TERPSÍCORE

Hermann

A que el joven Hermann, de gallarda presencia, apareció en la habitación, el cura fijó en él su mirada penetrante, y después de considerar su porte con la habitual sagacidad del buen observador que sabe leer en las fisonomías ajenas, le sonrió y le dijo en tono amistoso:

—Nunca te había visto tan satisfecho como hoy. Jamás me has parecido tan vivaracho ni tus ojos han brillado con tanta alegría. Estás contento; claramente se ve el bien que has hecho a los pobres y las bendiciones que en pago has recibido.

—Si mi conducta es loable, lo ignoro —respondió el joven con apacibilidad y muestras de gran prudencia—, pero sí que he seguido los impulsos de mi corazón y voy a contarles lo que me ha ocurrido. Madre, usted se ha entretenido demasiado en rebuscar en los armarios la ropa y los vestidos que me dio. Era ya tarde cuando el paquete quedó listo. El cuidado de preparar el vino, la cerveza y los alimentos le ha llevado excesivo tiempo. Cuando salí de la ciudad y empecé a correr carretera adelante, encontré gran número de nuestros vecinos que ya regresaban, acompañados de sus esposas e hijos. Los fugitivos habían pasado. Redoblé la rapidez de mi carrera y me dirigí hacia el pueblo próximo donde, según me dijeron, pernoctarían.

Seguía el camino pensando en mis propósitos cuando alcanzo un carro sólido, arrastrado por dos bueyes de los más vigorosos que se puedan encontrar en el país vecino. A su lado caminaba con paso firme una joven que llevaba en la mano una vara larga para aguijonear y dirigir a los animales, excitándolos o conteniéndolos según el caso, y guiando el carro con precaución. Así que me ve se acerca confiada a mis caballos y me dice resuelta: «—Nuestra situación no siempre ha sido tan deplorable como la de hoy, ni tengo costumbre de solicitar limosna de un extraño, pues con frecuencia da a disgusto y sólo para desembarazarse del pobre. Pero la necesidad me obliga a esta humillación. En el carro y echada sobre la paja llevo la esposa de un rico hacendado. Acaba de dar a luz; estaba próxima a este trance cuando la recogí y apenas y he podido salvarla gracias a mi carro. Llegaremos más tarde que los demás fugitivos. La infeliz vive por milagro y el recién nacido está desnudo. De nuestros compañeros sólo podemos esperar un escaso recurso, incluso es dudable que los encontraremos en el pueblo próximo, en donde debemos detenernos: temo que hayan proseguido la marcha. Si usted es de este país, y si, por casualidad, puede proporcionarnos ropa blanca, le ruego tenga la bondad de darla a esa desgraciada».

Éstas fueron las palabras de la joven. La madre, pálida y desfalleciente, se había incorporado y me miraba con fijeza. Yo contesté: «—Buenas mujeres, no cabe duda que la divina Providencia nos revela a menudo las necesidades que afligen a nuestros hermanos. Mi madre, como si hubiera adivinado el caso, me ha dado este lío de ropa que servirá para vestir al desnudo».

Y desatando enseguida el paquete he dado a la muchacha, que lo ha agradecido con efusión, la bata de mi padre, las camisas, y las sábanas.

—«El hombre feliz no cree en los milagros. Sólo cuando sobreviene la desgracia se aprende que el dedo de Dios dirige los pasos de las personas bondadosas. Que el Señor os recompense los auxilios que nos habéis dado.»

La madre cogió la ropa y la acariciaba sonriente, sobre todo la suave franela de la bata.

—«Apresurémonos a ir al pueblo —dijo la muchacha— para juntarnos con nuestros compañeros. Allí prepararé vestidos para el niño y cuanto sea necesario.»

Se despidió de mí y me dio las gracias nuevamente. Después arreó a los bueyes y el carro se alejó. Yo vacilaba: tenía en mi mano las riendas de mis caballos y no sabía qué hacer. Por una parte deseaba correr a toda prisa al pueblo vecino para repartir mis provisiones entre los emigrantes, y por otra dudaba en darlas a la muchacha para que ella misma se encargara de distribuirlas. En seguida salí de dudas. Corrí tras ella y no tardé en alcanzarla.

—«Joven —le dije—, mi madre no sólo me ha dado ropa sino también alimentos y bebidas de que traigo buena provisión. He decidido entregártelo todo para que lo distribuyas. Tú lo repartirás con buen tino, en tanto que yo lo haría al azar.»

—«Sí —respondió—, haré buen uso del donativo. Será distribuido entre los más desgraciados y ayudará a socorrer muchas miserias.»

Abrí la caja del coche y saqué los pesados jamones, los panes, las botellas de vino y cerveza. Todo se lo di. Y aún más le hubiera dado, pero el cajón ya estaba vacío. Ella lo colocó todo con cuidado junto a la mujer acostada, y se alejó. Entretanto yo emprendía el camino de regreso.

El vecino, que era hablador y sólo esperaba que Hermann acabara su narración para meter baza, exclamó:

—¡Feliz el hombre que en estos días de emigración y de desorden vive solo en su casa sin el estorbo de la esposa y de los hijos que le rodean temerosos! Ahora me doy cuenta de mi suerte. Por nada del mundo quisiera ser padre de familia ni tener a mi cargo el cuidado de esposa e hijos. Algunas veces he pensado en huir: todo lo tengo a punto. He recogido lo que más estimo: dinero, la antigua vajilla de plata, las cadenas y las sortijas de oro de mi difunta madre, de las cuales nunca he pensado desprenderme. Claro que me vería obligado a sacrificar muchas cosas que serían difíciles de sustituir. Abandonaría con pesar, aunque sean de poco valor, las hierbas y raíces que tanto tiempo he empleado en recoger. Pero si el practicante se quedara en la botica, ya no sentiría abandonarlas. Me bastaría salvar mi persona y mi dinero. Un hombre solo puede huir sin estorbos.

—Vecino —le respondió Hermann en tono convencido—, no pienso como usted ni soy de su opinión. ¿Acaso merece ser estimado el que en los días de dicha o infortunio sólo piensa en sí mismo y no desea compartir sus alegrías o pesares con ninguno de sus semejantes? Por mi parte, hoy más que nunca es cuando me decidiría a casarme, pues gran número de muchachas, por haber quedado huérfanas, necesitan recurrir a la protección de un marido, y todos precisamos, además, del consuelo que la compañía de una buena esposa suele procurar en los pesares.

—Nunca has dicho palabras más sensatas. Me gusta oírte hablar así.

—Tienes razón, hijo mío —añadió la bondadosa madre—. Nosotros te hemos dado el ejemplo. No fue día de dicha el de nuestro matrimonio, sino que escogimos unas tristes circunstancias, y la desgracia fue motivo de nuestra unión. Recuerdo que era un lunes por la mañana, al día siguiente del incendio que destruyó nuestra ciudad. ¡Han pasado veinte años! El desastre ocurrió en domingo. El tiempo era caluroso, el agua escaseaba. Todo el mundo estaba de paseo, vistiendo sus trajes de fiesta. La multitud se había dispersado por los pueblos de los alrededores y llenaba los mesones y cafés. El fuego comenzó en un extremo de la ciudad. En seguida se propagó por toda una calle y de allí a otras. Ardieron las granjas y se quemaron las ricas cosechas: todas las calles estaban dominadas por las llamas, incluso la plaza mayor. Se quemó la casa de mi padre, contigua a ésta, que también ardió: poca cosa pudimos salvar. Pasé la noche en un prado de las afueras, guardando las camas y las cajas. Pero pudo más el sueño y me dormí. La frescura de la mañana me despertó cuando todavía no clareaba. A mi alrededor todo era humo y rescoldo. Paredes y techos derrumbados. Sentí una gran opresión, pero al ver el sol que se levantaba con tanta majestad recobré el valor. Corrí, como si me persiguieran, para ver los restos de nuestra casa y saber si mis gallinas vivían, pues era lo que más quería. ¡Era tan niña todavía! Subí a las ruinas del corral, que aún humeaban, y contemplé la antigua mansión destruida y desierta. Entonces apareciste tú, esposo mío, por el lado opuesto, buscando el caballo que la víspera tenías en el establo. Encontraste vigas ardiendo y escombros, pero ni rastro del animal. Permanecimos uno frente a otro, consternados y mudos. La pared que separaba nuestros corrales había desaparecido. Entonces tú me cogiste de la mano y dijiste:

—¿Por qué has venido, Liseta? Huye, vete corriendo, que vas a quemarte los zapatos. Mira cómo humea el recio cuero de mis botas.

Y llevándome en tus brazos, pasamos a través del corral. La puerta de la casa todavía se sostenía con su bóveda, tal cual hoy día la vemos. Era lo único que quedaba en pie. Me dejaste en el suelo y me besaste, a pesar de mi resistencia. En seguida me dijiste con gravedad y ternura:

—Tu casa está arrasada. Quédate conmigo para ayudarme a reedificar la mía y yo ayudaré a tu padre a levantar la suya.

Confieso que, de primer momento, no te comprendí bien, pero todo se aclaró cuando tu madre vino a hablar con mi padre y concertaron nuestra boda. A pesar de todo, aún hoy recuerdo emocionada y alegre aquellas vigas humeantes y aquella radiante salida del sol. El alba de aquel día desdichado me daba a un esposo, y los primeros tiempos de terrible devastación me dieron el hijo de mi juventud. Así, pues, no puedo menos que alabar, Hermann, tus pensamientos y tus propósitos de casarte. Haces bien en confiar en el porvenir, a pesar de lo cruel de nuestra época y de los estragos y ruinas de la guerra.

—Sí —saltó el padre con gran viveza—. Es una buena determinación. Y lo que tú acabas de contar, esposa mía, es exactamente lo ocurrido. Tal como sucedió, así lo has relatado. Pero las circunstancias, gracias a Dios, han mejorado. No corresponde a todo el mundo comenzar de una misma manera, ni levantar una casa en idéntica forma. Tú y yo, igual a tantos otros, seguimos nuestro camino. Puede considerarse feliz a aquel que hereda la casa paterna levantada por sus mismos padres y ayuda a aumentarla y mejorarla. Los comienzos siempre son difíciles, y el del mesonero como ningún otro. La vida tiene sus necesidades, y más la del comerciante. Los precios aumentan cada día, y precisa mucho ingenio para que el dinero llegue a todo. Por lo tanto, hijo mío, espero que bien pronto nos traerás una esposa y, si posible, provista de buen dote. Eso es lo justo, porque un chico de tus prendas se merece una muchacha acomodada, y nunca está por demás que la niña, por muy agraciada que sea, llegue acompañada de una bien provista cómoda, de un rico ajuar y de cuanto es de utilidad en una casa. No en vano una madre va preparando año tras año las mejores y más finas telas para su hija. No en vano sus padrinos le reservan su platería, y sus padres guardan en el fondo de su cofre el montoncito de onzas de oro; todos estos bienes y presentes contribuirán en su día a su felicidad y a la del novio que se la llave por esposa. Harto sabemos cuán satisfecha está la mujer cuando ve en la casa donde ha entrado a formar parte las camas paradas y el comedor y las habitaciones bien provistas de lo que ella aportó. Muy bien que nos traiga pronto una nuera, pero que esté bien dotada, porque como los hombres suelen ser injustos y el fuego del amor se apaga, el marido acaba despreciando a la mujer indigente que llegó acompañada de la escasez. De hecho, acabará tratándola siempre como una simple sirvienta. Sí, Hermann, me harías feliz la vejez si cuanto antes te decidieras a traerme una nuera y, a ser posible, de nuestro vecindario. Por ejemplo, de esa casa nueva de enfrente. El padre es rico, bien lo sabes. Y cada día lo es más: crece su fábrica y aumentan sus negocios porque es de aquellos que todo lo aciertan. Sólo tiene tres hijas en que repartir su patrimonio. La mayor está comprometida, pero no así la mediana ni la pequeña; tal vez tarden a estarlo, pero si yo me encontrase en tu lugar no esperaría a que nadie se me adelantara: ya habría concertado el casamiento. Así lo hice yo con tu madre.

El muchacho, con mucha discreción, contestó a su padre de la siguiente manera:

—Yo también pensaba como usted y tenía el propósito de elegir entre una de las hijas de nuestro vecino. De pequeños nos criamos juntos y hemos compartido los juegos en la plaza alrededor de la fuente. Más de una vez las protegí de las petulancias de algunos chicos. Pero esos tiempos ya son lejanos. Las muchachas han crecido, ya no juegan en la plaza y más pronto se retraen. Han sido bien educadas, no cabe duda. Cierto día, y sólo para complacer a usted, me decidí a visitarlas, pero no me encontré a gusto a su lado, pues sólo me hacían reproches que tuve que soportar a pesar mío: que mi traje me venía ancho, que si el paño era basto, que si el color…, que si mi pelo estaba mal cortado… Hasta que un día se me ocurrió acicalarme como un hortera, de aquellos que en los días festivos mariposean a su lado. Pero de nada me sirvió, al contrario. Se mofaron de mí. Me dolió vivamente porque en verdad sentía afecto por ellas, sobre todo por Mina, la más joven. El día de Pascua volví a su lado y aquél fue mi último intento. Me puse el traje nuevo, el que está bien guardado en el armario. Iba bien peinado. En nada desentonaba de los demás muchachos. Cuando entré reían. Temí que fuera por mi causa. Mina estaba sentada al clavecino y a su lado tenía a su padre atento al canto y a la música, disfrutando entusiasmado. De lo que cantaba poca cosa entendí: se refería mucho a Mina y a Tanino. Al acabar el canto pedí detalles del texto y de los dos personajes. Nadie me contestó, pero todos rieron. Por fin el padre me dijo: «—Por lo visto, muchacho, sólo conocen a Adán y Eva…». Entonces nadie pudo contenerse y todos lanzaron grandes carcajadas. El padre se apretaba los ijares. Yo me sentí avergonzado; dejé caer el sombrero, y redoblaron las risas. Y así continuaron entre cantos y música. Confuso y molesto volvíme a casa; encerré el traje en el armario, deshice mi peinado y juré no volver nunca más al lado de nuestras vecinas. Así lo he cumplido. Son presumidas y no me aprecian. Cuando hablan de mí me llaman Tanino.

—Hijo mío —dijo la madre—, debes tener en cuenta que son muy jóvenes. Sigue tratándolas y no te violentes. Mina es una buena muchacha y te aprecia. Hace pocos días me pidió noticias tuyas. Decídete.

—No sé —replicó el muchacho, indeciso—; la herida penetró tan adentro que mucho temo me fuere imposible soportar de nuevo verla sentada al clavecino y escuchar sus canciones.

Entonces el padre replicó iracundo y colérico.

—Nada puedo esperar de ti, hijo mío. Hace tiempo insisto en lo mismo; pero tú sólo piensas en los caballos y en la labranza, como si fueras un mozo cualquiera. Y no es eso lo que yo quiero. Bien que seas apto para la casa, pero aún mejor que pudiera enorgullecerme de ti ante los demás vecinos. Las esperanzas puestas en ti, y que tu madre compartía no se han realizado. En la escuela te costó mucho aprender a leer y a escribir y siempre fuiste el último de la clase. Ahora lo veo muy claro, y a todos los que no tiene el sentido de la emulación, para levantarse por encima de los demás, les pasa lo mismo. Si mi padre hubiera sido para mí lo que yo he sido para mi hijo, y me hubiera pagado buenos estudios, te aseguro que en lugar de encontrarme en El León de Oro pudieras considerarme en el desempeño de otros cargos.

Hermann, volviéndose de espaldas, se encaminó en silencio hacia la puerta. Su padre le gritó indignado:

—Sí, ¡vete, vete! Nos conocemos de tiempo: tu ideal es seguir tu voluntad o tu capricho. Vete; trabaja por la casa a tu gusto, y ojalá lo aciertes. Pero no cuentes con traerme aquí una nuera campesina. A mi edad, he vivido lo suficiente para tener sobrada experiencia del mundo y sé relacionarme con las gentes de tono que acuden a mi mesón. Sé cumplimentar a las damas, sé galantear a los desconocidos y todos hablan satisfechos de nuestro establecimiento. Pero también, al fin y al cabo, sería enhorabuena que entrara a formar parte de nuestra familia una joven que hiciera olvidarme de los achaques de la vejez y que supiera tocar el clavecino. Quisiera ver mi casa llena de gente distinguida y pasar todas las tardes de fiesta como nuestro vecino.

Hermann, sin responder, empuñó el pomo de la puerta y salió de la habitación.