Quinto día:
jueves, 1 de junio de 1944
22
Diether durmió unas horas en el hotel Frankfort y se levantó a las dos de la madrugada. Estaba solo: Stéphanie seguía en la casa de la calle du Bois con el agente británico Helicóptero. Esa mañana, Helicóptero saldría en busca del jefe del circuito Bollinger, y Diether tenía que seguirlo. Sabía que empezaría por la casa de Michel Clairet, de modo que había decidido poner un equipo de vigilancia allí antes del alba.
Viajó hasta Sainte-Cécile en plena noche, zigzagueando en el Hispano-Suiza entre viñedos iluminados por la luna, y aparcó frente al palacio. Fue directamente al laboratorio fotográfico del sótano. No había nadie en el cuarto oscuro, pero allí estaban sus fotos, puestas a secar en una cuerda, como prendas de ropa. Había pedido que le hicieran dos copias de la fotografía de Flick Clairet que le había cogido prestada a Helicóptero. Las descolgó y observó una de ellas, al tiempo que recordaba a la chica corriendo por la plaza bajo el fuego cruzado para salvar a su marido. Intentó descubrir algún signo de aquellos nervios de acero en la expresión despreocupada de la atractiva bañista, pero no vio ninguno. Sin duda, los había adquirido con la guerra.
Se guardó las copias en un bolsillo y recogió la foto original, que tendría que devolver subrepticiamente a la cartera de Helicóptero. Buscó una hoja de papel y un sobre, se quedó pensando un instante y escribió:
Cariño: Mientras Helicóptero se afeita, por favor, pon esto en el bolsillo interior de su chaqueta, para que parezca que se ha salido de la cartera, Gracias.
Metió la foto y la nota en el sobre, lo cerró y escribió «Mlle. Lemas» en el anverso. Lo entregaría más tarde.
Al pasar por delante de las celdas, se detuvo a echar un vistazo por la mirilla de la de Marie, la chica que le había dado un susto de muerte el día anterior presentándose en casa de mademoiselle Lemas con comida para sus «invitados». Tumbada en una sábana manchada de sangre, miraba fijamente la pared con ojos desorbitados por el terror y emitía un gemido bajo y continuo, como un aparato roto pero no apagado.
Diether la había interrogado esa misma noche. No tenía información de utilidad. Aseguraba no conocer a nadie de la Resistencia, aparte de mademoiselle Lemas. Aunque inclinado a creerla, Diether la había puesto en manos del sargento Becker para asegurarse. Sin embargo, la chica no había cambiado su historia, y Diether estaba convencido de que su desaparición no alertaría a la Resistencia sobre la impostora de la calle du Bois.
La imagen de aquel cuerpo destrozado lo deprimió fugazmente. Recordó a la chica la mañana de la víspera, empujando la bicicleta hacia el patio de la casa, toda juventud y vigor. Parecía feliz, aunque un tanto estúpida. Había cometido un simple error, y ahora su vida tocaba a un final siniestro. Desde luego, merecía su suerte; había ayudado a unos terroristas. Aun así, era un destino espantoso.
Procuró quitársela de la cabeza y subió a la planta baja. Las telefonistas del turno de noche seguían de guardia ante sus centralitas. Sobre sus cabezas, en lo que antaño había sido una sucesión de dormitorios de un lujo exquisito, estaban las dependencias de la Gestapo.
Diether, que no había visto a Weber desde el incidente en la catedral, lo imaginaba lamiéndose las heridas en algún rincón. No obstante, había hablado con su segundo para pedirle que tuviera preparados a cuatro hombres a las tres de la mañana para un día de vigilancia. También esperaba al teniente Hesse. Diether apartó una cortina antiaérea y miró afuera. La luna bañaba la explanada, y Hans avanzaba hacia la entrada del palacio en ese preciso momento, pero no había ni rastro de los hombres de la Gestapo.
Diether entró en el despacho de Weber y se llevó una sorpresa al verlo tras el escritorio, fingiendo revisar documentos a la luz de la lámpara de tulipa verde.
—¿Dónde están los hombres que os pedí? —le preguntó Diether. Weber se puso en pie.
—Ayer me apuntaste con una pistola —farfulló—. ¿Quién coño te crees que eres para amenazar a un oficial?
Diether no se esperaba aquello. Weber se estaba poniendo agresivo a propósito de un incidente en el que había hecho el ridículo. ¿Acaso no entendía que había cometido un error mayúsculo?
—Tú te lo buscaste, maldito idiota —replicó Diether exasperado—. ¿Quién te mandaba detener al agente?
—Puedes acabar ante un consejo de guerra por lo que hiciste.
Diether iba a echarse a reír, pero se lo pensó mejor. Weber estaba en lo cierto. Sólo había hecho lo necesario para salvar la situación, pero, en el burocrático Tercer Reich, no era imposible que un oficial fuera condenado por tener iniciativa. Tragó saliva y fingió seguridad:
—Adelante, denúnciame. Creo que podré justificar lo que hice ante un tribunal.
—¡Llegaste a disparar el arma!
—Algo que has visto pocas veces en tu carrera militar —dijo Diether sin poder resistirse.
Weber se puso rojo. Nunca había entrado en acción.
—Las armas son para usarlas contra el enemigo, no contra los camaradas.
—Disparé al aire. Siento haberte asustado. Estabas a punto de arruinar una delicada operación de contraespionaje. ¿No te parece que un tribunal militar lo tendría muy en cuenta? ¿Qué órdenes seguías tú? Si alguien faltó a la disciplina militar, no fui yo.
—Detuve a un británico espía y terrorista.
—¿Y de qué habría servido? Sólo era uno. Tienen muchos más. En cambio, estando libre, nos llevará a otros, puede que a muchos otros. Tu insubordinación estuvo a punto de frustrar esa posibilidad. Afortunadamente para ti, te impedí cometer un error fatal.
Weber le lanzó una mirada maliciosa.
—Ciertas personas con autoridad podrían encontrar sospechoso que tengas tantas ganas de liberar a un agente aliado.
Diether soltó un suspiro.
—No seas estúpido, Willi. Yo no soy un pobre tendero judío, no conseguirás asustarme amenazándome con difundir falsedades. No puedes hacerme pasar por traidor, porque nadie te creería. Y ahora, ¿dónde están mis hombres?
—El espía debe ser detenido inmediatamente.
—No, no debe, y si lo intentas te pegaré un tiro. ¿Dónde están los hombres?
—Me niego a destinar hombres que necesito a una operación tan irresponsable.
—¿Que te niegas?
—Sí.
Diether lo miró fijamente. No esperaba que fuera lo bastante valiente o lo bastante estúpido como para hacer aquello.
—¿Qué crees que te ocurrirá cuando el mariscal de campo se entere de esto?
Weber parecía asustado pero resuelto.
—Yo no pertenezco al ejército —respondió—. Soy de la Gestapo.
Desgraciadamente, tenía razón, se dijo Diether descorazonado. Walter Gödel podía ordenar a Diether que usara personal de la Gestapo en lugar de privarlo de hombres que necesitaba para defender la costa, pero la Gestapo no tenía ninguna obligación de obedecer a Diether. El nombre de Rommel había inquietado a Weber durante unos instantes, pero el efecto había sido pasajero.
Ahora el personal a su disposición se reducía al teniente Hesse. ¿Podrían vigilar a Helicóptero ellos dos solos? Sería difícil, pero no había alternativa.
Diether probó a reiterar la amenaza:
—¿Estás seguro de que quieres cargar con las consecuencias de tu negativa, Willi? Te vas a meter en un lío monumental…
—Yo, en cambio, tengo la sensación de que quien está metido en un lío eres tú.
Diether meneó la cabeza con desesperación. No había más que decir. Ya había malgastado bastante tiempo discutiendo con aquel idiota. Dio media vuelta y se fue.
Se encontró con Hans en el vestíbulo y le explicó la situación. Fueron a la parte posterior del edificio, donde se encontraba la sección técnica, que ocupaba las antiguas dependencias de la servidumbre. La noche anterior, Hans había pedido prestados una furgoneta del PTT y un ciclomotor, en realidad una bicicleta con un pequeño motor que se ponía en marcha al pedalear.
Diether temía que Weber se hubiera enterado y hubiera ordenado a los técnicos que no les prestaran los vehículos. Esperaba que no fuera así: faltaba media hora para el amanecer, y no tenía tiempo para más discusiones. Pero no hubo problemas. Diether y Hans se pusieron sendos monos y abandonaron el palacio, con el ciclomotor en la caja de la furgoneta.
Llegaron a Reims y fueron directamente a la calle du Bois. Aparcaron a la vuelta de la esquina y Hans bajó del coche en la penumbra previa al alba, caminó hasta la casa y echó el sobre con la foto de Flick en el buzón. El cuarto de Helicóptero estaba en la parte posterior del edificio, de modo que era poco probable que viera a Hans y lo reconociera más tarde.
El sol empezaba a alzarse cuando llegaron al centro de la ciudad. Hans aparcó a unos cien metros de la casa de Michel Clairet y abrió una boca de registro del PTT. Fingiría trabajar mientras vigilaba el edificio. Era una calle concurrida, con coches aparcados en ambas aceras, así que la furgoneta pasaría inadvertida.
Diether se quedó en el vehículo y procuró mantenerse oculto mientras cavilaba sobre su discusión con Weber. Willi era estúpido, pero tenía parte de razón. Se estaba arriesgando demasiado. Helicóptero podía darle esquinazo, desaparecer y dejarlo con las manos vacías. Lo más fácil y lo más seguro habría sido torturarlo. No obstante, si dejarlo en libertad entrañaba grandes riesgos, prometía recompensas aún mayores. Si todo salía según lo previsto, Helicóptero podía ser una auténtica mina. Cuando pensaba en el triunfo que tenía al alcance de la mano, lo ambicionaba con una pasión que le aceleraba el pulso.
Por el contrario, si las cosas se torcían, Weber aprovecharía la oportunidad para contarle a todo el mundo que se había opuesto a su arriesgado plan desde el principio. Pero Diether no estaba dispuesto a perder ni un segundo más pensando en aquellas intrigas burocráticas. Los individuos que, como Weber, jugaban a aquellos juegos eran la gente más despreciable de la tierra.
La ciudad empezaba a despertar. Las más madrugadoras fueron las mujeres que acudían a la panadería situada frente a la casa de Monet. El comercio seguía cerrado, pero el grupo permaneció pacientemente ante la puerta, conversando para aliviar la espera. Diether supuso que, a pesar de estar racionado, el pan se acababa de vez en cuando, y que las buenas amas de casa compraban temprano para asegurarse su parte. Cuando el establecimiento abrió sus puertas, las francesas se abalanzaron al interior sin orden ni concierto, a diferencia de lo que habrían hecho las alemanas: formar una cola y esperar su turno, se dijo Diether con un sentimiento de superioridad. Al verlas salir con sus barras, lamentó no haber desayunado.
A continuación, aparecieron los obreros, tocados con boina, calzados con recias botas y cargados con la bolsa o la fiambrera del almuerzo. Los niños empezaban a llenar las calles camino de las escuelas, cuando llegó Helicóptero montado en la bicicleta de Marie. Diether se enderezó en el asiento. La cesta de la bicicleta contenía un objeto rectangular cubierto con un trapo: la maleta de la radio, supuso.
Hans asomó la cabeza fuera de la alcantarilla y siguió a la bicicleta con la mirada.
Helicóptero se detuvo ante la casa de Michel Clairet y llamó a la puerta. Por supuesto, nadie contestó. El muchacho esperó en el quicio unos segundos, antes de volver a la acera, mirar hacia las ventanas y dar la vuelta al edificio en busca de otra entrada. No la había; Diether lo sabía de sobra.
Él mismo le había sugerido a Helicóptero el siguiente paso: «Vaya hasta un bar de la misma calle llamado Chez Régis. Pida café y panecillos, y espere». Diether confiaba en que la Resistencia estuviera vigilando la casa de Monet a la espera de un emisario de Londres. Puede que no la mantuvieran bajo vigilancia las veinticuatro horas; pero era probable que un vecino simpatizante de la causa se hubiera prestado a colaborar. La evidente candidez de Helicóptero tranquilizaría al posible vigía. Bastaban sus idas y venidas para descartar que fuera un hombre de la Gestapo o un agente de la Milicia, la policía de seguridad francesa. Diether estaba convencido de que alguien alertaría a la Resistencia y de que, más pronto que tarde, un enlace abordaría a Helicóptero. Y ese enlace podía conducirlo hasta el corazón de la Resistencia.
Al cabo de un minuto, Helicóptero siguió el consejo de Diether. Empujó la bicicleta hasta Chez Régis, se sentó en la terraza y se arrellanó al sol. Le sirvieron un café. Debía de ser achicoria, pero él se lo tomó con evidente delectación.
Unos veinte minutos después, entró en el bar, volvió a salir con un periódico y otro café, y empezó a leer con parsimonia. Parecía muy tranquilo, como si estuviera dispuesto a esperar todo el día. Estupendo, pensó Diether.
Fueron pasando las horas. Diether empezaba a preguntarse si aquello iba a funcionar. Puede que la escabechina de Sainte-Cécile hubiera diezmado al circuito Bollinger hasta el punto de anular su operatividad y que no tuvieran gente ni para llevar a cabo las tareas más básicas. Sería muy decepcionante que Helicóptero no lo condujera a otros terroristas. Y todo un triunfo para Weber.
Iba siendo hora de que Helicóptero pidiera algo de comer para justificar seguir ocupando la mesa. Un camarero se acercó a él, volvió al interior del bar y regresó trayéndole un pastis. También debía de ser un sucedáneo, elaborado con algún sustituto sintético del anís, pero Diether no pudo evitar relamerse pensando en lo bien que le sentaría un trago.
Un hombre se detuvo en la terraza y se sentó en la mesa inmediata a la de Helicóptero. Había cinco, y hubiera sido más normal que eligiera cualquier otra. Diether sintió renacer sus esperanzas. El desconocido, un individuo desgarbado de unos treinta años, vestía camisa de cambrayón azul y pantalones de lona azul marino, pero Diether intuyó que no era un obrero. Parecía algo más, tal vez un artista disfrazado de proletario. Al verlo arrellanarse en la silla y apoyar la pierna derecha en la rodilla izquierda, Diether se dijo que aquella pose le resultaba familiar. ¿Dónde había visto a aquel hombre?
El camarero se acercó a la mesa y el hombre pidió algo. Pasó un minuto sin que ocurriera nada. ¿Estudiaba el desconocido a Helicóptero disimuladamente o tan sólo esperaba su copa? El camarero volvió con un vaso de cerveza en una bandeja. El desconocido le dio un largo trago y se pasó el dorso de la mano por la boca con aire satisfecho. Diether empezaba a pensar con desánimo que sólo era un hombre muerto de sed. Sin embargo, aquel modo de limpiarse los labios…
De pronto, el desconocido se dirigió a Helicóptero.
Diether se puso tenso. ¿Podía ser aquello lo que tanto había esperado?
Los dos hombres entablaron conversación. A pesar de la distancia, Diether comprendió que el desconocido sabía ganarse a la gente: Helicóptero sonreía y hablaba con animación. Al cabo de unos instantes, el agente señaló la casa de Monet, y Diether supuso que preguntaba por el paradero del dueño. El desconocido se encogió de hombros en un gesto típicamente francés, y Diether lo imaginó diciendo: «Lo siento, no lo sé». Pero Helicóptero parecía insistir.
El desconocido apuró su cerveza, y Diether tuvo una inspiración súbita. De pronto, supo quién era aquel hombre con toda certeza, y la revelación le produjo tal sobresalto que dio un respingo en el asiento. Lo había visto en la plaza de Sainte-Cécile, sentado en otro velador, al lado de Flick Clairet, justo antes del ataque al palacio… Aquel hombre era su marido, el famoso Monet.
—¡Sí! —exclamó Diether pegando un puñetazo en el salpicadero con satisfacción.
Su estrategia había dado fruto. Helicóptero lo había conducido al corazón de la Resistencia local.
Pero aquel éxito superaba sus expectativas. Diether confiaba en que aparecería un enlace, y que el enlace podía llevar a Helicóptero —y, por tanto, llevarlo a él— al escondite de Monet. Ahora tenía un grave dilema. Michel Clairet era una presa importante. ¿Debía detenerlo de inmediato o seguirlo, confiando en pescar un pez aún más gordo?
Hans cerró la alcantarilla y se metió en la furgoneta.
—¿Contacto, señor?
—Sí.
—¿Y ahora?
Diether no sabía qué hacer, si detener a Monet o seguirlo. Clairet se puso en pie y Helicóptero lo imitó. Diether decidió seguirlos.
—¿Qué hago yo? —preguntó Hans nervioso.
—¡Saque la bicicleta, deprisa!
Hans se apeó, abrió las puertas posteriores de la furgoneta y sacó el ciclomotor.
Los dos hombres dejaron el dinero en los veladores y echaron a andar. Diether advirtió que Clairet cojeaba, y recordó que lo habían herido durante el ataque al palacio.
—Sígalos, yo lo seguiré a usted —le dijo a Hans encendiendo el motor.
Hans subió al ciclomotor y empezó a pedalear. El pequeño motor petardeó y se puso en marcha. El teniente siguió a sus presas a la largo de la calle, avanzando a paso de paseo a unos cien metros de distancia. Diether se mantuvo tras él.
Monet y Helicóptero doblaron una esquina. Un minuto después, Diether los imitó y los vio parados ante el escaparate de una tienda. Era una farmacia. Por supuesto, no tenían intención de comprar medicamentos; intentaban asegurarse de que no los seguían. Cuando la furgoneta pasó a su altura, se apartaron del escaparate y volvieron por donde habían venido. Estarían pendientes de cualquier vehículo que cambiara de sentido, de modo que Diether optó por no seguirlos. No obstante, se cruzó con Hesse, que había dado media vuelta y avanzaba oculto tras un camión. El teniente se mantuvo alejado de los dos hombres, pero procurando no perderlos de vista.
Diether dio la vuelta a la manzana y los vio de nuevo. Se acercaban a la estación de ferrocarril, con Hans a prudente distancia.
Diether temió que los hubieran descubierto. El truco de la farmacia podía indicar que sospechaban algo. Era poco probable que hubieran prestado atención a la furgoneta del PTT, que habían visto una sola vez, pero tal vez habían advertido la presencia del ciclomotor. No obstante, la maniobra podía ser una precaución rutinaria de Monet, que estaba acostumbrado a operar en la clandestinidad.
Los dos hombres atravesaron el jardín que daba acceso a la estación. Los arriates estaban llenos de hierbajos, pero los árboles habían florecido a despecho de la guerra. La estación era un mazacote neoclásico con pilastras y frontón, tan pesado y ostentoso como los prohombres decimonónicos que debían de haberlo financiado.
Diether se preguntó qué haría si Monet y Helicóptero cogían un tren. Era demasiado arriesgado subir al mismo convoy. Helicóptero lo reconocería en cuanto lo viera, y Clairet podía recordar haberlo visto en la plaza de Sainte-Cécile. Tendría que vigilarlos Hesse, mientras él los seguía por carretera.
Los dos hombres entraron en la estación por uno de los tres arcos neoclásicos. Hans dejó el ciclomotor y los siguió. Diether aparcó la furgoneta y lo imitó. Si los dos hombres se acercaban a la ventanilla, le diría a Hesse que hiciera cola tras ellos y sacara billete al mismo destino.
Sin embargo, no estaban en el despacho de billetes. Diether entró en el vestíbulo justo a tiempo para ver a Hans bajando las escaleras que llevaban al túnel de acceso a los andenes. Puede que Clairet hubiera sacado los billetes con antelación, se dijo Diether. Era lo de menos. Hesse subiría al tren sin billete.
A ambos lados del túnel había tramos de escaleras que conducían a los andenes. Diether siguió a Hesse hasta el final del subterráneo. Presintiendo el peligro, avivó el paso hacia la escalera que daba acceso a la entrada posterior de la estación. Alcanzó al teniente, subió con él y salió a la calle de Courcelles.
Los recientes bombardeos habían destrozado algunos edificios, pero había algunos coches aparcados en las zonas de la calle en que no había escombros. Diether miró a derecha e izquierda con el corazón en un puño. A unos cien metros, vio a Monet y Helicóptero, que entraban a toda prisa en un coche de color negro. Iban a perderlos de todas, todas. Diether se llevó la mano a la sobaquera, pero la distancia era excesiva para una pistola. El coche empezó a moverse. Era un Renault Monaquatre, uno de los automóviles más populares de Francia. Diether no consiguió leer la matrícula. El coche enfiló la calle a toda velocidad y giró en una esquina.
Diether soltó una maldición. Era un truco de principiante, pero había funcionado. Al meterse en el túnel, Clairet había obligado a sus perseguidores a alejarse de sus vehículos; luego, había cogido el coche que tenía aparcado al otro lado de las vías y se había esfumado. Puede que Monet y Helicóptero ni siquiera los hubieran descubierto. Como el cambio de dirección a la altura de la farmacia, la estratagema del túnel podía ser una precaución rutinaria.
Diether estaba hundido. Había apostado fuerte y lo había perdido todo. Weber podía estar contento.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Hesse.
—Volver a Sainte-Cécile.
Regresaron a la furgoneta, metieron el ciclomotor en la caja y emprendieron la marcha hacia el palacio.
Diether vio un rayo de esperanza. Sabía a qué horas establecía contacto por radio Helicóptero, y qué frecuencias le habían asignado. Podía utilizar aquella información para volver a localizarlo. La Gestapo tenía un complejo sistema, desarrollado y perfeccionado durante la guerra, para detectar emisiones ilegales y rastrearlas hasta su fuente. Les había permitido capturar a muchos agentes aliados. Conforme mejoraba el adiestramiento británico, los operadores habían adoptado medidas de seguridad más estrictas, y nunca emitían dos veces desde el mismo sitio ni permanecían en el aire más de quince minutos; pero los menos cuidadosos seguían cayendo.
¿Sospecharían los británicos que Helicóptero había sido descubierto? En esos momentos, el agente debía de estar relatando sus andanzas a Michel Clairet con pelos y señales. Monet lo interrogaría concienzudamente respecto a su detención en la catedral y su espectacular huida. Se mostraría especialmente interesado por el tal Charenton, el desconocido que había acudido en ayuda del agente. Sin embargo, no tenía ningún motivo para sospechar que mademoiselle Lemas no era quien decía ser. Clairet no la conocía, de modo que no se sorprendería cuando Helicóptero le describiera a una atractiva pelirroja en vez de a una solterona sexagenaria. Por otra parte, el agente no tenía la menor idea de que Stéphanie había copiado meticulosamente su cuadernillo de uso único y su pañuelo de seda, ni de que Diether había anotado sus frecuencias fijándose en las marcas de lápiz de cera del dial.
Diether empezaba a pensar que tal vez no todo estuviera perdido.
Cuando llegaron al palacio, Diether se encontró con Weber en el vestíbulo.
—¿Lo has perdido? —le espetó Weber mirándolo con dureza.
Los chacales huelen la sangre, pensó Diether.
—Sí —admitió diciéndose que mentirle a Weber era indigno de él.
—¡Ya! —Weber reventaba de satisfacción—. Deberías haber dejado ese trabajo a los expertos.
—Bien, pues eso es lo que pienso hacer —dijo Diether. Weber lo miró sorprendido—. Helicóptero tiene que establecer contacto con Inglaterra a las ocho en punto —añadió—. Ahí tienes la ocasión de probar tu pericia. Demuestra lo mucho que vales. Localízalo.
23
El Descanso del Pescador era un enorme pub plantado como un búnquer en la orilla del estuario, con chimeneas en vez de torretas artilleras y ventanas de cristal ahumado en lugar de troneras de observación. En el jardín delantero, un cartel borroso advertía a los parroquianos que se mantuvieran alejados de la playa, minada en 1940 en previsión de una invasión alemana.
Desde que el Ejecutivo se había instalado en la zona, el establecimiento se llenaba todas las noches; sus luces resplandecían tras las cortinas de oscurecimiento, su piano atronaba, sus barras no daban abasto y su jardín rebosaba en las cálidas tardes de estío. Se cantaba a voz en cuello, se bebía a discreción y se sobaba al otro sexo hasta donde permitía la decencia. Prevalecía una atmósfera de indulgencia, pues todo el mundo sabía que algunos de los jóvenes que reían a carcajada limpia recostados en la barra se embarcarían al día siguiente en misiones de las que nunca regresarían.
Flick y Paul llevaron a su equipo al pub al final del cursillo de dos días. Las chicas se pusieron de tiros largos. Maude estaba más guapa que nunca con su vestido rosa de verano. Ruby no estaría guapa nunca, pero daba gusto verla con el traje negro de noche que se había agenciado. Lady Denise llevaba un vestido de seda color nácar que debía de haber costado una fortuna, pero no remediaba su huesuda figura. Greta, uno de los conjuntos de su espectáculo, traje de noche rojo y zapatos a juego. Hasta Diana se había puesto una falda elegante en lugar de sus perpetuos pantalones de pana y, para asombro de Flick, una pizca de rojo de labios.
El nombre en clave del equipo era «Grajillas». Se lanzarían en paracaídas cerca de Reims, y Flick recordó la leyenda de la «grajilla» de Reims, que le robó el anillo al obispo de la diócesis.
—Los monjes no consiguieron descubrir al ladrón, de modo que el obispo le lanzó una maldición —le explicó a Paul mientras se tomaban un whisky, ella con agua y él con hielo—. Al cabo de unos días, la grajilla apareció hecha unos zorros, y todos comprendieron que estaba padeciendo los efectos de la maldición y debía de ser la culpable. Aprendí todo el poema en la escuela:
El día acabó,
la noche llegó,
Monje y motilón
buscaron en vano
candelero en mano.
Con la luz del alba
la vio un buen hermano:
desplumada y calva,
coja, alicaída,
llegó la grajilla.
Y todos al verla gritaron:
«¡Fue ella!»
Y, como era de esperar,
encontraron el anillo en su nido.
Paul asintió y sonrió. Flick sabía que habría asentido y sonreído exactamente igual si le hubiera estado hablando en islandés. Le daba igual lo que dijera, lo único que quería era mirarla. No tenía mucha experiencia en hombres, pero se daba cuenta cuando uno estaba enamorado, y Paul estaba enamorado de ella.
Había pasado el día en piloto automático. Los besos robados de la noche anterior la habían estremecido y alterado. Se había dicho a sí misma que no quería tener una aventura, sino reconquistar el amor de su marido. Pero la pasión de Paul había trastocado sus prioridades. Ahora, se preguntaba irritada por qué iba a ponerse a la cola del afecto de Michel cuando un hombre como Paul estaba dispuesto a arrojarse a sus pies. Había estado a punto de meterlo en su cama; de hecho, le habría gustado que no hubiera sido tan caballeroso, porque, si hubiera desoído su rechazo y se hubiera deslizado entre sus sábanas, ella quizá hubiera cedido.
En otros momentos, se arrepentía de haberle permitido que la besara. Era la moda del día: en toda Inglaterra, las mujeres se olvidaban del marido o del novio que tenían en el frente y se enamoraban de militares norteamericanos de paso. ¿Acaso era tan débil como las frívolas dependientas que se iban a la cama con un yanqui sólo porque hablaba como un astro de la pantalla?
Y, para colmo, sus sentimientos por Paul amenazaban con distraerla del trabajo. Tenía en sus manos las vidas de seis mujeres, aparte de ser un elemento crucial en el plan de invasión, y lo último que necesitaba era pasarse el día pensando en si los ojos de un hombre eran castaños o verdes. Además, Paul no era ningún galán de película; tenía una barbilla enorme y le faltaba media oreja, aunque su cara no carecía de encanto…
—¿En qué piensas? —le preguntó el interesado.
Flick se dio cuenta de que no había dejado de mirarlo.
—En si conseguiremos salirnos con la nuestra —mintió.
—Lo conseguiremos, con un poco de suerte.
—De momento no podemos quejarnos.
Maude se sentó junto a Paul.
—Hablando de suerte —dijo pestañeando—, ¿me das un cigarrillo?
—Sírvete tú misma —respondió Paul empujado el paquete de Lucky Strike sobre la mesa.
Maude se puso un cigarrillo entre sus labios rosa y Paul se lo encendió. Flick se volvió hacia la barra y captó la mirada irritada de Diana. Se había hecho muy amiga de Maude, y compartir nunca había sido su fuerte. Entonces, ¿por qué coqueteaba Maude con Paul? Tal vez para fastidiar a Diana. Menos mal que Paul no las acompañaría a Francia, se dijo Flick: no podía evitar ser una influencia conflictiva en un grupo de mujeres jóvenes.
Flick recorrió la sala con la mirada. Jelly y Percy jugaban a los chinos, y Percy pagaba ronda tras ronda. Era deliberado. Flick necesitaba saber cómo se comportaban las «grajillas» bajo los efectos del alcohol. Si alguna se volvía escandalosa, indiscreta o agresiva, habría que andarse con ojo cuando estuvieran sobre el terreno. Quien más la preocupaba era Denise, la aristócrata bocazas, que ya estaba charlando animadamente en un rincón con un hombre uniformado de capitán.
Ruby también estaba empinando el codo, pero Flick confiaba en ella. Había sido todo un descubrimiento: apenas sabía leer ni escribir, y había sido la peor en las clases de interpretación de mapas y manejo de códigos, pero era la más brillante y la más intuitiva del grupo. Ruby miraba a Greta con curiosidad de vez en cuando, y puede que supiera que era un hombre, pero hasta el momento no había dicho nada.
Estaba sentada en la barra con Jim Cardwell, el instructor de armamento, acariciándole disimuladamente el interior de un muslo sin dejar de hablar con la camarera. El suyo era un idilio vertiginoso. Desaparecían continuamente. Durante la pausa para el café de la mañana, durante la media hora de descanso tras la comida, durante el té de la tarde y en cuanto la ocasión les parecía propicia, salían a hurtadillas, y no se les veía el pelo durante los minutos de rigor. Jim parecía haber saltado de un avión y no haber abierto aún el paracaídas. Su rostro esbozaba una permanente sonrisa de incrédula felicidad. Con su nariz ganchuda y su prominente barbilla, Ruby distaba de ser una belleza; pero al parecer la onda expansiva de aquella bomba sexual había dejado tarumba a Jim. Flick casi sentía celos. No porque la atrajera Jim —todos los hombres de los que se había enamorado eran intelectuales, o al menos muy inteligentes—, sino porque envidiaba la lujuriosa dicha de Ruby.
Apoyada en el piano con un mejunje rosa en la mano, Greta hablaba con tres hombres que parecían vecinos de la zona más que agentes del Ejecutivo. Al parecer, habían sobrevivido al sobresalto de su acento alemán —sin duda les había contado que su padre era de Liverpool—, y en esos momentos la escuchaban boquiabiertos, cautivados por alguna historia sobre los antros de Hamburgo. Saltaba a la vista que no tenían dudas sobre el sexo de Greta: la trataban como a una mujer exótica pero atractiva, invitándola a copas, encendiéndole los cigarrillos y riendo encantados cuando ella los tocaba.
Mientras Flick los observaba, uno de los hombres se sentó al piano, tocó unos acordes y alzó la vista hacia Greta. El bar quedó en silencio, y Greta entonó los primeros versos de «El cocinero»:
¡Ay, cómo hace las almejas,
y el conejo, si le dejas!
El público comprendió que cada frase era un equívoco sexual, y la carcajada fue general. Cuando terminó la canción, Greta le estampó un beso en los labios al pianista, que tuvo que agarrarse al taburete.
Maude los dejó solos y volvió a la barra con Diana. El capitán que había estado hablando con Denise se acercó a la mesa y saludó a Paul.
—Me lo ha contado todo, señor.
Flick asintió, decepcionada pero no sorprendida.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Paul.
—Que sale de misión mañana por la noche para volar un túnel ferroviario cerca de Reims.
Era falso, pero Denise no lo sabía, y se lo había revelado a un completo desconocido. Flick estaba furiosa.
—Gracias —murmuró Paul.
—Lo siento —dijo el capitán encogiéndose de hombros.
—Cuanto antes lo supiéramos, mejor —respondió Flick.
—¿Quiere decírselo usted, señor, o prefiere que me encargue yo?
—Hablaré con ella primero —dijo Paul—. Usted espérela fuera, si no le importa.
—Por supuesto, señor.
El capitán salió del pub y Paul hizo una seña a Denise.
—Se ha ido sin despedirse —dijo Denise—. Vaya unos modales. —Era evidente que se sentía ofendida—. Es instructor de explosivos.
—No, no lo es —dijo Paul—. Es policía.
—¿Qué quiere decir? —Denise estaba desconcertada—. Lleva uniforme de capitán y me ha dicho…
—Una sarta de mentiras —la atajó Paul—. Su trabajo consiste en descubrir a la gente que se va de la lengua con desconocidos. Y la ha descubierto.
Denise se quedó boquiabierta, pero se recuperó de inmediato y reaccionó con indignación.
—Así que era una trampa… Han intentado cazarme…
—Me temo que lo hemos conseguido —replicó Paul—. Le ha contado hasta el último detalle.
Comprendiendo que la habían descubierto, Denise trató de quitarle importancia al asunto.
—¿Y cuál es el castigo? ¿Escribir «No volveré a hacerlo» cien veces durante el recreo?
A Flick le habría gustado abofetearla. La charlatanería de Denise podía haber puesto en peligro a todo el equipo.
—Para eso no hay castigo —respondió Paul con sequedad.
—Ah… Pues muchas gracias.
—Pero está usted fuera del equipo. No vendrá con nosotros. Se va esta misma noche, con el capitán.
—Me sentiré un poco incómoda volviendo a mi puesto en Hendon.
Paul meneó la cabeza.
—El capitán no va a llevarla a Hendon.
—¿Cómo que no?
—Sabe usted demasiadas cosas. No podemos dejarla suelta.
Denise empezaba a estar preocupada.
—Entonces, ¿qué van a hacer conmigo?
—La enviarán a algún sitio donde no pueda causar perjuicios. Creo que generalmente es una base aislada en Escocia donde se dedican a revisar las cuentas de los regimientos.
—¡Eso es casi una prisión!
Paul lo meditó durante unos segundos y asintió.
—Casi.
—¿Hasta cuándo? —preguntó Denise consternada.
—Quién sabe. Probablemente, hasta que acabe la guerra.
—Es usted un canalla —farfulló Denise—. Maldigo la hora en que lo conocí.
—Ahora puede irse —respondió Paul—. Y agradezca que la haya pescado yo. A partir de mañana, podría haber sido la Gestapo.
Denise se fue hecha una furia.
—Confío en no haber sido innecesariamente cruel —murmuró Paul.
Muy al contrario, se había quedado corto, pensó Flick. Aquella cabeza de chorlito se merecía algo mucho peor. No obstante, quería causar buena impresión a Paul, de modo que respondió:
—No le des más vueltas. Hay gente que no sirve para este trabajo, y ya está. No es culpa suya.
—Mira que eres mentirosa… —dijo Paul sonriendo—. Piensas que ha salido demasiado bien librada, ¿no?
—Pienso que crucificarla sería poco —respondió Flick indignada; pero Paul se echó a reír, y su buen humor la amansó y acabó haciéndola sonreír—. No puedo dártela con queso, ¿verdad?
—Espero que no. —Paul volvió a ponerse serio—. Menos mal que nos sobraba un miembro para el equipo. Podemos permitirnos perder a Denise.
—Pero ahora estamos las justas —dijo Flick poniéndose en pie con aire cansado—. Más vale que vayamos levantando el campo. A partir de mañana no van a poder dormir en condiciones durante días.
Paul recorrió el local con la mirada.
—No veo ni a Diana ni a Maude.
—Habrán salido a tomar el aire. Voy a buscarlas mientras juntas al resto del rebaño.
Paul asintió y Flick salió del pub.
No había ni rastro de las dos chicas. Se detuvo a contemplar el resplandor de la luz vespertina en el agua del estuario. Al cabo de un momento, dobló la esquina del local para echar un vistazo en el aparcamiento. Un Austin caqui del ejército lo abandonaba en ese instante, y Flick vio a Denise en el asiento trasero, llorando.
Maude y Diana tampoco estaban allí. Perpleja, Flick avanzó entre las hileras de coches hasta la parte posterior del edificio. Al otro lado del patio, lleno de barriles y pilas de cajones, había un cobertizo con la puerta entreabierta. Flick la empujó y entró.
Al principio, la penumbra le impidió ver nada, pero supo que no estaba sola, porque oyó respirar a alguien. El instinto la impulsó a quedarse quieta y no hacer ruido. Al cabo de unos segundos, sus ojos se acostumbraron a la semioscuridad, y Flick vio que las paredes estaban llenas de herramientas, llaves, tijeras y palas cuidadosamente colgadas de ganchos; en el centro del cobertizo había un cortacésped enorme. Diana y Maude estaban en el rincón más alejado.
Maude estaba recostada en la pared y Diana, inclinada sobre ella, la besaba. Flick se quedó boquiabierta. Diana se había desabrochado la blusa, bajo la que resaltaba el blanco de un sujetador de talla grande sin el menor adorno. Maude tenía la falda levantada hasta la cintura, y Flick pudo ver que llevaba bragas del mismo color rosa. Al cabo de un instante, distinguió la mano de Diana deslizándose bajo el elástico de la prenda.
Flick estaba petrificada por la sorpresa. Maude la vio y se la quedó mirando.
—¿Nos ves bien? —dijo con descaro—. ¿No prefieres acercarte?
Diana dio un respingo, apartó la mano de las ingles de Maude y se separó de ella. Al volverse, una expresión horrorizada cubrió sus facciones.
—Oh, Dios mío —murmuró y, abochornada, se agarró la blusa con una mano y se tapó la boca con la otra.
—Só… sólo venía a deciros que nos vamos —tartamudeó Flick.
24
Los operadores de radio no eran completamente invisibles. Vivían en un mundo de espíritus en el que, aunque vagamente, sus fantasmales siluetas podían verse. Atisbando la oscuridad y confiando en cazarlos, estaban los miembros del equipo de detección de radio de la Gestapo, alojados en una cavernosa y oscura sala de París. Diether había estado allí. Trescientas pantallas osciloscópicas de forma redonda soltaban destellos verdosos. En los monitores, las emisiones de radio aparecían como líneas verticales, cuya posición mostraba la frecuencia de transmisión y cuya altura indicaba la intensidad de la señal. Día y noche, vigilantes operadores atendían las pantallas, como ángeles observando los pecados de la Humanidad. Conocían las estaciones regulares, tanto las controladas por los alemanes como las que emitían desde territorio enemigo, y eran capaces de detectar a un pirata instantáneamente.
Tan pronto lo conseguía, el operador de turno descolgaba el teléfono de su escritorio y llamaba a tres estaciones de rastreo —dos en el sur de Alemania, en Augsburgo y Nuremberg, y la otra en Brest, en la costa de Bretaña— y les comunicaba la frecuencia de la emisión pirata. Las estaciones estaban equipadas con goniómetros, aparatos utilizados para medir ángulos, y podían determinar de dónde procedía la emisión en cuestión de segundos. Luego transmitían la información a París, donde el operador trazaba tres líneas en un enorme mapa. La intersección de las líneas indicaba la localización de la radio ilegal. Una vez descubierta, el operador llamaba al destacamento de la Gestapo más cercano al lugar de marras. La Gestapo local tenía coches equipados con aparatos de detección y siempre a punto.
En aquellos momentos, Diether estaba sentado en uno de esos vehículos, un largo Citröen negro aparcado en las cercanías de Reims. Lo acompañaban tres agentes de la Gestapo con experiencia en detección de radio. Esa noche, la intervención de la central parisina hubiera sido superflua: Diether sabía la frecuencia que usaría Helicóptero y daba por supuesto que emitiría desde la ciudad, porque era demasiado difícil para un operador de radio perderse en el campo. El receptor del coche estaba sintonizado en la frecuencia del agente británico. No sólo indicaba la procedencia de la emisión, sino también su intensidad, de forma que Diether sabría que se estaba acercando al transmisor cuando la aguja avanzara sobre el dial.
Por añadidura, el agente de la Gestapo sentado junto a él llevaba un receptor y una antena ocultos bajo la gabardina, y un contador similar a un reloj de pulsera que mostraba la intensidad de la señal. Cuando el perímetro de la búsqueda se redujera a determinada calle, manzana o edificio, le habría llegado el turno.
El hombre de la Gestapo que ocupaba el asiento del acompañante tenía un mazo sobre las rodillas, por si había que reventar alguna puerta.
Diether había ido de caza una sola vez en la vida. No sentía inclinación por los pasatiempos campestres, a los que anteponía los placeres más refinados de la vida urbana, pero tenía buena puntería. En esos momentos, mientras esperaba a que Helicóptero empezara a enviar su informe codificado a Inglaterra, se acordó de aquella ocasión. Lo de esa noche era muy parecido a permanecer al acecho al rayar el alba, alerta y esperanzado, impaciente por ver asomar un ciervo, saboreando la emoción por adelantado.
Pero los de la Resistencia no eran ciervos, sino zorros, se dijo Diether. Agazapados en la madriguera, salían a producir destrozos en los gallineros y volvían a ocultarse bajo tierra. Diether se sentía mortificado por haber perdido a Helicóptero. Estaba tan ansioso por volver a capturarlo que apenas le importaba tener que hacerlo con la ayuda de Willi Weber. Sólo quería matar al zorro.
Hacía una noche espléndida. El Citröen estaba estacionado en el extremo norte de la ciudad. Reims era pequeña; Diether calculaba que un coche podía atravesarla de punta a punta en menos de diez minutos. Consultó su reloj: las ocho y un minuto. Helicóptero se retrasaba. Tal vez no emitiera esa noche… Pero no, eso no era probable. Esa misma mañana había establecido contacto con Monet. Estaría impaciente por comunicar su éxito a sus superiores e informarlos de lo que quedaba del circuito Bollinger.
Michel Clairet había telefoneado a la casa de la calle du Bois hacía dos horas. Diether estaba allí. Había sido un momento tenso. Stéphanie había contestado y había hecho su imitación de la voz de mademoiselle Lemas. Clairet se había identificado con su nombre en clave y había preguntado si «la Burguesa» se acordaba de él, pregunta que había tranquilizado a Stéphanie, porque indicaba que el partisano apenas conocía a mademoiselle Lemas y no descubriría la impostura.
A continuación, se había interesado por el nuevo, el individuo que usaba «Charenton» como nombre en clave. «Es mi primo —había improvisado Stéphanie—. Nos conocemos desde críos. Pondría mi vida en sus manos sin vacilación.» Monet le había replicado que no tenía derecho a reclutar a nadie sin consultárselo siquiera, pero al parecer se había tragado la historia. Diether había besado a Stéphanie y le había dicho que era lo bastante buena actriz como para estar en la Comédie Frangaise.
Aun así, Helicóptero sabía que la Gestapo estaría alerta e intentaría localizarlo. Era un riesgo inevitable: si no enviaba mensajes a Londres, no sería de ninguna utilidad. Permanecería en el aire el tiempo estrictamente necesario. Si tenía mucha información, la enviaría por partes desde diferentes lugares. La única esperanza de Diether era que sintiera la tentación de permanecer en el aire un minuto más de lo imprescindible.
Pasaron unos minutos. En el coche el silencio era absoluto. Los hombres fumaban con nerviosismo. De pronto, a las ocho y cinco, el receptor soltó un pitido.
Como habían acordado, el conductor se puso en marcha de inmediato en dirección sur.
La señal aumentaba de intensidad, pero despacio. Diether se temía que no iban directamente hacia la fuente.
En efecto, apenas llegaron al centro de la ciudad y pasaron de largo junto a la catedral, la aguja empezó a retroceder.
En el asiento del acompañante, el agente de la Gestapo habló por una radio de onda corta. Estaba consultando con una furgoneta de detección situada a dos kilómetros de distancia.
—Cuadrante noroeste —dijo al cabo de un momento.
El conductor torció hacia el oeste de inmediato, y la señal volvió a sonar con fuerza.
—Ya te tengo —murmuró Diether.
Habían transcurrido cinco minutos.
El conductor pisó a fondo, y la señal fue intensificándose, mientras Helicóptero seguía pulsando el teclado Morse de la radio portátil en su escondrijo —un cuarto de baño, un ático, un almacén— del noroeste de la ciudad. Entre tanto, en el palacio de Sainte-Cécile, un operador de radio habría sintonizado la misma frecuencia y estaría recibiendo el mensaje codificado, que grabaría simultáneamente un magnetófono. Más tarde, Diether lo descodificaría utilizando la copia del cuadernillo de uso único que le había hecho Stéphanie. Pero lo más importante no era el mensaje, sino el mensajero.
Llegaron a una zona llena de caserones, en su mayoría decrépitos y divididos en pequeños pisos y habitaciones para estudiantes y enfermeras. La señal se hizo más fuerte y, de improviso, empezó a disminuir.
—¡Vuelve, vuelve! —gritó el agente que iba en el asiento del acompañante.
El conductor frenó en seco e hizo retroceder al coche. Habían transcurrido diez minutos.
Diether y los tres hombres de la Gestapo saltaron fuera del coche. El que llevaba la unidad de detección portátil bajo la gabardina echó a andar calle adelante consultando el contador de su reloj, y los demás lo siguieron de cerca. Cuando había avanzado unos cien metros, se detuvo bruscamente y volvió sobre sus pasos. Al cabo de unos instantes, se paró y señaló una casa.
—Aquélla —dijo—. Pero ha dejado de transmitir.
Diether advirtió que las ventanas no tenían visillos. La Resistencia solía elegir edificios abandonados para realizar sus transmisiones.
El agente que llevaba el mazo reventó la puerta al segundo golpe. Diether se abalanzó al interior, y los hombres de la Gestapo tras él.
Las habitaciones carecían de muebles y apestaban a humedad. Diether abrió una puerta y se asomó a un cuarto vacío.
Lo cruzó y abrió otra puerta. Nada. En tres zancadas, llegó a la siguiente, la abrió y echó un vistazo a una cocina desvencijada.
Echó a correr escaleras arriba. Una de las ventanas del piso superior daba a un estrecho jardín pegado a la fachada posterior. Diether se asomó… y vio a Helicóptero y Monet corriendo por la hierba. Clairet cojeaba. Helicóptero llevaba la maleta de la radio. Diether soltó una maldición.
Debían de haber huido por una puerta trasera mientras la Gestapo forzaba la principal. Diether se volvió y gritó:
—¡Al jardín de atrás!
Los agentes de la Gestapo echaron a correr y Diether los siguió.
Al salir al exterior, vio a Monet y Helicóptero saltando la verja que separaba el jardín de la siguiente propiedad. Echó a correr de nuevo, pero los fugitivos les llevaban demasiada ventaja. Alcanzó a los hombres de la Gestapo ante la verja, se encaramó a ella y saltó al otro lado.
Llegó a la calle justo a tiempo para ver un Renault Monaquatre negro que doblaba la esquina.
—Joder! —murmuró entre dientes.
Por segunda vez en un mismo día, Helicóptero se le había escapado de las manos.
25
Cuando llegaron a la casa, Flick les hizo chocolate. No era práctica habitual de los oficiales preparar chocolate para la tropa, pero en opinión de Flick eso sólo demostraba lo poco que sabía el ejército sobre las dotes exigibles a un mando.
Paul se quedó en la cocina mientras ella esperaba a que hirviera el agua. Flick sentía la caricia de sus ojos recorriéndole el cuerpo. Sabía lo que le iba a decir, y tenía preparada la respuesta. Habría sido fácil enamorarse de él, pero no iba a traicionar a su marido, que arriesgaba la vida a diario luchando contra los nazis en la Francia ocupada.
Sin embargo, su pregunta la sorprendió.
—¿Qué harás después de la guerra?
—Aburrirme todo lo que pueda —respondió Flick.
Paul se echó a reír.
—Tan harta estás de emociones?
—Harta es poco. —Flick se quedó pensativa—. Sigo queriendo ser profesora. Me gustaría compartir mi amor por la cultura francesa con gente joven. Enseñarles a apreciar la literatura y el arte franceses, y también cosas menos sesudas, como la cocina y la moda.
—Así que quieres enseñar en la universidad…
—Acabar el doctorado, sacar plaza, aguantar que me traten con condescendencia los catedráticos carcamales… Tal vez, escribir una guía de viajes sobre Francia o incluso un libro de cocina.
—Después de esto, la verdad es que sí suena aburrido.
—Pero es más importante de lo que parece. Cuanto más sepan los jóvenes sobre la gente de otros países, menos probabilidades habrá de que sean tan estúpidos como nosotros y declaren la guerra a sus vecinos.
—Ojalá tengas razón.
—¿Y tú? ¿Qué planes tienes para después de la guerra?
—Bah, los míos son de lo más vulgar. Quiero casarme contigo y llevarte a París a pasar la luna de miel. Luego nos instalaremos en algún sitio y tendremos hijos.
Flick lo miró fijamente.
—¿Pensabas pedir mi consentimiento? —le preguntó indignada.
Paul se había puesto serio.
—Hace días que no pienso en otra cosa.
—Ya tengo marido.
—Pero no lo quieres.
—¡No tienes derecho a decir eso!
—Lo sé, pero no puedo evitarlo.
—Creía que eras un pico de oro…
—Suelo serlo. El cazo está hirviendo.
Flick apartó el cacharro del fuego y vertió el agua sobre la jarra grande de loza que contenía el cacao.
—Pon tazas en una bandeja —dijo Flick—. A ver si colaborando un poco en las faenas de la casa se te quita ese ramalazo doméstico.
Paul obedeció.
—No conseguirás desanimarme haciéndote la sargento —dijo—. Para que lo sepas, me gusta.
Flick añadió leche y azúcar y llenó las tazas que Paul había colocado en la bandeja.
—Siendo así, coge esa bandeja y tráetela a la sala.
—Ahora mismo, señora.
Cuando entraron en el cuarto de estar, encontraron a Jelly y Greta enzarzadas en una discusión, de pie en mitad de la sala, mientras las demás las observaban a medias divertidas, a medias asustadas.
—¡No lo estabas usando! —gritó Jelly.
—Tenía los pies encima —replicó Greta.
—No hay bastantes sillas. —Jelly sujetaba un pequeño escabel tapizado, y Flick supuso que se lo había quitado a Greta de debajo de los pies por las bravas.
—¡Señoras, por favor! —dijo tratando de calmar los ánimos. No le hicieron ni caso.
—No tenías más que pedírmelo, guapa.
—No tengo que pedir permiso a ninguna extranjera en mi país.
—Yo no soy extranjera, foca vieja.
—¿Qué?
Jelly se sintió tan ofendida por aquel doble insulto que se lanzó hacia Greta y la agarró de los pelos. La peluca morena de la cabaretera se le quedó en las manos.
Con la cabeza casi afeitada, Greta recuperó de golpe un aire inconfundiblemente masculino. Percy y Paul estaban en el secreto, y Ruby lo había adivinado, pero Diana y Maude se habían quedado de una pieza.
—¡Dios bendito! —exclamó la primera, mientras la segunda soltaba un gritito.
Jelly fue la primera en recobrarse.
—¡Un pervertido! —gritó en son de triunfo—. La madre que… ¡Un pervertido extranjero!
Greta lloraba a lágrima viva.
—Jodida nazi… —murmuró entre sollozos.
—¡Seguro que es un espía! —aulló Jelly.
—Cierra el pico, Jelly —la atajó Flick—. No es ningún espía. Yo sabía que era un hombre.
—¿Que lo sabías?
—Lo mismo que Paul. Y que Percy.
Jelly se volvió hacia Percy, que asintió muy serio.
Greta dio media vuelta dispuesta a marcharse, pero Flick la cogió del brazo.
—No te vayas —le pidió—. Siéntate, por favor. —Greta obedeció y Flick se volvió hacia Jelly—. Jelly, dame la maldita peluca. —Jelly se la dio. Flick se acercó a Greta y se la puso. Comprendiendo lo que pretendía, Ruby descolgó el espejo de encima de la repisa de la chimenea y lo sostuvo delante de Greta, que observó su imagen mientras se acomodaba la peluca y se secaba los ojos con un pañuelo—. Ahora, escuchadme todas —dijo Flick—. Greta es nuestra técnica y sin ella no podríamos cumplir nuestra misión. Tenemos muchas más probabilidades de sobrevivir en territorio ocupado siendo un grupo exclusivamente femenino. La conclusión es bien sencilla: necesitamos a Greta y necesitamos que sea una mujer. Así que iros haciendo a la idea. —Jelly soltó un bufido desdeñoso—. Hay otra cosa que debería explicaros —dijo Flick fulminando a Jelly con la mirada—. Imagino que habréis advertido que Denise ya no está con nosotras. Esta noche la hemos sometido a una pequeña prueba, y no la ha superado. Está fuera del equipo. Desgraciadamente, en estos dos días se ha enterado de algunos secretos, y no podrá regresar a su antiguo puesto. Así que la han destinado a una base remota de Escocia, donde probablemente permanecerá hasta el final de la guerra, sin permisos.
—¡No tienes derecho a hacer eso! —protestó Jelly.
—Por supuesto que lo tengo, idiota —replicó Flick exasperada—. Estamos en guerra, ¿recuerdas? Y lo que he hecho con Denise, lo haré con cualquier otra a la que tenga que expulsar del equipo.
—¡Yo no pertenezco al ejército! —objetó Jelly.
—Ya lo creo que sí. Te nombraron oficial ayer, después del té, lo mismo que a las demás. Y cobras paga de oficial, aunque aún no la hayas visto. Eso significa que estás bajo disciplina militar. Además, ahora sabéis demasiado.
—Entonces, ¿qué somos, prisioneras? —dijo Diana.
—Sois militares —respondió Flick—, que viene a ser lo mismo. De modo que tomaos el chocolate, y a la cama.
Fueron desfilando una tras otra, hasta que sólo quedó Diana. Flick se lo esperaba. Ver a su amiga achuchando a otra mujer la había dejado de una pieza. Recordaba que en la escuela algunas chicas habían intimado hasta el punto de cruzar notas apasionadas, pasear cogidas de la mano y, en algunos casos, incluso besarse; pero, que ella supiera, ninguna había ido más lejos. En cierta época, Diana y ella habían practicado el beso con lengua, para no estar en la inopia cuando se echaran novio, y ahora Flick comprendía que para Diana aquellos besos habían significado algo más que para ella. Pero no conocía a ninguna adulta a la que le gustaran las mujeres. Sobre el papel, sabía que existían, y las veía como equivalentes femeninos de su hermano Mark y de Greta, pero en el fondo nunca se las había imaginado… en fin, dándose el lote en el almacén de un pub.
¿Tenía alguna importancia? En la vida corriente, ninguna. Mark y sus amigos eran felices, al menos cuando la gente los dejaba en paz. Pero, ¿afectaría la relación de Diana y Maude a la misión? No necesariamente. Después de todo, ella misma trabajaba con su marido en la Resistencia. Por supuesto, no era exactamente lo mismo. Un idilio recién iniciado podía convertirse en una peligrosa distracción.
Flick podía intentar mantenerlas separadas, pero sólo conseguiría agravar la indisciplina de Diana. Además, su relación con Maude tenía un lado positivo. Flick necesitaba desesperadamente reforzar la unidad del equipo, y aquello podía ayudarle a conseguirlo. Por eso había decidido dejarlo correr. Pero Diana quería hablar.
—No es lo que parece, de verdad que no —dijo Diana sin más preámbulos—. Dios, tienes que creerme. Sólo ha sido una tontería, una broma…
—¿Quieres más chocolate? —le preguntó Flick—. Me parece que aún queda un poco.
Diana la miró con perplejidad.
—¿Cómo puedes hablar de chocolate en un momento así?
—Sólo quiero que te tranquilices y comprendas que no se va acabar el mundo porque le hayas dado un beso a Maude. Hace años también me besaste a mí, ¿lo recuerdas?
—Sabía que sacarías eso a relucir. Pero lo nuestro fue cosa de crías. Con Maude, no ha sido un simple beso —murmuró Diana dejándose caer en una silla. Sus orgullosas facciones se descompusieron, y dejó escapar un sollozo—. Pero eso ya lo sabes, lo has visto todo… ¡Oh, Dios mío, las cosas que he hecho! Qué habrás pensado de mí…
—He pensado que eras muy tierna con Maude —respondió Flick eligiendo cuidadosamente las palabras.
—¿Tierna? —Diana no daba crédito a sus oídos—. ¿No te hemos dado asco?
—Claro que no. Maude es una chica preciosa, y tú parecías muy enamorada.
—Lo estoy.
—Entonces no le des tantas vueltas.
—¿Cómo no le voy a dar vueltas? ¡No soy normal!
—Yo que tú no lo miraría de ese modo. Procuraría ser discreta, para no escandalizar a gente de mente estrecha como Jelly, pero me dejaría de falsas vergüenzas.
—¿Crees que siempre seré así?
Flick consideró la cuestión. Seguramente la respuesta era sí, pero no había necesidad de ser tan brutal.
—Mira, creo que algunas personas, entre ellas Maude, sólo quieren sentirse queridas, y pueden ser felices tanto con un hombre como con una mujer. —En realidad, Maude era frívola, egoísta y promiscua, pero Flick se guardó mucho de decirlo—. Otras son más inflexibles. Deberías mantener la mente abierta.
—Supongo que esto es el final de la misión para Maude y para mí.
—En absoluto.
—¿Sigues dispuesta a llevarnos contigo?
—Os sigo necesitando. Y no veo por qué lo ocurrido tiene que cambiar nada.
Diana sacó un pañuelo y se sonó la nariz. Flick se levantó y se acercó a la ventana para darle tiempo a recobrar la compostura. Al cabo de un minuto, la voz de Diana sonó más calmada:
—Eres tremendamente amable —dijo con un asomo de su habitual altivez.
—Anda, ve a acostarte —le aconsejó Flick. Diana se levantó obedientemente—. Y yo en tu lugar…
—¿Qué?
—Me acostaría en la cama de Maude. —Diana la miró desconcertada, y Flick se encogió de hombros—. Podría ser vuestra última oportunidad.
—Gracias —murmuró Diana, y se acercó a Flick con los brazos abiertos; pero se contuvo al instante—. Puede que ya no quieras que te abrace —le dijo.
—No seas boba —respondió Flick, y la estrechó entre sus brazos.
—Buenas noches —dijo Diana, y abandonó la sala de estar.
Flick se volvió y miró hacia el jardín. La luna estaba en cuarto creciente. En unos días estaría llena, y los aliados invadirían Francia. El viento agitaba las hojas nuevas de los árboles del bosque: iba a cambiar el tiempo. Esperaba que no hubiera tormentas en el Canal de la Mancha. El caprichoso clima inglés podía arruinar todos los planes de invasión. Supuso que habría un montón de gente rezando para que hiciera buen tiempo.
Necesitaba dormir un poco. Apagó las luces de la sala y empezó a subir la escalera. Pensó en lo que le había dicho a Diana: «Yo en tu lugar me acostaría en la cama de Maude. Podría ser vuestra última oportunidad». Al llegar ante la puerta de Paul, vaciló. Lo de Diana era distinto: estaba soltera. Ella estaba casada.
Pero podría ser su última oportunidad.
Llamó con los nudillos y entró.
26
Hundido en el desánimo, Diether regresó a Sainte-Cécile en el Citröen del equipo de detección. Una vez en el palacio, fue directamente a la sala de escucha de radio del sótano a prueba de bombas. Willi Weber estaba allí, con cara de pocos amigos. Lo único positivo del fracaso de esa noche, pensó Diether, era que Weber no podía alardear de haber triunfado donde él había fracasado. No obstante, habría soportado todo el triunfalismo de que fuera capaz Weber a cambio de tener a Helicóptero en la cámara de tortura.
—¿Tenéis el mensaje que ha enviado? —preguntó Diether.
Weber le tendió una copia del mensaje mecanografiado.
—Ya lo hemos enviado al departamento de análisis criptográfico de Berlín.
Diether observó la retahíla de palabras sin sentido.
—No podrán descodificarlo. Utiliza un cuadernillo de uso único —dijo doblando la hoja y guardándosela en un bolsillo.
—Entonces, ¿para qué lo quieres? —le preguntó Weber.
—Tengo una copia de su libro de códigos —respondió Diether. Era una victoria insignificante, pero se sintió mejor. Weber tragó saliva.
—El mensaje podría decirnos dónde está.
—Sí. Tiene que estar en el aire para recibir la respuesta a las once. —Diether consultó su reloj. Faltaban unos minutos—. La grabaremos y descodificaré los dos mensajes.
Weber salió. Diether esperó en la sala subterránea. A las once en punto, un receptor sintonizado en la frecuencia de escucha de Helicóptero empezó a soltar los pitidos breves y largos del Morse. Un operador fue escribiendo las letras mientras el magnetófono grababa los sonidos. Cuando cesó la comunicación, el operador se sentó ante una máquina de escribir y copió lo que había escrito en la libreta. Al acabar, le entregó una de las copias a Diether.
Los dos mensajes podían ser todo o nada, se dijo Diether sentándose al volante de su coche. La luna brillaba en el cielo nocturno mientras el Hispano-Suiza zigzagueaba entre viñedos, llegaba a Reims y se detenía ante la casa de la calle du Bois. Hacía un tiempo perfecto para una invasión.
Stéphanie lo esperaba en la cocina. Diether dejó los mensajes codificados sobre la mesa y sacó las copias del cuadernillo y del pañuelo que le había hecho la chica. Se frotó los párpados y empezó a descodificar el primer mensaje, el enviado por Helicóptero, y a escribirlo en la libreta de la compra de mademoiselle Lemas.
Stéphanie preparó café. Echó un vistazo por encima del hombro de Diether y le hizo un par de preguntas; luego, cogió el segundo mensaje y se puso a descodificarlo.
El texto de Diether hacía un conciso relato del incidente de la catedral y aludía a Diether llamándolo «Charenton» y explicando que había sido reclutado por la Burguesa, inquieta respecto a la seguridad del lugar de contacto. Añadía que Monet había dado el paso excepcional de telefonear a la Burguesa para confirmar que Charenton era de confianza, y que había quedado satisfecho.
Por último, incluía los nombres en clave de los miembros del circuito Bollinger que no habían sucumbido en la operación del domingo anterior. Sólo eran cuatro.
Era una información útil, pero no daba ninguna pista sobre el paradero de los terroristas.
Diether se tomó una taza de café mientras esperaba a que Stéphanie terminara de descifrar el otro mensaje. Al cabo de unos instantes, la chica le tendió una hoja escrita con esmerada caligrafía.
Cuando la leyó, apenas pudo creer en su suerte. Decía así:
PREPÁRESE RECIBIR GRUPO SEIS PARACAIDISTAS NOMBRE CLAVE «GRAJILLAS» JEFE TIGRESA LLEGADA ONCE NOCHE VIERNES DOS CAMPO DE PIEDRA
—Dios mío… —murmuró.
«Campo de piedra» era un nombre en clave, pero Diether sabía lo que significaba, porque se lo había revelado Gaston durante el primer interrogatorio. Era un punto de contacto en un prado en las cercanías de Chatelle, un pueblecito a ocho kilómetros de Reims. Ahora sabía exactamente dónde estarían Helicóptero y Monet a las once de la noche del día siguiente, y podría echarles el guante.
También podría capturar a otros seis agentes aliados en cuanto aterrizaran en paracaídas.
Y uno de ellos era la Tigresa: Flick Clairet, la persona que más sabía sobre la Resistencia francesa, la mujer que, sometida a tortura, le proporcionaría la información que necesitaba para desarticular la organización terrorista justo a tiempo para impedir que ayudara a las fuerzas de invasión.
—Dios Todopoderoso —dijo Diether—. Menudo golpe.