CAPÍTULO DECIMOQUINTO

1

Un joven substituto, que estaba de servicio por algunas semanas en la cárcel, se encargó de anunciar al preso Maurizius que le había sido acordada la gracia de una libertad condicional.

—¿Acepta? —preguntó el magistrado con una cierta curiosidad que se dirigía al hombre y no a la respuesta.

Maurizius; en guardia, tragó saliva.

—¿De qué condición se trata?

—No está especificado.

—¿Entonces, con cualquier pretexto, podrían volver a meterme en la cárcel?

—Para mí, es sólo una fórmula. Y si su conducta…

—¿Quiere decir que si yo no ocasiono ninguna molestia a los tribunales?…

—No he recibido sobre ese punto ninguna instrucción.

—¿Durante cuánto tiempo deberé observar esa condición?

—Un año, y medio, diecisiete meses, para ser exacto. Hasta el final del vigésimo año de la pena.

—¿De modo que puede suceder que me vea obligado a rehacer esos diecisiete meses de cárcel si atraigo sobre mí el descontento de las autoridades?

—En principio, sí. Pero como ya se lo he dicho, es una formalidad.

—¿Y si yo ahora rehusara, dentro de diecisiete meses quedaría en libertad sin condiciones?

—Sin duda alguna —replicó el joven substituto molesto y ligeramente irritado.

Al oír la palabra rehusar, Pauli, el administrador de la cárcel, levantó la mirada, estupefacto, y detrás de él el jefe de guardianes sacudió la cabeza con aire abstraído.

—Entonces se quieren ahorrar una ocasión de tenerme sujeto —murmuró Maurizius.

—¿Acepta usted o no? —interrogó el substituto con tono cortante, señalando sobre la mesa un papel preparado para la firma.

El secretario no podía quedarse más en su sitio. Se puso de pie y dirigió a Maurizius una mirada ávida. Éste no se movió. Sus pómulos se volvieron de color rojo ladrillo. Uno de sus hombros se sacudió por un escalofrío.

Abrió la boca, pero no salió de ella ningún sonido. Todos lo miraban. De pronto hizo un movimiento como si fuese a caer, pero era sencillamente que había querido acercarse a la mesa y se sostenía del borde. El secretario le alcanzó la pluma. Maurizius la mojó en el tintero, la contempló un momento, confundido, y luego escribió su nombre en el papel, en el lugar donde el secretario había puesto el dedo. El ruido de las cuatro respiraciones se oyó en la habitación como un ligero viento.

—Podrá usted salir mañana por la mañana, a las ocho —dijo el director—. El guardián irá a buscarlo a las siete para que usted se vista.

—¿Puedo tener autorización para telegrafiar a mi padre? —preguntó Maurizius con voz estrangulada.

El substituto y el administrador cambiaron una mirada indecisa.

—Preferiríamos que no lo hiciera —dijo el substituto—, porque desearíamos evitar toda publicidad inútil.

—Pero me será difícil desenvolverme afuera.

El magistrado sonrió.

—Eso puede arreglarse. Una vez que usted esté en la estación, Dios mío…

—Telegrafíe, pues, a su padre que usted llegará a su casa durante el día de mañana —propuso Pauli en un impulso de lástima—. Lo que no nos agrada es que venga aquí y que se conozca la hora de su liberación. Los diarios harían en seguida de eso un asunto.

—Entonces, prefiero abstenerme —replicó Maurizius.

El guardián que lo llevó de nuevo a la celda, aquel que tenía cara de borracho, le preguntó con condescendencia:

—¿Y… cómo se siente? —Pero como Maurizius volviera hacia él una mirada ausente, tosió ligeramente y se esquivó.

2

MAÑANA por la mañana a las ocho… Quince horas todavía. ¿Cómo pasarlas? Mira el muro, contempla el tubo de la estufa, da algunos pasos y se dice que durante ese tiempo los minutos pasan. Se toca la barba de varios días y se pregunta si podrá hacerse afeitar esa noche misma. Seguramente se lo concederán. Eso ocuparía algún tiempo. Es preciso que reflexione, y eso también lleva tiempo.

Toma la mesa y la traslada dos metros más allá. Coloca delante la silla, sin saber bien por qué lo hace. Se sienta, abre la Crónica de Rothenburgo y lee: «El 4 de abril de 1659, los burgueses tiraron al blanco, salieron formando una compañía, con tambores y trompetas al frente». Calculó: 1659, eso hacía doscientos cincuenta y ocho años vaya, todavía catorce horas y tres cuartos. Cuando uno cierra los párpados y apoya con fuerza los pulgares en las sienes, llega un momento en que se hace sensible la marcha rápida de las horas muchas veces había hecho la prueba. Pero hoy ese método falla por completo. ¿Qué es la paciencia? La lentitud de la sangre. Olvidarse de que uno quiere, eso es la paciencia. ¡Pobre hombre! Ya estás queriendo de nuevo. Se levantó y puso la mesa junto a la ventana y luego la silla. Se sentó y leyó: «El 29 de julio fue puesta en la picota una sirvienta extranjera, de veinte años de edad, junto con su madre, porque la hija, obedeciendo órdenes de la madre, había robado cerca de cien táleros a H. Dan. Rueckern, capellán del hospital, al que sirvió durante tres cuartos de año. Fueron condenadas a destierro y el verdugo las condujo fuera de la ciudad. La muchacha gritó y lloró lastimeramente; el miserable dinero quería volverse a su procedencia, a la guerra, porque Rueckern era capellán de los ejércitos de Bernardo de Sajonia-Weimar». Aquello está bien lejos, la rueda dio vueltas y hace tiempo que los suspiros de aquellos sufrimientos humanos se acallaron.

Cerró el libro. De pronto se estremeció a la idea de echar una mirada sobre el pasado.

Todo lo que estaba detrás de él, era un estrecho calabozo delante suyo se extendía un espacio sin límites. ¿Pero cuándo comenzaré lo que está delante? ¿Será tan sólo cuando hayan pasado catorce horas y cuarto, penosamente, como caballos de carga que se doblegan bajo su fardo, o bien ahora, a cada minuto de este ahora? ¿Y este ahora es el intervalo que separa un latido del corazón del siguiente, o un segundo del otro, de una de esas ochenta y seis mil cuatrocientas estaciones en el vacío y la desesperación que componen un día? Pero hay un mañana para él. Musita la palabra, con los labios temblorosos: mañana. Ese mañana se parece a la mancha de luz brillante que uno percibe al extremo de un túnel y que se agranda lentamente, con una lentitud indecible; el círculo se ensancha y el brillo se suaviza, lentamente, muy lentamente, a pesar de la vertiginosa rapidez del tren. A ese mañana se agrega otro mañana, después un tercero, un cuarto, un quinto. De cada minuto presente, podrá decir: «entonces» y mientras ahora dice «es», podrá decir «fue». Da vueltas por la celda, da vueltas… Trece horas y media. Da vueltas y más vueltas todavía: doce horas y cuarto. Se puso a contar sus pasos. Una imagen, una imagen que se parece a una flor de piedra y purpúrea, flota en el aire brumoso y gris de la celda. «Mañana». Ese «mañana» límpido como un cristal. Ese «mañana» que no se puede esperar, ese «mañana» mensajero de una felicidad insensata y envuelto, sin embargo, en una angustia loca… Caminos. Carreteras. Puertas de la ciudad. Marchar hacia adelante. El cielo, bóveda que nada corta. Campanarios. Arboles. Jardines. Una mujer… Juntó las manos y un estremecimiento lo sacudió todo entero: una mujer…

Once horas y media. Se echó en la cama y se abandonó a la dulzura torturante de un ensueño que soñó con los ojos abiertos.

3

HAY un corazón en la tierra —se imagina en su sueño— que languidece por él: Hildegarda, que ha crecido entre extraños y espera el día que la reúna al padre que no conoce. Hasta que cumplió quince años, jamás se pronunció su nombre ante ella. A los doce sorprendió una conversación entre la persona que le sirve de madre y un digno anciano que se interesa por ella desde ese momento, sospechó la verdad. El día que cumplió quince años, su protectora le cuenta discretamente lo que no le está permitido ignorar. Se convenció inmediatamente de la inocencia de su padre. No habla y por su parte se cuida de hacer alusión a él, pero en su alma noble y valiente se afirma más y más la convicción de que algún día será rehabilitado ante la faz del mundo, y la convicción más firme todavía, al lado de la cual el resto pierde toda importancia, de que llegará en su busca y se la llevará consigo.

Ella lo hará feliz. Borrará el recuerdo de todos los sufrimientos como en una pizarra la esponja borra la escritura. En los proyectos que se hace, no sueña sino en compensarlo de sus penurias. Ella lo espera, lo espera con toda la paciencia de un corazón filial. Espera su resurrección… El pensamiento prosigue irresistiblemente su sueño, echa por la borda experiencia, verosimilitud y realidad. Y lo que del fondo del corazón sube a la superficie, es la ingenuidad del hombre-niño, deseos infantiles de la infantil espera en la víspera de Navidad.

Ella es joven, encuentra hermosa la vida y haría mal reduciéndose a su papel de ángel guardián y renunciando por él a la felicidad de amar y casarse. Elegirá un esposo dispuesto a consagrarse con ella a la tarea de procurar al «resucitado» una patria y un hogar. Vendrán los hijos, lindas cabecitas rubias, la casa estará llena de gente feliz y por las noches se reunirán en habitaciones acogedoras para entretenerse en una atmósfera de dulce intimidad. ¿Pero cómo será el primer encuentro? Los contornos vagos del sueño, hasta ahora hipotético, adquieren la nitidez de las cosas reales. Con perfecta desenvoltura, la imaginación corrige la idea primera, según la cual Hildegarda no debía casarse sino más tarde, tal vez un año después de haber encontrado a su padre. Por una razón cualquiera, que conviene aprobar absolutamente, pero que permanece obscura, ella decide casarse en seguida y la suerte quiere (¿o bien desempeñará aquí un papel alguna voluntad misteriosa y poderosa?) que el casamiento tenga lugar varios días después de su liberación. Casi se creería que la liberación debiera ser así solemnemente festejada. Pero él no puede llegar a tiempo para la bendición nupcial. Cuando entra en la casa donde lo esperan los recién casados, ya se encuentran reunidos todos los invitados. Su llegada hace sensación.

Los criados cuchichean y se apresuran. Le toman el abrigo y el sombrero, y le indican el camino. Se abren las dos hojas de una puerta y ve una sala llena de damas y señores. Todos los rostros se vuelven hacia él, leyéndose en ellos la sorpresa, la emoción, la piedad y el respeto. La música se interrumpe y se hace el silencio como en el teatro cuando una persona que, después de creerla perdida durante muchos años, vuelve, tras de pasar por crueles pruebas, al seno de sus parientes y amigos. Un anciano de larga barba amarilla —que recuerda vagamente al guardián Klakusch, pero que tiene un aire muy aristocrático— se le acerca, se inclina y le tiende la mano. Maurizius no puede pronunciar ni una sola palabra de tan conmovido que está. Su mirada gira a su alrededor, buscando a alguien: «¿Dónde está ella? ¿Dónde está Hildegarda?». Se oye al fondo de la sala un ligero grito, una agitación de alegría se apodera de toda la concurrencia, y los invitados se aparan para dar paso a una silueta blanca que, con los velos flotando a su alrededor, y con los brazos extendidos, vuela hacia él con un grito de felicidad. Él la toma, la estrecha contra su corazón y aprieta aquel cuerpo tibio, pleno de ternura. Aprieta contra su mejilla aquel rostro dichoso… Ahora todo puede arreglarse todavía. Él puede olvidar. Está transformado y se siente renovado…

Uno tras otro, los segundos caen sin ruido en la eternidad, tal como caen en el abismo las piedras que se desprenden de la montaña. Durante dieciocho años y siete meses, ha sucedido lo mismo, y ellos yacen, como un montón de escombros, en el fondo del precipicio inconcebible y sombrío. Asoma el día.

4

SE despidió del director y del jefe de guardianes, quienes le dieron la mano y le desearon buena suerte. La pesada puerta de hierro se cerró a sus espaldas y se encontró solo bajo la bóveda del cielo. La calle descendía; sus pies buscaron una superficie plana se vio obligado a pensar para restablecer su equilibrio. Después de haber hecho una veintena de pasos, le costó trabajo comprender que no tendrá que volver sobre los mismos. Sus piernas sienten la necesidad de dar media vuelta y durante muchos días tendrá todavía que luchar contra esa tendencia… La idea de que se puede ir más lejos, de que hay que ir más lejos, tiene algo que asusta; que asusta no menos que el espacio de que su cuerpo dispone. Se diría que uno ha sido proyectado en el aire y que se debate en él desesperadamente. Entra demasiado aire en el pecho. Todo es un poco penoso: la luz, el cielo, la ropa a la cual uno no está habituado, y el cuero de los zapatos. Se camina con un paso duro de muñeco. Al cabo de un rato uno se siente fatigado, se detiene, mira a su alrededor y se halla perdido. La gente lo mira asombrada. Uno sonríe. Se vuelven sin responder a la sonrisa de uno. Para ellos, hay que adoptar una cara neutra.

—¿Podría decirme si hay que dar vuelta a la derecha para ir a la estación?

—La primera calle a la izquierda y después la segunda a la derecha.

—Gracias.

¿Pero por qué volver sobre sus pasos? Derecho, siempre derecho. ¡Niños! ¡Unos niños! Se detiene y palidece. ¡Qué pequeños son, si parecen enanos! Y allá… ¡dos mujeres! Se vio obligado a apoyarse en un escaparate y se sostuvo con las dos manos atrás; casi rompe el vidrio. El propietario salió y lo apostrofó duramente. Con humildad, pidió disculpas. Por un instante tuvo unas ganas locas de tocar a aquellas mujeres y acariciar sus senos, pero se rehizo.

Su rostro se volvió grave, sombrío casi. Y a partir de aquel momento, instintivamente, lleva esa misma cara grave, casi sombría, como una máscara tanto más impenetrable cuanto más fuertemente lo asaltan las impresiones del mundo. Así atraviesa la muchedumbre, espera en el andén de la estación, oye el murmullo confuso de los ruidos y ocupa un lugar en un compartimiento, con el rostro grave, casi sombrío, inmóvil y distante, con los ojos semicerrados y los labios ligeramente apretados para adentro. Cada vez que distingue una mujer con falda corta y medias claras de seda, su frente se cubre de un rubor fugitivo y palpitan las ventanas de su nariz; es algo nuevo para él. Antes no era así. Todo ha cambiado… Todo se ha transformado. ¿La gente hablará todavía el mismo idioma? Pone atención. Son las mismas palabras, pero le parece que el acento, el ritmo; no son ya familiares a sus oídos. Comienza a decirse que el abismo cavado por los años que lo apartaron de la sociedad, no sólo del mundo de las imágenes y los sonidos, sino también del organismo social entero, no podrá ser llenado jamás. Experimenta un sentimiento de malestar que se acrecienta y con el cual pronto no puede vivir.

En Hanau descendió del tren. Vagó un poco por las calles. El cielo sin nubes resplandece como una masa de plomo fundido y resulta extremadamente fatigoso caminar a pleno sol, porque la luz cruda lo deslumbra. Se detiene ante el comercio de un óptico, vacila, entra y pide anteojos. Le prueban seis u ocho pares diferentes, y elige unos que tienen vidrios ahumados y montura de metal. El vendedor le aconseja que lleve unos con armazón de asta, es la moda, resulta más elegante. «Bueno», dice con la cabeza, toma los de asta y se los pone en seguida. Con sus anteojos se siente más tranquilo, más seguro y disminuye su malestar. Se miró en el espejo. Quedó mucho tiempo sin poder desprender sus ojos de aquella cara pálida con anteojos negros.

Un cuarto de hora más tarde se encontró delante de la casa de la calle del Mercado. Preguntó por el alojamiento de su padre. Una vieja le indicó una escalera de madera en el patio. Está tan penetrado de temor y angustia, que subir la escalera es para él un trabajo penoso. El nombre de su padre es una palabra cuyo eco se ha apagado en él, es un vestigio de otra época. No siente ni alegría ni impaciencia, sólo miedo de tener que mostrar sentimientos que no experimenta.

Se preguntó si esa categoría de sentimientos no estaría completamente muerta en su corazón, pero pensando en Hildegarda respondió fogosamente a esa pregunta con una negativa. ¿Pero, no sería Hildegarda una simple creación de su mente? ¿Una forma vacía inventada por él en todos los detalles? ¿Un ser sin existencia real, que él imaginó para tener la ilusión de que hay un ser en la tierra que le pertenece? Por primera vez lo roza esa duda y la rechaza con horror, como si hubiera manchado una cosa sagrada. (Pero ¿de dónde le ha llegado esa esperanza tan firme, si no tiene absolutamente ningún dato preciso para apoyarse y que, al contrario, debe darse cuenta de no habrán descuidado nada para destruir todo lazo externo entre él y la hija, cosa fácil dada la situación? La clave del enigma yace tal vez en esa zona donde la naturaleza humana reacciona contra toda precisión y en que, rodeada de fuerzas primitivas y misteriosas, se refugia en una vida que disimula la vida real).

Tocó el timbre y transcurrió un pesado minuto. En el patio, un gato maullaba lastimeramente. Se oyeron unos pasos detrás de la puerta y una pregunta áspera. La puerta se abrió y el padre y el hijo quedaron frente a frente. El viejo abrió los ojos muy grandes y se quedó como petrificado la cara se le puso de color púrpura, se inclinó su cuerpo hacia adelante y con los brazos se sostuvo del marco.

—Lo sabía… —dijo con voz estrangulada— lo leí en el diario… pero no pensaba que ya hoy…

El resto de la frase se ahogó en un sollozo. Pareció una tos ronca, penosa. No se ocultó la cara y corrieron las lágrimas de sus ojos astigmáticos. Leonardo Maurizius permaneció curiosamente frío. Sus rasgos conservaban su expresión severa y casi siniestra.

«¿Por qué no estoy conmovido?», se preguntó mientras acompañaba a su habitación al viejo, que lo había tomado del brazo. Miró a su alrededor. Lo triste y pobre del alojamiento hicieron nacer en él un miedo vago.

No había pensado todavía en el porvenir.

Nunca creyó que su padre tuviese una gran fortuna; además, se había enterado en la cárcel de que la depreciación de la plata, en el curso de los últimos años, había arruinado no solamente a los ricos, sino también a gente que tenía un pasar. Parecía que el viejo había sido alcanzado también por aquello, si no nunca hubiera buscado asilo en semejante vivienda. En sus reflexiones rápidas, las preocupaciones materiales ocuparon el primer plano de sus pensamientos y precisaron el malestar que lo inquietaba y abrumaba, haciéndolo estremecer después. Entonces será preciso —pensó Maurizius— depender de los demás, dirigirse a los otros, dar explicaciones y aceptar favores, pequeños favores de detalle, después del gran favor humillante al que debía la libertad, ese estado al que antes llamó con todas sus fuerzas y con todos sus anhelos y que ahora, cuando se esfuerza continuamente por adquirir conciencia de él, no puede ir más allá de un sentimiento vago; tan vago como el que se tiene cuando se duerme, del lugar en que uno se encuentra. Es que, durante sus años de cárcel, economizó del dinero que ganara, unos cincuenta marcos, y en un impulso de generosidad, los dio para la caja de los presos liberados; era una suma pequeña, es cierto, pero lo hubiera ayudado a vivir los primeros tiempos y aquí parecía reinar una negra miseria.

Pero aquella preocupación no tenía razón de ser, y lo supo un cuarto de hora después.

Por largo rato el viejo se quedó contemplándolo, perdido en una muda adoración. Sus mejillas arrugadas temblaban aún bajo las patillas grises. Con la mano derecha tenía sujeto su brazo izquierdo rígido, y no podía hablar. La mirada de Leonardo se dirige hacia la mesa y ve que está cubierta por toda clase de papeles, al lado de un diario abierto en la segunda página y en la cual se destaca un telegrama en letras grandes que hacía saber al mundo su liberación, cruzado por estas palabras trazadas con mano torpe y con lápiz azul: «¡Bendito sea Jesús!». El lápiz azul está puesto todavía sobre el diario. Eso lo conmueve de pronto, y más bien el lápiz que las cinco palabras. Es extraordinario cómo pueden los objetos en su inercia conservar el reflejo de la naturaleza humana y del alma. El viejo volvió a tomar asiento, señaló los papeles y dijo lo más secamente posible:

—Eso es tuyo, todo es tuyo.

Hacía años y años que esperaba ese minuto; soñaba con él y ahora se quedaba ahí, como un enamorado tímido, temblando de impaciencia en el momento de poner entre las manos de su bienamada el regalo precioso que es la expresión de todo su amor. Luego se afanó con una prisa casi cómica, comenzó a hojear los papeles, a explicar y citar cifras; mostraba el balance, la suma de los depósitos en el banco, mes por mes; la suma de los intereses, y hasta su testamento. Todo estaba preparado desde el mediodía, todo estaba perfectamente en orden. Leonardo miraba y miraba.

—¿Y tú? —preguntó señalando la habitación con gesto elocuente.

El viejo se puso a reír como un jugador de baraja sorprendido en tren de hacer trampas. Se compuso el pecho, tosió, escupió y luego no dejó de cloquear de contento. Leonardo bajó la cabeza. A través de la gritería de las mujeres y del ruido de las bocinas, le llegó el sonido prolongado de un cuerno. Se sentó visiblemente fatigado y preguntó con esfuerzo:

—¿Dónde está Hildegarda, lo sabes?

El viejo ocultó la decepción que experimentó al ver que Leonardo mostraba tan poca alegría frente a la fortuna que le había reunido, porque era realmente una fortuna; pero, como respondiendo a su hijo, le mostrará que también pensó en eso y que así se ha dedicado a él por todos los medios a su alcance, se siente de nuevo orgulloso y le hace saber, sacudiendo la cabeza con aire importante, que hasta el mes de mayo precedente la jovencita estuvo en un pensionado de Bélgica; entonces hizo un viaje a París y el sur de Francia con varias amigas. Según los informes que ha recibido, ella tiene notables disposiciones para la música, y por lo tanto debe perfeccionarse en el canto. Desde mediados de mayo, se encuentra en la propiedad de una sobrina de la señora Caspot, que es casada, se llama Kruse y habita en Kaiserswerth, sobre el Rin. Hildegarda debe quedarse con ella hasta el otoño y luego ir a Florencia a casa de un profesor de canto. Leonardo se sumerge en sus reflexiones.

—Mañana iré a verla —declara de pronto.

—¿Mañana ya? —pregunta el viejo—. ¿Es preciso que vayas allá mañana mismo? Espera un poco.

—Es necesario que vaya mañana.

Se puso de pie, agitado y nervioso. La penumbra de la habitación lo irritaba. Quisiera salir. Habló de la necesidad de rehacer su guardarropa, porque carecía de todo y no tenía otra camisa que la que llevaba puesta. El viejo se echó a reír por lo bajo con gesto cómico. Ya estaba todo arreglado. Esa mañana había ido a un gran comercio de Francfort y había hecho compras.

Todo estaba previsto. Todo de lo más elegante que hay. Se dirigió con paso pesado a la puerta de su alcoba, que tenía el aspecto de un antro. Allí había trajes, sobretodos, ropa blanca de toda clase, zapatos, corbatas y sombreros, extendidos sobre la cama. Señalándolo, extendió el brazo con gesto de triunfo. Era el segundo gran momento de felicidad del día, el que hacía de él un dios generosamente dispensador de dones. Esta vez Leonardo le tomó la mano y la conservó un momento en la suya.

—Examina un poco eso —dijo el viejo con tono apurado—; si falta algo lo compraremos, y si alguna cosa no te resulta, la cambiaremos.

Sacó la pipa del bolsillo, trató de cargarla y por fin lo consiguió. Le temblaban las piernas.

—Mira un poco —repitió, dando golpecitos en el pecho de Leonardo con la punta del dedo—, que mientras descansaré algo.

Cuando se dejó caer pesadamente en un extremo del canapé, Leonardo pasó a la alcoba, más por dar gusto al viejo que porque aquello le interesara. Pero el examen de todas las cosas le libró de una molestia, porque constituían la manera de poner entre él y el mundo una distancia que le era necesaria. Vio que había hasta camisas y calcetines de seda.

Luego sus miradas cayeron sobre el armario que tenía las dos puertas abiertas; y allí estaban acomodados los trajes que él llevara diecinueve años antes: su frac, su pelliza de piel, un traje de deportes marrón, en fin, se diría que ésa era una casa donde se conservaban reliquias en recuerdo de un muerto. De pronto, se le presentó una asociación de ideas inesperada: la señora de sombrero blanco que vio en la primera fila de los concurrentes el último día del proceso y cuya fisonomía le había chocado con cierta expresión de sufrimiento sensual. Ni una sola vez en aquellos diecinueve años pensó en ella, no la volvió a ver, y ahora su imagen se le presentaba más viva que en la realidad, y lo que él percibe en ella de sufrimiento sensual la hace especialmente nítida; hasta distingue la pequeña cicatriz de su labio superior y el camafeo que llevaba al cuello. Sintió deseos de bajar en seguida a la calle, pareciéndole que al salir de la casa encontraríase con ella. Entonces volvió al comedor para decirle a su padre que de todas maneras quería salir, pero el viejo estaba hundido apaciblemente en el hueco del canapé, con la pipa apagada en la mano y la barbilla sobre el pecho. Sus grandes patillas parecían espuma pegada en las mejillas y sobre la cabeza el lobanillo semejaba una bombilla eléctrica. Dormía. ¡Qué tranquilo estaba! Pero Leonardo se aproximó a él para escuchar su respiración porque algo en su actitud no le parecía natural. No, el viejo no dormía. El viejo estaba muerto.

5

OBLIGADO por aquel acontecimiento a salir de sí mismo, Maurizius tuvo de pronto el sentimiento penoso de su falta de soltura y de la molestia que lo separa de los demás hombres. La entrevista con el médico, la declaración del fallecimiento, el transporte del cuerpo, las conversaciones con respecto a la tumba, el entierro, todas las formalidades para procurarse dinero, las visitas al escribano, la conversación con el propietario, las explicaciones y las firmas necesarias, fueron otras tantas gestiones dolorosas y torturadoras.

Agregando a eso los periodistas que descubrieron su pista, de los que huyó y de quienes tuvo que esconderse. Sólo al cabo de seis días pudo partir. Pasó la noche en Colonia. A las once llegó a Kaiserswerth y preguntó por la familia Kruse. Le indicaron una casa a orillas del Rin. Fue allá y tocó el timbre en un gran portón. Cuando apareció una persona de cierta edad, dijo que deseaba hablar con la señora Kruse. ¿Sobre qué? Por un asunto personal. ¿A quién debía anunciar? Al señor Markmann, de Francfort, comerciante en objetos de arte. Maurizius estaba tan pálido y tenía un aspecto tan trastornado, que la mujer lo examinó con mirada sospechosa, y luego desapareció en el interior. Él aguardó con la garganta seca, sintiendo la necesidad de tragar saliva continuamente. Un enorme bulldog atravesó el césped, se detuvo asombrado, lo miró con atención, gruñó y se quedó en guardia. Volvió la mujer y le hizo presente que lo sentía mucho, pero que la señora había salido y que tuviera a bien escribir lo que deseara.

Como él hiciera presente que tenía que salir de viaje, la mujer se encogió de hombros.

Con una insistencia torpe que sólo podía despertar sospechas, preguntó si podría encontrar a la señora Kruse después de almorzar porque el asunto que lo llevaba era importante. No obtuvo más que una respuesta vaga.

Ya a punto de alejarse, volvió sobre sus pasos a pesar suyo y, aunque reconociera en seguida que era una tontería que traicionaba sus intenciones, preguntó:

—¿La señorita Koerner, vive aquí?

La pregunta desconcertó a la mujer, que lo miró con redoblada atención primero; replicó luego que ella no sabía nada y finalmente le cerró la puerta. Estaba bien claro que obedecía instrucciones precisas. Su visita era esperada. No quedaba ninguna duda de que, en consecuencia, habían tomado medidas. Le pareció que desde una ventana de la casa alguien lo observaba. ¡Vio moverse un visillo! Tuvo un vago presentimiento que no quiso mantener y cuyos pensamientos apartó como uno espanta las moscas que zumban alrededor de un terrón de azúcar, Pero ahora la certidumbre nace poco a poco en él. Quieren cerrarle el camino que le lleva a su hija. Y desde el momento en que se ha tenido la intención, que tuvieron el valor, la crueldad de pensarlo no más, hay que esperar que vayan despiadadamente hasta el fin. No discutirán ni transigirán con él; se mostrarán irreductibles, y la inicua escena del portón, con la cual comenzaron, no permite esperar en adelante un espíritu más conciliador. ¿Qué hacer? En nombre del cielo, ¿qué hacer? ¿Sabrá Hildegarda que él ha sido devuelto al mundo? ¿Sabe tan siquiera que existe? Quizás lo cree muerto… Tal vez ella ignore hasta su nombre. ¿Qué lo autorizó a pensar en ella como un ser que le perteneciera? ¿Tiene el menor derecho sobre ella, otros derechos que no sean los que él se arrogó, sin ninguna relación con la realidad? ¿Y si ella supiera que él existe y que le impiden verlo? La verdad es que esa medida, a la larga, resultaría ineficaz. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Comenzó a pasearse de arriba abajo por la avenida frente a la casa. No podía tranquilizarse ni apartar de sí los pensamientos que se le presentaban tumultuosamente, y que, más terribles que nunca, atenaceaban su pobre cerebro. Al cabo de dos horas, se volvió a Düsseldorf, y en cuanto llegó al hotel telefoneó:

—Habla con la casa de Kruse.

—Yo soy el señor Markmann. Quisiera hablar con la señora Kruse.

—Con ella está hablando. ¿De qué se trata?

—De una entrevista con la señorita Koerner.

—Está de viaje.

—¿De viaje? ¿Desde cuándo? ¿Adónde?

—No se lo podemos decir.

—Tengo que comunicarle una cosa, es un encargo importante, urgente.

—¿De parte de quién?

—De parte de una persona allegada a ella.

—No conocemos a ninguna persona allegada a ella y que pueda tener que comunicarle algo especial. Si usted quisiera explicarse más claramente…

—Es imposible desde aquí.

—Lo siento, pero… ¿Quiere decirme el nombre de esa persona?

Después de un silencio, respondió con voz ahogada:

—Maurizius.

—¿Podría darme su dirección?

—Hotel del Parque.

—Dentro de una hora, recibirá usted una carta.

Esperó en el hall, y exactamente una hora más tarde recibió un sobre. Lo abrió y leyó:

Previendo lo que sucede, hemos mandado a Hildegarda al extranjero, a casa de unos buenos amigos, hace tres días. En vista de su salud delicada y de su extremada sensibilidad, no podíamos ni por ella ni por nosotros mismos tomar la responsabilidad de exponerla a una fuerte emoción y a un estado de continuo trastorno, que habría probablemente comprometido y quizás arruinado todo su porvenir. El hombre en cuyo nombre usted se dirige a nosotros, debe ser el primero en comprenderlo, y ese pensamiento debe dirigir su conducta. La principal preocupación de la persona que ha criado a la querida Hildegarda fue la de mantenerla en la ignorancia de una cosa cuyo conocimiento hubiera ensombrecido su vida desde la infancia. Nosotros nos hemos hecho también de eso mismo un deber, al cual debemos permanecer fieles. Eso debe parecer a todos los interesados una cosa muy natural. Kruse y señora.

Maurizius se levantó como movido por un resorte, arrugó el papel entre los dedos y cayó desvanecido. Algunos clientes corrieron junto a él.

Cuando lo iban a llevar a su habitación, recobró el conocimiento. Pero recuperar el conocimiento no le servía de nada, ni le causaba ningún placer; mas eso es otro asunto.

6

LA decisión de ver a Ana Jahn, señora de Duvernon, y de tener una entrevista con ella, sólo podía germinar en un cerebro cuyas relaciones con el medio ambiente hubieran perdido todo carácter normal. Aquello era en Leonardo el deseo insensato de aferrarse a lo que había sido. Era un último resplandor de la esperanza de encontrar así un medio de reunirse con Hildegarda, un vago consuelo, un plazo. En lugar de un rechazo definitivo, de aquella puerta cerrada ante él, de aquel «¡Fuera de aquí, maldito!», pudiera ser que encontrara una palabra humana y que hallase un corazón vuelto a la razón, capaz de conmoverse y que le hiciera ver un lado más luminoso de la vida. El pobre «romántico» incorregible se extraviaba todavía hasta ahí, hasta esas esferas radiantes donde todo se equilibra y se compensa y donde las almas son hermanas. Aún acariciaba este pensamiento: las cosas no pueden y no deben ser tal cual son; por lo tanto, son de otro modo. No negaba la realidad, se rehusaba a verla y, contra todo razonamiento, quería forzar por la violencia y el desafío, arrojándose de cabeza hacia el obstáculo, lo que no podía ser. Una mente que quiere detener los acontecimientos y que no acepta ninguna verdad, no se admite que las cosas hayan podido cambiar y se ilusiona con posibilidades cuando ya no existen. Las gentes de este temple, deben pasar por la escuela de la experiencia y ser mil y mil veces uncidas por la vida. De modo que al otro día partió para Echternach, cerca de Tréveris, junto a la frontera luxemburguesa se alojó en un hotelito y escribió a Ana Duvernon bajo el nombre de Markmann, pero de tal forma que ella no pudiera ignorar quién se ocultaba tras dicho nombre. Le decía que estaba en Echternach por algunas horas y tenía necesidad de hablarle; le pedía que señalara hora y lugar para la cita. El horno de ladrillos de los Duvernon estaba a un kilómetro de la localidad y su casa habitación estaba poco alejada, según le habían dicho. Mandó una carta con un mensajero al que recomendó entregarla en propias manos. Eran las tres de la tarde. A las cuatro y media se detenía delante del hotel una «voiturette» de cinco caballos. Por la ventana vio que una mujer bajaba de ella y entraba rápidamente en la casa. Permaneció paralizado en la ventana, y cuando golpearon en la puerta, sus labios no le obedecieron para contestar: «Entre». La visitante ya estaba en la habitación, jadeante como si la persiguieran, con el rostro pálido y paseando con inquietud a su alrededor la mirada sin brillo de sus ojos negros. Llevaba puesto un vestido azul, un guardapolvo y un sombrero beige con un velo azul; todas cosas muy corrientes y sin ninguna traza de elegancia y el exquisito encanto de otros tiempos. Ya no mostraba esa nota inédita y rara que intriga y atormenta, atrae el pensamiento y encanta, por el hecho mismo de ser rara e inédita. Todo en ella se había ligeramente empastado o secado; por aquí y por allá las líneas se habían desplazado un poco, sólo un poco, pero en ese poco estaba sin embargo la decadencia que se notaba.

El aspecto y la mirada, así como la piel, tenían algo de marchito. La gracia frágil incomparable de la jovencita de diecinueve años se había cambiado en una fragilidad enfermiza y el aire de sufrimiento etéreo había cedido su lugar a esa gordura doliente que una vida burguesa fácil y asegurada había favorecido.

Exteriores reveladores que permitían temer lo que iba a seguir y que hacían superflua toda conversación. Pero Maurizius no quería ver lo que a pesar de todo percibía con una terrible claridad. Se había vuelto lentamente y permaneció allí trastornado y con los brazos colgando. «¡Oh! Si pudiera llorar —se decía—, si pudiera caer de rodillas y llorar. Y decir todo, pedir todo, olvidar todo, y llorar, llorar, llorar…».

Pero Ana Duvernon estaba tan lejos de experimentar esos sentimientos como de comprenderlos, y dijo con una voz tan baja que no era más que un susurro:

—Usted no puede, naturalmente, quedarse. Yo vine porque… Hay que impedir… Por suerte, su verdadero nombre… pero de todos modos es bastante peligroso… ¿Cómo ha podido usted?… No tengo fuerzas para soportar semejantes emociones. Supe su libertad por los diarios. No podía suponer… que usted vendría. ¿Qué es lo que…? ¿Viene usted con una intención determinada? Dígalo pronto, porque es preciso que me vaya en seguida. Dije abajo que venía a ver un cliente de mi marido con el que tenía que arreglar un asunto.

Maurizius se quitó los anteojos y miró a la mujer sin hablar. Ella bajó los ojos y frunció las cejas con dureza.

—Usted sabe bien que esto no conduce a nada —murmuró malhumorada y algo molesta.

—Así parece —concedió él, sin quitarle de encima la mirada severa—; quizás no conduce a nada.

—He roto con el pasado —continuó ella hablando siempre entre dientes, y echando inquietas miradas a las puertas, a derecha e izquierda—: Usted no sabe… Hace algunos años todavía… pero para qué remover esos horribles recuerdos. Las oraciones me han sostenido. Hay que tener la fuerza moral de librarse del pasado. Y además, tengo hijos… la vida… el deber, el deber está antes que todo cuando una lo ha reconocido… Usted comprende…

—Sí, claro —dijo Maurizius.

Estupefacto se devanaba los sesos. ¿Qué significa esto? ¿Qué está diciendo? ¿Estoy oyendo realmente esto, o me lo imagino? ¿Qué ser tengo delante?

—Sin duda, no puedo pedirle que se siente algunos minutos… —preguntó tímidamente—. Tendría varias cosas…

—¡Oh!, Dios mío, no —se defendió ella aterrada, pero visiblemente libre, por su acento y toda su actitud, de un temor que hasta ese momento había pesado sobre ella, provocándole aquella agitación febril. Sus nervios se aflojaron, aunque la presencia del hombre le resultaba todavía extremadamente penosa. Era evidente que esperaba una discusión borrascosa, expansiones, súplicas, un interrogatorio en forma y exigencias. Había temido ver turbada su paz y amenazada su situación, acudiendo a la cita sólo acosada por el miedo y obedeciendo, para apartar el peligro, más bien a un sentimiento de terror al que no podía substraerse, que a una voluntad o un plan adoptado. Ahora veía con ese instinto de la mujer, más pronto para descubrir una posición de defensa y aprovecharse de ella, que a defender una posición atacada, que no tenía nada que temer de aquel hombre, y la comprobación le devolvió de inmediato la seguridad y confianza en sí misma. Quedaba disipada la turbación de su conciencia e igualmente los recuerdos cuyo despertar la trastornaban. Apenas si unos jirones de imágenes flotaban todavía en su espíritu; cosas descompuestas, que caían hechas polvo, vacías de toda fuerza inteligible, que la sangre no arrastra en las venas ni la memoria retiene más que si ellas pertenecieran a la vida de un extraño, conservadas en el desván de los ojos lejanos; cosas que habían dejado de ser verdaderas, de existir; cosas estancadas, congeladas o calcificadas.

—Es con respecto a Hildegarda —repuso Maurizius—; yo quería pedirle su consejo y ayuda… Fui allá, a Kaiserswerth… ni me recibieron… han hecho que la niña se vaya…

Ana Duvernon se encogió de hombros, con el mismo gesto que si le hubieran pedido cien mil marcos.

—Eso no me atañe para nada —interrumpió vivamente.

—Yo podía renunciar a todo lo demás, pero sobre eso no abdico —puntualizó con aire sombrío.

—Está bien, pero se equivoca de puerta. Es el tutor quien debe decidir. Yo me retiré hace bastantes años. La responsabilidad era demasiado pesada.

Durante su detención, Maurizius había tomado la costumbre de mirar atentamente a su interlocutor y seguir mirándolo varios segundos en silencio cuando terminaba de hablar antes de tomar a su vez la palabra; y ahora lo hacía con una mirada melancólica, perdida y con cierto esfuerzo, como si le costara trabajo hacerse comprender a través de una muralla.

—Siempre se encuentran demasiado pesadas las responsabilidades cuando uno quiere substraerse a ellas —respondió.

Aquella verdad sobrepasaba la comprensión de la señora Duvernon, quien no vio su amargura y sólo notó en ella la resignación. De pronto interpretó todo lo que él decía, en un sentido favorable para ella, tal vez porque hasta entonces le iba bien y porque el hombre le parecía tan lejos de ella como el asunto de que hablaba. Porque lo concerniente a él no era de ningún modo cosa de ella y hasta se asombraba de que antes, en un pasado lejano, sus asuntos hubieran sido también suyos. Él parecía comprender su punto de vista; de manera que Ana no tenía por qué prolongar su visita y buscó un amable pretexto para despedirse. Ya no se arriesgaba nada y la aventura que comenzara como una catástrofe, arrancándola aterrorizada de la hermosa indiferencia en que se había envuelto, terminaba con indecible alivio para ella, como un incidente sin importancia. Eso la llenaba de una especie de gratitud, fenómeno tan natural como los cálculos de un jugador supersticioso o la rapacidad de una vieja campesina.

—Hay que tomar la vida como es —dijo con una vivacidad demasiado débil por cierto para atenuar la trivialidad de aquel lugar común—; todos sabemos lo que es un combate, ¿verdad? Teniendo confianza en sí mismo es como se vencen las dificultades. La confianza en sí mismo y en Dios, porque es menester tener las dos. Nosotros también atravesamos tiempos bien duros. El que no vio la guerra… pero mire, por espantosa que sea, a mí me fue útil. Salí de ella más fuerte moralmente, y mis nervios también ganaron. Fue una verdadera cura. Antes, una nada me trastornaba. Una palabra dicha por cualquiera podía tener sobre mí el mismo efecto que un veneno. Ahora… cuando un pueblo entero, cuando la humanidad toda sufre, cada uno olvida sus intereses egoístas y uno se vuelve más modesto y más pequeño, ¿no es verdad?

—Claro está. Lo comprendo perfectamente.

«¿A qué viene esto? —se preguntaba Maurizius, estúpido de asombro—. ¿Qué está diciendo? ¿Adónde quiere llegar? ¿Y al fin, para qué habla? ¿Qué se saca con esto?

—Es necesario que me vaya ahora. Ya me he retrasado. Tenemos invitados. Adiós.

Ana levantó la mano vacilando, pero Maurizius hizo como que no la veía y se inclinó ceremoniosamente. Ana Duvernon se creyó obligada a agregar:

—Le deseo que tenga mucho felicidad en el porvenir.

La frase fue un rudo golpe para el hombre. Mucha felicidad… perfecto, ciertamente perfecto. ¿Pero dónde estamos, mi noble amiga?

—Muchas gracias —dijo con voz fría y sarcástica.

Una vez solo, Maurizius apoyó sobre su frente las dos manos entrelazadas y permaneció un momento inmóvil. Una idea le bullía en la cabeza: ¡Bondad divina! Pero era estúpida, sencillamente estúpida, de una estupidez insondable. Su belleza, su alma (o lo que uno tomaba por su alma), su gracia, su encanto, aquel misterioso demonismo, el natural apasionado y su propensión al sufrimiento, todo aquello no era sino una capa de barniz que los años hicieron caer, poniendo al desnudo el primitivo fondo árido. La naturaleza había quitado el velo a su propia impostura. Nada de corazón, ninguna comprensión del destino, ningún rayo elevado, nada que halague; engaño… animal, eso es lo que es; un animal como los que se detuvieron en el camino, como todos aquellos a quienes una vida ficticia parece animar y que están muertos. Como aquellos que no sienten que su espíritu y su corazón han muerto. Estúpida como un fantasma… ¡Y fue por esto! ¡Por esto, Dios bendito! Por esto su sacrificio y su martirio, el suplicio que lo quebró y aquellos diecinueve años en una tumba… Se acostó cuan largo era, boca abajo en el suelo, apoyando en él la cara también, por encima de la ceja izquierda, y sintió el frío de la cabeza de un clavo. Eso le produjo bienestar y hubiera querido que el clavo se diera vuelta en la madera y le metiese la punta en el cráneo.

El tiempo que, en su bondad, tapa las cosas, o cruel las pone al descubierto, es todopoderoso para revelar en toda su mezquindad el exacto valor y las relaciones reales de lo que a primera vista parece al ojo humano un encadenamiento inextricable y un impenetrable misterio. Una vez que un retroceso necesario nos da una clara visión de los hechos, les notamos una simplicidad primitiva que sólo sobrepasa la simplicidad de los destinos.

Toda la magia de la palabra de un Waremme no cambia nada a esta verdad. Aquellos que creen justificarse ante Dios, o explicar la trama complicada de su vida imaginando en lugar de las cosas simples de este mundo un misterio grandioso, son los verdaderos perjudicados, porque no pueden ser salvados a sus propios ojos. En el caso de Ana Duvernon, es verdad que hay que hacer entrar un hecho en cuenta. El florecimiento maravilloso de la juventud había tenido en ella tal esplendor que, como una obra maestra; se prestaba a toda suerte de interpretaciones, tomaba toda clase de aspectos y parecía ser para los ojos de cada uno, realmente lo que cada uno buscaba o ponía de sí mismo. Luego, cumpliendo los años su obra destructiva, no se tenía ya conciencia en lo que subsistía, sino del encanto perdido. No quedaba más, por decir así, que cenizas, una cosa muerta; y sin embargo, era una mujer que en realidad no era ni peor ni más tonta que otras mil como ella.

7

DEJÓ de nuevo Echternach. Tomó en la estación un billete para Maguncia, pasó allí la noche y al otro día fue hasta Basilea y se alojó en una habitación que daba sobre el Rin. El río le hacía el efecto de un testigo de su desgracia que se obstinara en seguirlo. Pronto volvió a hacer su valija y partió para Zurich.

Compró libros, pero carecía de la tranquilidad de espíritu necesaria para leerlos. Alquiló un bote e hizo un paseo por el lago, pero se sintió cansadísimo. Conversó con el portero del hotel, con la camarera, con el mozo, en fin, con cualquiera con tal de matar el tiempo.

Como tenía buen aspecto e iba bien vestido, la gente sentía por Maurizius el interés que despierta un sabio o un literato; le tenía consideración y más de una persona trató de entablar relación con él, pero su rostro grave, casi sombrío, con sus anteojos negros, resultaba un obstáculo invencible. Lo que le agradaba era hablar con los niños, y en las plazas públicas donde juegan, se sentaba a veces en un banco, esperando que alguno de los chicos se le aproximase, para dirigirle la palabra en voz baja, con ternura; hacerle preguntas y acariciarle los cabellos, pero generalmente se daba cuenta de que su conducta despertaba sospechas, y entonces se levantaba y se marchaba. El barullo de la ciudad le resultaba a menudo una verdadera tortura, aunque a veces encontraba tranquilidad cuando, medio arrastrado por el oleaje humano, circulaba dentro de la muchedumbre. Soportaba más fácilmente los golpes sordos y los ruidos de las máquinas que el sonido de las campanas.

Prefería el ruido mezclado de todas las voces al sonido de una voz aislada que lo obligaba a prestar atención. Poco a poco, bajo la acción de ese esfuerzo, los nervios de su cabeza se ponen tensos hasta que parece que van a partirse. Por la noche, generalmente no duerme, pero no son malos pensamientos los que lo mantienen despierto, sino la sensación de no tener conciencia de su vivir y de no poseerse a sí mismo, lo cual lo sumerge en una especie de estupefacción letárgica. Tiene entonces la sensación de estar ya dormido, y no se quiere abandonar al sueño verdadero a fin de no perderse más todavía. En esos momentos, se palpaba partes de su cuerpo, las piernas, los brazos y las caderas, y eso lo aliviaba, porque al menos le daba la seguridad de que esas partes de sí mismo existían. Encontraba las camas demasiado blandas y no se podía acostumbrar a las plumas. Algunas veces se acostaba en el sofá y se envolvía en su manta de viaje para sentir sobre su cuerpo algo áspero. También pensó en trabajar. ¿Pero para qué? ¿Qué utilidad le reportaría eso?

En todas partes se hallaba fuera de lugar. Nada lo liga a nada, y lo que hace o emprende carece de consecuencias. Mejor dicho, puede —y eso es para él una tortura— volver atrás en seguida sobre lo que hizo. Que dé vuelta a la derecha o a la izquierda en la calle, que compre cigarrillos ingleses o turcos, que encargue que lo despierten a las seis o a las ocho, que se ponga zapatos amarillos o negros, que retire del banco trescientos o mil marcos, poco importa; todo le es fácil en seguida y es para él una tortura pensar que igual podría hacer lo contrario. Siempre podría hacer de otro modo, es decir, a la inversa de lo que hace. Nada tiene importancia. A cada minuto puede cambiar de idea sin tener que lamentarlo y sin que eso le traiga consecuencias. La vida no es posible, y esto es un hecho, sino cuando nos acuerda volver sobre el pasado. Pero en él el sentimiento de la revocabilidad había sido anulado en plena fuerza de la edad. Había sido condenado irrevocablemente, purgó su pena, y se veía obligado a seguir viviendo, pero es imposible vivir aplastado por el sentimiento de lo irrevocable. Su voluntad se encarnizaba por encontrar mil y una pequeñas cosas revocables, de esas que dan un desmentido a la ley de la vida, como reacción de la naturaleza que quiere su desquite. Se hacía a sí mismo el efecto de hallarse fuera de la ley, de escapar a toda regla y a toda norma.

Sin cesar se atormentaba buscando un medio de poner término a ese estado de cosas. Su alma era presa de un trastorno rayano en la locura. A veces surgía una idea que le prometía la salvación, entrevistando la posibilidad de volver a entrar en un mundo donde no siempre podría volver sobre sus actos y donde la irrevocabilidad que había marcado su destino no sería más que una irrevocabilidad del destino común a todos. Aquello sería un medio de entrar de nuevo en la ley, dentro de la ley suprema que no excluye a ningún mortal. Y si no lo conseguía, tendría que ser porque estaba maldito para siempre.

Rehizo sus valijas y se marchó a la montaña, franqueó desfiladeros y valles, pasó las noches en albergues perdidos, lejos de la multitud de los desocupados y turistas, pero ningún paisaje lo atraía ni ninguna pradera tenía perfumes para él. Ni selvas ni picos nevados le hacían levantar los ojos. No sentía alegría ni curiosidad, nada despertaba su atención ni nada lo hacía estremecer. Tomó de nuevo el tren y se fue más lejos, siempre más lejos. Descendía en cualquier hotel, deshacía su valija, la rehacía al otro día y volvía a marcharse —más lejos, siempre más lejos. Una ciudad después de la otra. Iglesias, fuentes, estatuas y palacios. Permanecía indiferente. Un libro de figuras medianamente interesante, le hubiera hecho el mismo efecto. Las salas del palacio Pitti, las pinturas del Ticiano y del Tintoreto, en Venecia; las pinacotecas de Munich, todo lo mismo. Nada. Y hubo un tiempo, antes, en que todo aquello lo había entusiasmado. Era lo que daba a la vida su sabor y su valor. Los apóstoles de Durero le parecían unos buenos hombres aburridos y la estatua de Cassel, que tanto deseó ver de nuevo, fue para él un bronce lleno de verdín. Nada vibraba en Leonardo, y las cosas, las obras y la gente, todo está muerto para él. Todo retrocede cada vez más. Comprueba que los hombres se han agrupado, constituyéndose en clases y categorías. La aterradora distancia le permite distinguir cambios que escapan al que está implicado en ellos. No es sólo el idioma lo que se ha modificado, sino también la entonación y el sentido de las palabras.

Las caras tampoco tienen la expresión de veinte años atrás, porque el que está descontento lo está de otra manera y la cólera del hombre irritado, así como el asombro del hombre asombrado, no son los mismos de otros tiempos. Los ojos se abren más anchos, son más francos y la mirada más fija; la risa es más nerviosa y el paso más apurado por llegar a su meta; en fin, la actitud de la mayoría de los hombres recuerda la del cazador al acecho. Antes no era así. Todo está orientado en otra dirección y hay nuevas leyes que rigen las relaciones y la actividad. La gente tiene un aspecto y un color diferentes, la vida otro ritmo y medios de comunicarse que él no conoce, maneras de amar y de odiar que lo hacen sentirse de otra raza, así como bailes y distracciones frente a los cuales le parece ser Gulliver en Brobdignac. Los viejos le daban lástima y los jóvenes le inspiraban un extraño temor. Siendo niño había experimentado algo análogo la primera vez que se encontró en un establecimiento de baños y tuvo que desnudarse. Estaba como Gulliver en Brobdignac o más bien como un minero a quien hubieran olvidado en el fondo de la mina y que hubiese pasado quinientos años anquilosado en las tinieblas. El día en que vuelve a la superficie del suelo, se halla enteramente desorientado en medio de millones de hombres y ya no reconoce ni el cielo, ni la tierra, ni el agua.

Un día se dirigió de Hanover a Berlín. Frente a él, en el mismo compartimiento, estaba sentada una señora de aspecto simpático, que podía tener alrededor de treinta años. Vestía con buen gusto, se mostraba reservada, sus facciones tenían una rara dulzura, su mirada estaba extrañamente velada y la sonrisa que flotaba en sus labios era singularmente burlona y sin embargo llena de bondad. Lo que más le atraía de aquélla eran sus manos, siempre en movimiento, que tan pronto se unían como se deslizaban una junto a otra, encendían un cigarrillo o se aplicaban a los codos de los brazos cruzados. Parecían traicionar a la vez el deseo y la laxitud de vivir.

Eran unas manos blandas, dulces y de dedos largos y afilados. Maurizius no podía dejar de mirarla y estudiarla, y la joven sonrió con aquella sonrisa dulce e irónica. Trabaron conversación, y aunque no dijeran nada de notable, cada uno adivinó en las palabras del otro la soledad en que ambos vivían. La mujer fue la que pareció más impresionada, presintiendo algo terrible. Indudablemente, el instinto estaba desarrollado en ella. A medida que se aproximaban a su destino, se volvía taciturna y toda su persona expresaba una dejadez melancólica, como si borracha de sueño y con medio cuerpo suspendido sobre un abismo, le fuese indiferente y casi agradable caer en él.

Maurizius comprendió, más con los sentidos que con la mente, sintiendo que se le apretaba la garganta. Él también se quedó silencioso y ambos se miraron sin hablar, con los ojos dilatados, temerosos, durante largos, muy largos minutos. Él estaba pálido como un muerto y ella, por su parte, mostraba la expresión grave, dolorosa y tensa del ser que no puede todavía adivinar si lo van a castigar o a acariciar. Descendieron juntos del tren y uno al lado del otro llegaron a la parada de taxis, subieron sin haberse puesto antes de acuerdo al mismo coche, y la mujer dio la dirección de una calle de Halensee. Hicieron el trayecto en silencio. La mujer notó que Maurizius se sacudía a veces por un temblor, y entonces miró al vacío sin decir nada y sonrió. Tenía en Halensee un departamentito, dos habitaciones en un cuarto piso, confortables y bien puestas, hasta con una pizca de lujo, con flores y libros. ¿Quién podría ser aquella mujer? ¿Divorciada? ¿Sin hijos? ¿Una víctima del destino? ¿Una desdichada impulsada por éste a su último refugio? Ella no se lo dijo y a él no le importaba saberlo, así como ella no deseaba saber tampoco lo que las horas que seguirían iban a darle. En todo caso, ella no era uno de esos seres a quienes anima sólo una vida ficticia, y allí estaba, bien viva, dulce, de buen humor, plácida y con una especie de generosidad. Muchas mujeres son así cuando abdican de toda esperanza («medio cuerpo suspendido sobre el abismo») y esa suave actitud flemática revela en ellas un alma desprendida de todo. La mujer hizo té, puso la mesa, rogó a su visitante que se sirviera, y como al dirigirle la palabra se detuviese de pronto, él dio su nombre, su verdadero nombre. Ella reflexionó, lo miró y reflexionó de nuevo. «Soy tal y tal», le explicó él en diez palabras que encerraban veinte años. La mujer lo miró y sus labios se estremecieron; se veía que luchaba con el temor de que él interpretara mal el sentimiento que ella pudiera experimentar, porque cualquier sentimiento que fuese, sería en ella de una exquisita delicadeza. Entonces ella se arrodilló a sus pies, le tomó una mano y apoyó en ella sus labios con respeto. «¡Dios mío!», pensó Maurizius, sin que su pensamiento se atreviera a ir más lejos, y se quedó mudo, sin ver y sin respirar.

Ignoraba el nombre de aquella mujer y le parecía hermoso que no tuviese ningún nombre, porque eso la elevaba por encima del resto de los mortales. «¡Dios mío, líbrame de mi nombre!», murmuró él con fervor. Unos brazos lo estrecharon y un cuerpo se levantó apretándose a él. A él, a él… y se levantaba. ¡Ah!, si le pudiera hacer algo para agradecerlo… pero no lo puede agradecer porque no tiene nada que dar. Bruscamente se encontró solo. ¿Adónde se habrá ido ella? Está claro que lo ha abandonado. Todo ha terminado y ya no volverá. Se pone de pie, desesperado; pasea sus miradas a su alrededor, pone el oído y entra en la habitación vecina. Allí está ella acostada y lo espera, con los ojos irradiando un fuego que lo trastorna. ¡Pero aquello no podía ser cierto! Sería un sueño… Se apaga la luz de la habitación. Están acostados muy juntos. Unos cuchicheos y luego el silencio.

Nada más. Otros cuchicheos y luego el silencio. Pasan las horas. Oyese un sollozo ahogado, feroz, desesperado. Es él. La que no tiene nombre quiere consolarlo. No, no, no hay consuelo. El sexo está muerto en él. De manera que no hay ya ninguna duda; no tiene nada de común con el mundo. Su sexo también está muerto en él. Cuando el alba blanquea los vidrios, Maurizius se levanta y se viste de prisa, y como la mujer está profundamente dormida, no lo siente salir. Con su valija en la mano (el baúl estaba todavía en la estación) atravesó las calles. El aire matinal lo refrescó. Buscó un hotel donde durmió la tarde. Cuando se despertó, experimentó un curioso bienestar, tomó un baño y pidió una cena abundante. Cerca de las nueve fue a la estación y tomó un billete de primera clase para Leipzig. Una vez en Lepzig, decidió seguir hacia el sur con el tren nocturno. Como no tenía ninguna meta precisa, dio el nombre de una ciudad cualquiera, porque estaba obligado a dar alguna. Viajó solo en su compartimiento.

Leyó los diarios, hojeó un libro y lo dejó de nuevo. Cerró los ojos y sintió que la sangre le latía en las arterias. Al cabo de un largo rato abrió otra vez los ojos, sacó de su bolsa de viaje una manzana, la peló con cuidado y cortándola en trozos comió con placer la fruta fresca y jugosa. Se sintió animado y diríase que hasta con un espíritu emprendedor. Apoyó la cabeza en el vidrio de la ventanilla. De cuando en cuando brillaban algunas luces como fuegos artificiales, en medio de las tinieblas densas. Se levantó, encendió un cigarrillo y comenzó a pasearse silbando en tono bajo por el pasillo. Bajó el vidrio y miró la tierra negra y vio que el cielo reflejaba un débil resplandor, y detrás de la niebla, algunas estrellas a lo lejos, muy lejos. Unas colinas mostraban sus contornos netos. La locomotora asmática jadeaba, mientras el tren subía una cuesta y allá abajo gruñía un torrente. Tiró el cigarrillo, que cayó oblicuamente al abismo, y pudo seguir con la mirada bastante tiempo el punto rojo. Siempre silbando, fue hasta la portezuela, empuñó el picaporte y la abrió; el viento frío de la noche le golpeó en el rostro.

Con fuerte ruido de herrajes, el tren pasaba en ese momento por el borde de un viaducto, muy alto y sin parapeto. A sus pies se abría un precipicio. Se sostuvo del pasamanos sucio de grasa y bajó el estribo, echando al abismo una mirada curiosa y escrutadora. Le pareció que de pronto el mundo se había dado vuelta, con el cielo estrellado para abajo. Le resultó desagradable pensar que el pasamanos lleno de grasa le ensuciaba las palmas, y por un momento tuvo la tentación ridícula de volver a lavarse. En eso, desde la ventanilla cercana del vagón siguiente, el inspector lo vio, y fuera de sí de rabia y espanto, le mostró el puño, tiró violentamente de la correa del vidrio y comenzó a gritarle algo abriendo mucho la boca. Maurizius no lo oía, viendo sólo la boca del hombre desmesuradamente abierta y dos filas de dientes que parecían los de una fiera.

Le respondió haciendo con la cabeza un gesto de indiferencia y dio un paso en el vacío. Ya era tiempo, porque unos metros más y el tren hubiera pasado el viaducto. Y dio aquel paso como uno cruza de una habitación a otra. Era un paso en el mundo de lo irrevocable, de lo irrevocable sin posible retorno.