CAPÍTULO I

No han pasado ni dos días y ya estamos montados en el avión rumbo a España. Apenas he podido dormir desde que decidimos irnos. No le tengo miedo al avión, llevo muchas horas viajadas en estos trastos, y muchas giras mundiales para que sea por eso. Estoy nervioso, agitado, exaltado como no recuerdo haberlo estado por ningún viaje. Draven me ayudó a prepararlo todo, y creo que eso es un buen síntoma, un buen comienzo. No he podido dormir, pero no por estar dándole vueltas al tema de nuestras cosas en común, sino a todo lo que vamos a poder hacer y construir entre los dos. Me he dado cuenta de que me moría de ganas por hacer algo así con Chris, algo que enriquezca más nuestra relación y que nos permita conocernos aún más a fondo… algo que nos fortalezca.

Por eso quería que escogiera algo que le gustase de verdad. Al tantearle, entendí que ninguna de las propuestas que tenía en mente le entusiasmaba. En ellas había más oferta cultural que de ocio, y Draven siempre ha sido un aventurero: sé que le gusta bucear, el surf, el montañismo, la escalada y todo lo que conlleve un riesgo y un notable subidón de adrenalina, así que comencé a pensar en destinos donde pudiéramos hacer cosas que nos gustasen a los dos para que ninguno tuviera que sacrificarse por el otro… porque eso es un coñazo, y no quiero este viaje para que Chris haga sacrificios, ni para hacerlos yo. Quiero compartirlo todo con él.

La verdad es que si hubiera elegido sin pensar en él estaríamos rumbo a Venecia, pero la idea de estar flipando solo y saber que Draven se aburriría a los dos días no me gustaba. Quiero que ambos disfrutemos de esto, esa es la razón por la que estamos volando a España. No es que no quiera conocer el país o me parezca un mal destino, de hecho es ideal para encontrar las cosas que los dos buscamos, así que estoy seguro de que no nos aburriremos y de que ha sido una decisión acertada.

Una buena decisión para ambos.

Y lo cierto es que me muero por llegar. No sé cómo voy a aguantar las horas que nos quedan por delante, pero estar en primera clase, el mp3 y tener acceso ilimitado al bar nos pone las cosas fáciles.

—No sé si podremos sobrevivir con lo que sabes de español.

—Anoche dijiste que lo importante era llevar crema protectora, ¿no? —Se ríe con sorna. Me he llevado dos botes de crema solar de factor cincuenta, me gusta ir preparado, pero a Draven todo eso le parece muy gracioso. También que haya ordenado la ropa por colores y tamaños—. Confía en mí, me manejo bastante bien. Y a las malas, el Google Traductor hablará por nosotros, con su voz de androide puesta de speed.

El camarero llega con nuestras bebidas y me tiende mi San Francisco. Draven coge su cerveza y se descojona.

—¿Un San Francisco, tío? ¿En serio? No has encontrado una bebida más marica, ¿no?

—Pues lo he pedido en tu honor.

Levanto mi copa con el borde lleno de azúcar rosa y brindo con su cutre-cerveza.

Sí, creo que ha sido la mejor decisión.

Los viajes en avión con la banda siempre han acabado siendo una juerga, al menos los de ida,

cuando aún teníamos los niveles de energía a tope y no éramos zombies deseando llegar a casa y morir tres días para resucitar al tercero como Jesucristo. Normalmente Draven tiene mucho que ver en ello, no es capaz de quedarse quieto más de dos horas seguidas en un asiento, por eso no me extraña cuando se levanta y comienza a merodear por el avión, después de tres cervezas y una larga conversación sobre la música psicotrópica de los setenta y su relación con la decoración de la casa de nuestras abuelas.

Si hay algo que me fascina de él es la capacidad que tiene para entablar conversación con cualquiera. Chris detesta el aburrimiento, y todo le acaba aburriendo en algún momento, siempre necesita moverse o cambiar la atención de lugar. Esa inquietud y su manera de ser, abierta y sociable, hacen que acabe montando una fiesta allá donde va. Y esta no iba a ser una excepción. A las tres horas de vuelo ya está invitando a varios de la primera clase a cervezas y preguntándoles dónde van a ir de vacaciones. A las cinco horas están comiendo con nosotros y ya saben que tocamos en los Masters of Darkness, por suerte no hay ningún fan en el área, porque no se escuchan gritos. A las siete horas ya tenemos varias invitaciones a pasar un fin de semana en varios puntos de los Estados Unidos. A las ocho horas nos han pedido autógrafos para sus hijas, aunque sospecho que son para ellos. En algún momento me quedo dormido sin darme cuenta, escuchando el parloteo de mi novio con unos desconocidos de fondo, sobre la música que suena en mi mp3.

No sé el tiempo que ha pasado cuando Draven me despierta, pasando por delante de mí en el asiento y dejándose caer en el suyo.

—Son unos carrozas y aquí no dejan poner la música alta. Los de la fila del fondo se han quejado.

Deberíamos haberle pedido a Crowley un vuelo privado.

—Para que nos enviase volando de una patada.

—Habría sido más interesante que esto. Los de clase turista se enrollan más.

—¿Has estado en la clase turista?

—Sí, me he marcado un par de temas. Ha estado bien.

—¿Con tu bajo imaginario? —pregunto adormilado.

—Eh tío, ahora también canto. Y le he dado a la air guitar, yo y media tripulación.

—Estás loco… —me río—. ¿Por qué no me has despertado? Me habría gustado ir a reírme de ti.

—Ya, a reírte, seguro. —Me mira y sonríe de medio lado, con uno de esos gestos suyos, sobrados de sí mismo. El muy capullo sabe que me puede con su maldito sex-appeal, y hasta tocando una guitarra imaginaria me habría gustado—. Además, me has dado pena. Deberías verte durmiendo…

pareces un cachorro de foca.

—¿De foca? Joder…

La voz del piloto anunciando la llegada a la terminal T4 de Madrid nos asalta de pronto, y a Draven se le iluminan los ojos como a un preso ante la puerta de salida de la prisión.

—¿Ves? Y has tenido suerte, a ti se te ha hecho más corto. Salgamos ya de este infierno.

—Sabes que aún nos quedan tres horas de tren, ¿no?

—Joder, no seas aguafiestas.

 

El tren no ha sido para tanto. Lo peor fue encontrarlo después de habernos perdido en la T4, pero finalmente, y tras más de quince horas de viaje y una hora en un coche previamente alquilado, llegamos al pueblo costero en cuestión.

El viaje hasta aquí ha sido extraño, España es un país pequeño si lo comparas con Estados Unidos, pero el paisaje cambia radicalmente, de montañas y bosques a campos llanos salpicados de molinos, y de estos a la aridez de una zona costera demasiado explotada para el turismo. He de reconocer que al bajar del tren sentí cierta decepción, pero a medida que nos acercábamos a Altea, el destino elegido, mi ánimo fue recuperándose. Draven, no obstante, ha ido todo el viaje flipando por la ventanilla mientras yo conducía.

Cuando bajamos del coche está ya anocheciendo, pero el cielo aún clarea. No hay un solo rastro de nubes y huele a salitre. Hemos aparcado el coche en una avenida. Este lugar no tiene orden ni concierto. Me recuerda en cierta manera a las villas italianas: las calles se han ido construyendo según la necesidad a partir del casco histórico, sin demasiado espacio, y son estrechas y abigarradas.

En esta zona son edificios modernos y sin demasiado encanto, pero el pueblo antiguo se extiende a partir de la falda de un montículo dominado por las dos cúpulas azules de una antigua iglesia. Las casas de paredes blancas se apiñan en la ladera, cubriéndola al completo, y callejuelas llenas de escaleras y pavimentadas de piedras de playa suben zigzagueando hasta lo alto de la villa, adornadas de flores y hiedras que aquí y allá brotan y se extienden por las paredes y las ventanas enrejadas de las antiguas casas de pescadores y artesanos.

—¿Sabes que aquí hay una universidad de artes?

—¿Ah, sí? Pues parece una aldea.

—Lo es, pero siempre ha sido punto de encuentro de artistas. Ya lo verás, he leído que adornan las calles y que en cualquier esquina puedes encontrarte alguna obra de arte.

—Lo que estoy viendo es que vamos a tener que subir a pulso las maletas por aquí.

Cuando me doy cuenta de lo empinadas que son las calles y de que nuestro hotel está en el casco histórico dejo escapar un suspiro, pero sonrío.

—Bueno, se nos pondrá el culo duro.

—Yo creo que nuestros culos están bien como están —responde Draven mientras carga con las maletas. Le quito la mía de las manos—. Sobre todo el tuyo. No necesita ni más ni menos.

A medida que subimos se escucha la música de los garitos que aquí y allá se abren a las calles. Las tiendas están abiertas; en los pequeños escaparates, apenas de la anchura de una ventana, se exhiben joyas hechas a mano, orfebrería, toda clase de suvenires —desde los más típicos y casposos a los más modernos y originales—, y ropa de aire playero y hippie. Hay pequeñas banderas de colores adornando la calle de un lado a otro y de vez en cuando encontramos cosas extrañas, como un marco de color azul cielo colgando en medio de la nada, o una calle sobre la que penden paraguas.

—Por lo visto además de artistas, también vienen muchos juerguistas. —Draven se fija más en los bares que vamos dejando atrás, en cuyo interior suena la música. En algunas calles la gente ya está sentada y pidiendo la cena en mesas decoradas con velas y flores secas, otros beben sentados en las barras de estrechos locales—. Me parece que este sitio me va a gustar, sí. Nos lo vamos a pasar de puta madre.

Sonrío y consulto el GPS del móvil para comprobar la dirección del hotel. Con las maletas a cuestas se hace difícil el ascenso y las más de quince horas de viaje comienzan a pasar factura, pero finalmente, y tras haber girado dos veces por una calle equivocada, encontramos el hotel.

—¿Qué te parece? —le pregunto mientras me acerco a la puerta.

—Que podemos dar gracias si hay timbre.

—No seas cazurro.

Draven se me adelanta y llama con el antiguo llamador de metal con forma de mano sosteniendo una esfera que cuelga de la puerta.

—Así es mucho más auténtico. ¿Nos abrirá Don Quijote?

—Don Quijote era de La Mancha, de donde los molinos.

—Eres un listillo, ¿eh? Si no estuviera tan hecho polvo te daría una colleja.

—Ya me la darás cuando recuperes fuerzas, machote.

—No pienso malgastar energías dándote una colleja pudiendo hacer otras cosas en este entorno tan rústico.

Cuando abren al otro lado, la señora que nos recibe se encuentra de frente con la sonrisa de sátiro de Draven.

—Buenas noches, señorita —dice él en español.

—Buenas noches. Estábamos esperándoles, ¿cómo ha ido vuestro viaje? —dice la señora en un perfecto inglés. Luego nos hace un gesto amable para que pasemos.

—Un coñazo —responde él.

—Muy bien, muchas gracias —lo arreglo yo.

Acabo de darme cuenta de que Draven hablando español me parece absurdamente atractivo, más de lo que me lo parece normalmente.

Así que… cada vez estoy más cómodo con este destino.

***

No es lo que me esperaba. Hemos pasado dos días a piñón preparando este viaje y aun así, no me

imaginaba que España fuera tan… no sé. Impresionante. Mágica. Desde que bajamos del avión en Madrid y me quedé con las ganas de ver la ciudad, hasta que cogimos el coche alquilado en Alicante todo fue un flipe. Los españoles no llevan sombrero mejicano, por cierto. Grimm ya me había avisado de que eso era una pamplina y me había explicado las diferencias entre mexicanos, argentinos, guatemaltecos, chilenos, españoles, colombianos y… bueno, un montón de gente que yo no sabía ni que existía. Me sentí realmente mal por mi ignorancia, sobre todo porque tengo amigos latinos en Los Ángeles, pero no sé. Nunca me había interesado su origen ni sus culturas.

Entramos en la habitación, sencilla pero lujosa, que Grimm eligió por internet. El balcón está abierto, una brisa cálida entra al dormitorio, que huele bien, a flores o algo así, supongo. Desde aquí se ve todo el pueblo. Es bonito, pequeño, pero… no se parece a nada que haya visto antes, la verdad.

Tal vez un poco a Grecia.

—No voy a deshacer las maletas. Creo que paso.

Oigo el sonido del colchón cuando Grimm se deja caer en él. Aparto la vista del paisaje para mirarle.

En serio, no lo entiendo.

Quince horas de viaje y sigue estando guapo. ¿Cómo lo hace? Creo que nunca he visto a Grimm con mala cara.

Sus ojos verdes se fijan en mí. Por un momento había creído que no iba a poder cumplir esta noche, pero me equivocaba. Puede que no tenga muchas fuerzas, pero la voluntad está por encima de todo, ¿ok?, y con esa mirada lánguida y esa forma que tiene de juguetear con los flecos de los cojines… Dios, ya estoy mirándole la boca.

—¿Tienes hambre? —me pregunta.

—Sí —respondo sin pensar. La voz me sale un poco ronca.

—Si quieres, puedo llamar al servicio de habitaciones y pedir la c…

No le dejo terminar. Me abalanzo hacia él y le acorralo sobre el colchón, besándole desesperadamente. Las maletas están tiradas por el suelo y el balcón sigue abierto, pero he pasado demasiadas horas, demasiadas, sin tocarle por debajo de la ropa, sin beberme su saliva, sin…

—Espera… espera…

—¿Qué?

Me aparto. Le miro. Él se baja la camiseta, respirando con dificultad. ¿Qué ocurre? Sé que lo desea, lo quiere tanto como yo. Lo veo en sus ojos, en la forma en que se contiene. ¿Por qué se está conteniendo?

—No me… no me refería a esto.

—Ya. ¿Qué pasa, es que no quieres?

—No, no es eso… es solo que… bueno, tenemos muchos días por delante. ¿Podemos tomárnoslo con más calma?

Levanto la ceja. No entiendo una mierda. ¿Tomarlo con calma? Él tiene las manos en mi pecho, me mantiene a distancia. Parece costarle mucho trabajo, pero aún así lo hace. Me echo hacia atrás y me siento en el borde de la cama, pensativo.

—Vale… entonces… no sé si lo he entendido. ¿Quieres, o no?

—Sí, pero no tiene que ser ahora… Podemos… —Se levanta de pronto, mira alrededor, como buscando algo—. Podemos cenar en el balcón. ¿Qué te parece? Y después, salir a dar un paseo.

Sus ojos verdes brillan con confusión. Joder, si él está confuso, ¿entonces yo qué? Al manicomio conmigo, ¿no? Porque no entiendo nada y me está volviendo loco.

De todos modos, asiento con la cabeza.

—Sí, vale. Como quieras.

—Tú también tienes que querer.

Otra vez lo mismo, joder. Pues no, en realidad quiero besarle y meterme con él debajo de las sábanas, y hacerle gemir, y perder la puta cabeza, y luego dormir abrazados. Pero, ¿qué coño le digo?

Me froto la cara con las manos.

—Sí, claro. Vale, mira, voy a darme una ducha… estoy un poco…

—¿No te encuentras bien? —Otra vez la mirada triste. Otra vez se ha retraído.

—No es nada, solo es… creo que tengo jet lag. Pide lo que quieras y cenaremos en el balcón.

Será genial. Pide vino, ¿ok? Dicen que el vino español es la hostia.

Cuando me encierro en el baño, de pronto me doy cuenta de que no es solo que esté cansado.

También estoy rayándome la puta cabeza.

Me quito la ropa y me meto debajo del chorro de agua fría, que resulta que no está nada fría. En España la temperatura no tiene nada que ver con los veranos de América, ni siquiera con los veranos de California.

Grimm nunca me ha rechazado, nunca. Es la primera vez.

Bueno, no voy a hacer un drama de esto. El viaje ha empezado genial, paso de estropearlo, ¿ok?

Seguramente, él está cansado. O necesita otro tipo de atención.

Vale, no importa.

Me lo repito un rato. No importa. No importa. No importa. Todo va bien, Chris. Y pronto me doy cuenta de que es verdad. No pasa nada. Solo ha sido… raro, pero no pasa nada. Con la ducha, se me calman un poco las ganas y me hago a la idea de no tener sexo. Tampoco soy un puto mono incapaz de controlarse, ¿ok?

Al salir, Grimm ya ha dispuesto todo el tinglado. Ha sacado una mesita al balcón y dos sillas de la suite, y la cena está servida con una botella de tinto. Genial. Me mira con indecisión, pero enseguida

despejo sus dudas, mostrándome animado. No tengo que esforzarme apenas, la verdad es que la comida tiene una pinta que flipas.

—¿Nunca habías comido jamón ibérico? —me pregunta, mientras cenamos y conversamos.

—No, es la primera vez. Es cojonudo.

El jamón español está salado y es duro, áspero al paladar. Me gusta. El otro plato es una especie de ensalada de verduras con pimiento rojo y cosas que no sé qué son, y una tortilla de patata que me deja muerto. Está increíblemente buena. Todo lo está. El queso, joder. ¡Si a mí no me gusta el queso!

O no me gustaba… hasta ahora.

Grimm se ríe, todos mis comentarios sobre la cena parecen resultarle super ingeniosos, o algo.

En un momento dado, pone su mano sobre la mía y levanta la copa para brindar.

—Por nosotros.

—…

Vale, esto es raro. Y un poco cursi. Pero ok.

Me aclaro la garganta y brindo con él.

Un rato después, cuando nos vamos a la cama, todavía no estoy muy seguro de lo que está pasando aquí. Grimm se comporta de un modo inusual. Parece que quisiera imitar una peli romántica o algo por el estilo, y nosotros no somos así. Es extraño, pero bueno. Tal vez le guste esto, así que…

le seguiré la corriente. Tampoco es que me cueste demasiado, y quiero que Grimm disfrute, que sea feliz y que se deje llevar, que es algo que parece costarle un poco más de lo normal últimamente.

No vuelvo a intentar nada. Él tampoco. Dormimos abrazados y a la mañana siguiente, al abrir los ojos, cuando intento acercarme para despertarle con una alegría, de nuevo pone barreras, así que me tengo que dar otra ducha, y esta vez no me privo de hacerme una buena paja. No quiero pasarme el día tenso.

Cuando salgo de la ducha, Grimm se ha vuelto a dormir. Creo que está cansado del viaje. Me tumbo a su lado un rato y me dedico a mirarle mientras duerme y tocarle el pelo. No quiero molestarle, pero al cabo de unos minutos necesito moverme ya.

No tengo sueño. ¿Qué debería hacer?

Decido que lo mejor es dejarle una nota. «Oye guaperas, he bajado a la playa. Ven cuando te apetezca. Llevo el móvil. Que descanses». Se la cuelgo en el espejo y le dibujo un montón de corazones con fuego y pinchos en el trozo de hoja que sobra. Abro la maleta y me pongo el bañador

—una bermuda larga con estampado de camuflaje, a ver si os creéis que voy con bañadores hueveros de esos— y una camiseta de Anthrax vieja. Me llevo una toalla al hombro y algo de dinero que luego guardaré dentro de las deportivas junto con el móvil.

Mientras camino por las callejuelas, me cruzo con mucha gente joven, pero también ancianos y matrimonios con niños. Nadie tiene prisa. Todo el mundo parece relajado. Sonríen, están morenos y llevan sombreros de paja, gorras, ropa hippie, colgantes de cuentas.

A lo lejos veo el mar y el corazón se me acelera. ¿Desde cuándo lo echo tanto de menos?

Aprieto un poco el paso, algunas chicas me miran al pasar y también algunos chicos. No sé si es que me reconocen o que simplemente, les llamo la atención. Nunca me ha importado, pero me resulta incómodo ahora que Grimm no está conmigo. Me pongo las gafas de sol.

Paso de todo, solo quiero llegar a la playa y nadar unas cuantas horas, hasta que consiga quemar toda la energía que me cosquillea por dentro.

***

Cuando me despierto me encuentro totalmente desubicado. La ventana se quedó abierta anoche, y las cortinas blancas se agitan con la brisa del exterior, una brisa que no es fresca y no ayuda a sofocar el calor. No sé qué hora es, y por unos minutos me cuesta incluso entender dónde estoy, aún con el sueño pegado a los párpados, así que me tomo mi tiempo, observando en duermevela la habitación hasta que recuerdo que estoy en España, con Draven, y que el jet lag me ha hecho dormir más de la cuenta. El reloj digital sobre la mesilla de noche marca las once y once de la mañana. El sol que se cuela por las ventanas entreabiertas es intenso y dorado, y desde la calle llega el sonido de música lejana, voces que parlotean y ríen. Es un murmullo agradable y no se oye ni un solo coche o ruido estridente.

—Chris… se nos ha hecho tarde… —digo con voz adormilada, algo ronca—. Deberíamos estar ya disfrutando de ese sol…

Me estiro y echó la mano hacia atrás, buscándole, pero solo encuentro las sábanas frías. Frunzo el ceño y me doy la vuelta. Chris no contesta porque no está en la cama, supongo que habrá ido al baño, pero cuando me asomo no hay ni rastro de él.

«Habrá bajado a la cafetería. Seguro que no ha podido aguantarse quieto estando aquí… y yo perdiendo el tiempo durmiendo. En fin».

Aprovecho para darme una ducha rápida y cuando salgo para vestirme todas mis dudas quedan despejadas. Hay una nota en el espejo de la cómoda, es de Draven, claro. Se ha ido a la playa.

Oye guaperas, he bajado a la playa. Ven cuando te apetezca. Llevo el móvil. Que descanses.

En mi cabeza se ha reproducido el mensaje con un tono frío, a pesar de los estúpidos corazones que ha dibujado. ¿Se habrá mosqueado porque no he querido follar? Nunca antes me he negado, porque se me hace difícil no perder el control cuando me toca. Anoche fue una prueba para mí mismo negarle lo que quería, porque yo también lo deseaba… y esta mañana por poco no caigo. No estoy castigándole por nada, solo quiero comprobar que somos capaces de hacer algo más, que nuestra relación no gira en torno al sexo y a lo que sienten nuestros cuerpos cuando estamos cerca.

Pero no puedo evitar pensar que el mayor interés de Draven es ese. Sobre todo ahora. ¿Ni siquiera ha sido capaz de esperarme para salir? Es nuestro primer día aquí, y me he despertado solo en la cama.

No sé si se ha mosqueado o se ha aburrido de esperar, pero cualquiera de las dos opciones me hace sentir inquieto.

Suspiro y pliego la nota.

«En fin… no es para tanto. Se ha ido solo a la playa, averiguaré dónde está y me reuniré con él.

No tiene por qué haber sido nada de lo que estoy pensando».

Pero no puedo dejar de darle vueltas.

Me peino y me visto con unos vaqueros y una camiseta de Sisters of Mercy. Aquí hace un calor agobiante, pero no renuncio al negro ni a mis botas, y para asegurarme de que no acabo convertido en un cangrejo, me echo crema protectora en la cara y los brazos y me pongo las gafas de sol antes de salir, mientras saco el móvil del pantalón y le escribo un mensaje a Chris.

Salgo del hotel. Dime por dónde estás.

La dueña de la casa me saluda cuando paso por recepción.

—Buenos días, señor Dwight —me dice en inglés—. ¿No quiere llevarse un mapa con puntos de interés?

—Buenos días, señora. Ya tengo uno, pero se lo agradezco mucho.

—Entonces espero que se divierta. Su amigo ha bajado esta mañana temprano a la playa, es muy madrugador.

Sonrío. No me acaba de gustar ese comentario, pero la saludo con educación y salgo a la calle.

El sol pica sobre la piel, a estas horas cae casi perpendicularmente sobre las calles empedradas y las paredes blancas de las casas resplandecen. Por suerte me he calzado las gafas de sol, pero incluso con ellas, la luz intensa llega a deslumbrarme. Me trae recuerdos de los viajes a Italia y a Grecia, cuando solía escaparme de los hoteles por las mañanas, mientras el resto del grupo dormía la resaca, para visitar los museos y perderme por las calles de las ciudades. Sin embargo, nunca he estado en una aldea como esta. De pronto es como si hubiera retrocedido cien años en el tiempo y hubieran dejado de existir los coches, aunque de vez en cuando, el sonido lejano de una moto me devuelve a la realidad. Si no fuera porque la gente que pasea por las estrechas calles va haciendo fotos y enviando mensajes por los smartphones parecería que el tiempo se ha estancado en este lugar.

Miro el móvil. Draven no me ha respondido. El nudo inquieto en mi estómago se cierra un poco, pero intento que no me amargue el momento. Mientras se da cuenta de que ha recibido un mensaje, lo lee y me responde, puede pasar un rato, así que decido callejear. Voy en dirección al barullo, cuesta arriba. Se escucha gente y una música como de flautines que viene justo del punto en el que se levantan las dos grandes cúpulas azules de la iglesia.

La plaza en la que desembocan las callejuelas es amplia, empedrada y vagamente cuadrada. Hay bares abiertos, con sus terrazas llenas de parasoles y mesitas de madera, donde la gente charla sentada cómodamente en sillas de tela y mimbre. En la escalinata de la iglesia un grupo de músicos interpreta música folk, con una especie de tambores y unas flautas parecidas a los mismar árabes.

Diversos puestos de arte, bisutería, artesanía y ropa hecha a mano ocupan gran parte de la plaza, la gente charla con los artistas y vendedores, y escucho gran cantidad de acentos, desde ingleses a americanos, pasando por holandeses, alemanes y franceses. Además tengo la oportunidad de escuchar la lengua que hablan en esta zona de España, que difiere bastante del español y de la que no entiendo

una palabra… aunque tampoco es que entienda demasiado el español.

Me pierdo entre la gente y echo un vistazo a las mercancías que se exponen bajo las lonas. Tal vez encuentre algún detalle para los chicos, o algo para mi casa. Paso ante un puesto de muñecas hechas a mano, con las caritas de porcelana y unos vestidos entre hippies y rococós muy extraños. En otra encuentro joyas hechas con cubertería y piedras semipreciosas, brazaletes y collares de cucharas y pulseras de tenedores. Todo es original y curioso, pero nada llama especialmente mi atención hasta que veo un puesto atiborrado de dibujos. Son cuadros y láminas en las que se recrean diversos escenarios, todos nocturnos. Reconozco las calles de Altea, iluminadas por faroles de colores que parecen estallar en rojos, morados y naranjas en medio de una noche plateada y azul. El mar embravecido bajo una luna blanca y pujante, y un cielo estrellado en el que se ven las galaxias girando. Lunas eclipsadas ardiendo con halos rojos, bandadas de pájaros perdiéndose en noches llenas de matices y estrellas que parpadean.

Parecen pintados para mí, y siento el impulso de comprarlos todos. Se me ha acelerado hasta el pulso y tengo que pararme y pensar con tranquilidad.

—¿Te gustan?

Alguien me habla en inglés, porque le entiendo a la perfección.

—Sí, son preciosos —respondo sin mirarle—. ¿Qué precio tienen?

—Lo podemos discutir. ¿Cuánto crees que valen?

—Son muy buenos…

Levanto la mirada. El tipo que está a mi lado es más alto que yo y hay algo intenso en él, intenso y misterioso, que me causa un extraño cosquilleo por dentro. Por su acento, deduzco que es un compatriota.

—¿De dónde eres? —me pregunta entonces.

—San Francisco.

—Lo suponía.

Me sonríe. Además de alto, el tipo tiene unos brazos fibrosos en los que no puedo evitar fijarme, lleva una camiseta sin mangas y viste de negro por completo. Los vaqueros ajustados se pierden bajo las botas negras, acordonadas hasta casi la rodilla. No puedo verle los ojos bajo las gafas de sol, pero el rostro enmarcado por la larga melena negra es atractivo y de rasgos viriles.

Me parece fuera de lugar, rodeado de hippies y veraneantes de piel quemada por el sol. La suya, sin embargo, permanece pálida y sin imperfecciones.

—Dime, ¿cuánto valen para ti?

—Me cuesta mucho poner precio a algo así… —digo desviando la mirada. Él me mira fijamente, o eso creo, no puedo verle los ojos al otro lado de las gafas opacas que lleva—. Creo que podría ser injusto.

Él se ríe. Es una risa suave, grave y en cierto punto descarada.

—¿Qué tal una copa en La Mascarada? A mí me parece un precio justo, y puedes contarme qué haces por aquí.

—¿Eh? No… no, creo que… prefiero saber el precio en euros. —¿Está ligando? Dios mío, sí.

Está ligando. De pronto me siento muy incómodo. Niego con la cabeza y busco el móvil—. Creo que pasaré en otro momento, ahora voy con algo de prisa.

—Claro, claro. —Sonríe de nuevo, y me mira sobre las gafas con cierta guasa, como si supiera que acabo de acojonarme y me estuviera retando. Tiene los ojos azules, muy claros—. Firmo como Lethean, pero mis amigos me llaman Matt. Pásate cuando quieras.

Asiento, pero no me presento. Me alejo como si hubiera intentado meterme mano o algo así.

Cuando me pierdo entre la gente echo la mirada atrás, y el tal Matt sigue mirándome a través de sus gafas oscuras, apoyado en una de las vigas de madera de su puesto.

Aprieto el paso y compruebo los mensajes en el móvil.

Draven sigue sin responder.

***

No es la primera vez que estoy en una playa de piedras, pero sí la primera vez que estoy en una como esta. Es diferente a todo lo que he conocido antes. ¿Será por el Mediterráneo? Dicen que es un mar mágico. No tengo ni puta idea. Cuando se lo pregunto a Noelia y a sus amigas, les cuesta entenderme.

—¿Es verdad que hay magia en el mar Mediterráneo?

—¿Magia? —Se miran entre ellas y se ríen—. No sé. A lo mejor. ¡Qué cosas más raras dices!

Hablan inglés bastante bien, pero son españolas. Se acercaron a mí con intención de ligar y cuando les dije que soy marica, no se lo creían. Tuve que convencerlas. Noelia me enseñó las tetas para cerciorarse de que no me empalmaba y yo intenté hacerle entender que eso no iba a ir a ninguna parte. Al final parece que la cosa se ha calmado. Me he pasado un buen rato con ellas y estamos invitándonos a sangrías, cerveza y pinchos del chiringuito —una especie de bar a pie de playa—

mientras charlamos al sol. Me encanta este sol. Me recuerda mucho a California, aunque es diferente… pero el calor sobre la piel, el rumor del agua y todo este rollo playero me hace sentir nostalgia.

—He leído por ahí —les digo despacio para que comprendan las palabras— que se pueden ver cosas guays bajo el mar aquí, en Altea.

—¡Ah, sí! ¿Te gusta bucear?

—Mucho.

Levanto el pulgar. Sandra, una amiga de Noelia, me cuenta que a su novio también le gusta y que conoce algunos sitios. Va a buscar unas tarjetas en su bolso de playa. Laura y Natalia se levantan para

ir a por más sangría mientras yo me enciendo un cigarro. Hago un cenicero portátil con el cartoncito del paquete de tabaco. No me gusta guarrear la playa, de hecho preferiría no fumar aquí, pero tengo muchas ganas.

—Qué pena que seas gay.

Noelia y yo nos hemos quedado solos. La miro de reojo.

—¿Por qué te da pena?

—Porque haga lo que haga, no te voy a gustar, ¿no? —dice ella coqueta—. ¿O sí?

—Pues no. Pero si fuera hetero, a lo mejor tampoco me gustarías.

Abre mucho los ojos y la boca, escandalizada, y me da un golpe en el brazo, echándose a reír.

—¡Qué malo eres! Tío, eres horrible…

Pero sigue riéndose. Yo la acompaño, la verdad es que a mí me da risa porque sé con certeza que, si fuera hetero, ella no me gustaría en absoluto. De hecho ya me está empezando a aburrir. Cuando Sandra regresa con las tarjetas, me quedo hablando con ella sobre buceo un rato. Sandra es maja y parece mucho más interesante que Noelia. Sí, si fuera hetero, seguramente Sandra tendría más papeletas para gustarme que la tonta esta.

—Bueno, chicas, me largo a darme otro baño. Pasadlo bien.

Corto la conversación y me guardo las tarjetas, luego me levanto y me sacudo un poco la tierra mientras camino hacia el mar. Sé que me están mirando. Sé que Noelia me echaría un polvo, y puede que las demás también. Pero mira, mala suerte. Tal vez hace un año me las hubiera tirado. Quizá a todas juntas. Y me pregunto una vez más si de verdad me gustan los tíos o solo me gusta Grimm. Aún no he encontrado a ningún otro tío al que quisiera tirarme.

Mis labios saben a sal a causa del agua y el aire. Los humedezco un poco mientras camino hacia el interior del mar y empiezo a nadar, fijándome en las boyas rojas a lo lejos. Mis músculos parecen distenderse, me siento más flexible y más relajado. Creo que no me había dado cuenta de lo jodidamente tenso que estaba últimamente, con todo lo del grupo. Pero ahora de pronto es como si esos nudos se pudieran ver, y van desapareciendo, aflojándose poco a poco.

Durante un rato no pienso en nada. Solo en el agua clara, en la luz del sol sobre las olas, en el calor de sus rayos en mi piel.

Dejo la mente en blanco y el tiempo pasa, quizá demasiado deprisa.

Cuando regreso, estoy agotado. Las chicas ya se han ido, menos mal. Me dejo caer sobre la toalla y cierro los ojos un rato. Me gusta esa sensación, la de no pensar en nada, la de estar… no sé. Vacío.

Es como si pudiera respirar mejor, pensar más despacio. El mundo se difumina alrededor de mí.

¿Cuánto tiempo hacía que no estaba así, tranquilo, en paz?

Pero no dura demasiado. Poco a poco, vuelvo a la realidad… y en parte es porque tengo hambre.

Me pongo de pie y me seco a medias con la toalla. Me pongo la camiseta y me calzo, me echo la toalla al hombro y me guardo el dinero y el móvil en los bolsillos mojados del bañador.

¿Se habrá despertado ya Grimm?

Me encamino hacia el chiringuito y saco el teléfono para llamarle. Al mirar el móvil, veo que tengo un mensaje suyo.

Salgo del hotel. Dime por dónde estás.

Mierda.

Miro la hora del mensaje: Las doce.

Son las tres de la tarde.

Marco el número de Grimm mientras me enciendo un cigarro. Qué putada. Cuando descuelga, hablo yo antes de que él pueda decir nada.

—¡Hey! Perdona, tío. Lo acabo de ver. Se me fue el tiempo, lo siento…

—Ya. No importa.

Joder, qué voz de muerto viviente. Casi parece bajar la temperatura y todo.

—Eh… ¿dónde estás? Voy contigo y comemos juntos.

—Estoy en el hotel. Da igual. Además, ya he comido.

—¿Ah, sí?

—Sí. Hace dos horas.

Bueno, bueno. Eso era un reproche. Un reproche en toda regla. Afilado, con voz chunga… ok.

—Vale, joder... lo siento. Ya te lo he dicho, pero te lo digo otra vez. Lo siento.

—Sí, bueno. Luego hablamos.

Me cuelga.

Ante semejante panorama, hago una parada en un bar para tomarme una cerveza antes de ir al hotel. Es una malísima idea, pero estoy un poco amargado y necesito reanimarme y pensar en lo que le voy a decir. Porque, ¿qué coño le digo? No es algo que pueda arreglar, simplemente olvidé mirar el móvil y se me pasaron las horas volando. Además, pienso con cierto egoísmo, después de todo es él quien se ha quedado durmiendo. ¿Qué quería que hiciera?

«Igual ese es el problema, que nunca sé qué hacer para no cagarla».

Me termino la cerveza y vuelvo al hotel. Me encuentro con Grimm a medio camino, y el encuentro es… inesperado. Y tenso. Sobre todo cuando él se queda quieto mirándome como si fuera un puto fantasma.

—Hey… —Quiero acercarme a él, pero se pone a la defensiva. Vale, lo pillo. Está mosqueado—.

¿Dónde vas?

—A dar una vuelta.

—Voy contigo.

—¿Para qué?

¿En serio? Joder… no sé si tengo fuerzas para esto. Me subo las gafas de sol para mirarle a los ojos. Está ahí, conteniendo el cabreo, pero jodidamente guapo, con su camiseta negra y sus botas.

—Oye, Evan… mira, ya sé que la he cagado. Dejé el teléfono dentro de un calcetín y…

—¿Pero tú te estás oyendo? Joder, Chris… a veces eres como un niño. No, peor.

—Me parece que estás exagerando un poco, tío. Se me pasó el tiempo demasiado rápido, ¿vale?

Tampoco es ningún puto drama, joder. Además…

—¡Hola, Chris!

Noelia y sus amigas pasan junto a nosotros y se detienen a saludar, tan simpáticas. No se dan cuenta de que estamos discutiendo, o bien pasan del tema, así que las echo de mala manera. Ellas se van, poniendo cara de asco, pero ya ha sido la gota que ha colmado el vaso. El cabreo de Grimm se multiplica. No es que grite o se ponga hecho un energúmeno, no. Es esa tensión en su mirada, el frío en sus ojos y la forma en que da un paso atrás cuando voy a acercarme.

—Así que has pasado nuestro primer día de viaje en la playa con unas desconocidas. Perfecto.

Simplemente perfecto, Chris.

Voy a decir algo, pero termino por suspirar. No, no tengo fuerzas para esto. No sé qué hacer, qué decir ni cómo solucionarlo, así que sigo mi camino. Y no sé por qué lo hago, si sé que es un error.

Debería quedarme, intentar hablar con Grimm, pero realmente no sé si hay algo que yo pueda decir que vaya a curarle la mala hostia así, mágicamente.

A lo mejor necesita que le dé el aire un poco.

Y yo necesito tumbarme y que no me agobien.

Así que le dejo atrás, sabiendo que me estoy equivocando, pero incapaz de encontrar la puta respuesta correcta en esta mierda de ecuación. Como os he dicho antes, quizá ese es el problema, que nunca sé qué hacer para no cagarla.

***

Ni siquiera se esfuerza en responderme.

Supongo que no hay muchos argumentos para rebatir la realidad. Se ha olvidado de que hemos venido juntos y de lo que iba este viaje: hacer cosas juntos, cosas que nos gusten a ambos. Se ha ido a su puta bola y ya está. Y no estoy seguro de que no esté castigándome por mi actitud.

«No, Chris es transparente. Si algo le estuviera jodiendo me lo diría con claridad, me mandaría a la mierda y punto, así que es peor que eso: realmente se ha olvidado».

Tal vez no encuentra nada interesante que hacer conmigo si no tiene que ver con follar como animales.

Tengo ganas de gritarle mientras sube por la cuesta, alejándose cada vez más de mí sin volver la mirada atrás. Pero no lo hago, me trago las palabras y se me hace un nudo en la garganta. Siento el impulso de darme la vuelta e ir tras él, arreglar las cosas como sea, pero no soy yo el que le ha dejado tirado el primer puto día de vacaciones. ¡Él debería estar aquí, intentando arreglar las cosas en lugar de huir!

A lo mejor es que se la suda cómo vayan las cosas.

O peor aún… tal vez simplemente está harto. Eso me hace sentir un frío aún más intenso en el pecho. Dudas que creía haber despejado vuelven a mi cabeza para alimentar toda esta mierda.

«En fin… puede que yo necesite algo de aire».

Decido bajar a la playa solo. Tras cruzar la zona de edificios nuevos y anodinos, el paseo marítimo es un respiro a las calles abigarradas. Una balaustrada de piedra blanca separa la ancha acera, invadida por las mesas y sombrillas de las terrazas de los bares y restaurantes, de la playa. La balaustrada da directamente al mar, pero bajo ella, entre las rocas por las que se cuela el agua, veo esconderse a un par de gatos cuando me asomo. El agua está tranquila, a apenas cincuenta metros un rompeolas impide que las corrientes alcancen la acera y las rocas de la orilla.

El sol quema a estas horas, pero la brisa que llega desde el mar es fresca y huele a salitre. Cuando tomo aire en profundidad tengo la sensación de que me limpia por dentro, y suaviza el sabor amargo que invade mi boca.

Odio que las cosas comiencen mal. Siempre tengo la sensación de que nada que empieza con mal pie puede acabar bien, de que es una señal de lo que está por venir, y Draven y yo nunca lo hemos tenido fácil. Somos tan distintos, tenemos intereses tan diferentes que no sé hasta qué punto lo que estamos viviendo es real o lo estamos forzando constantemente para que lo sea. Parece que las cosas solo están bien cuando estamos en la cama, cuando no pronunciamos una sola palabra. Entonces es como si tuviera todas las certezas, cuando me mira, cuando me toca… pero nuestra comunicación no puede basarse solo en eso, ¿verdad? ¿Dónde queda el alma? ¿Dónde queda la comprensión profunda del otro? A veces me siento incapaz de comprenderle… y en días como hoy, todas las certezas que siento al mirarle a los ojos cuando hacemos el amor, se esfuman.

Ha pasado el día con unas desconocidas. No es nada anormal, no es que piense que haya estado ligando o me haya sido infiel… Draven es así, hace amigos por donde va y se distrae con todo el mundo, salir con él suele ser sinónimo de salir con un montón de gente, y puede hacer nuevos amigos cada día y cada noche. Debería tenerlo asimilado, debería haberme hecho ya a la idea. Pero había puesto demasiadas expectativas en este viaje, y ese es mi maldito problema.

Dos gatos han salido de su escondite entre las rocas. Son apenas cachorros, deben tener cuatro meses a lo sumo, y ajenos a mi tormenta interior, se han puesto a jugar sobre las rocas calientes por el sol. Me pregunto cómo se las apañan para sobrevivir ahí, pero los recipientes de plástico sucios que hay escondidos entre las rocas me dan la respuesta. Por lo visto la gente les trae alimento, y al fijarme más, me doy cuenta de que hay una colonia entera viviendo en la orilla del mar. Varios adultos descansan unos metros más allá, tirados sobre las rocas.

«Esto le encantaría a Crowley».

Me distraigo viéndolos jugar. Un pequeño gato blanco trepa hasta la balaustrada y se me acerca.

Maúlla exigente, pero le enseño las manos vacías.

—No tengo nada, pequeñajo.

Me agacho y cuelo la mano entre los pilones de la balaustrada. El minino se acerca temeroso, pero no lo suficiente como para que pueda tocarle. Vuelve a mirarme.

—¿Miau? —parece preguntar.

—No es nada. Yo al menos tengo una casa donde vivir… —le respondo al gato, como si fuera un puto loco.

El gato se sienta y se lame una pata. Comienza a ronronear.

—Aunque no parece que vosotros lo llevéis tan mal.

Apoyo la cabeza en el pilón, y casi me golpeo cuando me doy cuenta de que hay alguien a mi lado. Me levanto con brusquedad.

—¿Seguro que no prefieres hablar con alguien que al menos sepa inglés?

Se me ha acelerado el corazón y el calor me sube a las mejillas al darme cuenta de que me ha pillado hablando con un gato.

Es Lethean… Matt, o como se llame. El pintor de la plaza. Se ha quitado las gafas de sol y me mira, apoyado en la balaustrada, justo a mi lado. No sé desde cuándo lleva ahí, pero sin duda lo suficiente para considerarme ya un rarito, o un pirado directamente.

—Ah… solo estaba… —Suspiro y niego con la cabeza—. Intentaba que se acercara, pero parecen un poco ariscos.

—Te iría mejor con algo de comida. Yo siempre traigo algo. —Entonces se mete la mano en el bolsillo y saca una pequeña bolsa, de la que extrae un puñado de algo que parece comida de gato—.

Toma.

Me lo tiende. Le miro raro. Se ríe.

—Ponlo en el suelo, verás como te deja tocarle.

—Sí que vienes preparado.

—Siempre. —Sonríe de medio lado, y me hace un gesto con la mano—. Dale, ya verás.

Me agacho y dejo el puñado de comida al otro lado de la balaustrada. El animal olisquea y se acerca despacio, mirándonos con cautela. El tal Matt nos observa a los dos desde las alturas, con una media sonrisa misteriosa que me hace sentir algo incómodo. Al fin, el gato se acerca a la comida y comienza a comer con ganas. Le acerco la mano despacio, y aunque se tensa y hace un amago de huir, cuando ve que solo le acaricio la cabeza con el dedo, sigue comiendo sin molestarse.

Sonrío.

—¿Cómo pueden sobrevivir aquí?

—La gente les trae agua y comida a todas horas, no están tan mal como parece.

Me levanto despacio para no asustar al animal y me sacudo las manos, limpiándolas de los restos de comida. Entonces le tiendo la derecha.

—Soy Evan, antes no me presenté.

Me estrecha la mano con un apretón firme, pero tarda unos instantes en devolvérmela.

—Creo que antes he sido un poco desconsiderado, siento si te he ofendido.

Eso no lo esperaba. Le miro y asiento, quitándole importancia.

—No importa. La verdad es que me interesaba mucho tu trabajo… bueno, sigue interesándome.

—Gracias. Podemos hablar de ello si quieres. Si aceptas que sea yo quien te invite a algo arriba en la villa. ¿Qué te parece? —Le miro con cierta reticencia, pero él levanta las manos—. A cambio de nada, prometido.

—Está bien. La verdad es que me vendrá bien despejarme un poco.

—Y si necesitas alguien que te escuche… se me da mejor que a los gatos.

Sonrío y asiento. Su cambio de actitud me ayuda a relajarme, y no me parece tan mala idea de pronto. Necesito distanciarme un poco de mis propios pensamientos, y además, tampoco hago nada malo hablando con otra persona.

Draven lo hace continuamente y nunca se lo he reprochado.

—Eres de Nueva York, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—¿Cómo supiste tú que soy de San Francisco?

—Tengo muy buen oído.

—Yo también.

—Eres músico, ¿me equivoco?

Niego con la cabeza y le miro sorprendido.

—No me preguntes qué, pero los músicos tenéis algo especial… Un buen observador sabe reconocerlo.

—¿Seguro que no estás haciendo trampas?

Alza las cejas.

—Seguro. Lo digo en serio. Tenéis algo especial.

Pienso que tal vez me ha reconocido, pero no voy a descubrirme. Si es así, prefiero que finja que no sabe quién soy.

Mientras subimos hacia la plaza, Matt me habla de sus pinturas y de la inspiración prerrafaelita en su obra. Cuando quiero darme cuenta estamos hablando de Waterhouse y de la influencia pagana en el romanticismo.

Yo también tengo derecho a olvidarme de los problemas, ¿no?

Si al menos supiera hacerlo del todo…

***

Al volver a la habitación del hotel, tras esquivar al tipo de recepción —que no es la misma mujer de ayer, evidentemente—, me meto en la ducha para quitarme la sal.

La verdad es que estoy hecho polvo. Pero eso es bueno. Cuando estoy cansado, también estoy más tranquilo y puedo pensar mejor.

Empiezo a darle vueltas al asunto con Grimm. No debería haberme ido sin él, tiene razón. El caso es que en el momento, no me pareció nada tan grave ni tan descabellado. Pero para Grimm es importante que pasemos tiempo juntos, y qué hostias, para mí también. Sin embargo, entrar en un bucle absurdo de huir el uno del otro no llevará a nada. Así que decido que, en cuanto descanse un rato, saldré a buscarle. Este pueblo no es muy grande, seguro que le encuentro.

Es verdad que está un poco raro. Lo de anoche vuelve a mi memoria y no me gusta nada. ¿Se me habrá escapado algo? Grimm nunca me había rechazado antes. Di por sentado que estaba cansado, pero él solo dijo que «podemos tomárnoslo con más calma».

Me acuerdo de la cena en el balcón, el brindis de peli romántica y todo eso.

Tal vez Grimm quiere hacer algo así como un reinicio en nuestra relación.

¿Será eso?

Me parece una gilipollez, sinceramente, pero él es una persona muy… No sé. Es sensible, y en cuanto se siente cómodo hace cosas de ese tipo. Tiene gestos tiernos. A mí no me molestan, para nada… pero no soy capaz de comprender en qué lugar encaja ahí lo de no follar. Intento pensar en todas las películas dulzonas que he visto, y me cuesta, porque nunca he sido capaz de tragarme ninguna, por ninguna chica, salvo…

Espera.

¡Claro!

Lily. Lily tendrá la solución.

Cuando salgo de la ducha, compruebo que tengo activado el roaming y marco el número de mi hermana. Tarda un poco en ponerse y responde con voz somnolienta.

—¿Chris? ¡Son las siete de la mañana! ¿Qué diablos quieres?

—Lily, necesito tu ayuda. —Gruñe y sospecho que va a colgar así que me aseguro de captar su atención con un chantaje refinadísimo—: Es tu oportunidad de conocer detalles sobre mi relación con Evan.

Se hace un silencio al otro lado de la línea y al poco la escucho de nuevo.

—Dame cinco minutos que me haga un café y te llamo. Soy sangre de tu sangre, estoy para lo que necesites, hermanito querido.

Lo sabía. En fin, así funcionan las cosas. Pero bueno, sigue siendo mi mejor opción, ¿ok?

Mientras le doy tiempo a Lily para cargar de combustible su coco, yo me seco el pelo con la toalla y me visto a medias, comprobando que, tras una hora, no tengo llamadas de Grimm. Claro que no. ¿Por qué iba a llamarme? Con lo jodidamente cabreado que está.

Me amargan estas situaciones con Grimm. Me amargan mucho. A veces, con él, tengo la sensación de estar caminando por un campo de minas. Nunca sé qué haré para cagarla, pero siempre hay algo. Intento hacer las cosas bien, pero es como conducir a doscientos con unas gafas 3D. Si no me la pego es por pura suerte, creo. Después de lo que pasó con Henry, el subnormal del merchandising, pensaba que las cosas se habían estabilizado. Incluso conozco a su madre, joder. Y la cosa fue bien. Me puse una puta camisa, ¿ok? y estuve controlando mi lenguaje durante tres larguísimas horas. Pero siempre hay algo.

Creo que no me he disculpado tanto en toda mi vida como desde que estamos juntos.

Cuando Lily me devuelve la llamada, me estoy colocando bien el piercing de la ceja. Descuelgo y su voz animada me reconforta un poco.

—Ya estoy aquí. Bueno, dime qué necesitas, estoy dispuesta a todo. A todo, ¿me oyes?

—¿Cuántos cafés te has tomado, Lil’Lily?

—Solo uno, pero muy cargado. ¡Suéltalo ya!

—Verás… eh… estoy en España, he venido de vacaciones con Evan.

—¡¿En España?! ¡Qué cabrones!

—Sí. Y… bueno, hemos tenido un problema y necesito consejo de una mujer. Porque creo que él en realidad es muy como una tía en muchas cosas, ¿sabes?

—Oh, Dios, Chris... no le vayas a decir eso NUNCA.

—No, no pensaba hacerlo. Se ofendería, ¿verdad? —pregunto dudoso.

—Seguro.

—Vale. Pues… a ver, esto es lo que ha pasado.

Le cuento en pocas palabras la situación, y Lily parece comprenderlo perfectamente, y a la primera. Joder. ¿No te digo? Grimm es como una tía, y las tías se entienden entre sí. Porque para mí

toda esta mierda sigue teniendo claves que no conozco.

—¿Cómo se te ocurre irte sin él y dejarle una nota? Eso es muy desconsiderado, Chris.

—Vale, ya lo he pillado. Eso ya me ha quedado claro cuando Evan me ha mandado a paseo.

¿Puedes pasar a la parte de darme un buen consejo y ser comprensiva?

—Claro. El consejo es: no seas capullo. Y ahora soy comprensiva: ya pasó, ya pasó.

Suspiro. No me hace gracia. Ahora necesito de verdad alguna puta pista, no sus tontas bromas.

—Lily, en serio…

—Vaaale. A ver, veamos… yo creo que lo del sexo no es nada tan grave. Quizá quiere que le seduzcas, que le vuelvas a enamorar. Ya sabes, como cuando os conocisteis…

—No sabes cómo nos conocimos —le digo con una risa resignada.

—Ya, es verdad, pero no sé. Normalmente, en los viajes románticos en pareja se trata de eso: de volver a flirtear, volver a ligar, no darlo todo por sentado. Tal vez Evan piensa que estás dando vuestra relación por sentado y necesita sentir que sigue habiendo magia, ¿sabes? Los detalles de las primeras veces, el sentirse cortejado…

Sé que el consejo de Lil’Lily es bueno, y trato de memorizarlo… pero todo eso me suena a chino y a putas pérdidas de tiempo. Yo jamás, JAMÁS, he cortejado a nadie. No sé cómo demonios se hace.

Sé enredar a la gente para que se venga conmigo a la cama, pero no estoy seguro de que fuera eso lo que hice con Grimm en su momento.

No. No lo hice, en realidad.

Él y yo nos liamos por accidente, en una fiesta, estando borrachos. A partir de ahí, se me metió en la sangre, en la lengua, en el paladar… y ya solo podía pensar en estar con él. Me lo negaba a ratos, pero el caso es que cada vez que le veía, pasaban cosas entre nosotros. Cosas en el aire, en la forma de mirarnos. En todo.

Y después fuimos al Nightforest, y él empezó a ligarme a saco. Y luego nos besamos. Y nos fuimos al cuarto de baño, y pasaron cosas que…

Joder. Fue muy fuerte.

—Chris, ¿me escuchas?

—Perdona, perdona. —Me obligo a volver en mí—. Sí, te escucho. Sentirse cortejado.

—Ajá. Y en cuanto al sexo… si no es por eso, entonces tal vez es que está un poco aburrido y necesita algo más. Emociones más fuertes. —¿Más? No me parece que nosotros, precisamente, tengamos una vida sexual aburrida, pero escucho con interés—. Podéis probar un poco de sado suave…

—No.

De alguna manera, sé que eso no le va a gustar a Grimm.

—O las fantasías. ¿Le has preguntado qué fantasías tiene? Tal vez podrías hacer realidad alguna.

—No creo que me las diga. Es muy reservado.

—¿Y no te haces una idea?

—Ni la más remota.

—Ajá… bueno… y… ¿qué tal un trío?

Levanto la ceja.

—Puede ser. Bien, entonces tengo que cortejarle y proponerle un trío. Gracias Lily, te debo una.

—¡Espera, esp…!

Sí, ya sé lo que está pensando ella. Y también lo que pensáis vosotros. Pero no, joder. No soy tan idiota, ¿ok? No voy a hacerlo todo a la vez. Usaré la mano izquierda, seré sutil… y descubriré qué quiere Grimm de mí. Entonces podré dárselo.

Dios, no entiendo por qué tiene que ser todo tan complicado.

Pero bueno, vamos allá.

El primer paso es encontrarle, así que, tras poner a cargar el móvil, me termino de vestir, eligiendo con cuidado. Me tomo mi tiempo en pensar. A Grimm le gustan mis pantalones rotos, esos vaqueros viejos y gastados que no he tirado por cariño. Lo sé porque cuando me dice que parezco un punk lo hace con ese brillo en los ojos, el de «pareces un vil proletario y por eso me gustaría que me follaras contra la pared». Así que me quito las bermudas militares y las cambio por los tejanos. Me pongo las botas también, nada de deportivas. Me cambio el pendiente de la nariz por el aro más grande que tengo y me pongo un collar de perro al cuello. Solo falta la camiseta. Las saco todas y las alineo sobre la cama, pensando cuál puede ser mejor, más simbólica, más genial, más todo.

Entonces la veo. Joder. La he debido traer de casualidad, porque no era consciente de que estuviera en la maleta. Es la camiseta de nuestra primera cita, esa en la que se lee: I hate Masters of Darkness. Sin pensármelo dos veces, me la pongo y salgo a toda pastilla por la puerta, sin recoger nada ni hostias.

Luego tengo que volver a entrar porque me he dejado el móvil y la pasta.

Ahora sí. Allá voy. No voy a reconquistar a Grimm porque, en realidad, nunca le he conquistado.

Voy a cazarle, y esta vez, se va a dar cuenta. Joder que sí. Como que me llamo Chris Hallman.

***

Continúa en «Bajo la luz: parte II». Disponible en Amazon a partir del 21 de abril de 2016.

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