Segundo día:
lunes, 29 de mayo de 1944

7

Diether Franck conducía en plena noche acompañado por su joven ayudante, el teniente Hans Hesse. El enorme Hispano-Suiza tenía diez años, pero su motor de once litros era incansable. La tarde de la víspera, Diether había descubierto una impecable hilera de agujeros de bala en la generosa curva del guardabarros del lado del conductor, recuerdo de la refriega en la plaza de Sainte-Cécile; pero, en vista de que no había sufrido daños mecánicos, Diether se dijo que los orificios proporcionaban al vehículo un encanto adicional, como la cicatriz de un duelo en la mejilla de un oficial prusiano.

El teniente Hesse cubrió los faros para atravesar las calles de París, que permanecían completamente a oscuras en previsión de bombardeos, y retiró las fundas en cuanto llegaron a la carretera de Normandía. Los dos hombres se turnaban al volante cada dos horas, aunque a Hesse, que adoraba el coche y admiraba como a un héroe a su propietario, no le habría importado conducir durante todo el viaje.

Adormilado en el asiento del acompañante, hipnotizado por la cinta de asfalto que salía al encuentro de los faros, Diether trataba de imaginarse su futuro. ¿Reconquistarían Francia los aliados tras expulsar a las fuerzas de ocupación? La idea de que Alemania sufriera una derrota era deprimente. Tal vez se llegara a un acuerdo de paz, que obligaría a Alemania a devolver Francia y Polonia, pero le permitiría conservar Austria y Checoslovaquia. No era un desenlace mucho mejor. Le costaba imaginarse de vuelta en Colonia, al lado de su mujer y sus hijos, tras las emociones y la libertad que disfrutaba en París, con Stéphanie. El único final feliz, para Alemania y para él, sería que el ejército de Rommel contuviera a los invasores y los arrojara al mar.

Antes del amanecer, llegaron al pequeño pueblo medieval de La Roche-Guyon, en el valle del Sena, entre París y Rouen. Hesse detuvo el coche ante el control de carretera instalado a la entrada del pueblo, pero los centinelas estaban sobreaviso y les hicieron señas de continuar. Siguieron avanzando entre las casas silenciosas y oscuras hasta el siguiente puesto de control, situado a la entrada de un viejo castillo. Aparcaron en el amplio patio empedrado. Diether dejó a Hesse en el coche y entró en el edificio.

El comandante en jefe del frente occidental era el mariscal de campo Gerd von Runstedt, un general maduro y competente de la vieja escuela. A sus órdenes, como responsable de la defensa de la costa francesa, estaba el mariscal de campo Erwin Rommel, El Zorro del Desierto, comandante del Grupo B del ejército. El castillo de La Roche-Guyon era su cuartel general.

Diether Franck se sentía afín a Rommel. Ambos eran hijos de profesores —el padre de Rommel había sido director de un colegio—, y en consecuencia ambos percibían el gélido aliento del elitismo militar de hombres como Von Runstedt. No obstante, eran muy diferentes desde otros puntos de vista. Como buen sibarita, Diether disfrutaba de todos los placeres culturales y sensuales que ofrecía Francia. Rommel, en cambio, era un trabajador compulsivo que no fumaba ni bebía y a menudo se olvidaba de comer. Se había casado con la única novia que había tenido, y le escribía tres veces al día.

Diether se encontró en el vestíbulo con el mayor Walter Gödel, ayudante de campo de Rommel, un individuo de carácter frío e inteligencia privilegiada que le inspiraba respeto, aunque no aprecio. Habían hablado por teléfono a última hora de la noche. Diether lo había puesto al corriente de su pequeño problema con la Gestapo y le había dicho que deseaba ver a Rommel lo antes posible. «Esté aquí a las cuatro de la mañana», le había respondido Gödel. Cada día, a esa hora, Rommel ya estaba trabajando en su despacho.

Diether empezaba a preguntarse si estaría haciendo lo correcto. Rommel podía espetarle: «¿Cómo se atreve a molestarme con detalles triviales?». No, no lo creía. A los comandantes les gustaba tener la sensación de que controlaban los detalles. Con toda probabilidad, Rommel le daría el apoyo que pensaba solicitarle. Pero no las tenía todas consigo, especialmente cuando pensaba en la presión bajo la que trabajaba su comandante.

—Lo recibirá de inmediato —dijo Gödel tras saludarlo con una seca inclinación de la cabeza—. Sígame.

—¿Qué sabe de Italia? —le preguntó Diether mientras avanzaban por el pasillo.

—Nada bueno —respondió Gödel—. Nos estamos retirando de Arce.

Diether asintió con expresión resignada. Los alemanes combatían por cada palmo de terreno, pero desgraciadamente habían sido incapaces de detener el avance hacia el norte de las fuerzas aliadas.

Al cabo de unos instantes, el mayor lo hizo entrar en el despacho de Rommel, una magnífica sala de la planta baja. Diether contempló con envidia el valioso tapiz de Gobelinos del siglo XVII que colgaba de una de las paredes. El mobiliario se reducía a unas cuantas sillas y un enorme escritorio, que a Diether le pareció de la misma época que el tapiz. Sentado ante él, trabajando a la luz de una única lámpara de sobremesa, había un individuo menudo de frente despejada y escaso cabello rubio rojizo.

—Ha llegado el mayor Franck, mariscal —le anunció Gödel.

Diether esperaba hecho un manojo de nervios. Rommel siguió leyendo durante unos segundos; luego, hizo una señal en la hoja de papel. Parecía un director de banco revisando las cuentas de sus clientes más importantes… hasta que alzó la mirada. Diether lo había visto con anterioridad, pero el rostro de su comandante le infundió el mismo temor de otras veces. Era el de un boxeador —nariz aplastada, barbilla ancha y ojos juntos— y traslucía la desnuda agresividad que había hecho de Rommel un comandante legendario. Diether recordó la anécdota de su primer hecho de armas conocido. Durante la Primera Guerra Mundial, al mando de una avanzadilla de tres hombres, Rommel se había encontrado con un grupo de veinte soldados franceses. En lugar de retirarse en busca de refuerzos, había abierto fuego y aniquilado al enemigo. Diether se dijo que había tenido suerte, pero recordó la frase de Napoleón: «Dadme generales con suerte». Desde entonces, Rommel siempre había preferido el ataque audaz e inesperado al avance cauto y bien planeado. En eso era justo lo contrario que su adversario en el desierto, Montgomery, cuya filosofía consistía en no atacar hasta estar seguro de la victoria.

—Siéntese, Franck —dijo Rommel con viveza—. ¿Qué le preocupa?

Diether se lo había aprendido de memoria.

—Según sus instrucciones, estoy visitando instalaciones clave que podrían ser objetivos de la Resistencia, para reforzar su seguridad.

—Bien.

—También estoy intentando evaluar la capacidad de la Resistencia para infligirnos serios daños. La pregunta es: ¿pueden dificultar sustancialmente nuestra respuesta a una invasión?

—¿Y su conclusión?

—La situación es más grave de lo que suponíamos.

Rommel soltó un gruñido, como si acabaran de confirmarle una sospecha preocupante.

—¿Razones?

Rommel no se lo iba a comer. Diether se relajó. Relató el ataque de la víspera a la central telefónica de Sainte-Cécile poniendo especial énfasis en la astucia del plan, la abundancia de armas y el arrojo de los guerrilleros. Sólo le faltó aludir a la impresión que le había causado la chica rubia.

Rommel se puso en pie y caminó hacia el tapiz. Clavó la vista en él, pero Diether estaba seguro de que no lo veía.

—Me lo temía —dijo Rommel en voz baja, como si hablara consigo mismo—. Puedo rechazar una invasión, incluso con los escasos efectivos de que dispongo, con tal de conservar la movilidad y la flexibilidad… Pero si fallan mis comunicaciones, estoy perdido.

Gödel asintió.

—Creo que podríamos sacar mucho partido del ataque contra la central —dijo Diether.

Rommel se volvió hacia él y esbozó una sonrisa irónica.

—Por Dios santo, ojalá todos mis oficiales fueran como usted. Adelante, explíquese.

Diether comprendió que la conversación tomaba un derrotero favorable.

—Si pudiera interrogar a los prisioneros, tal vez obtuviera información que nos condujera a otros grupos. Con suerte, podríamos infligir un daño irreparable a la Resistencia antes de que se produjera la invasión.

Rommel no parecía muy convencido.

—Eso suena a fanfarronada —replicó. Diether tragó saliva. Pero Rommel no había acabado—. Si me lo dijera otro, puede que lo mandara a paseo. Pero recuerdo su trabajo en el desierto. Obtuvo información que ni los mismos prisioneros creían tener.

Diether, encantado, no dejó pasar la oportunidad.

—Desgraciadamente, la Gestapo me ha denegado el acceso a los prisioneros.

—¡Qué atajo de imbéciles!

—Necesito su intervención.

—Por supuesto. —Rommel miró a Gödel—. Llame a la avenida Foch. —La Gestapo tenía su cuartel general en el 84 de la avenida Foch, en París—. Dígales que el mayor Franck interrogará a los prisioneros hoy, o la próxima llamada telefónica que reciban procederá de Berchtesgaden.

Se refería a la fortaleza bávara de Hitler. Rommel nunca vacilaba en utilizar el privilegio que, como mariscal de campo, le permitía acceder directamente al führer.

—Muy bien —dijo Gödel.

Rommel rodeó el escritorio del siglo XVII y volvió a sentarse.

—Por favor, Franck, manténgame informado —dijo, y volvió a abstraerse en sus papeles.

Diether y Gödel abandonaron el despacho.

El ayudante de campo acompañó a Diether hasta la puerta principal del castillo.

Fuera, aún era de noche.

7

Flick aterrizó en Tempsford, un aeródromo de la RAF a ochenta kilómetros al norte de Londres, cerca del pueblo de Sandy, en el condado de Bedford. Le habría bastado el fresco y húmedo contacto del aire nocturno para saber que estaba en Inglaterra. Le gustaba Francia, pero aquélla era su tierra.

Mientras cruzaba la pista de aterrizaje, recordó los regresos de vacaciones de su infancia. En cuanto veía la casa, su madre siempre decía lo mismo: «Está bien irse, pero lo mejor es volver». Las cosas que solía decir su madre le acudían a la mente en los momentos más extraños.

Una chica con uniforme de cabo del FANY la esperaba con un potente Jaguar para llevarla a Londres.

—Menudo lujo —dijo Flick ocupando el asiento de cuero del acompañante.

—Tengo instrucciones de llevarla directamente a Orchard Court —le informó la cabo—. Están impacientes por oír su informe.

—Dios —murmuró Flick frotándose los párpados—. ¿Piensan que no necesitamos dormir?

La conductora no hizo ningún comentario al respecto.

—Espero que la misión fuera un éxito, mayor —se limitó a decir.

—Fue un jotapeuve.

—¿Perdón?

—Un jotapeuve —repitió Flick—. Son siglas. «La jodimos, para variar.»

La cabo se quedó muda. Flick comprendió que estaba apurada. Era estupendo que siguiera habiendo chicas que se escandalizaban del lenguaje cuartelero.

El alba despuntó mientras el veloz automóvil atravesaba los pueblos de Stevenage y Knebworth, en el condado de Hertford. Contemplando las humildes casas con pequeños huertos en la parte delantera, las oficinas de correos rurales, donde malhumoradas carteras distribuían sellos de a penique a regañadientes, y los variopintos pubs, con su cerveza tibia y sus pianos desvencijados, Flick no pudo por menos de agradecer a Dios que los nazis no hubieran llegado a aquellos contornos.

Aquel sentimiento no hizo más que aumentar su deseo de regresar a Francia. Quería tener otra oportunidad de atacar el palacio. Recordó a los amigos que había dejado en Sainte-Cécile: Albert, el joven Bertrand, la guapa Genevieve y los demás, muertos o capturados. Pensó en sus familias, atenazadas por la angustia o el dolor, y se prometió que su sacrificio no sería en vano.

Tendría que empezar desde el principio. Era una suerte que tuviera que presentar su informe de inmediato: tenía la oportunidad de proponer su nuevo plan ese mismo día. Los hombres que dirigían el Ejecutivo se mostrarían reacios al principio, porque nunca se había organizado una operación en la que todos los agentes fueran mujeres. Podían ponerle todo tipo de pegas. Pero siempre ponían pegas.

Cuando llegaron a los suburbios del norte de Londres se había hecho de día, y la fauna de los madrugadores estaba despierta y en movimiento: carteros y lecheros, en pleno reparto; maquinistas y conductores de autobús, camino del trabajo. Por todas partes se veían signos de la guerra: un cartel que animaba a la austeridad, un letrero en el escaparate de una carnicería que comunicaba la falta de género, una mujer conduciendo un carro de basura, toda una hilera de casitas reducidas a escombros por los bombardeos… Pero allí no la detendrían para pedirle la documentación, arrojarla a un calabozo y torturarla para obtener información, antes de meterla en un vagón para ganado y enviarla a un campo de concentración, donde el hambre daría buena cuenta de ella. Flick sintió que la enorme tensión de la vida clandestina que llevaba en Francia abandonaba lentamente su cuerpo y, arrellanándose en el asiento, cerró lo ojos.

Se despertó cuando el Jaguar enfilaba Baker Street. Pasaron de largo ante el número 64: los agentes no pisaban el edificio del cuartel general, para evitar que revelaran sus secretos en caso de ser sometidos a tortura. De hecho, muchos ni siquiera sabían la dirección. El coche giró hacia Portman Square y se detuvo ante Orchard Court, un edificio de pisos. La conductora se apeó de inmediato para abrir la puerta del acompañante.

Flick entró en el edificio y subió a la planta del Ejecutivo. Se sintió más animada en cuanto entró al despacho de Percy Thwaite, un cincuentón con grandes entradas y bigote de cepillo, que siempre le había mostrado un afecto paternal. Vestía de paisano, y ambos prescindieron del saludo, pues los miembros del Ejecutivo eran poco dados a las formalidades militares.

—Se te nota en la cara que ha ido mal —dijo el hombre.

El tono afectuoso de su voz fue la gota que colmó el vaso. El recuerdo de la tragedia abrumó a Flick, que no pudo contener las lágrimas. Percy la rodeó con el brazo, le dio unas palmaditas en el hombro y dejó que ocultara el rostro en su vieja chaqueta de tweed.

—Vamos, vamos —murmuró Thwaite—. Estoy seguro de que hiciste todo lo que estuvo en tu mano.

—Oh, Dios, siento ser tan tonta.

—Ojalá todos mis hombres fueran tan tontos como tú —dijo Percy con un temblor en la voz.

Flick se separó de él y se enjugó los ojos en la manga de la chaqueta. —Ya me siento mejor.

El hombre volvió la cabeza y se sonó la nariz.

—¿Té o whisky? —preguntó.

—Mejor té. —Flick miró a su alrededor. La habitación estaba atestada de muebles viejos, instalados en 1940 y a la espera de ser renovados: un escritorio barato, una alfombra raída y sillas de distintos juegos. Flick se dejó caer en un sillón desvencijado—. Si me tomo un trago, me quedaré frita.

Observó a Thwaite mientras preparaba el té. Podía ser tan duro como comprensivo. Repetidamente condecorado durante la Primera Guerra Mundial, se había convertido en un efectivo agitador sindical en los años veinte, y era un veterano de la Batalla de Cable Street de 1936, durante la que los obreros plantaron cara a los fascistas que pretendían marchar contra el barrio judío del East End. La sometería a un interrogatorio implacable sobre el plan, pero se mostraría receptivo.

—Tengo una reunión esta misma mañana —dijo Percy tendiéndole una taza de té con leche y azúcar—. Debo informar al jefe a las nueve. De ahí las prisas.

Flick le dio un sorbo al té dulce y sintió un calorcillo reconfortante. Contó a su superior lo ocurrido en la plaza de Sainte-Cécile. Thwaite la escuchó sentado al escritorio y tomando notas a lápiz.

—Debí suspenderlo —concluyó Flick—. Teniendo en cuenta la contradicción entre el testimonio de Antoinette y los datos del MI6, debí posponer la operación y enviarte un mensaje por radio informándote de que nos superaban en número.

Percy meneó la cabeza con pesar.

—No tenemos tiempo para aplazamientos. Deben de faltar días para la invasión. Si nos hubieras consultado, te habríamos ordenado atacar. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? No hubiéramos podido mandarte más hombres. Me temo que te habríamos ordenado que siguieras adelante a pesar de todo. Había que intentarlo. La central telefónica es un objetivo crucial.

—Bueno, eso me consuela un poco —dijo Flick.

La aliviaba saber que Albert no había muerto porque ella había cometido un error táctico, aunque eso no le devolvería la vida.

—¿Y Michel? ¿Está bien? —le preguntó Percy.

—Mortificado, pero se recuperará.

Al ingresar en el Ejecutivo, Flick no mencionó que su marido pertenecía a la Resistencia. De haberlo hecho, sus superiores la habrían dedicado a otros menesteres. Más que saberlo, lo intuyó. En mayo de 1940 estaba en Inglaterra, visitando a su madre, y Michel, en el ejército, como la mayoría de los franceses jóvenes y sanos, de modo que la caída de Francia los dejó atrapados en sus respectivos países. Cuando Flick regresó como agente secreto y supo con certeza el papel que desempeñaba su marido en la Resistencia, el tiempo y el esfuerzo empleados en su entrenamiento y su efectividad al servicio del Ejecutivo impidieron que la trasladaran para evitar hipotéticos conflictos emocionales.

—A nadie le gusta que le peguen un tiro en el trasero —reflexionó Percy—. Lo primero que piensa la gente es que estabas huyendo —añadió poniéndose en pie—. Bueno, más vale que te vayas a casa y duermas un poco.

—No hay prisa —dijo Flick—. Antes me gustaría saber qué vas a hacer ahora.

—Escribir el informe…

—No, quiero decir respecto a la central telefónica. Si es un objetivo tan crucial, tenemos que inutilizarla.

Thwaite volvió a sentarse y la miró con curiosidad.

—¿Qué te ronda por la cabeza?

Flick sacó el pase de Antoinette de su bolso y lo arrojó sobre el escritorio.

—Ahí tienes un modo mejor de entrar. Lo usan las mujeres que hacen la limpieza a diario, a partir de las siete de la tarde.

Percy cogió el documento y lo examinó.

—Buena chica —murmuró asombrado—. Te escucho.

—Quiero volver. —Una expresión preocupada tensó brevemente el rostro del hombre, y Flick comprendió que temía que volviera a jugarse la vida. Pero Percy no dijo nada—. Esta vez necesito todo un equipo de agentes. Con pases como ése. Entraremos en el palacio haciéndonos pasar por el personal de limpieza.

—¿Lo he entendido mal, o todos los que limpian son mujeres?

—Sí. Necesitaría un equipo exclusivamente femenino.

Thwaite asintió.

—Pocos de nosotros nos atreveríamos a poner objeciones a eso. Todas habéis demostrado de lo que sois capaces. Pero, ¿dónde esperas encontrar a esas mujeres? Prácticamente todas las que han recibido entrenamiento están en el continente.

—Consigue que aprueben mi plan, y yo encontraré a las mujeres. Reclutaré a las rechazadas por el Ejecutivo, a las que no superaron las pruebas, a quien sea. Seguro que tenemos el fichero lleno de chicas que lo han dejado por un motivo u otro.

—Sí, porque no eran aptas físicamente, o porque no sabían tener la boca cerrada, o eran demasiado violentas, o les entró el pánico en los saltos con paracaídas y se negaron a saltar del avión.

—Me da igual que no sean de primera —replicó Flick con vehemencia—. Me las apañaré. —En el fondo de su mente, una voz le preguntó: «¿Seguro?». Pero Flick hizo oídos sordos—. Si la invasión fracasa, habremos perdido Europa. No podremos volver a intentarlo en años. Es el momento decisivo, tenemos que echar toda la carne en el asador.

—¿No podrías utilizar a francesas? ¿Mujeres que ya estén allí, combatientes de la Resistencia?

Flick ya había considerado y desechado esa posibilidad.

—Si dispusiera de unas semanas, podría reunir un equipo de mujeres de media docena de circuitos de la Resistencia distintos; pero tardaría demasiado en encontrarlas a todas y juntarlas en Reims.

—Tal vez fuera posible.

—Además, habría que falsificar un pase con una foto para cada mujer. Eso allí es poco menos que imposible, mientras que aquí los tendremos en uno o dos días.

—No es tan fácil como crees —murmuró Percy examinando el pase de Antoinette a contraluz de la bombilla desnuda del techo—. Pero es cierto, los de ese departamento hacen maravillas —admitió dejando el pase sobre el escritorio—. De acuerdo. Tendrán que ser candidatas rechazadas por el Ejecutivo. —Flick se sintió invadida por un sentimiento de triunfo. Percy apoyaría su plan—. Pero —siguió diciendo Thwaite—, en caso de que encuentres suficientes mujeres que hablen francés, ¿funcionará? ¿Qué me dices de los centinelas alemanes? ¿No conocen a las limpiadoras?

—Probablemente no son las mismas mujeres todas las noches. Tendrán días libres. Y los hombres nunca se fijan en quién limpia lo que ellos ensucian.

—No sé… La mayoría de los soldados son chavales hambrientos de sexo que se fijan en cualquier mujer que tengan cerca. Me extrañaría que los alemanes del palacio no tontearan con las limpiadoras, por lo menos con las jóvenes.

—Vi entrar a esas mujeres anoche, y desde luego no me pareció que tontearan.

—Aun así, parece poco probable que los soldados no noten que todas las limpiadoras son nuevas.

—Confío en ello lo bastante como para correr el riesgo.

—De acuerdo. ¿Y los franceses de dentro? Las telefonistas son mujeres del pueblo, ¿me equivoco?

—Algunas sí, pero la mayoría llegan de Reims en autobús.

—No todos los franceses comulgan con la Resistencia, lo sabes mejor que yo. No falta quien está a favor del ideario nazi. Dios sabe que también en Inglaterra sobraban los idiotas convencidos de que Hitler ofrecía el tipo de gobierno fuerte y renovador que todos necesitábamos, aunque hoy en día parezca que se los ha tragado la tierra.

Flick meneó la cabeza. Percy no había estado en la Francia ocupada.

—Los franceses han soportado cuatro años de dominio nazi, no lo olvides. Allí todo el mundo espera la invasión desesperadamente. Las chicas de las centralitas mantendrán la boca cerrada.

—¿A pesar del bombardeo de la RAF?

Flick se encogió de hombros.

—Puede que haya unas cuantas hostiles, pero se guardarán mucho de enfrentarse a la mayoría.

—O eso esperas.

—Insisto en que el riesgo merece la pena.

—Seguimos sin saber cuántos hombres custodian ese sótano.

— Eso no nos impidió intentarlo ayer.

—Ayer disponías de quince combatientes de la Resistencia, algunos bastante curtidos. La próxima vez tendrás a un puñado de mujeres que no pasaron las pruebas o arrojaron la toalla.

Flick decidió jugarse el todo por el todo.

—Mira, pueden fallar montones de cosas. ¿Y qué? El coste de la operación es mínimo, y arriesgamos las vidas de mujeres que no están contribuyendo a la guerra de ningún otro modo. ¿Qué perdemos?

—A eso iba. Mira, a mí me gusta el plan. Voy a defenderlo ante el jefe. Pero creo que lo rechazará, por algo de lo que todavía no hemos hablado.

—¿Qué?

—Ese equipo sólo lo puedes mandar tú. Pero el viaje del que acabas de llegar tenía que ser el último. Sabes demasiado. Llevas yendo y viniendo cuatro años. Has entrado en contacto con la mayoría de los circuitos del norte de Francia. No podemos mandarte de vuelta. Si te capturan, podrías delatarlos a todos.

—Lo sé —dijo Flick muy seria—. Por eso llevo una píldora letal.

8

El general sir Bernard Montgomery, comandante del 21° Grupo del Ejército, que estaba a punto de invadir Francia, había instalado su cuartel general provisional en el oeste de Londres, en una escuela cuyos alumnos habían sido evacuados a un edificio más seguro en el campo. Casualmente, era la escuela a la que Monty había asistido de niño. Las reuniones se celebraban en el aula de modelado, y todo el mundo se sentaba en los duros pupitres de madera de los escolares, generales, políticos y, en cierta ocasión memorable, el rey en persona.

A los británicos les parecía un detalle simpático. Paul Chancellor, de Boston, Massachusetts, opinaba que era una gilipollez. ¿Qué les habría costado poner unas cuantas sillas? Por lo general, los ingleses le caían bien, pero no soportaba que se las dieran de excéntricos.

Paul pertenecía al grupo de colaboradores personales de Monty. Mucha gente lo atribuía al hecho de que su padre fuera general, pero era una suposición injusta. Paul se sentía como pez en el agua entre militares de alto rango, en parte por ser hijo de su padre, pero también porque antes de la guerra el ejército estadounidense era el principal cliente de su negocio, que consistía en la grabación y comercialización de discos educativos para gramófono, principalmente cursos de idiomas. Valoraba virtudes tan militares como la obediencia, la puntualidad y el rigor, aunque también era capaz de pensar por su cuenta; y Monty había acabado por concederle toda su confianza.

Su área de responsabilidad era el servicio de información. Era un organizador. Se aseguraba de que Monty tuviera sobre la mesa del despacho los informes que necesitaba cuando los necesitaba, eliminaba los que llegaban tarde, le concertaba entrevistas con gente importante y llevaba a cabo las investigaciones especiales que le encargaba su jefe.

No era la primera vez que realizaba trabajos clandestinos. Había pertenecido a la Oficina del Servicio Estratégico, el servicio secreto estadounidense, y actuado como agente encubierto en Francia y los países francófonos del norte de África. (De niño, había vivido en París, donde su padre era agregado militar de la embajada de Estados Unidos.) Hacía seis meses, Paul había resultado herido en Marsella en un tiroteo con la Gestapo. Una bala se le había llevado casi toda la oreja izquierda, pero sólo había dañado su aspecto. La otra le había destrozado la rodilla derecha, cuyo uso nunca recuperaría completamente, y era el auténtico motivo de que ahora trabajara tras la mesa de un despacho.

El trabajo era fácil, en comparación con la azarosa vida del agente encubierto, pero nunca resultaba aburrido. En aquellos momentos, estaban preparando la Operación Overlord, la invasión que pondría fin a la guerra. Paul estaba entre los pocos centenares de personas que conocían la fecha en todo el mundo, aunque muchas otras estaban en condiciones de figurársela. En realidad, se barajaban tres días, dependiendo de las mareas, las corrientes, la luna y las horas de luz natural. La operación necesitaba que la luna saliera tarde, de modo que la oscuridad amparara los primeros movimientos de tropas, pero también que luciera más tarde, cuando los paracaidistas saltaran de los aviones y los planeadores. La marea debía estar baja al amanecer, de modo que los obstáculos con que Rommel había sembrado las playas quedaran al descubierto. Y era necesario que volviera a estar baja antes del anochecer, para facilitar el desembarco de la segunda oleada de tropas. Tales requisitos dejaban un estrecho margen temporal: la flota podía hacerse al mar el siguiente lunes, 5 de junio, el martes 6 o el miércoles 7. La decisión definitiva la tomaría en el último minuto el comandante supremo de las fuerzas aliadas, el general Eisenhower, basándose en las condiciones meteorológicas.

Tres años antes, Paul habría removido cielo y tierra para hacerse un hueco en las fuerzas invasoras. Se moriría de ganas por entrar en acción y de vergüenza si tenía que quedarse en tierra. Ahora era tres años más viejo y más sensato. Por una parte, consideraba que había cumplido: en el instituto había capitaneado el equipo ganador del campeonato de Massachusetts, pero no volvería a patear un balón con el pie derecho. Pero, sobre todo, sabía que su talento como organizador podía hacer mucho más por la victoria de los aliados que su entusiasmo como tirador.

Lo entusiasmaba formar parte del equipo que planeaba la invasión más formidable de la Historia. Por supuesto, el entusiasmo no estaba exento de angustia. Las batallas nunca se desarrollan según lo previsto (aunque una de las debilidades de Monty era creer lo contrario). Paul sabía que cualquier error que cometiera —un lapsus al correr de la pluma, un detalle pasado por alto, un informe mal interpretado— podía acarrear la muerte a soldados aliados. A pesar del formidable contingente de las fuerzas invasoras, el desenlace de la batalla era difícil de prever, y el menor descuido podía inclinar la balanza.

Ese día, Paul había programado quince minutos sobre la Resistencia francesa para las diez en punto. Había sido idea de Monty. La minuciosidad era el rasgo más sobresaliente de su carácter. El mejor modo de ganar una batalla, solía decir, era no entablarla hasta tenerlo todo atado y bien atado.

Simon Fortescue entró en el aula de modelado a las diez menos cinco. Era uno de los jefes del MI6, el servicio secreto británico. Alto y vestido con traje oscuro de raya diplomática, emanaba calma y competencia, aunque Paul dudaba que supiera mucho sobre el día a día del trabajo clandestino. Tras él apareció John Graves, un individuo nervioso, funcionario civil del Ministerio de Economía de Guerra, el departamento gubernamental responsable del EOE. Graves llevaba el atuendo característico de Whitehall: chaqueta negra y pantalones grises a rayas, «pantalones neceser», como los llamaban los ingleses. Paul frunció el ceño. No lo había invitado.

—¡Señor Graves! —exclamó de inmediato—. Ignoraba que lo hubieran invitado a acompañarnos…

—Lo explicaré en un segundo —replicó Graves, y, sentándose en uno de los pupitres, se limitó a abrir su maletín.

Paul estaba irritado. Monty odiaba las sorpresas. Pero no podía echar a Graves del aula.

Monty llegó de inmediato. Era un hombre bajo de nariz puntiaguda, pelo ralo y rasgos muy pronunciados a derecha e izquierda del fino bigote. Tenía cincuenta y seis años, pero aparentaba más. Paul lo apreciaba. Era tan meticuloso que mucha gente perdía la paciencia con él y lo llamaba «abuelita». En opinión de Paul, las chinchorrerías de su jefe salvaban vidas humanas.

Lo acompañaba un norteamericano a quien Paul no conocía. Monty lo presentó como el general Pickford y se volvió hacia Paul.

—¿Dónde está nuestro amigo del Ejecutivo? —le preguntó con viveza.

—Me temo que ha sido llamado por el primer ministro — respondió Graves—. Me ha pedido que les transmita sus disculpas. Espero serles de alguna ayuda…

—Lo dudo —replicó Monty con brusquedad.

Paul maldijo para sus adentros. Era un jotapeuve, y le iban a tirar de las orejas. Pero allí ocurría algo más. Los británicos se traían algo entre manos. Los observó detenidamente tratando de obtener alguna pista.

—Estoy seguro de que podré cubrir los huecos —dijo Fortescue con aplomo.

Monty parecía colérico. Le había prometido una sesión informativa al general Pickford, y el individuo clave no se había presentado. Pero no perdió el tiempo en recriminaciones.

—En la batalla que se avecina —dijo sin más preámbulos—, los momentos más peligrosos serán los iniciales. —Era impropio de Monty aludir a momentos peligrosos, se dijo Paul. Su estilo era hablar como si todo fuera a ir como la seda—. Tendremos que agarrarnos con las uñas al borde de un acantilado durante todo un día. —O dos, pensó Paul, o una semana, o más—. Será la ocasión del enemigo. No tiene más que aplastarnos los dedos con el tacón de la bota.

Así de fácil, se dijo Paul. La Operación Overlord era la acción militar más ambiciosa en la historia de la Humanidad: miles de barcos, centenares de miles de hombres, millones de dólares, decenas de millones de balas… El futuro del mundo dependía de su desenlace. Sin embargo, esa fuerza descomunal podía ser rechazada con una facilidad pasmosa, a poco que se torcieran las cosas durante las primeras horas.

—Todo lo que podamos hacer para retardar la respuesta del enemigo será de crucial importancia —concluyó Monty, y se volvió hacia Graves.

—Bien, la Sección F del EOE tiene más de cien agentes en Francia —empezó diciendo Graves—; en realidad, prácticamente todos nuestros hombres están allí. Y a sus órdenes, por supuesto, hay miles de combatientes franceses de la Resistencia. Durante las últimas semanas, les hemos arrojado en paracaídas cientos de toneladas de armas, municiones y explosivos.

Era la respuesta de un burócrata, pensó Paul; lo decía todo y no decía nada. Graves no había acabado, pero Monty lo atajó con una pregunta clave:

—¿Hasta qué punto son efectivos?

El funcionario titubeó, y Fortescue no perdió la oportunidad de meter baza:

—Mi expectativas son modestas —dijo—. Los resultados del Ejecutivo son, como mucho, desiguales.

Aquello tenía una doble lectura, comprendió Paul. Los espías profesionales a la antigua usanza odiaban a los recién llegados del EOE y su estilo de aventureros. Cuando la Resistencia atentaba contra alguna instalación alemana, desencadenaba investigaciones de la Gestapo que a menudo dejaban fuera de circulación a agentes del MI6. Paul estaba con el Ejecutivo; a fin de cuentas, la guerra consistía en darle al enemigo donde más le dolía. ¿De eso se trataba? ¿De un rifirrafe entre el MI6 y el EOE?

—¿Algún motivo en particular para su pesimismo? —preguntó Monty a Fortescue.

—El desastre de anoche, sin ir más lejos —respondió Fortescue sin darle tiempo a acabar—. Un grupo de la Resistencia al mando de un agente del Ejecutivo atacó una central telefónica próxima a Reims.

El general Pickford tomó la palabra por primera vez:

—Creía que habíamos decidido no atacar las centrales telefónicas. Nos van a hacer mucha falta si la invasión tiene éxito.

—Efectivamente —le respondió Monty—. Pero Sainte-Cécile es caso aparte. Constituye un nodo de acceso para la nueva ruta de cable hacia Alemania. La mayor parte de las comunicaciones por teléfono y teletipo entre el Alto Mando en Berlín y las fuerzas alemanas de Francia pasa por ese edificio. Inutilizarlo no nos causaría gran perjuicio, teniendo en cuenta que no es a Alemania a donde necesitaremos llamar; en cambio, desbarataría completamente el sistema de comunicaciones del enemigo.

—Utilizarán la comunicación por radio —observó Pickford.

—Exacto —dijo Monty—. Lo que nos permitirá leer sus mensajes.

—Gracias a nuestros especialistas en códigos de Bletchley —terció Fortescue.

Paul era una de las contadas personas que sabía que el servicio secreto británico había descifrado los códigos que usaban los alemanes, lo que le permitía interpretar buena parte de los mensajes por radio del enemigo. El hecho era motivo de orgullo en el MI6, por más que el mérito no correspondía al personal de inteligencia, sino a un grupo informal de matemáticos y entusiastas de los crucigramas, muchos de los cuales habrían sido arrestados si hubieran entrado en una dependencia del MI6 en otros tiempos. Sir Stewart Menzies, el aristocrático director del servicio secreto, odiaba a los intelectuales, los comunistas y los homosexuales, grupos que podían reivindicar con idéntico derecho a Alan Turing, el genio matemático que coordinaba al equipo de criptógrafos.

No obstante, Pickford tenía razón: si los alemanes se veían imposibilitados de usar las líneas telefónicas, tendrían que comunicarse por radio, y los aliados se enterarían de sus conversaciones. Destruir la central telefónica de Sainte-Cécile proporcionaría a los aliados una ventaja crucial.

Pero la misión había fracasado.

—¿Quién estaba al mando? —preguntó Monty.

—No dispongo de un informe completo… —murmuró Graves.

—Yo puedo decírselo —intervino Fortescue—. El mayor Clairet. —Hizo una pausa—. Una chica.

Paul había oído hablar de Felicity Clairet. Era poco menos que una leyenda en el reducido círculo que estaba en el secreto de las operaciones encubiertas de los aliados. Había sobrevivido en Francia más tiempo que ningún otro agente. Su nombre en clave era Tigresa, y quienes la conocían aseguraban que se movía por las calles de la Francia ocupada con el sigilo de un gato salvaje. También decían que tenía cara de ángel y corazón de piedra. Había matado en más de una ocasión.

—¿Y qué ocurrió? —preguntó Monty.

—La mala planificación, la inexperiencia del mando y la falta de disciplina de los hombres contribuyeron al fracaso —sentenció Fortescue—. El edificio no contaba con una guarnición numerosa, pero los soldados alemanes están bien adiestrados, y no tuvieron dificultad en barrer a la partida de la Resistencia.

Monty estaba irritado.

—Por lo que dicen —apuntó Pickford—, no deberíamos confiar demasiado en la Resistencia francesa para cortar las líneas de comunicaciones de Rommel.

Fortescue asintió.

—Los bombardeos son el mejor medio para conseguir ese fin.

—No estoy seguro de que eso sea totalmente justo —protestó Graves sin convicción—. El mando aéreo también tiene sus éxitos y sus fracasos. Y el Ejecutivo resulta muchísimo más barato.

—Por amor de Dios, no estamos aquí para ser justos con la gente —rezongó Monty—. Lo único que queremos es ganar la guerra —dijo poniéndose en pie; y, volviéndose hacia Pickford, añadió—: Creo que ya hemos oído bastante.

—Pero, ¿qué hacemos con lo de la central telefónica? —preguntó Graves—. El Ejecutivo ha presentado un nuevo plan…

—Dios bendito… —lo atajó Fortescue—. ¿Qué quieren, volver a joderla?

—Bombardéenla —respondió Monty.

—Ya lo hemos intentado —dijo Graves—. Los aviones alcanzaron el edificio, pero los daños sólo inutilizaron la central durante unas horas.

—Pues que vuelvan a bombardearla —replicó Monty, y salió del aula.

Graves lanzó una mirada de furia impotente al hombre del MI6.

—Realmente, Fortescue… —murmuró—. Realmente…

Fortescue no se dignó responder.

Todo el mundo abandonó el aula. En el pasillo esperaban dos personas: un hombre de unos cincuenta años con chaqueta de tweed y una rubia menuda con una vieja chaqueta azul sobre un vestido de algodón descolorido. De pie frente a una vitrina llena de trofeos deportivos, parecían un profesor y una alumna, si no fuera porque la chica llevaba un pañuelo amarillo atado al cuello con un buen gusto que Paul juzgó inequívocamente francés. Fortescue pasó rápidamente junto a ellos, pero Graves se detuvo a hablarles.

—Lo han rechazado —les dijo—. Volverán a bombardearla.

Paul supuso que la mujer era la Tigresa y la miró con curiosidad. Pequeña y delgada, tenía el pelo rubio, corto y rizado, y hermosos ojos verdes. No podía decirse que fuera guapa: la experiencia había dejado demasiadas señales en su rostro. El aire de colegiala se desvanecía con la proximidad. La nariz recta y la afilada barbilla le daban un aspecto agresivo. Pero emanaba un atractivo innegable, algo que hizo imaginar a Paul su cuerpo menudo bajo el gastado vestido.

La mujer reaccionó con indignación a las palabras de Graves.

—No sirve de nada bombardear la central desde el aire. El sótano está reforzado. Por amor de Dios, ¿cómo han podido decidir semejante cosa?

—Tal vez deba preguntárselo a este caballero —le sugirió Graves volviéndose hacia Paul—. Mayor Chancellor, le presento a la mayor Clairet y al coronel Thwaite.

A Paul le molestó que lo pusieran en el brete de defender una decisión ajena y, cogido por sorpresa, respondió con una franqueza nada diplomática:

—No creo que haya mucho que explicar —dijo con brusquedad—. La jodieron y han decidido no darles una segunda oportunidad.

Paul le sacaba la cabeza, pero la mujer lo fulminó con la mirada.

—¿Que la jodimos? —masculló colérica—.

¿Qué coño quiere decir con eso?

Paul sintió que se le subían los colores.

—Puede que hayan informado mal al general Montgomery, pero, ¿no era ésta la primera vez que dirigía una operación de ese calibre, mayor?

—¿Eso es lo que les han contado? ¿Que fue mi falta de experiencia?

Era guapa, ahora se daba cuenta. La cólera le agrandaba los ojos y le coloreaba las mejillas. Pero también era una maleducada, de modo que decidió no andarse por las ramas.

—De eso, de la mala planificación…

—¡La jodida planificación no tenía ningún error!

—… y del hecho de que los defensores fueran tropas bien adiestradas y ustedes un grupo indisciplinado.

—¡Maldito cerdo arrogante!

Paul retrocedió instintivamente. Ninguna mujer le había hablado de aquel modo en toda su vida. Puede que fuera un retaco de metro cincuenta y poco, se dijo Paul, pero los nazis debían de tenerle pánico. Viendo la ira que alteraba sus facciones, comprendió que estaba más colérica consigo misma que con él.

—Usted piensa que fue culpa suya —le dijo Paul—. Nadie se pone así por un error ajeno.

Esta vez fue Flick quien se quedó de piedra. Abrió la boca, pero fue incapaz de hablar.

El coronel Thwaite decidió que había llegado el momento de intervenir:

—Por amor de Dios, Flick, haz el favor de calmarte —dijo, y se volvió hacia Paul—: Déjeme adivinar… Esa es la versión de Simon Fortescue, del MI6, ¿verdad?

—Verdad —respondió Paul, tenso.

—¿y no ha mencionado que el plan de ataque se basaba en la información que nos había proporcionado su gente?

—Me temo que no.

—Me lo imaginaba —dijo Thwaite—. Gracias, mayor Chancellor, no quiero hacerle perder más tiempo.

Paul no tenía la sensación de que la conversación hubiera acabado, pero, puesto que un oficial superior opinaba lo contrario, no le quedaba más remedio que dar media vuelta y marcharse.

Estaba claro que se había dejado coger en el fuego cruzado de una guerra de intereses entre el MI6 y el EOE. Si estaba furioso con alguien era con Fortescue, que había aprovechado la reunión para marcarse un tanto. ¿Había acertado Monty decidiendo bombardear la central en lugar de conceder una segunda oportunidad al Ejecutivo?

Al ir a entrar en su despacho, volvió la cabeza. La mayor Clairet seguía discutiendo con el coronel Thwaite, en voz baja pero con el rostro encendido y manifestando su indignación con elocuentes ademanes. Discutía como un hombre, con una mano en la cadera, el cuerpo inclinado hacia delante y blandiendo un índice admonitorio en apoyo de sus argumentos; pero, al mismo tiempo, resultaba enormemente seductora. Paul no pudo evitar preguntarse cómo sería rodearla con los brazos y deslizar la mano por las delicadas curvas de su cuerpo. «Es dura —se dijo—, pero toda una mujer.»

Pero, ¿tenía razón? ¿Era inútil el bombardeo? Decidió seguir haciendo preguntas.

9

La ennegrecida mole de la catedral se alzaba sobre el centro de Reims como un reproche divino. A mediodía, el Hispano-Suiza azul celeste de Diether Franck se detuvo ante el hotel Franckfort, requisado por las fuerzas alemanas de ocupación.

Diether se apeó del vehículo y alzó la vista hacia las rechonchas torres gemelas del enorme templo. El plan original del edificio preveía esbeltos capiteles que no llegaron a construirse por falta de dinero. Los obstáculos mundanos frustraban hasta las aspiraciones más sagradas.

Diether ordenó al teniente Hesse que continuara viaje con el coche hasta el palacio de Sainte-Cécile y se asegurara de que la Gestapo estaba dispuesta a colaborar. No quería arriesgarse a sufrir un segundo rechazo del mayor Weber. Hesse se alejó en el Hispano-Suiza, y Diether subió a la suite en la que había dejado a Stéphanie la noche anterior.

La chica se levantó de la silla apenas lo vio entrar. Estaba preciosa. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros, un salto de cama de seda de color castaño y zapatillas de tacón alto. La besó con ansia y recorrió su esbelto cuerpo con manos ávidas, agradecido por el don de su belleza.

—Es estupendo que te alegres tanto de verme —dijo sonriendo Stéphanie, que, como siempre, le hablaba en francés.

Diether aspiró el aroma de su cuerpo.

—Bueno, la verdad es que hueles mejor que Hans Hesse, sobre todo cuando lleva un día y una noche en pie.

La chica le apartó el pelo de la frente con una caricia de su suave mano.

—Nunca me tomas en serio. Pero dudo que hubieras protegido a Hans con tu propio cuerpo.

—En eso tienes razón. —Diether suspiró y la soltó—. Dios, estoy muerto.

—Ven a la cama.

Diether meneó la cabeza.

—Tengo que interrogar a los prisioneros. Hesse volverá a recogerme dentro de una hora —dijo, y se derrumbó en el sofá.

—Te pediré algo de comer. —Stéphanie pulsó el timbre, y al cabo de un minuto apareció un viejo camarero francés. La chica conocía a Diether lo bastante bien como para pedir por él. Encargó un plato de jamón con panecillos calientes y ensalada de patata—. ¿Quieres vino? —preguntó volviéndose hacia Diether.

—No, me entraría sueño.

—Entonces, una taza de café —le dijo Stéphanie al camarero. Tras cerrar la puerta, se acercó al sofá, se sentó junto a Diether y le cogió la mano—. ¿Ha ido todo según tus planes?

—Sí. Rommel ha sido muy amable conmigo. —Diether frunció el ceño—. Sólo espero ser capaz de cumplir todas las promesas que le he hecho.

—Seguro que las cumplirás.

Stéphanie no le pidió detalles. Sabía que sólo le contaría lo que juzgara oportuno y ni una palabra más.

Diether la miró con afecto dudando si decirle lo que le rondaba por la cabeza. Podía aguarle la fiesta, pero tenía que decírselo. Volvió a suspirar.

—Si la invasión tiene éxito y los aliados recuperan Francia, será el final de lo nuestro. Supongo que lo comprendes.

La chica frunció el ceño como si hubiera sentido un dolor repentino y le soltó la mano.

—¿Tengo que comprenderlo?

Diether sabía que su marido había caído al inicio de la guerra y que no habían tenido hijos.

—¿Vive alguien de tu familia? —le preguntó.

—Mis padres murieron hace años. Tengo una hermana en Montreal.

—Quizá debiéramos pensar en el modo de enviarte allí.

Stéphanie sacudió la cabeza.

—No.

—¿Por qué?

La chica rehuyó su mirada.

—Me gustaría que hubiera acabado la guerra —murmuró.

—No, no te gustaría.

—Claro que sí —dijo Stéphanie con una irritación rara en ella.

—Es una vulgaridad impropia de ti —repuso Diether con una punta de desdén.

—No irás a decirme que la guerra te parece algo bueno…

—Si no fuera por la guerra, tú y yo no estaríamos juntos.

—¿Y todo el sufrimiento que está causando?

—Yo soy un vitalista. La guerra saca lo que la gente lleva dentro: los sádicos se convierten en torturadores, los psicópatas en soldados de primera línea, los verdugos y las víctimas tienen una oportunidad única de satisfacer sus inclinaciones, y las putas no dan abasto.

Stéphanie lo miró airada.

—No hace falta que me digas qué papel interpreto yo.

Diether acarició su suave mejilla y le rozó los labios con las puntas de los dedos.

—Tú eres una cortesana, y de las mejores.

—No piensas nada de lo que dices —replicó ella apartando el rostro—. Improvisas sobre una música, como cuando te sientas al piano.

Diether sonrió y asintió: efectivamente, el jazz no se le daba mal, para consternación de su padre. Era una comparación pertinente. Más que expresar convicciones firmes, jugaba con ideas.

—Puede que tengas razón.

La cólera de Stéphanie había dado paso a la tristeza.

—¿Te refieres a lo de separarnos si los alemanes tenéis que evacuar Francia?

Diether la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí. La chica lo dejó hacer y apoyó la cabeza en su hombro. Él la besó en la frente y le acarició el pelo.

—Eso no ocurrirá —respondió.

—¿Estás seguro?

—Te lo garantizo.

Era la segunda vez en un mismo día que hacía una promesa sin estar seguro de poder cumplirla.

El camarero trajo su desayuno y rompió el encantamiento. Diether estaba tan cansado que ni siquiera tenía hambre, pero comió un poco y se bebió todo el café. Luego, se lavó y afeitó, y empezó a sentirse mejor. Se estaba abotonando una camisa de uniforme limpia cuando el teniente Hesse llamó a la puerta. Diether besó a Stéphanie y salió con él.

El coche llegó a una calle bloqueada y tuvo que tomar un desvío: los aviones aliados habían regresado durante la noche y destruido toda una hilera de casas próximas a la estación de ferrocarril. Salieron de la ciudad y tomaron la carretera a Sainte-Cécile.

Diether le había dicho a Rommel que el interrogatorio de los prisioneros «podía» conducir a la desarticulación de la Resistencia antes de la invasión. Pero Rommel, como cualquier mando militar, había tomado el «quizá» por una promesa, y esperaría resultados. Por desgracia, en un interrogatorio no había nada garantizado. Había prisioneros lo bastante listos para inventar mentiras imposibles de descubrir. A otros se les ocurrían ingeniosas formas de suicidio cuando la tortura empezaba a resultarles insoportable. Si la seguridad de aquel circuito de la Resistencia era realmente estricta, cada miembro sabría solamente lo mínimo sobre los demás y poseería escasa información relevante. Y, lo que era peor, los aliados podían haberles dado información falsa, de forma que cuando la tortura los doblegara todo lo que dijeran formara parte de un engaño perfectamente planeado.

Diether procuró mentalizarse para lo que se avecinaba. Tenía que ser inmisericorde y astuto. No podía permitir que le afectara el sufrimiento físico y mental que estaba a punto de infligir a unos seres humanos. Lo único importante eran los resultados. Cerró los ojos y empezó a sentir una profunda calma, una indiferencia que le calaba hasta los huesos y a la que solía comparar con el frío de la muerte.

El Hispano-Suiza cruzó la verja del palacio y penetró en la explanada. Un grupo de trabajadores sustituía los cristales de las ventanas alcanzadas por los disparos y rellenaba los boquetes abiertos por las granadas. En el vestíbulo, las telefonistas lanzaban sus eternos bisbiseos a los micrófonos. Diether avanzó por el dédalo de recibidores del ala este, con Hans Hesse pisándole los talones. Descendieron el tramo de escaleras que conducía al sótano. El centinela de la entrada se cuadró y dejó pasar a Diether, que iba de uniforme. Llegaron ante la puerta del centro de interrogatorios. Diether la abrió y entró en la sala de entrevistas.

Willi Weber los esperaba sentado a la mesa.

—¡Heíl Hitler! —exclamó Diether alzando el brazo para obligar a Weber a ponerse en pie. Luego, apartó una silla de la mesa, se sentó y se volvió hacia el oficial de la Gestapo—. Por favor, Weber, siéntate.

Weber se enfureció al oír que lo invitaban a sentarse en su propio cuartel general, pero hizo lo que le indicaban.

—¿Cuántos prisioneros tenemos? —preguntó Diether.

—Tres.

—¿Sólo? —dijo Diether decepcionado.

—Matamos a ocho terroristas durante la refriega. Otros dos han muerto durante la noche a consecuencia de las heridas.

Diether soltó un bufido. Había ordenado que procuraran mantener con vida a los heridos. Pero ya no tenía sentido exigir cuentas a Weber sobre el trato que habían recibido.

—Creo que escaparon dos… —siguió diciendo Weber.

—Sí —confirmó Diether—. La rubia de la plaza y el hombre al que salvó.

—Exacto. De modo que, de un total de quince atacantes, tenemos tres prisioneros.

—¿Dónde están?

Weber se removió en el asiento.

—Dos, en su celda.

—¿Y el tercero?

Weber señaló el otro cuarto con un gesto de la cabeza.

—Está siendo sometido a interrogatorio en estos momentos.

Diether se puso en pie y abrió la puerta con aprensión. La figura achaparrada del sargento Becker apareció frente al vano blandiendo un garrote semejante a una larga porra de policía. Jadeaba y estaba empapado en sudor. Se había empleado a fondo. Tenía los ojos clavados en el prisionero atado al poste.

Diether vio confirmados sus temores. A pesar de que estaba decidido a mantener la calma, no pudo reprimir una mueca de repugnancia. El prisionero era Genevieve, la chica que ocultaba una metralleta Sten bajo la chaqueta. Estaba desnuda y atada al pilar con una cuerda que le pasaba por debajo de los brazos y la mantenía en pie.Tenía la cara tan hinchada que no podía abrir los ojos. La sangre que le manaba de la boca le cubría la barbilla y la mayor parte del pecho, y en el resto del cuerpo el morado de las contusiones había sustituido al color natural de la piel. Uno de los brazos pendía en un ángulo extraño, aparentemente dislocado en el hombro. El vello del pubis estaba empapado en sangre.

—¿Qué le ha contado?

—Nada —respondió Becker apurado.

Diether asintió procurando no perder los estribos. Era lo que cabía esperar. Se acercó a la mujer.

—Genevieve, escúcheme —le dijo en francés. Ella no dio signos de haberlo oído—. ¿Le gustaría descansar? —insistió Diether.

No hubo respuesta.

Dio media vuelta. Weber lo miraba desde el umbral con expresión desafiante.

—Tenías instrucciones expresas de dejar en mis manos los interrogatorios —le dijo Diether con fría cólera.

—Nos ordenaron que te permitiéramos hablar con ellos —replicó Weber con burlona suficiencia—. Pero nadie nos ha prohibido que los interrogáramos.

—¿Y estás satisfecho de los resultados? —Weber no respondió—. ¿Y los otros dos? —preguntó Diether.

—Todavía no los hemos interrogado.

—Demos gracias a Dios —dijo Diether, que, no obstante, estaba consternado. Contaba con media docena de prisioneros, y sólo tenía dos—. Quiero verlos.

Weber hizo un gesto a Becker, que dejó la porra y abrió la marcha. A la brillante luz del pasillo, Diether pudo ver las salpicaduras de sangre en el uniforme del sargento. Becker se detuvo ante una puerta con mirilla. Diether se acercó y miró al interior.

La celda era un cubículo sin más mobiliario que un cubo arrimado a una pared. Sentados en el suelo de tierra, los dos hombres miraban al vacío sin decir palabra. Diether los observó detenidamente. Los recordaba de la noche anterior. El viejo, Gaston, había instalado las cargas. El otro, que debía de tener unos diecisiete años, se llamaba Bertrand. No parecía herido, pero, recordando que durante el ataque le había explotado cerca una granada, Diether se dijo que tal vez hubiera sufrido una conmoción.

Diether siguió observándolos y tomándose tiempo para pensar. No podía fallar. No podía desperdiciar otro prisionero: aquellos dos eran todo lo que tenía. El chico parecía más asustado, pero aguantaría mejor el dolor. El otro era demasiado viejo para soportar una auténtica sesión de tortura —podía morir antes que flaquear—, pero tendría el corazón blando. Diether empezaba a vislumbrar la estrategia con más probabilidades de éxito.

Cerró la mirilla y volvió a la sala de entrevistas. Becker, que le seguía los pasos, volvió a recordarle a un perro estúpido pero peligroso.

—Sargento Becker —le dijo—, desate a la mujer y llévela a la celda con los otros dos.

—¿Una mujer en la celda de los hombres? —se asombró Weber. Diether lo miró con incredulidad.

—¿Crees que se sentirá humillada?

Becker entró en la cámara de tortura y volvió a aparecer llevando a cuestas el cuerpo martirizado de Genevieve.

—Asegúrese de que el viejo le echa un buen vistazo. Luego, tráigalo aquí.

Becker se alejó por el pasillo.

Diether decidió librarse de Weber, pero sabía que si se lo ordenaba, se resistiría, de modo que hizo justo lo contrario:

—Opino que deberías quedarte a presenciar el interrogatorio. Podrías aprender mucho de mi técnica.

Weber reaccionó como esperaba Diether.

—Lo dudo mucho —replicó—. Becker me mantendrá informado.

Diether fingió indignarse, y Weber dio media vuelta y se marchó. Diether captó la mirada del teniente Hesse, que había permanecido sentado en un rincón sin despegar los labios y lo observaba con admiración.

Diether se encogió de hombros.

—A veces es tan fácil que no tiene gracia —dijo.

Becker regresó con Gaston. El anciano estaba pálido. Saltaba a la vista que el estado en que había quedado Genevieve lo había conmocionado profundamente.

—Siéntese, por favor —le dijo Diether en alemán—. ¿Quiere un cigarrillo?

Gaston lo miró alelado.

Diether acababa de averiguar que el prisionero no entendía alemán, un dato que convenía tener en cuenta.

Le indicó una silla y le ofreció cigarrillos y cerillas. Gaston cogió un cigarrillo y lo encendió con manos temblorosas.

Algunos prisioneros se desmoronaban en ese momento, antes de que empezaran a torturarlos, de puro miedo a lo que les ocurriría. Diether esperaba que fuera el caso. Le había mostrado las alternativas: por un lado, el cuerpo martirizado de Genevieve; por el otro, cigarrillos y amabilidad.

A partir de ese momento, se dirigió al prisionero en francés, empleando un tono amistoso:

—Voy a hacerle algunas preguntas.

—Yo no sé nada —se apresuró a decir Gaston.

—Bueno, yo no estoy tan seguro —dijo Diether—. Tiene usted unos sesenta años, y probablemente ha pasado toda la vida en Reims o en sus alrededores. —Gaston no se molestó en negarlo. Diether prosiguió—: Sé que los miembros de una célula de la Resistencia usan nombres en clave y comparten el mínimo de información personal, como medida de seguridad. —A su pesar, Gaston asintió con un leve cabeceo—. Pero usted conoce a la mayoría de esas personas desde hace décadas. Un hombre puede hacerse llamar Elefante, o Reverendo, o Berenjena cuando está con otros miembros de la Resistencia, pero usted lo conoce y sabe que es Jean-Pierre, el cartero, que vive en la rue du Parc y visita a escondidas a la viuda Martineau todos los martes, mientras su mujer cree que está jugando a los bolos. —Gaston rehuyó la mirada de Diether, y éste supo que no se equivocaba—. Quiero que comprenda que todo lo que ocurra aquí estará bajo su control —siguió diciendo Diether—. El dolor o el alivio al dolor; la sentencia de muerte o el indulto. Todo depende de lo que usted elija. —Diether vio satisfecho que Gaston parecía aún más aterrado que antes—. Responderá a mis preguntas. Al final, todos lo hacen. El único imponderable es cuánto tardará.

Ése era el momento en que algunos se venían abajo; pero Gaston resistió.

—No puedo decirle nada —aseguró con un hilo de voz.

Estaba asustado, pero conservaba un asomo de coraje y no parecía dispuesto a rendirse sin luchar.

Diether se encogió de hombros. Tendría que ser por las malas. Se volvió hacia Becker y le habló en alemán:

—Vuelva a la celda. Haga que el chico se desnude. Tráigalo y átelo al pilar de la otra habitación.

—Muy bien, mayor —dijo el sargento con evidente satisfacción. Diether se volvió hacia Gaston.

—Va a decirme los nombres auténticos y en clave de todos los hombres y mujeres que participaron en el ataque de ayer y los del resto de los miembros de su circuito de la Resistencia. —Gaston meneó la cabeza, pero Diether hizo caso omiso—. Quiero saber la dirección de todos ellos, y la de cualquier otra casa usada por miembros del circuito.

Gaston dio una profunda calada a su cigarrillo y clavó los ojos en la brasa. En realidad, aquellas preguntas no eran las más importantes. El objetivo fundamental de Diether era obtener información que lo condujera a otros circuitos de la Resistencia. Pero debía evitar que Gaston lo adivinara.

Al cabo de unos instantes, Becker volvió con Bernard. Gaston miró boquiabierto al muchacho, que estaba completamente desnudo, y lo siguió con ojos desorbitados mientras el sargento lo empujaba al interior de la cámara.

Diether se puso en pie.

—Quédese con el prisionero —le dijo a Hesse, y siguió a Becker al interior de la cámara.

Tuvo buen cuidado de dejar la puerta entornada para que Gaston pudiera oírlo todo.

Becker ató a Bertrand al pilar. Antes de que Diether pudiera intervenir, le propinó un puñetazo en la boca del estómago. Fue un potente derechazo de un hombre fuerte, y produjo un sonido escalofriante. El muchacho gimió y se retorció de dolor.

—No, no, no —dijo Diether. Como había imaginado, la técnica de Becker carecía de rigor científico. Un hombre joven y sano podía encajar golpes casi indefinidamente—. Primero hay que vendarle los ojos. —Se sacó un amplio pañuelo de algodón del bolsillo y lo anudó a la nuca de Bertrand—. Así, cada golpe es como un terrible shock, y cada pausa entre dos golpes se convierte en una espera agónica.

Becker cogió la porra de madera. Diether asintió, y el sargento alzó el garrote y lo descargó sobre la cabeza de Bertrand. La madera produjo un fuerte chasquido al golpear los huesos bajo el cuero cabelludo. El muchacho soltó un alarido de dolor y pánico.

—No, no —repitió Diether—. Nunca golpee a un prisionero en la cabeza. Podría dislocarle la mandíbula e incapacitarlo para hablar. Peor aún, podría dañar el cerebro, y nada de lo que nos dijera tendría ningún valor. —Le quitó la porra y volvió a dejarla en el paragüero. Eligió una palanca de acero y se la tendió—. Ahora, recuerde: nuestro objetivo es infligir al sujeto un sufrimiento insoportable sin poner en peligro su vida o su capacidad para decirnos lo que queremos saber. Evite los órganos vitales. Concéntrese en las zonas óseas: tobillos, espinillas, rótulas, dedos, codos, hombros y costillas.

Becker esbozó una sonrisa astuta. Dio una vuelta alrededor del pilar, se detuvo bruscamente y, apuntando con cuidado, descargó la palanca de acero sobre un codo de Bertrand. El chico soltó un aullido de auténtico dolor, que Diether reconoció de inmediato.

Becker sonrió satisfecho. «Dios me perdone —pensó Diether— por enseñar a ser más efectivo a semejante animal.»

Siguiendo las indicaciones de Diether, Becker golpeó primero uno de los huesudos hombros del muchacho, luego una mano, después un tobillo… Diether obligaba al sargento a hacer pausas entre los golpes para dar tiempo a que el dolor se desvaneciera y a que la víctima empezara a temer el siguiente bastonazo.

Bertrand empezó a suplicar piedad:

—Basta, por favor —imploró en el paroxismo del dolor y el miedo. Becker volvió a levantar la palanca, pero Diether lo contuvo. Pretendía que Bertrand siguiera suplicando—. Por favor, no me golpeen más —gimió Bertrand—. Por favor, por favor…

—A veces —dijo Diether— es buena idea partirle una pierna al sujeto al comienzo de la entrevista. El dolor es terrible, especialmente cuando se vuelve a golpear el hueso roto. —Se acercó al paragüero y eligió un mazo—. Justo debajo de la rodilla —dijo tendiéndoselo al sargento—. Tan fuerte como pueda.

Becker apuntó cuidadosamente y asestó un golpe brutal. La tibia se fracturó con un audible crac. Bertrand soltó un alarido y perdió el conocimiento. El sargento se acercó a una esquina de la cámara, cogió un cubo lleno de agua y la arrojó al rostro del muchacho. Bertrand recobró el sentido y volvió a gritar.

Los gritos fueron debilitándose hasta transformarse en estremecedores gemidos.

—¿Qué quieren de mí? —farfulló Bertrand—. ¡Por favor, díganme qué quieren de mí!

Diether no le preguntó nada. Se limitó a tender la palanca al sargento y señalarle la pierna, en la que asomaba el extremo astillado del hueso entre la carne. Becker la golpeó en aquel punto. Bertrand aulló y volvió a desmayarse.

Diether supuso que aquello bastaría.

Volvió a la sala de entrevistas. Gaston seguía donde lo había dejado, pero parecía otro hombre. Estaba inclinado hacia delante y, con la cara oculta entre las manos, lanzaba fuertes sollozos, gemía y rezaba. Diether se arrodilló junto a él y le apartó las manos del rostro. Gaston lo miró llorando a lágrima viva.

—Sólo usted puede pararlo —le dijo Diether con suavidad.

—Por favor, párelo… Se lo suplico —gimió Gaston.

—¿Responderá a mis preguntas?

Hubo un momento de silencio. Bertrand volvió a chillar.

—¡Sí! —gritó Gaston—. ¡Sí, sí, se lo diré todo, pero pare de una vez!

—¡Sargento Becker! —dijo Diether alzando la voz.

—¿Sí, mayor?

—Basta por el momento.

—Sí, mayor —murmuró Becker con un dejo de decepción en la voz.

—Ahora, Gaston —dijo Diether de nuevo en francés—, empecemos con el jefe del circuito. Nombre auténtico y nombre en clave. ¿Quién es?

Gaston titubeó. Diether miró hacia la puerta abierta de la cámara de tortura.

—Michel Clairet —se apresuró a responder Gaston—. Nombre en clave, Monet.

Lo había conseguido. El primer nombre era el más difícil. El resto lo seguiría sin esfuerzo. Procurando disimular su satisfacción, Diether ofreció un cigarrillo al prisionero y le acercó una cerilla encendida.

—¿Dónde vive?

—En Reims.

Gaston soltó una bocanada de humo y dio una dirección cerca de la catedral. Ya apenas temblaba.

A un gesto de Diether, el teniente Hesse sacó una libreta y empezó a anotar las respuestas del prisionero. Pacientemente, Diether interrogó a Gaston respecto a cada miembro del grupo de la Resistencia. En algunos casos, los menos, Gaston sólo conocía los nombres en clave, y a dos de los hombres aseguró haberlos conocido ese mismo domingo. Diether lo creyó. Había dos conductores esperándolos en sendos coches estacionados cerca de la plaza, dijo Gaston: una chica joven llamada Gilberte y un hombre cuyo nombre en clave era Mariscal. El grupo, conocido como circuito Bollinger, contaba con más miembros.

Diether lo interrogó sobre las relaciones entre los miembros del grupo. ¿Había parejas? ¿Homosexuales? ¿Alguno que se acostara con la mujer de otro?

Aunque habían dejado de torturarlo, Bertrand seguía gimiendo, y volvía a gritar cuando el dolor de las heridas le resultaba insoportable.

—¿Harán que lo vea un médico? —preguntó Gaston. Diether se encogió de hombros. —Por favor, llame a un médico.

—Está bien… Cuando acabemos de hablar.

Gaston le contó que Michel y Gilberte eran amantes, aunque él estaba casado con Flick, la rubia de la plaza.

Hasta ese momento, el prisionero le había hablado de un circuito prácticamente desarticulado, de modo que la información tenía un interés puramente teórico. Diether decidió pasar a las preguntas importantes:

—Cuando un agente aliado llega a este distrito, ¿cómo establece contacto?

Se suponía que nadie debía saberlo, respondió el prisionero. Como medida de seguridad, había un intermediario. No obstante, Gaston se había enterado de algunas cosas. Una mujer cuyo nombre en clave era Burguesa se ponía en contacto con los agentes. Gaston no sabía dónde se encontraban, pero sí que se los llevaba a su casa y les arreglaba una cita con Michel.

Nadie conocía a Burguesa, ni siquiera Michel.

Diether lamentó que el prisionero supiera tan poco respecto a aquella mujer. Pero ésa era la utilidad de los intermediarios.

—¿Sabe dónde vive?

Gaston asintió.

—Se le escapó a uno de los agentes. Tiene una casa en la calle du Bois. Número once.

Diether se esforzó en ocultar su júbilo. Aquella información era crucial. Con toda probabilidad, los aliados seguirían enviando agentes para intentar reconstruir el circuito Bollinger. Diether tendría la posibilidad de cazarlos en casa de la intermediaria.

—¿Y cuando se van?

Los recogía un avión en un lugar llamado Campo de Piedra, un simple prado a las afueras de Chatelle, le explicó Gaston. Había una pista de aterrizaje alternativa cuyo nombre en clave era Campo de Oro, pero ignoraba su emplazamiento.

Diether interrogó a Gaston sobre el enlace con Londres. ¿Quién había ordenado el ataque a la central telefónica? El prisionero le explicó que el oficial al mando del circuito era Flick —la mayor Clairet—; ella traía las órdenes de Londres. Diether estaba intrigado. Una mujer, al mando. Pero había comprobado su valor en acción. No le cabía duda de su capacidad como líder.

En la cámara de tortura, Bertrand empezó a suplicar que lo mataran.

—Por favor… —murmuró Gaston—. Un médico.

—Antes, hábleme de la mayor Clairet —respondió Diether—. Luego ordenaré que le inyecten un calmante.

—Es una persona muy importante —respondió Gaston, ansioso por proporcionarle información que lo satisficiera—. Dicen que ha sobrevivido en la clandestinidad más tiempo que nadie. Ha actuado en todo el norte de Francia.

Diether estaba fascinado.

—¿Tiene contacto con otros circuitos?

—Eso creo.

Era un hecho insólito, e implicaba que aquella mujer podía ser una fuente inagotable de información sobre la Resistencia francesa.

—Ayer se dio a la fuga después del ataque —dijo Diether—. ¿Adónde pudo ir?

—De vuelta a Londres. Seguro —respondió Gaston—. Para informar sobre la operación.

Diether maldijo para sus adentros. La necesitaba en Francia, donde podía capturarla e interrogarla. Si conseguía darle caza, podría desmantelar la mitad de la Resistencia francesa… como le había prometido a Rommel. Pero la chica estaba fuera de su alcance.

—Eso es todo por hoy —dijo poniéndose en pie—. Hans, haga venir al doctor para que examine a los prisioneros. No quiero que ninguno de ellos muera hoy. Puede que tengan más cosas que contarnos. Luego, pase sus notas a máquina y tráigamelas por la mañana.

—Muy bien, mayor.

—Haga una copia para el mayor Weber. Pero no se la entregue hasta que yo se lo diga.

—Entendido.

—Volveré solo al hotel —dijo Diether, y se marchó.

Empezó a dolerle la cabeza en cuanto salió a la explanada.

Subió al coche frotándose la frente con los dedos, dejó atrás el palacio y abandonó el pueblo por la carretera de Reims. El sol de la tarde se reflejaba en el asfalto, que parecía proyectarlo directamente a sus ojos. Solía tener jaqueca inmediatamente después de un interrogatorio. En una hora, estaría ciego e indefenso. Tenía que llegar al hotel antes de que el ataque alcanzara el punto crítico. Reacio a pisar el freno, hacía sonar el claxon constantemente para dispersar a las cuadrillas de peones que regresaban a casa con paso cansino. Las caballerías se encabritaban, y un carro se salió de la calzada y cayó a la cuneta. Diether tenía los ojos arrasados en lágrimas a causa del dolor y empezaba a sentir náuseas.

Llegó a Reims sin contratiempos de puro milagro. Se dirigió hacia el centro a toda prisa y, más que aparcar, abandonó el coche ante el hotel Frankfort. Entró en el vestíbulo y subió a la suite como pudo.

Stéphanie comprendió lo que ocurría de inmediato. Mientras Diether se quitaba la guerrera y la camisa del uniforme, sacó el botiquín de su maleta y preparó una inyección de morfina. Diether se derrumbó en la cama, y ella le inyectó la droga en el brazo. Dejó de sentir el dolor casi al instante. Stéphanie se acostó a su lado y le acarició el rostro con las yemas de los dedos.

Al cabo de unos instantes, Diether cayó en un profundo sueño.

10

Flick ocupaba una habitación con derecho a cocina en el ático de un viejo caserón de Bayswater. Si caía una bomba, atravesaría el tejado e iría a parar a su cama. Pasaba poco tiempo allí, aunque no por miedo a las bombas, sino porque la vida estaba en otra parte, en Francia, en el cuartel general del Ejecutivo o en uno de sus centros de adiestramiento en el campo. Flick tenía pocos objetos personales en el cuarto: una foto de Michel tocando la guitarra, una estantería con obras de Flaubert y Moliére en francés, un paisaje de Niza a la acuarela, que había pintado a los quince años… El pequeño baúl tenía tres cajones llenos de ropa y otro, de armas y munición.

Cansada y triste, Flick se desnudó, se tumbó en la cama y se puso a hojear un ejemplar de Parade. El miércoles, un contingente de mil quinientos aviones había bombardeado Berlín, leyó. Costaba imaginárselo. Intentó ponerse en el lugar de los habitantes de la capital alemana, y no pudo por menos de recordar un cuadro medieval del Infierno, lleno de gente desnuda que ardía viva bajo un diluvio de fuego. Volvió la página y leyó un reportaje absurdo sobre gente que vendía «cigarrillos V» como auténticos Woodbine.

No podía quitarse de la cabeza el desastre de la víspera. Volvía a presenciar los hechos como si estuvieran ocurriendo ante sus ojos, y se le ocurrían docenas de decisiones diferentes a las que había tomado, que los habrían conducido a la victoria en lugar de a la derrota. Además de perder aquella batalla, temía estar perdiendo a su marido, y no pudo evitar preguntarse si no existiría alguna relación entre ambas cosas. Si era una mala jefa y una mala esposa, debía de tener algún defecto profundamente arraigado en su carácter.

Y ahora que habían rechazado su plan alternativo, ni siquiera le quedaba la posibilidad de enmendar sus errores. La muerte de un puñado de hombres y mujeres valientes no habría servido para nada.

Al cabo de un rato, cayó en un agitado duermevela. La despertaron unos golpes en la puerta.

—¡Flick! ¡Al teléfono! —gritó una voz.

Era una de las chicas del piso de abajo.

El reloj de la estantería marcaba las seis.

—¿Quién es? —preguntó.

—Alguien del trabajo.

—Dile que voy enseguida.

Se puso la bata. Dudando si eran las seis de la tarde o de la madrugada, se asomó a la pequeña ventana. El sol empezaba a declinar hacia las elegantes terrazas de Ladbroke Grove. Echó a correr escaleras abajo, hacia el teléfono del vestíbulo.

—Siento haberte despertado —oyó decir a Percy Thwaite.

—No tiene importancia.

Siempre la alegraba oír la voz de Percy al otro lado del teléfono. Había acabado apreciándolo sinceramente, a pesar de que cada misión que le encomendaba era más peligrosa que la anterior. Dirigir a un equipo de agentes era un trabajo doloroso, que algunos sobrellevaban fingiendo encajar con flema la muerte o la captura de sus subordinados. Percy nunca lo hacía. Sentía cada pérdida como propia. En consecuencia, Flick estaba segura de que nunca la haría correr un riesgo innecesario. Confiaba plenamente en él.

—¿Puedes venir a Orchard Court?

Flick se preguntó si sus superiores habrían reconsiderado su plan para inutilizar la central telefónica, y el corazón le dio un vuelco de esperanza.

—¿Ha cambiado Monty de opinión?

—Me temo que no. Pero necesito que pongas al corriente a alguien.

Flick se mordió el labio tratando de reprimir su decepción.

—Llegaré en unos minutos.

Se vistió a toda prisa y cogió el metro hasta Baker Street. Percy la estaba esperando en el piso de Portman Square.

—He conseguido un operador de radio. No tiene experiencia, pero ha hecho el cursillo. Lo mandaré a Reims mañana mismo.

Flick se volvió hacia la ventana con preocupación para echar un vistazo al cielo, como cualquier agente en cuanto se mencionaba un vuelo. Percy tenía las cortinas corridas por seguridad. No obstante, Flick sabía perfectamente que el tiempo era favorable.

—¿A Reims? ¿Por qué?

—Hoy no hemos tenido noticias de Michel. Necesito saber qué queda del circuito Bollinger.

Flick asintió. Pierre, el radiooperador, había participado en el asalto al palacio. Si no había muerto, lo más probable era que lo hubieran capturado. Puede que Michel hubiera recuperado su transmisor, pero ni sabía utilizarlo ni conocía los códigos.

—¿Por qué tanta prisa?

—Durante los últimos meses les hemos enviado toneladas de explosivos y munición. Quiero que los utilicen. La central telefónica es nuestro principal objetivo, pero no el único. Aun en el caso de que sólo quedaran Michel y un par de hombres, serían suficientes para volar tramos de vía, cortar el tendido telefónico y abatir centinelas… Todo nos sirve. Pero no puedo ordenárselo si no tengo comunicación con ellos.

Flick se encogió de hombros. Para ella, el único objetivo que contaba era el palacio. Lo demás era calderilla. Pero, qué demonios…

—Lo pondré al corriente, desde luego.

Percy la miró detenidamente.

—¿Cómo estaba Michel? —preguntó tras un instante de vacilación—. Aparte de la herida, quiero decir.

—Bien. —Flick hizo una pausa. Percy no le quitaba ojo. No podía engañarlo, la conocía demasiado bien. Al cabo, soltó un suspiro y murmuró—: Hay otra chica.

—Me lo temía.

—No sé si queda algo de mi matrimonio —confesó Flick con amargura.

—Lo siento.

—Me sentiría mejor si pudiera decirme que he hecho un sacrificio útil, que he dado un golpe decisivo para nuestra causa, que he contribuido al éxito de la invasión…

—Has hecho más que la mayoría en los últimos dos años.

—Pero en las guerras no hay premio de consolación, ¿verdad?

—No.

Flick se puso en pie. Agradecía la afectuosa comprensión de Percy, pero no quería compadecerse de sí misma.

—Más vale que hable con el nuevo operador.

—Nombre en clave Helicóptero. Te espera en el estudio. Me temo que está un poco verde, pero es valiente.

Flick estaba sorprendida.

—Si no está preparado, ¿por qué lo mandan? Podría poner en peligro a los demás.

—Como tú misma dijiste, ésta es la hora de la verdad. Si la invasión fracasa, habremos perdido Europa. Tenemos que echar toda la carne en el asador, porque no habrá segunda oportunidad.

Flick asintió con tristeza. Percy le había dado la vuelta a su argumento. Pero tenía razón. La única diferencia era que, en aquel caso, las vidas en peligro incluían la de Michel.

—Muy bien —dijo—. Más vale que empiece cuanto antes.

—Está deseando verte.

—¿A mí? —preguntó Flick frunciendo el ceño—. ¿Y eso?

Percy sonrió divertido.

—Ve y lo comprobarás.

Flick salió del cuarto de estar, que Percy había convertido en su despacho, y avanzó por el pasillo. La secretaria, que estaba escribiendo a máquina en la cocina, le señaló la puerta del estudio. Flick se detuvo ante ella. «No tiene vuelta de hoja —se dijo—. Tienes que dejarte de lamentaciones, seguir trabajando y confiar en que acabarás olvidando.»

Flick entró en el estudio, una habitación pequeña con una mesa cuadrada y un puñado de sillas de distintos juegos. Helicóptero, un chico blancucho de unos veinte años, vestía traje de tweed a cuadros mostaza, naranja y verdes. Se le notaba a la legua que era inglés. Afortunadamente, antes de que subiera al avión le proporcionarían ropa que le permitiría pasar inadvertido en Francia. El Ejecutivo tenía sastres y modistas franceses que confeccionaban ropa de estilo continental para los agentes (luego se pasaban horas dándoles aspecto de prendas baratas y usadas para que no llamaran la atención). Lo que no tenía remedio era el cutis lechoso y el pelo rubio rojizo de Helicóptero; sólo cabía esperar que a la Gestapo le diera por pensar que era medio alemán.

Flick se presentó, y el chico se limitó a responder:

—Sí, de hecho ya nos conocíamos.

—Lo siento, no te recuerdo.

—De hecho, mi hermano Charles fue compañero suyo en Oxford.

—Charlie Standish… ¡Claro!

Flick recordó a otro muchacho de piel blanquecina aficionado a los trajes de tweed, más alto y delgado que Helicóptero, aunque probablemente no más listo: no había conseguido licenciarse. No obstante, Charlie hablaba francés con soltura, lo que había contribuido a su amistad con Flick.

—De hecho, en una ocasión estuvo usted en nuestra casa de Gloucester.

Efectivamente, hacía unos diez años, había pasado un fin de semana en aquella casa de campo, y se acordaba de los padres de Charlie y Helicóptero, un inglés afable y una francesa muy chic. Charlie tenía un hermano pequeño, Brian, un adolescente vergonzoso que aún llevaba pantalones cortos y estaba entusiasmado con su cámara de fotos nueva. Habían hablado poco, pero Flick aún recordaba que el chico se la comía con los ojos.

—¿Y qué ha sido de Charlie? No he vuelto a verlo desde la universidad.

—De hecho, murió —murmuró Brian, repentinamente afligido—. En el cuarenta y uno. De hecho, lo mataron en el jjj… jodido desierto.

Flick temió que se echara a llorar.

—No sabes cuánto lo siento, Brian —dijo cogiéndole una mano y sosteniéndola entre las suyas.

—Es usted muy amable —murmuró el chico y, tragando saliva, intentó animarse—. Yo sí que la he visto a usted después de aquello. Dio una charla a mi clase de aspirantes a agentes. No tuve oportunidad de hablar con usted al final.

—Espero que os fuera de utilidad.

—Nos habló de los traidores dentro de la Resistencia y de lo que hay que hacer con ellos. «Es muy sencillo —dijo—. Cogéis al hijo de puta, le ponéis el cañón de la pistola en la nuca y le pegáis dos tiros.» De hecho, nos puso mal cuerpo a todos.

El chico la miraba con adoración, y Flick comprendió el regocijo de Percy. Brian seguía comiéndosela con los ojos. Se apartó de él y se sentó al otro lado de la mesa.

—Bueno, más vale que empecemos. Ya sabes que vas a establecer contacto con un circuito de la Resistencia que ha sufrido un serio revés.

—Sí, tengo que averiguar cuántos hombres quedan y qué pueden hacer, si es que pueden hacer algo.

—Es probable que algunos fueran capturados durante la operación de ayer y estén siendo interrogados por la Gestapo en estos precisos momentos. Tendrás que andarte con ojo. Tu contacto en Reims es una mujer cuyo nombre en clave es Burguesa. Todos los días a las once de la mañana va a rezar a la cripta de la catedral. Generalmente está sola, pero, si hubiera otras personas, recuerda que irá calzada de forma extraña, con un zapato negro y otro marrón.

—Es fácil de recordar.

—Te acercas y le dices: «Rece por mí». Ella responderá: «Rezo por la paz». Ésa es la contraseña. —Brian repitió las frases—. Te llevará a su casa y te pondrá en contacto con el jefe del circuito Bollinger, cuyo nombre en clave es Monet. —Estaba hablando de su marido, pero Brian no necesitaba saberlo—. No menciones la dirección o el verdadero nombre de Burguesa ante ningún miembro del circuito; por razones de seguridad, es mejor que no lo sepan.

La propia Flick había ideado el dispositivo de seguridad y reclutado a la intermediaria. No la conocía ni el propio Michel.

—Entendido.

—¿Quieres preguntarme algo?

—Seguro que hay cientos de cosas, pero ahora mismo no se me ocurre ninguna.

Flick se levantó y rodeó la mesa para estrecharle la mano.

—Entonces, buena suerte.

El chico le retuvo la mano.

—Nunca olvidaré aquel fin de semana que pasó en casa —dijo—. Seguro que me porté como un memo, pero fue muy amable conmigo.

—Eras un chico estupendo —respondió Flick con una sonrisa.

—La verdad es que me enamoré de usted.

Le habría gustado obligarlo a soltarle la mano y salir del estudio, pero al pensar que el chico podía morir al día siguiente se dijo que no podía ser tan cruel.

—Me siento muy halagada —dijo procurando mantener un tono amistoso y ligero.

Fue un error: Brian iba en serio.

—Me preguntaba… ¿Le importaría… sólo para desearme suerte… darme un beso?

Flick vaciló. «Joder!», murmuró para sus adentros. Se puso de puntillas y acercó sus labios a los del chico. Se los rozó durante apenas un segundo y se apartó. Brian se quedó arrobado. Flick le dio una palmadita en la mejilla.

—No dejes que te maten, Brian —dijo, y salió.

Cuando llegó al cuarto de estar, Percy tenía una pila de libros y varios montones de fotografías sobre el escritorio.

—¿Ya está? —le preguntó el hombre.

Flick asintió.

—Como agente secreto deja mucho que desear, Percy.

Thwaite se encogió de hombros.

—Es valiente, habla francés como un parisino y sabe apuntar un arma.

—Hace dos años lo hubieras devuelto al ejército.

—Cierto. Ahora voy a mandarlo a Sandy. —En un caserón del pueblo de Sandy, cerca del aeródromo de Tempsford, Brian se disfrazaría de francés y recibiría la documentación falsa necesaria para pasar los controles de la Gestapo y comprar comida—. Mientras lo acompaño a la puerta, echa un vistazo a esta colección de angelitos, ¿quieres? —le pidió Percy señalando las fotos del escritorio—. Son todos los retratos de oficiales alemanes de que dispone el MI6. Si el hombre al que viste en la plaza de Sainte-Cécile está entre ellos, me gustaría saber su nombre —añadió, y salió de la habitación.

Flick cogió uno de los libros. Era el anuario de una academia militar, y contenía un par de centenares de fotos del tamaño de sellos de cadetes recién graduados. Había más de una docena de libros idénticos, y varios centenares de fotografías sueltas.

No quería pasarse la noche mirando fotos de alemanotes, así que trató de acotar el terreno. El hombre de la plaza aparentaba unos cuarenta. Se habría graduado a los veintidós, más o menos, es decir, hacia 1926. Ninguno de los anuarios era tan viejo.

Optó por echar un vistazo a las fotografías sueltas. Mientras las miraba, se esforzó en recordar el aspecto del desconocido con la mayor fidelidad. Era bastante alto y vestía con elegancia, pero eso no habría quedado reflejado en una foto. Tenía el pelo negro y espeso, recordó Flick, y, aunque estaba recién afeitado, parecía tener barba cerrada. Volvió a ver sus ojos negros, las claras líneas de las cejas, la nariz recta, la barbilla cuadrada … Todo un galán de película.

Las fotos habían sido tomadas en las situaciones más dispares. Algunas eran recortes de periódico que mostraban a oficiales estrechando la mano de Hitler, pasando revista a tropas u observando tanques o aviones. Otras debían de haber sido hechas por espías. Tomadas desde coches o ventanas, o en medio de la multitud, mostraban a los sujetos en situaciones cotidianas, comprando, hablando con niños, llamando a un taxi, encendiendo una pipa…

Las iba pasando y dejando a un lado tan rápido como podía. Cada vez que veía a un oficial moreno la asaltaban las dudas. Pero ninguno era tan atractivo como el hombre de la plaza. Descartó la foto de un individuo con uniforme de policía. Miró otras dos y volvió atrás. El uniforme la había despistado, pero, tras escrutar los rasgos del policía detenidamente, se dijo que era él.

Miró el reverso de la foto. Habían pegado un trozo de papel escrito a máquina:

FRANCK, Diether Wolfgang, en ocasiones «Frankie»; nacido en Colonia, 3 de junio de 1904; Universidad Humboldt, Berlín (no licenciado), y Academia de Policía de Colonia; casado en 1930, Waltraud Loewe, niño y niña; superintendente, Departamento de Investigación Criminal, Policía de Colonia, hasta 1940; mayor, servicio secreto, Afrika Korps, hasta ?

Estrella del contraespionaje de Rommel, se le considera un hábil interrogador y un torturador despiadado.

Flick se estremeció al pensar en lo cerca que había estado de un sujeto tan poco recomendable. Un experimentado detective de la policía alemana que había puesto sus talentos al servicio del contraespionaje militar era un enemigo temible. Al parecer, el hecho de tener mujer y dos hijos en Colonia no le impedía estar liado con una francesa en su lugar de destino.

Percy entró en el despacho. Flick le tendió la foto.

—Ahí tienes a tu hombre.

—¡Diether Franck! —exclamó Percy asombrado—. Conocemos sus andanzas. Qué interesante… Por lo que oíste de su conversación con el mayor de la Gestapo, Rommel debe de haberle encomendado la lucha contra la Resistencia. —Thwaite tomó nota en una libreta—. Más vale que se lo comunique al MI6, ya que nos han prestado las fotos.

Se oyeron unos golpecitos en la puerta, y la secretaria de Percy asomó la cabeza.

—Tiene una visita, coronel Thwaite —dijo la chica con una sonrisa coqueta. El paternal Percy no solía causar semejante efecto en las secretarias, así que Flick supuso que la visita debía de ser un hombre atractivo—. Un norteamericano —añadió.

Eso lo explicaba todo, se dijo Flick. Los yanquis eran el no va más de la masculinidad, al menos para las secretarias.

—¿Quién le ha dado esta dirección? —le preguntó Percy perplejo, pues Orchard Court era un lugar confidencial.

—Se ha presentado en el 64 de Baker Street y lo han mandado aquí.

—Mal hecho. Debe de ser muy persuasivo. ¿Quién es?

—El mayor Chancellor.

Percy miró a Flick, que seguía en las nubes. No conocía a ningún Chancellor, militar o no. De pronto, cayó en la cuenta: el arrogante mayor que había sido tan grosero con ella esa misma mañana, en la escuela de Monty.

—El que faltaba… —murmuró con fastidio—. ¿Qué quiere ahora?

—Hágalo pasar —dijo Percy.

Paul Chancellor apareció en el umbral. Caminaba con una ligera cojera, que Flick no había advertido por la mañana. Debía de agudizársele a medida que pasaban las horas. Tenía un rostro agradable, de nariz grande y barbilla prominente, muy norteamericano. Las escasas probabilidades de que alguien lo considerara guapo se habían esfumado con su oreja izquierda, de la que apenas conservaba el tercio inferior, poco más que el lóbulo. Flick supuso que era un recuerdo de la guerra.

—Buenas tardes, coronel. Buenas tardes, mayor —dijo Chancellor tras el saludo reglamentario.

—Las formalidades militares están de más en el Ejecutivo, Chancellor. Por favor, tome asiento. ¿Qué lo trae por aquí?

El norteamericano acercó una silla y se quitó la gorra de uniforme.

—Me alegro de encontrarlos juntos —empezó diciendo—. Me he pasado el día dándole vueltas a nuestra conversación de esta mañana —aseguró, y esbozó una sonrisa modesta—. Aunque he de confesar que una parte la he pasado tratando de idear comentarios ingeniosos que hubieran hecho mucho efecto en su momento. —Flick sonrió a su pesar. Ella había estado haciendo lo mismo—. Coronel Thwaite —siguió diciendo Chancellor—, esta mañana ha sugerido usted que el MI6 podía no haber contado toda la verdad sobre el ataque a la central telefónica, y sigo sin entenderlo. El hecho de que la mayor Clairet, aquí presente, me tratara con tan poca educación no quita que su versión de lo ocurrido merezca todos mis respetos.

Flick, que hacía un instante estaba medio dispuesta a perdonarlo, saltó de inmediato:

—¿Maleducada? ¿Yo?

—Cierra el pico, Flick —la atajó Percy.

Flick calló de inmediato.

—De modo que he pedido su informe, coronel. Por supuesto, la petición la ha hecho la oficina de Monty, no yo personalmente, así que la motociclista del FANY nos lo ha traído al cuartel general sin perder un segundo.

Flick tuvo que admitir que no tenía un pelo de tonto y sabía mover los resortes de la maquinaria militar. Puede que fuera un cerdo arrogante, pero merecía la pena tenerlo como aliado.

—Cuando lo he leído, he comprendido que la causa fundamental de la derrota fue la inexactitud de la información.

—¡Que nos proporcionó el MI6! —exclamó Flick indignada.

—Sí, ya me he dado cuenta —dijo Chancellor en tono levemente sarcástico—. Está claro que Fortescue intentaba ocultar la incompetencia de su departamento. No soy militar de carrera, pero mi padre sí lo es, de modo que no me sorprenden las jugarretas de los burócratas del ejército.

—¿No será usted hijo del general Chancellor? —le preguntó Percy.

—Así es.

—Continúe, por favor.

—El MI6 no se habría salido con la suya si el jefe del EOE hubiera asistido a la reunión de esta mañana para dar su versión de los hechos. Es mucha casualidad que lo llamaran a consulta a última hora.

Percy parecía no compartir sus sospechas.

—Lo convocó el primer ministro. No creo que el MI6 pueda arreglar algo así.

—Churchill no asistió a la reunión. Lo sustituyó un asesor de Downing Street. Y le aseguro que todo ha sido un montaje del MI6.

—¡Maldita sea! —exclamó Flick colérica—. ¡Qué hatajo de mal nacidos!

—Lástima que no sean tan listos para captar información del enemigo —murmuró Percy.

—También he estudiado en detalle su plan, mayor Clairet —siguió diciendo Chancellor—. Lo de apoderarse del palacio subrepticiamente, con un grupo de agentes disfrazadas de limpiadoras, es arriesgado, desde luego, pero podría funcionar.

¿Quería eso decir que volverían a considerarlo? Flick ni siquiera se atrevía a preguntarlo, pero el coronel Thwaite miró a Chancellor con calma y lo hizo por ella:

—Entonces, ¿qué piensan hacer al respecto?

—Casualmente, cené con mi padre anoche. Le conté toda la historia y le pregunté qué debía hacer el asesor de un general en semejantes circunstancias. Estábamos en el Savoy.

—¿Y qué respondió? —preguntó Flick impaciente; le importaba un bledo en qué restaurante habían cenado.

—Que debía acudir a Monty y decirle que habíamos cometido un error. —Chancellor hizo una mueca—. Toda una papeleta. A los generales les cuesta rectificar. Pero a veces hay que hacerlo.

—¿Y lo hará? —preguntó Flick esperanzada.

—Ya lo he hecho.

—¡Vaya, está claro que no le gusta perder el tiempo! —exclamó Thwaite sorprendido.

Flick contuvo la respiración. Apenas podía creer que, cuando estaba a punto de arrojar la toalla, hubieran decidido darle la segunda oportunidad que tanto ansiaba.

—Monty se mostró bastante receptivo, al final.

Flick se moría de impaciencia.

—Por amor de Dios, ¿qué opina de mi plan?

—Lo ha autorizado.

—¡Gracias, Dios mío! —exclamó Flick levantándose de un salto—. ¡Otra oportunidad!

—¡Espléndido! —dijo Percy.

Chancellor alzó una mano en un intento de atemperar su entusiasmo.

—Dos cosas más. La primera puede que no les guste. Me ha puesto al mando de la operación.

—¿A usted? —se asombró Flick.

—¿Por qué? —preguntó Percy.

—No les recomiendo que pidan explicaciones a Monty cuando les dé una orden. Siento decepcionarlos. El general confía en mí, a diferencia de ustedes.

Percy se encogió de hombros.

—¿Cuál es la segunda condición? —preguntó Flick.

—Tenemos menos tiempo del que solicitaban. No puedo revelarles la fecha de la invasión, entre otras cosas porque no es definitiva. Pero sí que tendremos que cumplir nuestra misión deprisa. Si no han alcanzado su objetivo a medianoche del próximo lunes, puede que sea demasiado tarde.

—¡El próximo lunes! —exclamó Flick.

—Sí —dijo Chancellor—. Tenemos exactamente una semana.