Viernes, 29 de marzo

 

 

 

 

Quedan nueve días

 

Me dejo caer en la silla de clase justo cuando suena el timbre y tiro la mochila debajo del pupitre. Tyler me hace un gesto de asentimiento con la cabeza. Últimamente siempre lo hace, como si creyera que, desde que fuimos al zoológico, somos amigos íntimos o algo así. Imagino los chismorreos que esto generará entre mis compañeros de clase.

El señor Scott ha escrito «Einstein» a toda prisa con un rotulador azul en la pizarra blanca. Va dando golpecitos con su borrador sobre ella a la espera de que nos callemos.

—Buenos días, buenos días.

Algunas personas mascullan una respuesta. Yo permanezco en silencio.

—Hoy quiero que descansemos de las matemáticas y las ecuaciones y nos tomemos un tiempo para hablar sobre la teoría. Será nuestro viernes de relax.

La clase protesta, el señor Scott se vuelve hacia la pizarra y garabatea: «La teoría especial de la relatividad».

—Levantad la mano si ya habéis oído hablar de esta teoría. —Vuelve a tamborilear sobre la pizarra mientras algunos compañeros levantan la mano.

Evidentemente ya he oído hablar de la teoría. Todo el mundo sabe quién es Einstein. Apuesto a que incluso Mike reconocería a Einstein en una rueda de identificación. Me suena su contenido, pero no pienso presentarme voluntaria; odio hablar en clase.

El señor Scott señala a Melanie Taylor. Creo que ella ni siquiera ha levantado la mano.

—¿Quieres explicársela a todo el mundo?

Sus mejillas redondeadas se ruborizan.

—Bueno… No sé mucho sobre eso… —Juguetea con uno de los chabacanos botones de latón de su rebeca—. Pero sí que he oído hablar de Einstein. Como todo el mundo, ¿no? Era un genio con el pelo alborotado.

¿Lo veis? Todo el mundo conoce a Einstein. Incluso Melanie Taylor.

—Bien —contesta el señor Scott con parsimonia—. ¿Alguien más? —Pasea la mirada por el aula y me señala. Yo no estoy levantando la mano. No sé qué pretende—. Aysel —dice—, ¿sabes algo de la teoría?

Me encojo de hombros y niego con la cabeza. Es una combinación de movimientos que me da un ligero aspecto de estar bailando; es el baile de «No lo sé y, por favor, por favor, no me obligue a responder».

—Venga, vamos. Estoy seguro de que sabes algo. Teniendo en cuenta la nota que sacaste en el último examen, la física parece una asignatura de tu interés.

Algunos compañeros empiezan a silbar y hacer estúpidos ruiditos de abucheo.

Jamás he comprendido por qué los profesores creen que decir en voz alta que alguien ha sacado buena nota en un examen contribuye a mejorar su vida social. Además, la nota que saqué en la última prueba solo demuestra que he sido capaz de aprender lo que me ha enseñado el señor Scott, no que sepa otras cosas.

—Vamos, Aysel —insiste—. No te cortes.

«Lo que quiero es cortarle el cuello a usted», pienso con resentimiento y tamborileo con los dedos sobre el pupitre. Menos mal que no lo he dicho en voz alta. Stacy Jenkins y su cuadrilla se habrían vuelto locas. El simple hecho de haberlo pensado me asusta y deseo poder retirarlo, borrarlo.

—Aysel —insiste, y percibo desesperación en su voz.

Casi siento lástima por el señor Scott. Su vida debe de ser un asco si yo soy la estudiante de la que depende para sentirse realizado. Me gustaría decirle que debe depositar sus esperanzas en otra persona, que yo soy un caballo perdedor. Me pregunto qué término tiene la física para definir algo así. Ya sé, son las estrellas muertas. Sin embargo, esos cuerpos fueron estrellas antes de morir.

Y su extinción generó una supernova; su muerte atrajo la atención. Mi muerte no será considerada una supernova. Nadie estará presente para ver cómo la energía abandona mi cuerpo. Salvo Roman, aunque dudo que él se fije mucho en mí.

—Aysel —insiste el profesor. Es como si creyera que alguna palabra mágica va a salir de mi boca y a convertirme en la chica que conoce la respuesta.

El señor Scott y yo competimos en un concurso de miradas. Él no parpadea. Al final claudico.

—¿Tiene algo que ver con que no siempre podemos fiarnos de cómo percibimos las cosas? ¿Con que la mente humana es demasiado lenta para asimilar bien las cosas rápidas?

—¿Las cosas rápidas? —El profesor hace girar la muñeca en el aire para indicarme que siga hablando.

—Como la velocidad de la luz. ¿No tiene algo que ver con la velocidad de la luz? Creo que la teoría especial de la relatividad tiene que ver con la luz. Luego está esa otra teoría que se le ocurrió a Einstein…

—La teoría general de la relatividad —añade el señor Scott.

—Sí. Y esa es la que incluye la gravedad en la ecuación.

—Perfecto. —El señor Scott me dedica un gesto supercursi de felicitación levantando el pulgar, y yo solo quiero que me trague la tierra.

En momentos así siempre me da la sensación de tener la piel translúcida, como si todo el mundo pudiera ver a través de ella, pudiera ver mi interior, vacío y oscuro.

—Has dado en el clavo, Aysel. Bravo. —Sonríe de oreja a oreja como si ignorase por completo lo incómoda que me resulta esta situación.

Tiro de la manga de mi camiseta a rayas y miro hacia la pizarra. El señor Scott sigue explicando que Einstein revolucionó la física con su teoría. Nos da una explicación básica de la teoría especial de la relatividad. Explica que nada viaja más rápido que la luz y que la luz siempre se mide a la misma velocidad, sin importar lo rápido que uno se mueva ni en qué dirección lo haga. Es decir: la velocidad de la luz es constante. Nunca podemos viajar más rápido que la luz y no tenemos forma de reducir la velocidad a la que ella viaja.

El tiempo no es constante. Al menos no según nuestro concepto humano del tiempo. Einstein estableció la teoría de que, cuanto más deprisa nos movemos, más lenta es nuestra percepción del paso del tiempo. De todas formas, los relojes siguen marcando la hora a la misma velocidad; sin embargo, todo depende de la percepción del observador.

Supongo que casi todo en esta vida depende de la percepción del observador.

El señor Scott dice:

—¿Y sabéis que Einstein tiene una frase bastante conocida sobre la relatividad? ¿Alguien la conoce?

La clase se queda muda.

El señor Scott levanta el rotulador y empieza a escribir en la pizarra. En cuanto ha terminado, lee en voz alta lo que ha garabateado.

—Pon la mano sobre una estufa caliente durante un minuto y te parecerá una hora. Siéntate junto a una chica guapa durante una hora y te parecerá un minuto. Eso es la relatividad.

Presiono el lápiz contra una hoja del cuaderno y hago borrones de grafito por todos lados. Me pregunto si la teoría de la relatividad de Einstein es cierta. Desde que he conocido a Roman y hemos planeado lo de saltar al vacío en Crestville Pointe, el tiempo ha pasado volando.

Quiero pensar que ese cambio no tiene nada que ver con Roman. Que quizá el tiempo pasa más deprisa cuando llegas al final. Parece lógico. Como sé que queda menos para que mi vida se acabe, tengo menos prisa.

Últimamente lo hago todo más despacio, como masticar bien las barritas de cereales para poder saborear de verdad las pepitas de chocolate. Y dejo reposar el zumo de naranja en el fondo de la garganta para asegurarme de disfrutar del sabor agridulce del cítrico. A lo mejor Einstein tenía razón. A lo mejor, como ahora me muevo más despacio, el tiempo pasa más deprisa. A lo mejor, esa es la forma en que funciona el universo y no tiene nada que ver, nada, ni con Roman ni con el hecho de que conocerlo haya cambiado mi punto de vista.

Aunque, para ser sincera…, no lo sé, no lo sé. Es que no lo sé.

El timbre suena mientras el señor Scott está diciendo que no nos dará deberes para el fin de semana. La clase rompe a aplaudir y yo intento ocultar mi decepción. Disfruto con los problemas prácticos. Son mi excusa para hacer algo a las dos de la madrugada, cuando la casa se encuentra en silencio y a oscuras, y Georgia está frita y roncando ligeramente. Los problemas prácticos me hacen sentirme menos sola. Es curioso que calcular la atracción gravitacional de un objeto aleatorio pueda hacer que te sientas con los pies en la tierra.

Me levanto del pupitre y guardo el cuaderno de física en la mochila. Estoy a punto de salir pitando de clase cuando veo que el señor Scott se acerca.

—Aysel —dice—, espera.

Vuelvo a sentarme en la silla y levanto la vista para mirarlo.

Me planta un folleto de papel satinado en las narices.

—La Universidad de Kentucky patrocina un programa de verano de dos semanas para los estudiantes interesados en ciencias. —Coge la silla del pupitre que está delante del mío y la coloca para sentarse frente a mí. Abre el folleto y señala el texto de la tercera página—. Habrá un programa especial de física. Creo que te encantaría.

Inspiro con fuerza. No puedo decirle al señor Scott que no podré ir a ese curso de verano porque no estaré viva.

—Tengo que trabajar en verano.

Frunce los labios con una simpática sonrisa. Jamás me había fijado en lo negros y bondadosos que son sus ojos; me recuerdan a los de un caballo. A lo mejor me he equivocado con el señor Scott. A lo mejor es profesor por vocación. A lo mejor es una de esas personas nacidas para atender a los demás.

—Si te admiten, no tendrás que preocuparte por el dinero. Te conceden una beca que cubre la matrícula, y el alojamiento y la comida durante las dos semanas. —Me acerca más el folleto—. Creo que sería una experiencia maravillosa para ti, Aysel.

Cojo el folleto y lo oculto en las profundidades de mi mochila. Le digo que me plantearé presentar la solicitud y le doy las gracias por haber pensado en mí. Más tarde, en clase de matemáticas, saco el folleto y paso los dedos por las tersas fotografías. Pienso en todas las experiencias supuestamente maravillosas que voy a perderme; pienso en la relatividad a la hora de definir qué es maravilloso.

Mi corazón en los días grises
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