MELPÓMENE

Hermann y Dorotea

CAMINABAN los dos cara al sol, que corría a su crepúsculo entre grandes nubes anunciadoras de tempestad. De cuando en cuando, la faz encendida del astro se ocultaba o salía de entre los espesos nubarrones y proyectaba sobre los campos una claridad vaporosa.

—Ojalá que la tempestad que amenaza —dijo Hermann— no nos traiga granizo ni fuertes aguaceros, pues la cosecha se anuncia magnífica.

¡Y qué hermosura ofrecía! Seguían el sendero junto a los campos y contemplaban extasiados la campiña con sus trigales que se agitaban balanceados por el viento y cuyas espigas llegaban casi a una altura igual a la de sus cabezas.

—¡Oh! —dijo Dorotea—. A usted le deberé el disfrutar pronto de una vida apacible, segura, y de la protección de un techo, mientras tantos fugitivos están expuestos todavía a las inclemencias del tiempo y a los rigores de la tempestad. Deseo conocer —antes de hallarme en presencia suya— cómo son sus padres, pues aunque estoy dispuesta a serviles de todo corazón y con el mayor interés, me conviene tener detalles de su carácter, ya que cuando se conoce al amo es más fácil complacerle en aquellas cosas que considera como más importantes o por las que siente mayor inclinación. Dígame el mejor medio para ganarme la voluntad de sus padres.

—¡Ah —respondió Hermann—, no sabes cuánto agradezco tu interés en querer conocer de antemano su carácter! Pues bien; en cuanto a mi padre, te diré que yo mismo apenas si consigo tenerlo contento, y eso que cuido, desde muy joven, todo lo suyo como si fuera cosa mía: trabajo los campos, la viña y la huerta, y vigilo y atiendo su cultivo durante todo el día. En cuanto a mi madre, ya es más fácil contentarla; así como reconoce mi celo, también te considerará como la más perfecta de las muchachas si ve que atiendes nuestra casa como si fuera la tuya. No ocurre lo mismo con mi padre: le agrada que a los actos y servicios se añadan ciertas ostentaciones que le halaguen. No tomes a mal que te hable de mi padre en esa forma, ni me consideres injusto ni desnaturalizado. Te juro que eres la primera persona a quien he hablado de él en estos términos antes de hoy; me inspiras tanta confianza que no temo expansionarme contigo ni expresar sin reserva de ninguna clase. No es que le falta bondad; pero le halagan los cumplidos y las apariencias en el trato con la gente; existen pruebas exteriores de amor y de adhesión, y es de aquellos que se entregarían y se dejarían engañar por un criado de mala fe, pero listo en cultivar su flaqueza, mientras, en cambio, es capaz de mostrarse duro y sentir aversión por el mejor de sus servidores si descuida atender estos rasgos de su carácter.

—Tengo plena confianza —respondió la muchacha con alegría y alargando el paso por el sendero que se oscurecía— en contentar a uno y a otra. El carácter de tu madre es perfectamente igual al mío, y por lo que se refiere a las maneras agradables, las conozco desde mi infancia. Nuestros vecinos los franceses antes concedían mucha importancia a la cortesía: a nobles, burgueses y campesinos les era cosa propia y natural y la inculcaban a sus hijos. A ellos debemos nuestra costumbre de niños de dar por las mañanas los buenos días a los padres, besar sus manos, y hacerles una reverencia. Cuanto he aprendido, desde mi infancia, en buena educación y mejores costumbres, además de lo que me inspire mi corazón, voy a consagrarlo a fin de complacer a tus padres. Y ahora sólo me falta saber cómo quieres ser tratado tú, que eres su hijo único y, por lo tanto, también mi señor.

Hablando de esta forma, habían llegado junto al peral. La luna, en toda plenitud, resplandecía en su claridad en lo alto de la bóveda celeste, pues la noche era llegada y con su velo había apagado los últimos rayos del sol. Sus miradas contemplaban las dos grandes masas que se tocaban: por una parte una claridad tan viva como la del día y por la otra las sombras de la noche. Hermann sintió inefable alegría al oír la pregunta de Dorotea, precisamente al pie del árbol que le era tan querido y bajo cuyo follaje hoy mismo había llorado a causa de ella.

A fin de descansar unos momentos, se sentaron uno junto a otro, y Hermann, cogiendo amoroso la mano de Dorotea, le dijo:

—Tu corazón debe decírtelo, y sigue libremente sus dictados.

Pero no se atrevió a decir una palabra más, a pesar de que la ocasión era tan propicia. Aparte el temor a una negativa, se había turbado al sentir en sus dedos el anillo de oro de Dorotea.

Y siguieron silenciosos uno junto a otro, hasta que la muchacha dijo:

—¡Cuánta dulzura inspira esta admirable claridad de la luna! Casi parece de día. Distingo los edificios de la ciudad y los patios y corrales. De esta casa más próxima veo tan perfectamente la ventana de debajo de su tejado que creo podría llegar a contar sus cristales.

—Esa casa que ves —dijo Hermann— es la nuestra. Allí es donde te acompaño y esa ventana de debajo del tejado es la de mi cuarto, que tal vez pronto será el tuyo…, pues a no mucho tardar haremos reformas. Estos campos nos pertenecen, los trigales, como ves, ya están maduros y mañana empezaremos a segar; aquí, bajo este peral, descansaremos y comeremos. Pero descendamos aprisa por la viña y crucemos la huerta, pues se aproxima la tempestad. Relampaguea y muy pronto las nubes taparán la luz de la luna.

Se levantaron y descendieron, hechizados, bajo la pálida luz del astro nocturno, por entre los trigos pletóricos. Cuando llegaron al viñedo los envolvía la oscuridad. Hermann condujo a la muchacha por los escalones desiguales formados con troncos de árboles. Ella descendía despacio, apoyando sus manos en el hombro de su guía. La luna todavía les enviaba de cuando en cuando algún pálido fulgor; pero, envuelta muy pronto por el nublado tempestuoso, dejó a la pareja entre tinieblas.

Hermann sostenía a Dorotea con cuidado mientras ella se reclinaba sobre él a fin de asegurar sus pasos, pero como desconocía el sendero y lo desigual del terreno y sus piedras, puso el pie en falso y sintióse próxima a caer. Dándose cuenta de ello, Hermann se volvió hacia Dorotea con los brazos extendidos y la sostuvo. A causa de este movimiento cayó dulcemente sobre su hombro y se juntaron sus pechos y sus mejillas. Inmóvil como un mármol, contenido por el imperio de su voluntad, no la oprimió contra sí en un fuerte abrazo, sino que se afirmó en el suelo para sostenerla mejor. Cargando con tan estimado peso, sentía los latidos del corazón de la amada y el hálito de su boca, y sostenía con fuerza viril la hermosa criatura tan bella de rostro como agraciada de cuerpo.

Ella disimuló el dolor que sentía en el pie y dijo risueña a Hermann:

—Es signo de mal augurio, según dice la gente de experiencia, torcerse el pie al entrar en una casa. Francamente, me creía merecer un presagio mejor. Detengámonos un rato a fin de que pueda reponerme; así tus padres no podrán hacerte reproches por traerles una sirvienta que empieza sus servicios cojeando.