Capítulo    XIX

INSPECCIONAMOS la ruta que habíamos tomado. Desde un arroyo bastante veloz que corría más o menos paralelo a la carretera de las hadas hasta aproximadamente medio kilómetro hacia la zona más cercana del mercado. Ambrigar tenía allí una herrería. Resultó que Ambrigar tenía bastantes cosas.

Pero como Jalil había dicho, incluso demasiado no era suficiente. Ambrigar tenía visión de negocios. Ambrigar olía el dinero.

¿Herreros? Tenía herreros. ¿Joyeros? No había problema. Cable de cobre, lingotes de acero, tablas de madera, ningún problema en absoluto. Nos prometió cualquier cosa que necesitáramos.

Jalil dirigía el espectáculo. Tenía alguna vaga idea de lo que estaba haciendo, que era bastante más de lo que yo sabía. Jalil era listo. Dibujaba diagramas y hacía cálculos, garabateando con tizas despuntadas en tablones de madera o trozos de pergamino.

“¡Hadas!” soltó Jalil en un momento. “Todos los trabajadores deben ser hadas. Aceleran las cosas. Los humanos no. ¡Traedme hadas!”

Ambrigar protestó. Las hadas cobrarían más. Pero Christopher manipulaba a Ambrigar, fortalecía sus ideas, le metía prisa, jugaba con el hombre de negocios. Ambrigar accedió a contratar hadas.

Cogí a Jalil en una ocasión, teniendo casi que sacudirle para que levantara la vista de un diagrama que estaba dibujando.

“¿Qué?” me soltó.

“¿Podemos hacerlo? Tic-tac. ¿Podemos hacerlo a tiempo?”

Tenía una mirada salvaje en los ojos. “Sí. Podemos. Quizá. Quizá si todo va bien y no me haces perder el tiempo.”

“¿Puedo ayudar?”

“¿Qué? No. Sí. Ve al mercado, y encuentra algo no conductante que podamos usar para coger el alambre. Como, uh, no sé, como algo hecho de cerámica o porcelana, quizá. Cristal. Tiene que servir para meter un cable en su interior y sujetarlo a un poste de madera. Necesitamos…” Rebuscó en unas pocas hojas de papel cubiertas de figuras. “Necesitamos quince, mínimo. Mejor el doble, si puedes. ¡Vete!”

Me echó. No enfadado, sólo sobrecargado de adrenalina.

Era el tercer día de una cuenta atrás de seis. Jalil tenía que construir una rueda hidráulica que generara corriente. Tender un cable a lo largo de medio kilómetro de postes que aún había que cortar y arreglar. Inventar un par de claves de telégrafo con los materiales disponibles. Hacerlo todo y dejarnos tiempo suficiente para rescatar a April, comprar las cosas del Daghdha y volver con Nidhoggr antes de que los rubíes de nuestro pecho se convirtieran en pequeños volcanes.

Suponiendo que el rescate fuera lo suficientemente grande. Suponiendo que de alguna forma pudiéramos ofrecerles más que Ka Anor utilizando los recursos de Ambrigar.

Suposiciones.

Nadie lo había expresado en voz alta, pero de todas formas lo más probable era que no pudiéramos ofrecer más que Ka Anor. Ese era el problema. ¿El rescate de las gilipolleces de Ka Anor y salvar nuestras vidas? Sí, eso puede que sí. ¿Pero April?

En nuestra mente ya habíamos pensado en ello. Ya lo sabíamos. Inconscientemente, nuestros esfuerzos se habían orientado a salvar nuestro propio culo, no a salvar a April. Pero eso no podía seguir así.

Crucé el mercado buscando no sabía qué, con uno de los trabajadores de Ambrigar pisándome los talones, preparado para soltar la pasta en cuanto fuera necesario.

Puede que consiguiéramos devolverle a Nidhoggr los juguetes del Daghdha. Quizá. Y él nos devolvería el corazón. Quizá. Y a April la arrastrarían hasta Ka Anor, que le pediría que hiciera lo que ella no podía hacer.

Y al sexto día su rubí no intercambiado ardería en llamas.

Me fijé en lo que parecía el mismo carro de repollos al que habíamos seguido días antes de camino a la Tierra de las Hadas. Estaba cargado de varios productos. La mayoría, alfombras enrolladas apiladas en altos montones. Parecía tener prisa por marcharse.

Detrás vi una armería. Había bastantes bandejas dispuestas sobre una mesa. ‘Cabezas de flecha’, me dije.

“Sí, pero quizá estas no sean las mejores,” me respondió el armero. “Estas son simplemente de porcelana barata, útiles para cazar presas grandes que pueden salir corriendo con flechas más caras de bronce. Pero fíjate en la astuta disposición de este pequeño agujero que permite que puedan atarse con firmeza a la flecha con un pequeño clavo que resulta que también vendo.”

“Sí. Me quedaré treinta.”

“¡Treinta! Entonces quizá el buen caballero querría ver mi gama de flechas de bronce.”

“No, sólo estas treinta, por favor. Este hombre le — ¡ah-ah-ah! ¡Claro!” Choqué las manos de emoción ante la repentina idea. “Por eso pusieron el seto. Torres, y una leche.”

“¿Señor?”

“Nada. Envuélvemelos.” Afortunadamente no se había enterado de mi arrebato. El empleado de Ambrigar tampoco parecía interesado. Ni nadie más. El armero sólo quería venderme algunas flechas.

Volví con Jalil tan rápido como pude. Extrañamente, estaba intentando dormirse dentro de una tienda que había levantado cerca de la construcción del río.

“Necesito cruzar, volver al mundo real, echarle un vistazo al diseño de algunas de estas cosas. Christopher me despertará dos horas después de que me haya dormido.”

“Escucha, creo que necesitamos un plan B.”

“Gracias por ese voto de confianza.”

“Jalil, sé honesto: si yo te digo que tengo un plan B en serio, ¿me vas a decir que no lo necesitamos?”

Negó con la cabeza. “No. Demasiadas cosas pueden ir mal en este plan. Todo puede ir mal. Así que, ¿cuál es el plan B?”

“Traer aquí a Nidhoggr,” dije.

“Buen plan. Esperemos que el maldito plan A funcione.”

“Mira, a Nidhoggr le preocupaba que las hadas intentaran atraerle aquí, ¿no? Supuso que si se presentaba aquí buscando sus cosas, las hadas tendrían preparada alguna artimaña para derrotarle y quedarse con el resto de su fortuna. ¿Cierto?”

“Eso parece. Aún estoy esperando a que llegues a la parte en que traes al Gran Gruñón volando hasta aquí.”

“Nidhoggr tenía razón,” dije, bajando la voz hasta un murmullo. “Las hadas están esperándole. Es por esas torres estrechas allá en la ciudad, en el mismísimo palacio. No las puedes ver desde las calles de la ciudad, las paredes del castillo son demasiado altas desde ese ángulo. ¿Pero desde el camino donde paramos para ir al baño? Desde ahí puedes verlas, y las hadas plantaron ese gran seto para impedir que la gente lo viera.”

“No tengo mucho tiempo, tío,” dijo Jalil, señalando un reloj invisible en su muñeca.

“Las torres son flechas. Flechas enormes. Lo suficientemente grandes como para atravesar a Nidhoggr. No sé lo que usan para lanzarlas pero eso es lo que tienen planeado. Muchas flechas. Nidhoggr habría venido directo a por el palacio, en la ciudad. Lanzan las torres, matan a Nidhoggr y bam, todo su tesoro está disponible para quien lo coja, y los hetwanos no tienen que cubrirse las espaldas para invadir el Inframundo.”

Jalil no me dijo que me estaba emocionando demasiado. Lo cual me preocupó. Supongo que esperaba que tapara los agujeros de mi teoría. El plan B no iba a ser una fiesta.

Jalil simplemente dijo, “Vale, entonces ¿qué haces?”

“Me escapo de aquí, vuelvo con él, y le digo, ‘Mira, tío, ¿quieres tus cosas? Sé cómo puedes entrar y salir por el aire de la Tierra de las Hadas sano y salvo. Sé cómo puedes asustar a las hadas de modo que te devuelvan tus tesoros. Sólo una cosa: nosotros también queremos recuperar algo.”

“April.”

“No se deja a nadie atrás.”

Jalil asintió. Bostezó. “¿Vas a llevarte a Senna?”

“Sí. Ella es mi responsabilidad.”

Jalil se echó a reír. “Esa es tu maldición, David: todo es tu responsabilidad.”