Martes, 26 de marzo

 

 

 

 

Quedan doce días

 

Salgo del trabajo antes de tiempo y conduzco todo lo rápido que puedo. Planeo llegar a casa la primera y antes de cenar para registrar el despacho. Si mi madre ha guardado algo relacionado con mi padre, lo encontraré allí.

Abro la puerta y me quedo en el recibidor un instante, aguantando la respiración, con la esperanza de ser la única que está en casa.

—¿Hola? —Oigo decir a Mike.

—Mike, soy yo —respondo en voz baja, porque no quiero que nadie más sepa que he llegado, si es que hay alguien con él.

—¡¿Qué hay para cenar?! —Habla tan alto que casi se estremece la casa. El pequeño ha heredado las cuerdas vocales de Steve. Si no lo quisiera tanto, me molestaría. Pero no logro sentirme molesta con Mike.

—No lo sé, Mikey. Mamá llegará pronto a casa. Se lo preguntas a ella, ¿vale?

—Vale —responde—. ¿Quieres venir a jugar una partida de FIFA conmigo?

Tuerzo la boca para reprimir las ganas de sonreír.

—Quizá más tarde. Tengo muchos deberes.

—Vale. —Percibo la decepción en su voz.

Hago todo lo posible por no obsesionarme con eso y centrarme en la misión que tengo entre manos: fisgar entre las cosas de mamá. Recorro el angosto pasillo y doblo la esquina para entrar en el estudio. Está lleno hasta los topes, es poco más grande que un armario. Salto por encima de un par de cajas para situarme detrás del destartalado escritorio de plástico.

Alargo el cuello para mirar bien dentro de las cajas que están en las baldas más altas de la estantería. Si conozco a mi madre, lo que es realmente cuestionable, habrá guardado los trapos sucios de la familia en el lugar más inaccesible.

De pie, subida a la silla del ordenador, llego a una de las cajas de cartón llena de carpetas de cartulina marrón. El asiento empieza a girar. Al estirar los dedos para poder alcanzar lo que quiero, pierdo el equilibrio y se me caen dos cajas y algunos libros al suelo.

Me caigo de la silla, doy un golpe seco contra el suelo y pongo las palmas de las manos sobre la vieja carpeta para amortiguar la caída. Me arden las muñecas y veo papeles desparramados por la moqueta. «¡Joder!»

—¿Aysel?

Levanto la vista y veo a Mike de pie frente a mí. «¡Joder y más joder!»

Lleva el mando del videojuego en la mano, pegado al pecho y está boquiabierto.

—¿Estás bien?

—Sí, siento lo del ruido. —Agito las manos en dirección a los papeles desparramados—. He perdido el equilibrio.

Entrecierra los ojos.

—¿Qué estás buscando?

Me pongo de rodillas como puedo y empiezo a recoger los papeles y a meterlos desordenadamente en las cajas. «Adiós al despacho organizado de mamá.» Me llama la atención uno de los documentos. Es un viejo informe mío, de cuando iba a cuarto. Lo cojo y paso los dedos por el fino papel. Me sorprende que mi madre lo haya conservado.

—Aysel —dice Mike con un volumen cada vez más alto—, ¿por qué estás rebuscando entre las cosas de mamá?

Levanto el viejo informe.

—Ah, lo siento. Yo…, esto… Estaba buscando algunas cosas viejas mías, cosas del colegio. Ya sabes, notas del cole y cosas así.

—¿Por qué no paras de decir «lo siento»? —Se pasa el mando del videojuego a la mano izquierda y se pasa la mano derecha por el pelo rubio ondulado. Siempre se toca el pelo cuando está nervioso o incómodo.

Hago todo lo posible por poner expresión de alegría.

—Porque te he asustado.

Me sonríe enseñando los dientes.

—No me has asustado.

Me obligo a sonreír.

—Oye, ¿por qué no vuelves arriba?

Frunce el ceño.

—¿No puedo ayudarte a buscar?

—Creo que mamá se enfadará si te dejo jugar aquí.

Hace pucheros.

—No estaré jugando, estaré ayudándote.

—Ya lo sé, pero no le gusta que estés aquí dentro.

Suelta un suspiro.

—Está bien.

Mientras se aleja, le digo:

—Oye, Mike, ¿puedes hacerme un favor?

—Depende. ¿Qué quieres?

—No le digas a mamá que estaba aquí.

—¿Es una especie de secreto? —pregunta, emocionado.

—Sí, nuestro secreto.

—¡Guay! ¿Subirás a jugar conmigo luego?

Digo que sí con la cabeza y mucho entusiasmo. Me hago daño en el cuello. No estoy acostumbrada a moverla tan deprisa.

—Desde luego.

En cuanto se marcha, vuelvo a rebuscar entre los papeles. Encuentro toda clase de cosas. Viejas felicitaciones de cumpleaños, facturas, resguardos del banco. Podría pensar que es un verdadero caos de papeles, pero seguramente me he cargado el sistema en el que estaban organizados al tirar las cajas sin querer.

Estoy a punto de desistir en mi búsqueda cuando me topo con un sobre. Está vacío, pero la dirección del remite llama mi atención: Institución Penitenciaria McGreavy. Tiene que estar relacionado con mi padre. «Institución Penitenciaria McGreavy, ahí está.» Estoy a cuatro patas, mirando por todas partes, buscando la correspondiente carta, cuando oigo que se abre la puerta.

—¡¿Hola?! —oigo que brama Mike.

—Soy yo, cariño —oigo que responde mamá.

Rápidamente termino de meter todos los papeles sueltos en las cajas. Estoy a punto de intentar recolocarlas en su sitio cuando oigo unos pasos a mi espalda.

—Aysel, ¿qué haces aquí?

Me vuelvo y me encuentro a mi madre de frente. Lleva el uniforme del trabajo: un polo rojo y pantalones de pinzas caquis. O deberían ser de pinzas. Los suyos están arrugados y empiezan a deshilacharse. Me fijo en que sus zapatos son viejos, con la piel llena de rasguños. A lo mejor cuando yo haya muerto y haya una hija menos de la que preocuparse, podrá reducir su jornada. O como mínimo podrá permitirse unos zapatos nuevos.

—Busco algo que necesito para las solicitudes de plaza en las universidades.

La cara de mi madre me revuelve el estómago. Tiene una expresión cálida, llena de sorpresa y esperanza.

—¿De veras?

—Sí, debo comprobar si saqué un sobresaliente o un notable en biología de primero. —Aprieta los labios como si dudara, por eso sigo hablando—: Ya sabes, según lo que sea, según mis notas, decidirán en qué universidades debo presentar la solicitud.

Me mira con mucha intensidad y se lleva los dedos a la boca.

—¿No hay nadie en el instituto que te pueda ayudar con eso?

—Sí, pero soy demasiado impaciente para esperar. —La mentira hace que note la lengua como hinchada cuando veo que el rostro de mi madre vuelve a iluminarse.

—Bueno, ¿has encontrado lo que buscabas? —Echa un vistazo a las cajas como si supiera que su contenido está revuelto.

—Sí. —Me coloco delante de ellas para que no las vea y me balanceo sobre los talones—. Siento haberlas tirado. Volveré a ponerlas en la estantería.

Ella niega con la cabeza.

—No. Podrías hacerte daño. Ya le diré a Steve que las suba cuando llegue a casa.

Se queda en el umbral de la puerta y sé que está esperando a que salga con ella. Voy con ella al pasillo y apaga la luz del despacho. Caminamos en silencio hasta la cocina, y luego me disculpo y digo que voy a subir.

En cuanto estoy en mi cuarto, me tiro sobre la cama e intento borrar de mi mente la imagen de mi madre con esa expresión animada y esperanzada. Me tapo la cara con la colcha y me hundo en el colchón. Me coloco las manos sobre el vientre y obligo a la babosa negra a que me recuerde que mi madre estará mejor cuando yo me haya ido; que se sentirá más segura; que, al fin y al cabo, lo que ocurra el 7 de abril será lo mejor para ella.

Que será lo mejor para todo el mundo. Sobre todo para mí.

Mi corazón en los días grises
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