La primera mitad de mayo transcurrió con el viaje desde Tula hasta el Cáucaso. El diecisiete, María von Krüdener llegó a Kislawodks, donde esperaba encontrar noticias de su marido. Éste había huido a Persia al estallar la Revolución en el frente anglo-ruso. Hacía ya cinco meses que no tenía ninguna noticia de él.

No lejos de Kislawodks se encontraba la propiedad de su cuñado, el mariscal, al que Alexander podría haber hecho llegar algún mensaje cuando las demás vías de comunicación hubiesen estado interceptadas.

Con sus cuatro hijos y las tres sirvientas se instaló en el hotel Palast. El menor de sus hijos aún era lactante y ella misma lo amamantaba; había nacido tres meses después de la partida de Alexander, y si antes María no había comprendido lo que significaba poseer algo en prenda, ahora sí.

Las colosales montañas se erguían abrumadoras en el horizonte. Ella no podía relajarse en su presencia, ni deleitarse contemplándolas; parecían muros: un muro tras otro muro ascendiendo hasta una nieve infinita. ¿Cómo poder escaparse por allí? Espantoso, lo sufrido hasta ese momento; la sangre aún no se había enfriado. La primera noche soñó con puños, una maraña de puños que se extendía hacia ella, y cada uno de los puños tenía ojos de asesino. La herida del brazo le impedía olvidar la escena sucedida en el tren, cuando unos soldados completamente borrachos destrozaron el cristal de su vagón; en el compartimento se agolpaban ocho personas y montones de maletas, todo cuanto se había podido rescatar al huir de Tula. Los niños empezaron a gritar cuando dos tipos jadeantes tiraron de la puerta, a los que seguían otros detrás empujando y dando voces. Dymow se había ido al compartimento contiguo para ver si encontraba un hueco, y donde, por fin, había podido echar una cabezada. María recibió el primer golpe y, ensangrentada, se encaró con los asaltantes. Éstos, para su propia sorpresa, retrocedieron bajando la mirada, como si de ella emanara una fuerza mágica. Así lo sintió ella, pues creía poseer una magia oculta dentro de sí.

No obstante, sin Dymow hubiese estado perdida. Iwan Dymow había trabajado como amanuense en los Tribunales. Era un hombre corriente, del pueblo, al que la Revolución había ascendido otorgándole poder, pero del que él no abusaba. María, como señora suya en la finca, ya le había mostrado su afecto años antes, prestándole ayuda durante la enfermedad de su mujer. Ella ya no se acordaba de él, pero en el momento de peligro, acudió por sí solo. Les procuró pasaportes, sobornó el Consejo de los Soldados, supo cómo esquivar los recelos de los campesinos —para los que su señora suponía una rehén importante—, solucionó todos los posibles percances del viaje, hizo de espía, de vigilante, de porteador, de avalador y, todo ello, siempre desde el mismo respeto callado para con María. Cuando se despidieron en Kislawodsk, María, conmovida y parca en palabras incluso ella, le preguntó que cómo podría agradecérselo, pues se encontraba profundamente en deuda con él. Él contestó:

—Me sentiré dichoso, María Jakowlewna, si, de vez en cuando, me escribe contándome cómo les está yendo a usted y a los niños.

¿No era esto, acaso, también una parte y una consecuencia de aquella magia?

Como dama de la alta sociedad, mujer de un oficial y poseedora de un apellido ilustre fue recibida con gran entusiasmo por los huéspedes del hotel y tratada con suma distinción, aunque se sabía que era de origen alemán, y rusa sólo gracias a su matrimonio.

Así, después de un largo periodo de privaciones, se encontraba de nuevo rodeada de gente de su misma posición, en un ambiente festivo con un convencionalismo delimitado, algo que, en otro tiempo, había resultado tan deseable y apropiado para ella. Sin embargo, pronto sintió que ya sólo existía una vinculación formal con todo aquello; que los años que había pasado en la finca, primero con Alexander y después sola —aunque incluso estando sola, bajo la ley y mando de él—, la habían acostumbrado a otro código de valores, a un empleo del tiempo muy diferente. De todos modos, ya nadie, ni siquiera aquí, podía persistir en aislarse en su mundo, todo se había mezclado de forma inquietante y evitarlo era imposible, pues un destino común les había reunido a todos. La casa, toda la ciudad, en otro tiempo un punto de encuentro de la aristocracia y escenario del lujo más exquisito, parecía ahora una isla de náufragos albergando a numerosos fugitivos con sus últimas posesiones y sus últimas esperanzas. Gran-príncipes y chambelanes junto a especuladores y periodistas. Mujeres de los círculos más exclusivos de Moscú y Petersburgo junto a kokotten[1] y pequeño-burguesas que habían hecho fortuna con la guerra. Todos habían logrado escapar del infierno, pero sabían que tan sólo se les había concedido un breve respiro. Se estremecían ante el futuro, pero vivían a lo loco y celebraban fiestas. Oían las indicaciones de sus padres, hermanos, amigos, pero se anestesiaban en el casino y bailaban el tango y el one step[2].

Encontrar a un hombre de fiar, al que poder enviar con una carta a la finca del mariscal, era lo más apremiante para María. Para su sorpresa, se enteró de que Josef Menasse se encontraba en Kislawodsk; él también había sabido de la presencia de María y fue a ponerse a su disposición. Era apoderado de un importante banco de Odessa con el que Alexander von Krüdener había mantenido relaciones comerciales. Puesto que recordaba, de boca de Alexander, los continuos halagos a la honradez de Menasse, su confianza en él fue inmediata y total, y en lo sucesivo, inquebrantable. Él, mediante impulsivos arrebatos, le relató su desdicha. Debido a una importante transacción, había llegado hacía unas semanas, pero el día que debía de haber partido ya no salieron más trenes, y todo intento de abandonar la ciudad significaba jugarse la vida. María le escuchó atentamente, y sólo cuando él calló exhausto, ella le explicó el asunto. Él reflexionó, dijo que iría a echar un vistazo a ver cómo estaba el panorama, y tres horas después apareció con una circasiana a la que recomendó, seca y categóricamente, como la persona más indicada para ese cometido.

El mariscal, ya en su momento, había desaprobado el matrimonio de su hermano menor. Hecho que llevó a romper la relación entre ellos. El mariscal se mostraba irreconciliable y se había negado firmemente a ver a María. Se le informó del nacimiento de los hijos, pero él no se dio por aludido. Alexander lo había encajado sin rechistar, y no dejó tampoco que María albergara ningún rencor, pues él se doblegaba frente a su hermano como frente a un carácter juicioso cuyos actos y decisiones quedan excluidos de toda crítica. Él se doblegaba, con eso quedaba todo dicho y ahogado cualquier reproche de María. Cuando se desató la guerra, el mariscal envió un comunicado privado al zar renunciando a su administración y a su rango convencido de que la guerra contra Alemania iba a suponer una fatalidad para Rusia. Él había logrado gloriosos triunfos en la guerra contra Japón y, sólo por eso, no debía menospreciarse el paso que había dado. Ahora, vivía completamente retirado y dedicaba su tiempo —como buen apasionado que era de Hegel— a profundos estudios filosóficos.

El modo de comportarse de la gente con ella, a María le era indiferente si gracias a eso se sentían bien y les podía honrar. Su dignidad estaba por encima del engañoso goce de la simpatía. Para eso la había educado Alexander. En muchas conversaciones, a lo largo de muchas noches, él le había demostrado que el deseo de revancha era el origen de todo mal. Al poner en práctica sus lecciones, ella había logrado una peculiar entereza mental. La carta al mariscal era una obra maestra de evidente autopromoción.

Así esperó, esperó una respuesta o una señal de Alexander a partir de esa carta y, sin embargo, al mismo tiempo intuyó lo infructuoso de la misma. Para distraerse, empezó a instruir a su hijo mayor, Mitja, de siete años, pero no se sintió a la altura de las necesidades del muchacho —mucho más intensas de lo que ella sospechaba— y buscó un profesor para él. Un conocido de Moscú le recomendó a un estudiante, Jefim Leontowitsch Tatjanow, que vivía en una modesta posada a las afueras de la ciudad. Le mandó llamar y le contrató. Él, como secretario o algo similar, había seguido a un industrial; pero éste y la mayor parte de sus hombres habían sido asesinados por una banda de soldados maleantes, y ahora Jefim Leontowitsch se encontraba carente de todo recurso, justo en ese lugar de opulencia desmedida. María le trató con atención y respeto; eso pareció serle desconocido, y su agradecimiento tenía algo de infantil. No iba sólo a las horas acordadas, sino que dedicaba todo el tiempo libre a su alumno; y también a los dos pequeños, Fedja y Aljoscha, a los que atrajo con su bondad natural.

Una mañana, Aljoscha, al corretear a toda prisa por el pasillo delante de su madre, se metió en el cuarto que no era. María le siguió riendo; cuando le encontró, iba cogido a una dama de porte majestuoso que iba a su encuentro, y al verla le tendió la mano. Era la princesa Nelidow. María se sonrojó por su propia risa, pues la princesa iba de luto riguroso y María conocía la causa. Su hijo, el príncipe Grigorji de veintitrés años, oficial de la Marina del Káiser, hacía tan sólo unos días que se había pegado un tiro durante una excursión a las montañas.

La princesa, de unos cuarenta años, aún era una mujer muy bella. Se mostró muy cariñosa con María. Conocía a Alexander von Krüdener de los tiempos en los que él había estado en el Ministerio, y habló de él con calidez.

—Su presencia me hace bien —dijo la princesa—, espero que nos veamos a menudo —Rodeó con el brazo a Aljoscha y le acarició el cabello—. Esta noche celebramos el banquete funerario para Grigorji —prosiguió—. Venga usted; venga usted a verme.

María sintió compasión, no sólo por la princesa y su singular destino; la compasión por todas aquellas personas le desbordaba el corazón. Especialmente eran las mujeres las que despertaban ese sentimiento, pues esos seres despreocupados y rutilantes, decididas a engalanarse y a ser felices, parecían haber desaparecido.

Quiso marcharse, pero la princesa la retuvo. Entonces María mandó a Aljoscha que saliera del cuarto, y la princesa le contó:

—Escuche lo que ha sucedido. Hay una persona aquí, vive en la casa, una tal Lisaweta Petrowna. Afirma haber estado casada con Grigorji. Justo antes de la partida de él a Sebastopol, afirma que contrajeron matrimonio. No posee ningún tipo de documento, ninguna prueba, ninguna carta; que le han sido robados, dice, para excusarse Se me ha tirado a los pies, me ha besado las manos y me ha llamado madre. Lleva todo el día arriba en su habitación llorando y sollozando. A cada poco, manda a un camarero con notitas: «Tenga usted piedad princesa, tenga usted piedad de su Lisaweta Petrowna, tenga usted piedad». Yo no la conozco. No sé nada de ella. Grigorji nunca la ha nombrado. Nunca antes la hemos visto. Comprobar sus declaraciones es imposible. ¿Qué debe hacerse en un caso así? Tener piedad, ¿cómo tener piedad? Seguramente no dispone de dinero; así que habrá que pagarle las facturas. Ayer tuvo lugar una escena abominable. Ella entra, se sienta con los demás y empieza a llorar. Mi sobrina Jelena se levanta y la acusa de mentirosa. Lisaweta Petrowna aprieta los puños y se tira al suelo presa de una crisis nerviosa. Hubo que sacarla a la fuerza de la habitación. Esta mañana la han encontrado desmayada sobre la tumba de Grigorji. Según parece, ha intentado suicidarse. Jelena opina que ha sido simulado. Jelena está fuera de sí, pobre niña. ¿Qué debe decirse en un caso así? ¿Qué se debe hacer?

María decidió, inmediatamente, visitar a la tal Lisaweta Petrowna, pero no exteriorizó su intención, mas bien desvió la conversación hacia el joven príncipe y preguntó detalles de su vida, sin curiosidad, sino dejando entrever un delicado sentimiento de empatia entre madres. La princesa accedió agradecida; significaba un alivio para ella, mientras María, con esos pocos trazos, se hizo una composición de lugar. Sentada, delante de la princesa, callada y atenta, fumaba un cigarrillo, observando y observando. Poder mirar dentro de las almas, a veces, le suponía una pesada carga, pero, al mismo tiempo, saber tanto de los demás le parecía algo maravilloso. Cuando se despidió, la princesa dijo:

—Parece como si fuésemos amigas desde hace años.

María sonrió.

En el transcurso del día, los rumores, hasta ahora inquietantes, fueron tomando forma, y de lo más amenazadora. Kislawodsk había sido cercada por las tropas de la Revolución. Mitja, con una orgullosa tozudez que recordaba a su padre, dijo:

—¿No es cierto, mamá, que venderemos nuestra vida lo más cara posible?

Ella contestó:

—Sí, mi valiente amorcito.

—Lástima que Iwan Dymow ya no esté con nosotros —se lamentó él.

Pero ella le consoló:

—En primer lugar, tú mismo eres un héroe, y olvidas que tenemos a Jefim Leontowitsch.

Mitja examinó al estudiante, éste se sonrojó y, con una mirada de tímida devoción hacia María, dijo:

—Usted sólo tiene que ordenarme. Usted ordene, que yo obedeceré. —En sus palabras había seriedad y solidez, y llevaron a María a estrecharle la mano que él, humildemente, acarició con lo labios.

«¿Qué podría sucederme —pensó María—, cuando estoy rodeada de gente tan bondadosa?»

Cuando se acercó por la noche a los aposentos de los Nelidow, se encontró con un inesperado jaleo de risas, botellas descorchándose, tintineo de copas al brindar. Una orquesta de cuerda tocaba una brutal y salvaje melodía rusa. Abrió la puerta del salón; diez o doce jóvenes, parientes de la familia sentados alrededor de una mesa redonda, se emborrachaban, cantaban, fumaban; cada tanto, uno u otro se levantaba y les tiraba billetes de rublos a los músicos. María se fue a la habitación contigua, donde se encontraban algunos caballeros y damas ya de más edad, pero también una jovencita de unos dieciocho años, de belleza deslumbrante. Tenía el pelo corto y rizado, la piel pálida como el ópalo, y unos ojos pardos, grandes y severos, que parecían estar buscando algo. María se detuvo fascinada. Entonces la princesa Nelidow, que se encontraba sola en su dormitorio, la llamó:

—La estaba esperando —dijo cuando María entró—. Siéntese conmigo, hábleme, me agrada oír su voz.

Desde el salón, donde se llevaba a cabo de forma tan jubilosa el banquete funerario, llegaba ahora un sentido canto del coro.

En su afán de despertar a la princesa de su nublado y enloquecido juicio por el dolor, María se sintió como alguien que intenta abrirse paso en una habitación oscura y desconocida. La princesa la miraba con perseverancia, pero sólo de cuando en cuando su mirada reflejaba cierto entendimiento. María le habló de la soledad padecida en los últimos meses en la finca, del nacimiento de Wanja y de cómo en esa noche de dolor, la nostalgia hacia Alexander parecía tomar cuerpo de un modo tan creíble, que ahogó cada grito de dolor para no decepcionarle. En todo lo que ella hizo o pensó, él, invisible y dirigente, estaba allí. Habló de su trato con los campesinos, del espíritu de contradicción y de enemistad que, repentinamente, parecía haberse apoderado de todos, y contra el que incluso los más sutiles y lúcidos habían fracasado. De pronto un día, le negaron el derecho de propiedad sobre el bosque, el bosque debía ser talado y vendido. Ella intentó negociar, en vano; apeló a sus conciencias, en vano. Entonces, se dirigió con su hijo mayor a la zona del bosque donde los instigadores más furibundos ya habían empezado a talar los árboles. A uno de ellos le arrancó el hacha y le gritó:

—¡Ni un solo golpe más!

Y les explicó el pecado que estaban cometiendo; cómo estaban vulnerando lo más sagrado: la vida, y cómo estaban ofendiendo la memoria de su señor que había sido tan bueno y justo para con ellos. Muchos murmuraron, pero otros muchos callaron mirando al suelo. Ella les dijo que un árbol era una criatura de Dios como lo era cada uno de ellos; y que éstos eran árboles jóvenes, plantados y cuidados con amor, pensados para el bien de sus hijos, y los hijos de sus hijos, y aún no maduros para el hacha. ¿Acaso pretendían enterrar estas criaturas de Dios a cambio de miserable dinero? Entonces también deberían enterrarse a sí mismos y que, en tal caso, ella ya no quería seguir siendo su señora, y que no se movería mientras no jurasen no tocar el bosque, de lo contrario tendrían que empezar derribándola a ella. Después de aquello, celebraron un consejo, y los de más edad se le acercaron para jurar que no tocarían ni una sola rama de todo el bosque y le pidieron perdón por sus pecados. Así fue cómo, por aquel entonces, consiguió salvar el bosque; sin embargo, que hoy los árboles siguieran en pie, eso ya no se atrevía a afirmarlo.

La princesa estrechó las manos de María.

—Vivir en este país significa estar expuesto, cada hora, a un azar caprichoso —dijo—. ¿O, es ésta, acaso, la esencia de la vida, pero nosotras, privilegiadas, no lo hemos sabido hasta este momento? Ahora, muy a menudo siento miedo. Yo, personalmente, ya no tengo mucho que perder, pero temo tanto por todos los que veo, temo por el pueblo, por toda la humanidad a pesar de que la mayoría no hace si no el mal.

—En mi opinión, no depende de la mayoría —discrepó María—, más bien depende siempre de cada individuo, creo yo. El individuo, a menudo, es como la gota mágica que sana un cuerpo envenenado. La luz se apaga siempre por uno. En Tula tuve que alojarme con mis hijos en el hotel; el tren hacia el sur partía únicamente dos veces por semana. Y ya en la primera noche se disparó la alarma. El hotel fue ocupado por soldados e inmediatamente dieron la orden de que debíamos despojarnos de todo nuestro dinero, sin demora, que nadie podía abandonar su habitación y que a las ocho de la mañana habría un exhaustivo registro, y a todo aquél al que se le encontrara cualquier cantidad, sería fusilado. Imagínese mi situación, yo llevaba escondidos encima ochenta mil rublos, todo el metálico que pude reunir; si me lo requisaban, yo y los niños estábamos perdidos. Me separaron de mis sirvientas y de mi fiel acompañante, tenía vigilantes delante de mi puerta, esconder el dinero en la habitación era impensable, yo sabía lo concienzuda que era esa gente, así que no me quedó otra cosa que aguardar a lo que podía suceder conmigo, porque dar el dinero voluntariamente no lo pensé en ningún momento. Desde las tres de la madrugada hasta las nueve y media de la mañana deambulé sin cesar por la habitación, arriba y abajo. No sentí miedo, no pensé en desistir de mi empeño, ni tampoco tenía una idea clara de qué podía suceder, tan sólo una convicción: debía salvar de ese peligro a mis cuatro pequeños y a mí, que era mi obligación y que lo lograría. A las nueve, tres soldados, un suboficial y una mujer entraron en la habitación contigua, la de los niños. Los arrancaron de su sueño, y los muebles, las camas, las cómodas, las paredes, las cortinas, las maletas, fueron minuciosamente inspeccionados. Entré. Observé a aquella gente. Semblantes lúgubres, frentes sin atisbo alguno de humanidad, no parecía haber esperanza. Uno me ordenó bruscamente salir de la habitación; otro me siguió un par de pasos para cerrar la puerta. Cuando vuelvo la cabeza veo a uno, en el que me parece percibir como un algo, una especie de destello en la mirada, un lejano e indescriptible atisbo de calidez, que le diferencia de los demás. Tenía el cabello pelirrojo, corto y erizado, la piel plagada de pecas, y de entre sus carnosos labios asomaban unos dientes negros y mellados. Algo me hace estremecer, me dejo llevar por la intuición del momento y le hago una seña. Se me acerca en silencio. Yo me desabrocho el vestido arrancándome los botones, cojo el paquete con los ochenta mil rublos y se lo entrego. «Cinco vidas están en tus manos —le digo—, ahora haz lo que te parezca». Él, sin inmutarse, mete el paquete en el bolsillo de su faldón y desaparece. Entran los demás en mi habitación. Al igual que en la habitación de al lado, lo revuelven todo, la ropa de cama, los vestidos, los zapatos; registran cada rendija, cada cajón. Después, la mujer se queda a solas conmigo y yo tengo que desvestirme. También eso pasa, y la mujer se va. Un cuarto de hora más tarde, mientras mi corazón no había parado de latir hasta en la punta de mis dedos, aparece el soldado pelirrojo en la habitación, aguarda un instante, saca de su faldón el paquete de rublos intacto y me lo entrega en silencio. Yo balbuceo algunas palabras, atónita, confusa; le pregunto qué es lo que puedo hacer por él; ofrecerle dinero tiene algo de absurdo puesto que él me está regalando ochenta mil rublos. Él menea la cabeza y me dice: «No se preocupe madrecita. La triste realidad es que estamos metidos hasta el cuello de sangre y pecado. Quizás ahora, Dios se apiade algo de mí, quizás ahora la balanza quede algo más compensada»; y con las mismas, se va. Me siento avergonzada, como si yo, a causa del miedo y la desesperación, le hubiese inducido a pecar.

Mientras María aún pronunciaba estas últimas palabras, entró aquella joven hermosa. Se acercó a la princesa y, con una voz vidriosa y temblorosa de rabia, dijo:

—Stepan Fedorowitsch acaba de contar que conoce a esa tal Lisaweta Petrowna de Petersburgo. Al parecer era cupletista en un cabaret y lo demás, en fin, uno ya se lo puede imaginar. Ya ve, tía, que ha sido presa de una impostora y sería de lo más ridículo seguir ocupándose de ella.

—Mi sobrina Jelena —presentó la princesa, y dio también el nombre de María. Ésta sonrió complacida por la aparición de la joven princesa.

—No dispone de un solo copec[3], esta miserable mujer —continuó con amargura Jelena—; el director del hotel amenazó ayer con desalojarla. Y en lo que respecta a la comedia sobre la tumba de Grigorji, cuyo fin era el de engañarla a usted, tía, la bala apenas le rozó la piel del brazo izquierdo, muy suavemente. ¡Uf, qué historia tan poco apetecible!

—Pero por si existe, aunque sea, un solo atisbo de verdad en todo ello, debe usted, Jelena Nikolajewna, tener consideración —dijo María.

Jelena palideció.

—¿Pero cómo puede atreverse esa mujer? —gritó, meneando la cabeza con aversión—. Al margen de que no puede aportar nada parecido, ni de lejos, a una prueba para refutar su rocambolesca invención, existen otros motivos más profundos, más profundos, sí. —Apretó los labios y se incorporó, aún más delgada, aún más tensa que antes—. ¿Es que acaso debe de permitirse que mancille la imagen de Grigorji? ¿Qué es lo que quiere usted? ¿Por qué toma partido por ella?

—Yo no tomo partido —replicó María, que, de pronto, tuvo la sensación de que en la joven había cierta culpa e hipocresía—, sólo pretendía evitar que usted la prejuzgara. No se enfade conmigo.

María se levantó y se fue.

Delante de su habitación Menasse iba y venía, y nada más verla, la abordó:

—El hotel está rodeado y vigilado. En cada salida hay un montón de tipos armados hasta los dientes. Se penaliza con la muerte abandonar la casa después de la caída del sol. Nadie sabe de quién ha salido la orden. Nadie sabe si con ello nos quieren proteger o sólo pretenden encerrarnos en esta ratonera para que nadie escape. La cosa se está poniendo fea, nos tienen cogidos.

Menasse abrió impulsivamente la puerta de la habitación, pero movido por el recuerdo de las buenas formas, le cedió el paso a ella.

—Escúcheme —continuó con su peculiar forma de tomarse confianzas—, esperar a que nos lleven al paredón y nos peguen un tiro entre ceja y ceja, no tiene sentido. El que no se vaya ahora, tendrá que cargar con las consecuencias. Yo tengo un plan. Usted me cae bien, me da pena de los niños y admiro a su marido, es un gentleman de los pies a la cabeza, y si yo no me comprometiera con su familia en momentos de necesidad, sería una canallada por mi parte. Como le digo, tengo un plan. Los preparativos ya han sido dispuestos. Aunque, eso sí, el asunto costará mucho dinero, pero cuando se trata de sobrevivir, el precio es lo de menos.

Miró inquieto a su alrededor, se precipitó hacia la puerta, espió por una rendija, y volvió de nuevo junto a María; y, con una voz entre ronca y contenida, siguió explicando que aquello costaría una cantidad tan escandalosa de dinero, que sólo podría sufragarla un grupo bastante numeroso. Él ya les había echado el ojo a unas cuantas personas que le daban pena, personas que también sería muy triste…, a las que ya había comentado sus propósitos y éstas le habían otorgado plenos poderes. La cuestión era si María se quería apuntar. Si estaba dispuesta a acatar ciegamente sus órdenes. Sólo con una severa disciplina tenían alguna posibilidad de éxito. Él lo había planeado todo meticulosamente; el riesgo era grande, pero cualquier cosa era mejor que dejarse sacrificar aquí, y, al fin y al cabo, uno estaba en las manos de Dios, estuviera donde estuviera.

Menasse era enjuto, flexible como una marioneta, algo encorvado, y sus ojos carecían casi totalmente de cejas y pestañas. Iba vestido como recién salido de una revista de modas y parecía embebido de su capital importancia.

—Bien, señor Menasse —dijo María, después de pensarlo un momento—, quiero encomendarme a usted. Somos ocho personas —como usted ya sabe—, pues mis tres sirvientas también deben ir. Ésta es la condición que pongo yo.

Menasse se encogió de hombros. «Eso —advirtió con soltura negociadora—, sólo le representaría a ella un aumento de costes. No admitía a más de sesenta. Hasta ahora sumaban cuarenta y siete personas».

—La suma que necesitamos se sitúa alrededor del medio millón de rublos; sin embargo, si surgieran complicaciones, podría elevarse considerablemente. Sobre todo, es imprescindible guardar silencio. En las próximas horas se sucederán cosas terribles, pero usted permanezca callada y no se mueva hasta que yo no le diga lo que debe hacer. A partir de hoy, soy su general; eso significa obediencia absoluta y a la mínima señal. Buenas noches —concluyó.

María asombrada, le observó cómo, patizambo, cuellicorto y henchido de energía, salía disparado de la habitación. Inspiró aire y se asomó a la ventana. La luna casi llena nadaba en un mar de serenidad. Las montañas y las colinas se erguían como cuerpos negros, como una figura gigante que se perfilaba tintineante en un éter azulino. En la atmósfera flotaba una humedad melancólica, toda la oscuridad confluía en una luz plateada; el pecho del mundo intentaba alzarse con acallados sollozos frente a unas regiones inalcanzables. María hubiese querido rezar, un sentimiento de júbilo se agolpaba dentro de sí, pero aquella casa palpitando repleta de corazones temerosos, de confusión y de tenebrosos sentimientos, la atraía hacia sí extendiendo sus brazos, y ella parecía sucumbir de nuevo. Un reloj dio las doce, alguien llamó con sigilo a la puerta. Sin asustarse, María contestó. Entró la princesa Nelidow. Llevaba un velo sobre el cabello y, con el mismo sigilo con el que había llamado a la puerta, se acercó a María con gesto de súplica, casi como el de una subordinada. «¿Que si molestaba? Que si María Jakowlewna quería ir a descansar, ella se iría inmediatamente. Para ella dormir, en esos días, era algo impensable», —apoyó con suavidad ambas manos sobre los hombros de María. «No, por supuesto que no molestaba» —respondió María—, «también para ella, conciliar el sueño era un propósito tedioso, pues dentro de sí no había más que ecos y numerosas voces agitadas». Se sentaron. La lámpara eléctrica, encima de una mesita en una esquina inundó de penumbra la habitación.

La princesa dijo que había venido llevada por una especie de curiosidad; que había estado reflexionando sobre lo que María le había contado y que no había podido desprenderse de todo aquello.

—¿Qué clase de fuerza alberga usted?, ¿y de dónde procede? ¿Cómo es posible que usted, una forastera en nuestro país, pueda estar a la altura de cada una de las situaciones, y sepa dirigirse a nuestra gente como si la unieran a ella unos imbricados lazos de generaciones? Tiene usted mirada y porte de una arraigada, y ni siquiera es su tierra. Se le ha concedido a usted el don de hablar el lenguaje de los campesinos, la capacidad de penetrar en la enrarecida alma de un soldado salvaje, cuando nunca ha convivido con ninguno de ellos. Yo le he hablado de Gregoiji como a una querida hermana y apenas nos hemos cruzado en un par de ocasiones. ¿Qué clase de mujer es usted? ¿Qué es lo que la hace tan especial? ¿Lo sabría usted explicar? ¿O el pedírselo me convierte en una indiscreta?

—No, no, —esquivó María con una sonrisa—, sólo es que me sorprende usted.

—¿Sorprende? ¿Por qué? ¿Cree usted acaso que estoy obligada a permanecer sumida en mi dolor? Usted ha zarandeado mi conciencia, pero, al mismo tiempo, ha soltado el egoísmo que hay en ella. No nos debemos tantas lágrimas como presuponen los que se creen autorizados a compadecernos. Lo más preciado se nos arrebata, pero eso mismo revierte en nosotras; el luto, a menudo, tan sólo es una de las formas más sutiles de la hipocresía y, nunca, nuestra alma tiene tanta necesidad de recuperarse como cuando se encuentra en medio de una aflicción causada por una pérdida irreparable. Leo en su cara que me entiende usted.

—Admiro su valor, princesa. Es eso lo que me ha sorprendido.

—El valor es lo último. Lo último antes del final, María Jakowlewna. Y ya estamos en el final. Pero ¿no quiere usted contestar a mis preguntas? ¿Puede hacerlo? Sonríe usted; su sonrisa me da esperanza. —María, las manos entrecruzadas en su regazo, se inclinó hacia delante.

—Ha mencionado usted que se acordaba bien de Alexander von Krüdener —dijo—. El tiempo al que usted se refería queda ya muy atrás. ¿Qué impresión ha retenido de él? Me refiero en lo más profundo, no en lo social.

La princesa reflexionó.

—Es difícil —admitió dubitativa—, sé demasiado de él. Los que pertenecemos a las clases más altas sabemos demasiado unos de otros como para poder guardar una imagen real de una personalidad. Me pareció muy reservado. Inflexible, insobornable. Él es del Báltico ¿no es cierto? Todos los bálticos son rígidos. Tenía un cuerpo perfecto y su carácter, intachable hasta la médula, le confería un aura especial. Muchas jovencitas estaban enamoradas de él, pero visto objetivamente resultaba algo frío, como alguien que ha estado mucho tiempo solo, exterior o interiormente y que ya no sabe cuáles son los caminos que conducen hacia los demás. ¿Estoy en lo cierto?

María asintió con la cabeza:

—Es cierto como lo es una silueta en una pared. Es cierto, pero no significa nada. Inflexible, insobornable; en eso sí hay algo de él. Él me enderezó; no me doblegó, me enderezó. Yo me podía haber roto, pero entonces no hubiese sido la que él necesitaba. Yo provenía de un mundo sin fiestas; no pertenecíamos a la nobleza, ni pertenecíamos a la burguesía, estábamos como suspendidos justo en medio, fuera de toda ley. Nací en Alemania, pero fui educada en Austria; allí, el peculiar ambiente estatal y social requiere, ya de por sí, una cierta ambigüedad. Siempre estuve en pie de guerra contra todos, siempre fui diferente a los demás. Para encontrarme a mí misma o algo a lo que agarrarme, hice todo tipo de locuras; me revelé contra toda imposición, me volví muy salvaje, totalmente desatada, me enemisté con mi familia y con la mayoría de mis amigos; estaba poseída por ideas de libertad, y en peligro de perderme entre el libertinaje y mis fantasías. Entonces, encontré a Alexander. En el momento más crítico. A mis diecinueve años me había liado peligrosamente (la sensualidad siempre resulta ser el indicador del nivel de decadencia). Desatada y liada, qué curioso que ambas circunstancias puedan darse en uno al mismo tiempo. Pero es que era esa época, en la que uno es todo a medias, en que no se está convencido de nada, y si uno decidía llevar un tipo de vida concreto, casi se era un proscrito. Nunca nos hablábamos, Alexander y yo. Se le había encomendado una misión oficial y aparecía de vez en cuando, pero de un modo muy diferente de los demás hombres a los que yo conocía en sociedad. Que despertaba su curiosidad, que me observaba, por supuesto, yo lo notaba, estaba convencida de mi magnetismo; pero el suyo, a pesar de ser aún más poderoso, no era suficiente como para que yo me liberara sin más de mis cadenas. La decisión de incluirme en su mundo, le cogió por sorpresa incluso a él mismo. Me guardaré muy mucho, princesa, de fatigarla con los detalles de la historia de amor. Lo importante se reduce a que nos casamos sabiendo que con ello, cada uno de nosotros, nos jugábamos nuestro destino. ¡Qué meses!, princesa, ¡qué años! Nos comportábamos como dos duelistas, como dos luchadores. En una ocasión me confesó: de no ser por su inequívoca intuición sobre la semilla que había dentro de mí, ya desde un principio, me hubiese mandado de regreso a casa; pues yo era indomable, irrefrenable, llena de falsos juicios, llena de prejuicios acerca del amor y matrimonio y hombre y mujer y Dios y la humanidad. Me decía siempre: «llevas dentro de ti a toda Europa», y yo, durante mucho tiempo, no entendí lo que significaba. Yo me mostraba reticente incluso en esto y me enfrentaba a él con lo que yo creía que era mi personalidad, esa plantita de invernadero que él, hoja a hoja, filamento a filamento, fue deshojando, hasta que no quedó más que vergüenza y testarudez, mucha testarudez. Y él buscaba la semilla, incansable, incesante, día y noche, con una paciencia desmedida, con un profundo conocimiento. Él me desenterró de mí misma; él me rompió en dos para recomponerme de nuevo. Fue doloroso; le aseguro a usted princesa, que había días, semanas, en las que asfixiada por el amor y el odio, me derrumbaba extenuada. Y él detrás de mí, como con un látigo mental: «tienes que superarlo, tienes que pasarlo, aunque te consuma. Mejor sucumbir los dos juntos y de forma honesta, que una muerte lenta durante treinta años de malos entendidos y heridas silenciadas». Y por fin, desde mis ruinas, me identifiqué con él; por fin me encontró, me ganó. Fue en la época en la que me quedé embarazada por primera vez, tras cinco años. Que él tampoco se quedó igual, es evidente. Si yo no hubiese tenido nada que ofrecerle, no hubiese podido llegar a significar nada para él, pues el éxito siempre conlleva contratos inteligentes. Aun así, yo era su creación, y así me sentía. Por aquel entonces, él se retiró de la vida pública, nos fuimos a la finca y empezamos a trabajarla. Cada una de las metas era conjunta. En todas las opiniones y acciones, llegábamos siempre a las mismas conclusiones. Leíamos los mismos libros, teníamos los mismos pensamientos, tomábamos las mismas decisiones. Él no se permitía ningún descuido, su severidad para consigo mismo tenía algo de monacal. Era imposible motivarle para una acción en su propio provecho, u otorgarle el más mínimo atisbo de razón si la tenía otro; hubiese sido más fácil fundir granito. Lo que él consideraba como su obligación, su misión en la vida, no tenía límites, era como una corriente progresiva que no parecía tener fin; su entrega era total, él se exigía a sí mismo una entrega total, igual que a mí. Mi naturaleza tiene algo de indolente, contemplativa; pero él me lo quitó del todo. A veces lloraba de ira y de compasión por mí misma cuando él me exigía demasiado; pero luego comprendí que era lo correcto, pues cuando yo me dominaba, él, mediante una palabra amable, conseguía que yo olvidara toda la amargura. «En ningún caso mimarse, en ningún caso ablandarse, en ningún caso malgastar sentimientos a la hora de decidir», decía; y así se comportaba para con el mundo, con sus hijos, con sus subordinados. Restaba importancia a cualquier obstáculo con su propio ejemplo. En él latía un gran concepto de su patria, un gran concepto de la soberanía que se forja a base de dedicación, de obediencia y de respeto a las tradiciones. Para él, el zar era un ser tan divino como para cualquier campesino. Rusia, el pueblo ruso, representaba para él el sagrado caldo de cultivo de toda la humanidad, el regazo del futuro, la despensa del mundo. Hablo de él, hablo de mí. Ya no cabía ser de otro modo. Él y yo nos fundimos en ese misticismo que nos daba toda la energía necesaria. Así lo vivimos. Yo sabía que cuando él alzaba un puñado de tierra sopesaba y examinaba todo su país bajo el cielo y con su gente encima. Yo sabía que cuando se disponía a hablar con sus campesinos para dictar justicia lo hacía desde la máxima responsabilidad, como si su sentencia fuera a quedar grabada para toda la eternidad. Si éstos le pedían ayuda, él acudía aunque se tratara de lo más nimio. No eran infrecuentes las salidas en trineo en plena noche helada. Tenían el derecho de llamarle. Para eso era el señor. Él sabía ser el señor. Yo era la señora. Él me convirtió en la señora. Poco a poco lo fui comprendiendo. Señora y madre, para él era todo uno. Madre de muchos, y por eso ellos, muchas veces, llaman madrecita a su señora. Eso es bonito y allana el camino. Si uno lo piensa, princesa, ¿no le parece que todo resulta de lo más sencillo?

—Entiendo, entiendo —murmuró la princesa—, sencillo, sí. Lo maravilloso es, en realidad, siempre muy sencillo. Entiendo la evolución, entiendo su corazón, pero, après tout, ¿no se siente usted totalmente decepcionada? ¿No fue todo en vano? ¿Ahora que las cosas están así, que estamos solas, sin los señores, terriblemente abandonadas?

—No me siento decepcionada —contestó María—, el camino sigue. Y tampoco me siento sin señor, sea cual sea el significado que le dé usted a esta palabra.

La princesa preguntó:

—¿Cuánto hace que su marido la dejó?

—Para ser exactos, casi un año. Y por Navidad recibí la última carta.

—¿Y cómo soporta su ausencia? Es una situación aterradora y mucho más en sus circunstancias actuales.

—Forma parte del camino —dijo María—. Yo sé que él, ahora mismo, está aquí conmigo, ¿qué importa, entonces, la distancia? Si cierro los ojos tan sólo un instante, le veo, le oigo, tengo que sonreír por algunas de las peculiaridades que le conozco al hablar, le pregunto, le contesto, me dejo aconsejar por él y, seguro, que para él también es así.

La princesa replicó:

—Tiene usted mucha imaginación, María Jakowlewna. No quisiera minusvalorar sus sentimientos; todo cuanto me acaba de decir usted me inspira una profunda admiración y me ratifica en la idea que tengo de usted. Es usted tan transparente como el agua, no tiene dobleces. Qué tranquilizador resulta hablar con usted, sí, incluso sólo sentarse junto a usted y observarla. Pero dígame una cosa. Yo creo en la seguridad que tiene en sí misma, creo que la ayuda a superar la nostalgia, la impaciencia, el desasosiego que siente por el destino incierto de una persona tan amada; pero ¿no se siente también liberada? No me conteste aún; un instante más. Esto es tan delicado que resulta muy difícil encontrar las palabras. No desearía caer en la sospecha de que quiero sonsacarle lo más íntimo y reservado.

—Hable sin temor, seguro que no la voy a malinterpretar —señaló María amablemente.

La princesa prosiguió:

—En usted hay mucha pasión. Estoy segura de que usted es la mujer más apasionada con la que me haya encontrado jamás. Pero también la menos accesible. Digo esto en un sentido concreto. ¿Cómo se consigue encerrar bajo llave toda la pasión y renunciar para siempre a todo lo que queda aún por venir? ¿Cómo se llega a esa firmeza inquebrantable? Las mujeres somos seres terriblemente sacrificados. O nos entregamos sin más o nos reprimimos. En uno u otro caso tropezamos, y traicionamos nuestros sueños. Y entonces aparece una mujer que se ha atrincherado de tal modo que el diablo no tiene cabida. En vano se intenta escudriñar sus puertas y ventanas para encontrar un resquicio de debilidad, pues una misma vive en su propia ruina y la envidia la corroe. Pero dígame: ¿no fue aquello un despotismo insoportable? ¿Aunque sólo fuera a veces, tan sólo a veces? ¿No se siente ahora, en lo más profundo, de algún modo liberada, o por lo menos aliviada? ¿No se le ha quitado un peso de encima, a pesar de todo ese amor? ¿Al cabo de tantos años, no le fue arrebatada a usted la libertad de decidir, y no tiene la sensación de que ahora la vida puede traerle a la puerta un fantástico regalo, y usted lo puede aceptar sin ningún escrúpulo? O con escrúpulos, aceptarlo sin más, aceptar el regalo. Quiero decir: ¿acaso su alma y su espíritu están tan repletos gracias a un único hombre, a sus deseos y a la existencia a su lado que, más allá de él, no existe ningún aliciente para usted, ningún estímulo, ninguna tentación? Porque, después de todo, usted es una mujer de pies a cabeza; en usted todo florece y resplandece. Si yo fuera un hombre, qué no me jugaría para atraerla junto a mí. Se sonroja usted; ¡qué bonito, qué conmovedor! Como una jovencita. Pero conteste, contésteme.

María sintió un atisbo de pánico. De forma casi mecánica respondió:

—Cuatro hijos, princesa. Junto a toda esa… ¿cómo la llamó usted? Esa firmeza inquebrantable, cuatro hijos. ¿Ha visto usted a mis hijos?

La princesa guardó silencio. Había apoyado sobre la mesa sus brazos desnudos, cuya blancura sobresalía de entre el negro vestido, y María avergonzada (aunque tarde) por su vanidad maternal, leyó en la ofuscada frente de la princesa el pensamiento: «también yo fui madre». María apoyó la cabeza en la mano y, al cabo de un momento, empezó:

—Sus palabras han sido egoístas, princesa. He cambiado una vía de felicidad por otra. Quizás por cobardía. Su pregunta ha sido de pronto como una mecha. Me ha cegado. ¿La verdad? Si yo la supiera. Intuyo que se encuentra en el temor. Allí donde está el abismo, se halla la verdad. Cierto, se me privó de escoger libremente, pero yo no tenía la más mínima intención, ni el más mínimo motivo para volver a escoger. Pues mi elección había sido totalmente irrevocable. Usted ha dicho que el diablo no tiene cabida en mi casa. Y es totalmente cierto, y ahora debo ser muy audaz, terriblemente audaz, pues ya he escogido mi pedazo de cielo. No niego que puedan existir tentaciones para mí, ¿quién está a salvo de ellas? La sangre posee un poder increíble. Pero si tuviera que escoger de nuevo, entonces tendría que haber recorrido todo el círculo hacia el polo opuesto. Lo divino no se puede escoger dos veces, ni manosearlo, y acercarse a ello con intención de hacer experimentos tampoco es posible. Para eso es demasiado inexorable. Si tuviera que escoger de nuevo, entonces ya tendría que ser el mismísimo diablo en persona. Sólo el diablo podría tentarme. Pero espero no llegar tan lejos —rió.

La princesa se levantó y la abrazó en silencio. O bien porque se había quedado sin argumentos o porque se sentía vencida por lo inesperado de la salvaje explicación de María, no mostró ningún tipo de reticencia. Antes de marcharse, dijo:

—Desde luego, desde luego —dijo con tono amargo—, desde luego. Todo lo aproximado, lo dudoso, el dejar que suceda en vez de decidir, diluye nuestro destino. Nos agota antes de tiempo. Siempre sacamos conclusiones, pero en lo importante, en el momento, nos engañamos a nosotras mismas. —Y luego añadió cordialmente:

—Quisiera poseer su retrato, María Jakowlewna. Mándeme su retrato en cuanto le sea posible, me servirá de amuleto. Quién sabe si la próxima hora no nos separará. Si tengo su retrato, tengo algo que me protege.

María se lo prometió.

El resto de la noche, lo pasó en vela. La casa, desde el tejado hasta el sótano, parecía una especie de acumulador de miedo. En los pasillos, un ir y venir incesante de pasos. María sabía de las relaciones que se tramaban de habitación a habitación y que, a menudo, no iban más allá de las primeras horas de pasión. «Se precipitan desesperados al encuentro para devorar lo prohibido, para no tener que sentir», pensó María entre el menosprecio y la compasión. Pero también había otros pasos, pasos de mensajeros, pasos de chivatos, pasos de espías, pasos de centinelas. Por las ventanas penetraban corrientes de aire, unas veces frías y otras cálidas; hacia el amanecer hizo frío y María, por fin, se durmió, y durmió hasta el mediodía. Hasta que la despertaron los sollozos del pequeño Wanja. Jewgenia, la cuidadora vestida toda de lino blanco, lo entró en brazos a la habitación con un mohín de reproche porque su señora se había evadido durante tanto tiempo de su deber. Wanja no estaba para juegos; se agarró con sus gruesos puñitos al pecho de su madre y lo atrapó como lo haría un pequeño y malicioso pez.

Desde la lejanía llegaban ecos de disparos que, hacia el atardecer, fueron creciendo y acercándose cada vez más. Jefim Leontowitsch llegó visiblemente alarmado y rogó a María que le dejara pasar la noche en la habitación de los pequeños, pues si no, no podría tener algo de paz. María contaba con noticias de Menasse. Para estar prevenida mandó a Litwina y Arina, las dos jóvenes sirvientas, a hacer el equipaje, lo que hizo saltar de alegría a los pequeños. María tuvo la sensación de que, de la lista de cosas que se había propuesto hacer, se estaba dejando algo importante. Darle vueltas a eso le destrozaba los nervios. Se puso un traje de noche y bajó. Al momento, volvió a subir, revolvió en una caja buscando una fotografía, escribió encima su nombre, la metió en un sobre y mandó a Arina a entregársela a la princesa Nelidow. Pero, no era eso lo que se le había olvidado.

En los salones predominaba el mismo trajín ruidoso de siempre. Todos esos hombres y mujeres a los que les había sido robada su patria e incluso ahora su libertad, hacían gala de una provocativa despreocupación. Tan sólo unos pocos semblantes mostraban la conciencia del peligro. En uno de los grupos se contaba, entre risas, que ya estaban combatiendo en las calles de la ciudad y que en el patio del hotel se hacinaban muertos y heridos. Ya habían visto suficiente, estaban ya acostumbrados al horror; ahora, todo se reducía, únicamente, a su propia caída, a la que casi parecían esperar con frívola curiosidad. Entre la melodía de un vals vienés se colaba desde el exterior el correoso tac-tac de la ráfaga de una metralleta desde el exterior. Se veían soldados correr junto a las ventanas. A María le llamaron la atención unos individuos de aspecto temible, primero tres o cuatro, después quince o veinte, que deambulaban por el vestíbulo y los comedores. Todos procuraban no fijarse en ellos, bromeaban, charlaban, hacían como que no estaban ahí. Sus ropas, corrientes o incluso destrozadas, destacaban amenazantes junto a los lujosos vestidos de fiesta, los fracs, las relucientes pecheras de los hombres. Interceptaban el paso de los camareros que llevaban los cubos con el champán; se colocaban desvergonzadamente junto a los butacones donde descansaban los señores más distinguidos, y se metían en medio de los grupos en plena conversación. María pensó: «ya va siendo hora de que Menasse dé señales de vida». En ese momento, se oyó un fuerte silbido e inmediatamente después, mientras la orquesta del comedor hacía una pausa, llegó una extraña música desde una habitación lejana. Un joven se acercó a María, un escritor moscovita, y le contó que en la sala grande se estaba celebrando una boda armenia, que fuera a verlo, pues era sumamente interesante. Le ofreció el brazo para acompañarla. María, que siempre que se trataba de descubrir algo nuevo volvía a tener quince años, asintió de inmediato. Mientras tanto, el ambiente, en una parte de la sociedad, se enrareció de pronto. Un anciano gesticulaba con sus enjutas manos intentando convencer a un grupo de damas. María oyó como una de ellas susurraba:

—¿Y mis joyas? ¿Mis perlas?

El anciano contestó:

—Se trata de la vida, sin más.

Delante de la sala de billar, había dos jóvenes pálidas, desencajadas, con los ojos como platos. Entre tanto, el escritor le dijo a María:

—Indescriptible, la suntuosidad que saben desplegar los armenios para este tipo de acontecimientos. Usted misma se convencerá; ¡como de cuento de hadas!

Ya se habían congregado más curiosos. Pues Stepan Nelidow se estaba haciendo notar debido a su, del todo desagradable, entusiasmo por la celebración, como si estuviera en un circo. Allí donde se encontraba María, a la entrada de la puerta de la sala grande, nacía la base de la escalera de caracol que llegaba hasta el techo del edificio de siete pisos. En cada planta había un rellano ovalado flanqueado por una barandilla de hierro forjado. En los tres primeros pisos se podía ver el inicio de la escalera que conducía a las plantas siguientes. Mientras María alzaba la vista, sintió que, en algún lugar allá arriba, sucedía algo que también le competía a ella. Oía, desde muy arriba, a alguien hablar alzando la voz, y al poco, como unos gritos a carcajadas, después, durante un rato, otra vez silencio; pero en cuanto volvió a prestar atención a los armenios, las voces de arriba empezaron de nuevo.

La extraña música, diversos instrumentos de viento y dos tambores broncos, había pasado de un tempo algo lento a uno mucho más animado. Un joven y una chica salieron a bailar, sus movimientos y giros, en un principio contenidos, mansos como ovejitas, se aceleraron, dejándose llevar por el ritmo de la música. El enorme salón repleto de luz resplandecía gracias a los intensos colores de los trajes bordados en oro y plata, azul, amarillo, verde y rojo en las tonalidades más fuertes; del cálido ambiente resaltaban unos rostros de mujer de belleza incomparable y otros algo más pálidos, de hombres de barba negra que observaban sentados con aire majestuoso. Enfrente, se veía, además, a unos jóvenes engalanados con vestidos de puntillas que se agachaban y erguían bailando una danza, y cuando la embriagadora música cesó, empezaron a entonar un canto festivo. María, en el umbral de la puerta, sonreía estimulada por las escenas y las melodías de un mundo pintoresco —incómoda tan sólo por sentirse una intrusa, pues su presencia allí no era deseada—, cuando percibió, de nuevo, los desagradables gritos que venían de arriba y que ahora se acercaban cada vez más. Retrocedió hacia el centro de la escalera y alzó la vista. Una mujer bajaba la escalera de la tercera planta a una velocidad que asustaba, pues parecía que en cualquier momento se iba a precipitar escalones abajo. El cabello despeinado revoloteaba alrededor de su cabeza, su semblante, a pesar de la distancia, mostraba que estaba aterrorizada. Llegó hasta el rellano, se sujetó un momento a la barandilla y siguió descendiendo por el segundo tramo de escalera. María supo enseguida que se trataba de Lisaweta Petrowna a la que había querido ir a visitar, por lo que también supo que era eso lo olvidado que la había estado atormentando. Decidida se dirigió hacia la escalera; la que bajaba entre agitados sollozos, se encontraba ahora en el primer rellano y de nuevo volvió a sujetarse un momento. Miró a su alrededor, jadeante; tras ella bajaba una joven, que María reconoció como la princesa Jelena, pero cuyo modo de andar y semblante no justificaban, en absoluto, el temor y correr desenfrenados de la otra; pues, más bien, descendía pausadamente escalón a escalón, y aunque sus rasgos ensombrecidos parecían determinados a un fin concreto, al mismo tiempo expresaban aversión y cansancio. María había subido un par de escalones, la fugitiva se precipitó hacia ella, se paró en seco creyendo estar ante otra enemiga, lanzó uno de aquellos gritos que momentos antes habían sonado como carcajadas, se balanceó y casi cayó al suelo, de no ser por María que dio un salto para recogerla. La joven quiso agarrarla, y mientras la intentaba alcanzar con los brazos, resbaló hasta quedar arrodillada a los pies de María. En ese momento, la princesa Jelena había llegado al lugar de la escena. Se detuvo unos escalones antes; en su maravillosamente fino y despejado rostro la expresión de aversión se acrecentó y exclamó:

—¿Tocar semejante ser infecto? ¿Cómo puede tocarlo? —Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

La joven, entre sollozos, hundió su cara en el vestido de María.

—Me quiere matar —lloró contra el cuerpo de María con la cabeza metida en la tela. Los espectadores de la boda se habían agolpado fascinados en torno a la escalera. Stepan Nelidow, apoyado contra la pared con los brazos cruzados, sonreía despóticamente.

—¿Para qué, Jelena Nikolajewna? —le reprochó María a la joven princesa—, ¿para qué todo esto? Su tono tranquilo y bondadoso tuvo un efecto visible sobre la princesa, que agachó la cabeza. Su pelo suave y ondulado le rozó las mejillas y se quedó así, inmóvil.

—Venga usted conmigo, Lisaweta —le dijo María a la joven que seguía arrodillada—, nadie le va a hacer ningún daño. —Levantó a la joven abatida, le ofreció el brazo para sujetarse y la condujo, a través de un corro boquiabierto, por el pasillo hasta el ascensor, en el que la introdujo con suavidad. Una vez llegaron arriba, la joven iba tan ensimismada que María tuvo que levantarla a la fuerza de su asiento. Mitja y Aljoscha volaron a su encuentro entre gritos de júbilo, «alguien había ido a recoger las maletas». Jefim explicó que habían venido tres hombres y, sin mediar palabra, se habían ido llevando uno a uno los bultos del equipaje, los dos grandes y los cinco pequeños. Las sirvientas no se habían atrevido a disuadirles o a pedirles explicaciones sobre quién los mandaba. Los bolsos de mano, los necessaires y los cestos aún estaban en la habitación. Y mientras María lo consultaba con Jewgenia, apareció un chaval con una nota, la entregó y se fue. En la nota decía: «Obedecer sin demora: al recibir la presente, abandone con los suyos la casa por la puerta que queda junto a los locales de la cocina. Allí, alguien les estará esperando para conducirles a un lugar concreto donde deberán pasar una o quizás dos noches. El contacto es de fiar. No se retrase usted más de media hora, de ser así no respondo. Las maletas están en lugar seguro. La cuenta del hotel está pagada. Menasse».

A pesar de la crítica situación, María se sintió secretamente estimulada. «Mi general es muy severo» —pensó—. Y ayudó a los pequeños a terminar de vestirse. Aún faltaban por empaquetar un montón de cosas. Arina y Litwina corrían apresuradas por la habitación. Wanja lloraba; Jegwenia le mecía en sus brazos. A María le hubiese gustado despedirse de la princesa Nelidow; ya no había tiempo. Lisaweta Petrowna se había acurrucado en un rincón del sofá, y con ojos de animal asustado observaba todo cuánto sucedía a su alrededor. De pronto, se incorporó y con sus manos sujetó las de María.

—Lléveme con usted —le suplicó desencajada.

María contestó:

—Pero tan sólo disponemos de unos minutos; ¿cómo sería posible, tal y como va usted?

Lisaweta llevaba un kimono de andar por casa y unas zapatillas de seda azul.

—Por nada del mundo quiero volver a mi habitación —dijo desconsolada.

Los pequeños, llenos de impaciencia, empujaban a María en silencio. Arina cargó a Jefim Leontowitsch con los bolsos. Mitja, que a pesar de su innato porte principesco, mostraba siempre mucha empatía con el sufrimiento ajeno, le dijo a su madre:

—Esta señora puede ponerse uno de tus abrigos; tenemos cientos de abrigos.

María hizo una seña, Litwina trajo uno de los abrigos y Lisaweta se enfundó en él.

—¿Acaso quiere usted abandonar aquí todas sus pertenencias? —le preguntó María; a lo que ésta contestó:

—Vámonos cuanto antes, cuanto antes.

Jefim, los niños, Jegwenia con Wanja entre sollozos, Arina, Litwina y Lisaweta salieron al pasillo. María iba la última. De pronto se topó con Jelena Nelidow.

—¿Se marcha usted? —musitó entre sorprendida y contrariada—, ¿se marcha? ¿Y esa de ahí, a esa escoria, la convierte usted en su protegida? ¿Honra usted con su amistad a esa desvergonzada?

—Yo tan sólo veo a una infeliz, Jelena Nikolajewna —contestó María—. Yo no sé nada más de ella que eso. ¿Puedo yo negarle mi ayuda a una infeliz que viene huyendo hacia mí, cuando yo misma estoy huyendo?

De nuevo, el tono de voz y las palabras de María apaciguaron a la joven princesa. Su rostro se contrajo como por un rictus de dolor. Y sin más, con dedos temblorosos, arrancó un alfiler de diamantes de su vestido y lo apretó contra la mano de María.

—No quiero ser más culpable de lo que ya soy —dijo como ida, como si le hablase a la pared—. Déselo, conviértalo en dinero para ella, es pobre; yo dinero no tengo, pero no me delate.

María, debido a las prisas, únicamente pudo dirigirle una mirada a modo de agradecimiento. El suelo quemaba bajo sus pies. Fedja había retrocedido en su busca para averiguar por qué tardaba tanto. Jelena caminó algunos pasos junto a ella; llegando a la escalera la agarró del brazo y, gimoteando como una chiquilla, dijo:

—Tengo miedo, tengo tanto miedo. —Sus singulares ojos pardos se abrieron desmesuradamente—, tengo un miedo espantoso —repitió—, y quizá soy mala a causa del miedo.

—Querida, querida mía —le dijo María con un tono suave y cariñoso. La joven princesa se tapó la cara con las manos y se alejó lentamente, mientras María descendió las escaleras con un gran pesar en su corazón.

En la puerta indicada por Menasse esperaba un soldado con casco y la bayoneta desenfundada. Se dirigió en silencio a la cabecera del grupo. Atravesaron un estrecho patio interior, después siguieron por una calle iluminada por los destellos del fuego; a la izquierda, en lo alto de la colina, ardían unas casas; las chispas, que por la lejanía parecían bordados de oro, chocaban contra la luna. Pasaron unos jinetes a todo galope. Fedja y Aljoscha se detuvieron asombrados, pero Mitja, como un pastor atento, les indicó que siguieran. Jefim resopló bajo su pesada carga, y María, pese a su reticencia, le liberó de uno de los bolsos. El soldado torció hacia una callejuela cuesta arriba. Las casas se volvieron cada vez más modestas. Dubitativo, miró a su alrededor como para orientarse. Las callejuelas carecían de iluminación. Otro soldado salió de un portal dirigiéndose hacia él y hablaron en voz baja. El tremendo estruendo de un cañón estremeció la noche. Aljoscha rompió a llorar. María le cogió de la mano. Llegaron a las últimas casas de la ciudad, cerca de la estación. El soldado dio media vuelta y se alejó un buen trozo. Lisaweta, que andaba con dificultad debido a las zapatillas, se apoyó contra el muro de una casa. Al final de un callejón resonaba la marcha de una patrulla. El soldado silbó, Jefim corrió hacia él y, desde ahí, llamó a María y a los demás. Entraron en una casa medio en ruinas, de una única planta y que parecía completamente deshabitada. Con la culata del fusil, el soldado golpeó una de las puertas, luego, encendió una cerilla. Se vio una habitación de unos cuatro metros cuadrados, tan baja que uno se daba con la cabeza en el techo, con las paredes enmohecidas por la humedad y sin mobiliario alguno. La cerilla se apagó. «Aquí debían quedarse; sin moverse, y sin abrir los postigos de las ventanas», dijo el soldado, «si apreciaban en algo sus vidas». María, a oscuras, le preguntó si sabía dónde estaba el señor Menasse. «No lo sabía; ni siquiera le sonaba ese nombre. Sólo sabía, que un grupo de personas serían escondidas esa noche en las casas alrededor de la estación para ser trasladadas cuando surgiera la ocasión. Eso era todo lo que sabía». María le preguntó si podían encender una vela, por lo menos, hasta que los niños se hubiesen dormido. Él lo desaconsejó. Ella preguntó que ¿cuánto tiempo deberían permanecer, diez personas en ese mustio agujero? Él no podía decirlo. Pero de nuevo les aconsejó que no llamaran la atención bajo ningún concepto, y después se alejó.

Durante un rato todos permanecieron en silencio, ensimismados por turbios pensamientos. Aljoscha había palpado hasta encontrar la mano de su madre, y hundió en ella su cara. María notó cómo el miedo se iba apoderando de todos ellos.

—Debemos tener luz —decidió.

Jefim Leontowitsch se ofreció a salir con sigilo para hacer de vigilante. En caso de percibir cualquier señal sospechosa, golpearía tres veces la persiana de madera y entonces deberían apagar la vela. Transcurrió algo de tiempo hasta que Arina encontró una vela. En cuanto estuvo encendida, inmediatamente extendieron las mantas y abrigos sobre el suelo de madera muy sucio; a toda prisa cada uno se instaló como pudo y los pequeños se durmieron vestidos, nada más acostarlos.

Lisaweta estaba apoyada en la pared junto a María. De su cabeza, medio escondida entre sus brazos, sobresalían mechones desordenados de pelo castaño. Sus pronunciadas caderas se estremecían de vez en cuando. María, mientras amamantaba a Wanja, fijó pensativa su mirada sobre ella. Después, cuando Jewgenia cogió al ya satisfecho Wanja y apagó la vela, María le pidió que hiciera entrar a Jefim Leontowitsch para que él también pudiera descansar. Pero Jefim mandó decir que él creía necesario que uno de ellos hiciera guardia, que se echaría delante de la puerta encima de su abrigo.

Los ojos de María no se abandonaron al sueño. Oía la intensa respiración de los tres pequeños; podía reconocer a cada uno de ellos por su sonido y ritmo, incluso la débil y entrecortada respiración de Wanja era fácilmente distinguible. También las sirvientas dormían. Ella vigilaba, meditaba, escuchaba atentamente. A su derecha resonó un profundo sollozo.

—¿No puede usted dormir, Lisaweta Petrowna? —susurró María.

La aludida se movió y se acercó.

—¿Quién es usted en realidad? —le preguntó a María, también susurrando—. Usted me ha rescatado, llevado consigo… ¿Por qué motivo? ¿Quién es usted?

—Si realmente el apellido significa tanto para usted, entonces debe saberlo —contestó María, y le dijo cómo se llamaba. Después de nuevo, hubo otro momento de silencio; después de nuevo, otro sollozo que parecía salir de una pecho terriblemente oprimido.

—¿Qué le sucede? —susurró María— aligere su corazón, hable.

—¡Oh, Dios santo! —murmuró la otra.

—Estamos a oscuras y no nos podemos ver la una a la otra —prosiguió María entre susurros—, todos duermen, es como si estuviéramos a solas. Hable usted.

—Jelena Nikolajewna desearía pisotearme con su tacón —exclamó la voz dolida— cuando, en realidad, lo sabe todo. Nadie, excepto ella, lo sabe todo. Grigorji se confió a ella. Sería capaz de matarme a sangre fría, cuando lo sabe todo. ¡Oh, Dios mío!

—Luego, ¿es cierto que el príncipe se ha casado con usted? —preguntó María.

—No me pregunte usted también —replicó afligida—. Sí, sí, el pope nos unió, en Sebastopol cuando yo abandoné el barco. Cuando ya todo había terminado el pope nos casó. No sé si será válido, pero suceder sucedió, a pesar de las terribles circunstancias. No hay mente humana que pueda llegar a acercarse a imaginar aquello. Sí, justo antes de abandonar el barco, fuimos casados.

—¿Qué barco, Lisaweta Petrowna?

Lisaweta no contestó.

—No puedo quedarme aquí —dijo, después de pasar un rato lamentándose—. Debo irme. Quiero volver a por mis cosas. ¿A dónde puedo ir sin vestidos ni zapatos? Realmente, ¿a dónde podría ir? ¿A casa de quién?

—Que no se me olvide, me han entregado una joya de diamantes para usted —dijo María, y mientras lo estaba diciendo se arrepintió por si con ello había ofendido a su invisible interlocutora—, quizás desean que usted la guarde como un recuerdo. Quizás pretendan reparar con ella el daño que le ha sido ocasionado.

Lisaweta comprendió.

—Se lo arrojaré a los pies —exclamó sin levantar la voz—, y aun eso sería un honor excesivo para ella. ¿Acaso pretende reparar con una limosna el haberme torturado clavándome agujas incandescentes? Dolor y vergüenza. Si no tiene usted oportunidad de devolvérselo, regáleselo a una mendiga. Ya basta de humillaciones.

Transcurrió más de media hora en silencio. La respiración de los que dormían era cada vez más profunda. De pronto, Lisaweta susurró:

—¿Me oye usted? ¿Me puede oír usted?

—La oigo muy bien —repuso María.

—Quiero hablarle del barco. Acérquese para que nadie nos pueda oír.

María se acercó.

—Cuando conocí a Gregorji trabajaba en un cabaret a las afueras de Petersburgo. Era de la peor clase y no ganaba más que para no morir de hambre. Pues el asunto era que yo, en verdad, era una chica honrada. Es posible que ahora usted sonría escéptica, pero a pesar de mis veinticinco años no había tenido aún ningún amante. Por las noches, cantaba en el escenario medio desnuda estúpidas y lujuriosas canciones que ni siquiera entendía del todo, de día malvivía en una buhardilla y, a menudo, no tenía ni para comer. Grigorji estaba de permiso y vino en compañía de sus camaradas; nos vimos y nos enamoramos. Nos amábamos tanto… ¿Cómo describirlo? En nuestra sangre ardía una pasión desenfrenada. Al último día de permiso, lo temíamos como si fuera el día del juicio final. No intercambiábamos palabra alguna; sólo sentíamos como un único ser. Él, llevado por la desesperación, urdió un plan y una noche me lo contó. En un primer momento, pensé que se había trastornado. Era tan terrible que mi lengua se quedó como paralizada. Sin embargo, su deseo y el mío iban a ser uno. La separación era la peor solución. Esperar su regreso sufriendo por si aún vivía o no, era peor que lo que él proponía. Por lo menos, así me lo pareció, y por eso accedí. ¿Me oye usted?

—La oigo muy bien —susurró María.

—Él quería subirme a escondidas al buque de guerra, ocultarme en su camarote, hacer su servicio como todos los demás y el resto del tiempo pasarlo conmigo. Lo que significaba eso, lo sabía más o menos; que si nos descubrían, nuestra muerte, la de él y la mía, estaba escrita, eso lo sabía. Una mujer no puede siquiera pisar un buque de guerra. Pero, para qué darle vueltas, yo estaba dispuesta a todo. Lo más complicado era que había que hacer partícipe del secreto a su asistente, pues sin un tercero el plan no se podía llevar a cabo. Grigorji pensó que podría arriesgarse con Pjotr. Lo sobornó con dinero, mucho dinero, y siempre más, y aun así, siempre había que temer que no se chivara o que no se volviera malvado. En esos buques todo el mundo se vuelve malvado. Así, todo sucedió tal y como lo habíamos planeado. Dentro del macuto de Grigorji envuelta entre la ropa, Pjotr me llevó al borde de la asfixia desde el bote hasta el camarote. En ese camarote, en el que no había espacio ni para dar tres pasos, pasé catorce meses.

María juntó las manos con un gesto involuntario, pero Lisaweta Petrowna continuó:

—Catorce meses encerrada, o sola muerta de miedo, o cuerpo a cuerpo en un estrecho camastro con Grigorji. Catorce meses en peligro de muerte, y muerta de miedo en alta mar en una minúscula celda sin ventilación. Catorce meses, condenada a un silencio y una inmovilidad casi totales, a un ininterrumpido miedo, tanto él como yo.

María la atendía muda, con los ojos muy abiertos.

—No podía llamar la atención que el camarote estuviera siempre cerrado; ya sólo tener que estar pendiente de eso me destrozaba los nervios. Y los muchos pasos, pasos de centinelas, de oficiales; el ulular de las sirenas, el repicar de las máquinas en el oído, el insistente chirriar del hierro de aquel monstruo flotante, el jaleo de arriba, el mar golpeando contra el casco fuera. ¡Las noches! ¡Oh, las noches llenas de temor! ¡Besos, abrazos y miedo! ¡Pasión, dulces palabras y miedo! Tan pronto me sentía en el cielo como en el infierno. Una vez, durante una inspección, tuve que esconderme en el armario empotrado, era tan angosto que durante semanas sufrí de pinchazos en el pecho. El domingo de Pascua, Grigorji enfermó. Ahí, casi enloquecimos. Tuvo que subir a cubierta a realizar el servicio ¿qué si no?, iba arrastrándose, intentando luchar violentamente contra la fiebre, pues no teníamos elección, era eso, o arrojarnos los dos al mar. En las horas libres de día o de noche, se cobijaba en mis brazos, pero siempre atento, escuchando y escuchando, igual que yo, siempre escuchando y escuchando; debíamos permanecer abrazados pues apenas teníamos espacio y, a menudo cuando estaba cansado, me daba una almohada y una manta, y yo improvisaba una cama en el suelo o me sentaba junto a la claraboya para abstraerme mirando ese siniestro mar. A él le atormentaba lo que podía pasar si el barco entraba en combate y lo herían o lo mataban. Yo le tranquilizaba para darle fuerzas, pero en un ánimo tan desasosegado no caben muchas fuerzas. Me acusaba de que ya no le amaba, ¿qué podía traer eso sino besos de desesperación? Maldecíamos el instante en el que recobrábamos el juicio. A veces, cuando se acostaba junto a mí, un sudor frío se apoderaba de su frente. Tanto si hablábamos como si callábamos, cada día sentíamos más temor. Él me reconoció que lo veía todo rojo, tanto en cubierta como en el camarote. Creía notar cierto resquemor por parte de sus superiores. De su inicial jovialidad, ya no quedaba nada. Yo le preguntaba si se había arrepentido de lo que había hecho. Y él se agarraba a mí como un niño que es maltratado; yo veía claramente que en sus ojos, junto al amor, también había odio. Con cada crujido de la pared se asustaba. Cualquier ruido desconocido le hacía temblar. Una vez se despertó gritando horrorizado. Le rodeé con mis brazos y me dije que aquello debía terminar. ¿Pero terminar cómo? Preguntó él, y con una sobreexcitación enfermiza me obligó a jurarle por lo más sagrado que no haría nada sin consultarle. «Tú eres mi mujer —me dijo—, y ante Dios y ante los hombres quiero hacerte mi mujer, aunque después no hayamos de vernos nunca más». Y así fue, exactamente así. Pero yo sólo pensaba: «fuera de este infierno», y cuando estaba tumbada sola, me clavaba los dientes en los dedos. El tiempo parecía transcurrir a toda prisa; tan veloz que parecía oírse como el eco de una rueda al pasar; otras veces, en cambio, resultaba tedioso, insoportable y tedioso como bandera negra deshilachada. Lo peor, que Pjotr se volvió descarado. Se sentía poderoso. Libré una dura batalla contra ese hombre. Ya no pude saborear más la comida que me traía cada día a escondidas. Se quedaba ahí, delante de mí, mirándome fijamente. Primero me rogó, después me amenazó. Yo creí que debía ocultárselo a Grigorji, pero pronto descubrí que Pjotr también se había vuelto descarado con él. Una noche, Grigoiji llegó al camarote aterrorizado. No tenía la menor duda de que todo se había descubierto, que ni el uno ni el otro le habían devuelto el saludo, que en misa había notado cuchicheos, que estábamos perdidos. Yo mantuve la calma, le interrogué para convencerme de que todo eran imaginaciones suyas; pero éstas ya se habían apoderado de su mente y, a partir de ahí, sucumbió a una fiebre atroz. Tres días aún, los más terribles, tuvieron que transcurrir hasta que el barco llegó a puerto; lo que sucedió en esas últimas horas, cómo volví a poner pie en tierra, cómo desperté de la fuerte conmoción, de todo eso, no tengo ningún recuerdo. Y sólo uno muy lejano de que Pjotr me llevó a una miserable pensión, y no a donde le había dicho Grigorji; y que por la noche merodeó borracho por la habitación confiando disponer de una víctima indefensa; que me defendí contra él con todas las fuerzas que me quedaban, primero con palabras y razones, con súplicas y lágrimas, y ya después con gritos de socorro que nadie oyó —como si la casa hubiese estado deshabitada—, y que entonces el mundo se volvió negro para mí, del asco por aquel hombre, por su aliento, por su agresividad y, justo en aquel momento, irrumpió Grigorji, que había estado rastreando todas las pensiones del puerto en mi busca hasta encontrar una pista, y se abalanzó sobre ese cerdo borracho, y que se arrodilló ante mí, sollozando, sollozando inconsolable. Pidiéndome perdón, sí, pero ¿perdón por qué? Y que al día siguiente llegó el pope —eso ya se lo he contado—, y ofició una boda de urgencia, pues yo yacía tendida como una tabla, tiesa y callada, y que luego Grigorji me dijo «¡qué tengas suerte!». Todo esto, no lo recuerdo con claridad, está muy borroso, como si lo hubiese vivido otra. Bueno, yo ya no soy la misma de antes. De hecho, me sorprende que lo pueda contar; es que usted consigue que uno lo saque todo, ¿cómo lo hace? Pero ahora me tengo que ir, ya va siendo hora.

Lo que a María le llamó la atención fue que el relato de Lisaweta Petrowna se hiciera cada vez más lento, al final ya casi hacía una pausa cada tres palabras; también la voz se iba apagando cada vez más, tanto que María sólo llegaba a poder entenderla esforzándose mucho.

—¿Se quiere marchar usted? —le preguntó María—, ¿pero, adonde? Usted misma dijo que no sabía adónde.

—No, no sé adónde. De todos modos, me tengo que ir.

—Y ¿cómo llegó usted a Kislawodsk? ¿Llegó usted con él, con el príncipe Grigorji?

—Oh, no. Teníamos un acuerdo tácito de no volvernos a ver. ¿No se lo he contado? Cuando se fue de mi lado, yo sabía que él no volvería al barco, sabía que se iría al Cáucaso. Él, por su parte, sabía que yo quería viajar a Kiev donde tengo una hermana casada con un funcionario. Me dejó dinero, pero yo se lo di a mi cuñado. Vivía como si me hubiese quedado sorda y ciega. Sabía el camino que iba tomar Grigorji. Un día recibí un telegrama: «que fuera inmediatamente». No de él, de Jelena Nikolajewna. Es probable que ella pensara que yo podía salvarle. ¡Cómo debía de estar él, para que Jelena Nikolajewna me llamara a mí! Pero también fue demasiado tarde. Yo no hubiese podido salvarle de ninguna manera, estábamos ya muy alejados el uno del otro como si nunca nos hubiésemos conocido; evidentemente, el que desapareciera así en la nada, sin ningún tipo de aviso, ni adiós, fue muy duro. Pero ahora me quiero ir, ya es hora.

Las primeras luces del alba atravesaban las rendijas de las persianas. Lisaweta se levantó. María le dijo que se quedara con el abrigo, pues la mañana era fría y quizás no pudiera entrar en el hotel. Pero ella lo rechazó en silencio; de pronto, parecía como invadida por una extraña obstinación y sus gestos por una impaciencia enfermiza, y cuando María se levantó conmocionada y llena de cariño fraternal para poder mirarle a la cara, Lisaweta, completamente pálida, dio media vuelta y desapareció antes de que María pudiera tenderle la mano. Se quedó allí inmóvil, con frío y calor. Sintió como si delante de ella la tierra se hubiese tragado una montaña, sobre cuyo abismo aún hirviera el aire. Sollozó, casi como había sollozado Lisaweta, nerviosa y desconsolada, después su mirada se posó sobres sus hijos y le invadió una sensación de riqueza sin límites. Cada uno de ellos era la viva imagen de su amado, eran un tesoro en vida; volvió a sollozar, pero este sollozo tenía un tono diferente.

Se acostó para dormir, pero en cuanto hubo cerrado los ojos, llamaron con fuerza a la puerta e inmediatamente aparecieron Jefim Leontowitsch y el soldado. Este último dijo que todos debían ir a la estación en seguida, que el vagón ya esperaba en la vía. Despertaron a los niños y, en un momento, ya estaban todos, pequeños y mayores, listos para partir. Diez minutos más tarde, andaban por la calle desierta guiados por el soldado. Pasaron de largo la estación, alejándose bastante. El aire era frío y estaba cargado de niebla. María con una mirada instó a Jefim a caminar junto a ella, le dijo estarle muy agradecida por sus desinteresados servicios y que sentía tener que separarse de él; pero esperaba que la vida les volviera a reunir de nuevo, y que pensar en eso la hacía feliz porque así ella podría tener la oportunidad de agradecérselo mejor.

—¿Por qué me da usted las gracias, María Jakowiewna? —contestó él—, ¿y por qué quiere que me separe de usted? Todo lo que necesito lo llevo en este fardo —dijo, mostrándole un saco de lino que cargaba junto a los demás bultos—. ¿Por qué debo quedarme aquí, cuando puedo estar igual de bien en cualquier otro lugar? Usted huye de aquí, pues déjeme huir a mí también. Si mi presencia le molesta, entonces me apartaré de su vista; y en el peor de los casos haga ver que soy un desconocido, al fin y al cabo, a partir de ahora, empezará a estar rodeada de desconocidos. Yo no puedo atribuirme ser para usted una defensa digna de mención, aun así, ya nunca volvería a tener paz si me viera obligado a dejarla sola en estas circunstancias, y esté segura que no seré una carga para usted.

Contra tales argumentos no hubo nada que decir.

—Ni siquiera me queda una mano libre para estrechar la suya —dijo ella, con su atrayente sonrisa—. Realmente es usted una persona peculiar, Jefim Leontowitsch. ¿Cómo es que merezco tanta fidelidad? Si usted apenas me conoce.

—La conozco mejor de lo que usted cree —repuso él sonrojándose—, pienso mucho en usted.

Un señor con un sombrero de paja, hacía señas nerviosas desde la vía del tren.

—Ése es Menasse —dijo María—. Qué bien que esté aquí.

Los gestos de Menasse significaban que debían darse prisa.

—Buenos días, general —saludó María.

Él replicó irritado, que por qué había llegado tan tarde, todos los demás ya estaban en los vagones, que si se empezaba por llegar tarde se terminaba en una catástrofe. Se movía dando saltos delante de la escalerilla de un vagón-salón que se había enganchado entre dos vagones de carga de un tren de mercancías. Los cristales de las ventanillas estaban totalmente opacos por las cortinas; en el interior, un ir y venir de gente se afanaba por lograr un asiento. Menasse vociferó con un anciano por haber dejado sus maletas en medio; despreció a una dama que le había abordado en busca de información; corría acelerado de compartimento en compartimento aumentando la confusión; tiró una caja al pasillo; debido a la excitación se quitó con ahínco el sombrero de paja y empezó a toquetearlo y a abanicarse sin cesar; repitió, a voz en grito por lo menos diez veces, que esperaba de todos la máxima obediencia y que si no se mantenía la disciplina se cruzaría de brazos y los abandonaría a todos a su suerte.

—¿Quién es éste? —le espetó a María, mientras señalaba con el codo a Jefim Leontowitsch.

María, muy tranquila y con una expresión ingenua en sus ojos miopes, dijo:

—Señor Menasse: me sentiría muy dichosa si no gritara usted tanto. Conseguirá mucho mejor sus propósitos, conmigo al menos, si guarda las formas. ¿Estamos de acuerdo en este punto, no es cierto? Este joven pertenece a mi séquito, yo respondo por su comportamiento y por sus gastos; por lo demás, señor Menasse, seamos amigos —y le tendió la mano sonriendo, a la que él visiblemente confundido, le acercó la suya furtivamente, y salió disparado.

A las cinco de la mañana todo el mundo ya se había subido al tren, a las diez se puso en marcha; rumbo al oeste atravesando las montañas hacia el mar. El viaje no fue más rápido que en un carruaje. El alboroto fue disminuyendo considerablemente. Pero Menasse no se cansaba de pedir orden. El correteo de los niños arriba y abajo por el pasillo le fastidiaba como una espina en un ojo. Cuando el tren se paraba, se precipitaba a la ventanilla, espiaba por una rendija, todos callaban expectantes y aun así, él les mandaba callar gesticulando con el brazo como un director de orquesta que ordena una pausa. María conocía sólo a unos pocos viajeros, a un fabricante de Moscú, a una familia de terratenientes de Tula, a un barón húngaro, al conde y a la condesa Duchorski de Petersburgo, al director de un banco en Kiev y a dos ancianas damas que habían vivido en el hotel Palast. Empezó a hacer calor. Cuando los niños pidieron de comer emprendieron un largo peregrinaje por entre los bultos del equipaje. Cuando tocaba darle el pecho a Wanja, Litwina y Arina construían un muro. A las cuatro de la tarde, el tren se paró en una vía en pleno campo. Durante un rato hubo silencio, luego se pudo distinguir la angustiada voz de falsete de Menasse. Después llegó Mitja e informó:

—Fuera hay unos hombres ordenando que todo el mundo debe bajar.

Estas palabras sembraron el temor. Pero así sucedió. El tren había sido detenido por una patrulla de unos treinta a cuarenta hombres en total. El jefe le exigía a Menasse ver los documentos. Menasse se obcecó en negarse, y sólo hasta que le pusieron la mano encima, amenazándole con violencia, recapacitó. Llevaba consigo varios pasaportes. Mientras se los entregaba al jefe, empezó a negociar con él. Algunos de los hombres de la patrulla habían subido a los vagones para hacer bajar a los pasajeros. Pronto se supo que lo que querían era apoderarse de ese cómodo medio de transporte. Los asaltados obedecieron sin rechistar, tan sólo algunas mujeres gimotearon. La condesa Duchorski, con una mirada hierática llena de desprecio, se erguía rodeada por encima de su equipaje que tapaba la hierba del prado lleno de flores. Menasse discutía acalorado con el jefe de la patrulla que le miraba con una expresión sombría mientras negaba una y otra vez con la cabeza. Se prohibió el paso al vagón-salón; así como al resto de los vagones. «Por Dios santo, ¿es que acaso debían quedarse ahí, en pleno monte, sin cobijo, sin un camino, sin nada?» «Sí, así era. Y contento de que se saldara de este modo». Las cantidades ofrecidas por Menasse no suscitaron ningún interés. Menasse, como Yago contra Otelo, le halagó. En vano. Como el marqués de Posa ante Felipe II, apeló —con voz chirriante— a su conciencia. En vano. Entonces intervino María. Habló con tranquilidad y sin artificios. Sus argumentos no eran, de ningún modo, más convincentes que los de Menasse, pero ya desde la primera palabra, el hombre, que parecía un campesino que había estado en la guerra, aun sin dejar de fruncir el ceño la escuchó de otra manera. Una vez más, había hecho efecto una cierta soltura unida a un conocimiento del carácter del pueblo; una cierta picardía en sus ademanes como queriendo decir: «ya sabes, ten presente, que sea como sea, entre tú y yo no va a existir ningún tipo de malentendido»; dicho de forma muy neutra, como si hablara del maíz o de las patatas, pero sin dejar de ser una señora que está acostumbrada a que se haga lo que ella pide. El hombre se mostró respetuoso. Así, junto a las sumas ofrecidas por Menasse, María consiguió el permiso para que el grupo de fugitivos ocupara los vagones vacíos destinados al transporte de ganado. Menasse le dijo:

—Es usted una mujer muy resolutiva; ¡à la bonne heure!, lo ha hecho usted muy bien. Y ya puestos, con esa clase de transporte no habrá muchas ganas de jolgorio —e, inmediatamente, se puso a dar órdenes.

Una hora más tarde ya estaban todos instalados de nuevo, las maletas almacenadas y las compuertas de los vagones del ganado cerradas por fuera, selladas a cal y canto para una mayor seguridad. El tren prosiguió su marcha.

El trayecto en los vagones del ganado duró tres días y cuatro noches. En el de María se apiñaban veintisiete personas, entre ellas, doce niños; apiñadas en un espacio oscuro, maloliente; todos apretujados sobre unos pocos catres, también los enfermos y los niños; casi sin dormir de noche, sin comida suficiente de día; molestándose unos a otros con sus necesidades fisiológicas que, de por sí, ya eran un suplicio para cada uno de ellos. El traqueteo de las ruedas se convirtió en un ruido mortal; el silencio, en las interminables paradas en las estaciones, también se hizo mortal. El sol, abrasador, quemaba el tejado del vagón aumentando la pestilencia, algunos de los que iban tumbados debido a la fiebre gimieron y, de pronto, un ruido inesperado desató gritos de consternación. Los pequeños iban apretujados contra María, ella les acariciaba la cara de vez en cuando para comprobar si estaban adormilados o si podían tener fiebre, agradecida por la calma que mostraban, pero, al mismo tiempo, preocupada por eso mismo. A menudo les hablaba; a menudo también se dirigía a Jefim Leontowitsch. Sostuvo a Wanja contra su pecho la mayor parte del tiempo y le refrescaba la carita y las manos con agua de colonia, consolaba a Litwina que sufría de vómitos, reprendía a Arina que padecía ataques de ansiedad, lanzaba, una y otra vez, alguna palabra al aire, una pregunta a sus compañeros de fatiga, y discutía con Menasse los pormenores del final del viaje en una pequeña ciudad marítima en la costa del mar Negro, asuntos sobre los que él, testarudo, siempre quería tener razón.

Por fin, una mañana temprano pararon en una estación. Una mano compasiva abrió la puerta. Entró una bocanada de aire que fue como un renacer, y el espectáculo que mostró el vagón, dantesco. Muy lejos hacia abajo se desplegaba el mar, tan azul como si de él pudieran crearse mil años de cielo azul. En los alrededores, las últimas cimas montañosas, jardines, viñedos, pinos, naranjos. Nadie hablaba, sólo silencio. Algunos parecían cadáveres, sus ojos como petrificados. La tierra floreciente, la bahía, el precioso mar, les estremeció. La puerta permaneció abierta, quizá por suponer que la zona de peligro había pasado, pero unas estaciones antes, Menasse fue informado de que esta estación había sido tomada desde hacía dos días por unos marineros y que, el jefe de éstos, Igor Golowin, era un nombre temido entre los fugitivos.

Menasse tenía en la ciudad a sus colaboradores a los que iba a informar de su llegada. De nuevo, sin llegar a entrar en la estación, en cuanto anocheció todos abandonaron el vagón y fueron conducidos a escondidas a una posada a las afueras de la ciudad. No se pudo ayudar a los enfermos, tuvieron que ir caminando por sí mismos. De las calles provenía un gran tumulto y se oían disparos que subían desde el mar.

El espacio rectangular, en el que desembocaban varias de las habitaciones de la posada, pronto pareció un almacén de maletas. Los mozos de carga se tambaleaban escaleras arriba, y desde lo alto tiraban los bultos unos encima de otros. Un sinfín de brazos se entrecruzaban intentando, cada cual, coger su maleta. Unos chiquillos se habían sentado encima de una caja y luchaban por hacerse un sitio. Un perrito aullaba entre la gente olisqueando los pies de unos y otros. El director del banco, apoyado en la pared, fumaba un cigarrillo. El conde Duchorski negociaba con un camarero de sucio aspecto. Menasse había perdido sus quevedos, y se veía su esmirriado cuerpo contorsionándose como saliendo y sumergiéndose entre rocas. Abajo, en la calle, sonó un toque de corneta. Los mozos de carga exigieron su paga, parecían tener prisa por desaparecer de allí. Alguien comentó que el puerto había sido cerrado; otro se había enterado de que justo por allí cruzaba un buque alemán en alta mar. La discusión por las habitaciones, de las que sólo quedaban once disponibles, fue subiendo de tono. Se oyó la voz de Jefim Leontowitsch gritar:

—¡María Jakowlewna, venga, rápido! He ocupado una habitación para usted.

Puesto que María no encontró el modo de abrirse paso entre la multitud, trepó por encima de las maletas. Menasse, que se había plantado delante de Jefim, le espetó:

—¿Señor, cómo se le ocurre gritar de esta manera? Si no se calla le taponaré la boca. Hemos ido a parar directamente a la boca del lobo. ¿Entiende usted lo que le digo? ¡Que Dios nos ayude! ¡Y éste va y empieza a gritar!

María le dijo pausadamente a Jefim:

—¡Deberíamos recuperar nuestros treinta bultos del montón!

Él asintió y miró intranquilo a su alrededor:

—¿Dónde están los niños? —preguntó.

Entonces tres marineros subieron la escalera, uno de ellos con paso nervioso precedía a los otros dos, de los que también se diferenciaba en el traje y en el porte. Llevaba unos pantalones de lino de un blanco luminoso y una chaqueta con un elegante corte. No llevaba ningún distintivo, sin embargo su actitud era altiva, pero entre despreocupada y brutal a la vez. A su lado, cojeaba diligente el dueño de la posada, un rollizo tártaro con una cara grasienta como de mantequilla. El marinero se sorprendió al ver ese alboroto y esa cantidad de bultos que, a la exigua luz de dos lámparas de petróleo que colgaban de la pared, resultaba un cuadro desolador.

—¿Quién es esa gente? —preguntó girándose hacia el dueño de la posada— ¿Qué es lo que sucede aquí?

El dueño aterrorizado buscó a Menasse con la mirada. Éste se abrió paso hasta ellos y se presentó con aires de importancia.

—¿De dónde vienen? ¿Hacia dónde van? —preguntó el marinero seca y despectivamente.

Menasse tartamudeó. El marinero le interrumpió:

—Naturalmente es inútil discutir sobre el hecho de que no podéis continuar el viaje. Todo el equipaje queda confiscado. Lo demás será comunicado mañana. —Sin tener en cuenta los argumentos, más mímicos que articulados de Menasse, se dirigió de nuevo al dueño—: una habitación para mí —y cuando el dueño ladeó desconcertado su rollizo cuerpo, el segundo marinero le gritó impaciente:

—Una habitación para Golowin, ¿es que no lo has oído, cerdo?

El dueño, cuya voz apenas era audible por el miedo, explicó que todas las habitaciones ya estaban dadas. «Que padrecito podía convencerse él mismo, que con toda esa gente sólo le quedaba una buhardilla, pero que sus ventanas estaban rotas y los tabiques de madera medio derruidos; que no se atrevía a ofrecerle al padrecito Igor Semjonowitsch semejante agujero. Al lado, en la posada de Alexei Davidowitsch quedaba una magnifica habitación, con alfombras —palabra de honor—, con maravillosas alfombras y cuadros en la pared». Evidentemente tenía miedo de alojar a ese huésped y se hubiese sentido aliviado de librarse de él. Pero Golowin contestó bruscamente:

—¡Basta ya de charla, loco asqueroso! Si no hay sitio, se hace sitio. No me apetece recorrer casa por casa en busca de una cama. Aquí, junto a la escalera, esta habitación es para mí. Punto. —E indicó la puerta en cuyo umbral se encontraba María.

—Perdóneme —le abordó ella—, ésta es la última habitación que quedaba libre y es para mí y para mis hijos. Nosotros somos siete personas, usted una. Estamos al límite de nuestras fuerzas después de un viaje terrible. ¿No sería más justo y generoso, si usted se contentara con ocupar por esta noche la buhardilla, ya que no quiere buscar habitación en otro lugar? No sé exactamente a quién me dirijo, pero, en cualquier caso, a un hombre.

Golowin pareció sorprendido. Levantó las cejas circunspecto.

—La locuacidad delata a los que son como usted —murmuró—. Miel para empalagar a los que son como yo, de eso sí tenéis siempre de reserva. El menospreciado obrero sólo necesita enseñar los puños para que, inmediatamente, apeléis a su generosidad. Vivimos en un nuevo orden de cosas, madame. ¿Quién es usted? ¿A qué se dedica?

Este modo de expresarse, muy poco frecuente en un marinero, sorprendió esta vez a María. Concentró toda su capacidad mental para hacer frente a la situación.

—Soy María Jakowiewna von Krüdener —contestó con voz clara mientras apoyaba su mano sobre la cabeza de Mitja que se había colocado junto a ella para defenderla—. Mi marido, terrateniente en el distrito de Tula y oficial del ejército del Zar, ha huido al extranjero y yo me dispongo a hacer lo mismo. Por lo que no puedo esperar nada de usted, salvo temerle. Tiene usted razón, la necesidad nos hace perder el carácter. El nuevo orden de cosas debe ser probado primero en mujeres y niños. ¡Litwina, Arina! Nos mudamos a la buhardilla.

Golowin torció el gesto.

—Se equivoca usted, madame —dijo, y metió las dos manos en los bolsillos del pantalón—. Se equivoca. Soy insensible a las artimañas de los tonos elevados. Ni la buhardilla, ni la mejor habitación tienen aquí ninguna importancia. Usted y todo su séquito serán juzgados mañana por un Consejo de Guerra, y ya que ha sido tan poco precavida reconociendo su intención de huir, puede imaginarse cuál será su destino. Solemos hacer juicios rápidos, por falta de tiempo, madame, por falta de tiempo. Así que, quédese en la habitación, si eso es tan importante para usted; y lo mismo digo a todos, no quiero importunarles más. Naturalmente, nadie puede abandonar la casa; disponen de toda libertad hasta mañana.

Esto último lo dijo con un tono irónico al círculo de asustados curiosos que se había formado a su alrededor. Menasse, intentando aislarse todo lo posible para protegerse de los que le empujaban, movía los brazos como si nadara para destacarse de los demás, puesto que estaba convencido de su importancia. Le guiñó un ojo a Golowin para darle a entender que entre ellos dos aún no estaba todo dicho y que contaba todavía con un acuerdo. Pero Golowin ni le miró y, al darse media vuelta, su mirada se posó sobre Mitja:

—¡Hermoso muchacho! ¡Qué pena por él! Le costará adaptarse a todo esto. Cuando seas mayor serás uno de los nuestros, ¿verdad?

Por primera vez a María le recorrió un escalofrío, y palideció cuando Mitja, con el escudo que otorgan los ocho años, lleno de arrogante heroicidad le contradijo:

—Nunca. Yo siempre estaré del lado de papá.

Golowin se rió.

—Buena raza, madame —dijo Golowin y miró a María.

—Buena raza y buena sangre —contestó ella.

Golowin se inclinó ante ella con sarcasmo sin apartar la mirada, una mirada inquisitiva, tenebrosa, difícil de mantener, que examinaba con frialdad, y que cada vez más desvelaba un propósito concreto. María la mantuvo durante un rato y sólo cuando se percató de cómo la miraban los espectadores atónitos bajó la vista. Golowin fue llamado por sus acompañantes y se dirigió hacia ellos. Por la escalera aparecieron dos marineros más, que llevaban en volandas a un individuo, el cocinero de la casa, que había sido denunciado por espía. Al parecer, había estado emitiendo señales desde la ventana de la cocina. Él insistía en su inocencia mientras zarandeaba los brazos. Golowin lanzó a sus hombres una breve orden, y éstos lo maniataron. El dueño tártaro, al que el cocinero llevado por el temor imploró clemencia, lanzó una lastimosa protesta al aire que se volatilizó sin ser escuchada. Entre tanto, Menasse había estado hablando en voz baja con el conde Duchorski y con el húngaro, y ahora se acercó a Golowin. Le tiró de la manga y, sin dejarse intimidar por el gesto despectivo de éste, adoptó un aire de confidencialidad. Le susurró algo. El silencio de Golowin, lejos de acobardarle, le llenó de valor. Seguro de que sus métodos darían resultado también aquí, nombró la suma con la que podían empezar a negociar. Entonces, Golowin le pasó la mano por el hombro, y le dijo al marinero que tenía más cerca:

—¿Qué opinas, Maxim Maximowitsch, sobre lo que pretende este ridículo insecto? ¡Me quiere comprar! ¿No me harías el favor de contarle lo que valgo? Así, quizás cuando se entere del precio, se le congela esa lengua de charlatán.

Menasse se mostró consternado. Aquello era nuevo para él. Un hecho que le pillaba desprevenido. Los marineros bajaron las escaleras riéndose. Golowin se dispuso a seguirles pero, indeciso, se paró ante el primer escalón.

Todo esto ocurrió bastante deprisa. María sólo había seguido los últimos acontecimientos como algo lejano. Entró en la habitación donde Jewgenia y Arina preparaban las camas para los niños. Litwina entró con el equipaje de mano. María se sentó en una esquina y cogió al inconsolable Wanja para amamantarlo. Mitja se puso delante de ella necesitado de aprobación, pues le reconcomía la duda de si había actuado correctamente.

—Has sido muy bueno y valiente, hijo mío —le dijo María.

A lo que él, inmediatamente para desviar la conversación, preguntó que dónde dormiría esa noche Jefim. Éste, que estaba cortando pan para Fedja y Aljoscha, hizo un gesto a Mitja para que se callara. María no contestó. Estaba absorta. Se había distraído pensando en la aparición de Golowin. Sus modos de conducirse, sus gestos, sus inquisitivos —casi descoloridos y casi metálicos—, deslumbrantes ojos; la figura esbelta y ágil, la boca fina y enérgica con esos pequeños y apretados dientes blancos, el raudo hablar; la voz capaz de dominar todos los registros con asombrosa virtuosidad, todo eso, no quería alejarse de su mente. Ni cada uno de los detalles, ni el conjunto. De pronto, se abrió la puerta y él entró.

María sintió un frío intenso, como un helor soplado directamente a su corazón. Wanja dejó de mamar como si se hubiese cortado la leche, y empezó a moverse inquieto. María se tapó con el paño de amamantar hasta el cuello, para protegerse de las miradas e interrogó a Golowin con los ojos.

—Quisiera, María Jakowlewna —dijo muy serio—, intercambiar unas palabras a solas con usted.

María se sorprendió. Miró a su alrededor encogiéndose de hombros. Puesto que él guardó silencio, ella giró la cabeza hacia Jewgenia a modo de orden, y ésta asintió mirando a Arina y a Litwina. También Jefim había comprendido; llamó hacia sí a los tres pequeños. Todos abandonaron la habitación. María sostuvo la mirada interrogante. Golowin dijo:

—Su mediador judío me ha tomado por una especie de ladronzuelo al que ofrecer la calderilla. Imagino que está usted enterada. Si el pobre fuera algo menos ridículo, hoy mismo mandaría colgarlo del letrero de la posada.

—No es mi mediador, y no sé qué es lo que ha intentado —replicó María con frialdad.

—Da lo mismo, madame, su complicidad, la de usted, es indiscutible. Las consecuencias de las acciones deben ser repartidas entre todos los que las promueven. Lo que evidencia una gran ingenuidad es mandar a negociar a ese hebreo inexperto. Debería de haberlo evitado. ¿Tan mal me ha calibrado usted? ¿Por qué no ha aprovechado la ocasión para sondear el terreno por sí misma? Es lo que yo esperaba. El hecho de que deba ser yo, en cambio, el que tenga que venir a verla, no juega a su favor.

María, alterada, pensó que «¿a dónde conducía todo aquello?»

Él caminó sobre sus pasos un par de veces con las manos en los bolsillos del pantalón. Cuando prosiguió, su voz se hizo más nítida y clara:

—Me he parado en la escalera dándole vueltas sobre ¿qué tipo de cara es ésa? ¿Qué clase de mujer es ésa? ¿Conoces esa cara? ¿Cómo es posible que no la conozcas? Así que me he decidido a tomar la iniciativa. No le agrada ¿verdad? Soy consciente de que mi persona representa lo que usted, por poderosas razones, detesta. Aun así, aquí estoy. Aun así, he venido con una propuesta para usted, una propuesta que puede suponer un armisticio.

—¿Qué tipo de propuesta? —preguntó María sin rodeos.

El rojizo y musculoso rostro de él, curtido por los temporales, mostró tensión. Puesto que cada uno de sus nervios estaba predeterminado para un ritmo más acelerado, aquel transcurrir tan lento encendía, sin duda, su impaciencia. Soltó las siguientes palabras con un tono algo brutal:

—Me he conformado con la buhardilla para serle de su agrado, y espero que usted me indemnice por ello.

—¿Indemnizar? ¿De qué modo? ¿A qué se refiere?

—Me refiero a que usted debe hacerme una visita allí arriba.

—¿Cómo, visitar? No acabo de entenderle.

/

Él arqueó las cejas contrariado:

—Me refiero a que usted me honre esta noche con su compañía —repitió con un tono agresivo.

María sonrió burlona.

—Es importante para mí —prosiguió él estirando la barbilla—, es muy importante para mí, ya le explicaré por qué. Se me ha metido en la cabeza, y cuando se me mete algo en la cabeza, es inútil intentar disuadirme. Ni lo intente.

María sonrió. Envuelta en esa sonrisa, era una dama de los pies a la cabeza.

—Sobrevalora usted mi interés por las coacciones —dijo ella con naturalidad—, no tengo la menor intención de intentarlo.

Él se acercó hacia ella como un felino.

—¿Es su última palabra? —preguntó él con una inesperada expresión de curiosidad.

Ella asintió. Wanja empezó a llorar.

—Haga que se lleven al crío —ordenó él—, me molesta.

María le dio unos golpecitos a Wanja en la espalada, y éste calló. Golowin le miró la mano. Ella la escondió a toda prisa bajo el cojín de Wanja.

Tras una pausa, él prosiguió:

—Está bien, situémonos en el plano de la corrección social, ¿qué es lo que teme usted?

—Tan sólo la opinión que tengo de mí misma.

—¿Nada más?

—Pues sí. No puedo meterme en una situación de la que luego, quizás, tenga que avergonzarme. Sea cual sea el modo en que esta transcurra, yo tendría que justificarla ante alguien que puede exigirme ciertas explicaciones.

—Tonterías —murmuró Golowin—, eso suena como si yo quisiera representar con usted la historia de Boule de suif[4]. Yo no voy con segundas intenciones. No estoy tan motivado como para eso.

Él percibió el chispazo de asombro que había producido en ella la cita literaria, pero apenas lo destacó con una pequeña mueca.

—Sus reparos son muy endebles —dijo—, además, no muy hábiles. Yo le ofrezco un argumento con el que puede usted optar a cualquier excusa. Yo negocio con usted su destino, el de sus hijos y el de sus acompañantes. Si me rechaza, quedará sentenciado antes de hora. Por lo tanto, usted sólo arriesga, lo que arriesgaría cualquier persona sensata y juiciosa.

—Entonces, ¿por qué una negociación nocturna en la buhardilla? —preguntó María moviendo la cabeza—. Dígame sus condiciones, yo le diré si son aceptables.

Él rió.

—Lo siento, eso no entra en mis planes —replicó con sorna—. De ser así, podría haber tratado el asunto con el israelita bravucón. Pero eso no entra en mis planes. El precio, del que se habla aquí, no puede ser pagado con moneda. Chance est chance, madame. Sería de muy mal gusto que yo quisiera imitar a Atila ante usted, pero qué se le va a hacer si ahora soy el dictador de la ciudad y todas las almas dependen de mí como los peces en una pecera. Así están las cosas. Por otra parte, sé que un affaire como éste, entre nosotros dos, debe ser tratado con sumo cuidado, y si encuentra excesiva la presión que ejerzo sobre usted, estoy dispuesto a hacerle una promesa. Le prometo solemnemente no acercarme a usted a una distancia menor que la de un cabello si eso le va a dar la seguridad necesaria. Me atendré a estas palabras, usted puede recordármelas. Si aun así, se niega, deberá cargar con las consecuencias. —Dio media vuelta sobre el tacón de la bota, y se dirigió hacia la puerta—. La espero, Maria Jakowiewna —dijo—, la esperaré una hora desde este momento. No se demore demasiado, la noche es corta.

/

María se quedó aturdida por la preocupación. Él, con el pomo ya en la mano, giró una vez la cabeza y dijo de nuevo estirando la barbilla:

—Soy un jugador arriesgado, pero también honesto. Si se analiza con objetividad, mi poder sobre esta ciudad reposa sobre unos cimientos muy inconsistentes. Cabe la posibilidad de que mañana al alba me vea obligado a partir con mis hombres. Han anunciado la llegada de tropas alemanas. Quizás para entonces ya no tengamos la ocasión de celebrar ningún juicio y usted se libre del horror. Así que piense, aunque sea un momento, sobre la carta que yo, tan arriesgadamente, le acabo de descubrir. Piénselo sólo un momento, vale la pena.

Y desapareció.

Las sirvientas y los niños entraron de nuevo en la habitación. Todos se echaron en seguida y de cena sólo tomaron un par de bocados ya medio dormidos. Jefim había encontrado un sitio donde dormir debajo de la escalera. También María se echó en la cama con la ropa puesta. Alguien llamó a la puerta. Era Menasse que solicitaba una entrevista. Quería saber de qué había estado hablando con Golowin. También los demás de fuera estaban muy intrigados. Se les había quitado un peso de encima al ver que ese horrible ser había ido en busca de ella. María se sentía agotada y le rogó aplazar la conversación para el día siguiente. Él le dijo que sólo ella podía evitar la catástrofe; que el conde Duchorski le mandaba sus respetos, que los demás esperaban de ella un milagro…, hasta que Jegwenia, al fin, consiguió arrastrar al charlatán fuera de la habitación.

María se durmió. Cuando volvió a abrir los ojos, lo hizo como movida por un mandato. En un momento sus pensamientos se ordenaron y se aclararon. La habitación estaba completamente iluminada por la luz de la luna. Miró el reloj: eran las once y media, había dormido tres horas. Se levantó con cuidado, se arregló el pelo y el vestido, y sacó del bolso un pañuelo de encaje para ponérselo en los hombros, después, abandonó de puntillas la habitación. Subió la empinada y estrecha escalera y al final, enfrente, había una puerta. Se detuvo indecisa, pero la puerta se abrió y ahí estaba Golowin.

Él, en silencio, le hizo un gesto para que entrara. Puesto que en el interior no había luz, vaciló en el umbral, cohibida. Pero la buhardilla se encontraba en el lado de la luna, y su luz emanaba tal claridad que se podía distinguir cualquier rendija del suelo, cualquier tela de araña. Era un camaranchón no más ancho que el marco de la ventana, no más largo que el camastro de hierro. Además de éste, había una mesa y una silla. Las baldas de la pared habían perdido parte de su sujeción y colgaban torcidas y carcomidas. Al marco de la ventana le faltaba el cristal. Por encima de los tejados iluminados por la luna se podía ver hasta el puerto, cuya superficie también centelleaba.

—Si a usted le parece importante, encenderé la vela, aunque sólo queda un resto —dijo Golowin—. Yo, personalmente, prefiero la iluminación natural. Todo el tiempo que he pasado aquí, esperándola pacientemente, me he entretenido imaginando su rostro a la luz de la luna. Un pasatiempo romántico ¿verdad? Sin duda, en el fondo soy un romántico, por fuera algo rudo, pero por dentro un romántico, eso seguro —se rió.

María se quedó un rato de pie, después cogió la silla por el respaldo. Él dijo:

—Esta silla sólo tiene tres patas, únicamente sería útil para que yo practicara hacer equilibrios. Le tengo que ofrecer la cama para sentarse; I know, that’s a funny misfortune, pero como ya todo lo demás apunta a que será espinoso, no debemos frenarnos reparando en las deficiencias del atrezzo. Por favor, siéntese.

El camastro era bajo. María se sentó, notó su sonrojo, sintió escalofríos por una corriente de aire fresco que entró por la ventana, se ajustó más el pañuelo, miró a Golowin en silencio. Sus grandes ojos marrones, cuya miopía le daban una mirada lánguida y perseverante, brillaban húmedos.

—¿Quién es usted, en realidad? —preguntó ella con su estilo abierto y decidido—. No puedo quitarme la idea de la cabeza de que se esconde usted detrás de un disfraz. ¿De verdad es usted marinero de profesión? ¿Quién es usted?

Él se había apoyado relajadamente en el borde de la mesa, cruzado de brazos.

—¿Así que me pide usted mi curriculum vitae? —contestó él riéndose—. ¿Disfraz? No. Un poco abigarrado, sí. O parecido a una cebolla, con muchas capas. —Carraspeó, fijando su mirada en la lejanía—. Entiendo que sería del todo incorrecto no satisfacer su curiosidad —empezó—; quiero ser escueto como un diccionario. Nacido en Varsovia. Padre: polaco, con rastro de sangre alemana; madre: inglesa, hija de un pastor. Edad: treinta y seis. Educado en la escuela de cadetes. Cometí algunas estupideces y me expulsaron. Empecé a dar tumbos y, después de la muerte de mis padres, viví, sin recurso alguno, con lo peor. Un buen día reuní fuerzas y me puse a estudiar electrotecnia; pasé hambre; fui a Suecia, a Noruega. Me enrolé en un barco ballenero, pasé dos inviernos en el hielo de Groenlandia. Fui a Edimburgo. Me convertí en mecánico. Fui a Islandia, y en Reykiavik monté una empresa de electricidad. Me casé; la hija de un armador. Con ella viajé a Londres; fui terriblemente engañado por ella. Fue un juicio rápido: una bala atravesó su cabeza, huí por la noche entre la niebla. Hacia América. Trabajé en una tintorería de vapor, en un depósito de carbón en Montreal, en una fábrica de salchichas en Chicago, en la Illinois Railway Company; como delineante e ingeniero en San Francisco. Gran escándalo: seduje a las dos hijas de un magnate de la industria maderera, casi me matan unos sicarios. Seis meses de hospital. Fui a París, me hice reportero para el New York Herald. En el año doce fui reclamado por Petersburgo para afiliarme en la Organización Secreta. En el catorce me inicié en la Marina y me gané la confianza de la tripulación con lo que fomenté el inicio de la Revolución, y ahora —dijo, inclinándose de un modo extravagante— me veo honrado de poder entregar, en persona, una orden de arresto a mi noble visitante.

—Mucho en pocas palabras —dijo María sonriendo.

—¿Hacen falta más? Los acontecimientos no son los que expresan el contenido. Casi cada vida, también la mía, es una caja que se ha llenado desordenadamente y, cuando la vaciamos, la mayoría de las cosas ya no tienen el mismo valor que el que tenían mientras la llenábamos. No soy partidario de vaciar. En todo caso, de clavar algunos clavos más en la tapa.

—Usted huye de sí mismo, se hace la competencia a sí mismo —puntualizó María.

—Sí, es posible que lo crea así, pero que su interpretación sea correcta, lo dudo —contestó él—. En realidad, nunca hubo un día de descanso. Un momento como éste en el que rememorar el pasado, en realidad nunca lo hubo, imagínese. Uno estaba como en un barco que huye de la tormenta con todas las velas desplegadas. Ráfaga tras ráfaga; aquí una fuga, allá otra fuga; todos los hombres bombeando, y al final, en el último momento, siempre un salto desesperado desde la jarcia al bote salvavidas. De un modo frenético, tomando decisiones como si estuviésemos ebrios, con el miedo calándose hasta los huesos, pisoteando a cualquiera que se interpusiera en nuestro camino. Sí, así era.

—En cualquier caso, ha saboreado usted una buena parte del mundo con ganas —dijo María y enseñó sus magníficos dientes.

—Eso es cierto —confirmó él e inclinó la cabeza—. No me debe nada, el mundo, yo a él tampoco. Lo he conocido de arriba abajo, sus fundamentos más frágiles, sus podridos parapetos, su oxidada maquinaria, su quebradizo blindaje, sus rajadas amarras, como digo: desde la quilla hasta la verga. Y con respecto a la tripulación: mentes enfermas, locura febril, delirio bestial directo hacia lo más bajo. Fue de lo más divertido, María Jakowlewna, un alivio para el espíritu. Hubo días en que con sumo placer me sentaba al lado de la caldera a punto de reventar por la presión, y podía contar con los dedos lo que faltaba para que aquella antigualla estallara por los aires en un estrépito infernal. De hecho, ésos fueron los mejores momentos. Tengo algo de profeta o por lo menos de vidente. Y eso me ha servido, incluso, estando de servicio en un buque de guerra. Ni en sueños uno se podía haber imaginado un foco de explosión mejor; un barril de dinamita con la mecha en la tapa es un juguete en comparación. Resulta aleccionador observar hasta qué punto es atrayente el cebo que empuja al ratón a la ratonera. Yo, con mucho tino, me mantuve al margen, siempre entre el ascenso y el castigo disciplinario; no pudieron pescarme, ni siquiera con el anzuelo de un ascenso; ¿por qué morderlo? Yo me sentía muy a gusto sobre el barril de pólvora. Pronostiqué a mis hombres el día en que la mina iba a estallar y, exactamente ese día, arrojamos a las calderas al capitán, a los oficiales, a los suboficiales y a todos aquellos que lucían estrellas o galones; a un infierno demasiado eficaz desgraciadamente, si tenemos en cuenta el larguísimo infierno al que ellos sometieron a otros.

Hablaba con absoluta tranquilidad, casi jovial, en un tono de charla informal con el que se comentan unos resultados deportivos, y también vanagloriándose con ironía, algo muy habitual en casos parecidos. Se encendió un cigarrillo, y cuando la mecha de la cerilla se iluminó, a María le pareció que su cara era inocente como la de un niño. Con las manos en la falda, allí sentada, no supo qué decir.

—Magnífico, cómo resaltan sus manos a la luz de la luna —dijo Golowin—, como ámbar blanco.

María se estremeció.

—Usted ha pedido mi presencia para negociar conmigo —dijo frunciendo el ceño—, ése era el acuerdo. Yo he correspondido a su capricho ya que dependo de su capricho, y no solamente yo. Así, que vayamos al asunto.

—Me sorprende que tenga tanta prisa con eso —dijo él con una sonrisa maliciosa—. Alégrese de que saque a pasear la lengua. Debería darle menos importancia al fin que persigo. O ¿acaso es usted tan ingenua para creer que se trata de la cáscara y no de la nuez? ¿Realmente ha subido usted en la creencia de que simplemente íbamos a jugar una inofensiva y diplomática partida de ajedrez?

María, inquieta, se levantó.

—Tenía entendido que no estaba de humor para segundas intenciones.

—Es que esto no tiene por qué ser Boule de suif —replicó él con cinismo—, puede ser, por ejemplo, un cara a cara. Aunque eso suele ser menos divertido. En general, depende de la mujer, el que sea más o menos divertido.

María, dolida, con una voz profunda y temblorosa, dijo:

—No tenemos nada en común. A usted le divierte bromear, yo no estoy en disposición de bromear. Ya que usted celebra el incendio que está abrasando el mundo, por lo menos escoja a una pareja cuya felicidad no haya sido hecha pedazos. ¿Cuáles son sus intenciones?

Él se acercó rápidamente con las palmas de las manos levantadas:

—Lo primero, siéntese otra vez. ¡No ponga esa cara! No retroceda, no la voy a tocar. Por Dios que no la tocaré. ¿Tiene usted frío? ¿Quiere usted un abrigo? No, no, quédese sentada, lo dejaré colgado. Me puedo imaginar que un abrigo así pueda asquearla. Un poco de reticencia la favorece. Y ahora, escúcheme con atención.

Acercó la silla de tres patas hacia sí, con movimientos rápidos y toscos, y se sentó en el borde para poder controlar el equilibrio. Puso las manos sobre las rodillas, se inclinó hacia delante, estiró la barbilla. Todo con una cierta gracia, con una tosca suavidad, una delicadeza enérgica.

—Hace más de dos años que no he visto el rostro de una mujer —empezó él, y sonrió como un adolescente—; no he respirado el aire que la envuelve, no he percibido el encanto que desprende el modo en que una mujer mueve las manos, sube y baja los párpados o abre y cierra la boca. He estado oliendo el humo de carbón, me he llenado los pulmones con el polvo de carbón y, con mucha dificultad, he intentado limpiarlos con el aire salado del mar; me he tragado la terrible atmósfera de los dormitorios, el hedor a aceite de la sala de máquinas; he visto apretar los dientes, he oído murmurar maldiciones, he convivido con la inmundicia humana, con el lamento desbordado, exhausto, frenético, ensordecedor de una inmensa cárcel, y ahora estoy hambriento. No hambriento en la forma que usted parece temer. Uno posee su educación, uno posee su experiencia, uno no es un buitre. No está hambriento como uno que va a morir por falta de alimento, por el alimento en sí. ¡Si sólo fuera eso! La mesa está sobradamente servida para todos. Yo me siento hambriento como un hombre al que una alucinación debido a la fiebre ha dejado en trance. Una vez en Boston tuvimos una sesión de espiritismo. Apareció, envuelto en una luz azulada, el fantasma de una mujer. Más o menos con su aspecto, María Jakowlewna —está usted deslumbrante ahí sentada escuchándome—. Pues, decidido me lancé a por el fantasma sin preocuparme por las reacciones histéricas de mis asustados acompañantes y, mira por donde, al estirar los brazos siento un suave y cálido cuerpo. Recuerdo que, entre ese cálido y suave cuerpo de mujer, me inundó un bienestar inolvidable. El fantasma que lo envolvía no me quitó ni un ápice de aquel bienestar, al contrario, como tocarlo estaba tan diabólicamente prohibido, el hacerlo me proporcionó un deleite divino. Sólo hay que extender los brazos, si le rondan a uno los fantasmas. Y ya hace bastante tiempo que los fantasmas me rondan.

Sonrió de nuevo; se pasó la mano por el cabello, fino y lacio; se le veía avejentado, gastado, deshecho; al momento, otra vez erguido, elástico, juvenil, y tras una breve reflexión, prosiguió:

—Hablemos un poco de la alucinación de la fiebre, y de cómo se produjo. Imagínese, pues, a cientos de hombres, hombres primitivos, imagíneselos durante meses en un mismo lugar; cientos, pero a pesar de esa cantidad, absolutamente solos en el océano. Controlados por el látigo hasta para respirar, doblegados por duros servicios, despojados de todo impulso e instinto. Imagínese, por un momento, qué puede nacer de eso. Yo soy un hombre que no conoce ni el espanto, ni tampoco el asco. Me lo tomo todo del modo más simple: si algo está, es porque tiene que estar. Pero cuando uno, literalmente, se inunda de los miasmas que desprenden las almas, los nervios se le resienten. Se produce entre los hombres un estado de carencia que va creando un anhelo de liberación, callado, embotado, torturante, que lo convierte todo en veneno y quemazón. Queríamos creer, equivocadamente, que ese trabajo extenuante, ese agotamiento físico, lo neutralizaría, cuando sólo lo alienta aún más hasta que todos nosotros éramos uno solo, torturado y deformado por delirantes escenas de burdel, con dos tipos de existencia, cada una brutal en sí misma: la verdadera, gris y desoladora, y la que sobrevivía entre recuerdos y sueños difusos. Nunca he creído en pacíficos robinsones, pues si un chaval así está sano y es de verdad un hombre en todos los sentidos, entonces tendrá que volverse loco. O, dentro de él, una parte morirá. Yo, por ejemplo, entro en un dormitorio y observo a cada uno de los que duermen. Hay uno bañado en sudor, con la frente llena de arrugas, cada una de las arrugas es una cueva repleta de libertinaje. Ese tipo se resarce, fantasea, se libera en un sueño tan cargado que ningún cerebro, ni el erótico más desinhibido, hubiese sido capaz siquiera de imaginar tales posibilidades. Otro, pálido y bebiendo de sus propios labios, se retuerce como si aún estuviera en la adolescencia. Otro parece escalar un empinado muro, tenso como una cuerda, excitado como un mono. Gimen, golpean con los dedos agarrotados en torno a sí mismos, hacen muecas libidinosas, susurran un nombre, se agarran a algo en el aire, como en un caos de abrasadoras visiones. Otro ejemplo. Estoy sentado bajo ellos; tenemos la noche libre; hablan, se lanzan una indirecta tras otras, provocación tras provocación; cañonazos que le pasan a uno rozando el oído. Sin darnos cuenta, hemos llegado al punto de inflexión; los ojos arden, las lenguas se arremolinan, lo impensable se dice, se grita, se describe sin pudor, se regodean en la inmundicia, no se controlan, compiten entre ellos por representar la escena más desvergonzada, la expresión más chocante, y con ello se muestran hasta qué punto se sienten martirizados. Y se ve cómo dos de ellos se miden de soslayo, hombre contra hombre como si fuera hombre contra mujer; sin mediar palabra, se entregan brutalmente al delirio de la carne y del placer; se compenetran estupendamente, esos dos en su pasión, y no son los únicos. ¿La estoy atemorizando? Ésa no es la intención. Sólo describo el oscuro abismo como contraste a mi tejido luminoso. Si uno se ha embebido de lo peor de lo peor, las imágenes celestiales se vuelven tan blancas y suaves como sólo lo pueden ser las lilas en los pestilentes pantanos. Pero, uno está obligado a decidirse como Serafín. Uno debe lograr, cerrar los poros para evitar el contagio. Abandonar demasiado pronto, para mí es como sacrificar al ternero cuando aún está en el vientre de la madre. Bajo unas circunstancias concretas, un monje puede ser un refinado libertino si degusta determinadas ilusiones. Quizás San Antonio haya sido el más grande artista del amor del mundo entero. No puedo imaginarme afrodisíaco más excitante que el martirio de la abstinencia voluntaria. Supera con mucho las bacanales de las brujas. Pero yo no soy un voyeur, en ningún caso. Sólo apuesto por la gradación inteligente, por toda gradación de hecho. Allí, en la caldera de Satán, en el buque, concebí mis anhelos; los cuidé y domestiqué como se hace con un animal al que se le promete un sabroso bocado. ¿Y qué es lo que anhelaba en realidad? Difícil de explicar. Una determinada tersura en la piel, una determinada curva en las caderas, una determinada modelación de las muñecas, una determinada transparencia de las venas en las sienes, un determinado porte, en el andar y la mirada. ¿Es algo? ¿Describe algo? Se trata de algo relacionado con el olfato, el tacto, la epidermis, la electricidad de los nervios. Más claro: quiero tener a una mujer de mi nivel, de mi nivel de sensualidad. Alto y claro, María Jakowlewna, es usted a la que quiero.

Los ojos de María se posaron sobre un escorpión de un dedo de largo, que colgaba inmóvil en una balda de enfrente, su perfil se recortaba con suavidad, sin sombra, como en un dibujo japonés. Mientras miraba al bicho se sintió aliviada, en algún rincón libre de su alma disfrutó con esa sutileza y suavidad, olvidó lo venenoso y peligroso; pues eso lo sabía, pero no lo había experimentado. Fijó la mirada en la cara de Golowin y dijo en un tono amigable:

—¿No le parece sorprendente que, desde que me lo ha contado, yo me siento completamente tranquila? Ahora ya no hay desconocimiento entre nosotros. Incluso me mueven sentimientos de simpatía hacia usted. Ha sido su hablar. Su hablar poco juicioso, grosero, agresivo, lo que lo ha logrado. De pronto soy yo, la indiscutiblemente más fuerte entre los dos.

—No entiendo —murmuró Golowin bastante desconcertado.

—Usted dice que me quiere poseer —prosiguió María con el mismo tono amigable—; yo le contesto: bien, aquí estoy; adelante.

Golowin la miró consternado.

Ella continuó en un tono jovial:

—¿Es que acaso se puede poseer a una persona, así, sin más? ¿Según el apetito o la ocasión? ¿Como cuando se coge una manzana del árbol e, incluso, de un jardín ajeno? ¿Uno toma a una mujer tan fácilmente, porque tiene apetito y porque vale la pena el robo? ¿Es que ella no vale más que ese bocado? ¿Que ese botín? ¿Que la satisfacción de una hora? Si es así como usted piensa, adelante.

Golowin se puso en pie, fue hacia la ventana y se detuvo ahí sin girar la cara. La luna apenas iluminaba ya un trozo de pared.

—¿De verdad cree usted que entonces me poseería? —prosiguió María—. Quizás me hubiese usted destrozado, seguro que ultrajado, ultrajado absolutamente, pero ¿haberme poseído? Pongamos por caso, que usted consigue su propósito con violencia; en ese momento, ¿soy yo, María Krüdener, o un envoltorio sin alma de mí misma? Tanto da arrojar a unos seres vivos a la hoguera o sacrificarlos en un encuentro fortuito. Poseer, ¡qué palabra tan necia! ¿Qué significa poseer cuando nada ha sido dado? Algo que es medio delito, medio figuración, pero, en cualquier caso, deplorable.

Golowin seguía callado.

—No me resulta difícil echar cuentas —dijo María—, yo soy el medio de pago para la libertad, probablemente hasta para la vida de unas cincuenta personas entre las que estamos mis hijos y yo. Así que, si persiste en su intento, no me queda más remedio, según parece, que aceptar este miserable contrato de compraventa. De acuerdo. No es nada extraordinario, nada desasosegante si se compara con el alcance de la circunstancias. Es un destino fatal al que hay que saber adaptarse. El tiempo lo engullirá, es su sino. ¿Pero es preciso que con ello yo experimente el nuevo orden del mundo del que usted ha hablado, si no me equivoco? Usted me da lástima. Esto es un nuevo orden del mundo muy antiguo y terriblemente vulgar.

Sin moverse de la ventana, Golowin contestó con voz apagada:

—Me malinterpreta usted a propósito. Ésas son argucias de abogado. Como mujer estará acostumbrada a aferrarse a lo más evidente con una elocuencia desmedida. Tengo ojos en la cara y olfato en la nariz. Es posible que la brújula haya perdido algo de orientación; la flecha se mueve desesperada de izquierda a derecha como si estuviera justo encima de un polo magnético. Que esté usted tan segura de sí misma, eso lo he notado a pesar de todo y, precisamente, eso era lo estimulante. He de arrebatárselo a mi oponente. Tengo ante mí a un adversario invisible. Este fantasma no se ablandará fácilmente. Pero lo huelo. Lo saboreo. Lo veo.

A María le recorrió un escalofrío como nunca antes.

Él se volvió hacia ella y continuó:

—Usted lo menciona con cada mirada. Anda, está de pie y se sienta, tal y como él lo aprueba y ordena. Pero ahora, usted no se hubiese estremecido si yo no hubiese logrado oscurecer en algo su imagen dentro de usted. Usted tiene fuerza, pero a mí no puede obviarme, y pronto él ya no podrá ayudarla, sus brazos se están paralizando.

—Éstas sí son argucias, Igor Semjonowitsch —dijo María.

—¿Me ha tomado usted por un violador desvergonzado, por un canalla miserable? Conozco el camino que lleva a las llamas más recónditas. ¿Quién le ha dicho a usted que yo quiera renunciar a deshojar pétalo a pétalo? ¿Al deleite de una lenta progresión? ¿Y a las sorpresas y las pequeñas golosinas agridulces que acercan un cuerpo a otro cuerpo? Pero quizás soy capaz, quizás me permito concentrar en dos o tres horas esa sutil y mágica demora que, por pereza o falta de agilidad, suele alargarse tanto que entre el agotamiento y la suprema satisfacción ya no es posible encontrar ninguna conexión, como un barco recién botado que se precipita hacia un banco de arena.

—Quizás sea usted capaz —dijo María—, pero no puede usted transformar una materia en otra. No puede abolir las leyes de toda una vida.

Golowin rió despóticamente.

—Dependería del reto. Es una cuestión de magia.

María se sobresaltó y, pálida, miró hacia donde estaba él de pie.

—Usted habla de encuentro casual —prosiguió él—. Yo, por mi parte, no creo en este tipo de coincidencias.

¿Está usted convencida de que lo que la ha traído a esta ciudad, a esta casa, ha sido una cadena de circunstancias impredecibles y no mi deseo, mi influjo, mi decisión? Pero supongamos que ha sido casualidad. También habríamos podido ir a parar a una isla remota para hablar de nuevo de robinsonadas. ¿Cuántos días se hubiese concedido usted hasta la boda? O si esto le suena demasiado crudo: ¿durante cuánto tiempo hubiese permanecido usted inalterable frente a un hombre adulto y normal, aun cuando yo, por astucia o por premeditación, hubiese prescindido de toda artimaña? ¿Interpretaría usted como un triunfo el permanecer a mi lado como una santa por un sentimiento de fidelidad? Fidelidad. ¿Qué es la fidelidad? Un acuerdo con el que legitima las privaciones, la prueba de poder de un poseedor, la verja contra el asalto de los desposeídos, un oído cerrado, una mano agarrotada.

—No puedo hacer nada con semejante palabrería —contestó María—, todo depende de si la chispa que se enciende, prende o no.

—Cierto —asintió Golowin, acercándose de nuevo. Se situó en el lado de la habitación que se había quedado en penumbra, y se apoyó en una balda de la pared—. Cierto. Nosotros, en nuestro fosilizado mundo, tan sólo hemos olvidado cuáles son los modos. Yo he tenido mucho trato con los chinos en ultramar. Esa gente sí es experta en los modos. Es un arte heredado hace miles de años. Sonríen ante nuestras veleidades y nuestros rodeos, se burlan de nuestra tosquedad y falta de sensibilidad, se encogen de hombros ante lo que nosotros llamamos desamor. Del mismo modo que allí, en Extremo Oriente, un eficaz sistema faculta al más débil a tumbar de rodillas a un atleta, una legendaria tradición otorga el poder al que está dotado de juicio de sembrar el amor físico incluso en la materia más reacia a ello. Amor físico, es decir, amor en cualquier caso, nada que ver con la lujuria europea que tergiversa los hechos de la naturaleza reduciéndolos a florituras y pensamientos abstractos. ¿Recuerda usted el escándalo con el famoso caso de Miss Hollywood en Nueva York? Ella era una belleza de primer orden, cortejada por la flor y nata de los jóvenes casaderos del país, inaccesible, con una reputación intachable. Un buen día desapareció sin dejar rastro, de forma incomprensible. A cambio de su paradero se ofrecieron recompensas de vértigo, se habilitaron doscientos detectives día y noche, pero sólo después de meses se averigua su paradero: un asqueroso tugurio de Chinatown. Se detiene a un montón de chinos cuando el culpable real ya se ha escapado. Se devuelve a la joven a casa de sus padres, pero ella está irreconocible. No atiende a razones, no se adapta a su vida anterior, sufre ataques de ira y patológicas depresiones; los médicos se sienten incapaces, sus amigos igual y, mientras se emplean todos los medios disponibles para curarla, ella consigue comunicarse con su secuestrador. De pronto, desaparece por segunda vez, y, como explica en una carta que deja antes de irse, volver junto al chino ha sido una decisión voluntaria y personal. Por supuesto, la sociedad americana se queda estupefacta, pues ¿qué hay más despreciable, ante sus ojos, que un china-man? A mí todo el asunto me interesó sobremanera. Puesto que no tengo prejuicios de ningún tipo en cuanto a casta o raza, no tuve ningún reparo en aprovecharme de mis conocidos chinos para que me aclararan todo lo posible sobre este misterioso caso que, según supe más tarde, no era el único. No fue tan fácil. Los chinos son muy reservados; además, opinan que en estos asuntos, debido a la distancia insalvable entre su perspectiva y la nuestra, el entendimiento es imposible. Según ellos, para empezar, faltan las palabras. Pero la suerte quiso que yo topara con un magnífico maestro, un joven tan fino como la arena y tan sabio como un viejo elefante. ¿Me sigue escuchando usted? Ya no distingo bien su cara. ¿No quiere usted saber nada de la sabiduría y la sutileza que conduce al laberinto? ¿Y qué me reporta a mí, si se detiene usted ante las puertas del laberinto? De él emana una sensualidad asiática. Muy diferente a nuestras pasiones en miniatura y nuestros sentimientos permitidos. Lo esencial de esa mezcla de sabiduría y ardor narcotizante es que debe liberar a la persona del miedo de sus abismos más profundos. ¿Quién de nosotros llega hasta sus más profundos abismos? Ni el mayor de los criminales. Dostoyevski. Pero incluso en él también permanece el miedo. Mi chino desarrolló, entre otras cosas, toda una filosofía acerca de las influencias de la sensualidad y de cómo ésta se contagia. El dominio sobre el instrumento vivo es, entonces, sólo una consecuencia. La técnica es siempre muy individual, pero nuestras mujeres pierden su capacidad de resistencia ya en el primer nivel. Cuanto más elevada es su educación, más fácilmente se entregan. Yo he leído el testimonio escrito de una mujer así; es la carta más increíble que he tenido entre las manos, por impúdica y por audaz. Se trataba de una señora muy distinguida, esposa de un profesor de universidad en Filadelfia, que se había fugado con un criado chino. Hablaba de la felicidad del horror, del placer del engaño y de que no sentía ningún remordimiento por haber cambiado la paz del alma, esa engañosa paz del alma, por las llamas que la envolvían y que le otorgaban, a cada instante cercano a la muerte, la resurrección de la carne. Suena a desvarío y quizás, en realidad, no es sino una forma de histeria. Al parecer, fue encontrada hace un par de años en el extrarradio de Pekín decapitada y faltándole la mano derecha. Todo ello, pero, me incitó a llevar aquello a la práctica, y los resultados no estuvieron mal. Las enseñanzas han resultado ser practicables. Por supuesto, faltaba el último secreto; ¡qué no hubiera dado yo por el último secreto! Pero somos demasiado fríos para eso, y demasiado superficiales. El hombre europeo no es suficientemente serio. Me da la impresión que Dmitri Karamazov ya dice algo parecido. Hice la prueba con muchas; las más salvajes se amansaron, tan mansas como gusanos. Al cabo de poco tiempo, se quedaron sin alma de un modo tan singular como si de sus mentes se hubiesen extirpado con un bisturí determinados complejos alojados en la conciencia. Nunca jamás se utiliza la violencia; uno se cuela dentro, uno se envuelve con sigilo en esos maravillosos cuerpecitos, se apodera de ellos simulando ser su esclavo, convirtiéndose en su sombra silenciosa, en el imprescindible otro yo, en la parte desdeñada y repudiada, en la malvada y seductora quimera. Y así, uno atrae a esa personita hasta que ya no le es posible escapar. Y entonces se dan caricias aterciopeladas; la oreja, el párpado, la punta de cada dedo, cada trozo de piel, el hueco de la axila, todo eso se alecciona, es amaestrado para reaccionar ante la delicadeza de él, y ésa es su recompensa. Cada parte del cuerpo amado se muestra agradecida. Cada una de ellas se derrite con el deseo de él, cada una se despierta como si se tratara de un animalillo jubiloso y vivaz, un animalillo ardiente, y que uno sostiene en sus brazos, es un ser sin vergüenza ni malicia, sin espíritu y sin miedo, misterioso como el cielo. María Jakowiewna —su tono de voz, que había derivado en un susurro, se hizo más fuerte y, debido al contraste, sonó como si gritara—, si yo me adentro en su pecho y cojo su corazón, me pertenece sí o sí. Dejemos las explicaciones, los recuerdos. Eso es de un mundo que existió hace cientos de miles de años. Sí, yo rasgo su pecho, y dentro ya no está la cara de otro, ninguna silueta, ningún juramento, ninguna imagen, dentro ya sólo hay amor. Yo quiero quemarme ahí dentro y consumirme si es preciso, pero deme usted amor.

La luna se había puesto ya. Había oscurecido totalmente. María se levantó, palpó hasta llegar a la mesa y cogió la vela. Junto a ésta encontró cerillas y prendió luz. Con preocupación advirtió que ese resto no iba a durar mucho.

—Amor —susurró ella—, amor.

—¿Por qué destruye usted esta palabra pronunciándola así? —le preguntó Golowin desde el otro lado.

—No hago más que enterrar el cadáver, usted ya la ha matado —contestó seria—, durante toda una vida.

—Moral, débil moral —dijo él encogiéndose de hombros—; el golpe es demasiado flojo, ni siquiera lo voy a parar.

María, con la voz profunda de una contadora de cuentos, una voz que sólo por el tono dotaba de cuerpo a todo lo que pronunciaba:

—En la finca oí una historia de dos campesinos, Petruschka y Nikituschka. Los dos eran pobres y no podían aspirar a nada. Por lo que Petruschka decidió partir y estuvo muchos años fuera. Cuando regresó, trajo consigo un saco lleno de oro. «¿De dónde has sacado el oro?» —preguntó Nikituschka con avidez—. «Lo encontré en las minas» —contestó Petruschka, y empezó a construir un majestuoso castillo—. Nikituschka, por su parte, se informa de cuál es el camino, se pone en marcha, pero, al cabo de un tiempo, vuelve agotado. «Me he perdido» —dice. Entonces, Petruschka le acompaña hasta que llegan a una montaña en cuyo seno se halla la mina y le dice: «Debes adentrarte en este seno y cavar durante muchos años». No pasa mucho tiempo cuando Nikituschka, de nuevo, vuelve sin haber logrado nada y dice: «no tengo ganas de pasarme muchos años cavando bajo tierra, mejor me das de tu oro, es más sencillo». «No puedo darte nada de mi oro —dice Petruschka—, ya ves que me estoy construyendo un castillo, ¿con qué quieres que pague a los trabajadores? Ayúdame tú también a construir el castillo y así tendrás parte de mi oro».

María calló.

—El golpe no ha ganado fuerza —dijo Golowin sonriendo—; Petruschka debía de haber compartido, ya cuando regresó con el oro.

—¿De qué le hubiese servido a Nikituschka? —replicó María con vehemencia—; habría despilfarrado su parte y sería tan pobre como antes.

—Mejor despilfarrar que afanarse a cavar —insistió Golowin mirándola de soslayo y sin dejar de sonreír.

—Un despilfarrador es un ladrón —dijo María—, uno tiene que haber pasado por la mina, uno tiene que haber cavado.

—Deber, deber —se burló Golowin mientras su mirada de soslayo se volvió chispeante—. ¿Es que acaso yo no me he sacrificado ya en la mina?

—Pero sin encontrar oro, no el oro de Petruschka —repuso María alzando la mano derecha, lo que subrayaba más su mirada que sus palabras—. Si Petruschka pregunta: «¿qué has estado haciendo tú en la mina?» Usted debería contestar: «lo que a ti molesta, lo que envenena tu alma, lo que te reporta dolor a ti y a tus semejantes». Petruschka ha construido.

Golowin no la contradijo. Apretó la cabeza contra la balda y empezó a sonreír, empezó a observarla por el rabillo del ojo. Una inquietud interior se apoderó de ella, una vergüenza extraña que le subía desde lo más profundo y que la envolvió por completo. Hubiese deseado que se la tragara la tierra, o desaparecer. Llegó a tanto que se enfadó consigo misma reprochándose haber encendido la vela. Su corazón empezó a latir, y sintió cómo le ardía alrededor de las orejas y de la nuca. No encontraba el modo de explicarse tal estado. De pronto él, sin moverse, lanzó una pregunta al aire:

—¿Cree usted en el fin?

—¿En qué fin?

—Desde luego, no el fin de María Krüdener e Igor Golowin, eso es obvio. Me refiero en el fin de Rusia y Europa, el fin del ferrocarril y del telégrafo, de periódicos y libros, del arte y la ciencia y la política, en el fin del mundo, el fin de la Humanidad, en el fin de todo. ¿Cree usted en él?

María bajó la cabeza. Al cabo de un rato, contestó en voz baja:

—No creo en eso. Creo en la vida eterna.

—¿Cree usted en la resurrección? —preguntó Golowin, y su sonrisa se desdibujó por la oscuridad que arrojaba sobre su cara la vela tintineante.

—¿Qué entiende usted por resurrección?

—Nada retorna —dijo él, sin hacer caso de la pregunta—, aun cuando cada aliento del ser humano clama por la resurrección. Nada que ya ha sido, puede volver a ser, y, no obstante, el mayor anhelo del hombre es el de volver de nuevo. De nuevo, de nuevo, ésas son las palabras que le hacen a uno débil. Mientras uno no consigue superarlas, sigue siendo un juguete del destino. Tampoco volverá para usted, María Jakowlewna, jamás volverá lo que en un tiempo fueron su orgullo o sus posesiones. Nada de eso volverá. Él no volverá.

Con los ojos cerrados, María movió la cabeza y dijo:

—Estoy tan segura como que va a salir el sol: él volverá.

—El convencimiento habla por usted y no un sentimiento más profundo. Usted ha tenido la desgracia de vivir un matrimonio feliz. Si no, usted sería esa clase de mujer con la que ir a las barricadas. Lástima que un ser con instinto de águila haya sido reducido a hacer de clueca. El matrimonio ha metido en una cápsula a presión toda la nobleza y libertad que había en usted, y ahora no se atreve a moverse por miedo a que la carga explote. Usted se ha parapetado tras todo tipo de seguridades, obligaciones, lazos de gratitud, ilusiones adolescentes; pero se ha cerrado herméticamente a todo aquello que podía haber alcanzado si no le hubiesen robado su libertad como individuo. A mujeres como usted, el estado debería confiscarlas ya en su juventud. El matrimonio las estropea. Es como verter arena en un valioso mecanismo de relojería. Después, cuando llega el gran enemigo ya es tarde. El gran enemigo, el gran comisario liquidador, el insobornable.

Ella calló. Su rostro mostraba una ternura infinita que conmovió a Golowin.

—¿Tampoco cree en el gran enemigo? —preguntó él en un tono velado.

Ella le miró callada y fijamente a los ojos, y no contestó.

—¿Alguna vez se lo ha llegado a imaginar? —prosiguió él acechante y con una extraña sorna—; seguro que sí puesto que tiene usted fantasía. ¿No le parece perturbador? ¿Excitante? ¿Seductor? ¿No le parece que tiene el aspecto de un verdadero amante? ¿No es él, el conocedor de todos los secretos? ¿No se ha infiltrado por pura lascivia en todo lo escrito, pactado, investigado y vivido? El mundo está repleto de él. Él es el que barre todas las inmundicias acumuladas.

—Sí, el mundo está repleto de él —dijo María—. Él clama justicia…, y asesina; añora el amor fraternal…, y asesina; rebosa compasión…, y asesina; parlotea sobre el progreso y la renovación…, y asesina; besa y abraza…, y asesina. No conoce clemencia en su… amor. —Ella seguía mirando fijamente a los brillantes ojos verdes de él. La vela se apagó con un chispazo.

Se hizo un largo silencio. María sintió como sus rodillas se aflojaban, se dirigió hacia el camastro y se apoyó en uno de los cantos. El que Golowin no se hubiese movido suponía una inquietante amenaza. Una luz gris suspendida frente a la ventana significaba el primer anuncio del día. Ella no se atrevió a mirar. Se sentía amarrada por una coraza de plomo.

De pronto, se oyó la voz de él:

—Usted es tan rica que puede permitirse borrar una noche de su vida. No vivida para usted, cien veces vivida para mí. No hablo de ésta, ésta ya ha pasado. Puede ser la siguiente. No es la siguiente, pues será cualquier otra. Puedo esperar.

María respondió guiada por un impulso, como si las palabras se las hubiese dictado un tercero invisible:

—No puede ser ninguna.

Él repuso:

—Somos dos centinelas que han avanzado. Podemos conciliar sin tener en cuenta los partidos que combaten. Habría cierta grandeza en ello. Sin rescates, sin traiciones; a lo sumo una víctima que haría innecesarias muchas otras.

—Yo no me pertenezco. Ninguno de mis cabellos me pertenece —objetó María.

Él replicó:

—Sabe perfectamente la cobardía que contiene este argumento. ¿Es que acaso se debe a una reticencia física que no puede superar?

—Prefiero no contestar a esa pregunta.

—Donde sólo se opone el pasado y no el presente, no queda apenas espacio para dudar entre el sí y el no.

—Hoy apelo por segunda vez a su caballerosidad —dijo ella, tapándose los ojos con las manos.

Él dijo:

—Si usted apretara sus labios contra los míos, podría imaginarme que vuelvo a ser un chaval que empieza de cero. Resurrección, resurrección. No tema, no me moveré de donde estoy. Quiero ser tan caballeroso como un trovador. Pero no puede impedirme soñar. Sueño que sostengo su mano. Que la acaricio tan sólo con las puntas de mis dedos. Que olvida usted que es madre, esposa, dama, señora, todas esas dignidades de un mundo obsoleto. Que es usted una mano, nada más que una mano. En la que está encerrada la mía, agarrada la mía con sangre, cabeza, instinto, alma. ¿Qué puede hacer usted frente a eso? Silenciosa, maravillosa mano de mujer; me adentro en ti y tú te abres como un cáliz…

María escuchaba, por fuera y por dentro hielo y, al mismo tiempo, atravesada por una corriente tibia que la embriagaba. Él no se había acercado y aun así sintió su mano como en una prensa. Sus pensamientos se agolpaban confusos. La sangre se precipitaba hacia la cabeza y, acto seguido, hacia el corazón. Creyó hablar y se asustó de las palabras no pronunciadas. Los ojos severos de Mitja la observaron. Sintió extrañeza de su propio cuerpo, al que temió. La imagen de un reloj le pareció una esfera cuyas agujas negaban a desplazarse. Miró hacia la ventana, «se está haciendo de día» murmuró. Desde la calle subieron ecos de pasos frenéticos. «Qué bien que la gente se esté despertando» le pasó por la cabeza.

Con una vibración de la voz apenas perceptible, Golowin dijo:

—Sí, se hace de día. Fin del primer acto. Telón. No se sabe lo que durará el descanso. Saberlo tampoco aporta nada. ¿Cómo pretende usted liberarse de mí en el futuro? ¿Cómo piensa romper el poder que he alcanzado sobre usted? Se enfrascará en sus obligaciones, se ocupará de resolver sus quehaceres, se rodeará de gente, empezará a reconstruir lo derribado, pero, en el fondo, siempre estaré yo, contra eso no hay actividad ni protesta que valga.

Ahora, ella podía distinguir el rostro de él en la penumbra. Parecía un trapo gris, manchado. No encontró argumentos. En medio de su terrible desdicha, le sorprendió la pose de él, como relajada, casi elegante. De pronto, abajo sonó un chirriante pitido. Golowin levantó la cabeza como un perro de caza. Se acercó a la ventana, sacó un silbato de metal y contestó la señal. Inmediatamente después, se oyeron unos cañonazos desde el mar.

—Bien —dijo Golowin—, nos apretaremos de nuevo la diadema de hierro —Descolgó el abrigo del gancho y se lo echó a los hombros—. Tiene usted vía libre, María Jakowlewna —añadió con una reverencia.

María se levantó. No experimentó ningún alivio.

—Sólo dos palabras más —dijo él, desde el umbral de la puerta—, primero: grábese en el corazón y pida a su buena fortuna que nuestros caminos jamás vuelvan a cruzarse.

—No, nuestros caminos no deben volver a cruzarse nunca más —contestó ella.

—Lo segundo: no existe medio alguno en el mundo con el que pueda usted recuperar la paz de su alma, a menos que exista la posibilidad de un acuerdo entre nosotros dos. Y eso es poco probable.

María siguió con atención los fuertes pasos de él mientras se alejaba. Apretó sus palmas contra el pecho y, con un rictus de decisión, alzó la cara, absolutamente palidecida.

Cuando llegó al piso de abajo, todos ya estaban en pie y preparándose para reanudar el viaje. Debido a la alegría por la partida de los marineros, nadie se fijó en ella. Menasse ya estaba negociando con un barquero, propietario de un bote para alquilar. Pero ella sintió, en lo más profundo de su corazón, el peso de la verdad que contenían las palabras de Golowin: tenía vía libre, pero la meta del camino se había oscurecido de tal modo que ahora ya era irreconocible.