Tom sintió la garganta oprimida por el terror.
El andamio no se apoyaba en el suelo sino en pesadas vigas encajadas en agujeros hecho a tal propósito en lo alto de los muros. Aquellos maderos sobresalían seis pies más o menos. Sobre ellos, en posición horizontal, se habían colocado y atado maderas macizas y, encima de ellas a su vez, caballetes hechos con vástagos flexibles y junquillos tejidos. Al andamiaje se llegaba habitualmente por las escaleras de piedra en espiral construidas en los gruesos muros. Pero ese día las escaleras estaban cerradas. ¿Cómo podía pues haber subido Jonathan? Tampoco había escalas. Él se había ocupado de eso, y Jack lo había comprobado, para mayor seguridad. El niño debía de haber ascendido por el extremo escalonado del muro sin terminar. El paso se había interceptado con madera para que nadie pudiera acceder al interior; pero Jonathan debió de haber trepado por los bloques. El niño rebosaba seguridad en sí mismo. Pero, de todas maneras, solía caerse al menos una vez al día.
Tom llegó al pie del muro y miró temeroso hacia arriba. Jonathan jugaba feliz a ochenta pies de altura. Sintió que se le helaba la sangre.
-¡Jonathan! -gritó a pleno pulmón.
Las gentes que había por allí se sobresaltaron y miraron hacia arriba para ver a quién gritaba. Al descubrir al niño en el andamiaje, le señalaron a sus amigos. En seguida se formó un pequeño grupo.
Jonathan no había oído a Tom.
-¡Jonathan! ¡Jonathan! -volvió a gritar Tom haciendo bocina con las manos.
Esa vez el niño le oyó. Miró hacia abajo, vio a Tom y agitó la mano.
-¡Baja! -le gritó Tom.
Jonathan estaba a punto de obedecerle pero cambió de idea al mirar el muro sobre el que tendría que andar y el empinado tramo de escalones que habría de bajar.
-¡No puedo! -gritó a su vez, y su aguda voz planeó hasta la gente que estaba abajo. Tom comprendió que habría de subir para cogerlo.
-No te muevas de donde estás hasta que yo llegue -voceó.
Apartó los bloques de madera de los primeros peldaños y subió al muro.
En la parte inferior, tenía cuatro pies de ancho; pero a medida que se elevaba iba estrechándose. Tom ascendía sin precipitación. Se sintió tentado de apresurarse; pero se forzó a mantener la calma. Al mirar hacia arriba, vio a Jonathan sentado en el borde del andamio balanceando sus piernecillas en el profundo vacío.
En lo alto del todo, el muro sólo tenía dos pies de ancho. Aún así había espacio suficiente para caminar, siempre que se tuvieran nervios de hierro. Y Tom los tenía. Avanzó a lo largo del muro, saltó al andamio y cogió a Jonathan en brazos. Sintió un profundo alivio.
-Eres un chico muy bobo -le dijo pero su voz rebosaba cariño y Jonathan lo abrazó con fuerza.
Al cabo de un momento, Tom miró hacia abajo. Divisó un sinfín de caras mirando hacia arriba. Había unas cien personas o más siguiendo sus evoluciones. Debían creer que se trataba de otro espectáculo como el del oso.
-Muy bien, ahora vamos a bajar -dijo Tom a Jonathan; lo dejó sobre el muro y dijo-: Andando. Yo iré detrás de ti, así que no te preocupes.
Jonathan no estaba en modo alguno convencido.
-Tengo miedo -dijo.
Alargó los brazos para que Tom le cogiera y, al vacilar éste, rompió a llorar.
-Muy bien, yo te llevaré -asintió Tom.
No estaba muy satisfecho, pero Jonathan se encontraba ya demasiado nervioso para hacerle andar a aquella altura.
Tom subió al muro, se arrodilló junto a Jonathan, lo cogió en brazos y se puso de nuevo en pie.
Jonathan se aferró a él con fuerza.
Tom comenzó a andar. Como llevaba al niño en brazos no podía ver las piedras que tenía bajo los pies. Y eso no había manera de evitarlo. Con el alma en vilo avanzó cauteloso a lo largo del muro, calculando con cuidado cada paso. No temía por él; pero, con el niño en los brazos, se sentía aterrado. Por último alcanzó el primer peldaño. Allí, la anchura no era mayor pero, como quiera que fuese, parecía menos peligroso al tener que bajar los escalones. Empezó a descender aliviado. A cada peldaño que bajaba iba recuperando la calma. Cuando llegó al nivel de la galería, donde el muro se ensanchaba hasta tres pies, se detuvo para recuperar el aliento.
Miró más allá del recinto del priorato hacia Kingsbridge, hacia los campos, pasada la ciudad; y entonces vio algo que le extrañó. En el camino que llevaba a Kingsbridge, a una media milla de distancia, más o menos, observó una gran nube de polvo. Al cabo de un instante, se dio cuenta de que era una gran tropa de hombres a caballo que se acercaban a la ciudad a buen trote. Intentó descubrir en la lejanía, de quienes se trataba. En un principio pensó que seguramente sería un mercader muy rico o un grupo de mercaderes con un gran séquito. Pero había demasiados y, de todas formas, no parecían tener el aspecto de gentes del comercio. Trató de averiguar qué había en ellos que hiciera pensar que eran otra cosa que mercaderes. Al acercarse más, apreció que algunos de ellos montaban caballos de guerra, la mayoría llevaban cascos e iban armados hasta los dientes.
De repente sintió temor.
-¡Jesucristo! ¿Quiénes son esas gentes? -exclamó en voz alta.
-No digas “Cristo” -le reprendió Jonathan.
Quienesquiera que fuesen anunciaban dificultades.
Tom bajó rápido los escalones. El gentío le vitoreó cuando al fin saltó al suelo. Hizo caso omiso. ¿Dónde estaban Ellen y sus hijos? Miró en derredor pero no pudo verlos.
Jonathan forcejeaba por soltarse. Tom lo sujetó con fuerza. Como en aquel momento tenía a su hijo más pequeño, lo primero que necesitaba hacer era ponerlo a salvo en alguna parte. Ya se ocuparía luego de encontrar a los otros. Se abrió paso entre la muchedumbre hasta la puerta que conducía a los claustros. Estaba cerrada por dentro para proteger la intimidad del monasterio durante la feria.
-¡Abrid! ¡Abrid! -gritó Tom al tiempo que golpeaba la puerta.
Nada.
Tom no estaba siquiera seguro de que hubiere alguien en los claustros. No disponía de tiempo para andar con adivinanzas. Retrocedió, dejó a Jonathan en el suelo, levantó su inmenso pie derecho calzado con una gran bota y dio un puntapié en la puerta. Se astilló la madera alrededor de la cerradura. Dio otro puntapié con más fuerza. La puerta se abrió de repente. Al otro lado, apareció un monje ya de edad con aspecto asombrado. Tom alzó a Jonathan y lo metió en el interior.
-Retenedlo aquí -dijo al viejo monje-. Va a haber jaleo.
El monje asintió sin decir palabra y cogió a Jonathan de la mano.
Tom cerró la puerta.
Ahora tenía que encontrar al resto de su familia entre una multitud de mil personas o más.
Se asustó ante la casi imposibilidad de la tarea. No veía una sola cara familiar. Se subió a un barril de cervezas vacío para dominar mas. Era mediodía y la feria se encontraba en pleno auge. La muchedumbre avanzaba por los pasillos entre los puestos como un río lento y había remansos alrededor de los vendedores de comida y bebida, al hacer cola la gente para comprar. Tom escudriñaba entre las gentes pero no lograba ver a nadie de su familia. Ya desesperaba. Miró por encima de los tejados de las casas. Los jinetes ya casi se encontraban ante el puente, y ahora cabalgaban al galope. Todos ellos eran hombres de armas y llevaban teas. Tom estaba horrorizado. Habría una carnicería.
De repente, vio a Jack junto a él, mirándolo con expresión divertida.
-¿Qué haces subido a un barril? -le preguntó.
-Va a haber jaleo -dijo Tom con tono apremiante-. ¿Dónde está tu madre?
-En el puesto de Aliena. ¿Qué clase de jaleo?
-De los peores. ¿Dónde están Alfred y Martha?
-Martha está con madre. Alfred se encuentra en la riña de gallos. ¿De qué se trata?
-Mira tú mismo.
Tom echó una mano a Jack para ayudarle a subir. Quedó en posición precaria al borde del barril frente a Tom. Los cascos de los jinetes resonaban ya en el puente, entrando en la aldea.
-¡Cristo Jesús! ¿Quiénes son? -exclamó Jack.
Tom buscó con la mirada al jefe, un hombre corpulento montando un caballo de guerra. Lo reconoció al punto por el pelo amarillo y la pesada figura.
-Es William Hamleigh -dijo.
Al llegar los jinetes a la altura de las casas, acercaron sus teas a los tejados prendiendo fuego a la barda.
-¡Están incendiando la ciudad! -gritó Jack.
-Va a ser peor de lo que pensaba -dijo Tom-. Baja ya.
Ambos saltaron al suelo.
-Iré a buscar a madre y a Martha.
-Llévalas a los claustros -le indicó Tom con tono apremiante-. Será el único lugar seguro. Si los monjes te ponen reparos, mándalos a la mierda.
-¿Y si aherrojan la puerta?
-Acabo de romper el cerrojo. ¡Date prisa! Yo iré a buscar a Alfred. ¡En marcha!
Jack emprendió rápido la marcha. Tom se dirigió hacia el reñidero de gallos, abriéndose paso a codazos. Varios hombres protestaron por sus modales pero no les hizo caso y ellos, por su parte, callaron al darse cuenta de su tamaño y de su impasible expresión de determinación. No tardó mucho en que el aire arrastrara hasta el recinto del priorato el olor de las casas quemadas. Tom lo olió y se dio cuenta de que una o dos personas olfateaban el aire con curiosidad. Solo le quedaban unos momentos antes de que se produjera el pánico.
El reñidero de gallos estaba cerca de la puerta del priorato. A su alrededor se arremolinaba una muchedumbre ruidosa. Tom se abrió paso a empujones en busca de Alfred. En el centro de aquel gentío había en el suelo un agujero poco profundo, de unos cuantos pies. Y dentro de ese agujero, dos gallos se estaban desgarrando mutuamente con picos y acerados espolones. Por doquier se veían plumas y sangre. Alfred se encontraba cerca de la primera línea, mirando sin perder detalle, gritando a todo pulmón, animando a uno o a otro de los infelices animales. Tom forcejeó a través de aquella masa de gente para llegar hasta él y lo cogió por el hombro.
-¡Ven! -le gritó.
-¡He apostado seis peniques por el negro! -gritó a su vez Alfred.
-Tenemos que salir de aquí -se impuso Tom; en aquel momento llegó una vañarada de humo hasta el reñidero-. ¿Es que no hueles el fuego?
Un par de espectadores oyeron la palabra fuego y se quedaron mirando con curiosidad a Tom. Las ráfagas de viento siguieron llevándoles el olor, y todos lo notaron. Alfred también lo olió.
-¿De dónde es? -preguntó Alfred.
-La ciudad está ardiendo.
De repente todo el mundo quería irse. Los hombres se dispersaron en todas direcciones a empujones y codazos. En el reñidero, el gallo negro mató al marrón pero nadie prestaba ya atención. Alfred inició la marcha en la dirección equivocada. Tom lo agarró.
-Iremos a los claustros -dijo-. Es el único sitio seguro.
El humo empezó a llegar a oleadas y el miedo se propagó entre la multitud. Todo el mundo estaba agitado; pero nadie sabía qué hacer. Tom pudo ver, por encima de las cabezas, a la gente que se agolpaba en manadas para salir por la puerta del priorato, pero ésta era estrecha y, por otra parte no estaban más seguros fuera del recinto que dentro de él. Sin embargo hubo más gente a la que se le ocurrió la idea. Tom y Alfred se encontraron forcejeando con la riada de gente que tomaba frenética la dirección contraria. Pero, de súbito, la corriente cambió y todo el mundo tomó la misma dirección que ellos. Tom miró en derredor para averiguar el motivo de aquel cambio y vio entrar en el recinto al primero de los jinetes.
Y entonces fue cuando estalló el tumulto.
Los jinetes ofrecían un aspecto aterrador. Sus inmensos caballos tan asustados como todo aquel gentío, embestían, retrocedían y cargaban, pisoteando a quienes estaban a derecha, a izquierda y en el centro. Los jinetes, armados y con cascos, sacudían con cachiporras y teas derribando hombres, mujeres y niños, prendiendo fuego a los puestos, a las ropas y al pelo de las gentes. Todo el mundo chillaba. Atravesaron la puerta más jinetes, y más gente fue desapareciendo bajo los potentes cascos.
-Tú vete a los claustros... yo voy a asegurarme de que los demás están a salvo. ¡Corre! -gritó Tom al oído de Alfred al tiempo que le daba un empujón.
Alfred salió disparado.
Tom tomó el camino del puesto de Aliena. Casi de inmediato, tropezó con alguien y cayó al suelo. Maldiciendo, se puso de rodillas pero antes de que pudiera levantarse vio precipitarse sobre él un caballo de guerra. El animal llevaba las orejas hacia atrás y los ollares palpitantes, y Tom pudo verle el blanco de sus aterrados ojos. Por encima de la cabeza del caballo, divisó el carnoso rostro de William Hamleigh, contorsionado por una mueca de odio y triunfo. Pensó que sería maravilloso tener una vez más en sus brazos a Ellen. En aquel preciso momento, un poderoso casco le golpeó en el centro mismo de la frente, sintió un espantoso y aterrador dolor en el cráneo, que pareció explotarle y el mundo entero se sumió en las tinieblas.
La primera vez que Aliena olfateó el humo se dijo que procedía del lugar donde estaban sirviendo el almuerzo.
Tres compradores flamencos se hallaban sentados a la mesa, instaladas al aire libre delante del almacén de Aliena. Eran unos hombres corpulentos, de barba negra que hablaban inglés con un fuerte acento alemán y vestían trajes de un hermoso tejido. Todo iba bien. Aliena estaba a punto de cerrar la venta y había decidido servir el almuerzo primero para dar tiempo a los compradores de inquietarse. Sin embargo, se sentiría profundamente satisfecha cuando aquella gran fortuna en lana pasara a manos de otros. Puso delante de ellos la fuente con las chuletas de cerdo asadas con miel, y se quedó mirándolos con ojo crítico. La carne estaba en su punto con el reborde de grasa crujiente y de un dorado oscuro. Escanció más vino. Uno de los compradores olfateó el aire y luego todos miraron inquietos en derredor. De repente, Aliena sintió miedo. El fuego era la pesadilla de los mercaderes de lana. Miró a Ellen y a Martha que le estaban ayudando a servir el almuerzo.
-¿No oléis a humo? -les preguntó.
Antes de que pudieran contestar apareció Jack. Aliena todavía no se había acostumbrado a verlo vistiendo el hábito de monje, con su pelo color zanahoria completamente rapado. Su querido rostro mostraba una expresión agitada. De repente, Aliena sintió el ansia de abrazarlo y de borrar aquel ceño de su frente. Pero se apartó en seguida recordando cómo se había dejado atraer por él en el viejo molino, hacía ya meses. Todavía enrojecía de vergüenza cada vez que recordaba aquel incidente.
-Hay jaleo -gritó Jack en tono apremiante-. Tenemos que refugiarnos todos en los claustros.
Aliena se quedó mirándolo.
-¿Qué pasa? ¿Hay fuego?
-Es el conde William y sus hombres de armas -repuso Jack.
Aliena se quedó de repente helada. William. Otra vez.
-Han incendiado la ciudad. Tom y Alfred van a los claustros. Haced el favor de venir conmigo.
Ellen, que llevaba una escudilla con verdura, la dejó sin ceremonia alguna sobre la mesa, delante de un comprador flamenco, alarmado.
-Muy bien -dijo cogiendo a Martha por el brazo-. En marcha.
Aliena miró con auténtico pánico hacia su almacén. Allí había lana virgen por valor de centenares de libras, y tenía que protegerla del fuego. Pero ¿cómo? Se encontró con los ojos de Jack. La miraba expectante. Los compradores abandonaron presurosos la mesa.
-Id vosotros. Yo tengo que cuidar de mi puesto -dijo Aliena a Jack.
-Vamos, Jack -apremió Ellen.
-Dentro de un momento -contestó él, volviéndose de nuevo hacia Aliena.
Ésta vio vacilar a Ellen. A todas luces se debatía entre poner a salvo a Martha y esperar a Jack.
-¡Jack! ¡Jack! -dijo de nuevo.
Jack se volvió hacia ella.
-¡Llévate a Martha, madre!
-Muy bien -asintió Ellen-. Pero, por favor, date prisa.
Ellen y Martha se fueron.
-La ciudad está en llamas. Los claustros son el único lugar seguro al estar construidos en piedra. Ven conmigo, de prisa -dijo Jack.
Aliena pudo oír chillidos procedentes de la puerta del priorato. Ahora ya el humo lo invadía todo. Miró en derredor suyo intentando averiguar lo que estaba ocurriendo. El miedo le había puesto un nudo en el estómago. Todo aquello por lo que había trabajado durante seis años estaba amontonado en el almacén.
-¡Aliena! Ven a los claustros... allí estaremos a salvo -repitió Jack.
-¡No puedo! -gritó ella-. ¡Ahí está mi lana!
-¡Al infierno con tu lana!
-¡Es todo cuanto tengo!
-¡De nada te servirá si estás muerta!
-Para ti es fácil decirlo... Pero me he pasado todos estos años luchando para alcanzar esta posición...
-¡Aliena! ¡Por favor!
De repente, la gente que se encontraba alrededor del puesto empezó a lanzar chillidos de un terror mortal. Los jinetes habían invadido el recinto del priorato y cargaban contra la multitud sin importarles quienes caían, pegando fuego a los puestos. La muchedumbre, espantada, corría aplastándose unos contra otros en sus desesperados intentos por apartarse del camino de los veloces cascos y de las teas. Se apretaba contra la liviana valla de madera que formaba el frente del puesto de Aliena, el cual se desplomó de inmediato. La gente invadió el espacio abierto que había delante del almacén, derribando la mesa con sus fuentes de comida y las copas de vino. Jack y Aliena se vieron obligados a retroceder. Dos jinetes cargaron contra el puesto, uno de ellos enarbolando a ciegas una cachiporra; el otro agitando una tea. Jack se puso delante de Aliena protegiéndola. La cachiporra se dirigió a la cabeza de Aliena; pero Jack puso sobre ella un brazo protector, de manera que el golpe lo recibió su muñeca. Ella sintió el golpe pero fue Jack quien lo recibió de forma directa. Al levantar Aliena los ojos, vio la cara del segundo jinete.
Era William Hamleigh.
Aliena chilló.
Él se quedó mirándola un instante, con la tea encendida en la mano y los ojos brillándole con un destello de triunfo. Luego, espoleó su caballo y se lanzó hacia el almacén de ella.
-¡No! -chilló Aliena.
Forcejeó por salir de aquellas apreturas, empujando y golpeando a cuantos la rodeaban, incluido Jack. Al fin quedó libre y se precipitó hacia el almacén. William se encontraba inclinado sobre la silla acercando la tea a un montón de sacos de lana.
-¡No! -volvió a gritar Aliena.
Se arrojó sobre él e intentó derribarlo del caballo. William la apartó de un manotazo y Aliena cayó al suelo. Volvió a acercar la tea a los sacos de lana. El fuego prendió con un poderoso bramido. De repente, Jack estaba allí apartando del paso a Aliena. William, haciendo dar media vuelta al caballo salió rápido del almacén. Aliena se puso en pie de un salto, cogió un saco vacío e intentó apagar las llamas.
-¡Morirás, Aliena! -le gritó Jack.
El calor empezaba a hacerse insoportable. Aliena cogió un saco de lana que todavía no había sido alcanzado por el fuego e intentó ponerlo a buen recaudo. De repente, oyó un fragor al tiempo que sentía un calor intenso en la cara. Se dio cuenta aterrada de que su pelo estaba ardiendo. Un instante después, Jack se precipitó hacia ella, rodeándole la cabeza con los brazos y apretándole con fuerza contra su cuerpo. Ambos cayeron al suelo. Él la mantuvo apretada contra sí por un momento y luego aflojó el abrazo. Aliena olió a pelo chamuscado; pero ya no le ardía. Pudo darse cuenta de que Jack tenía la cara quemada y las cejas le habían desaparecido. Él la cogió por un tobillo y la arrastró a través de la puerta. Luego, siguió arrastrándola pese a la resistencia que oponía, hasta que se encontraron en un lugar seguro.
La zona alrededor de su puesto había quedado vacía. Jack la soltó. Aliena intentó levantarse; pero él volvió a agarrarla y se lo impidió. Aliena siguió forcejeando contemplando con mirada demencial el fuego que estaba consumiendo todos sus años de trabajo y preocupaciones, toda su riqueza y seguridad hasta que ya no le quedaron energías para forcejear con Jack. Entonces permaneció allí, caída en el suelo y empezó a gemir.
Philip se encontraba en la cripta, debajo de la cocina del priorato, contando dinero con Cuthbert Whitehead, cuando oyó el ruido. Se miraron frunciendo el entrecejo y luego se pusieron en pie para averiguar lo que ocurría. Al atravesar la puerta, se encontraron con un auténtico tumulto. La gente corría, en todas direcciones, forcejeando y dándose codazos, y empujones, pisoteándose unos a otros. Hombres y mujeres gritaban y los niños lloraban. El aire estaba lleno de un humo denso. Todo el mundo parecía querer salir del recinto del priorato. Aparte de la puerta principal, la única salida era a través del portillo entre los edificios de la cocina y el molino. Allí no había muro, aunque si un profundo badén que llevaba agua desde el estanque del molino hasta la cervecería. Philip quería advertir a la gente de que tuviera cuidado con el badén; pero nadie escuchaba a nadie.
La causa de aquel tumulto era, a todas luces, un incendio. Y además importante. La atmósfera se hallaba por completo enrarecida a causa del humo procedente de él. A Philip le embargó el miedo. Con toda aquella gente aglomerada, la mortandad podía ser aterradora.
Ante todo tenía que averiguar lo que estaba ocurriendo. Subió los escalones que conducían a la puerta de la cocina para ver mejor. Lo que contempló le colmó de espanto.
Toda la ciudad de Kingsbridge se encontraba en llamas.
De su garganta brotó un grito de horror y desesperación.
¿Cómo podía haber ocurrido aquello?
Y entonces vio a los jinetes cargando contra la multitud con sus teas encendidas. Comprendió que no se trataba de un accidente. Lo primero que se le ocurrió fue que se estaba librando una batalla entre los dos contendientes de la guerra civil y, como quiera que fuese, había cogido a Kingsbridge entre dos fuegos. Pero los hombres de armas no se atacaban entre sí, sino que iban contra los ciudadanos. No era una batalla sino una matanza.
Vio a un hombre grande y rubio, montado en un poderoso caballo de guerra, lanzándose contra la multitud y aplastándola. Era William Hamleigh.
El odio atenazó la garganta de Philip. Casi le hizo enloquecer el mero pensamiento de que toda aquella carnicería y destrucción hubiera sido provocada deliberadamente, sólo por codicia y orgullo.
-¡Te estoy viendo, William Hamleigh! -gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
William oyó pronunciar su nombre entre los gritos del gentío. Frenó a su caballo y se encontró con la mirada de Philip.
-¡Irás al infierno por esto! -le gritó el prior.
William tenía el rostro congestionado por la sed de sangre. Ni siquiera la amenaza que más temía en el mundo le produjo efecto aquel día. Estaba como enloquecido. Agitó su tea en el aire como un estandarte.
-¡El infierno está aquí, monje! -gritó a su vez.
Espoleó a su caballo y siguió cabalgando.
De repente todo había desaparecido, los jinetes y la multitud. Jack soltó a Aliena y se puso en pie. Tenía entumecida la mano derecha. Recordó que sobre ella había recibido el golpe destinado a la cabeza de Aliena. Estaba contento de que le doliera la mano. Esperaba que siguiera doliéndole mucho tiempo a manera de recordatorio.
El almacén era un infierno y en derredor ardían pequeños fuegos. El suelo estaba cubierto de cuerpos; algunos se movían; otros sangraban, muchos estaban fláccidos e inmóviles. Reinaba el silencio salvo por el crepitar de las llamas. La multitud se había ido por un camino o por otro, dejando tras ellos a sus muertos y heridos. Jack estaba mareado. Jamás había permanecido en un campo de batalla, pero imaginaba que debía tener ese mismo aspecto.
Aliena empezó a llorar. Jack le puso una mano tranquilizadora en el hombro. Ella se la apartó. Le había salvado la vida; pero eso a ella no le importaba, sólo le preocupaba su condenada lana, que ahora ya se había convertido en humo. Jack la miró por un instante sintiendo tristeza. Tenía casi todo el pelo quemado y ya no parecía hermosa. A pesar de todo, él la quería. Le dolía verla tan compungida y no ser capaz de consolarle.
Estaba seguro de que ya no intentaría de nuevo entrar en el almacén. Le inquietaba el resto de su familia, así que dejó a Aliena para ir en su busca.
Le dolía la cara. Se llevó una mano a la mejilla y su propio roce le escoció. Debía tener también quemaduras. Miró los cuerpos caídos en el suelo. Quería hacer algo por los heridos, pero no sabía por dónde empezar. Buscó entre los forasteros caras familiares, con la esperanza de no encontrar ninguna. Madre y Martha habían ido a los claustros; se dijo que habían marchado muy por delante de la multitud. ¿Habría encontrado Tom a Alfred? Se volvió hacia los claustros. Y fue entonces cuando vio a Tom.
El cuerpo de su padrastro estaba tumbado todo lo largo que era sobre la tierra enfangada. Inmóvil por completo. Su rostro estaba reconocible, incluso con expresión de paz, hasta la altura de las cejas, pero tenía la frente y el cráneo totalmente aplastado. Jack estaba aterrado. No podía hacerse a la idea. Tom no podía estar muerto. Pero la figura que tenía delante tampoco podía estar viva. Apartó los ojos y luego volvió a mirarlo. Era Tom y se hallaba muerto.
Jack se arrodilló junto al cuerpo. Sentía ansias de hacer algo o decir algo y por primera vez comprendió por qué a la gente le gustaba rezar por sus muertos.
-Madre va a echarte muchísimo de menos -dijo, y recordó la furiosa andanada que le dirigió el día de su pelea con Alfred-. La mayor parte no era verdad -siguió diciendo y empezaron a caerle las lágrimas-. No me abandonaste. Me diste de comer y cuidaste de mí e hiciste a mi madre feliz, verdaderamente feliz.
Pero hubo algo más importante que todo eso, se dijo. Lo que Tom le había dado no era tan sólo cosas tan corrientes como techo y comida. Tom le había dado algo único, algo que ningún otro hombre podía dar, algo que ni siquiera su propio padre podía haberle dado. Algo que era una pasión, una habilidad, un arte y un modo de vida.
-Me diste la catedral -musitó Jack al hombre muerto-. Gracias.