CAPÍTULO QUINTO

1

TRES días después de su visita a la Generala, Etzel abandonó la casa paterna y la ciudad. Era martes, la víspera del día de vacaciones de Pascuas. El lunes por la noche le dijo a Rie que había convenido con Thielemann y los hermanos Foerster-Loering hacer una excursión a la Hohen Kanzel. Partirían a las seis de la mañana y regresarían el miércoles por la tarde; pidióle a Rie que le preparara provisiones para el camino. Desde el mediodía llovía. Habiendo observado Rie que probablemente llovería también al día siguiente, él respondió que habían resuelto partir con cualquier clase de tiempo.

—Si esto dependiese únicamente de ti, Rie —dijo lanzándole una maliciosa mirada—, siempre tendría que permanecer juiciosamente en casa, desearías mantenerme atado a la pata de tu silla.

Es cierto que ella no amaba en nada las «empresas» y sentía horror por todo cambio en el curso regular de los días consagrados a la repetición. Pero el señor de Andergast había dado su consentimiento y le era preciso inclinarse ante él. Sin embargo, una cosa llamó su atención: que Etzel, después de haber preparado su saco de turista, tuviera que hacer aún mucho en su cuarto durante la noche, abriendo y cerrando cajones, removiendo papeles y guardando al mismo tiempo un silencio inusitado. El volumen de su saco también la sorprendió cuando salió de su habitación a la mañana siguiente; era un fardo que apenas podía cargar sobre su hombro, tan grande y pesado parecía. Asombrada, le preguntó para qué llevaba tantas cosas para un solo día; enrojeciendo respondió que eran libros que le habían prestado los Foerster-Loering y que iba a devolvérselos, puesto que tenía que pasar por la casa de ellos y, además, un sobretodo que Roberto le había facilitado últimamente. La mentira se leía en su rostro. Rie sabía que mentía, lo sabía siempre que quería engañarla, pero no sospechó nada más e incluso se emocionó cuando él le reprochó que se hubiera levantado tan temprano. ¿Acaso no habían convenido la noche anterior que se desayunaría en la estación? Pero ella quiso demostrar qué sacrificio era capaz de hacer por él; el hecho de que su testimonio de solicitud no permaneciera inadvertido atenuó el malestar que le causaba esa hora matinal, sombría y lluviosa. Además de otras provisiones, ella le metió todavía tres tortas en los bolsillos; Etzel se las agradeció y volviendo sobre sus pasos, ya en el vestíbulo, le dio un sonoro beso en la mejilla; luego partió.

Esa misma mañana el señor de Andergast, yendo a Limbourg por una cuestión profesional, anunció que regresaría el jueves para el desayuno. Ya era avanzada la noche del miércoles y Etzel aún no había regresado; entonces Rie comenzó a inquietarse. A las once de la noche, resolvió telefonear a casa de los Foerster-Loering. Los Thielemann no tenían teléfono, de lo contrario se habría dirigido a ellos porque conocía mejor a Roberto, quien a menudo venía a la casa. Pasó un tiempo antes de que le respondieran. Tuvo una sorpresa mayúscula cuando se enteró de que los dos muchachos estaban en su cuarto, en la cama, y que ni ése ni el día anterior habían salido de excursión y que ni habían pensado en ello. En su estupor, dejó caer el auricular, se precipitó en el cuarto de la mucama, despertó a la cocinera y deliberó con ella; finalmente se tranquilizó; pero no pudo ir a acostarse y anduvo hasta la una y media por el departamento, mirando cada diez minutos por la ventana, la vista y el oído en acecho, dominada por una multitud de alucinaciones en las que se sucedían catástrofes, crímenes accidentes y secuestros de toda índole. Sólo cuando no pudo mantenerse más sobre sus piernas se metió en cama y, a pesar de su corazón oprimido —la verdad nos obliga a decirlo—, durmió con buen sueño hasta la hora habitual. El retorno del día y de sus costumbres le devolvió el ánimo; cada vez que sonaba en el vestíbulo la campanilla, lanzaba un suspiro de alivio, y si bien era decepcionada en seguida, continuaba esperando con confianza el retorno del muchacho. Sólo cuando la mucama regresó de casa de Thielemann con una respuesta análoga a la de los Foerster-Loering, nuevamente volvieron a obsesionarla las imágenes terroríficas y, a fin de librarse de ellas, se vistió y fue a la ciudad para realizar algunas diligencias. Regresó a la una. Su primera pregunta a la mucama fue:

—¿Llegó ya?

—No —le respondieron; no tuvo tiempo de ocultar su desconcierto cuando se abrió la puerta del vestíbulo: el señor de Andergast estaba delante de ella. Dirigióse hacia él con las manos unidas:

—Etzel no ha regresado, señor barón.

El señor de Andergast tendió a la mucama su pequeña valija de viaje, su sobretodo, su sombrero y dijo, algo asombrado:

—¡Ah, es extraño! —Luego lanzó una mirada escrutadora sobre el rostro congestionado de Rie y se dirigió a su habitación; allí, sobre el escritorio, entre otras cartas llegadas durante su ausencia, había una de Etzel.

2

LA leyó. La expresión de su fisonomía no experimentó ningún cambio Apoyóse en el respaldo de su sillón y miró al vacío. Una mosca que realizaba sus idas y venidas por el cielo raso pareció interesarlo vivamente. Al cabo de un momento, tomó el sobre y lo examinó; tenía la estampilla de la ciudad y un sello del martes por la mañana. Un instante más tarde tomaba el teléfono y se hizo comunicar con el comisariado central, anunciando su visita al comisario para las tres y cuarto. Durante el almuerzo guardó un silencio absoluto. Rie hizo vanas tentativas para llevar la conversación hacia el tema que le oprimía el corazón; el señor de Andergast parecía insensible como los demás días y absorbido únicamente por sus pensamientos.

Pero cuando se levantó de la mesa, la llamó a su escritorio y secamente la invitó a que lo informara acerca de lo que había notado en el momento de la partida de Etzel. La exposición de Rie perdió su claridad a causa de la desaprobación que se leía en los ojos violeta. Era como si el señor de Andergast se sintiera importunado hasta las náuseas por su verborrea. Cuando ella habló de la enormidad del saco de turista, se hubiera dicho que descubría el detalle en ese mismo instante, al exclamar:

—¡Ah, sí, precisamente, fue eso! ¿Quién lo hubiera pensado nunca?

El señor de Andergast opinó con gravedad:

—Ciertamente, ¿quién podría nunca pensar en todo? ¡Es algo que no se le puede exigir a uno!

Ella lo miró, perpleja. Su boca se contrajo para llorar. El señor de Andergast expresó el deseo de que se le diera un informe sobre la ropa, trajes y libros que se había llevado Etzel, y que se le entregara el inventario esa misma noche. Era indicarle a Rie que la audiencia había terminado.

El tono de la entrevista que mantuvo con el comisario en jefe, señor de Altachul, fue el que se mantiene entre colegas. En primer término hizo la declaración oficial de la desaparición y dio las señas necesarias. En el curso de la conversación, después de que el comisario expresara una simpatía cortés mezclada de cierta sorpresa, el señor de Andergast dejó transparentar el deseo de que se emplease el máximo de discreción posible en las medidas que se tomarían para lograr la detención del fugitivo y, sobre todo, en lo concerniente a los comunicados a la prensa.

El comisario comprendió y dijo que daría órdenes en este sentido; preguntó si existía alguna razón conocida que hubiese podido motivar la fuga del joven. El señor de Andergast respondió por la negativa. (No necesito insistir expresamente sobre este hecho, pues ya se puede deducir de su actitud con respecto a Rie que él no diría una palabra sobre la carta de Etzel, que estaba resuelto a no hablar de ella más adelante y hacer como si nunca la hubiese recibido).

—¿Hizo preparativos el joven? —preguntó el comisario continuando su encuesta, que, dirigida a semejante hombre, tomaba el carácter de una solicitud animada sólo por una curiosidad amistosa.

—Nada más que los indispensables —respondió el señor de Andergast.

—¿Se ha confiado a alguien de la casa, a un camarada?

El señor de Andergast encogió los hombros:

—No lo sé —dijo. Lo averiguaría, pues en tan poco tiempo aún no había podido informarse ampliamente.

—¿Pero ese muchacho de dieciséis años tenía el dinero necesario para una ausencia que sabía, seguramente, que duraría bastante tiempo?

El señor de Andergast respondió que tampoco podía dar ningún informe al respecto, que en el fondo no se trataba más que de una travesura de niño, pero que el hecho era evidentemente inquietante.

—¿Tiénese alguna idea acerca del lugar al que se ha dirigido, mantiene relaciones secretas, una correspondencia clandestina, pertenece a algún grupo político de jóvenes?

—No puede suponerse nada por el estilo —replicó fríamente el señor de Andergast.

—¿Algún pariente habría cobrado influencia sobre él en secreto?

(Naturalmente, el comisario conocía la situación familiar del barón y formuló la cuestión vacilando, como si pidiera perdón por su indiscreción). El señor de Andergast bajó los párpados y respondió con tono cortante, no muy motivado por cierto:

—No, tampoco, es imposible. —Tomó el sombrero, levantóse y dijo—: Aún puede agregarse algo a las señas personales: mi hijo es muy miope, tanto que no distingue los rostros a diez pasos de distancia. Como esa miopía no se acentuó en estos últimos años, el oculista no aconsejó el uso de lentes. Pero ese defecto, creo, hará más fácil descubrirlo.

—También es mi opinión —se apresuró a decir el comisario. Abandonó su libreta de notas y también se puso de pie. Quedóse pensativo cuando el procurador general lo dejó solo. Los hombres de este oficio tienen un olfato extraordinario para reconocer si las declaraciones son completas o presentan lagunas; adivinan la más ligera reticencia, la más imperceptible reserva. No pudo dejar de pensar que el señor de Andergast no lo había dicho todo y que creyó necesario callarse algunos detalles importantes.

Pero se dijo que eso no era asunto suyo; sin embargo, si hubiese creído que era cosa fácil detener al fugitivo y devolverlo a su padre, se habría equivocado enormemente. El aparato administrativo desempeñóse con la precisión habitual; fueron informados los puestos de las estaciones, todas las oficinas de policía, incluidas entre ellas las de fronteras; todas las gendarmerías recibieron la voz de alerta; pero se evitó toda publicidad; este último procedimiento, por lo demás, no habría logrado mejor resultado. Habríase dicho que el joven desapareció bajo tierra.

3

LA carta de Etzel, a la que se ha hecho alusión varias veces, no era de un carácter tal como para predisponer a la dulzura al señor de Andergast. Como padre estaba profundamente herido, afectado en su autoridad, y como hombre, como persona humana, como amigo confiado, sentíase vergonzosamente engañado (pues a tal punto se ilusionaba sobre sí mismo, que se había considerado absolutamente amigo de su hijo), se juzgaba herido por culpa de esa confianza que había generosamente acordado. La primera frase provocaba risa: «No puedo permanecer más tiempo en tu casa; si la abandono no es a causa de una decisión tomada a la ligera, sino después de una lucha de conciencia». «¡Vaya! ¡Ha luchado! La casa… una decisión… ¿qué te da el derecho, el poder de tomar decisiones, mocoso? ¿Quién te enseñó a juzgar? ¿De dónde te llega la ciencia acerca de aquello que prohíbe o autoriza la conciencia, quién te ha pedido tus razones?». Luego esto: «No puedo decir lo que nos separa, puesto que todo nos separa. Me siento indefenso frente al desprecio que dedicas a mi juventud, pero alcanzaré quizá, el fin que busco y entonces te obligaré a respetar mi personalidad a pesar de mi juventud». ¡Qué insolencia! Cuando se ha estado muchas veces en contacto con la miseria de este mundo, no se corre el riesgo de caer en esas lamentaciones triviales de los padres que se quejan de la ingratitud de sus hijos y no se teme, ciertamente, el pasar «por anticuados» cuando se comprueba que ellos son únicos en la manera de sobreestimar lo que hacen, lo que quieren; pero una frase del tono de ésta: «no, puedo decir lo que nos separa, puesto que todo nos separa», terminaba por despertar en él una duda. ¿No serían, en definitiva, las sensaciones eficaces las que hacían falta, por mínimos que pudieran ser sus valores educativos? Luego el clavo: «desde que conozco el destino y el proceso de Leonardo Maurizius y el papel que desempeñaste en su condena, ya no tengo tranquilidad; es necesario que se haga la verdad, quiero encontrar la verdad». Frase que, a pesar de su descabellada presunción, no merecía más que un piadoso encogimiento de hombros.

He aquí la carta íntegra:

Querido papá, no puedo permanecer más tiempo en tu casa; si la abandono no es a causa de una decisión tomada a la ligera, sino después de una lucha de conciencia. Con todo mi corazón te ruego que no veas en esto una falta de respeto; tengo conciencia de lo que te debo. Pero no existe un camino que nos aproxime; no puedo esperar que hallaré uno para lograrlo. No puedo decir lo que nos separa, puesto que todos nos separa.

Me siento indefenso frente al desprecio que te inspira mi juventud, pero alcanzaré quizá el fin que busco y entonces te obligaré a respetar mi personalidad a pesar de mi juventud.

Se dice que los pensamientos engendran pensamientos, pero la verdad permanece fuera de este ciclo y hay que crearla como a cualquier obra, creo, mediante un laborioso esfuerzo. Sin palanca es imposible levantar un fardo. Un hombre se ha hecho para mí una palanca; desde que conozco el destino y el proceso de Leonardo Maurizius y el papel que desempeñaste en su condena, ya no tengo tranquilidad; es necesario que se haga la verdad, quiero encontrar la verdad. Todavía tengo que hacerte un gran ruego y apenas me atrevo a formularlo aquí y a esperar que lo satisfagas: no me busques, no me hagas buscar, déjame libre, no puedo decir por cuánto tiempo, no seas mi adversario en este asunto.

Tu hijo, ETZEL.

—Es encantador —comentó con ironía el señor de Andergast—; encima desearía ofrecerse el lujo de mi aprobación tácita; pero pasemos al orden del día, por penosa y desagradable que sea esta historia; no haber previsto esto y haberme dejado engañar, dejarse burlar por un loco, doble loco que soy, he aquí mi error. Tengo que acostumbrarme, pues, al pensamiento de haber sido burlado por un mocoso.

Había que olvidar esa carta. Al recordarla tenía la sensación de marchar con una piedra puntiaguda en los zapatos y a la cual el decoro social no le permitía quitar. Pero no era tan simple poder olvidar. Al señor de Andergast le repugnaba recurrir, por una niñería, a los grandes medios oficiales. No podía decidirse a ver en esa fuga más que una estupidez cuyos pretendidos motivos deseaba ignorar. Reflexionar en esos motivos, para él, era consentir una indignidad. Tenía el don de poder desviar los pensamientos de un objeto del que no quería ocuparse. Era cuestión de dominio personal. Pero a medida que pasaban los días y que las providencias tomadas, a pesar de su probada excelencia, no daban resultado alguno, esa pillería tomó un nuevo aspecto, forzando al menos una atención que no merecía; y de golpe nació un malestar semejante al que se experimenta cuando, mirando un reloj en el cual se ha leído la hora innumerables veces con maquinal indolencia, de súbito se percibe que faltan las agujas en el cuadrante. A esto se agregó la lamentable actitud de Rie, que tácitamente expresaba, pero de una manera importuna a fuerza de timidez, enervando a fuerza de repetirse, lamentos, sospechas, reproches, asombro. Luego vino la necesidad de prevenir a diferentes lados por teléfono, de advertir al proveedor, al director del colegio, al doctor Raff (a quien rogó en esa ocasión que fuera a verlo el domingo siguiente, aun cuando lo puso en estado de prevención por su tono reticente y embarazado), contestar a toda clase de personas conocidas que habían oído hablar de la misteriosa desaparición del muchacho y que, ya sea por simpatía o por curiosidad, no podían dejar de interrogarlo. Todo esto lo irritaba y perturbaba a tal punto, que el señor de Andergast consideró la idea de tomarse una licencia e irse por algunas semanas. Pero el proyecto no fue ejecutado.

4

LA Generala había telefoneado a Rie durante la tarde, y lo supo todo por ella. Llamó esa noche a su hijo al teléfono, como el señor de Andergast esperaba. Sospechaba que su madre había sido quien le entregara el dinero.

Como no podía admitirse que el muchacho desapareciera sin un pfenning, y como se sabía que la abuela era la persona más próxima a la cual podía dirigirse —la debilidad a menudo probada de ésta hacía casi seguro el éxito— esa sospecha tomó pronto la apariencia de una semiverdad. Con voz temblorosa, la Generala se quejó a su hijo que estaba enferma, que no podía moverse de su casa, que lo había llamado inútilmente a su oficina y que lo esperaba esa misma noche. El señor de Andergast pidió un taxi y partió. Después de conversar cinco minutos con ella, sin manifestar ninguna sospecha, obtuvo la confesión de que ella le había dado trescientos marcos a Etzel. Condujo la conversación hacia ese asunto como entreteniéndose, y con tal seguridad, que la Generala quedó estupefacta, mirándolo con la boca abierta e indefensa.

Estaba en la cama, un cubrepiés de satén envolvía su delgado cuerpo y su cabeza pequeña descansaba, en una pose elegíaca, sobre las almohadas bordadas. Por su parte, el señor de Andergast guardaba la actitud más cortés del mundo. Había tomado de la mesita de noche un cortapapel de marfil, que mantenía entre los dos índices, y su rostro no traicionaba la menor emoción. Su táctica, sin duda, tendía a expresar mediante el silencio todo aquello que desdeñaba decir con palabras, las que acaso habrían podido ser refutadas o, al menos, negadas. Conocía el valor y el efecto de ese silencio y sabía apreciar su alcance como un oficial de artillería la trayectoria y el punto de caída de una granada explosiva. Lo que esperaba se produjo: la Generala perdió su presencia de ánimo, la cólera ensombreció sus ojos, revolvióse contra la tortura que provocaba en ella ese mutismo ambiguo y cortés y le gritó que había sido él quien lo echara a perder todo en ese niño, que él era la causa de todo, él y su sistema de cuartel, que el pequeño muchacho había huido para… «y bien, quizá para ir en busca de su madre y… ¿qué pues? ¡Dios mío!… sí…, para hacerse cuidar un poco». El señor de Andergast clavó en ella una mirada de interés.

—¡Vaya mamá! —dijo con glacial asombro—, es la primera vez que te oigo decir semejante cosa. ¿Quién habría pensado en esto? Nunca se me habría ocurrido una idea semejante. ¿Cómo es posible que pienses en eso? ¿Es una simple suposición de tu parte o te apoyas en algo preciso para afirmarlo? ¿Cómo pudo saber Etzel?… Es extraño; entonces habría en esto una odiosa traición… ¿Acaso estás en relación… quiero decir, conoces… el lugar donde se encuentra ella?

Su mirada violeta descansaba con una placidez metálica sobre el rostro de la anciana, cuyos ojos de niña enfurruñada, como dos polluelos que sienten volar por encima de ellos al buitre, trataban de rehuirla. Hizo un gesto de protesta:

—¡Oh, no! —aseguró con un prematuro suspiro y una expresión de pesar demasiado sincera para que el señor de Andergast pudiera dudar de su veracidad—. ¿De dónde y cómo podría saberlo? Con tu sistema has logrado vendar los ojos y despistar a todos aquellos que te rodean, ¿y quién se hubiese atrevido, incluso sabiendo algo? A menudo me pregunto, Wolf, si realmente eres un hombre vivo, con un corazón en el pecho como los demás; causas miedo. Cuando entras en una habitación uno ya siente miedo.

El señor de Andergast se puso de pie, sonriendo:

—Espero que tu indisposición sea pasajera, querida mamá —dijo con un tono en el que había una solicitud llena de amabilidades, aburrimiento y cansancio—. De cualquier modo, le pediré a Nanny que me comunique mañana cómo te encuentras y lo que haya ordenado el médico.

Quiso besarle la mano para despedirse, pero ella, herida por su altanera manera de escapar, sobreexcitada hasta la indignación por su imperturbable tranquilidad, le dijo con tono imperioso:

—Quédate, no te vayas tan rápido, todavía no hemos terminado. ¿Dónde está Etzel, dónde está tu hijo? ¿No sabes nada y en cambio yo tendría noticias? Sospechas que estoy en connivencia con él…, bien que se lo dije… conozco a mi gente. ¡No importa! ¿Qué pasará ahora? Naturalmente, largarás a tus perros de la policía detrás de sus huellas, para maltratarlo aún más. ¿Tienes al menos la más remota idea acerca de lo que es ese muchacho, de lo que hay en él, de lo que pasa en él? No, no sabes nada, nada, nada, nada, nada sabes de él, nada de nadie. ¿No has echado a la pobre Sofía como a un perro y no has obligado a su amante a prestar falso juramento, de modo que sólo le cabía alojarse una bala en el cráneo? Y aun cuando todo haya transcurrido de acuerdo con la ley y las exigencias del honor, correctamente como en una revista… Está bien… no digo nada… no digo nada, pero por momentos esto me roe el corazón cuando me encuentro acostada y pienso en ello…

Diciendo estas palabras, ella se contuvo, espantada, al ver la palidez de su hijo. Habíase dejado arrastrar, imponiéndose su naturaleza emotiva sobre el pesar que sentía con respecto a Etzel y bajo el impulso de tantas cosas que había reprimido durante años; aturdidamente había levantado el velo que ocultaba las desgracias pasadas y tocado con el dedo el punto único que, desprendido de otros hechos, aparecía como una falta imborrable; pero en el fondo se hallaba una vida, se hallaban destinos. Lamentó sus palabras ni bien se le escaparon; colocó las manos delante de sus ojos y sollozó dulcemente. En efecto, el rostro de Wolf de Andergast habíase puesto blanco como el yeso. Lentamente levantó la mano izquierda y arrolló entre sus dedos su barbilla grisácea, humedeciendo rápidamente sus labios con la punta de la lengua; sus enrojecidos párpados se cerraron, dejando apenas una hendidura entre ellos, y dijo con voz muy baja:

—Está bien, mamá, no tengo la intención de contrastar con la realidad tus visiones novelescas. En lo futuro ten la bondad de abstenerte de toda alusión a mi persona y a mi pasado, si deseas que continúen nuestras intermitentes relaciones.

Y esto con el tono que adoptaba en sus acusaciones. La vieja dama tuvo arrepentimientos, penas. ¿Pero para qué servían? Las gentes a quienes una demasiado grande precipitación arrastra a pecar por la lengua, recaen en una situación mucho peor que la de aquellos a quienes recriminan por sus actos. Aun cuando no cometieran más que un grama de injusticia, proveen de inmediato a los otros medio quintal de ventajas y sólo les queda confusión y penas (a lo que la Generala se entregaba abundantemente).

A la mañana siguiente el señor de Andergast interrogó de nuevo a Rie. Las palabras de la Generala: «Quizá fue en busca de su madre», no le salían de la cabeza. Habiendo afirmado la vieja dama, con tono impresionante, que ella se había abstenido de toda revelación, Rie era la única que, con su limitado espíritu, podía ser sospechada; ¿pero quién la habría informado? El joven no podía ir en busca de su madre, era claro como el día, pues no podría cruzar la frontera francesa; además no era admisible, por irreflexiva y novelesca que fuera la aventura, que la razón con que justificaba expresamente su partida no fuese verdadera. El asunto tenía otro carácter y las consideraciones puramente sentimentales no eran motivos para el joven. Sin embargo, el señor de Andergast no quería soltar el hilo prendido por azar, aunque sólo fuese para conocer a su gente. «Los hombres —pensaba—, incluso los más irreprochables, los más intachables, tienen en el alma un rincón en el que germina el crimen; por eso nunca se los conoce a fondo». Y por lo que se refería a su mujer —cosa inquietante, ella había cambiado de domicilio y de tiempo en tiempo se tomaba el placer de importunarlo con reclamaciones referentes a Etzel—, era imposible imaginar todos los medios contrarios a sus convenciones a los cuales recurría bajo el imperio de esa pretendida nostalgia súbitamente despierta que sentía por Etzel. Reclamó, pues, la presencia de Rie.

Ella fue demasiado anonadada por su insistencia sostenida en negar que había tenido conocimiento del cambio de domicilio de su mujer viendo la estampilla de la última carta y, bañada en lágrimas, confesó haber hablado de ello a Etzel sin pensar en ningún mal. El señor de Andergast dijo:

—Considero su procedimiento como un abuso de confianza, y si no obstante esto cierro los ojos, se lo debe al hecho de que se encuentra desde hace tiempo en mi casa.

De esta entrevista guardó un regusto amargo, le pareció que el sistema dirigía sus puntas contra él, que los espías a su sueldo estaban sobre sus talones, que sus criaturas convertíanse en traidores. Un intermedio irritante, he aquí cómo se le apareció todo esto al principio: un muchacho, con el cerebro lleno de una idea exaltada, escapa de la casa paterna, se lo reatrapa y durante un momento se le da fríamente una paliza. ¿Qué más? Y sin embargo era algo muy distinto, quizá era un poco diferente, ¿pero cómo, por dónde? ¿Qué era ese algo molesto, desagradable, contrariante?

Habíase propuesto llamar por teléfono al señor de Altechul para preguntarle si se habían encontrado rastros del desertor. Pero se abstuvo de hacerlo. Cada vez que quería levantar el auricular, contraía los labios como atacado de disgusto y permanecía un tiempo sentado ante su escritorio, absorbido en siniestras meditaciones.

5

CON un propósito deliberado, el señor de Andergast adoptó con Camilo Raff un tono dé cordialidad. Le apretó la mano como si hubiese deseado desde hacía mucho una conversación íntima con él y supuesto en su interlocutor las mismas disposiciones. En realidad no veía en él, a pesar de su renombre, más que un maestrito de escuela; mucha gente apreciaba el espíritu y la cultura de Raff, pero esto no lo admitía el señor de Andergast; sentía una mediocre estimación por los educadores, cualquiera fuese la categoría a que perteneciesen: trataba de disimularlo, pero ello formaba parte de su personalidad; acaso había que buscar la causa de ese sentimiento en una supervivencia feudal o bien en el hecho de que las personalidades poderosas se defienden raramente de una intolerancia desconfiada con respecto a los conocimientos accesibles a todos y del saber necesariamente diluido y empobrecido que constituye la ciencia vulgarizada. De cualquier modo, Camilo Raff se sorprendió del acogimiento. No conocía al señor de Andergast más que por sus visitas oficiales al liceo. Éste tenía por costumbre informarse dos o tres veces por semestre de los progresos de su hijo por intermedio del director. Camilo Raff se consideraba feliz cada vez que esa entrevista, siempre seca y protocolar, terminaba en buena forma.

Pero he aquí que tenía delante suyo a un hombre amable, que conversaba de manera encantadora. La gente de condición modesta siempre se siente cautivada, pese a su filosofía y a su orgullo democrático, por la afabilidad y la condescendencia de aquellos cuyo rango social es más elevado que el propio. El doctor Raff era bastante inteligente para ignorarlo y manteníase en guardia. No obstante su actitud, fue vencido por el encanto de ese hombre, que ciertamente le era infinitamente superior por su habilidad y su conocimiento de los hombres, y no vio la trampa que le tendía el señor de Andergast, pues éste tenía alguna razón en suponer también aquí sospechas, en todas partes sospechas, la red estallaba por todas partes, por todas partes subalternos desleales, que la influencia ejercida por Camilo Raff sobre Etzel no siempre había sido educadora y que una indulgencia nefasta, quizá incluso culpable con respecto a ciertas tendencias funestas, había desempeñado aquí un papel. También de Camilo Raff se desprendía una atracción que intrigaba decididamente. Tenía en efecto un conocimiento bastante preciso y una representación más perfecta aún de la persona y del carácter de Etzel, y se decía: «Este padre no tiene probablemente una idea exacta acerca de su hijo; si existe alguien que pueda facilitársela eso soy yo, y lo haré de tal modo que no pueda olvidarlo tan rápido»; dos móviles lo empujaban a ello: primero, un sentimiento lindante en la vanidad y del cual, en casos semejantes, incluso aquel que enseña no siempre se encuentra libre, aun cuando sea perfectamente sincero, y luego la necesidad de rechazar, exteriorizándolo, la presión que el señor de Andergast ejercía sobre él a despecho de su amabilidad. De esta manera, cada uno de ellos, defendiendo del mejor modo posible sus intereses, desempeñaba su papel en el más bello acuerdo aparente. Raff contó que había conocido a Etzel dieciocho meses antes en el campo de vacaciones de Odenwald, y que el muchacho le había gustado tanto que, llamado en el curso del mismo otoño al liceo de la ciudad, se alegró del feliz azar que se lo daba como alumno. Se había ocupado mucho del joven, sobre todo en este último semestre, desde que se hallaba en el primer curso y que él, Raff, era profesor del mismo. El señor de Andergast se inclinó un poco hacia adelante, uniendo las manos sobre sus rodillas cruzadas; su actitud y su fisonomía expresaban una curiosidad cortés que halagó a Raff y lo impulsó a hacer un profundo análisis del carácter, lleno de finura, de simpatía y del secreto deseo de enterar al padre de algo nuevo e inesperado sobre su hijo. Y así se puso a hablar de la transparencia límpida de la naturaleza de Etzel: no es «transparencia» en el sentido ordinario de la palabra, ni lo que comúnmente se llama un carácter abierto; abierto no, Etzel no lo es de ninguna manera, y sin embargo tampoco es hermético, sino más bien encerrado en una vaina de varias envolturas. Lo que Raff entiende por «transparencia» se refiere a la moral, a la claridad que se desprende de ella, a una calidad muy especial de alma. Nunca se es decepcionado por sus expresiones, esperando de él. En la relación con Etzel se tiene el sentimiento agradable de que las cosas no pueden ser distintas de lo que son. Acaso no es sino así, así es como se hace esto, es así como se responde a un servicio de amigo, a una ofensa; es así como debe comportarse uno en una situación embarazosa, en la cólera; es así y no de otra manera, puesto que es así y no de otra forma, porque se tiene el don de ser lo que se es, porque no hay que simular que se es lo que se desearía ser; privilegio bien raro esta disposición, tan raro que muy pocos hombres comprenden su rareza, aun cuando la mayoría hable de ello sin cesar. Se necesita, a decir verdad, una singular forma de coraje para ser así. Pero el coraje, en semejante caso, no es más que una cuestión de ritmo.

Muchas cosas en la vida, a las que consideramos como fruto de una disposición moral, no son más que cuestión de ritmo. Camilo Raff ha comparado más de una vez la rapidez de reacciones en los jóvenes. Encontró que almas lentas (que pueden habitar perfectamente en cuerpos livianos y ágiles) se inclinan más al mal que las almas ardientes, las almas rápidas. ¿Qué es, por ejemplo, el amor a la equidad y su expresión, sino el abrazo fulgurante del cerebro, el entrechoque ardiente de imágenes en la imaginación? Ha observado a Etzel en disputas con camaradas, en sus juegos, en circunstancias en las cuales se trataba ante todo de presencia de ánimo, de discreción; de solicitud, de caballerosidad.

Siempre se sentía asombrado por la energía y la precisión con las cuales el niño, en todos los conflictos, tomaba posición. En cierta oportunidad los alumnos le jugaron una mala partida al profesor de matemáticas. Este señor es gran amigo de los dulces; siempre tiene en el bolsillo de su saco un paquete de bombones; naturalmente, los muchachos lo sabían, y a instigación de Thielemann mezclaron un día a su provisión varias pastillas purgantes. Al otro día el profesor llegó furioso al curso; declaró que no quería perder el tiempo descubriendo al culpable, puesto que todos lo eran, y que por lo tanto se limitaría a hacer responsable a uno y castigarlo, librando a éste del castigo si denunciaba al verdadero culpable. Lo tomó entonces al azar, esperando de él una revelación que no vino, como es fácil pensarlo, y le aplicó una pena muy severa. Este procedimiento provocó la cólera de Etzel; no pudo tolerar que un inocente —el acusado por casualidad era el que menos parte había tomado en el complot— tuviese que expiar por el culpable; se puso de pie y se acusó: «Fui yo el culpable, tiene que castigarme a mí». Esto produjo una honda impresión en la clase, los muchachos no quisieron tolerarlo, protestaron y luego se produjo una verdadera y pequeña rebelión; felizmente el profesor tuvo suficiente sangre fría para no llevar las cosas al extremo; el interrogatorio a que sometió a Etzel fue bastante suave, y abandonó la clase para deliberar, dijo, con el director. Camilo Raff trató de calmarlo y encargóse de que el asunto no tuviese consecuencias, por lo demás también para el maestro, a quien había que evitarle un ridículo mayor. Tuvo más tarde una larga discusión con Etzel. Mientras relata esta conversación una sonrisa misteriosa vaga por su fino y melancólico rostro, una sonrisa casi bribona:

—No poco trabajo me dio evitar que me saltara encima con su indignación cómica, con su fría audacia de exigirle a la gente lo que debería hacer por sí misma únicamente por la justicia y la razón y para que el desorden y la miseria no hagan irrupción ininterrumpida en este mundo —dijo Camilo Raff—; tal era más o menos el sentido; yo lo presento de una manera un poco complicada, pero éste era el sentido: la gente debe ser consecuente con sus actos, aquel que tiene un comercio debe conocer su comercio, un juez no debe juzgar más que cuando no subsiste ni la sombra de una duda sobre una falta… Tuve que replicarle: «Querido, éstas son cosas muy naturales, pero por ellas a menudo los héroes y los santos han vertido su sangre».

6

EL SEÑOR de Andergast había bajado los párpados sobre sus ojos color violeta. Era como si el cortinado de un escenario cayera para dar lugar a un cambio de decoración.

Apenas si se movió. No hizo más que soltar un ¡hum! semicondescendiente, semiescéptico. Camilo Raff distaba mucho de intuir la verdadera naturaleza de ese hombre, su soberbia glacial, la susceptibilidad de su espíritu, la rigidez de sus opiniones, y por ello creyó que debía continuar en forma más detallada su explicación del carácter del niño. Quería convencer al señor de Andergast (¡el colmo de la ingenuidad!); ¿pero de qué? El mismo terminó por no saberlo muy bien. Sólo sentía la contradicción muda y resistente como una muralla de piedra y se empecinó contra ella. Y contó lo pasado con Carlos Zehnter, la historia del billete de cinco marcos robado y la confesión que le hizo Etzel acerca de sus escrúpulos, por haber arrojado a la desgracia con excesiva precipitación a un camarada.

Tampoco conocía el señor de Andergast ese incidente, y prestó atención, pero su fisonomía continuó revelando siempre la misma curiosidad cortés. Camilo Raff dijo:

—Un sentido tan delicado de la medida también es absolutamente conmovedor. Yo, al menos, no conozco nada que me conmueva más. Por esa «medida» entiendo la carga que otro puede llevar y que está permitido imponerle.

—En realidad usted ha estudiado a ese chicuelo desde la a hasta la z —interrumpió secamente el señor de Andergast.

—Claro está, señor barón, consideraba esto como uno de mis deberes.

—También me parece que se dedica a crear en torno de su cabeza una aureola de virtud. Sabrá perdonarme si encuentro un poco exagerado este procedimiento. El pequeño tiene sus buenas cualidades; desde muchos puntos de vista no está desprovisto de aptitudes; además, es de bastante buena raza, regularmente activo, a veces un poco audaz y, no nos engañemos, cuando quiere alcanzar su propósito sabe aplicar una buena dosis de truhanería. ¿O cree usted que soy injusto con él al juzgarlo así?

Camilo Raff más bien consideró que el señor Andergast era injusto con él al hablarle con ese tono burlón. Replicó que no era de esa opinión, que nunca había visto tal truhanería en Etzel, sino algo muy distinto, una sorprendente perspicacia, una intuición sin duda sorprendente, lo que se llama instinto del salvaje cuando se trata de aclarar cosas o circunstancias ocultas. En el campo de Odenwald se produjo un incidente después del cual se llamó a ese muchacho, entonces de catorce años, Sherlock Holmes en miniatura. Había allá un joven de diecisiete años, Rosenau, camarada de cuarto de Etzel. No era particularmente estimado, primero por ser judío, y luego a causa de su aspecto contrahecho y desconfiado y, finalmente, porque hacía versos, pacotillas, torpe despliegue de palabras de acuerdo con los modelos célebres, y, además, con un poquito de erotismo; así que las burlas con que lo perseguían los chicos no carecían por completo de fundamento. Pero, naturalmente, tales cosas no hacían más que aumentar su desconfianza. Por lo demás, era un buen muchacho, carente de toda maldad.

Pero se lo detestaba simplemente y sin más, y la mayoría deseaba quitárselo de encima o, al menos, hacerle insoportable su residencia en el campo. Cierto día uno de los profesores reclamó un libro de la biblioteca del establecimiento. Durante un rato se lo buscó y luego alguien dijo:

—Rosenau lo tiene, es cierto que no lo pidió prestado, pero siempre hurta los libros ajenos.

Rosenau no estaba presente y con toda deliberación se resolvió abrir su armario, estando la llave colgada de un clavo; el maestro forcejeó todos los cajones, abrió uno y de pronto se detuvo con un sacudimiento de cabeza y el rostro aterrado. En el cajón había una media docena de fotografías de las más obscenas, de aquellas que no se muestran más que en las casas de tolerancia, y con todas las precauciones. A excepción de Rosenau, toda la colonia estaba en el cuarto; faltaban algunos minutos para el almuerzo, todos habían sido testigos del abominable descubrimiento, algunos reían y bromeaban, pero la cólera y el desprecio dominaban a la mayoría. Mientras el maestro enviaba en busca del director del establecimiento, llegó Rosenau. Se le dejó llegar frente al armario y se le mostraron las fotografías.

Etzel estaba muy cerca de él y de inmediato tuvo la impresión de que el otro no estaba al corriente de nada y que se le había jugado una partida odiosa. Le bastaba observar el rostro de Rosenau para afirmarse en su convicción. Semejante estupor, un espanto semejante, tal confusión eran imposibles de simular. Los demás no experimentaban la menor duda. Las protestas de Rosenau fueron acogidas con un silencio hostil. El director había partido esa mañana para Wurzburg y no regresaría hasta el siguiente día; las repugnantes imágenes fueron confiscadas a la espera de las decisiones de aquél y Rosenau fue hecho a un lado hasta que se decidiera su suerte. Todos los jóvenes se apartaron ostensiblemente de él. Estaba metido en un rincón, perdido en sus pensamientos, con el rostro entre las manos. Sin embargo Etzel había hecho una observación que le pareció de importancia. La primera de las fotografías estaba manchada con sangre. La mancha había corrido en un delgado hilo por toda la hoja. Se preguntó: ¿de dónde proviene esa sangre?

Sin llamar la atención, se aproximó al armario de Rosenau, sacó la caja y vio que de su pared interior, junto a la cerradura, sobresalía la punta de un clavo y que el fondo del cajón también estaba ensangrentado. Se dijo: «El que puso las fotos en el cajón estaba apurado y su herida aún debe de ser bien visible». Un poco más tarde, el cuarto quedó vacío; los jóvenes jugaban al fútbol; se aproximó a Rosenau y le dijo:

—Muéstrame las manos.

El otro le miró, cohibido, y obedeció, mostrando sus manos abiertas; estaban intactas. Entonces Etzel reflexionó largamente. Por último tomó una resolución. Pidió permiso por dos horas, partió a pie a Amorbach, que no estaba lejos, y compró una bolsa de nueces. Durante la noche, cuando todos se reunieron en la habitación, sacó su bolsa y anunció que distribuiría nueces y que hoy para divertirse se las cascaría, lo que sería muy divertido, ya que la tarea produciría un ruido espantoso; uno a uno tenderían las manos para recibir la respectiva porción. Así se hizo en medio de grandes carcajadas. Cuando le tocó el turno al noveno, Etzel vio la mano herida: un gran rasguño rojo en la palma. Como lo había imaginado, la herida no podía haberse producido en el dorso, dada la forma que tuvo que maniobrar la mano. El muchacho de la mano herida se llamaba Eric Fenchel; era el decano del grupo, tenía casi dieciocho años y se le temía a causa de su brutalidad y de su humor batallador; se conducía como verdadero tirano con sus camaradas menores, tenía sus favoritos y también a quienes no podía soportar. Etzel ocupaba en sus sentimientos un lugar intermedio; Fenchel no era demasiado atrevido a su respecto; todos los demás lo halagaban cobardemente, pero no Etzel; desde el día en que aquél contó con tono desvergonzado que había violado a una chica sordomuda, ya su proximidad le causaba horror.

Habría podido jurar que era Eric Fenchel, pero quiso tener la plena evidencia y no dejó traslucir nada. Todos cascaban alegremente sus nueces y él hizo lo mismo. Cuando todos se metieron en sus camas y se apagaron las luces, él permaneció en acecho. Durante largas horas no se movió, esperando. Sería la una de la mañana cuando se levantó sin hacer ruido, tendió el oído, se aseguró que todos dormían profundamente, y deslizóse entre las camas hasta llegar al armario de Fenchel; la llave estaba encima; había ocultado bajo el armario, esa misma tarde, una pequeña linterna sorda, adquirida en la ciudad al mismo tiempo que las nueces, y no haciendo más ruido que una laucha, se puso a revisar el armario; la puerta abierta lo ocultaba a los del cuarto; pocos instantes después encontró lo que buscaba, sus sospechas se confirmaron, la lógica de sus deducciones triunfaba. Fenchel no había introducido más que una parte de sus fotografías en el armario de Rosenau; las otras estaban en su propio cajón, entre los libros y cuadernos. Etzel cerró el armario, deslizóse hasta su cama y durmió hasta bien entrada la mañana. Poco después del desayuno buscó al maestro, le expuso el caso y los medios que había empleado. Menos de un cuarto de hora más tarde Rosenau era rehabilitado. Fenchel, que entre otros era un furioso comejudíos, cuando se comenzó a buscar el libro y nadie le prestaba atención, deslizó furtivamente las fotos en el cajón de Rosenau. Fue expulsado vergonzosamente del campo.

A partir de entonces Rosenau manifestó por Etzel un afecto casi ridículo. Pero al otro año sus padres, que no sabían qué hacer con él, lo enviaron a la América del Sur.

El señor de Andergast observaba sus manos. Habríase dicho que algo en la uña del dedo mayor lo cautivaba especialmente; levantó la mano hasta el mentón y consideró la uña con atención, preguntando sin doble intención aparente:

—¿Naturalmente, estaba usted al corriente de la partida de mi hijo?

Notando una expresión de desagradable sorpresa en el rostro de su interlocutor, agregó con amabilidad:

—Así lo creía, usted era su confidente, gozaba de su confianza. Yo no poseía en igual grado esa ventaja. No me quejo, no tengo talento de confesor y, a decir verdad, tampoco me agradaría poseerlo. No le doy importancia a los misterios del corazón.

«Los misterios del corazón no son precisamente los términos apropiados —se atrevió a objetar Camilo Raff. Pasando la entrevista de la epopeya al drama, pronto vio la cuerda que el otro pretendía arrojarle al cuello—. Nuestras relaciones nunca salieron de los límites que yo mismo había trazado —dijo con calma.

—No ha contestado a mi pregunta —insistió suavemente el señor de Andergast, batiendo los párpados como una mujer que se queja de haber sido relegada.

—Vino a verme en un momento de crisis moral —dijo Camilo Raff—. Como yo era su amigo mayor, tenía que acudir en su ayuda; pedía: he aquí donde estoy, ¿qué debo hacer? O mejor dicho: ¿puedo obrar en forma distinta a tal o cual manera? Ignoraba qué se traía entre manos y era imposible adivinarlo por las alusiones que hacía a ello. En cualquier otra circunstancia yo habría encogido los hombros, habría atemperado las cosas, habría acudido a escapatorias. Con él no era posible. En ese momento, no. A él le reconocí en ese instante el derecho de hacer lo que no habría reconocido a ningún otro, es decir, de seguir su inspiración. No lo niego —siempre hablo de ese momento—: no lo habría desviado de la resolución que se le imponía en esa trágica lucha interior. Además, no lo lamento. De que esa decisión iba a tener semejante alcance es precisamente de lo que yo habría dudado, es cierto.

—Evidentemente, habría tenido algún escrúpulo en animarlo para una acción tan oscura para usted —averiguó el señor de Andergast con la misma voz suave y una sonrisita astuta.

—Eso… no sé —respondió Raff, tomado de sorpresa—, había algo en él, hubiese tenido vergüenza de verter agua en ese vino… Es tan raro… ¡Si lo hubiera visto, señor barón…!

—Es verdad. ¿Y no ha temido la responsabilidad? —continuó la dulce voz interrogadora.

—No —dijo Camilo Raff—, ni un solo instante.

—Me asombra esto —prosiguió el señor de Andergast, levantándose—. No tanto su actitud personal de amigo, que a mí no me importa, sino más bien, cómo diría, la comprensión indulgente que ha exteriorizado, sorprendente en un educador. Camilo Raff, que también se había puesto de pie, palideció ligeramente.

—No tengo motivos para condenar que no me haya advertido su actitud personal. Pero en el otro sentido era su deber.

—No tenía el derecho de traicionarlo.

—¿A un menor? ¿Se puede hablar de traición en este caso?

—Sí, señor barón, así lo creo. Me parece que la minoría de edad no es más que un simple concepto jurídico.

—¿No basta ese concepto jurídico cuando se trata de evitar una falta chocante e intolerable? ¿Existe uno más elevado? Desearía que me lo indicara.

—Ése no basta, señor barón. Sí, existe para el caso uno más elevado.

Así el drama se había convertido gradualmente en un cambio de réplicas estrictamente encajadas unas en otras y en las cuales se concentraba el «tonus» moral, sin darse no obstante asperezas ni cambios de tono; por el contrario, uno permanecía perfectamente cortés, y el otro, modesto pero firme. Para terminar, el señor de Andergast, acompañando a su visitante hasta la puerta, preguntó incidentalmente si Camilo Raff sabía dónde estaba Etzel. Raff respondió que la partida del niño lo había sorprendido vivamente y que el lugar en que podría hallarse le era, naturalmente, desconocido. El señor de Andergast sacudió gravemente la cabeza, le estrechó la mano y repitió que su visita le había interesado mucho. Pero cuando Raff cerró la puerta, permaneció largo tiempo parado, con el labio inferior entre los dientes, sumido en sus pensamientos. Al día siguiente dirigió una carta a la administración colegial, informando acerca de la grave falta cometida por el doctor Camilo Raff con el alumno Andergast y reclamando una investigación disciplinaria. La investigación exigida de un modo tan categórico y por un personaje tan encumbrado se hizo sin perder tiempo; tuvo por resultado que Camilo Raff, suspendido en sus funciones durante dos meses, fuera trasladado después, en desgracia, a un rincón de provincia, en Hesse. Fue para él, que ya se ahogaba en su esfera de acción actual, una catástrofe física y moral.

7

ALGUNOS días después de la visita de Camilo Raff, cuyo humillante recuerdo aún no le había dado tregua, el señor de Andergast invitó a cenar al presidente Sydow. El presidente le había dado a entender que su familia estaba en la Opera y que deseaba tener compañía. La mesa era buena; la conversación languidecía, insípida. El presidente, bonachón, gustaba contar anécdotas. El señor de Andergast no sentía placer en escucharlas, pero la gente que se empecina en servirle a uno historias divertidas no pregunta si uno se interesa o no por ellas: se encarga del juego tanto como de los aplausos, y es por esto que el presidente no notó cuán distraído estaba su huésped. El señor de Sydow tenía fama de «buen juez», pero le había valido su renombre, más que el sentimiento de su noble tarea, una mezcla de despreocupado epicureísmo y desprecio por la humanidad en general.

No gustaba ir al fondo de las cosas y menos aún elevarse hasta las cúspides; sólo se sentía bien a mitad de camino. En muchos casos su bondad tenía por fundamento la caprichosa de un alcohólico moderado; pesado como un tonel, lamentábase de la pesadez del aparato jurídico y consideraba los veredictos de los jurados como farsas ridículas, sin colocarse nunca, no obstante, contra ellos, y mientras fue juez en el tribunal correccional sus cualidades más seductoras aparecían cuando tenía que vérselas con un criminal que confesaba.

Con placer le hubiera estrechado la mano y acordado una pensión. «Por lo menos no se pierde el tiempo con un tipo de esta especie», tenía por costumbre decir, como si el tiempo de un juez estuviese exclusivamente reservado a las divagaciones en las tabernas confortables. En el ejercicio de su profesión, a menudo había chocado con el señor de Andergast; fuera de él, sus relaciones eran excelentes; no había posibilidad de fricción: la distancia entre ambos era demasiado grande.

Partió temprano. (Habíanse instalado en el gabinete de trabajo). Cuando el señor de Andergast quedó solo, abrió la ventana para hacer desaparecer el humo de los cigarros.

Era una noche de abril, cálida y pesada; los árboles goteaban, la noche oscura estaba abierta como un pellejo desventrado. El señor de Andergast sondeó las tinieblas con la mirada. Apoyaba su mentón sobre las manos unidas y permanecía inmóvil, como una estaca. Cuando cerró la ventana, sentóse al escritorio, tomó un legajo en la pila preparada ante él y lo abrió. Pero sus miradas se deslizaban sin curiosidad por las páginas. Mantenía un lápiz en la mano y trazaba distraídamente signos y palabras en una hoja en blanco. De pronto se sobresaltó; tenía delante el nombre de Maurizius, que había escrito sin saberlo y sin pensar en él. Hizo una pelota con la hoja de papel, la arrojó al canasto, dejó el lápiz sobre la mesa, y se levantó, descontento. Durante un momento anduvo sin control, luego permaneció inmóvil y pareció reflexionar algo; después dejó el cuarto, se detuvo con indecisión en el corredor; en el borde de la zona de luz que cortaba la puerta del escritorio, dio nuevamente algunos pasos, hasta que se encontró delante de la puerta del cuarto de Etzel. La abrió y entró. Dio vuelta al conmutador, cerró la puerta con precaución, miró alrededor suyo con las cejas contraídas y sentóse al escritorio, respirando profundamente. Era la primera vez que entraba allí después de la fuga del muchacho.

Dando la espalda a la ventana, se apoyó según su costumbre en el respaldo de la silla y cruzó los brazos sobre el pecho. El silencio que lo envolvía tenía algo de extraño, su rostro expresaba tristeza y soledad. La tensión de sus facciones, que nunca se distendían, acaso ni en el sueño, disminuyó. Era como si los barrotes de la jaula del presente que lo encerraba se fundieran y esfumaran, uno después de otro. Sus ojos absorbían todos los objetos de la habitación; la cama de bronce con su cubrepié de seda amarillo desleído, el viejo tapiz de cañamazo bordado, delante de la estufa; las dos sillas de paja a los costados de la mesa, la estantería de los libros con los espacios vacíos, que los hacía parecer mandíbulas desdentadas. El niño habíase llevado los libros que faltaban. Una indescriptible tristeza llenaba el cuarto, y el señor de Andergast no pudo evitar que lo invadiese; una habitación abandonada por quien se aloja en ella, tiene algo de un cadáver. La mesa estaba cubierta de un linóleo a cuadros, lleno de manchas alrededor del tintero. En un lugar estaba diseñada una cabeza con un cuchillo, intento poco afortunado. «Nunca tuvo facilidad para el dibujo», pensó el señor de Andergast. El cajón de la mesa estaba entreabierto y aparentemente vacío. «Los muchachos siempre son descuidados», piensa el señor de Andergast y cierra el cajón. El cajón le recuerda el incidente de las fotografías en la colonia de vacaciones. Sonríe un poco y esa tímida sonrisa es como una victoria lograda sobre su malestar, que persiste desde la historia de Camilo Raff. ¿Cómo es posible que nunca se enterara de tales episodios? ¿Cómo es posible, además, que un niño no se presente nunca al pensamiento de uno más que como es hoy y jamás como era en su pasado? ¿Que las palabras de ayer se esfumen, que la silueta del último año se desvanezca? ¿Es demasiado perezoso el espíritu humano para conservar el orden y la sucesión de los fenómenos? ¿Nunca se nutre más que del momento presente y no es para él un eterno engaño? Pues el momento que se vive es un impostor. Imposible representarse a ese muchacho como cuando tenía diez años, o antes aún, a los ocho, a los seis. El señor de Andergast nunca le hizo sacar fotografías, siempre consideró que las fotografías de los niños eran estupidez y vanidad. Tampoco es esto lo que importa. Lo que interesaría es conservar la imagen en la memoria. Etzel era un hermoso niño, al menos el señor de Andergast creía recordarlo. Todavía recuerda que esto le molestaba cada vez que la gente elogiaba su lindo rostro, su fina fisonomía, sus maneras graciosas. Mientras se halla en esto, buscando un medio de volver al pasado como un asaltante que se desliza de noche en una casa, no puede dejar de pensar en la linterna sorda comprada al mismo tiempo que las nueces, en Amorbach, por ese muchacho de catorce años. Una muestra de esa facultad perfecta de encadenamiento lógico, de la que nunca habría creído que fuera capaz. Luego vuelve a ver de súbito al pequeño a los cinco años; diríase que su cabeza morena y ensortijada surgiera entre velos de polvo gris. «Padre, mira conmigo el gran atlas y háblame del mar y de Asia». Es muy agradable ver esos pequeños dientes que brillan en la fresca boca. Esa amplia mirada límpida, la convicción que se lee en ella de que Asia y el mar no tienen secretos para la todopoderosa omnisciencia de su padre. En aquel tiempo todo era presente. Pero el presente es siempre la época «en que no se tiene tiempo». «No, pequeña cabeza ensortijada, papá no tiene tiempo, tiene que trabajar»; la cabeza ensortijada no se atreve a contradecir, sólo expresa un asombro pesaroso: ¿puede haber algo más importante en ese momento nostálgico que el atlas, el Asia y el mar? «No tener tiempo», he aquí palabras incomprensibles para quien está rodeado de cantidades de tiempo inconmensurables y no sabe qué partido sacar de esa abundancia de tiempo entre el momento del despertar y el del sueño. Todo el enigma de la vida reside allí, en ese hecho de «no tener tiempo». ¿Dónde puede estar ese muchacho? Es noche, los árboles gotean, la noche está abierta como un pellejo desventrado. ¿Dónde puede estar a esa hora?

Al otro día los secretarios asombráronse del laconismo de su jefe. También se sorprendieron por su aire ausente cuando le formularon preguntas indispensables; sobre todo, esto les parecía insólito y varias veces cambiaron miradas de asombro. Cerca del mediodía, antes de prepararse para salir, llamó al jefe de los archivos. Cuando el hombre llegó, habríase dicho (o bien lo simuló) que olvidó para qué lo había llamado:

—¡Ah!, sí, es esto precisamente, mi querido Haacke —dijo amablemente—: haga sacar el legajo Maurizius de los años mil novecientos cinco y mil novecientos seis en el tribunal regional y envíelo a mi casa hoy.

—A sus órdenes, señor barón.

A las tres de la tarde el legajo impregnado del polvo de los archivos y conteniendo más de dos mil setecientas páginas, en parte amarillentas, estaba en el domicilio del señor de Andergast, sobre su mesa de trabajo.

8

ESA misma noche comenzó a leerlo. Puesto que se había decidido a hacerlo de una vez por todas, lo haría a conciencia. ¿Habíase decidido? Pensándolo bien, se trataba de algo muy distinto a una decisión, que no tenía gran relación con su libre arbitrio. Nunca le había pasado algo semejante. Una presión irresistible, he aquí precisamente lo que era; ¿existían, pues, esos estados de alma en los cuales nunca había creído en realidad y que en el fondo consideró siempre como argucias de abogado para paralizar el brazo de la justicia e introducidas por fraude en el código para halagar la semiciencia de los profanos? El hechizo había comenzado por la palabra Maurizius, que de pronto encontrara en el papel, escrita por él, no sabía cómo. Cuando dio la orden al jefe del servicio de archivos, apenas se atrevió a mirarlo de frente, pensando que la gente leería necesariamente en su cara; sufría por obrar bajo el imperio de esa presión persistente, como si se sintiese atacado por una desconocida enfermedad del sistema nervioso, y estaba avergonzado como si hubiese tenido conciencia de entregarse a cierta bacanal secreta.

Lo que experimentaba durante la lectura no era menos extraño. Su memoria no había conservado más que el esquema rudimentario de los hechos y el recuerdo de la posición que tomó entonces. Todos los detalles se habían borrado. El antagonismo de los destinos aparecía al principio difícilmente inteligible; el desenvolvimiento, la explosión de las pasiones tenían tales proporciones que podía creerse verlas a través de un largavista; los hombres parecían cadáveres; sus motivos, sus actos, sus justificaciones, afirmaciones, acusaciones, explicaciones, subterfugios, observaciones tenían igualmente algo de descompuesto, de rancio, de asqueroso, de amorfo y vulgar. Sí, todo eso era de una vulgaridad desesperante; las deposiciones de los sirvientes, de los encargados de encender los faroles, de los armeros, de los policías, de los empleados ferroviarios, de los porteros de hotel, de los floristas, de las dueñas de pensión, de peluqueros, cocheros e incluso las de los médicos, profesores, mujeres de profesores, estudiantes, comerciantes, industriales, barones y condes, un ejército de testigos, una ola de informes, rumores, interrogatorios, acusaciones, testimonios, averiguaciones, documentos y corpora delicti de estupideces y esfuerzos, de sufrimientos humanos, de abyecciones y debilidad humanas, habiendo perdido calor y vida y así conservados en esa montaña de papel. Examinarla era un trabajo menos fructuoso que el del anatomista que cataloga una colección de preparados en alcohol. Sin embargo, el señor de Andergast era experto en la materia. Sabía de antemano que no tenía nada de divertido penetrar en esas catacumbas y que la paciencia era sometida a ruda prueba, pero ejercitar la paciencia era su destino y el goce de un placer cualquiera no tenía lugar en su vida. Comenzó separando lo esencial de lo accesorio, aislando del caos que lo envolvía los caracteres principales. Siempre se habían producido buena cantidad de murmullos, de protestas por el veredicto que castigó al criminal, y no sólo partían de los negadores habituales; pues no sólo los espíritus embrollones, los enemigos del orden se habían atrevido a hablar de un asesinato jurídico y a manifestar dudas acerca del procedimiento, acerca de la culpabilidad del condenado, sino que también gente más responsable expresó inquietud, y hasta en los últimos años aún se hacían oír voces que reclamaban una revisión del proceso. Pero nada podía justificarlas, ni vicios de fondo ni vicios de forma. El señor de Andergast había negado su apoyo, seis años antes, a una de esas demandas; lo recordaba bien. Cuanto más se entregaba a la lectura de las piezas, más se precisaban en su recuerdo los contornos del proceso, como si se hubiese barrido la capa de moho que los cubría, no sólo en la carpeta de los legajos, sino también en su cerebro.

Sólo que esto no se producía de golpe, sino poco a poco. Una noche, muy tarde, el personaje de Leonardo Maurizius, silueta y rostro, se hizo súbitamente presente en su pensamiento. Había cerrado el legajo y se paseaba por el cuarto, fumando un cigarrillo. Tenía aspecto de cansancio; en torno a sus ojos agrandábase un círculo oscuro. Pero a menudo el espíritu fatigado, que acaba de sacudir el servilismo de los fines inmediatos, produce sin esfuerzo lo que no daría nunca permaneciendo esclavo.

De pronto volvió a ver delante suyo, en el banquillo, al joven tal como era dieciocho años antes. Un bello mozo, ciertamente, de buen aspecto, elegante: cuando permanecía sentado, con las piernas cruzadas, se veían por encima del calzado impecable sus medias de seda gris. Por entonces comenzaba para los hombres la moda de usar medias de seda. Los cabellos castaños, ampliamente ondeados, estaban cuidadosamente partidos por una raya; los rasgos del rostro, abiertos, un poco blandos, eran de una movilidad casi femenina; las manos delgadas, desagradablemente pequeñas; toda su persona era una mezcla de hombre mundano con apariencias de artista y de hombre agradable a las mujeres, mimado, caprichoso y egoísta. Nunca abandonaba sus labios bien dibujados y sensuales una sonrisa estereotipada (el señor de Andergast recordaba la aversión que le había inspirado siempre esa boca sonriente, sensual). ¿Por qué? Dos misterios parecían encontrarse, el abismo de dos almas impenetrables entre sí. Aquí yacía sin duda la causa de esa aversión. Contrastando con esa boca, los ojos castaños, cuya expresiva belleza era apagada por un pestañeo frecuente, tenían aires de desafío resuelto y al mismo tiempo una tristeza que surgía de inaccesibles profundidades. Estaba allí; cinco minutos antes, el señor de Andergast no habría podido decir cómo era, cómo se comportaba y presentaba, y ahora estaba dibujado delante suyo en sus menores detalles y la precisión minuciosa de la imagen casi lo espantaba. Deseaba deshacerse de ella, sus ojos se desviaban de ella como de un espectáculo inconveniente; pero la imagen era tenaz; la voluntad sola, parecía, no bastaba para expulsarla, y para lograrlo, era necesario otra imagen más verdadera e impresionante aún. Y esta segunda imagen apareció: la imagen de Etzel.

En todas las etapas del trabajo al cual se entregó el señor de Andergast para observar las piezas del proceso Maurizius, la imagen de Etzel fue mezclándose a la materia caótica y confusa que, poco a poco, se deslucía de un pantano helado; proyectaba sobre el asunto una luz creciente y obligaba al espíritu, y sin piedad, a volverse hacia ella. Es difícil explicar cómo se producía tal hecho en un hombre que nada tenía de visionario, cuyo poder de adivinación era igual a cero y en quien se habrían hallado tan pocas disposiciones metafísicas como en una rotativa que, por lo demás, funciona admirablemente. No lo dudemos: esas repetidas meditaciones sobre la huida de Etzel, sobre su ausencia y las causas que la habían motivado, obraron sobre el señor de Andergast cuando —contra su voluntad e incluso con el sentimiento de que perdía su tiempo— hizo buscar el legajo Maurizius, sepultado en el olvido de los archivos. Lo que hasta entonces le había dado mucho que hacer, era su vanidad herida, llamárase ella —en las más altas regiones de la conciencia— dignidad, autoridad, responsabilidad paternal, prestigio, o bien —en los repliegues secretos del alma humillante sentimiento de una regresión, esperanza destruida, renunciamiento impotente de la propia energía. Pero aun cuando se cuidaba de dejarse arrastrar hacia estas últimas impresiones, y las negase deliberadamente ante su orgullo, sin embargo sufría con ellas como con una indisposición física a la que uno no se atreve a curar por temor a descubrir un mal más profundo. Mientras se esforzaba en derivar su pensamiento hacia las circunstancias externas, precisamente éstas hacíansele una tortura. ¡Un muchacho de dieciséis años librado a un mundo que desconocía! ¿Qué defensa opondría a los peligros cotidianos, a las insinuaciones brutales, a esa montaña de basura y delitos, a todas las influencias que podrían ejercerse sobre él, a los actos que podrían llevarlo a cometer? Eran su porvenir, su nombre, su honor, su salud y, finalmente, también su vida, los que se jugaban. ¡Y para esto se ha rodeado de solicitud a un niño, se le ha preparado una existencia de acuerdo con su rango y por medidas maduramente reflexionadas se le ha substraído a la desvergüenza general!; y de pronto golpea la mano que lo conduce, se hace objeto de averiguaciones policiales, carga con la reprobación social, vaga por el mundo con el estigma del desertor y el aventurero. La gravedad de este caso supera a las posibilidades de toda imaginación. «He cumplido con mi deber», se dice el señor de Andergast, y reconociendo lo injusta que ha sido la suerte con él, un repliegue de desprecio amargo se ahonda alrededor de sus labios: «Fui para él un leal consejero, satisfice todas sus necesidades, nunca dejé de cuidar y respetar su personalidad; le acordé la libertad necesaria. ¿De qué podía quejarse? En toda dificultad seria podía dirigirse tranquilamente a mí. Debía hacerlo por conveniencia. ¿Y yo le habría reprochado su falta de madurez? ¿Yo oprimí su juventud? ¿Yo? La verdad es que desperdicié demasiado solicitud y conciencia en pro de un mal sujeto. Hay una tara moral en su carácter, que heredó de su madre. Era de temerlo. A pesar de toda mi vigilancia, no puede extirpar el veneno; la naturaleza ha sido más fuerte que yo».

En esa alternativa de acusación y defensa personales, de miradas retrospectivas que penetran cruelmente en su pasado y de siniestras previsiones, su alma iba ensombreciéndose más y más. Si hubiese tenido un amigo (admitiendo que un hombre como él fuera capaz de cultivar una amistad, para lo que era tan poco apto como un eunuco para engendrar), habría salido en su busca y tratado de decírselo todo y acaso ello le hubiese dado algún consuelo. Pero no tenía a nadie.

La persona que necesitaba no existía. Se encuentra tan solo entre el medio millón de habitantes de esa ciudad como una canoa en mitad del océano. Por primera vez lo nota.

Cuando penetra en un camino que lo libra de sí mismo durante una hora, que lo libera insuficientemente, pues nunca puede libertarse por completo, ese camino conduce —en raras ocasiones es cierto, y siempre de noche— en una dirección totalmente distinta.