—Entonces dígame, ¿qué sabe usted de mi yerno que yo no sepa?
—Que es un hombre bueno, por ejemplo.
—¿Bueno para qué?
—¿Hay que ser bueno para algo? —replica él y, tras reflexionar un instante, añade—: Sí, supongo que la bondad también ha de tener un fin.
—¡Nelson! ¡Deja de hacer eso ahora mismo!
Se vuelve rígida en la mecedora, pero no se levanta para ver por qué llora el niño. Eccles, sentado junto a la tela metálica, lo ve. El pequeño Fosnacht está al lado del columpio, con un camión de plástico rojo en cada mano. El hijo de Angstrom, que es unos centímetros más bajo, agita una mano abierta contra el pecho del otro chico, pero no se atreve a dar un paso y golpearle de verdad. El pequeño Fosnacht no cede, tiene la exasperante invulnerabilidad del estúpido y mira la mano agitada y la cara contorsionada de su compañero sin una sonrisa de satisfacción siquiera, como un verdadero científico, observando sin pasión el efecto de su experimento. La voz de la señora Springer adquiere una dureza frenética y atraviesa la tela metálica:
—¿No me has oído? ¡Te he dicho que dejes de berrear!
Nelson mira hacia el porche y trata de explicarse.
—Pilly ha… Pilly…
Pero el mero intento de describir la injusticia transmite a ésta una fuerza insoportable y, como si le hubieran empujado por detrás, avanza tambaleándose, golpea el pecho del ladrón y recibe un ligero empujón que le sienta en el suelo, da una voltereta y rueda por la hierba, impulsado por su propio pataleo incoherente. El corazón de Eccles parece girar con el cuerpo del niño. Conoce muy bien la fuerza propulsora de un agravio, la manera en que la mente se encrespa contra él y cada golpe inútil succiona el aire más y más hasta que parece que toda la estructura de carne y hueso debe estallar en un universo que puede ser semejante vacío.
—El chico le ha cogido su camión —le dice a la señora Springer.
—Pues dejemos que lo recupere por sí mismo —replica ella—. Tiene que aprender. Con las piernas en este estado, no puedo levantarme a cada momento y salir corriendo. Llevan así toda la tarde.
—¡Billy! —El chico, sorprendido, alza la vista hacia la voz masculina de Eccles—. Devuélveselo. —Billy considera esta nueva evidencia y titubea—. Vamos, dáselo, por favor.
Convencido, Billy se acerca a su compañero de juego y con gesto pedantesco deja caer el juguete sobre su cabeza.
Esta nueva afrenta aviva el llanto de Nelson, pero al ver el camión sobre la hierba a su lado se tranquiliza. Tarda un momento en darse cuenta de que la causa de su angustia ha desaparecido y otro momento en contener la emoción que le embarga. Su jadeo fuerte y seco mientras dobla esas esquinas parece levantar la alfombra de césped bien cuidado y la misma luz del sol que lo ilumina. Una avispa que insiste en estrellarse contra la tela metálica cae y la silla de Eccles amenaza con doblarse. Es como si el ancho mundo participara en la readaptación de Nelson.
—No sé por qué este niño es tan afeminado —dice la señora Springer—. O quizá sí que lo sé.
La marrullería de estas últimas palabras irrita a Eccles.
—¿Por qué?
La piel bajo los ojos de la mujer tiene la coloración amarillenta de los enfermos del hígado. Frunce el ceño y esa piel se eleva mientras las comisuras de la boca tiran hacia abajo.
—Bueno, es un crío mimado, como su padre. Le han consentido demasiado y cree que el mundo le debe todo cuanto a él se le antoja.
—Ha sido el otro niño. Nelson sólo quería lo que es suyo.
—Ya, y supongo que en el caso de su padre usted supone que Janice ha tenido toda la culpa.
El tono en que pronuncia «Janice» hace que la muchacha parezca más real, preciosa e importante que la sombra patética en la mente de Eccles, quien se pregunta si, al fin y al cabo, la mujer no estará en lo cierto, si no, se habrá decantado totalmente por Harry.
—No, señora, no lo creo así. Su conducta es injustificable, pero eso no quiere decir que ese comportamiento carezca de motivos, motivos que su hija podría haber controlado en parte. Creo en mi Iglesia que todos somos seres responsables, responsables de nosotros mismos y de quienes nos rodean.
Estas frases tan bien dichas saben a yeso en su boca. Desea que la mujer le ofrezca algo de beber. La primavera empieza a ser calurosa. La vieja gitana se da cuenta de su incertidumbre.
—Mire, decir eso es fácil, pero quizá no lo sea tanto si una está a punto de parir, procede de una familia respetable, su marido anda por ahí con una pájara y todo el mundo cree que eso es lo más gracioso que ha ocurrido desde… qué sé yo cuándo.
La palabra «pájara» aletea en el aire como un murciélago rápido y negro.
—Nadie lo considera gracioso, señora Springer.
—A usted no le llegan los comentarios como a mí, ni ve las sonrisas. Vamos, si el otro día una mujer tuvo la desfachatez de decirme que si mi hija no puede retenerle no tiene derecho a él. Tuvo el descaro de decirme eso sonriendo. Me entraron ganas de estrangularla. Le dije que el hombre también tiene deberes que cumplir, no pueden hacer lo que les dé la gana. Las mujeres como ella son las que les meten en la cabeza esas ideas, haciéndoles creer que el mundo existe sólo para su placer. Y usted… por su forma de actuar se diría que también cree eso a medias. Pues bien, si el mundo va a estar lleno de hombres como Harry Angstrom, ¿cree que van a necesitar su Iglesia durante mucho más tiempo?
Se ha erguido en su asiento y sus ojos oscuros están barnizados de lágrimas que no caen. El tono de su voz se ha hecho más agudo y raspa el rostro de Eccles como una lima. El clérigo se siente cubierto de cortes. La revelación del sonriente chismorreo ocasionado por este asunto es una temible realidad que le rodea, como la realidad de esos centenares de rostros cuando el domingo, a las once y media de la mañana, sube al púlpito, el texto huye de su mente y sus notas se disuelven en la sandez. Hurga en su memoria y consigue decir:
—Creo que en ciertos aspectos Harry es un caso especial.
—Lo único especial en él es que no le importa a quién perjudica ni en qué medida. No pretendo ofenderle, reverendo Eccles, y estoy segura de que ha hecho cuanto ha podido, habida cuenta de lo ocupado que está, pero si he de serle sincera, ojalá aquella primera noche hubiera avisado a la policía como quería hacer.
A Eccles le parece oír que va a llamar a la policía para que le detengan a él. ¿Por qué no? Escudado por ese alzacuello, falsea el nombre de Dios en cada palabra que pronuncia, roba la creencia de los niños a los que debería enseñar, asesina la fe en las mentes de quienes escuchan realmente su cháchara, comete un fraude con cada cadencia disciplinada del servicio, musitando el Padrenuestro cuando su corazón conoce al padre verdadero a quien intenta satisfacer, lo ha intentado durante toda su vida: el Dios que fuma puros.
—¿Qué puede hacer la policía? —pregunta Eccles a la mujer.
—No lo sé, pero supongo que algo más que jugar al golf.
—Estoy seguro de que volverá.
—Lleva usted diciendo eso desde hace dos meses.
—Y sigo creyéndolo.
Pero no lo cree, no cree nada. Hay una pausa de silencio mientras la señora Springer parece leer esta certeza en su rostro.
—¿Podría traerme ese taburete del rincón? —le dice con la voz cambiada, implorante—. Tengo que mantener, las piernas levantadas.
Cuando Eccles mueve los párpados éstos le raspan. Sale de su ensoñación, va en busca del taburete y se lo lleva a la señora, la cual levanta poco a poco las anchas canillas enfundadas en unos calcetines infantiles de color verde, y al colocar el taburete bajo los talones, ese encorvamiento, que le evoca estampas panfletarias de Cristo lavando los pies a los mendigos, adecúa su cuerpo para que reciba un nuevo flujo de fuerza. Se endereza y permanece en pie ante ella. La mujer tira del borde de la falda, hasta que queda por debajo de las rodillas.
—Gracias. Esto es un verdadero alivio para mí.
—Me temo que es el único alivio que puedo proporcionarle —confiesa él con una sencillez que le parece, y se burla de sí mismo por ello, admirable.
—Ah —suspira ella—. Supongo que nadie puede hacer gran cosa.
—Al contrario, es posible hacer algo. Quizá tiene usted razón con respecto a la policía. La ley garantiza protección a las esposas. ¿Por qué no usarla?
—Fred no está de acuerdo.
—El señor Springer tiene buenas razones. No me refiero simplemente a razones pecuniarias. Todo lo que la ley puede obtener de Harry es apoyo económico, y en este caso no creo que el dinero sea realmente lo que importa. La verdad es que no estoy seguro de que el dinero sea lo que importa en ningún caso.
—Decir eso es fácil si uno siempre ha tenido bastante.
Él no se inmuta, pues parece habérsele escapado a la mujer automáticamente, con menos malicia que lasitud. Está seguro de que ella desea escucharle.
—Es posible, no lo sé, pero en cualquier caso mi preocupación, como lo sería sin duda la de cualquiera, se centra en el estado general de la situación. Para que se solucione de verdad, Harry y Janice son quienes tienen que actuar. Por mucho que queramos ayudarles, por mucho que intentemos hacer en la medida de nuestras posibilidades, lo cierto es que nosotros estamos al margen.
Imitando a su padre, ha entrelazado las manos a la espalda, que ahora da a su interlocutora, mientras mira a través de la tela metálica a la otra única persona que tal vez no está al margen, Nelson, que ahora precede al pequeño Fosnacht, correteando por el césped en persecución del perro de un vecino. La risa de Nelson es como una cascada que se despeña desde su cabeza y sus pasos vacilantes y torpes le sacuden el cuerpo. El perro es viejo, rojizo, pequeño y lento, y al chico de los Fosnacht le desconcierta pero complace el grito de «¡león!, ¡león!» de su amiguito. A Eccles le interesa ver que en condiciones de paz el niño de los Angstrom dirige al otro. La atmósfera verde al otro lado de la tela metálica parece vibrar con el ruido que produce Nelson. Eccles comprende la situación: de vez en cuando esa constante efusión traslúcida de excitación desinteresada debe obstruir de una manera natural los pasadizos más estrechos del otro niño, menos animado, y ocasionar un brusco movimiento de retroceso, un repetido acto intimidatorio. Se compadece de Nelson, el cual se verá varado muchas veces, presa de una sorpresa inocente, antes de que localice en sí mismo el origen de esa extraña marea inversa. Le parece que también él era así de pequeño, siempre se entregaba para acabar súbitamente atropellado por los demás. El viejo perro menea la cola cuando los chicos se aproximan, pero deja de menearla y la deja caer trazando un arco incierto y cauteloso cuando le rodean como cazadores, gritando entusiasmados. Nelson extiende los brazos y golpea el lomo del animal con ambas manos. Eccles siente deseos de gritar: el perro podría morderle. Seguir mirando es intolerable.
—Sí, pero lo cierto es que él se aleja cada vez más —dice la señora Springer en tono quejumbroso—. Tal como está vive muy bien. No tiene ningún motivo para volver si no se lo damos.
Eccles vuelve a sentarse en la silla de aluminio.
—No lo crea. Volverá por la misma razón que tuvo para marcharse. Es exigente, tiene que rizar el rizo. El mundo en el que está ahora, el mundo de esa chica de Brewer, no seguirá satisfaciendo sus fantasías. Viéndole de una semana a otra ya he observado un cambio.
—Ésa no es la versión de Peggy Fosnacht. Ella tiene noticias de que mi yerno lleva una vida ostentosa. No sé cuántas mujeres tiene.
—Estoy seguro de que sólo es una. Lo curioso de Angstrom es que por naturaleza es una persona doméstica. Oh, Dios mío.
Hay una conmoción en el otro extremo del jardín, los chicos corren en una dirección y el perro en otra. El pequeño Fosnacht se detiene, pero Nelson sigue avanzando, el miedo reflejado en su rostro.
Al oírle gimotear, la señora Springer dice en tono irritado:
—¿Otra vez han enfurecido a Elsie? Esa perra debe de estar loca. Siempre se meten con ella, pero viene aquí una y otra vez.
Eccles se incorpora de un salto y la silla se pliega y cae tras él. Abre la puerta de tela metálica y corre al encuentro de Nelson. El niño le rehúye asustado, pero él le agarra de los brazos.
—¿Te ha mordido la perra? —El nuevo temor provocado por el hombre vestido de negro que le aferra interrumpe los sollozos del pequeño—. Dime, ¿te ha mordido Elsie?
El chico de los Fosnacht se mantiene a prudente distancia. Nelson, inesperadamente macizo y húmedo en los brazos de Eccles, da unas grandes boqueadas entrecortadas y empieza a encontrar su voz.
Eccles le sacude para ahogar esa amenaza de llanto y, en su frenético deseo de hacerse entender, entrechoca los dientes ante la cara del niño.
—¿Así? ¿Ha hecho así la perra?
Esta pantomima parece transportar a Nelson.
—Así —replica, y separa los labios pequeños y finos, arruga la nariz y mueve bruscamente la cabeza a uno y otro lado.
—¿No te ha mordido? —insiste Eccles, aflojando la presión de sus brazos.
Los pequeños labios se alzan de nuevo con la misma fiereza en miniatura. Eccles se siente burlado por la vivaz expresión del pequeño, que le recuerda la de Harry. A Nelson vuelven a acometerle los sollozos, de un tirón se libra de las manos de Eccles y sube corriendo los escalones del porche en busca de su abuela. Eccles se levanta. Durante el breve momento que ha permanecido agachado, el sol le ha hecho sudar bajo la chaqueta negra.
Mientras sube los escalones le turba algo patético, algo muy emocionante, al recordar los dientecillos del niño expuestos en la imitación de un gruñido. La inocuidad y, no obstante, la realidad del instinto, el instinto que empuja al cachorro a atacar el carrete de hilo con sus garras suaves como algodón.
En lo alto del porche encuentra al pequeño entre las piernas de la abuela, el rostro oculto en su abdomen. Al serpentear en busca de su calor le ha subido el vestido desde las rodillas, que aparecen pálidas e indefensas y Eccles las ve superpuestas a los dientecillos resueltamente rechinantes que le ha mostrado antes el niño, esa vieja blancura tamizada a través de la fina malla, formando una leche que le parece su propia sangre. Se acerca con paso vivo a las dos cabezas inclinadas, como si la compasión, tal como le han enseñado, no fuese un grito impotente sino una ola poderosa capaz de limpiar el polvo y los escombros de todos los rincones del mundo.
—Si no ha vuelto cuando ella tenga el bebé, le denunciaremos —promete—. Las leyes existen y no podrá librarse de ellas.
—Elsie gruñe porque tú y Billy la molestáis —dice la señora Springer.
—Elsie mala —protesta Nelson.
—Nelson malo —le corrige ella. Mira a Eccles y, en el mismo tono corrector, replica—: Le falta una semana para cumplir y no veo que él se apresure a volver.
El momento de ternura hacia ella ha pasado, y la deja en el porche. El amor nunca termina, se dice, citando la versión estándar revisada de la Biblia. Según la versión del rey Jaime, el amor nunca desfallece. La voz de la señora Springer entra en la casa tras él.
—La próxima vez que la abuela te vea molestando a Elsie, te dará unos azotes.
—No, abuela —le ruega el niño en tono lisonjero, desaparecido ya el temor.
Eccles ha supuesto que encontraría la cocina y tomaría un trago de agua del grifo, pero entre tantas habitaciones en desorden la cocina se le escapa. Mueve la lengua dentro de la boca para segregar saliva y la traga mientras abandona la casa de estuco. Sube a su Buick, se aleja por Joseph Street y luego recorre una manzana de Jackson Road hasta el domicilio de los Angstrom.
La señora Angstrom tiene las fosas nasales cuadrangulares, romboidales, talladas en una nariz no tan notable por su tamaño como por su singularidad anatómica, pues las pequeñas piezas de músculo, cartílago y hueso destacan individualmente y bajo la luz intensa dividen la piel en muchas facetas. La entrevista tiene lugar en la cocina, con la luz eléctrica encendida en pleno día. Su hogar ocupa el lado umbrío de una casa de ladrillo habitada por dos familias. La mujer ha salido a la puerta con restos de jabón en los brazos y regresa con el clérigo a un fregadero lleno de camisas abombadas y ropa interior, que sigue lavando vigorosamente mientras conversan. Es una mujer fuerte. El exceso de grasa de la doliente señora Springer recubre una osamenta pequeña, que en otro tiempo fue la de una muchacha esbelta como Janice. En cambio la señora Angstrom es corpulenta, con huesos de gran tamaño. Sin duda la talla y la corpulencia de Harry proceden de ella. A Eccles le molesta el ruido constante de los grandes grifos ocultos por el cuerpo formidable de la mujer, pero nunca se presenta la oportunidad de pedirle que los cierre.
—No sé por qué viene a verme —le dice—. Harold tiene veintiuno, ya no puedo dominarle.
—¿No ha venido a verla?
—No, señor. —Le muestra su perfil por encima del hombro izquierdo—. Usted le avergonzó tanto que venir aquí debe de ser violento para él.
—Es lógico que esté avergonzado, ¿no le parece?
—No veo por qué. En primer lugar, nunca quise que saliera con esa chica. Basta mirarla para comprender que está medio loca.
—Vamos, señora, eso no es cierto.
—¡Que no es cierto! ¿Sabe qué fue lo primero que me dijo? Que por qué no compraba una máquina de lavar. Entra en mi cocina, echa un vistazo y empieza a decirme cómo he de organizar mi vida.
—Pero no creería usted que lo hizo con alguna intención.
—No, no tenía ninguna intención. Sólo se extrañaba de que viviera en media casa con tan pocas comodidades cuando ella tenía una vivienda enorme en Joseph Street con la cocina llena de cachivaches, quería darme a entender lo afortunada que era porque mi hijo se había conformado a vivir en semejantes condiciones. Nunca me gustaron los ojos de esa chica, nunca te miran directamente a la cara.
Se vuelve hacia Eccles y él, advertido, le devuelve la mirada. Bajo las gafas empañadas, unas gafas pasadas de moda —unos círculos de cristal rodeados de acero en las que las medias lunas bifocales reflejan la luz con una tonalidad rosada—, la nariz arrogantemente ladeada exhibe su parte inferior carnosa e intrincada. Una vaga expectación estira un poco su ancha boca. Eccles se da cuenta de que esta mujer es una humorista, y la dificultad con esa clase de gente es que mezclan lo que creen con lo que no creen, lo que parezca tener más probabilidades de lograr un efecto. Lo curioso es que a él le gusta mucho, aunque en cierto modo ella le trata con tanta rudeza como a la ropa sucia. Pero ésa es la cuestión: a ella le da lo mismo. Al contrario que la señora Springer, no ve en absoluto al clérigo como un adversario. Se enfrenta al mundo entero y, protegida bajo la amplitud de su sátira, puede decir lo que le parezca.
Él defiende francamente a Janice.
—Esa joven es tímida.
—¡Tímida! No lo sería tanto cuando se quedó preñada obligando al pobre Hassy a casarse con ella cuando apenas sabía meterse los faldones de la camisa bajo el pantalón.
—Él tenía veintiuno, como usted dice.
—Sí, bueno, los años… Algunos mueren jóvenes, otros nacen viejos. —Epigramas y todo. Es divertida de veras. Eccles se ríe sonoramente. Ella no parece oírle y vuelve a su colada con furiosa seriedad—. Sí, sí, tan tímida como una serpiente —sigue diciendo—. Esas mujercitas son un veneno. Con sus remilgos y sus miraditas se atraen la simpatía de todo el mundo. Pero no la mía. Que lloren los hombres. Como dice su suegro, es la mártir que más ha sufrido desde Juana de Arco.
Eccles vuelve a reírse, pero piensa que Janice es, en efecto, una mártir.
—¿Qué cree su marido que Harry debería hacer?
—Volver, naturalmente, ¿qué otra cosa podría hacer? Y volverá, el pobrecillo. En el fondo es como su madre, tiene el corazón blando. Supongo que por eso los hombres dirigen el mundo. Son todo corazón.
—Esa opinión es poco corriente.
—¿Ah, sí? Es lo que te dicen una y otra vez en la iglesia. Los hombres son todo corazón y las mujeres son todo cuerpo. No sé quién tiene el cerebro. Supongo que Dios.
Eccles sonríe, preguntándose si la Iglesia Luterana inculca a todo el mundo tales ideas. Quizás el mismo Lutero fue un poco así y exageraba las medias verdades con una especie de ira cómica. Tal vez ahí comienza el siniestro método protestante de golpear con paradojas. En semejante mentalidad hay una desesperanza fundamental, hay presunción en esa manera de echar a un lado lo particular. Es posible que así sea, porque él se ha olvidado de casi toda la teología que le obligaron a aprender. Se le ocurre que debería visitar al pastor de Angstrom.
La señora Angstrom recoge un hilo suelto.
—Mire, mi hija Miriam es tan vieja como las colinas y siempre lo ha sido. Jamás me he preocupado por ella. Recuerdo que hace mucho tiempo, cuando los domingos paseábamos por la cantera, Harold, que entonces tendría doce años, tenía mucho miedo de que la pequeña se cayera por el borde. Yo sabía que no iba a caerse. Basta con mirarla. Ella no se casaría por compasión como lo hizo el pobre Hassy, para que cuando intente librarse todo el mundo se le eche encima.
—No creo que todo el mundo se le eche encima. Precisamente la madre de la chica y yo hemos comentado que parece ocurrir todo lo contrario.
—Se equivoca usted. No siento ninguna simpatía por esa chica. Tiene a todo el mundo de su parte, desde Eisenhower abajo. Intentan persuadirle, como lo hace usted. Y hay otra.
La puerta principal se ha abierto con tanta suavidad que sólo ella la ha oído. Su marido entra en la cocina con camisa blanca y corbata pero con las uñas contorneadas de negro, pues trabaja en una imprenta. Es tan alto como su mujer, pero parece más bajo. La línea de su boca es modesta, y al abrirla revela una dentadura postiza mal encajada. Tiene la misma nariz de Harry, un botón pulcro y suave.
—¿Qué tal está, padre? —le dice. O bien se educó como católico o entre católicos.
—Me alegro mucho de verle, señor Angstrom. —La mano del hombre tiene protuberancias duras, pero la palma es suave y seca—. Estábamos hablando de su hijo.
—Ah, eso me ha afectado terriblemente.
Eccles le cree. Earl Angstrom tiene un aspecto gris y demacrado. La acción de su hijo le ha herido en lo más hondo. Sus labios se adelgazan sobre los dientes deslizantes como un enfermo del estómago que regurgita gas. Algo le carcome por dentro. Su cabello ha perdido el color y los ojos también, como si hubieran estado teñidos con tinta barata. Hombre estricto, que ha medido su vida con la regla de cíceros y ha cerrado herméticamente las formas de la imprenta, al regresar por la mañana se ha encontrado con los tipos mezclados confusamente.
—Habla de la chica una y otra vez como si fuese la madre de Cristo —comenta la señora Angstrom.
—Eso no es cierto —replica su marido mansamente, y se sienta a la mesa con superficie de porcelana. El uso continuado durante años ha desgastado el barniz en los cuatro lados, haciendo que asome el color negro que hay debajo—. No entiendo cómo Harry ha sido capaz de causar tal desastre. De niño fue siempre muy pulcro, no era descuidado y chapucero como otros chicos. Era un trabajador limpio.
Con las manos enrojecidas y jabonosas, la señora Angstrom se ha puesto a calentar café para su marido. Este pequeño acto de servicio parece crear una armonía entre los dos, y de improviso, como suelen hacerlo los viejos matrimonios aparentemente en desacuerdo, hablan como una sola persona.
—Fue el ejército —dice ella—. Cuando volvió de Texas era un muchacho diferente.
—No quería entrar en la imprenta —dice Angstrom—. Temía ensuciarse.
—¿Le apetece un café, reverendo Eccles? —pregunta la señora Angstrom.
Por fin ha llegado su oportunidad.
—No, gracias, pero desearía tomar un vaso de agua.
—¿Sólo agua? ¿Con hielo?
—No importa, de cualquier manera estará bien.
—Sí, Earl tiene razón —concede la mujer—. Ahora la gente habla de lo perezoso que es Hassy, pero se equivocan. Nunca lo ha sido. En el instituto, cuando estábamos orgullosos de lo bien que jugaba al baloncesto, decían: «Sí, pero como es tan alto le resulta fácil». No sabían cuánto había trabajado para lograr esa perfección. Cada tarde estaba ahí detrás practicando con la pelota hasta mucho después de que oscureciera. No sé cómo podía ver.
—A partir de los doce años más o menos se dedicó a eso noche y día —dice Angstrom—. Clavé un poste en el patio trasero, para que se entrenara. El garaje no era bastante alto.
—Cuando se interesaba por algo —prosigue la señora Angstrom—, no le detenía nada. —Tira fuertemente de la palanca de la cubitera y, con un crujido múltiple que dispersa brillantes trocitos de hielo, los cubitos se desprenden—. Quería ser el mejor en ese deporte, y creo sinceramente que llegó a serlo.
—La comprendo muy bien, señora —dice Eccles—. He jugado un poco con él al golf y ya me ha superado.
La mujer echa los cubitos en un vaso, lo pone bajo una espita y se lo sirve. Al llevárselo a los labios, la voz de Angstrom ondea a través del líquido con una tenue vehemencia.
—Entonces regresa del servicio militar y en lo único que piensa es en las mujeres. No quiere trabajar en la imprenta porque se ensuciaría las uñas. —Eccles baja el vaso y Angstrom le espeta desde el otro lado de la mesa—: Ahora en Brewer se ha convertido en un vagabundo de la peor especie. Si le echara las manos encima, padre, le daría una paliza aunque él me matara.
Su rostro ceniciento se congestiona y le brillan los ojos incoloros.
—Ten cuidado con lo que dices, Earl —le previene su esposa, dejando una floreada taza de café sobre la mesa, entre sus manos.
Él mira la negra y humeante superficie y dice:
—Discúlpame. Cuando pienso en lo que está haciendo ese chico se me revuelve el estómago.
Eccles alza su vaso y dice «No» utilizándolo como si fuera un megáfono. Bebe hasta que no queda una sola gota de agua bajo los cubitos que chocan contra su labio superior. Se limpia la humedad de la boca y añade:
—Lo cierto es que su hijo tiene una gran bondad. Cuando estoy con él…, ya sé que es lamentable, pero qué se le va a hacer…, me siento tan animado que incluso me olvido del motivo que me ha llevado a verle.
Se ríe, mirando primero al hombre y luego, al ver que ni siquiera le arranca una sonrisa, a la mujer.
—Eso de jugar al golf con él… —dice Angstrom—. ¿De qué sirve? ¿Por qué los padres de la chica no avisan a la policía? En mi opinión, lo que necesita es un buen puntapié.
Eccles mira a la señora Angstrom y ve el arco que forman sus cejas, como barro secándose en la frente. Hace tan sólo un minuto no esperaba considerarla una aliada mientras que este buen hombre agotado le parece un adversario bastante vulgar y decepcionante.
—La señora Springer quiere denunciarle —dice Eccles a Angstrom—, pero la chica y su padre prefieren esperar.
—No digas tonterías, Earl —tercia la señora Angstrom—. ¿Crees que al viejo Springer le interesa que su nombre salga en los periódicos? Por tu manera de hablar se diría que el pobre Harry era tu enemigo.
—Es mi enemigo —afirma él, tocando el platillo a uno y otro lado con las sucias yemas de los dedos—. La noche que pasé recorriendo las calles en su busca se convirtió en mi enemigo. Tú no puedes hablar, no viste la cara de la chica.
—¿Qué me importa su cara? Estás hablando de furcias, y a mi modo de ver no se convierten en santas blancas como el marfil sólo por tener una licencia de matrimonio. Esa chica quería cazar a Harry y lo consiguió con el único truco que conocía. Ahora no le quedan más.
—No hables así, Mary. Dices las cosas sin pensar. Supón que yo hubiera actuado como lo ha hecho Harry.
—Ah —dice ella, volviéndose, y Eccles se estremece al ver el rostro de la mujer tenso para lanzar un proyectil—. Yo no te quería, eras tú quien me buscabas. ¿O no fue así?
—Sí, claro, fue así —musita Angstrom.
—Pues entonces no hay comparación.
Angstrom ha hundido los hombros y permanece cabizbajo ante la taza de café, empequeñecido.
—Oh, Mary —suspira, sin atreverse a decir nada más.
Eccles intenta defenderle. Siempre que hay una pelea se pone de parte del más débil, de un modo casi automático.
—A mi modo de ver —le dice a la señora Angstrom—, usted afirma que Janice no suponía que su matrimonio se basaba en la atracción mutua. Pero si la muchacha fuese una intrigante tan lista, no habría dejado escapar a Harry con esa facilidad.
La señora Angstrom sabe que ha abrumado demasiado a su marido, y ya no le interesa seguir discutiendo. La postura que mantiene, la de que Janice controla la situación, es tan falsa, evidentemente, que equivale a una concesión.
—No le ha dejado escapar —asegura—. Volverá con ella, ya lo verá.
Eccles se vuelve hacia el hombre. Si está de acuerdo, los tres serán del mismo parecer y él podrá marcharse.
—¿Cree usted también que Harry volverá?
—No, jamás —responde Angstrom, con la vista baja—. Ha ido demasiado lejos. Ahora seguirá hundiéndose más y más, y al final casi le olvidaremos. Si tuviera veinte o veintiuno, pero a su edad… A veces, en la imprenta, veo a esos jóvenes vagabundos de Brewer. Son incapaces de conservar su empleo, son como lisiados, sólo que no cojean. Basura humana les llaman. Y yo llevo dos meses sentado ante la máquina preguntándome cómo es posible que mi Harry, que detestaba tanto el desorden, se haya vuelto así.
Eccles mira a la madre de Harry y se sobresalta al verla apoyada en el fregadero con las mejillas empapadas de llanto, brillantes bajo las gafas. Se levanta alarmado. ¿Llora la mujer porque cree que su marido dice la verdad o porque cree que le dice eso sólo para herirla, como una venganza por hacerle admitir que fue él quien la buscó, el que quiso casarse?
—Debo irme ya. Les agradezco que me hayan permitido comentar la situación con ustedes. Comprendo que es doloroso.
Angstrom le acompaña a la salida y en la oscuridad del comedor le toca el brazo.
—Le gusta la perfección en todo —le dice—. Nunca vi un muchacho como él. Cuando había alguna discusión familiar se lo tomaba muy en serio… cuando Mary y yo nos divertíamos, por ejemplo.
Eccles asiente, pero duda de que la palabra «divertirse» sirva para describir exactamente lo que ha visto.
En el oscuro comedor hay una muchacha con un vestido de verano sin mangas.
—¡Mim! ¿Acabas de llegar?
—Éste es el padre…, quiero decir el reverendo…
—Eccles.
—Eccles, sí, ha venido para hablar de Harry. Es mi hija Miriam.
—Hola, Miriam, encantado. Harry me ha hablado muy bien de ti.
—Hola.
La gran ventana detrás de la muchacha adopta el lustre íntimo del ventanal de uno de esos pequeños restaurantes frecuentados por los jóvenes. Saludos descarados parecen seguirle el paso con las volutas de humo de tabaco y el olor de perfume barato. La nariz es parecida a la de su madre pero más delicada, con una angulosidad sarracena o incluso más antigua, bárbara. A primera vista parece ser tan alta como la madre, pero cuando el padre se pone a su lado Eccles ve que los dos tienen la misma altura, y tanto la joven bonita como el hombre fatigado tienen un cuerpo idéntico, la misma estrechez y un filo que Eccles, tras haber visto las heridas abiertas bajo las gafas de la señora Angstrom, sabe que puede cortar. Esa estrechez y una discreta vulgaridad que le ofende. Llevarán a cabo lo que se propongan, saben lo que están haciendo. Él tiene la debilidad de preferir a los que no saben lo que hacen, los desvalidos, ésos y los que están en lo más alto, fuera del alcance de toda ayuda. Sus prejuicios aristocráticos le hacen pensar que quienes maniobran más o menos bien en el medio roban de ambos extremos. Cuando llegan a la puerta, Angstrom rodea la cintura de su hija con un brazo y Eccles piensa en la señora Angstrom silenciosa en la cocina, con las mejillas húmedas y los brazos enrojecidos, como una cautiva loca. No obstante, ya en la acera, cuando se vuelve para saludar a la pareja en la puerta, tiene que sonreír por su simetría incongruente, el chico árabe con pendientes que desdeña inocentemente el alzacuello cristiano que él lleva, y la esposa de un impresor, una mujer mayor de rostro fláccido, aparejados en esa esbeltez, entrelazados.
Sube al coche sediento e irritado. En la última media hora ha escuchado algo agradable, pero no puede recordar qué ha sido. Se siente magullado, acalorado, confuso y seco. Ha pasado una tarde deambulando por un sendero entre zarzas. Ha visto a media docena de personas y un perro y en ninguna parte una opinión ha coincidido con la suya, la de que merece la pena salvar a Harry Angstrom y es posible salvarle. Pero ahí abajo, entre las zarzas, Harry no parecía existir: no había más que aire viciado y tallos de la temporada anterior marchitos. A través de la tarde blanca el día declina hacia la larga noche azul de primavera. Pasa ante una esquina donde alguien practica con una trompeta detrás de la ventana abierta de un primer piso. Du do do da da di. Di di da da do do du. Rumorean los coches que conducen a los trabajadores de regreso a sus casas. Cruza el pueblo, virando por las calles diagonales para seguir en rumbo paralelo a la montaña lejana. Fritz Kruppenbach, ministro luterano de Mount Judge desde hace veintisiete años, vive en una alta casa de ladrillo cerca del cementerio. La motocicleta de su hijo adolescente está volcada en el camino, parcialmente desmontada. El césped en pendiente, escalonado en terrazas bien cuidadas, tiene la uniformidad poco natural, el color verde pálido, que se debe a un exceso de fertilizante, a una continua eliminación de hierbajos y una siega constante. La señora Kruppenbach sale a la puerta con un vestido gris que no armoniza en absoluto con la estación. Al ver su rostro con hoyuelos, Eccles se pregunta si Lucy llegará a tener alguna vez ese aspecto obediente. Tiene el cabello recogido en compactas trenzas grises. Cuando se lo suelta debe de parecer una bruja.
—Está segando ahí detrás —dice al recién llegado.
—Quisiera hablar con él unos minutos. Se trata de un problema que implica a nuestras dos congregaciones.
—Suba a su habitación, ¿quiere? Iré a buscarle.
La casa, el vestíbulo, los pasillos, la escalera, incluso la correosa madriguera del ministro, huele a carne asada. En el minúsculo despacho de Kruppenbach, Eccles toma asiento en un banco de coro con respaldo de roble, resto de alguna renovación, y siente el impulso adolescente de rezar, pero en vez de hacerlo mira a través del valle hacia los fragmentos verdes del campo de golf, donde le gustaría estar con Harry. Ha encontrado otros compañeros mejores o peores que él, pero sólo Harry es ambas cosas y sólo él proporciona al juego una alegría desesperada, como si los dos estuvieran embarcados en una búsqueda imposible organizada por un señor benevolente pero absurdo, una búsqueda cuyas humillaciones les escuecen hasta arrancarles casi las lágrimas, pero que se renueva en cada tee, en una nueva avenida verde. Y Eccles tiene una esperanza adicional, una secreta determinación de derrotar a Harry. Percibe que la inestabilidad del muchacho, lo que le impide repetir cada vez ese swing bello y sin esfuerzo, es lo que hay en la raíz de todos los problemas que ha creado, y al derrotarle decisivamente, él, Eccles, estará por encima de esa debilidad, de ese defecto, y así resolverá los problemas. Entretanto experimenta el placer de oír gritar a Harry de vez en cuando: «¡Eh! ¡Eh!» o «¡Me encanta!». Hay momentos en que su relación proporciona a Eccles un placer intenso, un éxtasis inocuo, y el mundo con sus imperfectas circunstancias parece remoto, esférico y verde.
Los pasos de su dueño estremecen la casa. Kruppenbach llega a su guarida, en lo alto de la escalera, airado porque le han interrumpido cuando segaba el césped. Lleva unos viejos pantalones negros y una camiseta empapada en sudor. Tiene los hombros recubiertos de un vello gris y rígido como el alambre.
—Hola, Chack —le dice con el mismo volumen de voz que usa en el púlpito y sin entonación de saludo. Su acento alemán hace que las palabras parezcan piedras, puestas furiosamente una sobre otra ¿Qué ocurre?
Como Eccles no se atreve a llamarle «Fritz», porque es mucho mayor que él, se ríe y dice abruptamente:
—¡Hola!
Kruppenbach hace una mueca. Tiene la cabeza maciza y cuadrada, con el pelo cortado a cepillo. Es un hombre de ladrillo, como si al nacer hubiera sido un bebé de arcilla y décadas de exposición a la intemperie le hubieran cocido hasta darle el color y la dureza del ladrillo.
—¿Qué ocurre? —repite.
—Tiene usted en su parroquia a una familia llamada Angstrom.
—Sí.
—El padre es impresor.
—Sí.
—Su hijo, Harry, abandonó a su esposa hace más de dos meses. Sus padres, los Springer, pertenecen a mi iglesia.
—Ah, sí, ese muchacho… Ese muchacho…, sí, es un Schussel.
Eccles no está seguro de lo que significa esa palabra. Supone que Kruppenbach no se sienta porque no quiere manchar los muebles con su propio sudor. Su empeño en seguir de pie coloca a Eccles en una posición de súplica, sentado en el banco como un niño de coro. El olor de la carne al horno se hace más insistente a medida que explica cómo han ocurrido las cosas: que en cierto sentido sus éxitos atléticos han malogrado a Harry; que, para ser justos, la esposa quizás ha mostrado poca imaginación en el matrimonio; que él mismo, como ministro, ha intentado hacerle reflexionar en el sufrimiento de su esposa, sin forzar por ello una reunión prematura, pues el problema del muchacho no era tanto una falta de sentimientos como un exceso incontrolado de los mismos; como los padres de ambos, por diversas razones, son de poca ayuda, y él mismo ha sido testigo hace unos minutos de una pelea entre los Angstrom que quizás ofrece una pista de los motivos por los que su hijo…
Finalmente Kruppenbach le interrumpe.
—¿Cree usted que su trabajo consiste en entrometerse en la vida de esa gente? Ya sé que ahora les enseñan psicología y esas cosas en el seminario, pero no estoy de acuerdo con eso. Usted cree que ahora su trabajo consiste en ser un médico sin paga, en ir corriendo por ahí, tapar los agujeros y suavizar las cosas. No opino del mismo modo, no creo que ése sea su trabajo.
—Yo sólo…
—Déjeme terminar. Llevo veintisiete años en Mount Judge y usted sólo tres. He escuchado su relato, pero no lo que decía sobre otras personas, sino lo que revela de usted. Y lo que deduzco es esto: un ministro de Dios vende su mensaje por un poco de chismorreo y unos partidos de golf. Ahora dígame, ¿qué cree que le parece a Dios el hecho de que un marido infantil abandone a una esposa no menos infantil? ¿Piensa alguna vez en lo que Dios ve? ¿O es que está por encima de eso?
—No, claro que no, pero me parece que nuestro papel en una situación así…
—Le parece que nuestro papel es ser policías, policías sin esposas, sin armas, sin nada más que nuestra bondad humana. ¿Me equivoco? No responda, piense tan sólo si estoy en lo cierto. Pues bien, creo que eso es una idea del diablo. Dejemos que los policías sean policías y se preocupen de sus leyes que no tienen nada que ver con nosotros.
—Estoy de acuerdo hasta cierto punto…
—¡No hay cierto punto! No hay ninguna razón o medida en lo que debemos hacer. —Su grueso dedo índice, velludo en las falanges, ha empezado a tamborilear en el respaldo de un sillón de cuero Si Dios quiere poner fin al sufrimiento, declarará el Reino ahora mismo. —Jack, nota que el rubor empieza a arderle en el rostro—. ¿Qué importancia cree que tienen sus amiguitos entre los miles de millones que Dios ve? Ahora mismo, a cada minuto, en Bombay se mueren en las calles. Habla usted de un papel, y yo le digo que usted no sabe cuál es su papel, o de lo contrario estaría encerrado en casa, rezando. Ése es su papel: convertirse en un ejemplo de la fe. De ahí es de donde proviene el consuelo, de la fe, no de lo que un individuo mañoso puede hacer aquí y allá, removiendo el agua del cubo. Al correr de un lado a otro, se aleja del deber impuesto por Dios, el de hacer su fe poderosa, de modo que cuando llegue la llamada usted pueda salir y decirles: «Sí, está muerto, pero volveréis a verle en el Paraíso. Sí, sufrís, pero debéis amar vuestro dolor, porque es el dolor de Cristo». Entonces, el domingo por la mañana, cuando nos presentemos ante ellos, debemos hacerlo no fatigados por el peso del sufrimiento, sino llenos de Cristo, calientes —cierra con fuerza los puños peludos con Cristo, ardientes: hemos de quemarles con la fuerza de nuestra creencia. Por eso han ido a la iglesia. ¿Por qué habrían de pagarnos si no fuera así? Cualquier otra cosa que podamos hacer o decir será algo que cualquiera podrá hacer o decir. Para eso tienen médicos y abogados. Todo está en el Libro… un ladrón con fe vale por todos los fariseos juntos. No se equivoque, le hablo muy en serio, no se equivoque. Para nosotros no hay nada más que Cristo. Todo lo demás, todo ese decoro y aplicación, no es nada. Es la obra del diablo.
—Fritz —llaman suavemente desde el pie de la escalera—. La cena.
El hombre de piel rojiza en camiseta mira a Eccles y le pregunta:
—¿Se arrodillará un momento conmigo y rezará para que Cristo entre en esta habitación?
—No, no lo haré. Estoy demasiado enojado. Sería hipócrita si lo hiciera.
La negativa, impensable en un lego, no ablanda a Kruppenbach pero le sosiega.
—Hipocresía —dice quedamente No es usted serio. ¿No cree en la condenación? ¿No sabía a qué se arriesgaba cuando se puso ese alzacuello?
En la piel arcillosa de su rostro los ojos parecen pequeñas imperfecciones, rosados y humedecidos, como si le escocieran a causa de un calor intenso.
Sin esperar la respuesta de Jack, da media vuelta y baja la escalera. Jack le sigue y al llegar abajo se encamina a la salida. El corazón le late como el de un niño al que han dado un rapapolvo, y el furor debilita sus rodillas. Ha venido aquí para un intercambio de información y ha sido flagelado con una perorata absurda. Ese hombre es un huno afectadamente fervoroso y atronador, sin la idea de su ministerio como un legado de luz, probablemente salió de una carnicería para hacerse religioso. Jack se da cuenta de que estos pensamientos son rencorosos e indignos, pero no puede evitarlos. Su depresión es tan profunda que intenta ahondarla todavía más diciéndose: «Tiene razón, tiene razón», salpicando así de lágrimas expiatorias el perfecto círculo verde del volante del Buick, pero no puede llorar, está reseco. Su vergüenza y su fracaso cuelgan en su interior, pesados pero infructuosos.
Aunque sabe que Lucy quiere que vuelva a casa —si la cena aún no está lista del todo llegará a tiempo para bañar a los niños— se dirige al drugstore en el centro del pueblo. La chica con el pelo como un perro de lanas que está detrás del mostrador pertenece a su Grupo Juvenil, y dos parroquianas que compran medicinas, anticonceptivos o Kleenex le saludan alegremente. Aquí es donde vienen realmente en busca de los antídotos contra las penalidades de la vida. Eccles se siente a sus anchas; es cierto, en la mayoría de lugares públicos se siente como en su casa. Apoya las muñecas en el frío y limpio mármol y pide una gaseosa con helado de vainilla con una cucharada de jarabe de arce y se bebe dos vasos de Coca-Cola llenos de un agua milagrosamente clara antes de que se lo sirvan.
Al club Castañuela lo bautizaron así durante la guerra, en pleno auge de la moda sudamericana, y ocupa un edificio triangular donde Warren Avenue y Running Horse Street se cruzan en ángulo agudo. Está al sur de Brewer, en un barrio de italianos, negros y polacos, y Conejo desconfía de ese sitio que, con su espesa fachada de ladrillo horadada por negras ventanas, parece una fortaleza de la muerte. La decoración del interior, poco iluminado, recuerda una funeraria satinada, puesta al día: tiestos con plantas verdes aquí y allá, una música suave y el mismo olor a alfombras, tubos fluorescentes y celosías junto con el olor más suave, un efluvio sigiloso, del alcohol. Uno lo aspira, y luego queda embalsamado en él. Desde que un hombre que vivía cerca de su casa en Jackson Road perdió su empleo de ayudante en una funeraria y se hizo barman, Conejo relaciona ambas profesiones. Quienes se dedican a ellas hablan con suavidad, tienen un aspecto muy limpio y siempre se les ve de pie. Se sienta con Ruth en un reservado cerca de la entrada, donde les llega a través de la ventana una débil fluctuación de luz roja cuando la castañuela de neón en el letrero de la fachada parpadea entre sus dos posiciones, que imitan el castañeteo.
Ese temblor rosado elimina el peso del rostro de Ruth, sentada frente a él. Intenta imaginar la clase de vida que ha llevado. Un sitio tan lúgubre como éste probablemente es tan familiar para ella como un vestuario lo sería para él. Pero sólo pensar en ello le pone nervioso. La vida desordenada de Ruth, como el hecho de que él tenga familia, son cosas que ha intentado mantener al margen. Para sentirse satisfecho le bastaba con pasar las noches en su piso y, mientras ella leía novelas de misterio, él iba a la tienda en busca de ginger ale, o algunas noches salían e iban al cine; sí, esas cosas sencillas le satisfacían, pero no acudir a esta clase de antros. Aquella primera noche le gustó el daiquiri, pero desde entonces no había sentido deseos de tomar otro y confiaba en que a ella le ocurriera lo mismo. Así fue durante algún tiempo, pero últimamente algo le carcome, en la cama está inerte y de vez en cuando le mira como si fuese un cerdo. Él desconoce en qué aspecto su comportamiento ha variado, pero sabe que, de algún modo, ya no se encuentran tan a gusto juntos. Esta noche le ha llamado esa supuesta amiga suya, Margaret. Cuando sonó el teléfono Harry fue presa del pánico. Ahora teme que cada vez que llama alguien sea la policía, su madre o alguien que le busca, tiene la sensación de que algo está creciendo al otro lado de la montaña. Un par de veces, después de su traslado, el teléfono sonó y una voz masculina preguntó por Ruth o colgaron el teléfono al oír la voz de Conejo. Cuando esperaban a que ella se pusiera, Ruth se limitaba a decir muchos noes y eso parecía zanjar el asunto. Sabía cómo tratarlos y, además, los que habían llamado ni siquiera llegaban a la media docena. El pasado era una enredadera colgada de esos únicos cinco zarcillos, y se desprendió fácilmente, dejándola limpia, nostálgica y desconcertada. Pero esta noche Margaret salía de su pasado, proponiéndole pasar un rato en el club Castañuela, y Ruth quiso que Conejo la acompañara. Lo que sea por un pequeño cambio. Está aburrido.
—¿Qué vas a tomar? —le pregunta.
—Un daiquiri.
—¿Estás segura? ¿No te marearás? —Ha observado que a veces parece mareada y no come nada, mientras que otras devora todo lo que encuentra.
—No, no estoy segura, pero ¿por qué diablos no puedo marearme?
—No lo sé. ¿Por qué no puede uno marearse?
—Oye, deja de filosofar por una vez y pídeme la bebida.
Una muchacha de color vestida con un uniforme anaranjado que, a juzgar por los volantes, debe de tener la pretensión de parecer sudamericano, les atiende y Conejo pide un par de daiquiris. La camarera cierra el bloc de pedidos y se aleja, y él ve que el vestido está abierto hasta la mitad de la espalda, revelando un poco de sostén negro. En comparación con esa tela, su piel no es negra en absoluto. Suaves sombras violáceas giran en los planos de su espalda, donde incide la luz. Anda a pasitos cortos, como una paloma, agitando esos volantes anaranjados. No muestra ningún interés por él, y eso le agrada, que no le importe. Lo malo de Ruth es que últimamente ha tratado de hacerle sentirse culpable de algo.
—¿Qué estás mirando? —pregunta ella.
—No miro nada.
—No puedes tenerla, Conejo. Eres demasiado blanco.
—Vaya, veo que estás de muy buen humor.
Ella le sonríe desafiante.
—Sólo soy yo misma.
—Dios mío, espero que no.
Vuelve la negra y deja los daiquiris entre la pareja, que permanece en silencio. La puerta a sus espaldas se abre y Margaret entra en la fresca corriente de aire. A Harry no le hace ninguna gracia ver al individuo que la acompaña. Lo único que le faltaba era ver a Ronnie Harrison.
—Hola, chico —saluda Margaret a Conejo—. ¿Aún andas por aquí?
—¡Pero si es el gran Angstrom! —exclama Harrison, como si intentara ocupar el lugar de Tothero en todos los aspectos—. He oído hablar de ti —añade turbiamente.
—¿Qué has oído?
—Oh, lo que se dice.
Harrison nunca fue uno de los favoritos de Conejo y no ha mejorado. En el vestuario siempre hablaba de seducir a las mujeres y de sus juegos con lo que tenía bajo el vientre grueso y peludo, y desde entonces ese vientre se ha hinchado mucho. Harrison es gordo y medio calvo. Su pelo ensortijado de color amarillo latón se ha hecho ralo y, según cómo ladee la cabeza, se le ve la piel del cuero cabelludo. Ese color rosado entre las hebras escasas molesta a Conejo tanto como la única idea pelada que siempre aparece en la conversación de Harrison. Sin embargo, recuerda una noche en que Harrison volvió a participar en el juego tras haber perdido dos dientes a causa del codazo que le dio alguien, e intenta alegrarse de verle. En lo más apurado de un partido se agradecían esas intervenciones.
Pero eso parece haber sucedido hace mucho tiempo, y cada segundo que Harrison permanece ahí de pie, sonriente, el pasado parece más remoto. Lleva un traje de verano de algún tejido que imita el lino, estrecho de hombros, y tener esa tela elegante y presuntuosa colgando junto a su oreja irrita a Harry, le hace sentirse encerrado. Tomar asiento plantea un problema. Él y Ruth se han sentado en lados opuestos de la mesa, y ése ha sido el error. Harrison toma una decisión y se sienta al lado de Ruth, con una ligera dificultad en el movimiento de agacharse que revela la secuela de la vieja lesión que sufrió jugando al fútbol. A Conejo le obsesionan las imperfecciones de Harrison. Ha estropeado el efecto de su elegante traje al ponerse una corbata de lana azul, como un italiano. Cuando abre la boca, los dos dientes postizos no armonizan del todo con los demás.
—Bueno, ¿qué tal trata la vida al viejo maestro? —pregunta Harrison—. Se dice por ahí que estás hecho un seductor.
Su mirada concreta el significado de estas palabras al dirigirse lateralmente hacia Ruth, la cual permanece inmóvil en su asiento, las manos alrededor del vaso. Tiene los nudillos rojos de lavar la vajilla para Conejo. Cuando levanta el vaso para beber, su mentón se ve distorsionado a través del cristal.
—Me sedujo a mí —dice ella, y deja el vaso sobre la mesa.
—¿Él y quién más? —pregunta Harrison.
Margaret se remueve al lado de Conejo, y el nerviosismo de esa mujer también le recuerda a Janice. Su presencia en el ángulo izquierdo de su visión es como un paño oscuro y húmedo que se le acerca por ese lado de la cara.
—¿Dónde está Tothero? —le pregunta a Margaret.
—¿Torther qué?
Ruth se ríe tontamente, Harrison inclina la cabeza hacia Ruth, mostrando el parche rosado, y susurra una observación, sonriente. Es exactamente como aquella noche en el restaurante chino, cualquier cosa que él le diga le agradará, excepto que esta noche él es Harrison en vez de Tothero y Conejo está sentado frente a ellos, al lado de esta mujer a la que detesta. Está seguro de que Harrison le susurra algo acerca de él, «el viejo maestro». En cuanto han sido cuatro, ha estado claro que él sería la cabeza de turco, como Tothero aquella noche.
—Sabes muy bien a quién me refiero —le dice a Margaret A Tothero.
—¡Nuestro viejo entrenador, Harry! —exclama Harrison, y tiende un brazo por encima de la mesa para tocar los dedos de Conejo—. ¡El hombre que nos hizo inmortales!
Conejo curva un poco los dedos para evitar el contacto de Harrison, y éste, con una sonrisa vana, se retira, deslizando las palmas sobre la pulida superficie de la mesa, lo cual produce un leve ruido de fricción.
—Querrás decir que me hizo —replica Conejo Tú no eras nada.
—Nada, ¿eh? Eso parece un poco duro. Sí, eso parece un poco duro, Harry, viejo compinche. Pensemos en el pasado. Cuando Tothero quería zurrar a un tipo, ¿a quién enviaba para que lo hiciera? —Se palmotea el pecho—. Tú eras demasiado importante para ensuciarte las manos. No, tú nunca tocabas a nadie, ¿verdad? Tampoco jugabas a fútbol y no te lesionaste la rodilla, ¿eh? No, señor, Harry el Pájaro no. Él volaba. No había más que pasarte la pelota y mirar cómo la encestaba.
—Y la encestaba, ¿no es cierto?
—A veces, sí, a veces. Vamos, Harry, no arrugues la nariz. No creas que no apreciamos todos tu habilidad.
Por su manera de mover las manos, cortando el aire con ellas y alzándolas de un modo que revela mucha práctica, Conejo supone que debe de hablar mucho alrededor de una mesa. No obstante, percibe un temblor en ellas y, al ver que Harrison le teme, pierde interés por él. Viene la camarera —Harrison le pide bourbon con hielo para él y otro daiquiri para Ruth— y Conejo observa la espalda de la muchacha que se aleja como si fuera la única cosa real en el mundo: el pequeño triángulo de sostén negro bajo los dos cojines de músculo de un marrón azulado. Quiere que Ruth le vea mirarla.
Harrison está perdiendo su compostura de vendedor.
—¿Te he dicho alguna vez lo que Tothero me dijo de ti? ¿Me escuchas, campeón?
—¿Qué dijo Tothero?
Piensa que este tipo es un pelma de mediana edad y aún no tiene los treinta.
—Me dijo: «Que quede entre nosotros, Ronnie, pero dependo de ti para estimular al equipo. Harry no es un jugador de equipo».
Conejo mira a Margaret y luego a Ruth.
—Ahora os diré lo que ocurrió realmente —replica. Es cierto que éste fue a ver a Tothero, y le dijo: «Oye, sé estimular a la gente, ¿eh? Un auténtico animador, ¿verdad? No como Angstrom, ese chulo de mierda». Probablemente Tothero estaba durmiendo y no le contestó, así que Harrison seguirá pensando durante el resto de su vida: «Caramba, soy todo un héroe, un verdadero animador del juego». Y es que, en un equipo de baloncesto, siempre que hay un tipejo torpe que puede hacer cualquier cosa se le llama animador del juego. No sé dónde practica toda esa animación. Supongo que en su dormitorio.
Ruth se ríe. Él no está seguro de que deseara tal cosa.
—Eso no es cierto. —Las expertas manos de Harrison se mueven con más rapidez—. Me lo dijo por su propia voluntad. Claro que no era algo que yo no supiera. Toda la escuela lo sabía.
Conejo no recuerda tal cosa. Si toda la escuela lo sabía, él era la excepción.
—Por Dios, no hablemos más de baloncesto —tercia Ruth Cada vez que salgo con este cabrón no hablamos de otra cosa.
¿Habrá aparecido la duda en su rostro y ella ha dicho eso para tranquilizarle? ¿Es posible que, en algún rincón de su ser, se compadezca de él?
Harrison quizá considera que ha sido más desagradable de lo que corresponde a las suaves maneras de un vendedor. Saca un cigarrillo y un encendedor Ronson de piel de lagarto. Los demás no pueden evitar mirarle, como niños alrededor de un mago, mientras él enciende una bonita llama.
Conejo se vuelve hacia Margaret. Algo en la manera en que esto dispone las nervaduras en su cuello le recuerda algo, le hace pensar que se volvió hacia ella exactamente igual hace un millón de años.
—Aún no me has respondido —le dice.
—Jolín, no sé dónde está. Supongo que se fue a casa Se encontraba mal.
—¿Se encontraba físicamente mal… —Harrison hace una cosa curiosa con la boca, sonriendo y frunciéndola a la vez, como si presentara con deferencia esa pequeña muestra de inteligencia neoyorquina a sus amigos rurales por primera vez, dándose unos golpecitos en la cabeza para asegurarse de que «lo capten»— o mal de la azotea?
—De todas las maneras —dice Margaret.
Cruza su rostro una sombra de seriedad que parece apartarles a ella y Harry, que la ve, de los demás y les lleva a ese extraño espacio de hace un millón de años del que se desviaron. Harry siente una curiosa culpabilidad por estar aquí en vez de allí, donde nunca estuvo. Frente a él, Ruth y Harrison, iluminados a intervalos por la luz roja, parecen sonreír desde el infierno.
—¿Cómo te ha ido, querida Ruth? —pregunta Harrison—. A menudo me he preocupado por ti.
—No te preocupes precisamente por mí —replica ella, pero parece complacida.
—Me intriga la capacidad de nuestro mutuo amigo para ofrecerte el nivel de vida al que estás acostumbrada.
La negra les trae las bebidas y Harrison, como si enseñara una insignia, muestra el Ronson de piel de lagarto que tiene en la mano.
—Piel auténtica —dice.
—Hummm —responde ella gangosamente ¿La tuya propia?
Conejo se echa a reír. Esa mujer le encanta.
Cuando la camarera se marcha, Harrison se inclina adelante con la dulce sonrisa con que uno se dirige a los niños.
—¿Sabías que una vez Ruth y yo fuimos juntos a Atlantic City? —pregunta a Harry.
—Había otra pareja —dice ella.
—Una pareja repulsiva —explica Harrison— que prefería la destartalada intimidad de su bungalow a la dorada luz del sol al aire libre. El hombre me confesó más tarde, con mal disimulado orgullo, que había gozado de la culminación orgásmica once veces en el cortísimo período de treinta y seis horas.
Margaret se ríe.
—La verdad, Ronnie, es que oyéndote hablar a veces cualquiera diría que has ido a Harvard.
—Princeton —la corrige a él El efecto que deseo obtener es el de Princeton. El de Harvard es sospechoso en estos alrededores.
Conejo mira a Ruth y ve que ha dado cuenta del primer daiquiri y está tomando el segundo. La oye reírse entre dientes.
—Lo desagradable de esos dos es lo que hicieron en el coche —comenta—. Allí estaba el pobre Ronnie tratando de conducir en medio de tanto tráfico el sábado por la noche, y cuando miré atrás en un semáforo vi que Betsy tenía el vestido alrededor del cuello.
—No conduje durante todo el trayecto —le dice Harrison—. Recuerda que por fin conseguimos que él cogiera el volante. —Inclina la cabeza hacia ella, esperando su confirmación, y el rosado cuero cabelludo brilla.
—Sí. —Ruth mira su vaso y vuelve a reír entre dientes, tal vez recordando a Betsy desnuda.
Harrison observa atentamente el efecto que todo esto surte en Conejo.
—Ese tipo —dice, en el tono a la vez sosegado e imperioso con que se ofrece un trato— tenía una teoría interesante. Creía… —las manos de Harrison aferran el aire— que en el instante decisivo uno debe golpear a su pareja, tan fuerte como pueda, en la cara. Si está en una postura que le permita hacerlo. De lo contrarío, que golpee lo que pueda.
Conejo parpadea. No sabe a qué carta quedarse con este tipo asqueroso. Y entonces, en el espacio del parpadeo, con el alcohol evaporándose bajo sus costillas, siente que realmente le da lo mismo. Se echa a reír de buena gana. Que se vayan todos al infierno.
—¿Y qué opinaba de morder?
La sonrisa risueña de Harrison se inmoviliza. Sus reflejos no son lo bastante rápidos para encajar este giro inesperado.
—¿Morder? Pues no sé.
—Es algo muy sencillo, no hace falta pensar mucho. Un buen bocado sanguinolento: nada mejor. Claro que tú no podrías hacerlo, con ese par de dientes postizos.
—¿Tienes dientes postizos, Ronnie? —grita Margaret—. ¡Qué interesante! No me lo habías dicho.
—Claro que los tiene —insiste Conejo No creerías que esas dos teclas de piano son suyas, ¿verdad? Se ve a la legua que son distintas.
Harrison aprieta los labios, pero no puede permitirse una sonrisa forzada y ese movimiento tensa sus facciones y le impide hablar. Harry sigue haciéndolo.
—En Texas frecuentaba un garito donde había una chica con la espalda tan llena de mordiscos que a veces parecía un trozo de cartón viejo después de haber estado bajo la lluvia. Eso era lo único que hacía. Por lo demás era virgen.
Mira a su alrededor y ve que Ruth mueve ligeramente la cabeza, como si dijera No, Conejo, y parece muy triste, tanto que una áspera película de tristeza desciende sobre su espíritu, amortiguándole.
—Es como el chiste de la puta que tenía un enorme… —dice Harrison—. Ah, no queréis que os lo cuente, ¿verdad?
—Claro —dice Ruth adelante.
—Bueno, un tipo estaba haciéndolo con ella y pierde su… aparato. —El rostro de Harrison fluctúa a la luz inestable. Empieza a acompañar sus explicaciones con las manos. Conejo supone que el pobre tipo ha de hacer un discurso de ventas unas cinco veces al día, y se pregunta qué venderá. Debe de tratarse de algo intangible, de ideas, nada tan preciso como la peladora MagiPeel—… hasta el codo, hasta el hombro, luego mete toda la cabeza y el pecho, y empieza a arrastrarse por ese túnel… —La buena y vieja MagiPeel, piensa Conejo: casi nota una de ellas entre sus manos. El mango a elegir entre tres colores, que la empresa llamaba turquesa, escarlata y oro. Lo curioso es que realmente hacía lo que decían, sí, quitaba la piel de apios, zanahorias, patatas y rábanos, de un modo limpio y rápido, tenía una especie de larga ranura con los bordes afilados como navajas—… ve a otro tipo ahí dentro y le pregunta: «Oye, ¿has visto…?». —Ruth permanece inmóvil y resignada y él cree horrorizado que para ella todo es lo mismo, que no hay diferencia entre Harrison y él, pero ¿hay acaso alguna diferencia? Todo el interior del local se enturbia y vuelve rojo, como el interior de un estómago que les digiere—… y el otro tipo dice: «Diablo de puta. ¡Llevo aquí tres semanas buscando mi motocicleta!».
Harrison, que esperaba la risa de los demás para compartirla, alza la vista en silencio. No ha logrado venderlo.
—Eso es demasiado fantástico —dice Margaret.
Conejo suda bajo la ropa, y al abrirse la puerta detrás de él la corriente de aire le estremece.
—Eh, ¿no es ésa tu hermana? —dice Harrison.
Ruth alza la vista del vaso.
—¿Lo es? —Él no dice nada y ella comenta—: Tienen el mismo aspecto caballuno.
Un vistazo le ha bastado a Conejo. Por suerte Miriam y su acompañante se adentran en el local, pasan ante su mesa y esperan más allá a que haya un reservado libre. El local tiene forma de cuña y se ensancha a partir de la entrada. El bar está en el centro, y a cada lado hay un pasillo con reservados. La joven pareja se dirige al pasillo opuesto. Mim calza unos zapatos de un blanco brillante con los tacones muy altos. El muchacho que la acompaña es rubio, con la longitud de pelo mínima para poder peinarse y unos de esos bronceados acaramelados que obtiene en verano la gente que juega pero no trabaja al aire libre.
—¿Es ésa tu hermana? —dice Margaret Es atractiva. Cada uno debe de haber salido a un padre distinto.
—¿Cómo es que la conoces? —pregunta Conejo a Harrison.
—Oh… —Mueve una mano tímidamente, como si las yemas de los dedos se deslizaran por una capa de grasa en el aire—. Se la ve por ahí.
Instintivamente Conejo había decidido no decir nada a su hermana, pero la sugerencia de Harrison de que es una ramera le hace levantarse, recorrer el suelo de baldosas anaranjadas y rodear el bar.
—Mim.
—Ah, hola.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Es mi hermano —le dice ella a su acompañante. Ha regresado de entre los muertos.
—Hola, hermano mayor.
A Conejo no le gusta que el chico diga eso ni tampoco que esté sentado en el interior del reservado, y Mim junto al pasillo, en el sitio que debe ocupar el hombre. No le gusta nada de lo que ve, que Mim se pasee con él por ahí. El chico lleva chaqueta a rayas en relieve y corbata estrecha, ese atuendo no encaja con su aspecto de estudiante de escuela preparatoria y le hace parecer a la vez demasiado joven y demasiado mayor. Tiene unos labios demasiado gruesos. Mim no le dice su nombre.
—Harry, papá y mamá están discutiendo continuamente por tu culpa.
—Bueno, si supieran que estás en un antro como éste tendrían, algo más de qué hablar.
—No está tan mal para esta zona del pueblo.
—Apesta. ¿Por qué no os largáis tú y este mocoso?
—Oye, ¿a qué viene esos humos?
Harry alarga un brazo, rodea con un dedo la corbata a rayas del chico y tira de ella hacia fuera. La tela sube, toca la gruesa boca y oculta por un instante el rostro lampiño. El muchacho empieza a levantarse, pero Conejo pone una mano sobre el pelo pulcramente cortado, le empuja, obligándole a sentarse de nuevo, y se aleja, con la dureza de la estrecha cabeza del otro cosquilleándole aún en las yemas de los dedos.
—Harry —musita su hermana tras él.
Tiene tan buen oído que, al rodear el bar, oye que el chico explica a Mim, con voz enronquecida por la cobardía:
—Está enamorado de ti.
—Vamos, Ruth —dice al llegar a su mesa—. Sube en tu motocicleta.
—Estoy bien aquí —protesta ella.
—Vamos.
Ella se mueve para recoger sus cosas y Harrison, tras mirar dubitativo a su alrededor, sale del reservado para permitir que se levante. Se queda al lado de Conejo y éste, obedeciendo a un impulso, pone la mano sobre el hombro sin hombrera pretendidamente princetoniano de Ronnie. En comparación con el acompañante de Mim, este muchacho le gusta.
—Tienes razón, Ronnie —le dice Eras un auténtico animador del juego.
Esta observación parece desagradable, pero lo ha dicho sinceramente, en honor al viejo equipo.
Harrison, demasiado lento para darse cuenta de que lo dice en serio, le aparta bruscamente la mano y dice:
—¿Cuándo vas a crecer?
Le ha desconcertado al contar esa asquerosa anécdota. Afuera, en los escalones calentados por el verano, Conejo se echa a reír.
—Buscando mi motocicleta —dice y, bajo la luz de neón, se pone a gritar—: Juá, juá, giaaa.
Ruth no está de humor para verle la gracia.
—Estás francamente loco —le dice.
A él le irrita que sea demasiado estúpida para darse cuenta de que está realmente dolido. También le molesta que ella moviera negativamente la cabeza cuando estaba contando aquella anécdota. Su mente vuelve una y otra vez a ese momento, y cada vez tropieza con él. Está enfadado por tantas cosas que no sabe por dónde comenzar. Lo único que tiene claro es que va a decirle cuatro verdades.
—De modo que te fuiste con ese cabrón a Atlantic City.
—¿Por qué le llamas cabrón?
—Ah, él no lo es y yo sí.
—No he dicho que lo fueras.
—Sí que lo has dicho, ahí dentro, hace un momento.
—Era sólo una expresión, y una expresión cariñosa, aunque no sé por qué.
—No lo sabes.
—No, no lo sé. Ves a tu hermana entrar con un amigo y prácticamente te meas en los pantalones.
—¿Pero te has fijado en el tipejo que estaba con ella?
—¿Qué tiene de malo ese chico? No me ha parecido nada mal.
—A ti todo el mundo te parece bien, ¿no es cierto?
—Mira, no sé a qué vienen estas ínfulas de juez todopoderoso.
—Sí, señor, cualquier cosa con pelos en los sobacos te parece bien.
Caminan por Warren Avenue. Su casa está a siete manzanas de distancia. Hay gente sentada en los escalones de sus viviendas, tomando el aire del verano temprano. En este sentido su conversación es pública, y se esfuerzan por no levantar la voz.
—Hijo mío, si te pasa esto sólo por ver a tu hermana, me alegro de que no estemos casados.
—¿A qué viene eso?
—¿A qué viene qué?
—Lo del matrimonio.
—Tú hablaste de eso la primera noche, ¿no recuerdas?, hablabas continuamente de eso y me besaste el dedo anular.
—Aquella noche fue estupenda.
—Estamos de acuerdo.
—Ni de acuerdo ni nada. —Conejo tiene la sensación de estar atrapado en un rincón donde no puede decirle cuatro verdades sin poner fin a su relación, sin destruir las cosas buenas. Pero ella tiene la culpa por haberle llevado a ese local apestoso—. Te has acostado con Harrison, ¿verdad?
—Supongo que sí. Claro.
—Supones que sí. ¿No lo sabes?
—He dicho claro.
—¿Y con cuántos más?
—No lo sé.
—¿Cien?
—Esa pregunta no tiene sentido.
—¿Por qué no tiene sentido?
—Es como si te preguntan cuántas veces has ido al cine.
—Para ti viene a ser lo mismo, ¿no?
—No, no es lo mismo, pero no veo para qué sirve llevar la cuenta. Ya sabías lo que he sido.
—No estoy seguro de haberlo sabido. ¿Eras una puta auténtica?
—Recibía algún dinero, ya te lo he dicho. Cuando trabajaba como taquimeca tenía amigos, y éstos también los tenían, y es posible que perdiera mi trabajo por los rumores, no sé, y algunos hombres mayores consiguieron mi número de teléfono, tal vez a través de Margaret, tampoco lo sé. Mira, eso ya ha pasado. Si crees que es algo así como estar sucia, hay muchas mujeres casadas que han tenido que hacerlo con más frecuencia que yo.
—¿Has posado como modelo fotográfica?
—¿Quieres decir para esas fotos que usan los chicos del instituto? No, nunca.
—¿Lo has hecho con la boca?
—Mira, tal vez deberíamos decirnos adiós.
Al pensar en lo que él acaba de recordarle le tiembla el mentón, le escuecen los ojos y siente una oleada de odio hacia Harry. Le detesta demasiado para compartir su secreto con él. Ese secreto no parece guardar ninguna relación con el hombre alto que camina a su lado bajo las farolas, voraz como un alma en pena, ansioso de escuchar sus palabras para azotarse con ellas. Eso es lo curioso de los hombres, la importancia que dan a la boca. Conejo le parece otro hombre, con una diferencia: en su ignorancia la ha soldado a él y ahora no puede soltarse.
Con una gratitud degradante le oye decir:
—No, no quiero que nos digamos adiós, sólo deseo que respondas a mi pregunta.
—La respuesta a tu pregunta es afirmativa.
—¿Con Harrison?
—¿Por qué Harrison significa tanto para ti?
—Porque apesta, y si Harrison es para ti lo mismo que yo, entonces apesto.
En este momento no hay para ella diferencia entre uno y otro. Incluso preferiría a Harrison, sólo por el cambio, sólo porque este último no insiste en ser el tipo más grande que jamás ha existido, pero le miente.
—No, tú no eres igual, en absoluto, no estás en la misma liga.
—Pues sentado ante vosotros en ese restaurante tenía una sensación curiosa. ¿Qué hiciste con él? Cuéntamelo.
—¿Qué quieres que te cuente? ¿Qué haces tú? Haces el amor, tratas de intimar con alguien.
—Veamos, ¿me harías todo lo que le hiciste a él?
Esto surte un extraño efecto en Ruth, le contrae la piel de tal manera que siente su cuerpo oprimido y angustiado debajo de ella.
—Si quieres que lo haga…
Después de haber sido esposa, la piel de ramera le viene estrecha. Él sonríe satisfecho, con un alivio juvenil.
—Sólo una vez, de veras —le promete Conejo. Nunca volveré a pedírtelo.
Intenta rodearla con el brazo, pero ella le aparta. Su única esperanza es que no estén hablando de lo mismo.
Ya en el apartamento, él le pregunta en tono lastimero:
—¿Vas a hacerlo?
A ella le sorprende el desamparo de su postura. En la oscuridad del interior, a la que sus ojos no se han acostumbrado todavía, Harry parece un traje colgado de la percha ancha y blanca de su cara.
—¿Estás seguro de que hablamos de lo mismo? —pregunta ella.
—¿De qué crees que estamos hablando? —Es demasiado refinado para expresarlo. Ruth se lo dice.
—Sí, eso es —confirma Conejo.
—Así, a sangre fría. Lo quieres sin más.
—Ajá. ¿Tan terrible es para ti?
Este vislumbre de su tierno conejo la envalentona.
—¿Puedo preguntarte qué he hecho?
—No me ha gustado tu manera de actuar esta noche.
—¿Cómo he actuado?
—Como lo que fuiste.
—No era ésa mi intención.
—Aun así. Esta noche he visto cómo fuiste, sentí que había un muro entre nosotros y ésta es la única manera de atravesarlo.
—Qué bonito. Está muy claro que lo deseas.
Ansia golpearle, decirle que se vaya, pero la época en que podría haberlo hecho ya ha pasado.
—¿Tan terrible es para ti? —repite él.
—Lo es porque tú lo crees así.
—Quizá no lo crea.
—Te he querido, ¿sabes?
—Yo también te he querido.
—¿Y ahora?
—No lo sé. Todavía deseo quererte.
Las lágrimas asoman de nuevo a los ojos de Ruth. Intenta hablar apresuradamente, antes de que se le quiebre la voz.
—Una prueba de bondad por tu parte, algo heroico.
—No te piques. Oye, esta noche te has vuelto contra mí. Necesitaba verte de rodillas.
—Si sólo es eso…
—No, no es sólo eso.
Los dos daiquiris le han sentado mal a Ruth. Quiere irse a dormir, tiene un sabor amargo en la boca. Siente en lo más hondo la necesidad de retener a Harry, y se pregunta si eso le asustará, si después de hacerlo se apagará su sentimiento hacia ella.
—¿Qué demostraré haciendo eso?
—Que eres mía.
—¿Tengo que desnudarme?
—Claro.
Él se desviste con rapidez y su cuerpo brilla contra la pared oscura en la que se apoya desmañadamente, alza una mano y la deja colgando sobre el hombro, sin saber qué hacer con ella. Su pose tímida parece sostenida por unas alas de tensión, como si fuese un ángel esperando una palabra. Ella se quita las últimas prendas y nota los brazos fríos en contacto con sus costados. A lo largo del último mes se ha sentido siempre fría, como si su temperatura estuviera dividida o algo por el estilo. Ahora ve mejor en la oscuridad y observa que él se mueve ligeramente. Cierra los ojos y se dice que ellos dos no son repugnantes. No, no lo son.
La señora Springer llamó a la rectoría poco después de las ocho. La señora Eccles le dijo que Jack había salido con el equipo juvenil de softball para jugar un partido a veinticinco kilómetros de Mount Judge, y ella no sabía cuándo estaría de vuelta. El pánico anidaba en la voz de la señora Springer, y Lucy Eccles, alarmada, se pasó casi dos horas telefoneando a distintos lugares, en un intento de dar con él. Oscureció. Por fin localizó al ministro de la iglesia con cuyo equipo de softball se enfrentaban, y le dijo que el partido había terminado hacía más de una hora. En el exterior la oscuridad iba en aumento, y la ventana en cuyo antepecho reposaba el teléfono se convirtió en un espejo céreo y jaspeado en que se veía reflejada, el cabello sin arreglar, inclinada ya sobre el teléfono, ya sobre la libreta de direcciones. Al oír el sonido constante del disco, Joyce bajó y no quiso separarse de su madre. Tres veces Lucy la llevó a la cama y en dos ocasiones la pequeña volvió a bajar y se pegó, silenciosa y asustada, a las piernas de su madre. La casa entera, una habitación tras otra rodeando de oscuridad la pequeña isla de luz alrededor del teléfono, se llenó de amenaza, y cuando, la tercera vez, Joyce no volvió a salir de su cuarto, Lucy se sintió a la vez culpable y abandonada, como si hubiera vendido su única aliada a las sombras. Marcó los números de todos los feligreses con problemas en los que pudo pensar, intentó localizar a los miembros de la junta parroquial, al secretario de la iglesia, a los tres copresidentes de la campaña para recaudación de fondos, a Henry, el viejo y sordo sacristán, e incluso al organista, un profesor de piano que vivía en Brewer.
Ahora son más de las diez, y empieza a ser embarazoso seguir llamando. Parece como si su marido la hubiera abandonado. Y la verdad es que eso, que su marido parezca haberse esfumado, la asusta. Prepara café y gime quedamente en su propia cocina. ¿Cómo se metió en esto? ¿Qué la atrajo aquí? La alegría de Jack, siempre tan risueño. Quien le conoció en el seminario nunca habría creído que se tomaría su trabajo con tanta seriedad. Él y sus amigos sentados en aquellas viejas habitaciones expuestas a las corrientes de aire, las paredes con estantes llenos de bellas obras exegéticas encuadernadas en azul hacían que su vocación pareciera una broma elegante. Recuerda haber jugado con ellos en un partido de softball, cuyos equipos eran los atanasianos contra los arrianos. Ella ya no veía nunca esa alegría, Jack la vertía totalmente en los demás, en su parroquia lúgubre, gris e intangible, el enemigo de Lucy. Ah, cómo los odia a todos, esas pegajosas, raras y temblequeantes viudas, esos jóvenes que hacen de Cristo el eje de sus vidas… Lo único bueno que ocurrirá si los rusos nos invaden es que acabarán con la religión. Debería haberse extinguido hace un siglo. O quizá no, quizá nuestra mente la necesite, pero ¿no podían otros sostenerla? La manera en que Jack vive la religión es tan deprimente… A veces siente lástima de él, y ahora, abruptamente, ésta es una de esas ocasiones.
Cuando Eccles llega por fin a casa, a las once menos cuarto, resulta que ha estado en un drugstore charlando con algunos adolescentes de su parroquia. Esos chicos idiotas se lo cuentan todo mientras fuman como chimeneas, y regresa estúpidamente excitado, haciendo cábalas sobre «lo lejos que puede llegar» una pareja de jóvenes sin dejar de amar a Jesús.
El clérigo ve enseguida que su mujer está furiosa. Se ha retrasado demasiado. Adora a esos chicos, cuya creencia es tan real para ellos y a la vez tan liviana.
Lucy le comunica el mensaje como si eso fuese suficiente reprimenda, pero no lo es, pues él, haciendo caso omiso de las atroces horas que ella, implícitamente, ha pasado, se abalanza hacia el teléfono.
Saca la cartera y, entre el permiso de conducir y el carnet de la biblioteca pública, encuentra el número de teléfono que ha guardado ahí, la llave que sólo puede girar una vez en la cerradura. Mientras marca el número se pregunta si la llave encajará, si habrá sido un estúpido al apoyar todo el peso del caso en la palabra de la joven señora Fosnacht, de ojos invisibles bajo las gafas de sol. El timbre del teléfono suena varias veces, es como si la electricidad, ese ratón asombrosamente adiestrado, se hubiera escabullido a través de kilómetros de cable sólo para roer al otro extremo de la línea una impenetrable placa metálica. Reza, pero lo hace mal, su rezo es siempre dubitativo, y no logra superponer a Dios sobre las complejidades de la electricidad, a las que concede sus leyes inviolables. La esperanza se ha desvanecido, sólo el aturdimiento le hace seguir esperando, cuando los timbrazos roedores cesan, el metal se levanta y el espacio abierto, una impresión de luz y aire, retorna a través de los cables al oído de Eccles.
—¿Diga? —dice una voz masculina, pero no es la de Harry. Es más indolente y brutal que la de su amigo.
—¿Está Harry Angstrom?
Unas gafas de sol se burlan de su corazón abatido. Éste no es el número.
—¿Quién llama?
—Soy Jack Eccles.
—Ah, hola.
—¿Eres tú, Harry? No he reconocido tu voz. ¿Estabas durmiendo?
—En cierto modo.
—Harry, tu mujer ha empezado a dar a luz. Su madre llamó aquí alrededor de las ocho y yo acabo de llegar.
Eccles cierra los ojos. En el oscuro silencio que sigue a esta información siente que lo esencial de su ministerio está siendo juzgado.
—Sí —suspira Harry en el otro extremo de la oscuridad—. Supongo que debo ir con ella.
—Desearía que lo hicieras.
—Supongo que he de hacerlo. También es hijo mío.
—Exactamente. Nos veremos allí. Es el hospital de Saint Joseph, en Brewer. ¿Sabes dónde está?
—Sí, claro. Puedo ir andando en diez minutos.
—¿Quieres que te recoja con el coche?
—No, iré andando.
—Muy bien, si lo prefieres… Una cosa, Harry.
—¿Qué?
—Estoy muy orgulloso de ti.
—Sí, bueno, hasta luego.
Ha tenido la sensación de que Eccles le tendía un brazo desde el suelo. Su voz sonaba minúscula y enterrada. El dormitorio de Ruth está oscuro, la farola de la calle, como una luna baja, quema las sombras en los planos interiores del sillón, en la cama ocupada, la sábana arrugada que él apartó finalmente al comprender que el teléfono nunca dejaría de sonar. El brillante rosetón de la iglesia en la acera de enfrente aún está iluminado: púrpura, rojo, azul y oro, como las notas de distintas campanas tañidas. Su cuerpo, toda la estructura de nervios y huesos, vibra como si sonaran ristras de campanillas colgadas a lo largo de su piel. Se pregunta si ha dormido y cuánto tiempo, diez minutos o cinco horas. Encuentra la ropa interior y los pantalones doblados sobre una silla y se los pone con dificultad. No sólo sus dedos sino también la vista tiemblan en la penumbra luminosa. La camisa blanca parece reptar, como un enjambre de luciérnagas en la hierba. Titubea antes de meter los dedos en ese nido, que al tacto resulta ser de tela inocua, inerte. La lleva de la mano a la cama sobre la que abulta la masa oscura de su cuerpo.
—Eh, cariño.
No obtiene respuesta. Si no estuviera dormida, habría, oído todo lo que él ha dicho por teléfono, pero ¿qué ha dicho? No recuerda nada excepto esa sensación de que le han dado alcance. Ruth yace pesada y silenciosa, su cuerpo oculto. La noche es lo bastante calurosa para usar sólo una sábana, pero ella ha puesto una manta, aduciendo que tenía frío. Eso ha sido casi lo único que ha dicho. Harry se dice que no debería haberla obligado. No sabe por qué lo ha hecho, salvo que en ese momento le parecía bien. Pensó que a ella podría gustarle, o por lo menos le gustaría la humillación. Si no quería hacerlo, si eso le repugnaba, ¿por qué no se negó, como él, de todos modos, había esperado a medias que lo hiciera? Durante el acto no dejó de tocarle las mejillas con las yemas de los dedos, mientras deseaba levantarla, abrazarla para mostrarle sencillamente su agradecimiento y decirle Basta, eres mía de nuevo, pero por alguna razón no pudo decidirse a detenerla y siguió pensando que lo haría dentro de un momento, hasta que fue demasiado tarde, y con eso terminó al instante aquella extraña sensación flotante de sumo orgullo. La vergüenza se apoderó de él.
—Mi mujer está dando a luz. Tengo que estar presente. Volveré dentro de un par de horas. Te quiero.
El cuerpo bajo la manta y la rizada medialuna de pelo que se asoma por el borde superior siguen sin moverse. Él está tan seguro de que no duerme que por un instante piensa que la ha matado. Es ridículo, una cosa así no la mataría, no tiene nada que ver con la muerte, pero ese pensamiento le paraliza, le impide aproximarse para tocarla y obligarla a escucharle.
—Ruth, está vez he de ir, pero será la última. Está pariendo a mi hijo, y es tan boba que no creo que pueda hacerlo por sí sola. El parto de nuestro primer hijo fue dificilísimo. Es lo mínimo que le debo.
Es posible que esta manera de decirlo no haya sido la mejor, pero él trata de explicarse y la inmovilidad de Ruth le asusta y empieza a disgustarle.
—Eh, Ruth, si no dices nada no volveré. Ruth.
Ella permanece tendida como un animal muerto o un accidentado en la carretera, cuando lo cubren con una manta. Harry intuye que si se acerca y la levanta volverá a la vida; pero no le gusta verse manipulado y su enojo va en aumento. Se pone la camisa y prescinde de la chaqueta y la corbata; sin embargo, parece tardar una eternidad en ponerse los calcetines, pues tiene las plantas de los pies pegajosas.
Cuando la puerta se cierra, el sabor a agua marina en la boca de Ruth se diluye en la intensa aflicción que sube por su garganta, tan intensa que tiene que sentarse en la cama para poder respirar. Las lágrimas se desprenden de sus ojos cerrados y salan las comisuras de su boca, mientras las paredes vacías de la habitación se hacen visibles, vagamente primero y luego compactas. Es como cuando tenía catorce años y el mundo entero, los árboles, el sol y las estrellas habrían tenido su razón de ser si ella hubiera podido perder diez kilos, porque ¿qué le costaría eso a Dios, que da forma a cada flor del campo? Ciertamente ahora no es eso lo que pide, ahora sabe que son sólo supersticiones, lo único que desea es lo que tenía hace un instante, a él en la habitación, a ese hombre que cuando era bueno podía transformarla en una flor, despojarla de su carne y convertirla en aire puro, «la dulce Ruth» la llamaba, y si hace un momento la hubiera llamado «dulce» al hablarle quizá le habría respondido y él seguiría entre estas paredes. No. Desde la primera noche supo que la esposa ganaría, ellas tienen anzuelos y, en cualquier caso, se siente francamente mal: una oleada de náuseas rompe contra ella y se retira arrastrando consigo todas sus preocupaciones. Va al lavabo, se arrodilla en las baldosas y contempla el quieto óvalo de agua en la taza, como si eso fuese a hacer algo. Al fin y al cabo no cree que vaya a vomitar, pero se queda ahí porque le complace, su brazo desnudo descansando en el frío borde de porcelana, y se acostumbra a la amenaza en su estómago, que no se disuelve, que se queda con ella y así, en su estado de debilidad, llega a parecerle que esa cosa que le causa náuseas es alguna clase de amigo.
Harry corre durante casi todo el camino hasta el hospital. Una manzana Summer Street arriba, luego baja por Youngquist, una calle paralela a Weiser por el norte, de casas de ladrillo y modestos locales comerciales, tugurios de reparación de calzados que segregan un olor a cuero, oscuras confiterías, agencias de seguros con fotografías mostrando los daños ocasionados por los tornados en las ventanas, oficinas de inmobiliarias con letreros dorados, una librería. Youngquist Street se sirve de un anticuado puente de madera para cruzar las vías del ferrocarril; éstas discurren entre muros de piedra renegrida, recubiertos de una blanca capa de hollín como musgo negro, a través del centro de la población, hilos metálicos en el fondo, en una oscuridad que es como un río, reflejando los crepusculares tonos rosados de los neones que ostentan los establecimientos a lo largo de Railway Street. Llega una música a sus oídos. Las pesadas tablas del viejo puente, teñidas de negro por el humo de las locomotoras, retumban bajo sus pies. Como se ha criado en una localidad pequeña, siempre tiene el temor de que le acuchillen en el barrio bajo de una ciudad. Corre más velozmente. El pavimento se ensancha, empiezan los parquímetros, y ante el antiguo edificio de la YMCA, la Asociación Cristiana de Jóvenes, hay un nuevo banco en el que se pueden efectuar operaciones sin bajar del coche. Ataja por el callejón entre el viejo edificio y una iglesia de piedra caliza cuyas ventanas emplomadas muestran a la calle los reversos de escenas bíblicas. No puede distinguir qué están haciendo las figuras. Desde una ventana alta en el edificio de la YMCA le llega el golpeteo de una partida de billar. Por lo demás, no hay el menor rastro de vida en la amplia fachada del edificio. A través de la puerta lateral ve a un viejo negro envuelto en una luz verde de acuario. Ahora tiene bajo los pies las semillas pulposas de algún árbol cuyas hojas tropicalmente estrechas son espigas negras contra el cielo amarillo oscuro, un árbol importado de China, Brasil o algún sitio así, porque puede vivir bajo el hollín y los humos. El aparcamiento del hospital de Saint Joseph es un cuadrado de asfalto rayado en cuyos lados se alinean árboles de esa clase, y por encima de sus copas, en este áspero espacio abierto, ve la luna y, por un instante, se detiene y comunica con su cara apenada, para en seco en su pequeña sombra garabateada en el asfalto para mirar la piedra celestial que refleja con metálica brillantez la piedra que ha surgido dentro de su piel acalorada. Haz que todo salga bien, le ruega, y se dirige a la entrada trasera del hospital.
Camina por un pasillo con suelo de linóleo perfumado de éter hasta el mostrador de la recepción.
—Angstrom —le dice a la monja sentada ante una máquina de escribir Creo que mi mujer está aquí.
Su rolliza cara de lavandera está contorneada como un pastelito en su molde por los festones de la toca. Examina las fichas y asiente con una sonrisa. Sus pequeñas gafas de montura metálica se encaraman a distancia de los ojos, sobre los rellenos de grasa en lo alto de los carrillos.
—Puede esperar ahí —le dice, señalando el lugar con un bolígrafo rosa.
Su otra mano descansa al lado de la máquina de escribir, sobre un rosario de cuentas negras que tiene el tamaño del collar de abalorios tallados en Java que él le regaló a Janice una Navidad. Se queda ahí mirando, esperando oírle decir: «Está aquí desde hace horas. ¿Dónde estaba usted?». No puede creer que le acepte sin más. Mientras él mira su mano blanca y quieta, que parece desconocer el sol, desliza el rosario sobre la superficie del mostrador hasta que cae en su regazo.
Hay otros dos hombres esperando en la sala. Ése es el vestíbulo de la entrada principal y la gente entra y sale. Conejo se sienta en un sillón con tapicería que imita la piel y brazos de cromo, y este contacto metálico, unido al sonido de los pasos, le hace fantasear que está en una comisaría de policía y esos dos hombres son los agentes que han llevado a cabo un arresto. Es evidente que ellos le ignoran. Presa de nerviosismo, coge una revista de la mesa, una publicación católica con el formato del Reader’s Digest, e intenta leer un artículo sobre un abogado inglés que se interesa tanto por la injusticia legal de Enrique VIII al confiscar las propiedades de los monasterios que se convierte en católico romano y acaba haciéndose monje. Los dos hombres susurran. Tal vez uno es el padre del otro. El más joven no cesa de frotarse las manos y asentir a lo que dice el otro.
Entra Eccles, parpadeante, con un aspecto escuálido bajo el alzacuello. Saluda a la monja recepcionista llamándola por su nombre, hermana Bernard. Conejo se levanta con una sensación de ingravidez, como si sus tobillos fueran etéreos, y Eccles se acerca a él con esa familiar expresión que le da el ceño fruncido, cuya severidad acentúa la iluminación del hospital. Las líneas de su frente violácea parecen delineadas a buril. Hoy mismo ha ido al barbero y, al volver la cabeza, los planos afeitados por encima de las orejas brillan como las plumas azuladas en la garganta de una paloma.
—¿Sabe ella que estoy aquí? —pregunta Conejo.
Lo dice en un susurro que le sorprende a él mismo molesto de que su voz se ahogue en el pánico.
—Me encargaré de que se lo digan si aún está consciente —responde Eccles.
La brusquedad de su tono hace que los otros dos hombres alcen la vista. Se acerca a la hermana Bernard. A la monja parece agradarle la charla y ambos se ríen, Eccles con la risotada exagerada que Harry conoce bien y la hermana Bernard con una risa aflautada, pura y juvenil, que surge de su garganta algo contraída, refrenada por el marco de rígidos festones alrededor de su cara. Cuando Eccles la deja, ella descuelga el teléfono que tiene al lado del codo.
De nuevo junto a Harry, Eccles le mira a la cara, suspira y le ofrece un cigarrillo. Es como si le hiciera una propuesta de arrepentimiento, y Conejo lo acepta. La primera chupada, después de tantos meses sin fumar, desquicia sus músculos y tiene que sentarse. Eccles ocupa una dura silla a su lado y no intenta entablar conversación. A Conejo nunca se le ocurre gran cosa que decirle fuera del campo de golf y, sosteniendo el cigarrillo con la mano izquierda, coge otra revista de la mesa, asegurándose de que no sea religiosa, el Saturday Evening Post. La abre al azar y se encuentra con un artículo cuyo autor, que por la fotografía incluida parece italiano, cuenta cómo llevó a su esposa, cuatro hijos y la suegra a un camping en las Montañas Rocosas canadienses que sólo les costó ciento veinte dólares, sin contar la inversión inicial en un Piper Cub. Conejo no puede concentrarse en la lectura, su mente se desliza, bifurca y florece en leves visiones de Janice gritando, de la cabeza del bebé apareciendo entre la sangre, de la maligna luz azul que Janice debe de estar mirando ahora si está consciente, si está consciente, ha dicho Eccles, de las manos enguantadas y sanguinolentas del cirujano y su rostro cubierto por la mascarilla y las pequeñas fosas nasales de Janice ensanchándose para absorber el olor antiséptico que él huele, el olor que flota por todas partes a lo largo de las paredes enyesadas, el olor del continuo fregado, sangre fregada, vómitos fregados, hasta que toda superficie huele como el interior de un cubo, pero nunca estará limpio porque siempre volveremos a llenarlo con nuestra suciedad. Parece como si tuviera el corazón envuelto en un paño húmedo y caliente. Está seguro de que, como consecuencia de su pecado, Janice o el bebé morirán. Su pecado es un conglomerado de huida, crueldad, obscenidad y engreimiento, un grumo negro englobado en las entrañas del parto. Aunque sus tripas se retuercen con el deseo de rechazar ese coágulo, de retractarse, de volver atrás y deshacer lo hecho, no se vuelve al sacerdote que está a su lado, sino que lee una y otra vez la misma frase acerca de unas deliciosas truchas fritas.
Eccles está posado en el borde extremo de su árbol de temor, como un pájaro negro; pasa las páginas de revistas y frunce el ceño, dirigiéndose a sí mismo cejijuntas muecas. A Conejo le parece irreal, todo cuanto está fuera de sus sensaciones le parece irreal. Siente un cosquilleo en las palmas, nota una extraña presión móvil sobre su cuerpo, que ora se ceba en sus piernas, ora en la base del cuello. Le pican las axilas como le ocurría de pequeño cuando llegaba tarde a la escuela, corriendo por Jackson Road arriba.
—¿Dónde están sus padres? —pregunta a Eccles.
El clérigo parece sorprendido.
—No lo sé. Se lo preguntaré a la hermana. —Se dispone a levantarse.
—No, no, sigue sentado, por favor.
Le molesta que Eccles actúe como si poseyera la mitad del hospital. Harry quiere pasar inadvertido, pero el clérigo hace ruido. Manosea las revistas como si estuviera rompiendo cajas de naranjas y lanza las colillas a su alrededor como un malabarista.
Una mujer vestida de blanco, no una monja, entra en la sala de espera y se dirige a la hermana Bernard.
—¿Me dejé aquí una lata de abrillantador de muebles? —le pregunta—. No lo encuentro por ninguna parte. Una lata verde, con uno de esos botones arriba, que suelta una rociada al apretarlo.
—No, querida.
La mujer busca el envase, sale, regresa al cabo de un momento y anuncia:
—Bueno, esto es el misterio más grande del mundo.
Con el distante fondo musical de sartenes, carritos y puertas, un día cruza la frontera de la medianoche y sale convertido en otro. Otra monja releva a la hermana Bernard, una monja muy vieja vestida de azul oscuro, como si en su ascenso hacia la santidad se hubiera quedado atascada en el cielo. Los dos hombres que no dejaban de susurrar se acercan al mostrador, hablan y se marchan sin resolver su crisis. Eccles y él se quedan solos. Conejo aguza el oído, tratando de localizar el lloro de su hijo en algún lugar profundo del silencioso laberinto del hospital. A menudo cree oírlo: el crujido de un zapato, un perro en la calle, la risa de una enfermera… cualquiera de estas cosas basta para engañarle. No espera que el fruto del dolor de Janice produzca un sonido muy humano. Cada vez está más convencido de que será un monstruo del que él es responsable. La embestida que provocó su concepción se confunde en su mente con el acto pervertido al que obligó a Ruth hace unas horas. Extinguida momentáneamente la lujuria, contempla las evocadas contorsiones a las que les ha obligado. Su vida parece una secuencia de poses grotescas asumidas sin finalidad alguna, una danza mágica huera de creencias. No existe Dios, Janice puede morir: ambos pensamientos se le ocurren a la vez, en una sola onda lenta. Se siente bajo el agua, inmovilizado por cadenas de limo transparente, espectros de las apremiantes eyaculaciones que ha escupido en el interior de suaves cuerpos femeninos. Sus dedos, en las rodillas, tiran de hilos persistentes.
Piensa en Mary Ann. Cansado, rígido, con el vigor indolente tras un partido, la encontraba esperando en los escalones de la entrada bajo el lema de la escuela, y paseaban envueltos en la niebla novembrina pisando la húmeda capa de hojas y hierba hasta el coche de su padre, recorrían un trecho para que el calefactor entrara en acción y aparcaban. El cuerpo de la muchacha era un árbol con cálidos nidos en sus ramas, aunque siempre un punto reacio, tímido, como si no estuviera segura, pero él era mucho más pretencioso, era un ganador. Al lado de ella se sentía un ganador, y ésa era la sensación que echaba en falta desde entonces. De la misma manera ella era la mejor de todas, porque era la única a la que, pese a su fatiga, era capaz de satisfacer. A veces el resplandor voceante del gimnasio se oscurecía tras sus ojos irritados por el sudor, y experimentaba por anticipado el toqueteo cauteloso que tendría lugar bajo el acolchado techo gris del coche, y una vez ahí, el triunfo brillante del juego concluido destellaría sobre la aquietada piel femenina rayada por las sombras de la lluvia en el parabrisas. Así pues, ambas clases de triunfo se unían en su mente. Ella se casó cuando él estaba en filas. Una posdata en una carta de su madre le hizo deslizarse desde la orilla. Aquél fue el día de su botadura.
Pero ahora experimenta alegría. Acalambrado por su incómoda postura en el sillón con erosionados brazos de cromo, mareado por el tabaco, siente alegría al recordar a su mujer. El agua de su corazón ha sido vertida en un fino vaso de alegría que la voz de Eccles sacude y rompe.
—Fíjate, he leído este artículo de Jackie Jensen de cabo a rabo y no sé qué dice.
—¿Cómo?
—Este artículo de Jackie Jensen en el que explica por qué quiere abandonar el béisbol. Según mi experiencia, los problemas del jugador de béisbol son los mismos que los del ministro de una iglesia.
—Oye, ¿no quieres irte a casa? ¿Qué hora es? —le pregunta Conejo.
—Cerca de las dos. Me gustaría quedarme, si es posible.
—No me escaparé, si es eso lo que temes.
Eccles se ríe y sigue sentado. La primera impresión que le produjo a Harry fue de tenacidad y ahora todo cuanto su relación amistosa ha modificado en su opinión respecto a él desaparece y vuelve a quedar tan sólo esa primera impresión.
—Cuando tuvo a Nelson el pobre niño tardó doce horas en nacer.
—El segundo parto suele ser más fácil —replica Eccles, y consulta su reloj Todavía no han pasado seis horas.
Un acontecimiento crea otro. La señora Springer viene de la habitación privilegiada donde ha estado esperando y saluda a Eccles con una rígida inclinación de cabeza. Al ver a Harry por el rabillo del ojo le flaquean las piernas doloridas y se tambalea sobre los pies embutidos en los gastados zapatos de tacón plano. Eccles se levanta y la acompaña a la salida. Al cabo de un rato los dos regresan con el señor Springer, que lleva una corbata con un nudo minúsculo y una camisa limpia recién planchada. Se ha recortado tan a menudo el bigotito amarillento que el labio superior parece como encogido debajo de él.
—Hola, Harry —le saluda.
Este reconocimiento por parte de su marido, a pesar del rapapolvo que probablemente les habrá dado Eccles, aguijonea a la obesa bruja, la cual se vuelve hacia Harry y le dice:
—Si estás ahí sentado como un buitre esperando a que se muera, ya puedes volver al sitio donde has estado viviendo, porque ella se está desenvolviendo muy bien sin ti, y no sólo ahora sino desde el principio.
Los dos hombres se apresuran a llevársela de ahí, mientras la vieja monja les mira con una peculiar sonrisa desde el mostrador. Tal vez sea sorda. A pesar de su deseo de herirle, el ataque de la señora Springer es —de entre todo lo que le han dicho a Harry desde el inicio de su escapada— lo primero que parece adecuado a la enormidad del acontecimiento que tiene lugar en alguna parte del hospital, tras esa pantalla de olor a jabón. Antes de oír esas palabras se sentía solo en un planeta muerto que rodeaba el gran sol gaseoso del parto de Janice, y el grito de ésta, aunque un grito de odio, ha taladrado su soledad. El espantoso pensamiento de la muerte de Janice: oírlo expresado por alguien ha reducido su peso a la mitad. Ese extraño aroma de muerte que Janice exhalaba: la señora Springer también lo ha olido, y compartir esto parece la conexión más preciosa que él tiene con cualquier persona en el mundo.
El señor Springer regresa y sigue su camino hacia el exterior, dirigiendo a su yerno una sonrisa de dolorosa complejidad en la que se combina el deseo de pedirle disculpas por el comportamiento de su esposa (ambos son hombres y le comprende), el deseo de mantener las distancias (sin embargo tu conducta ha sido imperdonable; no te acerques a mí, no me toques) y el reflejo mecánico de cortesía propio del vendedor de coches. Eres un desgraciado, piensa Harry, y arroja este pensamiento contra la puerta que acaba de cerrarse. Eres un esclavo. ¿Adónde va todo el mundo? ¿De dónde viene? ¿Por qué nadie puede descansar? Eccles vuelve a su lado, le ofrece otro cigarrillo y se marcha de nuevo. El tabaco hace temblar el fondo de su estómago. Nota la garganta como cuando uno despierta después de pasar toda la noche con la boca abierta. Su propio mal aliento le restriega las fosas nasales. Un médico, con el pecho como un tonel y unas manos increíblemente pequeñas y blandas cuyos pulgares introduce en los bolsillos de la bata, entra en la antesala con visible vacilación.
—¿Señor Angstrom? —pregunta a Harry—. Soy el doctor Crowe.
Harry no le conoce. Janice acudió a otro ginecólogo durante el embarazo de su primer hijo, y tras las dificultades del parto su padre le hizo cambiar de médico. Janice le visitaba una vez al mes, y al regresar a casa le hablaba de lo amable que era, de la suavidad extraordinaria de sus manos y de que parecía conocer con exactitud lo que sentía una mujer embarazada.
—¿Cómo…?
—Felicidades. Tiene usted una hijita preciosa.
Tanto se apresura a tenderle la mano que Harry apenas tiene tiempo de levantarse, de modo que recibe la noticia agachado. El intento de dar forma y tonalidad a la inesperada palabra «hijita» realza el color rosado del rostro del médico, restregado por la mascarilla estéril que ahora, desanudada, le cuelga de una oreja y expone los labios carnosos y pálidos.
—¿Ah, sí? ¿Está bien?
—Pese casi tres kilos y medio. Su esposa ha estado consciente hasta el final y ha abrazado al bebé durante un minuto después del parto.
—¿De veras? ¿Lo ha abrazado? ¿Ha sido… lo ha pasado mal?
—No, en absoluto. Ha sido normal. Al principio parecía tensa, pero todo ha sucedido con normalidad.
—Magnífico, muchas gracias. Cielo santo, gracias.
Crowe le sonríe, pero no oculta cierta reserva. Acaba de salir del pozo de la creación y al encontrarse en el aire libre parece algo desorientado. Es curioso: en las últimas horas ha estado más cerca de Janice de lo que Harry estuvo jamás, ha hurgado con sus manos en las entrañas de su mujer, manejando su cuerpo sometido a un seísmo, pero no ha traído consigo nada que confiarle, ninguna maldición ni bendición. Harry teme que los ojos del médico liberen con estruendo el misterio que han absorbido, pero en la mirada de Crowe no hay rastro de ira, ni siquiera una reprimenda. Harry parece ser para él otro más en el desfile de maridos más o menos obedientes que se pasan la vida tratando de cosechar su semilla sembrada irreflexivamente.
—¿Puedo verla? —pregunta Harry.
—¿A quién?
¿Quién? Le choca que ahora la palabra «ella» pueda referirse a más de una mujer en su hogar. El mundo se vuelve más denso.
—A mi…, mi esposa.
—Sí, por supuesto. —Crowe muestra un conato de sorpresa porque Harry le pide permiso. Debe de estar enterado de los hechos, pero parece desconocer el abismo de culpa que se abre entre Harry y la humanidad—. Creía que quizá se refería al bebé. Sería preferible que le viera mañana a las horas de visita, porque ahora no hay enfermeras disponibles para enseñárselo, pero su esposa está consciente, como le digo. Le hemos administrado un poco de Equanil, un simple tranquilizante de meprobamato. Dígame… —se acerca más a él, su piel rosada en perfecta armonía con la tela de su limpia bata— ¿tendría inconveniente en que su madre le viera un momento? Nos ha estado persiguiendo toda la noche.
Se lo pregunta a él, al huido, el fornicador, el monstruo. Debe de estar ciego, o quizás el hecho de ser padre hace que todo el mundo le perdone a uno, porque, al fin y al cabo, ésa es la única razón por la que con toda seguridad estamos aquí.
—Claro, que la vea.
—¿Antes o después de usted?
Harry titubea y recuerda de qué manera la señora Springer ha venido a visitarle en su planeta desierto.
—Puede entrar antes que yo.
—Gracias. Muy bien, así podrá irse a casa. La haremos salir enseguida, la visita no durará más de diez minutos. Ahora las enfermeras están preparando a su esposa.
—Magnífico —murmura Harry. Se sienta para demostrar cuán dócil es y se levanta de nuevo—. Oiga, a propósito, gracias, muchísimas gracias. Lo que hacen ustedes, los médicos, es extraordinario.
Crowe se encoge de hombros.
—Ella ha sido buena chica.
—Cuando tuvimos nuestro primer hijo me asusté de veras. Fue un parto muy penoso.
—¿Dónde lo tuvo?
—En el otro hospital…, sistema homeopático.
—Ya veo.
Y el médico, que ha bajado al pozo sin regresar de él con estruendo, chasca la lengua con desdén al pensar en el hospital de la competencia, menea la cabeza, el rosado rostro restregado, y se aleja sin dejar de menearla.
Eccles entra en la sala sonriendo como un escolar y Conejo no puede apartar la mirada de la boba expresión de su cara. Le sugiere que oren para dar las gracias al Señor, y Harry baja la cabeza mientras su amigo se recoge en silencio. Cada latido del corazón parece aplastarse como un ancho muro blanco. Cuando alza la vista, los objetos parecen tener una solidez infinita e inclinarse de algún modo, parecen tan llenos de vigor que están a punto de saltar. Su verdadera felicidad es una escalera desde cuyo peldaño superior él intenta saltar aún más arriba, porque sabe que debe hacerlo.
La frase de Crowe acerca de que las enfermeras están «preparando» a Janice es intrigante. Cuando le conducen a su habitación espera encontrarla con cintas en el pelo y flores entrelazadas en los postes de la cama. Pero quien está ahí es la Janice de siempre, acostada entre dos sábanas suaves en una alta cama metálica. Vuelve el rostro hacia él y dice:
—Vaya, mira quién está aquí.
—Hola —dice él, y se acerca para besarla con la mayor delicadeza, inclinándose como uno se inclina hacia una flor de cristal. Su boca exhala todavía el olor dulzón del éter. Sorprendido, ve cómo ella saca los brazos de entre las sábanas, le rodea el cuello con ellos y le atrae hacia su boca adormilada—. Eh, tómalo con calma —le dice.
—No tengo piernas —replica ella—, es una sensación de lo más curioso.
Le han recogido el pelo en una especie de moño sanitario y está sin maquillar. Su pequeña cabeza resalta oscura en la almohada.
—¿No tienes piernas? —Él baja la vista y las localiza bajo las sábanas, extendidas en forma de V inmóvil.
—Al final me inyectaron algo en la espina dorsal y no sentí nada. Estaba allí tendida, oyéndoles decir que empujara y, de repente, ahí estaba esa cosita arrugada con su gran cara de luna, mirándome irritada. Le dije a mamá que se parece a ella y no quiso escucharme.
—Me ha cantado las cuarenta ahí fuera.
—Ojalá no la hubieran dejado entrar. No quería verla… eras tú a quien quería ver.
—¿Es eso cierto? Dios mío, ¿por qué, cariño? Después de haberme portado contigo como un miserable.
—No digas eso. Me dijeron que estabas aquí y entonces pensé que iba a tener tu bebé y era como si te tuviera a ti. Estoy tan llena de éter que es como si flotara, sin piernas. Podría hablar y hablar… —Se pone las manos sobre el vientre, cierra los ojos y sonríe Estoy completamente borracha. Mira, tengo el vientre liso.
—Ahora podrás ponerte el traje de baño —dice él, sonriente y, entrando en la corriente de esa charla inducida por el éter, se siente también como si no tuviera piernas y flotara boca arriba en un gran mar de luz límpida, como una burbuja entre las sábanas almidonadas y las superficies esterilizadas antes del alba. El temor y el remordimiento se disuelven, y la gratitud adquiere tal volumen que pierde todo filo cortante—. El médico ha dicho que has sido una buena chica.
—Ah, qué tontería. Al contrario, he sido horrible. Lloraba, gritaba y le dije que no me pusiera las manos encima. Pero lo que más me enfureció fue que esa monja horrible me depilara en seco con una cuchilla de afeitar.
—Pobre Janice…
—No, ha sido maravilloso. Intenté contarle los deditos de los pies, pero estaba tan aturdida que no pude hacerlo y entonces le conté los ojos. Dos. ¿Queríamos una niña? Dime que sí.
—Sí, la quería. —Harry descubre que es cierto, aunque son las palabras las que descubren el deseo.
—Ahora tendré a alguien que se pondrá a mi lado contra ti y Nelson.
—¿Cómo está Nelson?
—Oh, no paraba de preguntar cuándo volvería papá a casa. Llegaba a ponerme tan nerviosa que podría haberle azotado, pero no me hagas hablar de eso, es demasiado deprimente.
—Cuánto lo siento —dice él, y sus propias lágrimas, que no parecían existir, le escuecen en el puente de la nariz No puedo creer que haya hecho eso. No sé por qué me marché.
—Hummm. —Ella se hunde más en la almohada mientras una sonrisa voluptuosa extiende sus mejillas—. He tenido un bebé.
—Es magnífico.
—Eres adorable, tan alto… —dice ella con los ojos cerrados, y cuando los abre rebosan de una idea embriagada; él no recuerda haberlos visto nunca centellear así. Le susurra—: Harry, la mujer que ocupaba la otra cama se ha ido hoy a casa… ¿Por qué no vuelves a escondidas cuando te vayas y entras por la ventana? Así podríamos estar despiertos toda la noche contándonos cosas, como cuando volviste de la mili o de alguna otra parte. ¿Has hecho el amor con muchas otras mujeres?
—Oye, creo que ahora deberías dormir.
—No te preocupes, ahora harás mejor el amor conmigo. —Suelta una risita e intenta moverse en la cama. No, no quería decir eso, eres un buen amante, me has dado un bebé.
—Francamente, te veo muy sexy en el estado en que estás.
—Eso es lo que sientes… te invitaría a acostarte conmigo, pero la cama es tan estrecha… Aaah.
—¿Qué te ocurre?
—Me apetece terriblemente una naranjada.
—Qué divertida eres…
—Tú sí que eres divertido. Ah, esa chiquitina parecía tan… irritada.
Una monja llena el vano de la puerta con su toca.
—Es la hora, señor Angstrom.
—Dame un beso —le pide Janice. Le toca la cara mientras él se inclina para inhalar el éter de nuevo. Su boca es una nube cálida que se abre de súbito, y sus dientes le mordisquean el labio inferior—. No te vayas.
—Ahora debo hacerlo, pero volveré mañana.
—Te quiero.
—Escucha, a pesar de lo que he hecho… te quiero con toda mi alma.
Eccles le espera en la antesala.
—¿Qué tal está? —le pregunta.
—Estupendamente.
—¿Ahora vas a volver a…, bueno, adonde estabas?
—No —responde Conejo sin vacilar y horrorizado. Cielo santo, no podría.
—En ese caso, ¿querrías venir a casa conmigo?
—Mira, ya has hecho más que suficiente. Puedo ir a casa de mis padres.
—Es demasiado tarde para despertarles.
—No, de veras. No podría causarte esa molestia.
Ya ha decidido aceptar. Tiene la sensación de que sus huesos no pueden sostenerle.
—No es ninguna molestia —replica Eccles—. No te estoy pidiendo que vivas con nosotros. —La larga noche está haciendo mella en sus nervios Tenemos mucho espacio.
—De acuerdo, de acuerdo, muy bien, te lo agradezco.
Regresan a Mount Judge por la carretera familiar, libre de tráfico a estas horas, incluso de camiones. Es noche cerrada pero, extrañamente, la negrura del cielo no es absoluta sino que tiende al gris. Harry permanece callado, mirando a través del parabrisas, rígido tanto en cuerpo como en espíritu. La carretera tiene bastantes curvas, pero le parece un ancho camino recto que se ha abierto ante él y no quiere hacer más que seguirlo.
La rectoría está sumida en el sueño, el vestíbulo huele como un armario. Eccles le acompaña a un dormitorio del piso superior, en cuyo lecho hay un cubrecama con borlas. Usa el baño con sigilo y, en ropa interior, se mete entre las sábanas limpias y crujientes, acurrucándose al máximo en un borde. De esta manera se interna en el sueño como una tortuga en su caparazón. Esta noche el sueño no es un dominio oscuro e inquietante que la mente debe disponerse conscientemente a invadir, sino una caverna en su interior, en la que él se encoge mientras las garras del oso matraquean como lluvia en el exterior.
La luz del sol, el viejo payaso, contornea la habitación. Dos sillas rosadas flanquean la ventana cubierta con una cortina de gasa impregnada de luz que embadurna un escritorio erizado de cantos de sobres, encima del cual reposa el retrato de una dama vestida de rosa que avanza hacia el espectador. Una voz femenina suena al otro lado de la puerta.
—Señor Angstrom, señor Angstrom.
—Sí, hola —responde él, enronquecido.
—Son las doce y veinte. Jack me ha dicho que las horas de visita en el hospital son de una a tres.
Reconoce el tono agudo y gorjeante de la esposa de Eccles y cree oír en él un añadido inexpresado: ¿Qué diablos está usted haciendo en mi casa?
—Sí, de acuerdo, ahora mismo bajo.
Se pone los pantalones de color cacao que llevaba la noche anterior y, molesto por la sensación de suciedad de sus ropas, va al baño llevando consigo camisa, calcetines y zapatos, aplazando el momento de ponérselos para que su piel se airee un poco más. Confuso incluso después de lavarse la cara, saca la ropa del baño y baja la escalera descalzo y en camiseta.
La menuda esposa de Eccles está en la gran cocina, esta vez con unos pantalones cortos de color caqui y sandalias que dejan ver sus uñas pintadas.
—¿Qué tal ha dormido? —le pregunta ella desde detrás de la puerta del frigorífico.
—Como un muerto, ni siquiera he soñado.
—Ése es el efecto de tener la conciencia tranquila —comenta su anfitriona.
La mujer le sirve un vaso de naranjada, que produce un elegante sonido al contacto con la mesa. Harry supone que verle vestido así, con sólo la camiseta sobre el pecho, le hace desviar la vista rápidamente.
—Oiga, no se moleste por mí. Ya tomaré algo en Brewer.
—No le ofreceré huevos ni nada de eso. ¿Le gustan los cereales Cheerios? —Me encantan.
—De acuerdo.
El zumo de naranja elimina en parte la pastosidad de su boca. Le mira los dorsos de las piernas; los blancos tendones detrás de las rodillas se mueven mientras prepara el desayuno en el mostrador.
—¿Qué tal va Freud? —le pregunta.
Sabe que esto puede ser inoportuno, porque si evoca aquella tarde evocará también la desfachatez que tuvo al tocarle el trasero, pero sigue teniendo la ridícula impresión de que domina a la señora Eccles y no puede cometer errores.
Ella se vuelve con la lengua contra las muelas laterales, ladeando la boca, con una expresión pensativa, y le mira a la cara. Él sonríe al ver esa expresión, la de una alumna de instituto que quiere dar la sensación de que sabe más de lo que dice.
—Sigue igual. ¿Quiere leche o nata con los Cheerios?
—Leche, la nata es demasiado pegajosa. ¿Dónde está todo el mundo?
—Jack está en la iglesia, probablemente jugando al ping-pong con alguno de sus delincuentes juveniles. Joyce y Bonnie están durmiendo, sabe Dios por qué. Se han pasado toda la mañana dando la lata porque querían ver al hombre malo que estaba en el cuarto de invitados. Me ha costado un gran esfuerzo mantenerlas a raya.
—¿Quién les dijo que soy un hombre malo?
—Ha sido Jack, se lo ha dicho durante el desayuno. «Anoche traje a casa un hombre malo que va a dejar de serlo». Las niñas ponen motes a todos los casos problemáticos de Jack… Usted es el Hombre Malo; el señor Carson, un alcohólico, es el Hombre Tonto; la señora MacMillan es la Mujer Que Telefonea de Noche. Luego están la señora Marchita, el señor Audífono, la señora Puerta Lateral y el señor Judías Felices. La felicidad de ese hombre es lo último que uno querría ver, pero cierta vez trajo a las niñas esas cápsulas de celuloide que contienen un peso, y van por ahí haciéndolas sonar. Desde entonces es el señor Judías Felices.
Conejo se ríe y Lucy le sirve los Cheerios. Ha añadido demasiada leche. Él está acostumbrado a vivir con Ruth, que le deja poner la leche que quiere. Le gusta limitarse a eliminar la sequedad, de manera que la leche y el cereal están equilibrados. Ella sigue hablando animadamente:
—Una vez Jack estaba hablando por teléfono sobre uno u otro de sus comités con un miembro de la junta parroquial, y se le ocurrió que sería una buena ayuda para ese pobre hombre proporcionarle un trabajo en la parroquia. «¿Por qué no nombramos a Judías Felices presidente de tal o cual?». El hombre con el que estaba hablando le preguntó sorprendido: «¿Judías qué?», y Jack se dio cuenta de lo que había dicho, pero en vez de darle poca importancia, como habría hecho cualquiera, y pasar a otra cosa, Jack le contó la anécdota de las niñas y el motivo de que le llamaran Judías Felices, y, claro, aquel viejo y severo miembro de la junta parroquial no lo encontró gracioso en absoluto; era amigo de Judías Felices, no exactamente socios en un negocio, pero a menudo comían juntos en Brewer. Eso es lo malo de Jack, que siempre habla más de la cuenta. Ahora ese miembro de la junta probablemente anda contando a todo el mundo cómo el rector se burla de ese pobre desgraciado Judías Felices.
Él vuelve a reírse. Llega el café, en una taza diminuta con un monograma dorado, y Lucy, tras servirse otra taza, se sienta frente a él.
—Ha dicho que voy a dejar de ser malo… —dice Conejo.
—Sí, no puede figurarse lo satisfecho que está. Cuando salió poco le faltaba para echarse a cantar. Es la primera cosa constructiva que cree haber hecho desde que vino a Mount Judge.
Conejo bosteza.
—La verdad es que no sé qué ha hecho.
—Yo tampoco, pero al oírle hablar se diría que todo el asunto dependía de él.
Esta sugerencia de que ha sido manejado le desazona y nota que su sonrisa se desvanece.
—¿De veras? ¿Ha hablado de eso?
—No hace otra cosa. Le tiene a usted mucho afecto, no sé por qué.
—Es que inspiro cariño.
—Sí, eso he oído decir. Es el ojo derecho de la pobre señora Smith, le considera a usted maravilloso.
—¿Y usted no lo cree así?
—Quizá no soy lo bastante mayor. Tal vez si tuviera setenta y tres… —Se lleva la taza a los labios, la inclina y las pecas de su nariz blanca y estrecha se aguzan al aproximarse al humeante café marrón. Es una chica traviesa. Sí, está claro como el día, una muchacha del tipo pícaro Deja la taza sobre la mesa, le mira con los ojos redondeados y el blanco espacio triangular entre las cejas también parece mirarle, burlón—. Bueno, dígame, ¿qué siente uno cuando es un hombre nuevo? Jack siempre confía en que me reforme y quiero saber qué he de esperar. ¿Ha «vuelto a nacer»?
—No, me siento más o menos igual.
—Pues no actúa de la misma manera.
—Bueno… —musita Harry, moviéndose en la silla. ¿Por qué se siente tan incómodo? Ella pretende que se sienta estúpido y apocado, sólo porque va a volver con su esposa. Es cierto que no actúa de la misma manera, pero tampoco siente lo mismo con ella: ha perdido la ligereza que aquel día le impulsó a palmotearle el trasero con tanta naturalidad Anoche, cuando veníamos hacia aquí, tuve la sensación de que un camino recto se extendía ante mí. Antes era como si estuviera entre los matorrales y no importara la dirección que tomara.
El rostro pequeño de Lucy por encima de la taza de café, que sujeta con ambas manos como si fuera un cuenco de sopa, refleja un intenso regocijo. Él espera que se eche a reír, pero lo único que hace es sonreír en silencio. Me desea, se dice Harry.
Entonces recuerda a Janice con las piernas paralizadas, hablándole de sus dedos, del amor y de la naranjada, y esto quizá cierra herméticamente algo que estaba expuesto en su rostro, pues Lucy Eccles vuelve la cabeza con impaciencia y dice:
—Bueno, será mejor que se ponga en marcha por ese bonito camino recto. Ya es la una y veinte.
—¿Cuánto se tarda en ir andando hasta la parada del autobús?
—No mucho. Yo misma le llevaría al hospital si no fuera por las niñas. —Aguza el oído: algo se mueve en la escalera—. Hablando del rey de Roma, por ahí baja una.
Mientras Harry se está poniendo los calcetines, la niña mayor entra en la cocina, sin más ropa encima que las bragas.
—Joyce. —Su madre, que iba con las tazas vacías al fregadero, se detiene a medio camino Vuelve inmediatamente a la cama.
—Hola, Joyce —la saluda Conejo—. ¿Has venido a ver al hombre malo?
Joyce se queda mirándole, rozando la pared con los omóplatos, su barriguita dorada prominente.
—¿No me has oído, Joyce? —insiste Lucy.
—¿Por qué no lleva la camisa puesta? —pregunta la niña con voz clara.
—No lo sé —responde su madre Debe de creer que tiene un pecho bonito.
—Llevo puesta una camiseta —protesta él. Es como si ninguna de las dos la viera.
—¿Ése es su sostén? —pregunta Joyce.
—No, cariño, sólo las mujeres tienen senos. Ya hemos hablado de eso.
—Diablos, si esto pone nervioso a todo el mundo —dice Conejo, y se viste la camisa. Está arrugada y el interior del cuello tiene un ribete de color gris. Cuando se la puso para ir al club Castañuela estaba limpia. No tiene chaqueta, porque salió de casa de Ruth con demasiada rapidez—. De acuerdo —dice mientras se mete los faldones bajo el pantalón Muchísimas gracias.
—De nada —replica Lucy—. Ahora sea bueno.
Madre e hija le acompañan por el pasillo. La blancura de las piernas de Lucy se mezcla con la palidez del pecho desnudo de la chiquilla, que no deja de mirarle, y él se pregunta cuál será el motivo de su perplejidad. Los niños y los perros perciben lo invisible. Intenta imaginar cuánto sarcasmo ha habido en las palabras «ahora sea bueno» y si significa algo o nada en absoluto. Le gustaría que ella le llevara en su coche, no porque quiera hacer nada, sino para averiguar con la mayor exactitud posible qué piensa Lucy de él. Su renuncia a marcharse tensa la atmósfera entre ellos.
Se quedan un momento en la puerta, él, la esposa de Eccles, con su piel fina como la de un bebé, bajo los dos el rostro de Joyce que les mira, con los anchos labios de su padre y las cejas arqueadas, y por debajo de todos ellos las uñas pintadas de los pies de Lucy, pequeñas conchas escarlata dispuestas en hilera sobre la alfombra. Harry hace vibrar el aire con una vaga renuncia y pone la mano en el pomo de la puerta. La idea de que sólo las mujeres tienen senos le acosa absurdamente. Alza la vista desde las uñas de los pies de Lucy al rostro atento de Joyce y de ahí a los senos de su madre, dos protuberancias puntiagudas bajo una blusa abrochada que revela a través de su ligero tejido veraniego la sombra blanca del sujetador. Cuando sus ojos se encuentran con los de Lucy una cosa sorprendente penetra en el silencio: la mujer le hace un guiño, rápido como la luz… Quizás él lo ha imaginado. Gira el pomo y se aleja por la acera soleada con un murmullo en su pecho, como si un tenso bramante en su interior se hubiera roto.
En el hospital le dicen que el bebé estará un momento con Janice y que tenga la bondad de esperar. Está sentado en el sillón de brazos cromados, pasando de atrás adelante las páginas de Woman’s Day cuando una mujer alta con el pelo gris algo plateado peinado hacia atrás, y la piel llena de finas arrugas, entra en la sala. A Conejo le parece tan familiar que se queda mirándola. ¿Quién será? Esa familiaridad procede de un pasado lejano. Ella le mira a desgana y le dirige la palabra.
—Usted fue alumno de Marty. Soy Harriet Tothero. Un día vino a cenar a casa. Tengo su nombre en la punta de la lengua.
Sí, naturalmente, pero no la recuerda por esa cena, sino por haberla visto en la calle. La mayoría de los alumnos del instituto de Mount Judge sabían que Tothero se divertía por ahí, y a sus ojos inocentes la esposa del entrenador estaba coronada por una llama oscura, era una mártir ambulante, una sombra viva del pecado. Lo que les llevaba a fijarse especialmente en ella no era tanto la compasión como una fascinación mórbida. Tothero era tan payaso y charlatán, prodigaba tan generosamente sus tostones, que la mancha de sus propias acciones se deslizaba fuera de él, como la grasa de un pato. Era la figura alta, plateada y seria de su esposa la que acumulaba la carga de sus maldades y la soltaba en las mentes juveniles de los alumnos con un choque eléctrico que les hacía desviar la vista de ella, con tanto temor como embarazo. Harry se levanta entonces del sillón, sorprendido al percibir que ahora el mundo en el que la mujer de Tothero se desplaza es su propio mundo.
—Soy Harry Angstrom —le dice.
—Sí, ya recuerdo. Él estaba tan orgulloso de usted… Me hablaba de usted a menudo, incluso recientemente.
Recientemente. ¿Qué diablos le diría? ¿Sabe lo que ha hecho? ¿Le considera culpable? Como siempre, su larga cara que hace pensar en una maestra de escuela no deja traslucir sus secretos.
—Me han dicho que está enfermo.
—Sí, lo está, Harry, muy enfermo. Ha tenido dos ataques apopléticos, uno de ellos desde que ingresó en el hospital.
—¿Está aquí?
—Sí. ¿Le gustaría visitarle? Sé que él se sentiría muy feliz, aunque sólo sea un momento. Ha tenido muy pocos visitantes. Supongo que ésa es la tragedia de la enseñanza. Uno se acuerda de tantos y son tan pocos los que le recuerdan a uno.
—Claro, me gustaría verle.
—Entonces venga conmigo. —Mientras recorren los pasillos ella le dice Me temo que le encontrará muy cambiado.
Él no presta mucha atención a estas palabras, pues está concentrado en la piel de la mujer, tratando de ver si realmente parece un montón de pequeñas pieles de lagarto cosidas, pero sólo se le ven las manos y el cuello.
Tothero está solo en una habitación. Como presencias que aguardaran, unas cortinas blancas cuelgan expectantes alrededor de la cabecera de su cama. En los alféizares de las ventanas unas plantas verdes exhalan oxígeno. Los cristales biselados alzan los olores del verano y los introducen en la habitación. Abajo se oye el crujido de unos pasos en la grava.
—He traído a alguien, querido. Estaba esperando fuera de la manera más milagrosa.
—Hola, Tothero. Mi mujer ha dado a luz.
Dice estas palabras al tiempo que se acerca a la cama con un confuso impulso: la visión del hombre postrado, encogido, la lengua deslizándose fuera de la boca torcida, le ha aturdido. El rostro de Tothero, cubierto por la barba cerdosa y blanca, es amarillo en contraste con las almohadas y sus delgadas muñecas sobresalen de las mangas del pijama rayado junto al liviano bulto de su cuerpo. Conejo le tiende la mano.
—No puede levantar los brazos, Harry —dice la señora Tothero—. Está incapacitado, pero háblele, puede ver y oír.
Su dulce y paciente enunciación tiene un tono de melodía que es siniestro, como si tararease para sí misma.
Puesto que ha alargado la mano, Harry aprieta con ella el dorso de una de las de Tothero. A pesar de su sequedad, la mano, bajo un ligero y rasposo vellón, es cálida, y Harry observa con horror que se mueve, se contorsiona tercamente, hasta presentar la palma hacia arriba, al contacto de Harry. Éste retira los dedos y se deja caer en la silla al lado de la cama. Los ojos de su antiguo entrenador se mueven con dispersa rapidez mientras vuelve la cabeza unos centímetros hacia su visitante. La carne de las mejillas se ha reducido tanto que los ojos son un poco saltones. Hablar, piensa Conejo, debe hablar.
—Es una niñita —dice alzando la voz Quiero agradecerte tu ayuda para que Janice y yo volviéramos a unirnos. Fuiste muy amable.
Tothero retrae la lengua y mueve los ojos para mirar a su mujer. Un músculo salta bajo la mandíbula, sus labios se fruncen y el mentón se le arruga repetidamente, como si el pulso le latiera ahí, mientras trata de decir algo. Logra articular unas pocas vocales que se arrastran, y Harry se vuelve para ver si la señora Tothero es capaz de descifrarlas pero se sorprende al ver que está mirando hacia otra parte, a través de la ventana, hacia un patio con césped y vacío. Su rostro es como una fotografía.
¿Acaso no le importa su marido? En ese caso, ¿debería hablarle a Tothero de Margaret? Pero poco podría decirle acerca de Margaret que hiciera feliz a Tothero.
—He sentado la cabeza, Tothero, y confío en que pronto te repongas y salgas del hospital.
Tothero vuelve la cabeza con una rapidez reveladora de fastidio, la boca cerrada, los ojos mirándole medio de soslayo, y en este momento parece tan coherente que Harry cree que va a hablar, que la pausa es sólo ese truco del ordenancista que permanece silencioso hasta asegurarse de que le prestas toda tu atención, pero la pausa se alarga, se hincha, como si, acostumbrada durante sesenta años a espaciar las palabras, al final hubiera adquirido una cancerosa vida propia y se tragara las palabras. No obstante, en los primeros momentos del silencio fluye cierta fuerza, un alma humana emite sus rayos invisibles e inodoros con premura. Entonces la fijeza de los ojos se desvanece, los párpados se alzan y exponen una jalea rosada, los labios se separan y aparece la punta de la lengua.
—Será mejor que baje y visite a mi mujer —grita Harry—. Anoche dio a luz. Es una niña.
Se siente claustrofóbico, como si estuviera dentro del cráneo de Tothero. Cuando se incorpora, teme golpearse la cabeza, aunque el techo blanco está a varios metros por encima de él.
—Muchísimas gracias, Harry —dice la señora Tothero Sé que le ha encantado verle.
Sin embargo, a juzgar por su tono, sabe que ella le ha suspendido en declamación. Recorre rápidamente el pasillo, sintiéndose como si hubiera roto filas. Su salud, su vida reformada, hacen que el espacio, incluso el espacio antiséptico en los corredores del hospital, sea delicioso. Sin embargo, la visita a Janice es decepcionante. Tal vez aún está sofocado por haber visto a Tothero postrado y medio muerto, o quizás, ahora que han desaparecido por completo los efectos del éter, Janice está sofocada al pensar en cómo la ha tratado. Se queja mucho del dolor que le causan los puntos y, cuando él intenta expresarle de nuevo su arrepentimiento, a ella parece aburrirle. La dificultad de complacerla empieza a cercarle. Ella le pregunta por qué no ha traído flores. Harry no ha tenido tiempo de comprarlas, le explica cómo ha pasado la noche y, como era de esperar, ella le pregunta cómo es la señora Eccles.
—Tiene más o menos tu altura —responde él con precaución—. Y es pecosa.
—Su marido es una bellísima persona —dice ella—. Parece querer a todo el mundo.
—Es un buen hombre —replica Conejo pero me pone nervioso.
—A ti todo el mundo te pone nervioso.
—No, perdona, eso no es cierto. Marty Tothero nunca me puso nervioso. Acabo de ver a ese pobre y viejo cabrón, postrado en una cama ahí arriba. No puede decir una palabra ni mover la cabeza más de un par de centímetros.
—Él no te pone nervioso pero yo sí, ¿no es cierto?
—Yo no diría eso.
—Ah, no. Uf, esos malditos puntos son como alambre espinoso. Te puse tan nerviosa que me abandonaste durante dos meses. Más de dos meses.
—Sí, Janice, pero por Dios, todo lo que hacías era mirar la televisión y beber continuamente. No digo que no haya hecho mal, pero tuve la sensación de que debía hacerlo. Me sentía como si estuviera en el ataúd antes de que me hubieran sacado la sangre. Aquella primera noche, cuando subí al coche delante de la casa de tus padres…, incluso entonces podría haber ido en busca de Nelson y regresado a casa. Pero cuando solté el freno… —En el rostro de ella vuelve a aparecer la expresión de hastío. Mueve la cabeza de un lado a otro, como para impedir que las moscas se le posen encima—. Mierda —concluye él.
Esto la sulfura.
—Veo que vivir con esa prostituta no te ha servido para mejorar tu lenguaje.
—No era exactamente una prostituta, sino más una mujer que se acostaba por ahí… Creo que hay muchas chicas como ella. Quiero decir que si vas a llamar prostituta a toda mujer que no está casada…
—¿Dónde vas a alojarte ahora? Hasta que salga del hospital.
—Pensé que Nelson y yo nos trasladaríamos a nuestro apartamento.
—No estoy segura de que puedas hacerlo. No hemos pagado el alquiler de los dos últimos meses.
—¿Cómo? ¿No lo pagaste?
—Cielo santo, Harry, tú esperas demasiado. ¿Esperabas que papá siguiera pagando el alquiler? Piensa que yo no tenía ni un centavo.
—Pero, vamos a ver, ¿se puso el casero en contacto contigo? ¿Qué ha ocurrido con nuestros muebles? ¿Los sacó a la calle?
—No lo sé.