Capítulo 7
Caso: Jokin
«“Libre, libre. Mis ojos seguirán aunque paren mis pies”. Éstas fueron algunas de las últimas palabras que dejó escritas Jokin Zeberio, de 14 años, antes de suicidarse tirándose al vacío con su bicicleta, desde lo alto de la muralla de Hondarribia, el 21 de septiembre de 2004.
Jokin venía sufriendo el acoso de sus compañeros de clase y de instituto desde hacía años. Amenazas, humillaciones, insultos. Golpes como para ser detectados en la autopsia que le realizaron después de su muerte, que demostró que había sido víctima de una paliza antes de acabar con todo.
Jokin estudiaba 4° de Educación Secundaria Obligatoria (ESO) en el centro Talaia. Un día, enfermo del estómago, se había hecho sus necesidades encima. Desde entonces lo vejaban, le rompieron dientes a bofetones, empapelaron su aula con papel higiénico... Parte del profesorado y del alumnado de su instituto conocía los malos tratos que sufría. De hecho, algunos de los chicos expulsados del centro como sospechosos de estar implicados en su muerte son hijos de profesores.
En el juicio por el suicidio de Jokin, la madre explicó que supo “del acoso y malos tratos a que era sometido su hijo por los hematomas y heridas que presentaba”.
La psicóloga indicó que los acusados pertenecen a “familias estructuradas y con un entorno familiar normal”.
La acusación particular imputa a los acusados tres delitos —inducción al suicidio, lesiones psíquicas y trato degradante». (.Diario de Navarra, 28 de abril de 2005).
«Jokin sufrió también, como sostienen los abogados de la familia, “lesiones psicológicas”. Y algo de mayor gravedad: antes de tomar la desesperada decisión de quitarse la vida el 21 de septiembre de 2004, Jokin fue víctima de reiteradas agresiones físicas a manos de quienes —seamos nosotros no menos legalistas citando la sabiduría de María Moliner— responden inequívocamente a la aceptación de la palabra matón: “El que se jacta de valiente y provoca a otros o trata de intimidarles”. Matones de 14 años que, no en un juvenil pronto irreflexivo, sino de forma sostenida a lo largo de doce meses, practicaron contra su compañero (...) el chico se sintió insoportablemente aislado del grupo dominante. Odiado por ser él. Cuanto más ajeno a los ritos de la tribu, más acosado. Hasta que Jokin se fue a las murallas que rodean el elevado y hermoso casco antiguo de Fuenterrabía y desde allí se tiró. Fuera de la ciudad, como un excluido de la mayoría indiferente». (V. Molina Foix, El País, mayo de 2005).
«Aunque todavía hoy prosigue el juicio contra los ocho menores supuestamente implicados en el acoso a Jokin, el niño que se suicidó después de haber sido víctima de los abusos de sus compañeros, todo indica que los hechos sucedieron como se pensaba: el infortunado puso fin a su vida al no poder soportar aquellas crueles agresiones. Afortunadamente, este triste suceso ha servido al menos de valioso precedente para concienciar a la opinión pública de la existencia de este problema, pero todavía no se han tomado medidas radicales para combatirlo. Sólo en Cataluña se ha creado una instancia oficial para prevenirlo, y este ejemplo debería extenderse cuanto antes a todo el Estado». {Diario de Navarra, 27 de abril de 2005).
«La familia recurrirá hoy la sentencia de libertad vigilada a ocho menores por acosarle, y pedirá que cada uno cumpla una pena de tres años de internamiento en un centro educativo. Según un portavoz de la familia, que ejerce la acusación particular, el recurso discrepa con el hecho de que la juez no condenara a los imputados por el delito de lesiones psíquicas, dado que lo “subsumió” dentro del delito contra la integridad moral». {Europa Press, San Sebastián).
«La Audiencia de Guipúzcoa ha estimado en parte el recurso presentado por la familia de Jokin, por lo que ha endurecido la pena impuesta por el Juzgado de Menores de San Sebastián, que condenó a los ocho acusados a 18 meses de libertad vigilada cada uno por un delito contra la integridad moral (...). Según el fallo judicial, los siete chicos encausados no sólo incurrieron en un delito contra la integridad moral del adolescente, sino que protagonizaron también un delito contra su salud psíquica. Por ello, el tribunal les castiga a una pena de dos años de internamiento en un centro educativo en la modalidad de régimen abierto». {El Mundo, 19 de julio de 2005). «El tribunal considera probado que Jokin sufrió “un trastorno disociativo” que le provocó una reacción depresiva aguda». {El País, 19 de julio de 2005).
El maltrato entre compañeros nos preocupa y nos resulta más cercano tal vez por el aumento de casos detectados o por las tristes noticias que nos llegan, como el caso de Jokin expuesto. En los colegios también se tiraniza, y eso nos atañe a todos. Cuando se abusa de alguna manera de alguien, tanto dentro del hogar, como hemos tratado hasta ahora en el libro, como fuera, esos hijos tiranos que victimizan a sus iguales no nos deben dejar impasibles, y es nuestro deber prevenir estas conductas y, en su caso, intervenir de la manera más adecuada.
La violencia física o psíquica entre estudiantes comenzó a investigarse en los EEUU, Gran Bretaña y los países nórdicos a principios de los setenta. Allí recibió el nombre de bullying, el acoso psicológico, moral y/o físico, llevado a cabo en los centros educativos, donde un alumno ejerce poder sobre otro, de un modo sistemático y con la intención de dañarlo, es un problema preocupante también en nuestro país.
Como advierte el psiquiatra L. Rojas Marcos, la época en que los jóvenes se peleaban usando solamente los puños ha pasado a la historia.
No es una agresión esporádica, ni una broma puntual, ni un conflicto entre iguales. Se trata de que un intimidador (o varios) con fuerza física o poder psicológico se mete con un chico más débil (psíquica o físicamente) —víctima impotente para salir sola de esa situación—, de forma reiterada, sin ninguna razón y nadie de los que los rodean y observan actúa para evitar esta terrible situación.
Existe intención de dañar y para ello se utiliza la amenaza, la burla, el desprestigio, el insulto, el rechazo..., se pega, intimida, acosa, humilla, excluye, incordia, aísla, chantajea...y puede ignorarse, poner en ridículo..., abusar sexualmente, en fin, de una u otra forma se tiraniza.
Intencionalidad del agresor, reiteración de la violencia e indefensión de la víctima son, para N. Rodríguez, lo que califica a un hecho en la categoría de bullying.
F. Cerezo[7] indica que «un rasgo específico de estas relaciones es que el alumno o grupo de ellos que se las da de bravucón trata de forma tiránica a un compañero, al que hostiga, oprime y atemoriza repetidamente, hasta el punto de convertirlo en su víctima habitual.
»Para ser acosador hay que verse en situación de superioridad. Bien porque los que atacan son más, y entonces se trata de una cuestión de fuerza, bien porque el acosado es un sujeto con muy poca asertividad, es decir, con muy poca capacidad de rechazo a las agresiones. Por inmadurez, por timidez... El agresor quiere ver que la víctima lo está pasando mal. Si no, deja de agredirle.
»E1 agresor —continúa F. Cerezo—, muestra alta tendencia al psicoticismo y las víctimas alta tendencia a la introversión y baja autoestima. De manera que los individuos de cada lado de la moneda parecen reunir una serie de características personales que propician el mantenimiento de esas conductas».
Las conclusiones de un estudio llevado a cabo por La misma experta sobre las variables de personalidad asociadas en la dinámica bullying[8] fueron:
El perfil de los agresores es ser varón (en una proporción de tres a uno) y poseer una condición física fuerte; estos jóvenes establecen una dinámica relacional agresiva y generalmente violenta con aquellos que valoran débiles y cobardes. Se consideran líderes y sinceros, muestran una alta autoestima y alta asertividad, rayando en ocasiones con la provocación.
Los sujetos que están en el otro lado de esta dinámica —las víctimas—, los que suelen ser el blanco de los ataques hostiles sin mediar provocación, por el contrario, muestran rasgos específicos significativamente diferentes, incluyendo un aspecto físico destacable: su complexión débil, acompañada, en ocasiones, de algún tipo de handicap. Viven sus relaciones interpersonales con un alto grado de timidez que, en ocasiones, les lleva al retraimiento y aislamiento social. Se autoevalúan poco sinceros, es decir muestran una considerable tendencia al disimulo. Entre los rasgos de personalidad destaca una alta puntuación en Neuroticismo junto con altos niveles de Ansiedad e Introversión, justo alcanzando valores opuestos a los agresores.
Las formas más frecuentes de agresión son las verbales, las malas relaciones y la agresión indirecta; las menos habituales el aislamiento y la agresión física.
Los modos de intimidación y de acoso dependen de edades y sexo, dice F. Cerezo, desde mofas e insultos a amenazas o extorsiones a través de teléfonos móviles y correos electrónicos. Desde chantajes como pedir dinero a obligaciones de hacer los deberes al acosador o exigencias de regalos.
Los chicos están mucho más implicados que las chicas en los casos de agresión activa. Y un poquito más, también, como víctimas. Podríamos decir entonces que el bullying, tanto en su forma activa como pasiva, es un comportamiento más frecuente en los niños que en las niñas.
Está demostrado que los varones suelen decantarse por los ataques físicos (golpes, palizas, armas blancas, violencia sexual) y que se pavonean de sus «hazañas», mientras que las chicas son más sibilinas, más sutiles, y se inclinan por descalificar a sus compañeras y aislarlas, camuflando así sus acosos.
En todo caso, el bully logra extinguir los límites entre la víctima y el acosador, que manipula a su antojo a aquella, que lo vive de manera confusa, emocionalmente pendiente de su agresor, haciendo todo aquello que éste le exige.
Este maltrato, se produce ocasionalmente en la escuela (aunque algunos colegios lo nieguen). Tengan en cuenta que cuanto más grande es el centro escolar más riesgo de bullying se padece, porque hay menos control físico.
Que siempre haya ocurrido no legitima el maltrato. Debe saberse que no se trata de bromas, que el profesorado no siempre se entera y, en todo caso, no le es fácil enfrentar una situación que a veces el grupo ampara. Después de todo, como dice N. Rodríguez, estamos acostumbrados a aceptar la violencia en sus manifestaciones más sutiles y cotidianas y las nuevas generaciones parecen acostumbrarse a trivializarla.
Para E. Calatayud «lo que llega a los tribunales es sólo una parte del problema porque la violencia se produce también en los centros escolares aunque estos casos no salgan muchas veces a la luz porque los propios colegios los ocultan para no dañar su propio prestigio» (ABC, Sevilla, 31 de enero de 2005).
Ahora bien: también son muchos los profesores que se sienten desprotegidos y desautorizados en numerosas ocasiones porque, cuando se produce el conflicto e intervienen, la Administración educativa suele quitarles la razón y dársela a los padres, que tienden a justificar y a amparar los comportamientos de los hijos.
Suele darse entre los 11 y los 14 años aproximadamente. El Instituto de la Juventud (IÑJUVE) eleva el porcentaje de víctimas de violencia física o psicológica habitual a un 3 por ciento de los alumnos. El 37 por ciento de los niños y jóvenes encuestados considera que «si no devuelve los golpes es un cobarde» y el 39 por ciento cree que «si un amigo suyo agrede a otro, debe ponerse de su parte». Además, el 16 por ciento de los estudiantes reconoce que ha participado en exclusiones de compañeros o en agresiones psicológicas. El Defensor del Pueblo aumenta el dato al mantener que el 5 por ciento de los alumnos reconoce que algún compañero le pega.
El tema no se resuelve indicando «en la vida hay que saber defenderse».
El intimidador aprende a maltratar, a sentirse bien con ese papel que refuerza disocialmente su conducta, conduciéndole a una carrera delincuencial. Utiliza la violencia para conseguir su objetivo, y corre el riesgo de convertirse en su propia víctima. Con tal de ser el protagonista, tener poder, prestigio, destacar, es capaz de todo sin pararse a pensar en lo que hace. El predominio del acto sobre la razón le lleva a comportarse de manera impulsiva. Necesita la popularidad que no consigue de forma natural.
Cuando se pone al bully frente a los hechos, su reacción es negar la realidad, se autoconvence a sí mismo y a los demás de que no ha hecho nada por lo que tenga que ser sancionado. Los culpables son siempre los otros. El colegio, la víctima (que se lo merece por chivata, o por cualquier otro motivo), justifican su comportamiento; miente o se muestra a él mismo como víctima evitando las acusaciones y la responsabilidad y, si es necesario, el derecho a defenderse.
Si se es padre del agresor, se debe formular la pregunta: ¿cómo ha llegado a esto? Y abordar la situación —si es posible— de forma conjunta con el otro progenitor.
Desde el primer momento se ha de mostrar con rotundidad que se está en contra de la intimidación y el maltrato. Con decisión, rapidez y calma, se debe imponer una severa sanción. Hay que mantener el contacto con los profesores y reforzar las medidas educativas realizadas en el contexto escolar. Apoyar (y apoyarse) en la actuación desarrollada en la escuela.
Hay que escuchar al hijo, pero indicándole que se va a atender también a sus maestros partiendo de la absoluta credibilidad de estos vocacionales profesionales. También se le ha de mostrar que no se le va a consentir que realice ninguna acción violenta.
Si no reciben valoraciones negativas de sus conductas y/o si son recompensados con cierta popularidad y con la sumisión de sus compañeros, el comportamiento agresivo puede convertirse en su forma habitual de enfrentar los problemas y la dominación en su estilo de relación interpersonal. Se participará junto a los profesionales del centro educativo en la puesta en marcha de acciones elaboradas para extinguir la conducta agresiva. Resulta muy positivo que el hijo, de manera formal y sentida, pida perdón públicamente (ante los compañeros) a la víctima, con la coparticipación de los padres.
Las conductas violentas deben cercenarse con premura y eficacia. Al igual que han de apoyarse, potenciarse y aplaudirse las prosociales.
Si ante las medidas tomadas el agresor no cesa en su comportamiento, se aconseja un cambio de colegio, de esta manera pierde su estatus de poder abusivo y se le obliga a iniciar nuevas relaciones con chicos diferentes y con otras actitudes. Entenderá también que su comportamiento tiene consecuencias como el ser apartado de sus amigos y a su vez servirá de ejemplo en el colegio indicando que estas conductas no son admisibles.
Los padres hemos de reconocer anticipatoriamente que nuestro hijo puede ser un intimidador, para ello debe ponerse atención a algunos signos, como que siempre quiera imponer sus deseos, que sea dominante, que grite y emplee malos modos, que «levante la mano», se jacte de sus acciones de matonismo, no se ponga en el lugar de los otros, o que recibamos quejas de sus hermanos o algún amigo por su conducta desconsiderada y prepotente.
Cuando se producen agresiones entre los escolares, encontramos como factores de riesgo la impulsividad, el estilo educativo paterno coercitivo y punitivo o errático, falta de vínculos sociales y afectivos, exposición a la violencia, y, por tanto, fallas en el aprendizaje socio-cognitivo, débiles vínculos sociales y escaso autocontrol individual.
Afirma el psiquiatra A. Rojas Marcos, «las semillas de la violencia se siembran en los primeros años de vida, se cultivan y se desarrollan durante la infancia y comienzan a dar sus frutos malignos durante la adolescencia».
V. Molina Foix, en su artículo publicado en el periódico El País, en mayo de 2005, hablaba de la co-responsabilidad de estos niños por dejación de educadores y padres y es que como dice: «Los niños aman antes, sufren antes, se drogan y beben antes que los de antes, y los mayores estamos mejor dispuestos a entenderles y más desorientados a la hora de castigarlos.
»Se pensaría en una nueva mística de la infancia al observar (en un vagón de tren, en una pizzería, andando por las calles un día de fiesta) el comportamiento de muchos preadolescentes acompañados de sus familiares: la indisciplina y el griterío raramente son reprendidos como violaciones del orden cívico por unos padres o abuelos embobados con las gracietas, la grosería vocal y el descarado aplomo de sus retoños».
La influencia del ambiente familiar ha sido uno de los factores más estudiados en el bullying. Kathleen Heide, criminóloga de la Universidad del Sur de Florida y una de los mayores expertos en homicidio juvenil de los EEUU, identifica el origen de la violencia en chavales con la falta de un referente masculino positivo cercano: «La ausencia de un padre o la presencia de un padre violento está en el origen del comportamiento agresivo de los niños cuando son adolescentes o jóvenes (...)• Cuando no existe o existe una figura paterna así es más probable que los jóvenes exageren su pretendida masculinidad con actos de machismo». Ya lo venimos diciendo en capítulos anteriores.
Otro factor es el cambio de la estructura familiar tradicional. En las nuevas familias conviven hijos de distintas uniones que asumen diferentes roles; muchos padres han delegado en la escuela la responsabilidad de la educación de sus hijos.
Nunca es tarde, y más en este caso, para variar los comportamientos en casa y el contacto con algunas amistades que pudieron influir en tan deleznable conducta.
Hay alumnos víctimas de amenazas, de extorsiones, de robos, de golpes, de abusos sexuales y algunos se sienten —están— muy solos.
La víctima sufrirá angustia, ansiedad, temor, terror, su autoestima caerá, puede llegar a rechazar la situación escolar, implicarse en absentismo, fracasar en los estudios, entrar en profunda depresión y llegar (no es ninguna exageración), como ya hemos dicho, al suicidio.
Si bien las huellas psicológicas no son visibles, la víctima tiene una imagen más negativa de sí misma y las relaciones con otras personas las percibe como poco seguras. Puede ver minada su personalidad el resto de su vida, aun cuando el acosador ya se haya ido.
Para la víctima es difícil hablar, pues siente vergüenza y culpabilidad. Cree que lo que le pasa es porque se lo merece, por ser distinta a los demás.
Los padres pueden sospechar del maltrato entre iguales por la conducta observada en el hijo o por informaciones de amigos o de profesores; cabe también la información directa o indirecta del hijo. En caso de sospecha, se debe indagar más, recabar más información (del hijo, de sus hermanos, compañeros, maestros). Si se confirman las sospechas, manteniendo la calma, no se debe actuar directamente contra el hipotético agresor o contra los familiares del mismo, sino hablar con el tutor y el director del centro escolar y, si se estima conveniente, formular una denuncia en la Fiscalía de Menores.
Obviamente, y durante todo el proceso, se apoyará al hijo y se colaborará activamente con el profesorado.
Hay que hablar a los hijos de la existencia del maltrato entre iguales y solicitarles que, si acontece, lo cuenten con confianza a unos padres que antes de tomar cualquier decisión o medida la comentarán con ellos.
Además, hay que aprender a reconocer signos de que el hijo puede ser víctima, como pérdida de objetos, rotura de ropa, rechazo repentino al colegio, cambios en sus hábitos, en sus patrones de sueño o alimentación, fallas en el rendimiento académico, mayor secretismo e incomunicación, cambios en el humor...; mostrarse triste, irritable, distraído, quedarse sin amigos..., incluso enuresis («mojar la cama»).
Es propicio que nuestro hijo amplíe su grupo de amigos dentro y fuera del colegio para acrecentar sus vínculos de afecto, así como que reforzemos su autoestima.
En muchas ocasiones, además de al agresor que provoca el maltrato y a la víctima que sufre la intimidación e indefensión, hay que tener en cuenta a los compañeros, que no suelen intervenir en defensa del débil.
Los niños no acostumbran —por miedo a ser tildados de chivatos con el consiguiente riesgo— informar a los adultos de la escuela. En torno a la mitad de los escolares se muestran pasivos ante las situaciones de maltrato. La otra mitad o avisan a alguien o intentan detener por sí mismos la situación.
En el caso de los escolares que sólo intervienen como observadores, esa exposición vicaria a la violencia puede dar lugar a una conducta antisocial, pasiva ante los problemas ajenos, a relaciones entre iguales de dominio-sumisión, a unos valores poco solidarios. «Pueden ver inhibida su capacidad de distinguir conductas positivas y negativas, aceptables o deleznables. Los espectadores están o sufriendo o aprendiendo unas formas de relación que son negativas». Ejemplo de esto es el rechazo o aislamiento que sufren las víctimas entre sus compañeros del colegio. Se acostumbran a vivir siendo cómplices del agresor y a no ser coherentes con la valentía que exige la justicia y dignidad humanas.
Si se es padre de un hijo que se ha comportado como espectador pasivo, se le ha de recriminar su actitud y poner en la disyuntiva de ser casi un cooperador necesario para que acontezca tal vejación o una persona valiente y solidaria que se pone del lado del débil.
Bueno será que se le plantee la vivencia de la víctima. Que comprenda que hay muchas formas de ayudar (información, testimonio, no reír la «gracia», apoyo...). Hay que hacerle ver que una cosa es «ser chivato» y otra bien distinta denunciar unos hechos que son inaceptables. Debe sentir que no intervenir por miedo conlleva convivir con culpabilidad. V. Garrido (2005) alude a la enorme importancia de desarrollar el coraje moral en nuestros hijos, a rebelarse frente a lo que observan que es inmoral.
Han de ser conscientes que intervenir resulta también positivo para un o unos intimidadores que han adoptado un papel muy equivocado.
Hemos de hacer llegar a estos chicos que de su actitud cuando conocen o ven estos hechos depende que cesen o continúen. Si el conjunto entiende que una persona es maltratada, y toma una postura firme y conjunta frente a los agresores, el maltrato cesará.
Invitar a participar en el voluntariado y en asociaciones que fomentan la cultura antiviolencia es una buena prevención.
Los padres, junto a los maestros, han de denunciar situaciones inaceptables, pero al tiempo han de participar en grupos de discusión y crear equipos de mediación, dentro de la comisión de convivencia. Dentro del aula se han de fomentar valores de absoluto respeto y crear con los propios alumnos figuras pacificadoras que actúen como intermediarios en la resolución de conflictos. Un 30 por ciento de los adolescentes estudiados por el INJUVE muestra dificultades para pensar en soluciones no violentas a los conflictos. Entre un 10 y un 12 por ciento de los jóvenes españoles adolece de una conducta agresiva.
El maltrato entre iguales es un fenómeno que ampara el grupo y por tanto la resolución se ha de abordar desde el mismo.
Un mes después del suicidio de Jokin toda Hondarribia se manifestaba en solidaridad con su familia y en repulsa de la violencia. «Para que no vuelva a suceder», rezaban sus pancartas. «Todos contra el bullying».
Usted está aquí porque mis padres le pagan (15 años).
Existe una manifiesta sensación por parte de los maestros de estar desbordados por los cambios, por las demandas. Es cierto que, al igual que ha pasado con los médicos, el reconocimiento social del maestro ha disminuido.
Resulta veraz que hoy existen muchas familias que no socializan a sus hijos, con lo cual es francamente difícil educarlos en la escuela. También es verdad que tenemos «objetores escolares» que han de cursar estudios como derecho y obligación hasta los 16 años.
Existe la percepción de que la norma y sanción se han diluido, cuando no desaparecido, por lo que los profesionales se encuentran sin instrumentos para establecer unas pautas de comportamiento.
Se aprecia que en gran número los alumnos no vienen motivados a la escuela, que los mismos consideran que su aprendizaje llega de forma cómoda viendo la televisión o introduciéndose en el mundo de internet.
Pero, además, en ocasiones —no pocas— los medios de comunicación maleducan a los alumnos, los posicionan en contra del maestro con series patéticas donde el respeto a éste brilla por su ausencia y, además, jamás les dan la palabra a ellos como expertos. Así las cosas, los maestros tienen en algunos casos miedo a alumnos «gallitos», que se les enfrentan, que les amenazan e incluso agreden, lo que se explica al conocer a sus padres, auténticos y equívocos abogados de sus hijos, que como fieras acuden al centro y arremeten contra el educador, creyendo a «pies juntillas» la versión de su vástago.
E. Prado y J. Amaya (2005) dicen que hoy día los padres cuestionan más las medidas disciplinarias y/o exigencias de los profesores. Exponen cómo un director de un centro educativo explica: «Los adolescentes son muchachos muy dóciles y responsables de sus actos, pero ya estoy cansado de sus padres. Son éstos a los que necesitamos educar. Encubren y justifican cada una de las conductas indeseables de sus hijos adolescentes».
O bien exponen cómo esta generación de padres obedientes, a la que aludimos en páginas anteriores, proyecta y refleja su éxito personal en sus hijos en este ámbito de educación. «Cuando un niño tiene un fracaso escolar, el padre o la madre asumen también esa responsabilidad y ese fracaso; buscan enaltecer cualquier tipo de logro, por mínimo que sea y, asimismo, encubren y excusan todo tipo de comportamiento, en especial aquellos que resultan de la frustración o el fracaso, provocando en sus hijos una conciencia de la realidad totalmente falsa y artificial.
»Una profesora de preparatoria nos comentó una situación sumamente embarazosa. La semana pasada reportó una calificación reprobatoria a un alumno, porque el proyecto de investigación que realizó no cumplía con los requisitos mínimos para aprobar y, además, no siguió las instrucciones del trabajo. Y la madre respondió: “Pero no es su culpa, yo le hice el trabajo y no le entendí sus indicaciones. Mi hijo no es el responsable, sino yo. Además, quítele esa calificación”».
El profesorado español dice sentirse «desmotivado» o «incluso quemado». Este síndrome, que también se conoce como bum out, es cada vez más frecuente. El estrés relacionado con esta problemática también es elevado. Según un reciente informe del Observatorio de Riesgos Psicosociales, el 63,5 por ciento de los profesores presenta riesgo de sufrir un estrés alto. El 7,5 por ciento de este colectivo puede padecer acoso.
Una encuesta de la Asociación Nacional de Profesores española afirma que un impresionante 80 por ciento de los maestros confiesa que el estrés producido por su profesión le está perjudicando la salud.
Ésta es la realidad, parte de la realidad, porque hay otros profesores que por su entereza, liderazgo, capacidad para ganarse el interés y respeto de los alumnos, no sufren estas situaciones vejatorias e impropias. Hay que aprender de ellos, de sus recursos, de sus técnicas. Aunque, bien es cierto, que todo adolescente rebelde necesita ser valorado y motivado a través de la dedicación, cariño y atención, y la confianza en sus posibilidades.
Si bien por su magisterio hay profesores que no sucumben a la presión existente, no es menos cierto que la situación ha de mejorar en breve plazo, para ello es fundamental que los padres valoren y transmitan a los hijos el cariño, respeto y gratitud a los maestros, que estén en continuo contacto con los mismos, que escuchen sus argumentos y que sancionen a sus hijos —por su bien— cuando el profesor les haga saber conductas que lo requieran.
Pero es preciso posicionarse e implicarse, no vale incidir en reiteraciones cotidianas de lo que ocurre, de lo que hacen mal los jóvenes violentos, los indomables. De la sociedad sin valores válidos para vivir en. Seamos un buen ejemplo para ellos.
Una sociedad cambiante, donde se incorporan inmigrantes que no conocen la lengua española, que en ocasiones no desean estudiar, sino trabajar —lo que realizaban en su país de origen—, una sociedad donde tantos padres se separan, un país «nuevo rico», consumidor de ocio, que aplaude el hedonismo y la búsqueda del placer inmediato, que en algunos entornos ha abandonado el valor supremo del esfuerzo, de la voluntad, de la motivación por aprender, por saber, ha de retomar como convicción social, ciudadana, como política de Estado acrecentar la valoración (en todos los sentidos) de los maestros, de los educadores que han de informar y formar a nuestros hijos, que edifican el futuro y el presente.
Prepárese a los profesores en el uso y aprovechamiento de técnicas audiovisuales, dótese a colegios e institutos de medios, pero, primordialmente y desde el hogar, créese un ambiente que propicie el contacto con el maestro, con la valoración que su incomparable misión requiere.
Criterios de actuación dentro del ámbito escolar
(Aportados por P. Orte Moncayo, Asesoría de Ed. Infantil del C.P. R. de Tarazona, sobre la base del diálogo con otros profesionales de la educación).
—Pensar mucho en el contenido de las reuniones con las familias. A veces no hacen lo que esperamos porque nadie se lo ha dicho nunca y creen que tal y como lo hacen es lo mejor.
—Contar en la planificación del tiempo escolar para trabajar la autonomía, la tolerancia, la no violencia... por medio de psicomotricidad, cuentos, asambleas...
—Organizar charlas en la escuela con la psicóloga o el equipo de Infantil, o buscando las vías y recursos que se tengan.
—Organizar encuentros con las familias donde se establezcan agrupamientos variados (pequeño grupo, puesta en común), donde se utilice alguna técnica de grupo que propicie la reflexión y la comunicación.
—Confección de un cuadernillo, para entregar a las familias de los niños que llegan nuevos al colegio, con ideas sobre lo que se espera de ellos, modos de ayudar a su hijo/a...
—Mantener con las familias una relación abierta con cauces de confianza.
—Organizar el aula y la programación de modo que se den pocas normas pero claras, se cree un medio de seguridad afectiva donde el niño se sienta cómodo y libre para expresarse, en el que los temas transversales no sólo sean contenidos conceptuales sino que se trabajan viviéndolos. No enseñar la tolerancia diciendo que hay que ser tolerante, sino siéndolo con ellos, procurándola en clase. Que al menos en el aula encuentren un medio donde se les contenga, donde las normas estén claras y puedan sentirse seguros, un lugar donde la autoridad sea firme y amorosa, donde se sienta aceptado por lo que es y donde no sea necesario el chantaje emocional. Al menos en la escuela deben encontrar lo que no todos tienen en sus casas.
—Podrá ser interesante que se organizen foros de encuentro y diálogo a través de asociaciones de vecinos, servicios sociales, educación de personas adultas... por medio de entidades públicas y privadas que pudieran colaborar en propiciar medios sociales donde comunicar con interlocutores de inquietudes parecidas.
—En algunos sitios está dando buenos resultados la emisión de cuñas sobre educación en las emisoras de radios locales.
Según las últimas encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), el 96 por ciento de la población está de acuerdo con que la clave para prevenir la violencia es la educación en la igualdad y en el respeto mutuo.
¿MI HIJO ES RACISTA?
Hijos racistas, los hay, los menos. El riesgo se acrecienta si los padres lo son (y serlo no es sinónimo de reconocerlo, de verbalizarlo). En mi experiencia, no he conocido a un hijo racista que no haya bebido en el hogar de ese mismo veneno.
Los padres hemos de hacer sentir y comprender que nada importan los colores, ni los rasgos, ni la epidermis. Es el conocimiento de la genética un buen antídoto contra el racismo. Saber que las diferencias raciales de la especie humana se limitan a simples cuestiones de apariencia, pero no se traducen en diferencias apreciables dentro de nuestra constitución biológica. Lo que nos diferencia y permite hablar de razas, no supera el 0,01 por ciento. Tema aclarado.
Ser distintos no nos discrimina en superiores e inferiores. La pureza no existe ni es deseable. La Segunda Guerra Mundial no puede ser olvidada. Como cantó Bob Mariey; «Las guerras dejarán de existir cuando el color de la piel sea tan importante como el color de los ojos».
Las imágenes de racismo, de desprecio, de incomprensión han de producir náuseas y repudiarse sin paliativos.
Si los padres ejercemos nuestra función sabremos qué simbología utilizan los hijos, qué libros leen, qué música escuchan, qué piensan en este sentido y cómo son sus amigos, y detectaremos cualquier atisbo racista (esvásticas, cabeza rapada, tipo de botas militares, de camisas, niquis, cazadoras representativas...).
Ocasionalmente me he encontrado en la Fiscalía con padres que se ratificaban en que no sabían que su hijo era racista y comprobábamos en el cuarto de éste que tenía toda la parafernalia y simbología nazi, cuando no un bate (¡y no jugaba al béisbol!).
Viajar fuera de las fronteras es un buen antídoto contra el racismo y el paletismo. Mostrar al hijo otras culturas, otras formas de pensar, otros paisajes, costumbres, músicas, alimentos. Conocer abre nuestra mente y nuestro corazón, nos hace más comprensivos, elude el riesgo de creer estúpidamente que lo nuestro es, por serlo, superior. Hemos de hacer ver que el mundo camina hacia las migraciones continuas, el mestizaje.
Desincentivaremos el pedigree de las razas, (hasta de los perros, ¡cuán magníficos son esos perrillos denominados «mil leches»!).
Cualquier frase de desprecio o chiste que encierre el germen despectivo hacia una tipología o clase de personas debe ser corregido de inmediato —y al decir corregido entiéndase como reprobado y analizado junto al hijo, para que manifieste su voluntad de no reincidencia.
¿MI HIJO ES CLASISTA?
Es un riesgo, en un país en que los niños se diferencian por el tipo de colegio al que pertenecen, en el que el hogar se ubica en zonas claramente delimitadas por su carestía, en el que se hace ostentación del o los vehículos de los que se es propietario.
Hasta aquí, algunos aspectos que marcan diferencias; el verdadero problema se genera si los padres transmiten distingos (de forma directa) «no salgas con ese niño, porque es de otra clase» o «es el hijo de la asistenta» (de manera velada).
El clasismo se instaura cuando se cercena la interrelación, y se pertenece a clubes privados y la vida transcurre en un ámbito reducido cual urna de cristal.
Hay padres a los que no les gusta que sus hijos jueguen con los del pueblo en que veranean. Los hay que se avergüenzan de sus propios padres porque son humildes.
Cuando las marcas de los niquis, de las zapatillas, el tono de voz, el contenido del lenguaje son utilizados para realizar diferenciaciones, estamos fabricando un clasista. Y recuérdese que la gente es mucho más clasista que racista (nadie se mete con un negro que juegue al baloncesto; se llama moros a los pobres y jeques a los ricos).
«La discriminación fundamental, la raza mala a la que nadie quiere pertenecer es la raza de los pobres». (Femando Savater).
Conocer otros barrios de la ciudad, tener amigos que pertenecen a niveles socioeconómicos y culturales distintos, es absolutamente necesario. Al fin, hemos de transmitir a los hijos que lo importante no es lo que se hereda sino lo que uno es capaz de alcanzar.
Héroes del acontecer violento
No se olvide que el niño, el adolescente, no debe ser estudiado como un ente solitario, sino inserto en una realidad espacial y temporal, que a su alrededor se encuentra su familia y su contexto, que no puede ser diagnosticado en un corte vertical de su vida: «es así», porque tiene una realidad transversal con un pasado y un futuro (a veces oscuro). Además los diagnósticos negativistas que sólo insisten en clasificar y resaltar los aspectos problemáticos, no sirven para nada, hay que pronosticar pero aludiendo a lo positivo, a lo que le motiva, a lo que le engancha socialmente, para llevarlo a efecto y ayudarle a desarrollar todas sus potencialidades.
a. No hay violencia juvenil. Hay violencia del ser humano, de grupos, de naciones. Véase ETA.
Debe romperse el vínculo violencia / juventud, véanse para ello los datos de las Memorias de la Fiscalía General del Estado y compárense por franjas de edad. Acontece que, paradójicamente, los medios de comunicación amplifican lo minoritario y negativo, olvidando destacar lo genérico y positivo, como la solidaridad juvenil.
b. El joven no es emisor de violencia, es el receptor. Piénsese en los niños maltratados, unas veces físicamente, otras emocionalmente. Los que nacen con síndrome de fetoalcohol u otras drogas, los que aprenden bajo el lema «la letra con sangre entra», los que tienen que estar en una cárcel con sus madres, los que son obligados a traficar («trapichear») con drogas, a robar como forma de subsistencia, a prostituirse, los que trabajan, mendigan y no asisten a la escuela, a los que una sociedad injusta que «no va bien» los etiqueta como desheredados, porque hay padres que de hecho no lo son, que fracasan en la educación o inducen al comportamiento disocial, porque han errado absolutamente al interpretar lo que significa patria potestad. Padres que no educan coherentemente, que tampoco se coordinan con los maestros, que adoptan una posición cobarde y errónea no permitiendo que nadie recrimine a sus hijos sus malas acciones. Padres que no escuchan, que no conocen las motivaciones y preocupaciones de sus hijos, que pierden los primeros días, meses y años, que creen que no se influye sobre ellos, que no educan en la autorresponsabilidad.
Tenemos una sociedad profundamente injusta, económicamente fracturada, que golpea con el canto de sirenas del consumo; hay jóvenes que cuando se les pregunta qué quieren ser de mayor, contestan «rico»; éstos son los frutos de la denominada y padecida «cultura del pelotazo», que lo más que aporta a los jóvenes son zonas de «copas» para pasar el tiempo. Una colectividad que ha perdido en gran medida el sentimiento de trascendencia, de espiritualidad, que rehúye con pánico la soledad buscada. Son muchas las personas que quieren modificar conductas sin inocular valores.
Nos encontramos, ocasionalmente, con que se ha perdido el respeto intergeneracional, que no es habitual que cuando entra una embarazada en un medio de transporte público un joven se levante para cederle el asiento. Tenemos que volver a pautas educativas esenciales, que hemos de retomar desde la razón, la palabra y la práctica; los más pequeños tienen que apreciar en sus mayores (en nosotros) ese respeto a los que nos han antecedido.
c. El ser humano no nace violento, lo hacemos. Fracasamos» a veces, en el proceso de educación, de socialización, en aquel por el que nace y se desarrolla la personalidad individual en relación con el medio social que le es transmitido, que conlleva la transacción con los demás. Se forma una personalidad dura que puede llegar a la deshumanización, es el etiquetado psicópata. Volvamos la mirada hacia ese niño pequeño ya tirano «lo quiero aquí y ahora», «no admito órdenes de nadie...» (viaje iniciático hacia pulsiones primitivas e incontroladas).
Y qué decir de esas familias que hablan mal de todo el que les rodea, que muestran vivencias negativas de las intenciones ajenas (del vecino, del jefe, de la suegra), de esos padres que al subirse al coche se transforman en depredadores insultantes, de los núcleos familiares que emiten juicios mordaces contra el distinto (por color, forma de pensar, procedencia). No se dude, generaremos intolerantes, racistas, xenófobos.
Algunos educan en la estúpida y miope diferenciación (nosotros versus los otros), ya sean los españoles (en el País Vasco), los moros (en España), etc.
En gran medida educamos a nuestros niños en la violencia contra otros seres humanos, contra la naturaleza. Quemamos los bosques, contaminamos el aire, esquilmamos el mar, exterminamos otras tribus, otras ideas, otro sentir. La violencia que nos rodea puede llegar a insensibilizarnos.
El que haya niños violentos es un mal que está en la sociedad. Y ésta los teme, los rechaza y los condena. Existe una profunda hipocresía. Los planteamientos socioeconómicos y educativos son fomentadores de comportamientos desviados y de carreras disociales y delincuenciales. Posteriormente se exige que se les encierre en prisiones (pero nadie quiere en las proximidades de su hogar una cárcel).
En la verdadera, concreta y cara prevención y en el esfuerzo resocializador cuando se ha fracasado, se encuentra la única esperanza.
d. No es verdad que el genoma humano esconde las raíces (o las semillas) de la violencia, la violencia se aprende.
Existen niños que por causas sociales (anomia, cristalización de clase, etiquetaje, presión de grupo, profecía autocumplida) conforman una personalidad patológica, pero la etiología está muy lejos de ser cromosómica, lombrosiana... El estudio del genoma humano demuestra que el delincuente no nace por generación espontánea, ni por aberración genética. Y esto no está interiorizado.
Cuando se detiene a un violador, mucha gente expresa: ¡No tiene cara de violador!
En muchas casas al hijo se le alecciona: «si un niño te pega una bofetada, tú le pegas dos».
Y aunque hay quien lo discute, tengo clara la influencia del golpeo catódico de violencia en series de TV, dibujos animados, y videojuegos, violencia gratuita, sin consecuencias, donde gana el bueno, el que más mata, el guapo con el que el niño se identifica, revistas donde se mezcla sexo y violencia, donde se transmite el peligroso criterio de que cuando la mujer dice no quiere decir sí. Claro que incide muy negativamente sobre los niños, claro que banalizan la violencia; la presión es muy fuerte y ejerce influencia. ¿O es que todos los empresarios y publicistas están equivocados?
En psicología sabemos de la importancia del modelado, del aprendizaje vicario, y parémonos a pensar: ¿qué oyen los hijos de sus padres, ante una contrariedad?
Pese a las múltiples evidencias, siempre habrá quien para ahuyentar miedos subconscientes, verá en el criminal una maldad ontológica grabada a fuego en el alma o, en su versión moderna, en el código genético.
e. Ha desaparecido la banda, permanece el agrupamiento.
Aquellas bandas especializadas (tironeros) que establecían lazos y vínculos de algo más que colegas, que admitían jerarquías (recuérdese «El Torete»), se han extinguido. El mundo de hoy es más individual, más utilitario, menos de clases definidas. Las «bandas juveniles» tenían su etiología en la «cristalización de clase», en el desamparo social, en el temprano absentismo escolar. Las mal llamadas «tribus urbanas» se agrupan para expresar violencia (muchas veces, y aunque se discuta el adjetivo, «gratuita», como pegar al núm. 30 que sale del metro, no para obtener beneficios: «loros»/radios de coches). Hay una delincuencia de tipo lúdica y de consumo, más que de miseria o carencial.
La procedencia de los jóvenes es mucho más variada. Se implican más niñas (la proporción 1 a 8 está cambiando), que golpean a otra «porque es pijita», etc. Pero hay muchos jóvenes que provienen de familias cuyo nivel socio-económico es medio-alto, o muy alto. Estas variaciones en niños y jóvenes son el espejo de una realidad en los adultos que influyen en las posturas psicológicas y roles que adoptan sus descendientes. Hay muchos padres que saben pero callan, que no se enfrentan (que a veces piensan igual). Y, eso sí, algunos adultos con ideologías obsoletas pero preocupantes que recuerdan cuando A. Hider dijo «una juventud violenta, dominadora, valiente, cruel, con el brillo en los ojos de la bestia feroz».
Esa impronta es percibida y sentida por los niños en el hogar, la escuela, los lugares de ¿esparcimiento?, los medios de comunicación.
Estamos creando una conducta social compuesta de sumativas individuales, que no desarrolla la afabilidad social ni la vivencia profunda de sentimientos de ternura y sufrimiento —pathos—; que no facilita la responsabilidad por las creencias y pensamientos que manifiestan; que no aboca a instaurar un modelo de ética para su vida —ethos—; que no provee de las habilidades sociales y cognitivas para percibir, analizar, elaborar y devolver correctamente las informaciones, estímulos y demandas que le llegan del exterior. Que no asume normas, entendidas como el conjunto de expectativas que tienen los miembros de un grupo respecto a cómo debería uno comportarse, claro que muchas veces no se puede atribuir a dos o más personas el calificativo de grupo, pues no hay ni estructuración, ni distribución de papeles ni interacción entre ellos.
El agrupamiento, ya sea de Latin King, Netas o Skin se realiza generalmente en busca del padre-grupo, de sentirse fuerte, de soltar adrenalina. En el 2004, las fuerzas de seguridad identificaron a dos mil miembros de bandas latinas y detuvieron a trescientos.
Hay otros grupos, como los de apoyo a ETA, que requieren de un minucioso estudio para valorar el porcentaje de ideología que los mueve, la proporcionalidad de marginalidad que los sostiene y la parte de malestar personal que se les debe atribuir.
Otros, como los «okupas», cuentan con cierta simpatía o complacencia social, pero son utilizados con facilidad para extender prácticas de guerrilla urbana.
f. La violencia no nace de la razón, sino que acalla a ésta. La violencia del grupo se potencia de forma geométrica.
Desde el anonimato, la responsabilidad se diluye. La «presión del grupo» ejerce una fuerza desbocada que hace saltar los «topes inhibitorios». El joven en estos actos se distancia de la víctima, vive el momento como «lúdico», le importan los suyos no el «objeto inerte». Existe una profunda despersonalización.
Es peligrosísimo que desde el analfabetismo emocional, desde la incapacidad para sentir, se perciba que la violencia «sirve», por eso precisa, exige una respuesta inmediata, no violenta, pero sí poderosa e insalvable.
g. Enquistamiento de la violencia. Medidas para su extinción.
— Prevención individual en cada caso, ¿qué actividades, símbolos tiene el hijo?, por ejemplo qué enseñas, navajas, bates de béisbol, fanzines, etc.
Precisamos una policía que prevenga; los estadios de fútbol y otras concentraciones sirven para identificar a jóvenes con actitudes y vestimentas violentas; no se puede subvencionar los viajes de Ultra Sur, etc., que se sienten héroes al llegar a ciudades e ir custodiados por policías.
— La sanción. Respecto a la institución judicial, la justicia de Menores avanza con paso dubitativo, porque no define si ha de ser sancionadora, rehabilitadora o protectora de quien entiende. Esta duda permanente es fiel reflejo de la dicotomía social.
Ha de aprovechar el contacto con la infancia para conseguir de ésta un mayor respeto y valoración mediante la participación activa en cuanto le afecte. Y ello desde un criterio científico que atienda a todas sus circunstancias familiares, sociales y personales (historia vivida, motivaciones, intereses...). Una intervención que sea inmediata a los hechos que se le imputan y mínima dentro de lo posible, con garantías, individual, basada en principios mediadores. Donde primen las medidas alternativas, se implique la comunidad y que repare a la víctima. (Algunas, como que un menor que ha agredido brutalmente a un dominicano esté durante un año por las tardes acudiendo a un Centro de Educación Especial, enseñando y ayudando a un deficiente mental, probablemente entendiendo que de los «sub» también se aprende; o pedir perdón a la víctima o realizar una reparación, como la limpieza de los vagones del metro manchados con grafittys o la limpieza de parques).
¿Qué ocurre con las bandas? ¿No es verdad que es muy difícil castigar la violencia ejercida por estos individuos porque no se aclaran responsabilidades penales? ¿Qué hacer? ¿Se castiga «solidariamente» a todos? Lo que es perverso e inadmisible, es que, uno por otro, hechos terroríficos queden sin sanción, con lo cual la ciudadanía se siente indefensa.
— La rehabilitación conlleva una respuesta individual buscando la modificación de conductas (violentas) mediante la asunción de culpabilidad, de responsabilidad, de intención de cambio; precisa una modificación cognitiva, de percepción, de «auto-localización», por ende son profesionales de la conducta humana quienes han de intervenir para que la sanción no se quede en ser vindicativa, sino efectiva, por respeto a la víctima, por prevención para evitar riesgos a posibles futuros afectados y por recuperar socialmente al agresor.
Con esta filosofía, mucho más eficaz, se podrá ir desjudicializando y desinstitucionalizando a la par que se incrementa el peso de la acción educativa-comunitaria.
Debemos entender y creer que las soluciones con los adolescentes vienen de mano de la respuesta social, no de la punitiva penal. Tenemos que desarrollar la sanción reparadora, implicando a los vecinos. El trabajo en beneficio de la comunidad es una alternativa a un Código Penal que debe utilizarse como última respuesta.
Muchas veces se fracasa clamorosamente, y es un fracaso institucional, pues los niños, tras un expediente de protección, acaban en uno de reforma, mostrando a las claras la incapacidad para romper la profecía autocumplida que desde muy temprano aseguró «será carne de cañón».
Somos todos sin excepción los que con mayor o menor responsabilidad debemos implicarnos en los problemas, que no son individuales aunque hablemos de temas tan particulares como las agresiones o robos dentro de la casa o la fuga de la misma. O de otros protagonizados por aquellos a quienes se llama «ilegales», porque éstos son personas, jóvenes, niños, provenientes del norte de África, sin vínculos, sin horizontes. No juzguemos las conductas, sino sus causas, sus soluciones.
Tipos de adolescentes de los que preocuparse
Algunas tipologías de adolescentes, cuyos trastornos del comportamiento podríamos calificar de «nuevos» son:
a. Psicopáticos: son niños que desde muy pequeños aprenden a ser duros, a deshumanizarse, a primar la filosofía de «primero yo y luego yo», a mantener una actitud tiránica, distante, incapaces de empatizar, de mostrar perdón, de transmitir sensibilidad. Con graves errores los iremos convirtiendo en «depredadores sociales», que buscan el nihilismo, hedonismo, el placer momentáneo, presente, individual, saltándose el límite de no dañar o, al menos, la frontera de «no dañar a otro ser humano», es decir, igual que podemos quitar la cabeza a una hormiga para ver qué le ocurre, o matar una mosca (sin sufrir), ellos pueden «rajarte» si no les das la «chupa».
Si se les administran pruebas psicológicas como el test E.P.Q.-J de Eysenck, en ítems tales como «¿Sufrirías si ves un perro que acaba de ser atropellado?» contestan «No». Y si les preguntas «¿Y una persona?», te dicen «Si es vieja, no».
b. También aparecerán niños huidizos, introvertidos e indescifrables. Los padres dicen no conocerles, no saber qué piensan, qué les preocupa. Están desconectados mediante cascos de música, se refugian en su cuarto, esconden «cosas» en sus cajones. Son imprevisibles, difíciles de motivar. Son vividos por padres y hermanos como distintos, distantes, como desconocidos alojados en casa.
c. Otro tipo de adolescente que «florece» ante graves fallas educativas es el cien por cien grupal, el que vive para los colegas, se activa sólo con ellos. Su comunicación es «indescifrable» para los adultos que no están en «sintonía». A veces estos grupos pueden ser violentos, nocivos, sectarios. Algunos de estos adolescentes pierden su identidad personal, su capacidad crítica, prima el padre-grupo. Los padres y madres pierden «de hecho» la tutela.
d. Hay otro grupo de menores que se convierten en maltratadores de hermanos pequeños, de la madre (el padre suele mostrarse desaparecido), jóvenes que gritan, golpean, insultan, por razones nimias «voy a llamar por teléfono y está la vieja, claro la pegué...»; las etiologías son variadas, algunas hunden sus raíces en el aprendizaje del maltrato.
e. Otros muchachos se hacen con nuestra involuntaria ayuda drogodependientes, van desde el que consume habitualmente droga de síntesis, busca un euforizante, potenciar el «pico» de subida de adrenalina, hasta el consumidor de alcohol «tipo nórdico» (alta graduación), que mezcla alcoholes; éste busca evadirse en el menor tiempo posible, con el menor gasto posible; los fines de semana consume y huye de sí mismo, su placer está en alejar la consciencia de lo que le rodea. Puede manifestar dos formas de ser antagónicas: de lunes a viernes, normalizado. De viernes a domingo, utilizando la casa como un hotel. Queda alienado.
f. Otros menores que estamos creando son los «enganchados a» (el ordenador...), los que se inician en la ludopatía, los compradores compulsivos (los vendedores saben que el niño es el comprador potencial).
g. El adolescente con graves problemas de conducta, en ocasiones (no siempre, ni mucho menos) afecto de enfermedad mental. Muestra fallas en la atención, es en ocasiones hiperquinético, molesta y sorprende por sus conductas a quienes le rodean. Busca el castigo, la sanción. En ocasiones se autoagrede (golpeándose la cabeza contra muebles; con trastornos alimenticios=anorexia/bulimia etc.). Crea graves problemas de convivencia, primordialmente en la escuela. Hemos de reseñar la crónica carencia de plazas de internamiento específicas.
Impregnados por la violencia
De la violencia juvenil se habla y se hablará en el futuro. Pero no se dude, el niño verdugo es víctima de la violencia de los adultos, de los Estados, de la violencia institucional, de la violencia en los vídeos y las televisiones, de una educación errónea y violenta. No debemos sustraer a los jóvenes de sus propias responsabilidades, pero hemos de gritar con fuerza que no existe el asesino nato, que la violencia se aprende, como se aprende a ser altruista.
Leía en verano una carta al director, publicada en el diario ABC, decía:
«Señor, Vos que sois bueno y protegéis a todos los chicos de la Tierra, quiero pedirte un gran favor: transfórmame en un televisor. Para que mis padres me cuiden como le cuidan a él, para que me miren con el mismo interés con que mi mamá mira su telenovela preferida o papá el noticiero.
»Quiero hablar como algunos animadores, que cuando lo hacen, toda la familia calla para escucharlos con atención y sin interrumpirlos. Quiero sentir sobre mí la preocupación que tienen mis padres cuando la tele se rompe y rápidamente llaman al técnico. Quiero ser televisor para ser el mejor amigo de mis padres y su héroe favorito. Señor, por favor, déjame ser televisor, aunque sea por un día».
Como sentenció Mac Luhan, «el medio es el mensaje». Es más, hemos convertido algunos mensajes de los medios de comunicación en actos de fe.
Se lee poco, se escribe menos, se reflexiona escasamente, vivimos la inmediatez, la superficialidad de la imagen momentánea. La televisión es y puede ser un correcto instrumento al servicio de la educación y el conocimiento del mundo. Es la principal fuente de socialización y educación, que está transformando y generando un nuevo tipo de ser humano, aunque más que socializar y humanizar, desinforma y deshumaniza, moldea día a día nuestras creencias y actitudes y nos hace a su imagen y semejanza. Afecta positiva y negativamente, sobre todo a las personas no formadas.
El problema de la televisión es que puede crear adicción, la sociedad española es «teleadicta» —más en la infancia—, y si no se selecciona se puede ser víctima de su malísima programación: violencia unida a sexo; presión al consumo; zafiedad y sordidez.
En esta sociedad de dejación, la televisión «basura» transmite a los niños actitudes basura. Los medios de comunicación deben propagar acciones y actitudes positivas de personas que pueden y deben ser referencias.
En muchas ocasiones, lo que atrapa la atención no es el contenido sino la acción, por eso no se puede analizar, comprender, sintetizar como un libro.
Cuando el director y presentador de un informativo de una cadena privada de televisión terminaba el noticiario diciendo «Tal como fueron las cosas. Así se las hemos contado», no se ajustaba a la verdad. La televisión no es, no puede ser el notario de la realidad, elige temas, descarta otros, da prioridades... Los productos televisivos están hechos por personas subjetivas, como decía Unamuno al creer que el hombre tiene que ser subjetivo porque es sujeto.
La televisión transmite un mundo ficticio, para bien o para mal. Un estilo de vida, unos valores, unos ideales sobre los cuales nos apoyamos en nuestra vida diaria y basamos muchas de nuestras decisiones y formas de obrar.
La repetición continua de programas no se detiene en la pantalla sino que trasciende. Ocupa charlas y comentarios y no sólo en el hogar, sino que llega a la calle, al trabajo, a la cafetería, al colegio; es motivo de identificación, comparación, los niños imitan a personajes que les atraen o les resultan graciosos. Es decir, tienen los contenidos de la televisión en sus pensamientos, llegando a constituir un proceso de socialización, hasta cierto punto irreal.
Se crea «una cultura» única para todos, con una sola visión de la realidad, la «cultura audiovisual».
Hay un lugar al que no llegan los educadores ni los padres (que también lo son), sólo llega la televisión; por eso los medios de comunicación podrían y deberían servir para un debate profundo sobre el futuro, sobre la vida.
Hay que asociarse para hacer oír la voz sobre lo que se transmite en televisión. Los consumidores de ésta habrían de imponer las reglas del juego, parar la dinámica que desborda toda racionalidad y el sentido del mal gusto que genera la lucha por las audiencias.
Hay que enseñar a ver la televisión con capacidad crítica. Crear niños y jóvenes críticos que se replanteen siempre la realidad, que piensen que no tienen que ser como los demás, y sí como es lógico ser.
Posiblemente la ración continua de violencia que recibe el niño no lo haga violento pero seguro que trivializa la agresividad.
Padres y maestros entienden que la catarata de violencia que emiten los medios de comunicación y, más específicamente, la ingente cascada de imágenes violentas que se visionan en la televisión influyen muy negativamente en las conductas y posicionamientos de los jóvenes. Además se considera que otros contenidos televisivos restan autoridad a padres y tutores. Este criterio no es muy compartido por los jóvenes.
Criticamos a los medios de comunicación, pero les demandamos una ración cada día mayor de sensaciones.
Por eso, en la cultura televisiva, la violencia constituye la regla, no la excepción. Se transmite la peligrosa idealización de la supervivencia y admiración al más fuerte, al más insensible, al educadamente o no depredador. Llegados a este punto, y conscientes de que los medios de comunicación reflejan en gran medida nuestro modelo cultural y nuestro sistema de valores, (hemos de considerar que) son un problema social.
Una vez escuché una parábola que decía más o menos: «Si a una rana la echamos a una olla con agua hirviendo se quemará viva, si la ponemos en una olla con agua fría, nadará, jugueteará, si subimos la temperatura seguirá confiada, pero al final se escaldará». Pues bien, eso puede pasar con nuestros niños; si junto a la violencia real de los adultos (véanse los telediarios) les regalamos unas películas gratuitamente violentas, nocivos dibujos animados, que son el tercer bloque de programas violentos, los insensibilizaremos, banalizarán el uso de la violencia y apreciaremos las fatales consecuencia de ello a medio plazo.
Miren, las empresas gastan en publicidad cifras astronómicas, conocedoras de su influencia en las conductas de las personas y sobre todo de los más pequeños, no cabe discutir la incidencia que sobre éstos necesariamente ha de tener el que por ejemplo durante cualquier semana, y sin salir de casa, puedan ver 770 asesinatos y homicidios, 47 torturas, 28 secuestros, 17 suicidios, 1.200 peleas, múltiples disparos y más de 80 actos que vinculan sexo y violencia.
La agresión con arma de fuego es la más habitual, ya que en uno de cada tres programas con contenido violento se manifiesta. Concuerda con estudios suecos realizados entrevistando a niños, que encuentran que, para éstos, la principal causa de mortalidad humana es recibir un disparo.
Y qué decir de películas que transmiten una justicia vengadora como Rambo o Batman o del tipo El muñeco diabólico.
Pero más grave es el problema de las consecuencias de esa violencia que ven los niños. No existen consecuencias... lo que es aún peor, la violencia es gratificada, posee consecuencias positivas porque el agresor cumple sus objetivos.
El 9,5 por ciento de los programas escenifican violencia, tanto interna de la propia cadena, como de anunciantes externos. Lo que más atrae a la audiencia para que posteriormente vean un programa es anunciarlo escogiendo lo más violento o lo que implique los valores más negativos.
En el pasado, la violencia estaba ligada a la supervivencia, pero en el momento actual lo terrible es que se haya transformado en un espectáculo de consumo.
Los niños desarrollarán valores inadecuados. Se habla de todo y se puede ver todo, que todos puedan elegir y que nada se oculte. Nadie pensó que los niños no tenían ni tienen capacidad crítica plenamente establecida, y les hemos quitado los avisos, los rombos, la protección. Los niños ven sus programas y comprueban que el motor de todo es el dinero, el egoísmo, la satisfacción individual.
Los niños se encuentran en pleno desarrollo emocional y la exposición reiterada a imágenes violentas puede suponer una insensibilidad al sufrimiento y los problemas del ser humano, a empatizar con los demás. Puede perjudicar el desarrollo normal de niños y adolescentes con profundos efectos en la salud mental, física y emocional; de la etapa del desarrollo en que se encuentre dependerá su afectación.
Los niños que hacen uso de la televisión perciben el mundo como un lugar amenazador y peligroso, lo que lleva a actitudes más temerosas y cautelosas frente al entorno real y a un aumento de la ansiedad y la dificultad de distinguir entre realidad y ficción.
En algunos casos, como en los niños con problemas mentales que les impidan separar adecuadamente la realidad de la ficción, lo que ocurre es que se produce el denominado «efecto disparador», donde la televisión es fundamental para repetir una conducta; son éstos los que, tras ver cómo un niño golpea a otro, ellos también golpean.
La exposición a formas violentas de resolución de conflictos, si no va acompañada de una crítica positiva y la presentación de modelos alternativos de diálogo y acuerdos, puede derivar en una capacidad de respuesta muy limitada y negativa ante los problemas y situaciones que se le presenten a lo largo de su vida.
Sin embargo, es la falta de supervisión de padres y tutores lo que permite que haya niños con una exposición a la violencia visual extrema.
Se culpabiliza mucho a los medios de comunicación desplazando responsabilidades, cuando un gran número de personas hallan la violencia atractiva. Violencia es el disfrute de su contemplación. A veces la televisión es ese ojo voyeurista que nos permite entrar en las tragedias de los otros, que nos aproxima la sangre, los celos; eso explica el éxito de los sensibleros y morbosos reality-shows.
La violencia existe en la sociedad y la televisión no sólo la refleja sino que incluso la agranda. Parece que el ser humano tiene una atracción hacia las informaciones morbosas y que expresan la maldad de los hombres. La bondad del hombre, sus valores también existen y debieran proliferar en la TV, tanto como las muestras de agresividad.
Los medios de comunicación son mediadores de la realidad, conformadores de la misma, son imprescindibles, necesarios, en ocasiones pedagógicos y preventivos, pero también han de controlar sus contenidos (si al menos las televisiones cumplieran con la normativa existente...).
Nada más lejos que exorcizar unos canales tan útiles de comunicación, muy al contrario, utilícense para mostrar lo positivo del género humano y como sutura de las heridas que sus miembros a veces se infringen.
Pareciera que los videojuegos se han convertido en un símbolo de diferenciación generacional.
Son utilizados sólo por niños, adolescentes y jóvenes, sin que se produzca casi ningún tipo de control por parte de los adultos, la mayoría de los cuales desconoce el manejo (y por tanto el contenido) de dichos videojuegos, por lo que no pueden hacer una labor de control sobre los mismos. Además de no estar informados, no controlan las copias piratas que manejan sus hijos.
En menos de dos décadas todos los padres de adolescentes habrán estado en contacto con los videojuegos. ¿Algo cambiará?
Los videojuegos son un «gran deseo» entre los 7 y los 9 años. La de 12 años, es la edad fronteriza entre la visualización de los programas infantiles en la televisión y la inmersión en los videojuegos de acción. Conforman una parte importante del ocio en el modelo preadolescente, y a los 16 años ya interesan poco.
Sus jugadores son en un 60 por ciento adolescentes y jóvenes, siendo usuarios habituales, junto a los preadolescentes, de los de acción violenta. El carácter lúdico y divertido que la violencia tiene para muchos jóvenes, especialmente los chicos, se ha convertido en una de las formas de entretenimiento promovida por los medios de comunicación.
EÁ 25 por ciento de los adolescentes juega casi todos los días, y algunos de ellos emplean más de dos horas diarias. Su uso compulsivo genera una gran dependencia. Los videojuegos más elegidos son: deporte, aventura, disparo, lucha, simuladores, de plataforma y de rol. Los videojuegos violentos ofrecen una violencia interactiva y buscan el detalle morboso.
Las revistas reproducen artículos sobre «los juegos más violentos» con criterios estándar de tipo: «cantidad de sangre», «detalles macabros», «presencia de elementos sexuales», «grado de justificación de la acción», «frecuencia de acciones violentas». Suficiente mala reputación para incrementar las ventas. Son tan importantes como los propios videojuegos ya que en las mismas se informa de las novedades, los trucos, interpretan el discurso ideológico que subyace, aparte de demostrar que el sector se mueve casi exclusivamente alrededor de los juegos de acción que reflejan guerras, conflictos y acciones asociadas.
Los juegos recurren a historias que en apariencia no tienen ideología, pero que manipulan los sentimientos y, sobre todo, las sensaciones, incluyendo gran cantidad de agresividad que en muchas ocasiones es violencia innecesaria y extrema, soluciones fáciles a los conflictos interpersonales, exaltación de valores antidemocráticos, sexismo... todo aquello que puede hacer que los adolescentes se sientan distintos al resto de la sociedad, de los adultos.
No hay publicidad sobre los videojuegos porque los adultos se escandalizarían y algunos tomarían medidas para evitárselos a sus hijos.
Son juegos marcadamente machistas. De carácter sexista, presentan protagonistas femeninas que conservan una estética de orientación sexual tendente al erotismo y, por supuesto, el militarismo. Las heroínas deben ser protegidas y en muchos casos son el trofeo del ganador.
Hay que evitar los videojuegos de contenido violento, sexista, racista... e incluir algunos de tipo directamente educativo, sin excluir por ello otros de puro esparcimiento.
Aunque parece un juego solitario, un 5 por ciento se desarrollan en red y un 60 por ciento entre amigos. Son un elemento para la socialización entre iguales, porque hay intercambio tanto de juegos como de informaciones, se producen redes de interrelación amplias y los adolescentes se hacen más empáticos y sociables entre sí.
Se detecta que los jóvenes que tienen peores relaciones familiares juegan más y, en soledad, los juegos les provocan problemas. Se podría decir que ocupan el tiempo y lugar del hermano con el que jugar y pelearse.
Hemos de minimizar los riesgos potenciales y valorar los usos positivos. Los videojuegos pueden incitar a la violencia pero también ser un instrumento educativo de primer orden ya que permiten adquirir destrezas y pueden ser utilizados para el aprendizaje e incluso interiorizar actitudes y valores positivos. Que sean una cosa u otra depende de las prácticas sociales.
Algunos padres se preocupan por las letras de canciones que reivindican la transgresión; por estilos musicales que incitan a la violencia, al riesgo, al amor a lo oculto, lo fanático; por guiños al consumo de drogas o directamente a su exaltación.
No les falta razón, pues si bien la música no es necesariamente determinante de algunas conductas disruptivas o disociales, sí suele ser un complemento de las-mismas.
El problema nace y se instaura cuando el adolescente se hace sectario, se fanatiza con una música agresiva (en su ritmo y/o mensaje), cuando viste y se ratifica en esas letras, en esa actitud vital. Debemos respetar los gustos musicales (a ser posible amplios), pero hemos de impedir que se encierren en un mundo reduccionista, reiterado, machacón. Eduquémosles desde corta edad; que en el hogar se escuche música clásica, baladas, jazz... armonía. Escuchar música presupone saber disfrutar del silencio y respetar a los demás con el volumen de emisión. Buenos son los «cascos», pero para una utilización moderada, no recurrente, aislacionista y dañina para el cerebro, las emociones y el umbral de audición del adolescente.
Es propio y aun saludable que los niños, y sobre todo los adolescentes, busquen códigos de identificación (lenguaje, vestimentas, tipo de música...) con su grupo de referencia y un look reivindicativo.
Siempre ha habido modas en la forma de vestir, de peinarse, teñirse, de calzarse, incluso las hay de cómo tatuarse o ponerse un piercing. A veces esto irrita a los padres. Sólo si la imagen exterior es impropia o marcadamente identificativa de sectas, creencias fanáticas o de riesgo (por resultar un agravio para otros o porque inducen a conductas fanáticas...) hemos de intervenir limitando lo que sería una equívoca libertad.
Sólo nombrarlos presagian riesgos y ello porque en la conciencia colectiva queda el eco de algunos trágicos hechos que fueron transmitidos por los medios de comunicación.
Categóricamente (y por las investigaciones realizadas) podemos aseverar que los juegos de rol como tal, son neutros e inofensivos. El riesgo se hace cierto cuando se utilizan en exceso y, desde desequilibrios emocionales, se busca derivarlos a la vida real. El problema nace del riesgo de sectarismo que puede enganchar a niños y adolescentes, de la desvinculación con el entorno, de la presión del grupo.
Hay muy distintos juegos de rol, de asunción de papeles, donde los niños (y menos niños) se proyectan en personajes con los que desarrollan su imaginación y ponen a prueba sus capacidades. Es más, puede tratarse de escenarios donde los niños plasmen sus conflictos internos y tomen conciencia de ellos. No puede negarse que pueden servir como fuente de aprendizaje de socialización a través de un sistema de normas.
En la exaltación incompatible con otras relaciones y actividades, en la asunción de reglas muy rígidas, en el intento de llevar a la vida real lo que es un juego, en psicopatologías previas hay un riesgo innegable, pero no achacable específicamente al juego de rol.
Recuerdo y recuerdo muchas veces la respuesta ya impacientada de aquel adolescente que había arrojado a un muchacho sordomudo a las vías del metro «Le he tirado, sí ¿y qué?». (La «causa justificativa»: no le entregó el monopatín que le quería sustraer).
O la de aquel niño de 12 años que al llegar al Centro de Reforma por haber matado ese día a una panadera y tras espetarme: «A ver, psicólogo, pregúnteme pronto porque me pienso fugar», se explicó diciendo: «Joder, entro a robarla con el cuchillo y se me pone chula, toma, claro, se lo clavé».
No menos impactante fue aquel otro niño también de sólo 12 años que cuestionado sobre cómo es que había violado a una nena de tan sólo 8 contestó: «Porque es puta». O aquel imberbe que me adiestró: «No sabe lo que se siente cuando le pateas y revientas la cara a uno que está en el suelo».
Qué decir de aquel muchacho racista que deseaba «ser médico de mayor», pero que argumentaba: «A los homosexuales hay que mandarlos a una isla pues transmiten enfermedades, a las prostitutas a otra por lo mismo, los negros a su país porque nos quitan trabajo», y, preguntado por los judíos, concluyó con su particular coherencia y honda convicción: «Hay que matarlos, no tienen patria».
Hay quien con cara de ángel, de niño (la suya, la propia de su edad) te explica «para montar bronca, para pasarlo bien, pegamos al primer “pringao”».
Otros justifican su brutal agresión a su madre con lindezas del tipo: «no me da todo el dinero que necesito, pues que venda la casa». Por ir terminando con la descripción de tipologías están los que golpean con las manos, con puños americanos, con un bate, o pinchan con un estilete, o navaja —mariposa—, «porque me miró mal» o «me dio el punto, me dio la vena» o «queríamos divertirnos».
Son casos puntuales. Claro que son los menos. No deseamos crear alarma social, pues la misma conlleva menos tolerancia en la comunidad. Pero no nos confundamos, no tergiversemos la realidad. Esta sociedad está haciendo, está fabricando, niños (no siempre menores, jóvenes o adolescentes), niños muy duros emocionalmente, niños que se nos disparan en psicopatía, niños a los que la violencia les produce placer, niños que sienten y quieren vivenciar la violencia en estado puro.
Cada vez su edad es más corta, su extracción social más variable y además las niñas se van implicando en estas acciones que entendemos irracionales, que calificamos de gratuitas (porque buscamos una motivación no endogámica y cortocircuitada), que muy erróneamente adjetivamos de inhumanas. Cuando los medios de comunicación se enteran de un suceso lo magnifican, su eco (a veces) amplifica la gravedad. Sin embargo, los periodistas son conocedores de pocos de estos casos y publican y emiten aún menos. No somos conscientes de la puntual pero inaudita brutalidad infantil.
Lo constatable es que proliferan los nuevos «entretenimientos»: desde disparar con perdigones a viandantes o con piedras a trenes o vehículos, a conducir motocicletas en sentido contrario, agredir a profesores, lanzar «cócteles» explosivos (de aguarrás y papel plata) contra jefaturas de Policía, quemar coches aparcados, atar a los árboles, vejar (hacer beber orines) o imponer «multas» a niños aún más pequeños si desean evitar represalias (al más puro estilo mafioso). Hay una violencia contra «los otros», los que «son distintos», una violencia distante, desproporcionada y espasmódica (se llega a grabar las palizas a mendigos e indigentes):
Y, lo que es peor, hay una falta de responsabilización y de valoración de la gravedad de sus conductas. Si es una violación en grupo aducen «no se quejaba, yo creo que le gustó, o fue un juego». Si un linchamiento, la respuesta es «se lo merecía, se lo había buscado» o «no la pegué, sólo fui a verlo».
¡Atención!, muchos padres, los más, argumentan, justifican a sus hijos, minimizan sus conductas, ejercen de erróneos abogados a ultranza.
En conclusión, la violencia de jóvenes prolifera (en el año 2004 se detuvieron según fuentes del Ministerio de Justicia e Interior en España aproximadamente a 34.000 menores de 18 años —no quiere esto decir que todas las infracciones fueran de etiología violenta). Pero cada día son más y más graves los actos violentos de adolescentes y niños.
Vemos niños sin respeto, «No admito órdenes de nadie», absolutamente amorales, hedonistas y nihilistas en los que prima el principio de «primero yo y luego yo», que se muestran fríos, que han aprendido que la violencia física y verbal sirve, que con ella se consigue el objetivo, se obtiene poder, «a mí me respetan», «cuando yo miro los demás bajan los ojos».
El odio puede ser genérico y con proyección de futuro, «algún día el mundo sabrá de mí».
Cuando la dureza emocional se propaga y alcanza a los más pequeños, estamos ante una enfermedad social. Si valoramos el problema como de personas individuales y lo explicamos en ellas mismas, por sus características, genoma o configuración (el sustrato de las teorías lombrosianas sigue vigente), estaremos equivocando el diagnóstico y por tanto la posibilidad de tratamiento. No hay niños violentos por naturaleza, de ser así, por mutaciones genéticas, nacerían con armas. La violencia se aprende; una sociedad de adultos violentos conforma unos descendientes que también lo son.
Dentro de esta epidemia de la que hoy somos conscientes, pues lo único que ha cambiado es que en el inicio del tercer milenio nuestra aldea global se comunica con profusión (lo que no aleja, muy al contrario, la soledad individual), pues bien, como argumentábamos esta enfermedad de transmisión que es la violencia, cuyo abordaje terapéutico sería la higiene mental colectiva, encuentra reductos (núcleos familiares) donde no se propaga y ello gracias a una eficaz vacuna cual es el tipo de educación y de interrelación que en la misma se practica.
Desengañémonos, el «barro» con el que estamos hechos es el mismo, lo que nos diferencia es el molde que nos da forma (que nos con-forma). Y es que, como dijo Demóstenes: «Se piensa como se vive». Si alguien no ha sido amado, ¿cómo va a amar? Si un niño crece entre maldad, obrará de adulto de forma criminal con total naturalidad.
Acertó Concepción Arenal al proclamar: «La sociedad paga muy caro el abandono en que deja a sus hijos, como todos los padres que no educan a los suyos». Es constatable en el día a día que según se educa a los hijos hoy, mañana serán un premio o un castigo para padres y comunidad.
Y es que un «mal viento», una desatención prolongada, un continuado mal ejemplo despeña el futuro de un niño.
Creo en la responsabilidad de los tutores y específicamente de los padres. Un padre es quien cuida a su hijo, quien le adora, quien le forma (no sólo informa), no aquel que aporta el esperma (o la sangre), ni aun su hábitat durante nueve meses. ¿Qué humanidad estamos construyendo, que algunos niños agreden a la madre que los parió, que les dio de mamar, que los tapó en su cuna y abrazó contra su cuerpo?
¿Qué fallos educativos de base propician expresiones como «No puedo con mi hijo (7 años)», «El enemigo número 1: mi hijo» o «Tengo miedo a mi hijo»?
Vemos las espinas de esta sociedad, pero realmente la conjunción de todas las personas es un rosal. Debiéramos aprender a valorar lo bello, a aplaudir la virtud, la entrega, la honestidad, la sinceridad, la honradez, más que cebamos en intentar podar las bajezas humanas. Las personas hemos de comunicarnos y entrar en contacto, sin miedo a mostrar los sentimientos y las emociones, con mensajeros tan elocuentes como las lágrimas y tan luminosos como la sonrisa.
Hemos de erradicar nuestros miedos e inseguridades que nos hacen hostiles, pues ponemos fácilmente en práctica el consejo de «la mejor defensa es un buen ataque».
Un proverbio alemán lapidariamente dice: el enano ve gigantes por todas partes. Tenemos que ser valientes, de lo contrario nos crecerán los tiranos, y coherentes, con unas metas que alcanzar, donde no prime un capitalismo-depre— dador que ensalce la supremacía del yo, que aúpe al cajón de los vencedores a los más psicopáticos (con formas y trato evolucionado y sofisticado, pero con fondo despiadado y profundamente narcisista), que enseñe a usar y tirar, a dejar en la cuneta a los incapaces, a los no competitivos. Vamos muy rápido, como aquel caballo que desmontó a su jinete y avanza frenético pero sin rumbo.
Sin utopía, sin ilusiones, sin razones, sólo queda la acción muchas veces violenta, y eso quizás nuestros pequeños no lo comprenden pero sí lo captan.
El fracaso en el aprendizaje prosocial hunde sus raíces en la incorrecta o nula enseñanza. Niños que cometen hechos deleznables no lo hacen por odio sino por carencia de ajuste social, por estar huérfanos de valores, de criterios, por adolecer de evolución moral. Hay niños famélicos que socialmente han padecido una dieta donde se les ha suministrado derecho a exigir, a dictar, a ser individualistas, a centrarse en sus intereses y se ha olvidado de administrarles el derecho a ser condescendientes y generosos, a saber esperar, a aceptar frustraciones y diferir gratificaciones, a ser tolerantes y solidarios, a pensar en los otros, en el prójimo.
Seamos conscientes de que educamos erróneamente para vivir en sociedad. Hay quien se posiciona desde el «dejar hacer» (considero que es el peor sistema); los hay que relatan «me salió así» (como si de espárragos se tratara); los que no conocen al hijo (cómo piensa, con quién pasa los fines de semana; es más, no saben definirlo o decir una cosa positiva de él); los que jamás han dicho «No»; los que no saben hacerse respetar e impiden que se respete a profesores y otros ciudadanos; los que muestran una relación gélida y utilizan la palabra como florete y el mediador verbal como esgrima; los que quieren ver en sus hijos puras «esponjas de conocimiento» sin otros horizontes.
Oímos a menudo «es tan difícil educar» y pienso: más mérito tiene educar tan mal, ¡qué falta de amor, dedicación, esfuerzo, coherencia!
Se argumentará: «Esta sociedad es muy compleja, no sabe la presión de su grupo de amigos, en los medios de comunicación hay una cascada de violencia y sexo [muchas veces inseparablemente unidos], hay droga...». Es cierto, ¿quién lo niega? Pero, ¿por qué hay niños-familia-contexto sanos?
«Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la ira, son las razones por las que la vida de una gaviota es tan corta y al desaparecer aquellas de su pensamiento, tuvo por cierto una vida larga y buena». (Hichard Bach, Juan Salvador Gaviota.)
Todos vivimos en un entorno duro, agresivo; desde Caperucita o los tres cerditos hasta quien dispara indiscriminadamente contra la muchedumbre, vemos violencia. Hay conductas, actitudes emocionalmente hibernadas, otras son trágicamente surrealistas.
Vemos muchas armas, mucha protección privada y, en un combinado peligroso, mucho aburrimiento (vagancia conductual, cognitiva e imaginativa); un alto absentismo de la figura del padre (una inhibición y dejación alarmantes); un fracaso escolar prematuro; un grupo de iguales (de referencia) idéntico (si es duro, sólo se relaciona con otros «impenetrables»); un vandalismo creciente.
Quizás la ciencia del futuro ya casi presente nos demostrará que los jóvenes duros, violentos, tienen alteraciones en sus conexiones cerebrales y concluiremos que ésa es la causa de su obrar. No lo crean, la etiología es la educación (la nefasta educación), el entorno (injusto, inmisericorde, insensible). Estos hediondos aprendizajes conforman una forma de comportarse y quizás acaban dejando su mensaje purulento en la química del cerebro de esos niños, víctimas de una realidad que ha perturbado su rostro durmiente que es un mensaje de paz.
Vacunemos a nuestros hijos contra la violencia desde la cuna. Aquí van algunas pistas.
Dotemos a los hijos de seguridad y cariño constante, haciéndoles sentir miembros partícipes de una familia unida y funcionalmente correcta, escuchándoles activamente, valorando sus aspectos positivos, participando en su desarrollo. Eduquémosles en sus derechos y deberes, siendo tolerantes, soslayando el lema «dejar hacer», marcando reglas, ejerciendo control y, ocasionalmente, diciendo NO. Ambos padres, de forma coherente, se han de implicar en la formación, erradicando los castigos físicos y psíquicos, consiguiendo respeto, apoyando la autoridad de maestros y otros ciudadanos cuando en defensa de la convivencia reprendan a sus hijos.
Instauremos un modelo de ética, utilizando el razonamiento, la capacidad crítica y la explicitación de las consecuencias que la propia conducta tendrá para los demás. Propiciemos que el niño se sienta responsable de lo que le ocurra en su vida, evitando mecanismos defensivos. Potenciemos su autoestima, su evolución, la capacidad para ponerse en el lugar del otro. Fomentemos la voluntad, el esfuerzo, la búsqueda del conocimiento y el equilibrio, la ilusión por la vida. Acrecentemos su capacidad de diferir las gratificaciones, de tolerar frustraciones, de controlar los impulsos, de relacionarse con los demás. Fomentemos la reflexión como contrapeso a la acción, la correcta toma de perspectiva y la deseabilidad social.
El contexto social debería ayudar a que las familias mantengan una estructura equilibrada, reduciendo los desajustes, rechazando que los progenitores se hagan copartícipes de «chantajes», se conviertan en «cajeros automáticos» o, por el contrario, usen a sus hijos como arma arrojadiza contra el otro progenitor.
Hay que educar al educador (a quien educa) mediante escuelas de padres, campañas en los medios de comunicación, etc. (Por ejemplo, mi libro Escuela práctica para padres se emitirá por TVE2 en distintos capítulos del programa La aventura del saber).
Hace falta más imaginación para educar en el ocio, eludiendo el aburrimiento, el «usar y tirar», la televisión como «canguro». Ayudémosles a buscar sensaciones nuevas, incentivando la curiosidad por la tecnología y la naturaleza.
La experiencia escolar debiera preparar a los niños para el mundo real y formarles para el acceso al trabajo, dando una respuesta individualizada y motivadora. El grupo de amigos no ha de ser un «padre sustitutorio», deberíamos saber quiénes lo componen y si sus intereses son los propios de su edad.
El cuerpo social debería aumentar su fuerza moral, acabando con el etiquetaje indiscriminado: «ésos son psicópatas, producto de una aberración genética»; la hipocresía: «pobre niño», de forma genérica; «a la cárcel», cuando roban mi móvil, y la atonía, al delegar el problema en el Gobierno y la policía.
Prevengamos (lo más económico), reduciendo los factores de riesgo y aumentando los de protección, preocupándonos no sólo por el menor que es, sino por el que está en riesgo social. Erradicar el niño-producto comercial, al que vender alcohol o usar en la mendicidad. Denunciar la violencia que esta sociedad fomenta. Insertar a los jóvenes y sus ideas en la sociedad. Impulsar los derechos del niño. Desarrollar una tupida red de recursos sociales. Fomentar una política urbanística ecológica... La vacuna contra la delincuencia infantil, es, en fin, prevención, amor y salud psicológica social, pues, como dijo Pitágoras: «Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres». Permítanme elaborar la «receta» de la vacuna antiviolencia:
1. Se pone atención al niño desde antes de que nazca (es el producto, de su calidad va a depender el resultado).
2. Se le quiere (se le besa con tacto, se le escucha, se le hace partícipe).
3. Igual que se vigila una cazuelica y se mueve, se le va dando autonomía y libertad (desde la tutela).
4. Se adereza con unas gotitas de buen humor, capacidad autocrítica y autocontrol.
5. Se va ligando «la salsa» de la socialización del conocimiento al «otro», del respeto a toda persona, animal, planta, objeto, de la aceptación de lo distinto. Se erradica el riesgo de la anestesia ante el dolor ajeno.
6. Se añade capacidad para aceptar frustraciones, para diferir gratificaciones.
7. Se retira «del fuego», para que se oxigene con buenos libros, pintura, teatro. Para que admire y disfrute de la naturaleza, los animales, para que desde pequeño haga deporte y se apunte a grupos {campamentos, etc.) que despierten la solidaridad.
8. Se prueba y sazona (decir en algún momento No).
9. Se adorna con posibilidades para que sea solidario (inclusión en ONG), para que reflexione en cuál es la razón de la vida.
10. Y Se presenta en sociedad valorando su autoestima, recalcando que es y se siente útil.
11. Se sirve en una fuente social donde prevalezca la higiene mental colectiva. Con unas pinzas de prevención o, lo que es igual, de educación. Educación que es de calado lento, de generación en generación.
En algunos momentos, la vida duele. La cartografía del dolor nos muestra las bofetadas verbales, las relaciones tormentosas, la esgrima verbal, el pugilato psicológico, el escupitajo filial.
Tortuosas formas de contacto, donde el silencio habla. Claroscuros del ser humano.
Y es que, mayoritariamente, no nos llegan a servicios sociales, gabinetes psicológicos y fiscalías de menores padres que quieran quitarse de encima sus responsabilidades, sino desesperados que viven en el ojo del huracán una situación angustiosa y que han llegado al límite de aguante.
No lo olvide quien nos ha acompañado con la lectura de este libro «si algo no cambia en el alma humana, desde la más corta edad, es la lucha por el poder».
Por ende, ser «demócratas» no quiere decir hacer lo que los hijos deseen, no contradecirlos... Un sistema educativo no intervencionista no es un sistema educativo.
Hay que actuar con energía, decisión y suavidad. No ha de aceptarse el chantaje al amor de madre ni la rebelión en el nido.
Un día, el que fue primer Defensor del Pueblo, don Joaquín Ruiz Giménez me presentó como primer Defensor del Menor y mirando hacia atrás comentó: «En mi época contaban que estando comiendo un hijo, dijo: ¡Padre! Y éste le hizo callar. Al acabar la comida el padre le dijo: ¿Qué querías hijo? Y éste le contestó: Es tarde, quería decirte que tenías una mosca en la cuchara».
Ciertamente a los hijos hay que escucharlos, transmitirles amor, seguridad, presente y futuro. Junto a ello, y cuando el niño sepa que su actitud o conducta merecen reprensión o sanción, ésta debe aplicarse cuanto antes.
En la vida, en la educación, hay un cierto paralelismo con las alcachofas, para llegar a lo dulce hay que quitar o comerse las cáscaras amargas.
Si usted ha sufrido mucho con la educación de su/s hijo/s, póngase en marcha, permítase unas carcajadas como terapia expectora de miserias y perdone. Porque un débil puede luchar y hasta vencer, pero nunca puede perdonar.
Si está en el trance de las dificultades, desasosiegos y disgustos, lleve a efecto lo aconsejado en este libro, no se arrincone, no se calle, no se aísle, pida ayuda y alargue el brazo ante la mano tendida. No deje pasar ni un día. La tiranía se combate aquí y ahora. No se quede atrapado/a por su hijo.
Si va a ser madre o padre, o piensa serlo, mire hacia delante con confianza, con profunda alegría, disfrute, porque educar no es fácil, pero es la más bella labor que realizamos como humanos.