—¿A qué esperas?

Todavía está vestido, lleva incluso la corbata. Mientras dobla los pantalones en el respaldo de una silla y los alisa para que se mantenga la raya, ella se desliza bajo las sábanas. Conejo, de pie en ropa interior, inquiere:

—¿Ahora no llevas nada encima?

—No me lo permitirías.

Él recuerda el destello.

—Dame tu anillo.

Su mano derecha sale de entre las sábanas y él le quita cuidadosamente un grueso anillo de latón, de esos que te dan al graduarte en la escuela. Al soltarle la mano, ella roza la distorsionada parte delantera de sus calzoncillos.

Se queda mirándola pensativo. Las sábanas le llegan a la garganta y el pálido brazo extendido sobre la colcha tiene una ligera ondulación de serpiente.

—¿No hay nada más? —pegunta él.

—Estoy en cueros. Anda, ven.

—¿Me deseas?

—No te hagas ilusiones. Quiero acabar con esto dé una vez.

—Tienes esa costra de maquillaje en la cara.

—¡Por Dios! ¡Mira que llegas a ser insultante!

—Es que te quiero demasiado. ¿Dónde hay un trapo para limpiarla?

—¡No quiero que me limpies mi condenada cara!

Conejo entra en el baño, enciende la luz, encuentra un paño para la cara y lo pone bajo el grifo de agua caliente. Lo escurre y apaga la luz. Cuando regresa a la habitación Ruth se ríe desde la cama.

—¿Qué es tan gracioso? —le pregunta.

—La verdad es que con esa ropa interior pareces un conejo. Creía que sólo los niños llevaban esa clase de calzoncillos elásticos.

Él mira su camiseta y los calzoncillos ceñidos, complacido y aún más excitado. Su apodo en los labios de la mujer le produce la sensación de un contacto físico. Para ella es un hombre especial. Cuando le aplica el paño húmedo a la cara, ésta se pone tensa y se retuerce ofreciendo resistencia, como la de Nelson, lo cual él contrarresta con un método práctico paterno. Le limpia la frente, le pinza la nariz con los dedos, le frota las mejillas y, finalmente, mientras todo su cuerpo protesta contorsionándose, le restriega los labios, fragmentando y ahogando sus palabras. Cuando por fin deja que las manos de Ruth se salgan con la suya y levanta el paño, ella le mira fijamente, no dice nada y cierra los ojos.

Al arrodillarse junto a la cama para cogerle la cara, presiona el núcleo sensible de su amor contra el borde del colchón y ahora, involuntariamente, se derrama un poco, como nata que rebosa el cuello de la botella forzada por la congelación de la leche. Se retira, evitando el contacto, y la tímida serie de brincos, desconcertada, late lentamente hasta detenerse. Se levanta y lleva el paño al rostro, como si llorase. Se acerca al pie de la cama, lanza el paño hacia el cuarto de baño, se quita la ropa interior, tambaleándose un poco, y corre a esconderse en la cama. El largo espacio oscuro entre las sábanas le engulle.

Le hace el amor como se lo haría a su mujer. Después de su matrimonio y de que sus nervios perdieran aquella finura que tenían, Janice necesitaba que la engatusara, y él empezaba por frotarle la espalda. Ruth le obedece cautelosamente cuando Conejo le pide que se tienda boca abajo. Para prestar fuerza a sus manos, se sienta sobre sus nalgas y carga su peso en los brazos rígidos hasta las palmas y los pulgares que friccionan los amplios músculos y los numerosos huesos del territorio espinal. Ella suspira y mueve la cabeza sobre la almohada.

—Deberías trabajar en unos baños turcos —le dice.

Él le aborda el cuello, lo rodea con los dedos que avanzan hacia la garganta, donde las columnas de sangre ceden como cañas, y le fricciona los hombros con las puntas de los pulgares, mientras las de los otros dedos rozan los satinados bordes superiores de sus senos aplastados. Vuelve a su espalda, hasta que le duelen las muñecas, y desmonta a su sirena fatigado de veras, cae como presa de un hechizo marino para hacerle dormir. Tira de las ropas de cama hasta que les cubren la mitad de la cara.

Janice recelaba de los ojos de Conejo, y así Ruth se calienta en la oscuridad que él ha impuesto. Mantiene los párpados cerrados aunque ella se arquea ansiosamente contra su cuerpo. Su mano le busca y le orienta con firmeza hacia un contacto que sus ojos cerrados perciben como rojo. La visión es azul cuando la mano femenina le abre la boca y le inclina la cabeza hacia su pecho voluminoso. Encantadoras y bamboleantes burbujas pesadas, con perfume entre una y otra. Un sabor salobre y agrio vuelve a él remolineando con su propia saliva. Ella gira un poco más, le da la espalda y acuna su trasero en el estómago y los muslos de Conejo. Penetran en un espacio de indolencia. Él desea que el tiempo se estire, que aumente su longitud y disminuya su espesor. La acaricia entre las piernas con las puntas de los dedos. Ella echa atrás un pie y él le coge el talón. Juntos profundizan en ese espacio, y él se impacienta porque, a pesar de sus contorsiones, sus cuerpos continúan separados. Ahora que la considera tan amiga suya, no puede ser demasiado atrevido en su búsqueda. Por doquier tropiezan con un muro. Al cuerpo le falta voz para entonar su propia canción. La impaciencia disminuye. Ella flota en la corriente de su sangre mientras bajo sus párpados siente un olor salobre, una presión húmeda, una sensación de pequeñez cuando el cuerpo de Ruth se contorsiona frenéticamente en sus manos, su respiración, el crujido de los muelles del somier, golpes accidentales y el dolor en la reseca raíz de su lengua… cada una de estas cosas tiene su propio color.

Un suave codazo penetra en su morbidez.

—¿Ahora? —le pregunta Ruth con voz ronca.

Presa de una especie de náusea, él se arrodilla entre sus piernas abiertas. Con la ayuda de Ruth, sus ciegos ijares encajan. Hay algo triste en el apresamiento, y se intensifica. Harry se sostiene por encima de ella con los brazos apoyados en la cama, temeroso, porque eso es lo que ha decepcionado a Janice con mayor frecuencia, de eyacular demasiado pronto. Sin embargo, con la cantidad de alcohol que corre por sus venas, o el inicio de eyaculación hace un momento, su amor tarda en estallar dentro de la cálida entraña de Ruth. Oculta el rostro al lado de su garganta, en la fragancia herbal de su pelo. Ella le rodea con sus brazos, le aprieta contra su cuerpo, se alza sobre él. A partir de sus hombros altos y suaves, Ruth es sólo un largo bajo vientre erguido en la luz por encima de él.

—¡Eh! —le dice Conejo en voz baja y tono elogioso.

—Eh —responde ella.

—Eres preciosa.

—Venga, muévete.

Vejado, no se limita a embestirla, sino que coloca una mano bajo su mandíbula y le empuja la cara, de modo que los dedos se deslizan dentro de su boca y su garganta resbaladiza se tensa. Como debilitada por esta ira, Ruth se desploma y le arrastra consigo, y él vuelve a yacer encima de ella, las pieles húmedas de sus torsos adheridas. La mano de Ruth desciende y toca la mezcla de sus vellos púbicos, algo agudo rasga su respiración. Abre los muslos, los cierra sobre los flancos masculinos y vuelve a abrirlos tanto que él se asusta al ver que quiere lo imposible, volverse del revés. Los músculos, labios y huesos de su parte oculta expandida presionan a Harry como una nueva anatomía, de otro animal. Ella se siente transparente, él ve su corazón. Ella le interrumpe, se hunde en el lecho, y en los pliegues de su languidez reviven el amor y el orgullo de Harry. Así pues, ella es la primera en experimentar la culminación del placer y espera a que él lo haga, mientras con una temblorosa y extrema ternura Harry recorre una y otra vez el arco de una de sus cejas con el pulgar. El mar de simientes masculinas se encrespa y penetra sollozante en un canal inmóvil. A cada estremecimiento, la boca de Ruth sonríe en la suya y las piernas, entrelazadas en su espalda, le hacen bajar por fuerza.

Poco después ella le pregunta:

—¿Satisfecho?

—Eres preciosa.

Ruth desenlaza las piernas y le aparta de ella como si fuera un montón de arena. Él la mira a la cara y cree ver en las sombras que la cruzan una triste expresión de indulgencia, como si supiera que en el momento de la liberación, la raíz del amor, él la ha traicionado al experimentar desesperanza. La naturaleza le conduce a uno como una madre y en cuanto obtiene su pequeña recompensa le deja sin nada. El aire enfría el sudor en su piel. Sube las mantas que estaban amontonadas a los pies de Ruth.

—Lo has hecho de maravilla —dice Conejo apáticamente desde la almohada, y toca su suave costado. La piel de Ruth está todavía empapada por el acto, que en ella menguaba más lentamente.

—Me había olvidado —le dice ella.

—¿De qué?

—De que yo también puedo sentirlo.

—¿Cómo es?

—Pues… como una caída.

—¿Y dónde caes?

—En ninguna parte. No puedo hablar de eso.

La besa en los labios; ella no tiene la culpa. Ruth lo acepta lánguidamente y luego, en un súbito acceso de afecto, su lengua se mueve ligeramente contra el mentón de Conejo.

Él le rodea la cintura con el brazo y se acurruca contra su cuerpo para dormir.

—Eh, tengo que levantarme.

—Quédate.

—He de ir al baño.

—No. —La sujeta con más fuerza.

—Será mejor que no me impidas levantarme, chico.

—No me asustes —murmura él, arrimándose todavía más a ella.

Su muslo se desliza sobre el de Ruth, representación viva de lo pesado sobre lo cálido. Es extraordinaria la manera en que las mujeres pueden acompañarle a uno. ¡Ah qué manera! Cuando Ruth montó en él como la corola de un gran lirio azul que se hubiera dejado caer sobre la lenta cabeza de su miembro… Podría haberla lastimado al empujarle la mandíbula. Vuelve a despertarse lo suficiente para notar la sequedad de su aliento a través de los labios colgantes, cuando ella se libera de la pierna y el brazo con que la inmovilizaba.

—Dame un vaso de agua —le pide Conejo.

Ella está junto al borde de la cama, abotagada en su desnudez, y se dirige al baño para cumplir con su deber. Eso es algo que le repele de las mujeres, que se manoseen como un sobre usado. Tubos dentro de tubos, eliminar la suciedad del hombre… Es insultante, de veras. Los grifos lloran. Cuanto más despierto está, más deprimido se siente. Desde la hondura de la almohada contempla la franja horizontal de vidrio coloreado del rosetón de la iglesia, visible bajo la persiana de la ventana. Su brillo infantil parece la única clase de consuelo que le queda.

La luz que se filtra por los intersticios de la puerta cerrada del baño tiñe la atmósfera del dormitorio. Los sonidos del agua son como los que sus padres hacían cuando de niño Conejo despertaba y se daba cuenta de que habían subido a su habitación, que pronto la casa entera estaría sumida en la oscuridad y la luz de la mañana sería su próxima sensación. Está dormido cuando, como un fauno a la luz de la luna, Ruth regresa a su lado con un vaso de agua en la mano.

Mientras duerme tiene un sueño muy intenso. Con sus padres y algunas personas más, está sentado a la mesa de la cocina. Es la cocina antigua. Una niña extiende un brazo muy largo en el que luce un pesado brazalete y gira una manivela de la nevera de madera. El aire frío envuelve Conejo. La muchacha ha abierto la puerta de la cueva cuadrada donde reposa el pastel helado, y ahí está, a unos centímetros de los ojos de Harry, asimétrico porque una parte se ha derretido, pero todavía grande, conservando en su masa de color negro metálico la partición blanca que tienen los pasteles cuando bajan traqueteando por la rampa en la fábrica de helados. Se inclina, acercándose más al frío hálito del hielo, una frialdad con olor a hojalata que él asocia al metal del que están hechas las paredes de la cueva y las estrías del suelo, de un delicado gris de rinoceronte, moteado por la misma enfermedad que padece el linóleo. Al acercarse más, observa que bajo la piel acuosa hay centenares de venas blancas, como los capilares de una hoja, como si también el hielo estuviera hecho de células vivas, y más adentro, tan espectral que sólo la ve en último lugar, se cierne una nube de contorno quebrado, puntiagudo, la estrella de una explosión cuyo centro es incierto debido a la refracción pero cuyos brazos se alejan del pálido núcleo tan rectos como largas marcas de goma de borrar, diagonalmente en todos los planos del cubo. Las oxidadas nervaduras sobre las que descansa el pastel se mueven ante sus ojos como los dientes de una boca sonriente. El miedo hace presa en él: ese frío receptáculo está vivo.

—Cierra la puerta —le ordena su madre.

—Yo no la he abierto.

—Ya lo sé.

—Lo ha hecho ella.

—Lo sé. Mi niño bueno no haría daño a nadie.

La niña juguetea con un trozo de comida y la madre, con una autoridad terrible, se vuelve hacia ella y la riñe. La amonestación se prolonga insensatamente, es una repetición constante de lo mismo, un bombeo continuo de palabras, como una profunda hemorragia interna. También él se desangra, y la pena que siente por la niña le distiende el rostro hasta que lo nota como un enorme plato blanco.

—Tart no sabe comer como es debido, parece un bebé —dice la madre.

—Eh, eh, eh —grita Conejo, y se levanta para defender a su hermana.

La madre retrocede, mofándose de él. Están en el estrecho espacio entre las dos casas, solos él y la niña: es Janice Springer. Él intenta explicarle el comportamiento de su madre. Janice, sumisa, le mira fijamente el hombro. Cuando él la rodea con sus brazos se da cuenta de que la muchacha tiene los ojos inyectados en sangre. Aunque sus caras no están juntas, él nota su respiración, agitada por el llanto. Han salido y están detrás del Salón Recreativo Mount Judge, ahí detrás, donde hay hierbajos y la tierra está pisoteada y tiene clavados fragmentos de botellas rotas. A través de la pared les llega la música de los altavoces. Janice lleva un vestido de baile de color rosa, y está llorando. Él, con el alma aterida, sigue hablando de su madre, le dice que sólo le reñía a él, pero la niña sigue llorando y, horrorizado, ve cómo su cara empieza a deslizarse, la piel se separa lentamente del hueso, pero debajo no hay hueso sino más sustancia que se derrite. Él ahueca las manos debajo con la idea de recogerla y volverla a juntar. Mientras la sustancia gotea en sus palmas, su propio grito hace que el aire se vuelva blanco.

El blanco es luz. La almohada brilla contra sus ojos y la luz del sol proyecta las manchas de los cristales de la ventana sobre la persiana bajada. La mujer está acurrucada bajo las mantas, entre él y la ventana. La luz del sol incide en su cabello y rocía la almohada de rojo, marrón, dorado, blanco y negro. Sonriendo aliviado, él se incorpora sobre un codo y besa la carnosa mejilla laxa, admirando su tenaz textura porosa. Bajo la leve luz rosada constata la imperfección con que le restregó el rostro en la oscuridad. Vuelve a la posición en que dormía, pero ha dormido demasiado en las últimas horas. Como si buscara la entrada a otro sueño, extiende el brazo hacia el cuerpo desnudo de la mujer y desliza la mano arriba y abajo, por las amplias laderas, calientes todavía como un pastel recién salido del horno. Ella le da la espalda y Conejo no puede verle los ojos. No sabe que está despierta hasta que ella suspira profundamente, se estira y se vuelve hacia él.

Entonces vuelven a hacer el amor, con la luz matinal, las bocas pastosas, los senos de la mujer flotando levemente en su protuberante caja torácica. Sus pezones son capullos marrones hundidos, su cabellera una espuma de metal teñido. Casi está demasiado desnuda. El placer que Conejo experimenta parece trivial con relación a la riqueza de piel brillante, y se pregunta si ella finge. Ruth le asegura que no: esta vez ha sido distinto, pero ha estado bien. Muy bien, de veras. Él vuelve a deslizarse bajo las mantas mientras ella se viste lentamente. Es curioso que se ponga el sujetador antes que las bragas. Cuando se las pone, él tiene conciencia de sus piernas como miembros independientes, gruesas y rosadas curvas líquidas que disminuyen hacia los tobillos. Al moverse, el reflejo de cada una ilumina de rosa a la otra. Le halaga que ella le permita mirarla, es como un refugio: se han vuelto domésticos.

Las campanas de la iglesia repican con estrépito. Conejo se coloca en el lado de la cama que ocupaba ella para mirar a la gente endomingada que entra en la iglesia de piedra caliza al otro lado de la calle, cuyo rosetón iluminado le sosegó anoche y le hizo dormir. Ahora el rosetón está sin luz y sobre la iglesia, por encima de Mount Judge, el sol fulgura en una fachada azul y proyecta la sombra del campanario, un frío y grueso negativo en el que algunos hombres con flores en las solapas permanecen de pie y chismorrean, mientras las ovejas comunes del rebaño entran en el templo con las cabezas gachas. Pensar en que esa gente ha tenido la audaz idea de abandonar sus hogares para ir ahí y rezar le satisface y tranquiliza, le impulsa a cerrar los ojos e inclinar la cabeza con el movimiento más ligero para que Ruth no se dé cuenta. Ayúdame, Jesús, perdóname. Llévame por el buen camino. Bendice a Ruth, Janice, Nelson, mis padres, los señores Springer y el bebé que aún no ha nacido. Perdona a Tothero y a todos los demás. Amén.

Abre los ojos a la luz del día y comenta:

—Es una parroquia bastante grande.

—El domingo por la mañana… —replica ella—. Los domingos por la mañana me dan ganas de vomitar.

—¿Por qué?

—Bah —se limita a decir, como si él conociera la respuesta. Tras pensar un poco y verle allí mirando con interés por la ventana, añade—: Una vez tuve aquí a un individuo que me despertó a las ocho en punto porque a las nueve y media tenía que dar una clase en la escuela dominical.

—¿No crees en nada?

—No. ¿Acaso crees tú?

—Pues… sí, me parece que sí.

La aspereza de su voz, la seguridad con que habla sobresaltan a Conejo, y se pregunta si le está mintiendo. Si así fuese, él estaría suspendido en medio de ninguna parte, y esta idea le deprime, hace que su corazón se estremezca. Al otro lado de la calle varias personas vestidas con sus mejores galas caminan por la acera, ante la hilera de casas de ladrillo desgastado. ¿Están andando por el aire? Sus ropas, se ponen sus mejores ropas: aturdido, se aferra a esta idea, le parece una prueba visual del mundo invisible.

—Si eres creyente, ¿qué estás haciendo aquí? —le pregunta Ruth.

—¿Por qué no? ¿Es que te crees Satán o algo por el estilo?

Ella hace una pausa tras oír estas palabras, ahí de pie con el peine en la mano, y luego se echa a reír.

—Bueno, adelante, si eso te hace feliz.

—¿Por qué no crees en nada? —insiste Conejo.

—Estás de guasa.

—No, no. ¿Es que nunca, aunque sólo sea por un segundo, nunca te parece evidente?

—¿Te refieres a Dios? No. Me parece que lo contrario es evidente. Siempre.

—Pero si Dios no existe, ¿por qué existe todo lo demás?

—¿Por qué? No hay ninguna razón. Las cosas existen, simplemente.

Permanece de pie ante el espejo, y el peine, al tirar del pelo hacia atrás, le alza el labio superior. Las mujeres siempre tienen ese aspecto en las películas.

—No siento eso con respecto a ti —le dice él—, que existes sin más.

—Oye, ¿por qué no te vistes en vez de seguir ahí acostado echándome un sermón?

Esto, sumado al hecho de que ella se vuelve, el cabello remolineando, le estimula. La idea de hacerlo mientras las iglesias están llenas de fieles le excita.

—No —dice Ruth. La verdad es que está un poco molesta. Le irrita que el muchacho crea en Dios.

—¿Ahora no te gusto?

—¿Qué te importa eso?

—Sabes que sí me importa.

—Sal de mi cama.

—Supongo que te debo otros quince dólares. —Lo único que me debes es largarte de aquí de una puñetera vez.

—¡Cómo! ¿Dejarte sola?

Lo dice al tiempo que, con una celeridad cómica, mientras ella sigue ahí de pie, sobresaltada y rígida, salta de la cama, recoge algunas de sus prendas, entra en el baño y cierra la puerta. Cuando sale, en ropa interior, le dice, todavía bromeando: «Ya no te gusto», y se acerca cariacontecido a la silla en cuyo respaldo están sus pantalones pulcramente doblados. Mientras estaba fuera de la habitación, ella ha hecho la cama.

—Me gustas bastante —dice ella distraídamente, tirando del borde de la colcha para alisarla.

—¿Bastante para qué?

—Bastante.

—¿Por qué te gusto?

—Porque eres más corpulento que yo. —Se acerca a la siguiente esquina y tira de la colcha—. Es algo que me sacaba de quicio, eso de que las mujeres que a todo el mundo les parecen tan monas conquisten a todos los hombres corpulentos.

—Hay un motivo —replica él—. Como son tan grandes es más fácil atraparlos.

Ella vuelve a reírse.

—Supongo que eso es cierto.

Él se pone los pantalones y se abrocha el cinturón.

—¿Qué más te gusta de mí?

Ruth le mira.

—¿Tengo que decírtelo?

—Dímelo.

—Me gustas porque no has abandonado. A tu estúpida manera, sigues luchando.

A él le encanta escuchar esto, el placer gira a lo largo de sus nervios, le hace sentirse inmenso, y sonríe. Pero es norteamericano y afirmar su modestia es algo instintivo para él.

—La voluntad de esforzarse para triunfar —dice tratando de poner la boca torcida. Ella le entiende.

—Ese pobre y viejo cabrón… Es un auténtico cabrón.

—Oye, te diré qué vamos a hacer —dice Conejo—. Saldré y en esa tienda compraré algo para que hagas la comida.

—Vaya, te instalas aquí como en tu casa, ¿no?

—¿Por qué? ¿Acaso ibas a encontrarte con alguien?

—No, no tengo a nadie.

—Entonces no hablemos más. Anoche dijiste que te gustaba cocinar.

—Dije que lo hacía en otro tiempo.

—Bueno, si lo hacías puedes seguir haciéndolo. ¿Qué he de comprar?

—¿Cómo sabes que la tienda está abierta?

—¿No lo está? Seguro que sí. Esas tiendecitas hacen todo su negocio los domingos. Los otros días, con la competencia de los supermercados…

Se acerca a la ventana y echa un vistazo a la esquina de la calle. En efecto, la puerta de la tienda se abre y sale un hombre con un periódico.

—Tu camisa está sucia —dice ella a sus espaldas.

—Lo sé. —Se aparta de la luz que entra por la ventana—. Esta camisa es de Tothero. Tengo que hacerme con algo de ropa. Pero de momento iré a comprar comida. ¿Qué traigo?

—¿Qué te gusta? —le pregunta ella.

Sale del piso satisfecho. Lo bueno de esta mujer es su carácter bonachón. Lo supo en cuanto la vio de pie al lado de los parquímetros. Lo notó en el plácido aspecto de su abdomen. Tratando con mujeres, uno tropieza una y otra vez, porque ellas quieren cosas diferentes, son de una raza distinta. O bien ceden, como una planta, o raspan, como una piedra. En todo el mundo vegetal no hay nada tan agradable como una mujer de buen corazón. El pavimento protesta ruidosamente bajo sus pies mientras corre al colmado con su camisa sucia. ¿Qué te gusta? La tiene a ella. Sabe que la tiene.

Regresa con ocho salchichas envueltas en celofán, un paquete de judías congeladas, otro de patatas para freír también congeladas, una botella de leche, un frasco de condimento, una hogaza de pan con pasas, un queso de bola envuelto en celofán rojo y, encima de todo, un pastel de crema y azúcar moreno de la marca Ma Sweitzer. Todo ello le ha costado dos dólares con cuarenta y tres centavos. Cuando saca la comida de la bolsa en la cocina minúscula y descolorida, Ruth comenta:

—Vaya, te gusta comer caprichos.

—Quería chuletas de cordero, pero ese hombre sólo tenía salchichas, salami y latas de picadillo.

Mientras ella prepara la comida, Conejo deambula por la sala de estar y encuentra una hilera de novelas de misterio en un estante bajo una mesa al lado de una silla. El chico que ocupaba la litera al lado de la suya en Fort Hood leía continuamente esa clase de novelas. Ruth ha abierto las ventanas, y ese recuerdo de la tórrida Texas hace que el fresco aire de marzo parezca aún más frío. La brisa agita las cortinas de Ruth, de sucia muselina adornada con motas bordadas, su piel de gasa se infla suavemente y luego se inclina hacia Conejo; éste sigue de pie, paralizado por un recuerdo más bello: su hogar cuando era niño, los periódicos cuyas hojas, agitadas por la brisa de la tarde, baten el suelo, los sonidos procedentes de la cocina, donde su madre friega los platos. Cuando haya terminado ella los arreglará a todos, a papá, a él, a la pequeña Miriam, para salir de paseo. Como la niña no anda todavía, el paseo será corto, tan sólo recorrerán unas manzanas, quizás hasta la antigua cantera de grava, donde el estanque helado en invierno, convertido con el deshielo en un lago poco profundo, duplica la altura del risco de la cantera al reflejar sus rocas invertidas. Pero sólo es agua. Avanzan un poco más por la orilla y desde este nuevo ángulo el estanque refleja el sol, la ilusión de los peñascos invertidos se desvanece y el agua bajo la luz es tan sólida como el hielo. Conejo aprieta con fuerza la mano de la pequeña Mim.

—Oye —le dice a Ruth—. Tengo una idea estupenda. Vamos a dar un paseo esta tarde.

—¡Pasear! Eso es lo que hago continuamente.

—Vayamos a lo alto de Mount Judge desde aquí. —No recuerda haber subido nunca a la montaña desde el lado de Brewer. De súbito se siente ilusionado, exaltado, y, al apartarse de las cortinas rígidas y ladeadas por la brisa, las grandes campanas de la iglesia vuelven a repicar—. Sí, hagamos eso —dice alzando la voz para que ella le oiga desde la cocina—, por favor.

En la calle, la gente sale de la iglesia llevando distraídamente ramitas verdes en los costados.

Cuando Ruth le sirve el almuerzo, Conejo comprueba que es mejor cocinera que Janice. Se las ha ingeniado para hervir las salchichas sin que se partan. Janice siempre las servía desgarradas, retorcidas, como si las hubieran torturado. Ambos comen en una mesita con la superficie de porcelana, en la cocina. Al contacto del tenedor con el plato, Harry recuerda su sueño, la fría sensación del rostro de Janice derretido y cayendo en sus manos, y ese recuerdo echa a perder el placer del primer bocado, convertido en una especie de horror.

—Está buenísimo —dice a pesar de esa sensación, sigue adelante resueltamente y, a medida que come, recupera en parte su apetito.

El rostro de Ruth, sentada delante de él, recibe algo del pálido resplandor de la mesa. Le brilla la piel de la ancha frente y las dos tachas al lado de la nariz son como manchas dejadas por alguna sustancia derramada. Ella parece intuir que ha dejado de ser atractiva y come obsequiosamente, a pequeños bocados rápidos y modestos.

—Oye —dice Conejo.

—¿Qué?

—¿Sabes que todavía tengo el coche aparcado en la calle Cherry?

—No te preocupes. Los parquímetros no funcionan en domingo.

—Sí, pero funcionarán mañana.

—Véndelo.

—¿Cómo?

—Vende el coche, simplifica tu vida, hazte rico enseguida.

—No, quiero decir… Ah, claro, lo dices por ti. Mira, todavía me quedan treinta dólares. ¿Qué te parece si te los doy? —Se lleva la mano al bolsillo trasero del pantalón.

—No, no, no me refería a eso ni a nada en particular. No es más que una idea que ha cruzado por mi gruesa cabeza.

Está azorada; el rubor le cubre el cuello de manchitas y él siente compasión al pensar en lo bonita que le pareció la noche anterior.

Él se lo explica.

—Mira, el padre de mi mujer es vendedor de coches usados, y al casarnos nos vendió ese coche con un descuento considerable. Así que, en cierto modo, el coche es de ella y, además, como tiene el niño, creo que debería quedárselo. Por otro lado, como has dicho, llevo una camisa sucia y debería ir en busca de mi ropa, si es posible. He pensado que, después de comer, podríamos ir a mi casa, con sigilo, para que no nos vean, dejar ahí el coche y recoger mi ropa.

—¿Y si ella estuviera dentro?

—No estará. Habrá ido a casa de su madre.

—Creo que te gustaría encontrártela en tu casa —dice Ruth.

Él lo piensa. Se imagina abriendo la puerta y encontrando a Janice sentada en el sillón con un vaso vacío en la mano, mirando la televisión, y siente —como un pequeño colapso en su interior, como un trozo de comida atascado en su garganta y que por fin baja— el alivio de ver que su rostro no ha perdido ni un ápice de su firmeza, que es su cara de siempre, tensa y estúpida.

—No, no me gustaría —le dice a Ruth—. Ella me da miedo.

—Es evidente —replica Ruth.

—Hay algo en ella que asusta —insiste—. Es una amenaza.

—¿Esa pobre esposa que has abandonado? Yo diría que tú eres la amenaza.

—No.

—Está bien. Crees que eres un conejo. —Lo dice en un tono vagamente burlón y malhumorado, y él no acierta el motivo—. ¿Qué te propones hacer cuando tengas la ropa? —le pregunta. Sin duda ha intuido que quiere mudarse a su piso.

—Traerla aquí —admite Conejo. Ella aspira hondo pero no dice nada—. Sólo por esta noche —le suplica—. No tienes ningún plan, ¿verdad?

—Quizá, no lo sé, probablemente no.

—Entonces decidido. Es magnífico. Te quiero, ¿sabes?

Ella se levanta para retirar los platos y se queda de pie, el pulgar sobre la porcelana, mirando fijamente el centro de la mesa blanca. Mueve pesadamente la cabeza.

—Eres un tipo de cuidado —le dice.

Frente a él su ancha pelvis, ceñida por una nudosa falda marrón, es sólida y simétrica como la base de una potente columna. El corazón de Harry asciende por esa fuerte columna y, embelesado al sentir cimentado de nuevo su amor por ella, pero sin atreverse a alzar la vista y enfrentarse a la expresión de su rostro, le dice:

—No puedo evitarlo. Pero tú eres tan buena…

Se come tres porciones de pastel de crema, y cuando la besa en los pechos a modo de despedida, una miga prendida en la comisura de sus labios se desprende sobre el suéter de Ruth. La deja en la cocina fregando los platos. Su coche está esperándole en Cherry Street, misteriosamente, en el fresco mediodía de primavera. Es como si una habitación de una casa de su propiedad se hubiera separado y escabullido hasta ese bordillo, y ahora que ha desaparecido la marea de la noche se alzara allí reluciente en la arena, algo ladeada pero indemne, dispuesta a partir con sólo girar una llave. Bajo las ropas arrugadas y sucias, nota su cuerpo limpio, liviano y resonante: la sensación de quien se sabe amado. El olor del coche le sugiere seguridad, olor a caucho, polvo y metal pintado caliente bajo el sol, una vaina para el cuchillo que es él mismo. Cruza la ciudad sumida en el aturdimiento del domingo, pasa ante las hileras de tranquilas casas de ladrillo, los plácidos porches con barandillas de madera. Rodea el gran flanco de Mount Judge, cuya vertiente al lado de la carretera está cubierta por el verde amarillento de las hojas nuevas, mientras que a más altura los árboles de hoja perenne forman un horizonte negro en el cielo. El paisaje ha cambiado desde la última vez que pasó por aquí. Ayer por la mañana las largas y delgadas nubes del alba cruzaban el cielo, y él, fatigado, se dirigía al centro de la red, único lugar donde parecía existir una posibilidad de descanso. Ahora el mediodía de otra jornada ha extinguido las nubes, y el cielo en el parabrisas está vacío, es frío, y lo que Harry percibe es nada, la nada con ojos azules de Ruth, la nada en que se resume la actividad de ella, según le ha dicho, la nada en la que cree. El corazón de uno se eleva para siempre a través de ese cielo vacío.

Su talante sereno se desmorona cuando emprende el descenso hacia las casas familiares de Mount Judge. Cauto y nervioso, dobla por Jackson, sube por Potter y Wilbur e intenta averiguar por alguna señal externa si hay alguien en su apartamento. No ve ninguna luz reveladora, pero es natural a esta hora del día. No hay ningún coche aparcado ante la casa. Rodea dos veces la manzana, estirando el cuello por si ve un rostro en la ventana, cuyas hojas son altas y opacas. Ruth se equivocaba: no quiere ver a Janice.

La mera posibilidad de verla le oprime tanto que cuando baja del coche el sol brillante le golpea como un almohadazo. Cuando sube la escalera, los escalones parecen graduar, refrenar paso a paso una irremediable tendencia de su cuerpo, hinchado de temor, a elevarse. Llama a la puerta, preparándose para echar a correr. Nadie le abre. Llama de nuevo, escucha y se saca la llave del bolsillo.

Aunque el apartamento está desierto, la presencia de Janice es todavía tan intensa que Conejo empieza a temblar. Al ver ese sillón de cara al televisor le flaquean las rodillas. Los juguetes rotos de Nelson en el suelo le trastornan. Todo cuanto hay dentro de su cráneo, la materia gris, los huesecillos del oído, el aparato ocular, parece atropellarse y obstruir el conducto de su yo, sus senos frontales se obturan, no sabe si a causa de un estornudo o de las lágrimas. La sala de estar parece polvorienta. Las persianas siguen bajadas. Janice las bajaba por la tarde para que la claridad no le estorbara cuando miraba la televisión. Alguien ha hecho un poco de limpieza: han retirado sus ceniceros y su vaso vacío. Conejo deja la llave de la puerta y del coche sobre la caja del televisor, de metal pintado de marrón, imitando la madera. Cuando abre la puerta del armario, el pomo golpea el borde del receptor. Algunas prendas de Janice han desaparecido.

Tiene la intención de recoger su ropa, pero en vez de hacerlo da media vuelta y se dirige a la cocina, tratando de determinar con exactitud la naturaleza de lo que ha hecho. A la luz del sol que se filtra por la ventana ve la cama con su depresión en el centro. Nunca fue una buena cama. Se la dieron los padres de Janice. En el tocador hay varios de sus frascos, unas tijeras de manicura, un carrete de hilo blanco, varios pasadores de latón para el pelo, un listín telefónico, un reloj con números luminosos, una receta recortada de una revista y nunca utilizada y un collar de cuentas de madera talladas en Java que él le regaló en Navidad. Apoyado precariamente en la pared, el gran espejo oval que se llevaron cuando los padres de ella instalaron un baño nuevo. Desde el principio Harry se propuso fijar el espejo en la pared, detrás del tocador de Janice, pero sólo llegó a comprar los tornillos. Un vaso en el alféizar de la ventana, lleno hasta la mitad de agua pasada, con burbujas, arroja una franja curva de sol diluido contra el espacio vacío donde debería estar fijado el espejo. En la pared hay tres muescas alargadas, paralelas. ¿Con qué las han hecho y cuándo? Más allá de la cama hecha se ve un triángulo blanco de suelo del baño, y evoca en él los instantes después de que Janice se duchara, su trasero enrojecido por el vapor, los brazos alzados alegremente para besarle, el pelo de las axilas empapado. ¿Qué júbilo se apoderaba de ella, y luego de él, espontáneamente?

En la cocina descubre algo que antes le había pasado inadvertido: las chuletas de cerdo sin retirar de la sartén, frías como la muerte, sobre una capa de grasa cuajada. Las echa en la bolsa de papel bajo el fregadero y raspa con una espátula la grasa solidificada en la sartén. La bolsa, con el fondo manchado, de un marrón oscuro, despide el olor dulzón de algo putrefacto que le desconcierta. El cubo de la basura está abajo, en la parte trasera de la casa, y Conejo no quiere hacer dos viajes. Prefiere olvidarse de esa bolsa. Llena el fregadero de agua caliente y sumerge la sartén. El hálito del vapor es como un susurro en una tumba.

Apremiado por el temor, se apresura a sacar de un cajón calzoncillos, camisetas y calcetines, de otro tres camisas en sus bolsas de celofán con un cartón azul y de un tercero unos pantalones planchados. Retira del armario sus dos trajes y una camisa deportiva, y envuelve las prendas menudas con los trajes, haciendo así un bulto transportable. Esta actividad le hace sudar. Sujetando la ropa entre los dos brazos y un muslo alzado, examina el apartamento una vez más, y los muebles, la alfombra, el papel de la pared le parecen recubiertos por la película de lobreguez que cubre también su rostro. El aroma de una tarea torpe llena las habitaciones, y se alegra de salir. La puerta se cierra tras él irrevocablemente. Ha dejado la llave en el interior.

Cepillo de dientes, navaja de afeitar, gemelos, zapatos. A cada paso escaleras abajo recuerda algo que se ha dejado. Se apresura, baja a saltos, su cabeza está a punto de chocar con la bombilla encendida que cuelga en el extremo de un cable negro en el vestíbulo. Su nombre en el buzón parece llamarle cuando pasa por delante, sus letras en tinta azul pueblan el aire como un grito. Se siente ridículo al salir a la luz del sol con la cabeza gacha, como uno de esos ladrones de los que hablan en las últimas páginas de los periódicos, que en vez de robar dinero y plata se llevan una jofaina de porcelana, veinte rollos de papel de pared o un bulto de ropas viejas.

—Buenas tardes, señor Angstrom.

Pasa una vecina, la señorita Arndt, que viene de la iglesia con un sombrero azul lavanda, las manos cerradas alrededor de una rama de palma.

—Ah, hola. ¿Cómo está? —La mujer vive tres casas más arriba. Creen que padece cáncer.

—Estoy de maravilla, joven, de maravilla —dice ella, y se queda ahí bajo el sol, aturdida por el resplandor, los pies planos, inclinándose sin darse cuenta hacia la pendiente del pavimento.

Pasa un coche verde con excesiva lentitud. La señorita Arndt cierra el paso a Conejo, afablemente confusa, agradecida por alguna cosa, y en su mera adherencia al pavimento parece una mosca que ha dejado de andar por el techo para maravillarse de sí misma.

—¿Qué le parece este tiempo? —pregunta él.

—Me encanta, me encanta. El Domingo de Ramos siempre es azul, hace que la savia me suba por las piernas.

Se ríe y él la imita. La mujer permanece como enraizada en el cemento caliente en la sombra ligera entre dos arces jóvenes. Conejo está seguro de que no sabe nada.

—Sí —le dice Conejo, pues ella tiene ahora la mirada fija en sus brazos—. Estoy haciendo una limpieza general. —Mueve el bulto de ropa para aclarar sus palabras.

—Magnífico —replica ella, con un gruñido que encierra un sarcasmo sorprendente—. Desde luego, los maridos jóvenes tascáis bien el freno. —Entonces se gira y exclama—: ¡Vaya, hay un clérigo ahí dentro!

El coche verde ha regresado, avanzando aún más lentamente por el centro de la calle. Con una consternación que duplica el peso del bulto de ropa en sus brazos, Conejo se da cuenta de que está inmovilizado. Abandona el porche y se aparta de la señorita Arndt, diciéndole:

—Tengo que correr. —Sus palabras casi se solapan con la considerada observación que ella acaba de hacer—. No es el reverendo Kruppenbach.

No, claro que no es Kruppenbach. Conejo sabe quién es, aunque no cómo se llama. El episcopaliano. Los Springer eran episcopalianos, estaban a la misma altura social que el viejo farsante, e inicialmente fueron protestantes. Conejo no llega a correr, a cada paso el pavimento cuesta abajo sacude sus talones. No puede ver el cemento bajo el bulto que transporta. Si pudiera llegar al callejón… Su única esperanza es que el clérigo no esté seguro de que él sea quien busca. Nota que el coche verde avanza lentamente tras él, piensa en arrojar el bulto y echar a correr de veras. Si pudiera llegar a la vieja fábrica de helados… pero está a una manzana de distancia. Piensa en Ruth, que habrá terminado de fregar los platos, esperándole en el otro lado de la montaña. Azul más allá del azul bajo el azul.

Como el morro de un tiburón forma silenciosos pliegues en el agua por la que se desliza, así el parachoques del coche verde hace ondas en el aire que rompen contra las pantorrillas de Conejo, y cuanto más rápido camina con tanta más dureza rompen esas ondas. A sus espaldas, una voz infantilmente gangosa le pregunta:

—Disculpe, por favor. ¿Es usted Harry Angstrom?

Con la abrumadora sensación de que está mintiendo, Conejo se vuelve y dice casi en un susurro:

—Sí, soy yo.

El hombre joven y rubio, con el cuello cautivo por la argolla blanca del alzacuello, deja que su vehículo se deslice en diagonal hasta el bordillo, pone el freno de mano y desconecta el motor, aparcándolo torcido en el lado de la calle donde no debe hacerlo. Resulta curiosa esa costumbre que tienen los clérigos de hacer caso omiso de las leyes elementales. Conejo recuerda que el hijo de Kruppenbach corría a toda velocidad por el pueblo en una motocicleta, lo cual parecía en cierto modo blasfemo.

—Hola, soy Jack Eccles —le dice el clérigo, riendo sin motivo aparente al pronunciar su apellido.

La barrita blanca de un cigarrillo sin encender que le cuelga de los labios forma con el alzacuello a juego una cómica estampa en la ventanilla. Baja del coche, un Buick del 58, de cuatro puertas y color verde oliva, y le tiende la mano. Para estrechársela Conejo tiene que dejar el bulto de ropa en la franja de hierba que hay entre el pavimento y el bordillo.

El apretón de manos de Eccles, vehemente, duro, producto de una larga práctica, parece simbolizar para él un abrazo. Por un instante Conejo teme que nunca le va a soltar. Se siente capturado, prevé explicaciones, azoramiento, plegarias, reconciliaciones alzándose como muros húmedos. La desesperanza le produce comezón en la piel. Percibe tenacidad en su captor.

El clérigo es de su edad o algo mayor y bastante más bajo, pero no menudo. Se le nota una especie de musculosidad innecesaria bajo su chaqueta negra. Permanece en pie, inquieto, el pecho levemente ahuecado. Tiene unas cejas largas y rojizas que forman un surco de preocupación sobre el puente de la nariz, y un mantón breve, puntiagudo, pálido, resguardado bajo la boca. A pesar de que parece contrariado, da la impresión de que es cordial y un poco bobo.

—¿Adónde va? —le pregunta.

—¿Eh? A ninguna parte.

Le intriga el traje del hombre. Sólo finge ser negro, en realidad es azul, un sobrio pero elegante y ligero azul de medianoche, mientras que su pequeño chaleco, pechera o lo que sea es negro como un fogón. El esfuerzo para mantener el cigarrillo entre los labios convierte la risa de Eccles en un bufido. Se da una palmada en el pecho.

—¿Tiene una cerilla por casualidad?

—No, lo siento. He dejado de fumar.

—Es usted un hombre mejor que yo. —Hace una pausa, pensativa, y luego mira a Harry con las cejas arqueadas, como sobresaltado. La distensión hace que sus ojos grises parezcan redondos y claros como el cristal.

—¿Puedo llevarle en mi coche?

—No, por favor, no se moleste.

—Me gustaría hablar con usted.

—No me lo dirá en serio, ¿verdad?

—Sí, muy en serio.

—Bien, de acuerdo. —Conejo recoge el bulto de ropa, rodea el Buick y ocupa el asiento del pasajero. El interior tiene ese olor dulzón y acre de plástico de los coches nuevos; aspira hondo y el aire impregnado de ese aroma enfría su temor—. ¿Se trata de Janice?

Eccles asiente, mirando por la luneta trasera mientras retrocede y se aleja del bordillo. El labio superior le sobresale por encima del inferior, tiene semicírculos violáceos de fatiga bajo los ojos. El domingo debe de ser el día más duro para él.

—¿Cómo está ella? ¿Qué ha hecho?

—Hoy parece mucho más en sus cabales. Esta mañana ha venido a la iglesia con su padre.

Avanzan calle abajo. Eccles no añade nada más y se limita a mirar por el parabrisas, parpadeando. Conecta el encendedor en el tablero de instrumentos.

—Sabía que estaría con ellos —dice Conejo. Está un poco irritado porque el clérigo no le echa ninguna reprimenda. No parece conocer su oficio.

El encendedor produce un chasquido. Eccles lo aplica a su cigarrillo, inhala y parece volver a centrarse.

—Como es evidente, cuando usted llevaba media hora ausente telefoneó para que su padre trajera el niño a casa. Creo que él la tranquilizó mucho, diciéndole que probablemente se habría desviado por algún motivo. Ella recordó que usted había llegado tarde a casa debido a un juego callejero, y pensó que quizás había vuelto a eso. Creo que su padre incluso dio una vuelta por el pueblo tratando de localizarle.

—¿Dónde estaba el viejo Springer?

—Ella no les llamó. No lo hizo hasta las dos de la madrugada, cuando supongo que la pobrecilla había abandonado toda esperanza. —«Pobrecilla», en sus labios, es una palabra desgastada.

—¿No les llamó hasta las dos? —pregunta Harry. La compasión se apodera de él y sus manos aferran el bulto de ropa, como si consolara a Janice.

—Más o menos. Por entonces estaba en tal estado, bebida y fuera de sí, que su madre me llamó.

—¿Por qué a usted?

—No lo sé —responde Eccles, riendo—. Es algo que suele hacer la gente y resulta consolador, por lo menos para mí. Siempre había pensado que la señora Springer me odiaba. Hacía meses que no iba a la iglesia. —Cuando se vuelve hacia Conejo para ver el efecto de su broma, una leve punzada inquisitiva le alza las cejas y abre a la fuerza su ancha boca.

—¿Eso fue alrededor de las dos de la madrugada?

—Entre las dos y las tres.

—Vaya, lo siento. No tenía intención de levantarle de la cama.

El clérigo menea la cabeza con expresión irritada.

—Eso no tiene ninguna importancia.

—En cualquier caso, lo lamento terriblemente.

—¿De veras? Resulta esperanzador. Dígame, ¿cuál es exactamente su plan?

—La verdad es que no tengo ninguno. Digamos que estoy tocando de oído.

La sonrisa de Eccles le sorprende. Se le ocurre que el clérigo es un experto en esta clase de asuntos, hogares rotos, maridos que huyen, y que ha acertado al decir eso de que «toca de oído». Se siente halagado. Eccles tiene el don de hacerle sentir a uno así.

—La madre de usted tiene un punto de vista interesante. Cree que su huida son imaginaciones mías y de su esposa. Dice que usted es demasiado bueno para hacer semejante cosa.

—Veo que esto le ha tenido muy ocupado.

—Esto y un fallecimiento que ocurrió ayer.

—Vaya, lo siento.

Recorren las calles familiares a velocidad de paseo. Han dejado atrás la fábrica de helados y doblado una esquina desde donde se domina la extensión del valle.

—Ya que es tan amable de llevarme en su coche, podríamos ir a Brewer —sugiere Conejo.

—¿No quiere que le lleve junto a su esposa?

—No, líbreme Dios… Eso no serviría de nada, ¿no le parece?

Durante largo rato parece como si el clérigo no le hubiera oído. Su rostro aseado y con muestras de fatiga permanece inmóvil, los ojos atentos a la calle mientras el cochazo prosigue su recorrido con un ronroneo uniforme. Harry se dispone a repetir sus palabras cuando Eccles replica:

—No serviría de nada si usted no lo desea.

De este modo tan sencillo el asunto parece zanjado. Bajan por Potter Avenue hacia la carretera. En las calles soleadas sólo hay niños, algunos vestidos todavía con la ropa que les ponen para ir a la escuela dominical, las niñas con vestiditos acampanados de color rosa que no moldean ninguna forma, cintas del pelo a juego con los calcetines.

—¿Qué ha hecho ella para que llegue a abandonarla? —pregunta Eccles.

—Me pidió que le comprara un paquete de tabaco. —Eccles no se ríe como él esperaba, y parece considerar su respuesta como impúdica y fuera de lugar, pero es cierto—. Es la pura verdad. Tuve la sensación de que mi vida se reducía a eso, a traerle esto o aquello y poner remedio a sus continuos estropicios. No sé, me pareció como si estuviera encerrado con un montón de juguetes rotos, vasos vacíos, un televisor siempre encendido, obligado a comer tarde y sin ninguna salida. Entonces, de repente, comprendí lo fácil que sería librarme de todo eso, sólo tenía que cruzar la puerta y… lo fue, resultó facilísimo.

—Sí, lo ha sido durante menos de dos días.

—Bueno, supongo que he de contar con la ley…

—No, no me refiero a la ley. Su suegra pensó en eso de inmediato, pero su esposa y el señor Springer están totalmente en contra, supongo que por motivos diferentes. Su esposa casi parece paralizada, no quiere que nadie tome iniciativa alguna.

—Pobre chica, es tan boba…

—¿Por qué está usted aquí?

—Porque usted ha dado conmigo.

—No, quiero decir por qué estaba delante de su casa.

—Fui a recoger ropa limpia.

—¿Significa tanto para usted la ropa limpia? ¿Por qué se aferra a esa decencia si pisotear a los demás le resulta tan fácil?

Ahora Conejo percibe el peligro que encierra la conversación. Sus palabras retornan a él, convertidas en pequeños anzuelos y trampas.

—También he venido para dejarle a ella el coche.

—¿Por qué? ¿No lo necesita para huir?

—Pensé que debería quedarse con él. Su padre nos lo vendió barato. En cualquier caso, no me servía de nada.

—¿No? —Eccles apaga el cigarrillo en el cenicero del coche y busca otro en el bolsillo de su chaqueta. Están rodeando la montaña, en el tramo más alto de la carretera, donde la vertiente se alza demasiado escarpada en un lado y desciende demasiado escarpada en el otro a fin de dejar espacio para una casa o una estación de servicio. El río resplandece tenuemente allá abajo—. Mire, si yo quisiera abandonar a mi esposa, cogería el coche y viajaría dos mil kilómetros. —Sus palabras brotan sosegadas por encima del alzacuello y casi parecen un consejo.

—¡Eso es lo que hice! —exclama Conejo, encantado al descubrir que tienen tanto en común—. Fui hasta Virginia Occidental y entonces me dije «Al diablo con ello», y regresé.

No debe seguir soltando juramentos. Se pregunta por qué lo hace; quizá para mantener la distancia entre ellos, pues siente un peligroso tirón que le acerca a ese hombre vestido de negro.

—¿Puedo preguntarle por qué?

—No lo sé, por una combinación de cosas. Me parecía más seguro estar en un lugar que conozco.

—¿No regresó para proteger a su esposa? —Conejo no sabe qué responderle. Eccles prosigue—: Habla usted de esa sensación de chapuza y estupidez. ¿Cómo cree que es la vida de otras parejas jóvenes? ¿En qué sentido se considera excepcional?

—Usted no cree que haya alguna respuesta a esa pregunta, pero la hay. En una época hice algo importante. Jugaba al baloncesto, era un jugador de primera categoría. En serio. Y cuando se ha sido de primera clase en algo, lo que sea, verse reducido a segunda clase deprime. Mi matrimonio con Janice era irremediablemente de segunda clase.

El encendedor del salpicadero retrocede con un chasquido. Eccles lo utiliza y vuelve a concentrarse en la conducción. Han llegado a las afueras de Brewer.

—¿Cree en Dios? —le pregunta el clérigo.

Como Conejo ha ensayado eso por la mañana, responde sin vacilar:

—Sí.

Eccles parpadea, sorprendido, pero no vuelve el rostro hacia él.

—¿Cree entonces que Dios desea que haga sufrir a su esposa?

—Permítame que le pregunte otra cosa. ¿Cree que Dios quiere que una cascada sea un árbol?

Se da cuenta de que acaba de decir una ridiculez y le irrita que Eccles se limite a engullirla con el humo de su cigarrillo. Comprende que, diga lo que diga, el clérigo lo aceptará del mismo modo, pues su oficio consiste en escuchar. Su cabeza grande y rubia parece rellena con la mezcolanza gris de los secretos preciosos y las preguntas apasionadas de todo el mundo, una mezcolanza a la que nada, a pesar de lo joven que es él, puede prestar color. Por primera vez el clérigo desagrada a Conejo.

—No —replica Eccles después de pensarlo—, pero sin duda quiere que un arbolito llegue a convertirse en un árbol grande.

—Si me está diciendo que no estoy maduro, no voy a llorar por eso, pues por lo que puedo percibir, es tanto como estar muerto.

—También yo soy inmaduro —declara Eccles.

Estas palabras no convencen a Conejo y se apresta a dejar las cosas claras.

—Mire, no voy a volver con esa idiota por mucha pena que le dé a usted. Ignoro lo que siente, no lo sé desde hace años. Lo único que conozco es lo que hay dentro de mí, eso es todo cuanto tengo. ¿Sabe qué hacía para mantener a esa necia? ¡Demostraba el funcionamiento de un jodido cacharro de lata llamado peladora MagiPeel en tiendas de mala muerte!

Eccles le mira y se ríe, las cejas enarcadas por la sorpresa.

—Claro, eso explica sus dotes de orador —comenta.

La befa aristocrática parece fundada, les pone a los dos en su lugar, Conejo se siente menos desorientado.

—Oiga, ya puede dejarme aquí.

Están en Weiser Street, en dirección al gran girasol, apagado durante el día.

—¿No quiere que le lleve al lugar donde se aloja?

—No me alojo en ninguna parte.

—De acuerdo.

Con una pizca de irritación en su semblante juvenil, Eccles se desvía y se detiene delante de una boca de incendios. Al frenar bruscamente algo hace ruido en el portaequipajes.

—Este trasto se está haciendo pedazos —dice Conejo.

—Sólo son mis palos de golf.

—¿Juega usted?

—Muy mal, ¿y usted? —Parece animado; el cigarrillo olvidado se consume entre sus dedos.

—De niño fui caddy.

—¿Podría invitarle a un partido?

Por fin: ahí está el anzuelo. Conejo baja del coche con su gran bulto de ropa entre los brazos y, una vez en el bordillo, da un paso lateral, bufoneando en su libertad.

—No tengo palos.

—Se pueden alquilar —sugiere Eccles—. Por favor, me encantaría. —Se inclina sobre el asiento del pasajero para hablar a través de la portezuela—. Me es muy difícil encontrar compañeros. Todo el mundo trabaja excepto yo. —Se echa a reír.

Conejo sabe que debería emprender la huida, pero se resiste, pensando en el partido y en que cuando a uno intentan darle caza está más seguro si ve al cazador.

Eccles le apremia.

—Me temo que si no le veo pronto volverá a hacer demostraciones de esas máquinas peladoras. ¿Qué le parece el martes a las dos? ¿Vengo a recogerle?

—No, yo iré a su casa.

—¿Me lo promete?

—Sí, pero no confíe en mis promesas.

—He de hacerlo.

Eccles le da una dirección en Mount Judge y se despiden. Un viejo policía camina por la acera ante las tiendas cerradas en domingo y les mira de soslayo. ¿Qué verá en ellos? Probablemente un sacerdote que se separa del presidente de un Grupo Juvenil, el cual lleva un fardo de ropa para los pobres. Harry sonríe al policía y se aleja por el pavimento centelleante, satisfecho de la curiosidad que experimenta porque el mundo no puede hacerle nada.

Ruth le abre la puerta con una novela de misterio en la mano. Tiene los ojos soñolientos a causa de la prolongada lectura. Se ha puesto otro suéter, su cabello parece más oscuro. Conejo echa el fardo de ropa sobre la cama.

—¿Tienes perchas?

—Crees que te has ganado la palma, ¿eh?

—Te he ganado a ti y el sol y las estrellas.

Al estrecharle entre sus brazos tiene la sensación de que, en efecto, se ha salido con la suya. La siente tibia y compacta bajo su abrazo, ni amistosa ni hostil. Un tenue aroma de jabón llega a su olfato y la humedad le roza la mandíbula. Ruth se ha lavado la cabeza y el cabello cae hacia atrás desde la frente en hebras más oscuras y lisas, uniformemente estiradas por el peine. Limpia, sí, es limpia, una mujer grande y limpia. Acerca la nariz a su cabeza para aspirar el púdico y pungente aroma. La imagina desnuda en la ducha, el pelo colgante y rezumando espuma, el cuello inclinado bajo el látigo del agua.

—Has florecido gracias a mí.

—Sí, eres un milagro —replica ella, y se aparta empujándole el pecho. Mientras él cuelga pulcramente sus trajes, Ruth le pregunta—: ¿Le has devuelto el coche a tu mujer?

—No había nadie en casa. Sólo entré un momento y al salir dejé la llave dentro.

—¿Y no te vio nadie?

—Sí, tuve un encuentro. El clérigo episcopaliano me ha traído en su coche hasta Brewer.

—Vaya, es evidente que eres religioso.

—Fue él quien vino en mi busca.

—¿Y qué te dijo?

—Poca cosa.

—¿Cómo es ese hombre?

—Un tipo bastante raro. Se ríe mucho.

—¿No será que tú le has hecho reír?

—Hemos quedado en vernos el martes para jugar al golf.

—Estás de guasa.

—No, en serio. Le dije que no sé jugar.

Ruth se ríe, largamente, como hacen las mujeres cuando uno las excita y se avergüenzan de ello.

—Tú deliras, Conejo, ¿no es cierto? —le dice al fin, pero en tono cariñoso, suspirando.

—Te digo que él me encontró —insiste él, sabiendo que sus intentos de explicación divertirán a Ruth por confusas razones—. Yo no hice nada.

—Pobrecillo mío, eres irresistible.

Con un alivio secreto y profundo, él se quita por fin las prendas sucias y se pone ropa interior limpia, calcetines nuevos y unos pantalones. Se ha dejado la navaja de afeitar en casa, pero Ruth tiene una pequeña y curva, femenina, para depilarse las axilas, y Harry la usa. Elige una camisa deportiva de lana, pues en las tardes de primavera refresca mucho, y vuelve a calzarse los zapatos de ante. Ha olvidado coger otros zapatos.

—Vamos a dar ese paseo —le dice una vez vestido.

—Estoy leyendo —replica Ruth desde un sillón. El libro está abierto cerca del final. Maneja esas novelas muy bien, sin agrietarles los lomos, aunque sólo valen treinta y cinco centavos el ejemplar.

—Vamos, mujer. Salgamos a tomar el fresco.

Se acerca a ella e intenta arrebatarle de las manos la novela de misterio. Se titula Las muertes en Oxford. ¿Cómo puede interesarse por unas muertes ocurridas en Oxford cuando le tiene a él ahí, al magnífico Harry Angstrom?

—Espera —le suplica ella. Vuelve la página y lee unas frases mientras él retira el libro lentamente, sus ojos moviéndose como una lanzadera, hasta que de improviso deja que se lo lleve—. Qué abusón eres, Dios mío.

Harry pone entre las páginas una cerilla usada a modo de punto y mira los pies descalzos de Ruth.

—¿No tienes unas zapatillas o algo por el estilo? No puedes ir con tacones altos.

—No tengo nada, excepto sueño.

—Nos acostaremos temprano.

Ella le mira con los labios fruncidos. Tiene ese rasgo de vulgaridad: no puede escuchar ciertas cosas sin demostrar que no se le escapa todo su sentido.

—Anda, ponte unos zapatos planos y saldremos para que se te seque el pelo.

—Tendré que llevar zapatos de tacón.

Cuando baja la cabeza para calzarse, Harry sonríe al ver la raya blanca que le divide el cabello, recta como la de una niña peinada para la fiesta de su cumpleaños.

Se dirigen a la montaña a través del parque municipal. Aún no han instalado las papeleras ni los bancos metálicos movibles. En los bancos de cemento y tablas hay ancianos sentados que toman el sol y parecen ahuecados como enormes palomas, vestidos con múltiples prendas grises equivalentes al plumaje. Los árboles de hojas pequeñas cubren de sombra el terreno plantado a medias. Estacas y cordones protegen los márgenes recién sembrados de los senderos de grava sin rastrillar. La brisa, que sopla continuamente cuesta abajo desde la plataforma con concha acústica para la banda de música, es fría donde no llega el sol. Harry ha acertado al ponerse la camisa de lana. Las palomas, cuyas cabezas tienen un movimiento mecánico, se alzan sobre sus patitas rosadas ante el peligro de los zapatos que se aproximan y vuelven a posarse, zureando, a sus espaldas. Un vagabundo extiende un brazo húmedo a lo largo del respaldo de su banco para que se seque, y de su rostro curtido por la intemperie surge un delicado estornudo. Unos alborotadores que no tendrán más de catorce años fuman e intercambian golpes amistosos cerca del cobertizo cerrado que contiene el equipo de un pabellón de juegos, en cuyas tablas amarillas alguien ha pintado con letras rojas tex y josie, rita y jay. ¿De dónde habrán sacado la pintura roja? Harry coge a Ruth de la mano. El estanque ornamental delante de la plataforma de música está seco, sus paredes recubiertas de impurezas. Avanzan por un sendero paralelo a la curva de su frío borde, que refleja el silencio de la concha acústica. Un tanque de la segunda guerra mundial, convertido en un monumento, apunta su cañón vacío hacia las lejanas pistas de tenis. No hay redes y las líneas están sin pintar.

Oscurece en la arboleda, los pabellones se deslizan cuesta abajo. Caminan por la zona superior del parque, donde los delincuentes merodean por la noche, esparciendo naipes marcados y envoltorios de caramelos. El inicio de las escaleras está casi oculto por una maleza de grandes arbustos que los primeros brotes tiñen de un ámbar mate. Hace mucho tiempo, cuando la gente tenía la costumbre de hacer breves excursiones a pie, el municipio construyó unas escaleras hasta el lado de la montaña donde se alza Brewer. Son de troncos de dos metros de largo, embreados y con un relleno de tierra entre uno y otro. Más tarde añadieron unos tubos de hierro para mantener en su sitio esos recios escalones redondos y cubrieron con gravilla azulada la tierra apelmazada que represan. La ascensión es difícil para Ruth. Conejo observa el esfuerzo de su cuerpo para impulsar su peso y cómo se tuercen los tacones de sus zapatos. Su espalda se tambalea y agita los brazos para mantener el equilibrio.

—Descálzate —le dice Conejo.

—¿Quieres que me destroce los pies? Eres un cabrón muy considerado.

—Entonces volvamos abajo.

—No, no, ya debemos de estar a medio camino.

—Aún falta mucho para llegar a la mitad. Descálzate. Esas piedrecitas azules se acaban enseguida y luego no hay más que tierra aplastada.

—Con fragmentos de vidrio escondidos.

Pero más adelante se quita los zapatos. Sus blancos pies, sin medias, se alzan ligeramente bajo los ojos de Harry. Vibra la piel amarillenta de los talones. Bajo las gruesas pantorrillas los tobillos son delgados. En un gesto de gratitud, él se descalza también, para compartir el dolor que Ruth experimenta. La tierra pisoteada está lisa, pero los guijarros empotrados le punzan la piel con la fuerza de su peso. Además, el suelo está frío.

—Uf —se queja él—. Aaay.

—Vamos, soldado —le dice Ruth—. Sé valiente.

Descubren que es más fácil caminar sobre la hierba por los extremos de los troncos. Durante un trecho las ramas de los árboles se proyectan y forman un túnel. En otros lugares no hay obstáculos a sus espaldas y pueden mirar por encima de los tejados de Brewer y ver el edificio de veinte pisos de los juzgados, único rascacielos de la ciudad. Entre las ventanas superiores hay unas águilas en relieve, de cemento armado, con las alas desplegadas. Al descender, dos parejas de edad mediana, observadores de pájaros, abrigadas con bufandas a cuadros, pasan por su lado. En cuanto se han perdido de vista detrás de la nudosa rama de un roble, Conejo se pone de un brinco al lado de Ruth y la besa, abraza su cuerpo acalorado y saborea la sal en el sudor de su rostro, que no responde a su caricia. Ella está pensando en la tontería de esta ascensión, su mente concentrada en llegar a la cima. Pero Harry piensa en sus pies de muchacha de ciudad, blancos como el papel, descalzos sobre las piedras porque así lo ha querido él, y su corazón, fatigado por el esfuerzo, se apena, y aferra el fuerte cuerpo de la mujer con la debilidad que origina la pesadumbre. Un avión cruza en lo alto, haciendo vibrar la atmósfera.

—Mi reina —le dice—, mi magnífico caballo.

—¿Tu qué?

—Mi caballo.

Cerca de la cumbre la ladera de la colina se empina hasta formar un precipicio, y ahí los hombres modernos han construido unas escaleras de cemento armado, con barandillas de hierro, que en tres tramos en forma de 2 conducen el aparcamiento asfaltado del hotel. Ruth y Conejo se ponen los zapatos, suben las escaleras y contemplan la ciudad que se extiende aplanándose lentamente a sus pies.

En el borde del precipicio hay una barandilla protectora. Harry agarra el tubo blanco, calentado por el sol que ahora se hunde rápidamente en el cenit, y mira directamente abajo, hacia las copas de los árboles. Recuerda que esa visión le aterraba en su infancia, cuando solía preguntarse qué le ocurriría si saltaba: ¿moriría o le retendrían esas copas verdes, como las nubes de un sueño? En la parte inferior de su visión el precipicio de piedra se alza hasta sus pies escorzado, con la estrechez de un cuchillo; en la parte superior la vertiente de la colina desciende, revelando senderillos, claros diseminados y los escalones por los que han subido.

Ruth entrecierra los ojos, como si estuviera leyendo un libro, y su mirada descansa en la ciudad. La firme silueta de su pómulo acariciado por el fino aire de la altura permanece inmóvil. ¿Acaso se siente como una india? Ha dicho que podría ser mexicana.

Ahora se pregunta por qué la ha traído aquí. ¿Qué quería ver? La ciudad se extiende desde las hileras de casas de muñecas al lado del parque, a través de un ancho y difuminado vientre de color rojo de maceta punteado de tejados oscuros y centelleantes automóviles, y termina como un tono rosado en la bruma que se cierne sobre el río lejano. Envueltos en ese vapor destellan los depósitos de gas, y las aglomeraciones del extrarradio parecen pañuelos para el cuello tendidos en la bruma. Pero la ciudad es enorme en el centro, y Harry abre la boca como si quisiera que los labios de su alma percibieran el sabor de la verdad de esa urbe, como si la verdad fuese un secreto diluido en tan pequeña proporción que sólo la inmensidad pudiera proporcionarle un sabor perceptible. El aire le seca la boca.

Ha habido en su jornada una perturbación religiosa: la burla de Ruth, el parpadeo de Eccles… ¿Por qué te enseñan esas cosas si nadie cree en ellas? Desde aquí parece evidente que, si esto es el suelo, ha de existir un techo, que el espacio verdadero en el que vivimos es un espacio que tiende hacia arriba. Alguien agoniza. En esta gran extensión de ladrillo alguien se está muriendo. Esa idea no procede de ninguna parte, es un simple porcentaje. Alguien muere en alguna casa, en esas calles, si no es en este mismo instante será en el siguiente, y en ese pecho súbitamente pétreo Harry cree que está el corazón de esa rosa abatida y postrada. Su mirada busca el lugar, esperando ver quizás el alma renegrida por el cáncer de un anciano que asciende a través del azul como un mono por una cuerda. Aguza el oído para escuchar el chasquido de la liberación cuando la ilusión rojiza extendida a sus pies entregue esta realidad, pero el silencio se abate contra él como una ráfaga de viento. Hileras de coches que se mueven lentamente sin hacer ruido, un punto que sale de una puerta… ¿Qué está haciendo aquí, en medio del aire? ¿Por qué no está en su casa? El temor le acomete.

—Abrázame —le ruega a Ruth.

Ella le obedece distraídamente, da un paso hacia él y balancea su cadera contra la de Harry. Éste la abraza con más fuerza y se siente mejor. Allá abajo Brewer parece calentarse a la luz del sol que declina: su vasto tejido rojo parece alzarse del valle en el que está cóncavamente hundida, parece llenarse como un pecho al respirar, Brewer, la madre de cien mil seres, refugio de amor, artefacto ingenioso y luminoso. Entonces, súbitamente seguro de sí mismo, como un niño amado que expresa una duda importuna, pregunta a Ruth:

—¿Has sido de veras una puta?

Le sorprende que ella se revuelva en su abrazo, separándose de él, y se quede al lado de la barandilla en actitud amenazante. Entrecierra los ojos, la forma de su mentón cambia. Nervioso, Harry repara en tres boy scouts que les sonríen desde el otro lado del asfalto.

—¿Eres de veras un canalla? —replica ella.

Él se da cuenta de que ha de tener cuidado con lo que dice.

—En cierto modo —responde.

—Entonces no hay más que hablar.

Regresan a la ciudad en autobús.

En la tarde nublada del martes, Harry viaja en autobús a Mount Judge, en cuya zona norte vive Eccles. Cruza su barrio sin ningún riesgo, se apea en Spruce y echa a andar canturreando en voz alta «Estoy loca por Harry», no el principio de la canción sino esa parte hacia el final en que la chica repite «estoy» en voz cada vez más aguda.

Su sensación general es de equilibrio. Por espacio de dos días Ruth y él han vivido de su dinero y todavía le quedan catorce dólares. Además, esta mañana, cuando hurgaba en su tocador mientras ella estaba haciendo la compra, ha descubierto que posee una sustanciosa cuenta corriente, con un saldo de más de quinientos dólares a finales de febrero. Han ido una vez a la bolera y visto cuatro películas: Gigi, Me enamoré de una bruja, El albergue de la sexta felicidad y, por último, una película cómica. Él había visto tantas veces retazos de esta última que tenía curiosidad por ver la película entera. Ha sido como mirar un álbum fotográfico en el que casi la mitad de las caras son familiares. La escena en la que el cohete atraviesa el tejado y el hombre sale corriendo con la cafetera en la mano la conocía tan bien como su propia cara.

Ruth se ha revelado como una mujer muy divertida. Juega mal a los bolos: se acercaba a la línea de lanzamiento moviendo los brazos como si chapoteara y dejaba caer la bola, que golpeaba el parquet con un ruido sordo. Cuando fueron a ver Gigi, cada vez que al altavoz estereofónico sonaba a sus espaldas, ella se volvía y decía: «¡Chist!», como si algún espectador en la sala estuviera hablando demasiado alto. Cada vez que el rostro de Ingrid Bergman aparecía en la pantalla en El albergue de la sexta felicidad, ella se inclinaba hacia Conejo y le preguntaba en un susurro: «¿Es de veras una puta?». A Harry le turbó ver que Robert Donat tenía un aspecto terrible. Sabía que se estaba muriendo, e intentó imaginar cómo sería saber que te queda poco tiempo de vida y seguir adelante como si tal cosa, fingiendo que eres un mandarín. La noche anterior habían ido a ver Me enamoré de una bruja, y el único comentario de Ruth a esa película fue: «¿Por qué nunca vemos bongos por aquí?». Él no le dijo nada, pero en aquel instante decidió que le compraría unos. Media hora antes, cuando esperaban el autobús en Weiser Street, había visto un juego de bongos en el escaparate de la tienda de instrumentos musicales Chords «n» Records. Costaban diecinueve dólares con noventa y cinco centavos. Durante todo el trayecto en el autobús marcó ritmos de bongos en sus rodillas.

—«Pues estoy loca por Harrrryy…»

El número 61 es un edificio grande de ladrillo con adornos de madera, un pequeño porche que imita un templo griego y un tejado de pizarra que brilla como las escamas de un pez enorme. En el jardín trasero una valla de tela metálica rodea un columpio amarillo y un cajón de arena. Un cachorro ladra en este redil cuando Harry sube por la acera. La hierba es de ese intenso verde untuoso que promete lluvia, el color de la hierba en las fotografías en color. El lugar parece demasiado alegre para ser el correcto. Conejo imagina que los eclesiásticos habitan en castillos de tejas negras. Sin embargo, una pequeña placa sobre el picaporte en forma de pez tiene grabada la palabra Rectoría. Golpea dos veces con el pez y, tras esperar un rato, lo hace dos veces más. Abre la puerta una mujer joven, de ojos verdes moteados.

—¿Qué ocurre? —le pregunta, y por su tono más bien parece decirle cómo se atreve a molestar.

Cuando alza el rostro para adaptarlo a la altura del visitante, sus ojos se agrandan y muestran una mayor porción de los blancos brillantes en los que están abrochados sus iris de color musgo.

Harry tiene la absurda impresión inmediata de que él la domina, y siente que le agrada. La nariz de la mujer es pequeña, irregular, está cubierta de pecas, una nariz que parece pinzada, estrecha y pálida bajo las manchas de color canela. Su piel es clara y satinada como la de una niña. Lleva unos pantalones cortos anaranjados.

—Hola —le dice Conejo con una afabilidad que no se diferencia de la arrogancia.

—Hola.

—¿Está en casa el reverendo Eccles?

—Está durmiendo.

—¿En pleno día?

—Ha estado levantado gran parte de la noche.

—¡Dios mío! Pobre hombre.

—¿Quiere entrar?

—Pues no sé…, me citó aquí, en serio.

—No lo dudo. Pase, por favor.

La joven le conduce por un vestíbulo y una escalera hasta una habitación de techo alto, con papel plateado en las paredes, un piano, acuarelas de paisajes, varias colecciones de libros en una biblioteca empotrada, una chimenea sobre cuya repisa hay uno de esos relojes de péndulo con cuatro bolas de oro que, según dicen, funcionan sin interrupción casi eternamente. Hay fotografías enmarcadas por todas partes. En el mobiliario destacan los colores verde y rojo, con excepción de un largo sofá de respaldo y brazos curvos con los cojines de un blanco cremoso. Huele a limpio, el frío olor de una pulcritud tenazmente mantenida. Llega desde algún lugar distante el olor más cálido de un pastel horneándose. La joven se detiene en el centro de la alfombra.

—Escuche —le dice. Conejo hace un alto, pero el leve ruido, como un choque, que también él ha oído no se repite—. Creí que ese mocoso estaba dormido —le explica ella.

—¿Es usted la canguro?

—Soy la esposa —dice ella, y para demostrarlo se sienta en el centro del sofá blanco.

Conejo se sienta frente a ella, en un sillón de orejas. La textura de la tela color ciruela en contacto con sus antebrazos desnudos es un poco rasposa. Lleva una camisa deportiva a cuadros, arremangada hasta los codos.

—Oh, disculpe.

Ahora se da cuenta. Las piernas desnudas y cruzadas de la mujer tienen los toques azulados de las varices. Su rostro, cuando se sienta, no es tan joven como le ha parecido en la puerta. Al relajarse y echar la cabeza atrás revela una doble papada. Se nota que es presumida. Sus senos son pequeños y firmes.

—¿Qué edad tiene su hijo? —le pregunta Conejo.

—Tenemos dos, dos niñas, de uno y tres años.

—Yo tengo un chico de dos.

—Me encantaría tener un niño. Las niñas y yo tenemos problemas de personalidad, somos demasiado iguales, cada una sabe exactamente lo que piensa la otra.

¡Le desagradan sus propios hijos! A Conejo le escandaliza escuchar semejantes palabras de labios de la esposa de un clérigo.

—¿Y su marido se da cuenta de esos problemas?

—Ah, para Jack es magnífico. Le encanta tener mujeres que riñan por él. Formamos su pequeño harén. Creo que un muchacho representaría una amenaza para él. ¿Se siente usted amenazado?

—No, por el niño no. Sólo tiene dos años.

—Eso empieza antes de los dos años, créame. El antagonismo sexual se inicia prácticamente al nacer.

—Pues no he reparado en ello.

—Mejor para usted. Supongo que es un padre primitivo. Creo que Freud es como Dios. Usted lo confirma.

Conejo sonríe y supone que Freud tiene alguna conexión con el papel de pared plateado y la acuarela de un palacio y un canal colgada por encima de la mujer. Tiene clase. Se lleva los dedos a las sienes, echa la cabeza atrás, cierra los párpados y suspira a través de los labios gordezuelos y abiertos. Conejo se sorprende al encontrarle cierto parecido con Ruth, claro que una Ruth más fina.

La voz delgada de Eccles, curiosamente amplificada en su hogar, grita desde lo alto de la escalera:

—¡Lucy! ¡Joyce quiere meterse en la cama conmigo!

Lucy abre los ojos.

—¿Lo ve? —le dice orgullosamente a Conejo.

—Dice que tú le has dicho que puede hacerlo —gime la voz aguda, horadando barandillas, paredes y capas de papel.

La señora Eccles se levanta y se acerca al corredor abovedado. El fondillo de sus pantalones anaranjados se ha arrugado al sentarse, las perneras alzadas exponen gran parte de los reversos ovales de sus muslos, más blancos que el sofá, la tonalidad rosada debida a la presión al sentarse se desvanece.

—¡No le he dicho tal cosa! —grita hacia arriba mientras una mano blanca tira de los pantalones hacia abajo y alisa la tela alrededor de la grupa, desaliñada pero pagada de sí misma, un bolsillo cosido con hilo negro en la mitad derecha—. ¡Tienes una visita, Jack! ¡Un joven muy alto que dice que le invitaste!

Al oír que le menciona, Conejo se ha levantado y, detrás de ella, dice:

—A jugar al golf.

—¡A jugar al golf! —repite ella a gritos.

—Oh, Dios mío —dice para sí misma la voz de arriba, y entonces grita—: ¡Hola, Harry! Enseguida bajo.

Se oye el llanto de una niña.

—¡Mamá también lo hizo! ¡Mamá también lo hizo!

—¡Hola! —responde Conejo.

La señora Eccles vuelve ahora la cabeza con un gesto seductor.

—¿Harry…?

—Angstrom.

—¿A qué se dedica, señor Angstrom?

—Bueno, ahora estoy sin trabajo.

—Angstrom, claro. ¿No es usted el que desapareció? ¿El yerno de los Springer?

—El mismo —replica él briosamente y, como si completara el movimiento tras lanzar la pelota, en una especie de floreo coordinado, aprovechando que ella, al escuchar su respuesta, se ha vuelto y apartado de nuevo recatadamente de él, ¡le da una palmada en el descarado trasero!, suavemente, con la mano ahuecada, muestra de reprensión y afecto al mismo tiempo, bien situada sobre el bolsillo.

Ella gira rápidamente sobre sus talones, poniendo su espalda a buen recaudo. Las pecas parecen alfilerazos en su rostro sorprendido. El brinco de la sangre le hace palidecer, y su mirada rígida y fría es tan incompatible con la simpatía perezosa y condescendiente que Conejo siente hacia ella, que adelanta el labio superior y presiona con él el inferior, en una burlesca expresión de penitencia.

Unos saltos caóticos en la escalera hacen retumbar la pared. Eccles se detiene ante ellos en equilibrio precario, metiéndose los faldones de una sucia camisa blanca bajo los pantalones arrugados. Sus ojos oscuros lloriquean entre las pestañas pobladas.

—Lo siento —se disculpa—. Me había olvidado por completo.

—De todos modos está nublado —replica Conejo, y sonríe de un modo involuntario. La sensación al contacto con el trasero de la mujer ha sido muy agradable, lo tiene en su punto, compacto pero elástico, como recién azotado. Supone que ella se lo dirá al clérigo y así terminará su relación. No importa. De todos modos no sabe por qué ha venido.

Quizá se lo habría dicho, pero su marido empieza a incomodarla de inmediato.

—Hombre, estoy seguro de que podremos llegar al último hoyo antes de que llueva —le dice a Conejo.

—Jack, no vas a jugar de nuevo al golf. Dijiste que tenías que hacer varias visitas esta tarde.

—Ya las he hecho por la mañana.

—Dos, has hecho sólo dos, a Freddy Davis y a la señora Landis. Los mismos viejos que no suponen ningún riesgo. ¿Y qué me dices de los Ferry? Llevas seis meses hablando de ellos.

—¿Por qué das tanta importancia a los Ferry? Jamás hacen nada por la iglesia. Ella vino el día de Navidad y salió por la puerta del coro para no tener que hablar conmigo.

—Claro que no hacen nada por la iglesia, y por eso deberías visitarles, lo sabes perfectamente. No les doy tanta importancia, eres tú quien lleva meses rumiando porque ella salió por la puerta lateral, fastidiando a los demás con esa monserga. Y si viene otra vez por Pascua ocurrirá lo mismo. Si quieres saber mi opinión, creo que tú y la señora Ferry os entenderíais de maravilla, sois igual de infantiles.

—Mira, Lucy, el hecho de que el señor Ferry sea propietario de una fábrica de zapatos no les convierte en unos cristianos más importantes que cualquiera que trabaje en una fábrica de zapatos.

—Eres tedioso, Jack. Lo único que ocurre es que temes el desaire, y no me cites las Escrituras para justificarte. Me importa un bledo que los Ferry vengan a la iglesia, no se asomen por aquí o se hagan Testigos de Jehová.

—Por lo menos los Testigos de Jehová ponen en práctica aquello en lo que creen.

Cuando Eccles se vuelve hacia Harry para reír conspiratoriamente por esta agudeza, un rictus amargo paraliza su risa y aprieta los labios hacia dentro, de modo que su cabeza de mandíbula pequeña exhibe los dientes como una calavera.

—No sé qué quieres decir con eso —replica Lucy— pero cuando me pediste en matrimonio te dije lo que sentía y estuviste de acuerdo.

—Pero recuerda lo que te dije: mientras tu corazón estuviera abierto a la Gracia.

Eccles le dice estas palabras en un tono tenso, la frente teñida de rubor.

—Ya he descansado, mami.

La vocecilla tímida y penetrante, procedente de arriba, les sorprende. En lo alto de la escalera alfombrada hay una niña pequeña y morena en bragas. A Conejo le parece demasiado morena, dada la blancura de sus padres, demasiado oscura en la sombra, sus piernas regordetas de bebé silueteadas. Está exasperada y lo demuestra frotándose el pecho desnudo y tirando de la piel. Sabe cuál va a ser la respuesta de su madre antes de oírla.

—Vuelve a la cama, Joyce, y haz una siesta.

—No puedo. Hay demasiado ruido.

—Hemos gritado debajo de ella —dice Eccles a su esposa.

—Has sido tú quien ha gritado acerca de la Gracia.

—He tenido un sueño y me daba miedo —dice Joyce, y baja pesadamente dos escalones.

—No es cierto, no has llegado a dormirte.

La señora Eccles se acerca al pie de la escalera, sujetándose la garganta como si quisiera impedir el paso de alguna emoción.

—¿Qué clase de sueño has tenido? —pregunta Eccles a la niña.

—Un león se comía a un chico.

—Eso no es ningún sueño —replica la mujer, y se vuelve hacia su marido—. Son esos detestables poemas de Belloc que insistes en leerle.

—Ella me lo pide.

—Son odiosos. Van a causarle un trauma.

—Joyce y yo creemos que son divertidos.

—Es que los dos tenéis un sentido del humor pervertido. Cada noche me pregunta por ese condenado caballito, Tom, y quiere saber qué significa morir.

—Dile lo que significa. Si tuvieras la fe que Belloc y yo tenemos en lo sobrenatural, estas cuestiones perfectamente naturales no te perturbarían.

—No insistas, Jack. Eres terrible cuando insistes.

—Quieres decir que soy terrible cuando me tomo a mí mismo en serio.

—Eh, noto un olor a pastel quemado —tercia Conejo.

Ella le mira y el agradecimiento empaña sus ojos. Harry percibe una especie de fría llamada en esa mirada, un leve grito lanzado en medio de sus enemigos, pero hace caso omiso y deja que su propia mirada languidezca por encima de ella, mostrándole las sensibles fosas nasales que han husmeado el pastel.

—Ojalá te tomaras a ti mismo en serio —le dice a Eccles, y desaparece por el oscuro pasillo de la rectoría.

—Joyce —grita Eccles—, ve a tu habitación, ponte una blusa y baja si quieres.

En vez de obedecerle la niña baja otros tres escalones.

—¿No me has oído, Joyce?

—Cógela tú, papi.

—¿Por qué he de cogerla yo? Papá está al pie de la escalera.

—No sé dónde está.

—Claro que lo sabes. Está en tu cómoda.

—No sé dónde está mi cómoda.

—En tu habitación, cariño. Claro que sabes dónde está. Ponte la blusa y te dejaré bajar.

Pero la niña ya ha bajado media escalera.

—Me da miedo el león —dice suspirando, con una sonrisita que revela la conciencia de su propia impudicia. Habla lentamente, como si sondeara el efecto de cada una de sus palabras. Conejo también ha observado ese detalle de precaución en la voz de su madre, cuando importunaba al mismo hombre.

—Ahí arriba no hay ningún león. No hay nadie más que Bonnie, y está durmiendo. Bonnie no tiene miedo.

—Por favor, papi. Por favor, por favor, por favoooor.

Ha llegado al pie de la escalera y rodea y aprieta las rodillas de su padre.

Eccles se ríe y mantiene el equilibrio apoyándose en la cabeza de la niña, que es bastante ancha y aplanada en la parte superior, como la suya.

—De acuerdo —le dice—. Quédate aquí y habla con este hombre, que es muy divertido —le dice, y luego sube las escaleras con inesperados saltos atléticos.

—Joyce, ¿eres una niña buena? —le pregunta Conejo.

La pequeña contonea el vientre y hunde la cabeza en los hombros. Este movimiento arranca de su garganta un ligero sonido gutural, y menea la cabeza. Él tiene la impresión de que intenta ocultarse tras una pantalla de hoyuelos, pero por fin la niña dice que sí con una enunciación inesperadamente firme.

—¿Y tu mamá es buena?

—Sí.

—¿Por qué crees que es tan buena?

Confía en que la señora Eccles le oiga desde la cocina. Los sonidos de su apresuramiento en el horno han cesado.

Joyce le mira y, como una lámina que se ondula, el miedo tira de un ángulo de su rostro. Parece estar al borde de las lágrimas. Se aparta de él y se escabulle por el corredor tras los pasos de su madre. Al verse solo, Conejo se siente inquieto, entra en el corredor y trata de calmar su excitación mirando las fotografías que cuelgan de las paredes. Vistas de capitales extranjeras, una mujer vestida de blanco bajo un árbol cuyas hojas tienen los bordes dorados, un minucioso dibujo a pluma de la iglesia episcopal de Saint John, fechado en 1927 y firmado, en grandes caracteres, por Mildred L. Kramer. Encima de una mesita colocada contra la pared hacia la mitad del corredor cuelga una foto de estudio de un anciano, con el cabello blanco a los lados de la cabeza y alzacuello, que te mira por encima de tu hombro como si contemplara la realidad última de todas las cosas. En la ranura entre el cristal y el marco está fijada una fotografía amarillenta recortada de un periódico, cuyos burdos puntos configuran al mismo anciano caballero con un cigarro puro en una mano, riéndose como un loco con otros tres que visten manteo. Se parece un poco a Jack Eccles, pero es más grueso y más fuerte. Sostiene el cigarro entre los dedos del puño cerrado. Más adelante hay un grabado en color de una pintura, una escena en un taller donde el carpintero trabaja a la luz que irradia la cabeza de su auxiliador: el cristal que protege este grabado devuelve a Conejo la sombra de su propia cabeza. En el corredor flota un olor acre, de quitamanchas o barniz nuevo o naftalina o papel de pared antiguo. Titubea entre estas posibilidades, piensa en «la que ha desaparecido». El antagonismo sexual se inicia prácticamente al nacer. Menuda zorra, pero no exenta de una agradable llama de baja intensidad que le ilumina las piernas, esas piernas blancas y brillantes. ¿Cómo será vivir con ella? Debe de ser inquieta, algo irritable, empeñada siempre en salirse con la suya. Una galleta de vainilla, una pizca ácida. Sea como fuere, la ama.

Debe de haber una escalera trasera, porque ahora oye la voz de Eccles desde la cocina, discutiendo con Joyce para que se ponga el suéter, preguntando a Lucy si el pastel se ha quemado, dando explicaciones, sin saber que Conejo le escucha en la vuelta del pasillo.

—No creas que esto es un placer para mí. Se trata de trabajo.

—¿Es que no hay otra manera de hablar con él?

—Está asustado.

—Todo el mundo se asusta contigo, cariño.

—Pero incluso está asustado de mí.

—Pues ha entrado por esa puerta con bastante arrogancia.

Éste es el momento de decir: Y me ha dado una palmada en el culo, a ver cómo explicas eso.

¡Cómo! ¡Tu precioso culo! Mataré a ese bribón. Llamaré a la policía.

En realidad, la última palabra que ha pronunciado Lucy es «arrogancia», y Eccles le está diciendo lo que ella debe decir si llama fulano, pregunta dónde están las pelotas de golf nuevas, le dice a Joyce que ya ha comido una galleta hace diez minutos y, finalmente, con una voz en la que apenas han cicatrizado los rasguños de la discusión, les dice adiós. Conejo desanda sus pasos sin hacer ruido, y cuando Eccles sale de la cocina con el aspecto de un búho joven, desmañado y malhumorado, ve a Conejo apoyado en el radiador.

Se encaminan hacia el coche del clérigo. Bajo la amenaza de la lluvia, la piel verde del Buick tiene un lustre céreo, tropical. Eccles enciende un cigarrillo y se ponen en marcha, toman la ruta 422 y recorren el valle hacia el campo de golf.

Eccles inhala el humo varias veces, reteniéndolo en el pecho, antes de hablarle.

—De manera que su problema no es realmente la falta de religión.

—¿Cómo?

—Estaba recordando nuestra conversación anterior, acerca de la cascada y el árbol.

—Ah, sí, eso se lo robé a Mickey Mouse.

Eccles se ríe, perplejo. Conejo observa que después de reír sigue con la boca abierta, las pequeñas hileras de dientes inclinados hacia dentro esperan un momento mientras las cejas suben y bajan, expectantes.

—Eso me paró en seco —admite, cerrando esa cueva coqueta—. Entonces me dijo que sabe lo que hay dentro de usted. Durante todo el fin de semana me he estado preguntando qué sería eso. ¿Puede decírmelo?

Conejo no quiere decirle nada, pues cuantas más cosas diga, más sale perdiendo. Está seguro dentro de su propio pellejo y no quiere salir. El juego de este hombre consiste en sacarle al exterior, donde pueda manipularle. Pero la convención de la cortesía es violenta y abre a la fuerza los labios de Harry.

—No busque ningún sentido profundo a esas palabras —le dice—. Significan simplemente lo que dicen, ¿no cree usted?

Eccles asiente, parpadea y sigue conduciendo en silencio. A su manera está muy seguro de sí mismo.

—¿Cómo está Janice ahora? —pregunta Conejo.

Este viraje sobresalta a Eccles.

—El lunes les visité para decirles que usted estaba en el condado. Su esposa estaba en el patio trasero con el niño y una mujer que me pareció una vieja amiga suya, una tal señora… ¿Foster? ¿Fogleman?

—¿Qué aspecto tenía?

—La verdad es que no lo sé. Llevaba unas gafas de sol que me llamaron la atención, de esas que tienen cristales de espejo, con las patillas muy anchas.

—Ah, Peggy Gring, esa imbécil. Se casó con ese paleto de Morris Fosnacht.

—Fosnacht, exacto, como la marca de buñuelos. Sabía que era un nombre conocido por aquí.

—¿Nunca había oído hablar del Día de Fosnacht antes de venir aquí?

—En Norwalk jamás lo oí.

—Recuerdo que cuando tenía unos seis o siete años, porque él murió en 1940, mi abuelo aguardaba en el piso de arriba hasta que yo bajaba, para que yo no fuera un Fosnacht. Entonces vivía con nosotros.

Al parecer, Conejo lleva años sin pensar en su abuelo ni hablar de él. Un sabor ligeramente rancio acude a su boca.

—¿Cuál era el castigo por ser un Fosnacht?

—Lo he olvidado. Era algo que uno no quería ser. Espere. Recuerdo que un año fui el último en bajar y mis padres o alguien más se burlaron de mí; eso no me gustó y supongo que lloré, no sé. En cualquier caso, ése es el motivo de que mi abuelo se esperase arriba.

—¿Era su abuelo paterno?

—Materno. Vivía con nosotros.

—Recuerdo a mi abuelo paterno —dice Eccles—. Solía ir a Connecticut y tenía terribles discusiones con mi padre. Mi abuelo era el obispo de Providence, y evitó que su iglesia fuese arrollada por los unitarios casi convirtiéndose él mismo en un unitario. Se consideraba un deísta darwinista. Mi padre, supongo que como una reacción, se hizo muy ortodoxo, casi anglocatólico. Belloc y Chesterton le encantaban. Era él quien nos leía esos poemas a los que, como ha visto, mi mujer pone objeciones.

—¿Sobre el león?

—Sí. Belloc tiene esa vena de mordacidad burlona que mi mujer es incapaz de apreciar. Se burla de los niños, y ella no puede perdonarle tal cosa. Así es su psicología. Psicológicamente los niños son muy sagrados. ¿Por dónde iba? Ah, sí, además de su teología aguada mi abuelo había retenido cierta vistosidad en su práctica religiosa y un rigor que mi padre había perdido. Al abuelo le parecía que papá era extremadamente negligente por no tener un servicio de culto familiar todas las noches. Mi padre le decía que no quería aburrir a sus hijos como a él le habían aburrido con Dios y, de todos modos, ¿de qué servía adorar a un dios de la jungla en la sala de estar? «¿No crees que Dios está en los bosques?», le preguntaba mi abuelo. «¿Sólo está detrás de los vitrales de colores?», y así sucesivamente. Mis hermanos y yo temblábamos, porque esas discusiones acababan por causar a papá una terrible depresión. Ya sabe lo que ocurre con los padres, nunca puedes rehuir la idea de que quizás, en el fondo, tengan razón. Era un viejecito reseco, con acento yanqui, en realidad muy cariñoso. Recuerdo que durante la comida solía agarrarnos las rodillas con su mano huesuda y morena y nos preguntaba con voz ronca: «¿Os ha hecho creer en el infierno?».

Harry se ríe. La imitación que acaba de hacer es buena y el papel de anciano muy adecuado para él.

—¿Y lo creía? ¿Lo cree usted?

—Sí, así parece. En el infierno tal como Jesús lo describió, como una separación de Dios.

—Bueno, entonces todos estamos más o menos en él.

—No estoy en absoluto de acuerdo. No creo que ni siquiera el ateo más convencido tenga una idea de cómo será la verdadera separación. Será la oscuridad exterior, mientras que vivimos en lo que podríamos llamar… —mira a Harry y se ríe— la oscuridad interior.

La familiaridad con que Eccles le dice todo esto disuelve la precaución de Conejo, y éste desea llenar de algún modo el espacio vacío entre ellos. El estímulo de la amistad, un estímulo competitivo que le hace levantar las manos y moverlas como si los pensamientos fuesen pelotas de baloncesto, le impulsa a decir:

—Mire, no sé nada de teología, pero creo sentir realmente que existe algo detrás de todo esto… —señala el paisaje; están pasando ante la urbanización construida al lado del campo de golf, casas bajas de ladrillo y madera rodeadas de jardines nivelados con bulldozer en los que hay triciclos y esbeltos arbolitos de tres años, el paisaje menos espectacular del mundo—… hay algo y quiere que yo lo encuentre.

Eccles apaga cuidadosamente su cigarrillo en el diminuto cenicero estriado del coche.

—Claro, todos los vagabundos creen que van en busca de algo, por lo menos al principio.

Conejo considera inmerecido ese desaire, después de que ha intentado dar algo de sí mismo al clérigo. Supone que obedece a una necesidad del gremio, tienen que medir a todo el mundo por el mismo rasero mezquino.

—En ese caso —replica— supongo que su amigo Jesús parece bastante necio.

La mención del santo nombre hace que broten manchas rosadas en las mejillas de Eccles.

—Él dijo que los santos no deben casarse —le dice.

Toman un desvío en la carretera y suben por el serpenteante sendero hasta el edificio del club, una construcción grande de bloques de hormigón, con un largo letrero en la fachada que dice campo de golf el castañar entre dos logotipos de Coca-Cola. En la época en que Harry actuó aquí como caddy no era más que una cabaña de tablas de chilla en la que había una vieja estufa de leña, gráficas de antiguos torneos, dos sillones y un mostrador con barras de caramelo y pelotas de golf extraídas de la ciénaga y que la señora Wenrich revendía. Conejo supone que la señora Wenrich ha muerto. Era una anciana delicada, de mejillas coloradas, como una muñeca con el pelo blanco, y siempre hacía gracia oírle hablar de greens, divots, torneos y pares. Eccles frena el Buick en el aparcamiento y se vuelve hacia su acompañante.

—Una cosa, antes de que se me olvide.

—¿Sí…? —Conejo tiene ya la mano en el tirador de la puerta.

—¿Le interesaría un trabajo?

—¿Qué clase de trabajo?

—Una de mis parroquianas, la señora de Horace Smith, tiene un jardín de unos ocho acres, hacia Appleboro. Su marido fue un increíble entusiasta de los rododendros. No debería usar la palabra increíble. Era una bellísima persona.

—No sé nada de jardinería.

—Nadie sabe nada de eso, según dice la señora Smith. Ya no quedan auténticos jardineros. Creo que ofrece cuarenta dólares a la semana.

—Un pavo la hora. Es muy poco.

—No serían cuarenta horas. El horario será flexible, y eso es lo que a usted le conviene, ¿no es cierto? La flexibilidad. Así tendrá tiempo libre para predicar a las multitudes.

Es evidente que Eccles tiene una vena mezquina. Él y Belloc. Cuando no lleva puesto el alzacuello tiende a mostrarse tal como es. Conejo baja del coche. Eccles hace lo mismo, y su cabeza al otro lado del techo del vehículo parece una cabeza cortada y puesta sobre una fuente. Su ancha boca se mueve.

—Le ruego que lo considere.

—No puedo. Es posible que ni siquiera me quede en el condado.

—¿Es que la chica va a mandarle a paseo?

—¿Qué chica?

—¿Cómo se llama? Ah, sí, Leonard. Ruth Leonard.

—Vaya, es usted muy listo, ¿eh?

¿Quién puede habérselo dicho? ¿Peggy Gring? ¿Lo habrá sabido por Tothero? Más probablemente por la chica de Tothero, esa Comosellame que se parecía a Janice. Pero no importa, al fin y al cabo el mundo es como una red a cuyo través se filtran las cosas.

—Nunca he oído hablar de ella —concluye Conejo.

La cabeza sobre la fuente sonríe enigmáticamente, iluminada por el resplandor del sol que refleja el metal.

Uno al lado del otro caminan hasta el edificio de bloques de hormigón. Durante el trayecto Eccles observa:

—Lo extraño de ustedes, los místicos, es la frecuencia con que sus pequeños éxtasis llevan falda.

—¿Sabe? Hoy no tenía que haber venido.

—Lo sé. Perdóneme. Hoy me siento muy deprimido.

Estas palabras no tienen nada de malo, pero el efecto que ejercen en Conejo es adverso, parecen aferrarse en su interior y decirle compadéceme, ámame, le causan una comezón y una viscosidad en los labios que le impide abrirlos para responder. Cuando Eccles le paga su entrada a duras penas puede darle las gracias, y cuando alquilan sus palos permanece tan indiferente y callado que el muchacho pecoso detrás del mostrador se le queda mirando como si fuese un idiota. Cruza brevemente por su cabeza la idea de que Eccles tiene fama de marica y él se ha convertido en el nuevo chico que le acompaña. Mientras se encamina con Eccles al primer tee se siente parcialmente destruido, como un buen caballo uncido a un penco de cascos pulposos. La presencia de Eccles tira de él con tal decisión que ha de hacer un esfuerzo para no inclinarse hacia su lado.

Y la pelota también parece sentirlo, la pelota que golpea tras recibir algunos consejos de Eccles y que se va a un lado, incapacitada por un perverso efecto vertical que detiene su vuelo y la hace caer tan pesadamente como si fuera una bola de arcilla.

Eccles se ríe.

—Vaya golpe inicial para ser la primera vez. Es el mejor de todos los que he visto.

—No es la primera vez. Cuando era caddy solía golpear la pelota. Debería hacerlo mejor.

—Espera usted demasiado de sí mismo. Míreme, así se sentirá más tranquilo.

Conejo retrocede y le sorprende ver que Eccles, que tiene cierta elasticidad en sus movimientos inconscientes, se balancea con la pintoresca rigidez de un cincuentón, como si tuviera que apartar de su camino un orinal. Golpea la pelota con un apretado balanceo desde atrás. La pelota parte en línea recta, aunque alta y débil, cosa que parece encantarle. Echa a correr haciendo cabriolas por el terreno y Harry le sigue pesadamente. La hierba descuidada y húmeda a causa del deshielo reciente se hunde bajo sus grandes zapatos de ante. Están en un sube y baja: Eccles va hacia arriba y él desciende.

Allá abajo, en los bosquecillos paganos y las verdes pistas del campo, Eccles se transforma, animado por una alegría insensata. Ríe, se balancea, chasca la lengua y le llama. Harry deja de odiarle, piensa en lo terrible que él mismo es. La ineptitud parece recubrirle como una enfermedad escabrosa y siente gratitud hacia Eccles porque no ha huido de él. A menudo Eccles —que a causa del hábito de correr, alborotado y jubiloso, está cincuenta metros más adelante— retrocede a la carrera en busca de una pelota que Harry ha perdido. A Conejo le resulta imposible desviar su atención del lugar donde la pelota debería haber ido a parar, la pequeña servilleta ideal de hierba recortada con la bonita mancha rosada de un banderín. No puede centrar la vista en el lugar adonde ha ido realmente.

—Aquí está —dice Eccles—, detrás de una raíz. Tiene usted una suerte terrible.

—Esto debe de ser una pesadilla para usted.

—Qué va, de ninguna manera. Es usted una promesa extraordinaria. A pesar de que nunca ha jugado, no ha perdido por completo la pelota ni una sola vez.

El efecto de estas palabras es inmediato. Conejo apunta y, a pesar de la letal intensidad con que desea golpear la pelota en vez de la raíz, pierde completamente la primera.

—El único error que comete es el de utilizar su altura —le dice Eccles—. Tiene un hermoso swing natural.

Conejo golpea de nuevo y la pelota salta y cae a unos metros de distancia.

—Inclínese hacia la pelota —dice Eccles—. Imagine que está a punto de sentarse.

—Estoy a punto de estirarme —dice Harry.

Se siente mal, mareado, engullido hacia una vorágine cuyo borde superior está marcado por las puntas de las tranquilas hojas de los árboles. Cree recordar que ha estado aquí en otra ocasión. Resbala en los charcos, los árboles le tragan, se hunde infaliblemente en la roñosa maleza a los lados de las pistas.

Una pesadilla, ésa es la palabra. Cuando está despierto sólo las cosas animadas se deslizan y se mueven convulsamente. Siempre ha tenido sensibilidad para el manejo de los objetos, y esta torpeza irreal le confunde. Su cerebro, semihipnotizado, le hace extrañas jugadas de las que se da cuenta lentamente. Habla en su cabeza con los palos como si fuesen mujeres. Los hierros, delgados y livianos pero, de algún modo, traicioneros en sus manos, son Janice Venga, estúpido, cálmate, allá vamos, tranquilo. Cuando la superficie acanalada del palo levanta la tierra detrás de la pelota y el impacto le alza los brazos hasta los hombros, tiene la sensación de que Janice le ha pegado. Ah, qué estúpida llega a ser. A la mierda, sí, que se vaya a la mierda. El enojo permeabiliza su piel y a través de ella se filtra el ambiente exterior. Diminutas púas secas de zarzales laceran dolorosamente su interior, donde las palabras cuelgan como nidos de orugas que es imposible quemar. Ella tropieza tropieza es gorda tropieza con la tierra, nidos de palabras desgarradas en una boca áspera y parda: con el palo en las manos «ella» se ha convertido en Ruth. Sosteniendo el palo número tres, absorto en su pesado cabezal rojizo, la superficie manchada de grasa y la línea blanca que se extiende bellamente a lo largo del borde, piensa de acuerdo, si eres tan lista, aferra el palo y asesta el golpe. ¡Ah, fallar en esto cuando ella cayó tan fácilmente! El manojo de hierba arrancada y la pelota corren, saltan una y otra vez y se esconden entre las ramas de un arbusto, pero una franja blanca revela su posición, y cuando Conejo se acerca el condenado arbusto es otra persona, su madre. Levanta las ofendidas ramas como si fuesen una falda, avergonzado y enfurecido, pero con cuidado para no romper ninguna, y esas ramas son un obstáculo para sus piernas cuando intenta verter su voluntad sobre el duro e irreductible proyectil que no es realmente él mismo pero que, en cierto modo, sí lo es, aunque sólo sea por esa manera de estar ahí posado en el centro de todo. Cuando el hierro número siete corta el aire, por favor, Janice, sólo una vez, la torpeza es una araña que corre hacia sus codos y, mientras él la observa con los codos mordisqueados, la pelota vuela penosamente lenta y se interna en otro grupo de abominable vegetación más adelante, que tiene el color caqui de Texas. Ah, imbécil, vete a casa. La casa es el hoyo, y encima, en el ardid de la visión feliz que roza su atención consciente con un recubrimiento casi óptico de presencias, el cielo grisáceo cargado de lluvia es su abuelo que espera arriba para que el pequeño Harry no sea un Fosnacht.

Y, ora en los ángulos, ora en el centro de este sueño pugnaz, Eccles y la sucia camisa que lleva puesta pasan rápidamente como una bandera blanca de perdón, alentándole a gritos, ondeando en el green para guiarle a casa.

Los greens, marchitos aún por el invierno, están espolvoreados de algo que quizá sea fertilizante. La pelota se desliza haciendo saltar esa especie de arenilla.

—Ojo con los putts —le dice Eccles—, han de ser suaves, no como si clavara el palo. Un ligero balanceo, con los brazos rígidos. En el primer putt la distancia es más importante que la puntería. Inténtelo de nuevo.

Le devuelve la pelota de un puntapié. Harry ha necesitado doce golpes para llegar ahí desde el cuarto green, pero esa presuntuosa suposición de que ya no vale la pena contar sus golpes le irrita, Vamos, cariño, suplica a su esposa, ahí está el hoyo, grande como la boca de un cubo. Todo va bien.

Pero no, convertida en ese palo, el pánico que ella experimenta le hace clavarse. ¿De qué tenía miedo? Demasiada velocidad, la pelota se detiene a cosa de metro y medio más allá del hoyo. Harry se acerca a Eccles.

—No me ha dicho todavía cómo está Janice —le dice.

—¿Janice? —Eccles hace un esfuerzo para desviar su atención del juego. Es evidente que le entusiasma ganar. Me está devorando, se dice Harry—. El lunes su estado de ánimo parecía bueno. Estaba en el patio trasero con esa otra mujer, y cuando llegué ambas reían. Debe comprender usted que, durante algún tiempo, ahora que se ha adaptado un poco a la situación, probablemente le gustará vivir de nuevo con sus padres. Es su propia versión de la irresponsabilidad de usted.

Harry se pone en cuclillas para alinear el putt, como ha visto que hacen por televisión.

—La verdad es que no soporta a sus padres más que yo —dice con voz rasposa—. Tal vez no se habría casado conmigo de no haber tenido tanta prisa por alejarse de ellos.

Su putt se desvía más allá del lado inferior y vuelve a rebasar el hoyo más de un metro. Maldita sea.

Eccles envía su pelota, la cual da un saltito y, con un matraqueo glótico, entra en el hoyo. El clérigo alza los ojos en los que brilla la luz del triunfo.

—Harry —le dice, con dulzura pero también con audacia—, ¿por qué la ha abandonado? No hay duda de que está profundamente preocupado por ella.

—Ya se lo he dicho. Porque faltaba alguna cosa en nuestro matrimonio.

—¿Qué cosa? ¿La ha visto alguna vez? ¿Está seguro de que existe?

El putt de Harry no pasa de medio metro, queda demasiado corto, él recoge la pelota con dedos temblorosos.

—Mire, si usted no está seguro de que existe, no me lo pregunte. Es algo que usted debe conocer muy bien. Si no lo sabe, no hay nadie que lo sepa.

—¡No! —exclama Eccles en la misma voz tensa en que le dijo a su esposa que mantuviera el corazón abierto a la Gracia—. El cristianismo no anda en busca de un arco iris. Si fuera lo que usted cree que es, durante los servicios religiosos serviríamos opio a los feligreses. Intentamos servir a Dios, no ser Dios. —Cogen sus bolsas y emprenden el camino que les indica una flecha de madera—. Todo esto quedó zanjado hace siglos —sigue diciendo Eccles, a modo de explicación—, cuando surgieron las herejías en el seno de aquella joven Iglesia.

—Yo se lo diré. Sé qué es.

—Dígame, dígame. ¿Qué es? ¿Es algo duro o blando? ¿Es azul o rojo, Harry? ¿Tiene lunares?

Conejo se deprime al comprender que el clérigo desea realmente que se lo diga. Por debajo de esa actitud de superioridad, de esa cháchara sobre las herejías de la joven Iglesia, desea en serio que se lo diga, quiere oírle afirmar que eso existe, que él no miente a sus feligreses cada domingo. Como si no bastara con el intento de encontrar algún sentido a este juego absurdo, uno tiene que aguantar a este loco que trata de engullir tu alma. La cálida correa de la bolsa le roza el hombro.

Con una excitación femenina, en una voz torturada por el embarazo, Eccles habla de nuevo:

—Lo cierto es que tiene usted un egoísmo monstruoso, es un cobarde, no le importa el bien o el mal, no rinde culto a nada excepto a sus peores instintos.

Llegan al tee, una plataforma de hierba al lado de un encorvado árbol frutal con tiesos y pálidos brotes.

—Será mejor que me marche yo primero —le dice Conejo—, hasta que usted se haya tranquilizado.

La ira acalla su corazón, lo inmoviliza a la mitad de un latido. No le importa nada excepto librarse del lío en que se halla metido. Se dice que ojalá llueva. Evita mirar a Eccles y se fija en la pelota que, posada encima del tee, casi parece liberada del suelo. Con toda naturalidad, desliza el cabezal del palo sobre su hombro y tira. El sonido tiene una resonancia, una peculiaridad que no había oído antes. El movimiento de los brazos hace que su cabeza se yerga, y la pelota asciende a lo alto, con una palidez lunar contra el hermoso azul negruzco de las nubes de tormenta, el color de su abuelo denso y extendido por el este retrocede trazando una línea recta como el filo de una regla, se debilita, es una esfera, una estrella, una mota, vacila y Conejo cree que caerá ya, pero se engaña, pues la pelota hace de su titubeo el terreno para un último salto y, con una especie de sollozo visible, toma el último bocado de espacio antes de desvanecerse al caer.

—¡Eso es! —exclama, y volviéndose hacia Eccles, sonriente, exaltado, repite—: Eso es.

Sale el sol, sale la luna, el tiempo pasa. Empieza a brotar el azafrán en el terreno de la señora Smith, los narcisos despliegan sus corolas acampanadas, la hierba revive y alberga violetas entre sus briznas, el césped presenta de súbito una áspera cobertura de dientes de león y plantas de anchas hojas. Invisibles arroyuelos que siguen cursos accidentados rumorean en la tierra baja de la finca. Los macizos de flores, bordeados con ladrillos semihundidos diagonalmente en el suelo, están erizados de espigas de un rojo pálido que serán peonias, y la misma tierra, esfuminada, moteada de piedras, costrosa, dividida en irregulares fragmentos húmedos y secos, tiene el aspecto de lo más antiguo y huele como lo más nuevo bajo el cielo. Los afelpados brotes dorados de las forsitias brillan a través del humo que oscurece el jardín, mientras Conejo quema paladas de tallos estrujados, hierbas marchitas, hojas de roble desprendidas en la intimidad del invierno y ramas de rosal podadas, que se entrelazan y forman molestos amasijos punzantes que arañan los tobillos. Estos montones de maleza, a los que prende fuego poco después de llegar al jardín, todavía soñoliento y con sabor a café en la boca, andando por la hierba empapada de rocío, siguen humeando húmedamente al final de la jornada, formando fantasmas en la noche a sus espaldas, cuando sus pasos hacen crujir la grava del sendero. Durante todo el trayecto de regreso a Brewer no le abandona el olor de las cenizas calientes.

Hace dos meses que trabaja como jardinero, y es curioso que en todo ese tiempo no haya tenido necesidad de cortarse las uñas. Desmocha, levanta, cava, planta anuales, paquetes de semillas que le proporciona la vieja dama: berros, amapolas, guisantes de olor, petunias. Le encanta cubrir las semillas con el montículo de tierra levantado por la azada. Una vez enterradas, dejan de pertenecerle. Es un ejemplo de sencillez, de la facilidad con que uno se libra de algo entregándolo a sí mismo. Se diría que Dios está plegado dentro de la diminuta y obstinada estructura, destinado por Sí mismo a una sucesión de explosiones, la grande y lenta agrupación a partir del agua, el aire y el silicio: es algo que uno percibe en silencio, en el contacto de las palmas con el mango redondo de la azada.

Ahora, después de que las magnolias hayan perdido su asimiento pero antes de que ninguna otra planta —excepto las hojas de arce— tenga la anchura suficiente para hacer sombra, los cerezos, los manzanos silvestres y —en un rincón alejado del terreno— un ciruelo solitario se cubren de flores, una blancura que las negras ramas parecen tomar de las nubes pasajeras y de la que poco después se desprenden, de modo que la hierba reanimada está blanqueada por una sorprendente tormenta de confeti. Destilando una fragancia de gasolina, la segadora a motor mastica los pétalos y el césped los digiere. Los arbustos de lilas florecen junto a las vallas caídas de la pista de tenis. Los pájaros acuden a su alberquilla. Una mañana a Harry, con un útil en forma de medialuna para arreglar los bordes del césped en la mano, le invade una oleada de perfume, pues detrás de él la brisa ha cambiado de dirección y sopla a través de un montón de acres hojas de lirio del valle, en las que durante la cálida noche han madurado mil campanillas, y las que están en el extremo del tallo todavía tienen un color verde de amargo sorbete de corteza de melón cantalupo. Manzanos y perales, tulipanes, esos feos colores purpúreos que transforman los iris en harapos. Y, por fin, anunciados por las azaleas, los rododendros, en una profusión que ha aumentado en la última semana de mayo. Conejo había aguardado esta coronación durante toda la primavera. Los arbustos le desconcertaron por su tamaño, pues eran casi como árboles, algunos incluso duplicaban su propia altura, y los había en gran abundancia. Estaban plantados a lo largo de la línea de gigantescos abetos de lánguidas ramas que abrigaban el lugar, y en el terreno así protegido había docenas de grandes masas rectangulares de arbustos, como hogazas de pan verde y poroso. Eran de hoja perenne y, con sus ramas en zigzag y largas hojas extendidas en todas las direcciones, parecían pertenecer a un clima diferente, a una tierra distinta, cuya fuerza de gravedad fuese más suave que la de nuestro mundo. Cuando brotaban las primeras flores eran como la flor grande que las prostitutas orientales se prenden a un lado de la cabeza, en las cubiertas de las novelas de espionaje que lee Ruth, pero cuando los hemisferios florales se multiplican le recuerdan sobre todo los sombreros que las muchachas humildes se ponen en Pascua para ir a la iglesia. Con frecuencia Harry ha deseado, pero nunca ha conseguido, a una de esas muchachas, una pequeña católica de familia pobre, vestida con ropas chillonas compradas en las rebajas. Contempla las hojas atezadas bajo el gracioso y blando bonete de flores de cinco pétalos e imagina el rostro de esa muchacha, casi puede oler su perfume cuando pasa por su lado en los escalones de hormigón de la catedral. Cerca, tan cerca está él de los pétalos… Vista desde tan corta distancia, cada flor tiene en el interior de la corola dos abanicos de pecas, donde vierten su contenido las anteras.

Cuando el jardín de su difunto marido ha llegado a esta culminación, la señora Smith sale de la casa y, cogida del brazo de Conejo, se interna con él en la plantación de rododendros. Más bien alta en otro tiempo, la edad la ha encorvado reduciendo su talla y los pocos mechones negros que le quedan parecen sucios en contraste con el cabello blanco. Lleva bastón, pero, quizás olvidado, le cuelga del antebrazo como un extravagante brazalete, y camina tambaleante. El jardinero dobla el brazo derecho, el codo apuntando hacia el hombro de la mujer, y ella, temblorosa, alza el antebrazo izquierdo, lo entrelaza con el del hombre y se aferra fuertemente a la muñeca de éste con sus dedos nudosos y llenos de pecas. Se adhiere a él como una enredadera a una pared: un buen tirón podrá separarla, pero, por lo demás, sobrevivirá a todas las condiciones climáticas. Él nota que el cuerpo de ella se estremece a cada paso, y a cada palabra que pronuncia las facciones se le crispan, no porque el esfuerzo para hablar sea excesivo, sino porque hace presa en ella la excitación de comunicarse, arrugándole bruscamente el arco de la nariz, moviéndole los labios rezongantes sobre los dientes fuera de lugar con una exagerada y cómica expresividad de la que ella es tímidamente consciente, como las muecas que hace una chiquilla de trece años en constante confesión de que no es hermosa. De improviso alza la cabeza para mirar a Harry, y, en las pequeñas órbitas oscuras rodeadas de arrugas que son como otras tantas cintas para cerrar una bolsa, sus debilitados ojos azules sobresalen frenéticamente, llenos de una vivacidad momentánea, mientras habla.

—Pues no, la señora de R. S. Holford no me gusta nada, siempre con ese aspecto tan remilgado… A Harry le encantaba este color salmón. Yo le decía: «Si quiero rojo, dame rojo, una gran rosa roja, si quiero blanco, dame blanco, un largo lirio blanco, y no me fastidies con todos esos colores intermedios, aspirantes a rosa y casi púrpura que no saben lo que quieren. El rododendro es una planta hipócrita»… «Esa mujer tiene cerebro, desde luego», le decía a Harry, «por eso te da un poco de todo», y lo decía sólo para importunarle, pero la verdad es que así lo creía. —Parece como si esa idea la hubiera golpeado, y se para en seco en el sendero de hierba. Mueve nerviosamente los ojos, cuyos iris son una especie de blanco de cristal roto dentro de unos anillos de azul persistente—. Lo creía en serio, señor Angstrom. Soy hija de campesinos y habría preferido ver toda esta tierra convertida en un campo de alfalfa. Le decía: «¿Por qué no plantas alforjón si tienes que remover el suelo? Ésa sí que es una buena cosecha. Tú cultiva el trigo y yo haré el pan». Y lo habría hecho, ya lo creo. «¿Para qué queremos todos esos ramilletes? Cuando se hayan marchitado las flores tendremos que ver sus feas hojas durante todo el año. ¿Para qué chica bonita cultivas esas flores?», le preguntaba. Era más joven que yo, y por eso aprovechaba mi derecho a tomarle el pelo, pero no voy a decirle nuestra diferencia de edad. ¿Qué estamos haciendo aquí parados? Si mi viejo cuerpo se detiene en un sitio quedará inmovilizado. —Clava el bastón en la hierba, la señal para que él extienda su brazo, y siguen caminando por el sendero entre las flores—. Jamás pensé que le sobreviviría. Ésa fue su debilidad. Cuando entraba en casa, después de trabajar en el jardín, no hacía más que sentarse y no se levantaba en todo el día. Eso es algo que desconoce la hija de un campesino.

Su mano inestable en la muñeca de Conejo oscila como las copas de los abetos gigantes. Él asocia esos árboles a propiedades prohibidas, y estar bajo su protección le causa placer.

—Mire, aquí hay una planta de verdad. —Se detienen en un ángulo y ella señala con el bastón un pequeño rododendro de un color rosa puro—. El Bianchi de Harry —dice la señora Smith—. El único rododendro excepto algunos blancos, he olvidado sus nombres, estúpidos nombres de todos modos, que responde a su significado. Es el único rosa auténtico que existe. Cuando Harry lo consiguió, lo puso entre las demás flores de presunto color rosa. Éstas, a su lado, parecían tan turbias que las arrancó y dejó solo el Bianchi, poniéndole detrás un fondo de flores carmesíes. Están ahí, ¿verdad? ¿Estamos en junio? —Intenta fijar en él su mirada errática y le aprieta la muñeca.

—No sé… No, el Día de los Caídos es el sábado próximo.

—Ah, recuerdo muy bien el día que trajimos esa planta. ¡Qué calor! Fuimos a Nueva York para recogerla del barco en que venía y ponerla en el asiento trasero del Packard, como si se tratara de una tía predilecta o algo por el estilo. Llegó en una gran maceta de madera azul. Había sólo un vivero en Inglaterra que cultivaba esa especie, y el envío costó doscientos dólares. En el barco cada día bajaba un hombre a la bodega para regarla. Hacía calor, el tráfico a través de Nueva Jersey y Trenton era infernal, ¡y esta pobre planta sentada en su maceta azul en el asiento trasero, como un príncipe del reino! Entonces no había ninguna de esas autopistas, y el viaje a Nueva York llevaba sus buenas seis horas. Estábamos en plena Depresión y parecía como si todos los habitantes del mundo tuvieran automóvil. Se cruzaba el Delaware en Burlington. Eso era antes de la guerra. No creo que cuando digo «la guerra» usted sepa a cuál me refiero. Probablemente cree que es la guerra de Corea.

—No, creo que es la segunda guerra mundial.

—¡Yo también! ¡Yo también! ¿La recuerda usted de veras?

—Sí, claro. Entonces ya era bastante mayor. Aplastaba latas, compraba sellos de guerra y me gradué en la escuela primaria.

—A nuestro hijo le mataron.

—Vaya, lo siento.

—No era un jovencito, tenía casi cuarenta años. Le hicieron oficial en el acto.

—Aun así…

—Lo sé. Uno supone que en la guerra sólo mueren los jóvenes.

—Es verdad.

—Fue una buena guerra, no como la anterior. Teníamos que ganarla y la ganamos. Todas las guerras son odiosas, pero ganar aquélla fue satisfactorio. —Vuelve a señalar con el bastón la planta de color rosa—. El día en que fuimos al muelle a recogerla no estaba en flor, claro, era a finales del verano, y me pareció una estupidez llevarla en el asiento trasero como un… —se da cuenta de que se está repitiendo, vacila un momento, pero continúa—: como un príncipe del reino. —Sus ojos de un azul casi transparente le miran severamente para ver si él sonríe por esa muestra de chochez. Al no ver nada, concluye con brusquedad—: Es el único.

—¿El único Bianchi?

—¡Sí! ¡Es cierto! No existe ningún otro en Estados Unidos. No hay otro buen rododendro rosado desde el Golden Gate hasta… donde sea, el puente de Brooklyn, supongo. Aquí, bajo sus ojos, está concentrado todo el rosa auténtico de la nación. Un floricultor de Lancaster cortó unas ramas, pero murieron. Probablemente las ahogó en cal, el muy estúpido. Era griego.

Le agarra del brazo y sigue caminando más pesada y rápidamente. El sol está alto y la anciana quizá siente la necesidad de volver a la casa. Las abejas zumban entre el follaje, los pájaros ocultos parecen reñirles. La marea de hojas ha adelantado a la de flores y los frescos muros de verdor exhalan un aroma que tiene un punto furtivo de amargor. Arces, hayas, robles, olmos y castaños de Indias componen un estrecho bosque de espesor variable que se extiende paralelo al límite de la propiedad. En la franja húmeda y umbría entre el césped y ese bosquecillo siguen creciendo los rododendros, pero los grupos sin resguardar en el centro del césped ya han perdido los pétalos, que se acumulan en hileras curiosamente pulcras en los bordes de los senderos de hierba.

—No me gusta, no me gusta —dice la señora Smith, renqueando al lado de Conejo por esa trinchera de marchita brillantez—. Aprecio la belleza pero preferiría ver la alfalfa. Una mujer…, no sé por qué ha de irritarme tanto…, Horace solía animar a los vecinos para que vinieran a ver su jardín en la época de la floración…, pues esa mujer, la señora Foster, que vivía colina abajo en una cabaña de aspecto brujeril con un gato metálico de adorno en los postigos de la ventana, decía invariablemente…, se volvía hacia mí con el rojo de labios corrido hasta la mitad de la nariz y decía —imita una voz demasiado dulce con una briosa inquina que estremece su cuerpo—: «¡Dios mío, señora Smith, así es como debe de ser el cielo!». Un año le dije, no pude morderme más la lengua y le dije: «Mire, si cada domingo he de recorrer diez kilómetros de ida y vuelta para asistir a la iglesia episcopal de Saint John y mi premio va a ser otra parcela de rododendros allá arriba, muy bien podría ahorrarme el viaje porque ahí no quiero ir». Claro que está muy mal que una vieja pecadora diga semejante cosa, ¿no cree?

—Pues no sé…

—Tratar así a esa pobre mujer que sólo quería ser cortés… Tenía poco seso, es cierto, y se pintaba como una joven alocada. Ya no es de este mundo, la pobrecilla. Alma Foster falleció hace dos o tres inviernos. Ahora ella sabe la verdad y yo no.

—Bueno, quizá lo que a ella le parecen rododendros a usted le parecerá alfalfa.

—¡Eso mismo, ja, ja, exactamente! Sabe usted, señor Angstrom, es un placer tan grande…

Interrumpe sus pasos y le acaricia el antebrazo bruscamente. A la luz del sol, el pequeño paisaje curtido de su rostro se alza hacia el de Conejo, y en su mirada, bajo los restos desmañados de coquetería y el vagabundo líquido, hay un destello inequívoco de sagacidad añeja, que hace sentir al inquieto Conejo una punzada de la ruda fuerza que apartaba al señor Smith de las estúpidas flores.

—Usted y yo pensamos del mismo modo, ¿no es cierto? ¿Verdad que tengo razón?

—Te ha salido la mar de bien, ¿eh? —le dice Ruth.

Es la tarde del Día de los Caídos y han ido a la piscina pública de Brewer Oeste. Al principio ella se mostraba reacia a ponerse el bañador, pero cuando salió del vestuario tenía un magnífico aspecto, la cabeza empequeñecida por el gorro de baño, los hombros imponentes. No menos excelente era su aspecto en el agua que le cortaba los muslos como una estatua. Nadaba ágilmente, moviendo con lentitud sus voluminosas piernas, alzando los brazos bien proporcionados, la espalda y el trasero de un negro reluciente bajo la agitada superficie verde. Una vez se detuvo y flotó, y su movimiento al sumergir el rostro, evocador de un ligero peligro, aceleró los latidos del corazón de Harry. El trasero flotaba por su propia fuerza ascensional, rompiendo la superficie, una isla negra redonda y brillante, una repentina imagen clara en el agua que oscilaba como la pantalla de un televisor averiado. La contemplación de su solidez le llenó de orgullo y gozó de la sensación de propiedad que recorría todo su ser como una fría corriente. Suya, era suya, la conocía tan bien como el agua, al igual que el agua había estado en todos los recovecos de su cuerpo. Cuando nadó de espaldas, el agua burbujeó, rompió contra su pecho y se derramó sobre sus senos, el arco de su cuerpo sumergido se puso tenso, cerró los ojos y avanzó a ciegas. Dos chiquillos que chapoteaban en el extremo somero de la piscina se apartaron al verla acercarse. Rozó a uno de ellos al mover un brazo hacia atrás, abrió los ojos y se acuclilló sonriente en el agua. Sus brazos macizos se movían para mantener el equilibrio en el nervioso oleaje de la piscina atestada. El olor del cloro flotaba en el aire. Limpia, limpia: Harry tuvo entonces una comprensión cabal de lo que es la limpieza, nada que te toque que no seas tú mismo. Ella en el agua, él en el césped y el aire. Su cabeza, meciéndose como una pelota hueca, le hizo una mueca. Harry no es un animal acuático, la humedad le produce escalofríos, y en cuanto se dio un chapuzón prefirió sentarse en el borde embaldosado de la piscina con los pies a ras del agua, imaginando que unas colegialas detrás de él admiraban el juego muscular de sus anchas espaldas. Hacía girar los hombros y notaba cómo las paletillas estiraban su piel bajo el sol. Ruth vadeó hasta el extremo, a través del agua tan poco profunda que el diseño a cuadros del suelo de la piscina se refractaba en su superficie. Subió la pequeña escala, desprendiendo agua en grandes racimos como de uvas de un verde pálido. Harry regresó a su lugar señalado en el césped por la toalla y se tendió, de modo que cuando ella llegó a su lado la vio en pie por encima de él, a horcajadas en el cielo, con los negros rizos de vello en lo alto, aplastados por el agua en los lados interiores de los muslos. Se quitó el gorro, agitó la cabellera y se agachó para coger la toalla. El agua de su espalda se deslizó por los hombros y cayó goteando al suelo. La contempló mientras ella se restregaba los brazos, notando el olor de la hierba que se alzaba a través de la toalla y la vibración del aire cristalino producido por el griterío de los bañistas. Ella se tendió a su lado, cerró los ojos y se entregó al sol. Su rostro, visto tan de cerca, estaba formado por grandes planos de piel cuyo color había eliminado la presión del sol, con excepción de un lustre amarillo que añadía un peso mineral a su tamaño, el peso de una piedra pura, sin venas, traída directamente desde la cantera al templo de sus sienes. Las palabras salían de esta Ruth monumental a la misma escala, como ruedas enormes que rodaran hasta los porches de los oídos de Conejo, como mudas monedas girando bajo la luz.

—Te ha salido la mar de bien.

—¿Qué quieres decir? —pregunta Conejo.

—Está claro. —Sus palabras parecen retrasarse ligeramente al pasar a través de los labios; él los ve moverse y luego oye—: Mira lo que has conseguido. Tienes a Eccles para jugar al golf con él todas las semanas y evitar que tu esposa intente perjudicarte. Tienes tus flores y a la señora Smith que está enamorada de ti. Y me tienes a mí.

—¿Crees en serio que la señora Smith está enamorada de mí?

—Todo lo que sé es lo que tú me has contado. Y me has dicho que lo está.

—No es posible que dijera eso. ¿Lo he dicho?

Ella no se molesta en responderle. La amodorrada satisfacción de Conejo magnifica el tamaño del rostro de Ruth. Unos toques de luz blancos como el yeso reposan sobre su piel bronceada.

—¿Lo he dicho? —repite, y le pellizca el brazo con fuerza.

No tenía intención de hacerlo con tanta brusquedad, pero algo le ha irritado al contacto con su piel, quizá la indolente manera en que ésta cede.

—¡Ay! Eres un hijo de perra.

Sin embargo, sigue tendida, prestando más atención al sol que a Conejo. Éste se incorpora sobre un codo y mira por encima del cuerpo inmóvil de Ruth las figuras más livianas de dos adolescentes que están de pie sorbiendo naranjada de unos envases cónicos de cartón. Una de ellas, con un bañador sin tirantes, alza la vista mientras aspira el líquido por la pajita y le mira; sus piernas delgadas están morenas como las de una negra. Los huesos de las caderas son dos picos descarnados a cada lado del vientre liso.

—Sí, todo el mundo te quiere —dice Ruth de improviso—. Lo que quisiera saber es por qué.

—Porque soy adorable —sugiere él.

—¿Por qué diablos tú? A eso me refiero. ¿Qué tienes tú de especial?

—Soy un místico, doy algo a los demás: yo les transmito fe.

Eccles le ha dicho eso cierta vez, riéndose, probablemente con sarcasmo. Nunca sabe a ciencia qué quiere decir Eccles, y ha de interpretarle como mejor le parezca. Eso del misticismo, que a él nunca se le había ocurrido, lo tomó en serio. No piensa demasiado en lo que da a los demás.

—A mí sólo me has dado un pellizco doloroso.

—¡Quién lo hubiera creído!

Es mezquinamente injusto que le eche eso en cara, después de haberse sentido tan orgulloso en la piscina, de quererla tanto.

—¿Qué diantres te hace creer que no has de poner nada de tu parte?

—¿De qué te quejas? Te mantengo, ¿no?

—Y un cuerno. Tengo mi trabajo.

Eso es cierto. Poco después de que él empezara a trabajar para la señora Smith, Ruth consiguió un empleo de taquimecanógrafa en una compañía de seguros que tiene una sucursal en Brewer. Él quiso que trabajara, inquieto por la manera en que Ruth pasaría las tardes cuando estuviera ausente. Ella le había asegurado que su actividad anterior nunca le gustó, pero no estaba muy convencido de ello, pues cuando se conocieron Ruth no parecía precisamente estar sufriendo.

—Deja ese empleo —le dice—. No me importa. Puedes pasarte el día entero leyendo novelas de misterio. Yo te mantendré.

—Tú me mantendrás… Ya que eres tan generoso, ¿por qué no mantienes a tu mujer?

—¿Por qué habría de hacerlo? Su padre está podrido de dinero.

—Estás tan satisfecho de ti mismo… Eso es lo que me fastidia. ¿No piensas nunca en que vas a tener que pagar el precio?

Ahora le mira a la cara, con los ojos enrojecidos por el baño. Los cubre con una mano a modo de visera. Ésos no son los ojos que él vio aquella noche junto a los parquímetros, unos discos lisos y pálidos como los que podría tener una muñeca. El azul de los iris se ha hecho más profundo, ahora tienen una tonalidad oscura que canta la verdad a sus instintos y le perturba.

Pensativa, con un escozor en los ojos, Ruth vuelve la cabeza para contener las lágrimas. Ésa es una de las señales, la facilidad con que llora. En el trabajo tiene que levantarse de la máquina de escribir, correr al lavabo como si tuviera diarrea y dar rienda suelta al llanto, allí de pie en una cabina, mirando la taza del inodoro, riéndose de sí misma y sollozando hasta que le duele el pecho. Y el sueño que le entra… Cuando vuelve de comer tiene que poner en juego toda su voluntad para no estirarse en el pasillo, sobre el suelo de linóleo, entre Lilly Orff y Rita Fiorvante, donde el viejo Honig de mirada babosa tendría que pasar por encima de ella. Y el hambre que pasa… Para almorzar, el bocadillo y una gaseosa con helado, luego un buñuelo con el café, y aún tiene necesidad de comprar una barra de caramelo en la caja registradora, después de que ha intentado adelgazar para él y había perdido casi cuatro kilos, según le indicó una báscula. En eso estribaba la esplendidez para él, en que ella cambiara por él en una dirección mientras que él, en su estupidez, la cambiaba exactamente en el sentido contrario. A pesar de su mansedumbre, él es una amenaza. Pero la mansedumbre no le falta, y ella no ha conocido jamás a ningún otro hombre que la tuviera. Por lo menos tiene la sensación de que existe para él, en vez de ser algo pegado en el interior de las sucias cabezas de otros hombres. ¡Cómo odiaba sus bocas húmedas y sus risitas! Pero cuando lo hizo con Harry, en cierto modo los perdonó a todos, le pareció que la culpa sólo era de ellos a medias, que eran una especie de muro contra el que ella se estrellaba una y otra vez porque sabía que allí había algo, y de súbito, con Harry, encontró ese algo y este hallazgo hizo que cuanto había ocurrido antes pareciera bastante irreal. Al fin y al cabo, ninguno la había perjudicado seriamente, no le habían dejado cicatrices ni nada por el estilo, y, cuando intenta recordarlo, a veces le parece que es algo sucedido a otra persona. Los demás hombres se desdibujan en su recuerdo, como si durante su relación con ellos hubiera mantenido los ojos cerrados; eran vagos, patéticos y ansiosos, anhelantes de algo que sus esposas no les daban, unas palabras cuartelarias, un gimoteo o ese trabajito con la boca. Eso. ¿Qué le encuentran a eso? No puede ser tan intenso, pero qué sabe ella. Al fin y al cabo no es peor que lo que ellos hacen con sus cántaros, y por qué una no ha de ser generosa, la primera vez fue con Harrison y de todos modos ella estaba borracha como una cuba, pero cuando despertó a la mañana siguiente notó un sabor, algo raro cuyo origen le intrigaba, claro que preguntarse tal cosa es propio de una chiquilla supersticiosa, porque era un sabor apenas perceptible, como a agua de mar, pero lo que cuesta hacer eso…, es más duro de lo que ellos probablemente piensan, las mujeres siempre han de hacer un trabajo más duro de lo que ellos piensan. Lo cierto es que querían ser admirados por eso, sí, lo querían de veras. No eran tan repulsivos, pero creían que sí lo eran. Eso es lo que le sorprendió cuando estudiaba en el instituto, lo avergonzados que parecían, lo agradecidos que se mostraban si les tocabas ahí y la rapidez con que corría el rumor de que una lo hacía. ¿Qué se creían? ¿Unos monstruos? Si se hubieran parado un momento a pensar, habrían sabido que una también sentía curiosidad, que podía gustarle esa peculiaridad que tienen ahí como a ellos les gusta la tuya, y que la suya no es peor que la de las mujeres, con todos esos pliegues rojizos, ¿y qué hay a fin de cuentas? Ningún misterio. Ése fue su gran descubrimiento, que no hay ningún misterio, sino sólo una embestida obsesiva que les hace, creerse reyes, y si tú lo acompañas puede ser más o menos bueno y, en cualquier caso, te alineas con ellos contra esos otros, esos mozuelos que corrían a tu alrededor jugando a hockey en el gimnasio, ella como una vaca con aquel uniforme azul, una especie de vestido infantil que se negó a llevar en los últimos cursos, lo cual le valió una nota de reprobación. Dios, cómo odiaba a algunas de las chicas cuyos padres eran contratistas de obras o farmacéuticos, pero ella se desquitaba por la noche, tomando como una reina lo que ellas ni siquiera sabían que existía. Entonces no había fantasías que valieran, ni tan sólo tenía que desvestirse, bastaba un ligero toqueteo a través de la ropa, las bocas sabían a la cebolla de las hamburguesas que acababan de tomar en el restaurante barato, y la vibración del calefactor del coche al enfriarse, el toqueteo de todas las partes a través de la ropa, y allá ibas. En esas condiciones ellos no debían de sentir gran cosa, era más que nada la idea que tenían de ti lo que les excitaba, todas sus ideas. A veces se limitaban a besarte a la francesa, aunque a ella nunca le gustó del todo, la lengua del otro en tu boca impidiéndote respirar, pero de repente, por la forma en que sus labios se endurecían, se abrían y luego se cerraban suavemente apartándose de ti, sabías que todo había terminado, que no les quedaba más energía para darte satisfacción y sería mejor que retrocedieras si no querías que te mojaran el vestido. Escribían su nombre en las paredes del lavabo, hicieron de ella el tema de una canción escolar. Allie le habló amablemente de esas cosas. Pero ella pasó algunos ratos agradables con Allie. Una vez, al salir de la escuela, con el sol todavía alto, fueron en coche por una carretera rural, subieron por un antiguo camino y se detuvieron en un lugar frondoso desde donde veían Mount Judge, el pueblo contra la montaña, ambos borrosos a lo lejos, y él puso la cabeza en su regazo, su suéter enrollado y el sujetador desabrochado, y actuó como un bebé hambriento, entonces sus cántaros (¿quién los llamó cántaros? No fue Allie) eran más firmes, más redondos y más sensibles, la boca húmeda del muchacho, tan feliz y cegado, y los pájaros emitiendo alegres sonidos en la fronda bajo el sol. Como era inevitable, Allie se fue de la lengua. Ella le perdonó, pero a partir de entonces fue más cauta. Empezó a salir con los mayores, un error tal vez, pero ¿por qué no? Esa misma pregunta, ¿por qué no?, seguía siendo válida ahora. Preguntarse si cometió un error la fatiga, se cansa de pensar, tendida y húmeda tras el baño, viendo una macha roja a través de los párpados cerrados, tratando de retroceder a través de todo ese rojo, preguntándose si estaba equivocada. Era cauta. Con los hombres jóvenes, el hecho de ser bonita liquidaba pronto el asunto, y los mayores no eran tan apresurados. Caramba, con ciertos cabrones una creería que no van a terminar nunca, como si su pequeña aportación fuese lo más extraordinario que el mundo verá jamás si está ahí para presenciarlo.

Éste, en cambio…, qué loco. Se pregunta qué tiene. Un miembro hermoso, suave, sin circuncidar, tendido de lado sobre su vellón, y luego, como la espada de un ángel, la potencia con que la penetra, pero debe de haber algo más que eso, y no es sólo que él sea tan juvenil, que le compre bongos y le diga cosas dulces y gratas, porque también tiene un curioso poder sobre ella. Cuando están juntos y en armonía, ella se siente casi nada a su lado, y eso debe de ser, sí, eso debe de ser lo que estaba buscando. Sentirse casi nada con un hombre. Aquella primera noche, cuando él, con algo parecido al orgullo, le dijo: «Eh», a ella no le importó demasiado abrirse de piernas, incluso lo deseó. Entonces los perdonó a todos, el rostro de Harry y todos los demás rostros se confundieron en su mente asustada, tuvo la sensación de que caía y experimentó algo que no creía merecer. Pero luego resulta que él no es tan distinto, primero se aferra a ti, tan deprimido y adorable, y en cuanto ha terminado te da la espalda y piensa en otra cosa. Los hombres no dependen de eso como debe de hacerlo una mujer. Ahora él lo hace cada vez más rápido, como si fuese un hábito, ahora se apresura cuando nota, o sabe porque ella se lo dice, que lo ha perdido. Entonces ella se queda inmóvil, atenta en cierto modo a los movimientos de su amante, que la relajan, pero luego no puede conciliar el sueño. Algunas noches él intenta satisfacerla, pero está tan soñolienta y se siente tan pesada que ahí abajo no sucede nada. A veces sólo desea apartarle de un empujón, sacudirle y gritar: «¡No puedo, estúpido! ¿No te das cuenta de que eres padre de familia?». Pero no, no debe decírselo. Hablar así sería poner las cartas boca arriba, pero su relación sólo puede ser temporal, será una época de su vida a la que pronto seguirá otra, quizá mañana mismo pasará en un instante de pertenecerle a ella a no tener nada. Entonces se sentirá muy confusa, pero no sabe lo feliz que eso realmente le haría a ella. Por lo menos, al engullir todas esas barritas de caramelo, está haciendo algo para poner fin a la situación. Dios, ni siquiera está segura de no desear ese fin, porque él sí que lo desea, está claro por su manera de actuar, al fin y al cabo su condenada esposa es una mujer decente. Ni siquiera está segura de no haber provocado a sabiendas la ruptura, cuando se quedó dormida en sus brazos sólo para poner en evidencia al cabrón presuntuoso, porque una cosa está clara, y es que a Harry no le importa que se levante cuando él está adormecido y vaya sigilosamente al frío cuarto de baño, siempre que él no se vea obligado a mirar ni hacer nada. Así es él, sólo vive para sí mismo y le importan un bledo las consecuencias de sus actos. Si le hablara de las barritas de caramelo y de que tiene sueño entre sus brazos, él probablemente se asustaría y la abandonaría, él y su mujercita decente, su Dios encantador y su no menos encantador clérigo con el que juega al golf todos los martes, ah, lo peor de ese tipo es que antes de conocerle Conejo por lo menos tenía la idea de que su comportamiento era malo, pero ahora se cree Jesucristo venido para salvar al mundo por el sencillo procedimiento de poner en práctica lo que le pase por la cabeza. Le gustaría coger por su cuenta al obispo o quienquiera que sea y decirle que ese clérigo suyo es una amenaza. Llena la cabeza del pobre Conejo de algo que nadie puede alcanzar e incluso ahora su voz suave y engreída responde a la pregunta que ella se hace con una presunción vana y distante que le enfurece, y las lágrimas acaban por asomarse a sus ojos.

—Te diré una cosa —le dice Conejo—. Cuando abandoné a Janice hice un descubrimiento interesante. —Sus lágrimas burbujean en el borde de los párpados y el sabor salado del agua de la piscina le llena la boca—. Si tienes el valor suficiente para ser tú mismo, otros pagarán el precio por ti.

Hacer visitas difíciles es algo que atormenta a Eccles, o por lo menos la previsión de tales visitas. En general, el sueño es peor que la realidad: a ésta la gobierna Dios. Las presencias reales de la gente son siempre soportables. La señora Springer es una mujer morena, llenita, de miembros cortos, con un aire de gitana. Tanto la madre como la hija tienen un aura siniestra, pero en la madre esta habilidad de crear desasosiego es un don arraigado, perfectamente engranado en las estrategias de la vida de clase media, mientras que en el caso de la hija se trata de algo flotante, inútil y tan peligroso para ella misma como para los demás. A Eccles le alivia que Janice esté ausente, pues en su presencia se siente más culpable. La esposa de Harry y la señora Fosnacht han ido a Brewer, a la primera sesión de Con faldas y a lo loco. Sus dos hijos están en el patio trasero. La señora Springer le acompaña a través de la casa hasta el porche desde donde puede vigilar a los niños. La casa es lujosa pero amueblada de un modo confuso. En cada habitación parece haber un sillón más de los necesarios. Para ir desde la entrada a la parte trasera siguen un camino serpenteante entre las habitaciones atestadas. La mujer se desplaza lentamente, tiene vendas elásticas en los tobillos. Sus pasos cortos y penosos refuerzan en Conejo la ilusión de que tiene las caderas escayoladas. Una vez en el porche, se agacha poco a poco hasta acomodarse en los cojines de la mecedora, y en el momento en que ésta recibe su peso, chirría y oscila, la señora Springer alza las piernas y sobresalta a Eccles. Ese gesto parece una expresión de placer; las pálidas y lisas pantorrillas sobresalen rígidas por el borde del asiento y sus zapatos de tacón plano se elevan un instante del suelo. Esos zapatos están agrietados y redondeados, como si los hubiera hecho girar durante años en un tonel húmedo. Él toma asiento en una silla de jardín, de plástico y aluminio con unas articulaciones muy poco fiables. A través de la tela metálica que protege el porche en ese lado, ve a Nelson Angstrom y al niño de los Fosnacht, algo mayor, que juegan bajo el sol alrededor del juego de sube y baja y el cajón de arena. Cierta vez Eccles compró uno de esos columpios y cuando llegó, por piezas en una larga caja de cartón, se sintió humillado al ver que era incapaz de montarlo. Al final Henry, el viejo y sordo sacristán, tuvo que hacerlo por él.

—Me alegro mucho de verle —dice la señora Springer—. Ha pasado tanto tiempo desde su última visita…

—Exactamente tres semanas —puntualiza él. La silla le presiona la espalda y apoya los tacones en el travesaño inferior para evitar que se pliegue—. He estado muy ocupado, con las clases para la confirmación, el Grupo Juvenil que ha decidido organizar un equipo de softball este año y una serie de defunciones en la parroquia.

Sus contactos anteriores con esta mujer no le han predispuesto a pedir disculpas. Que tenga un hogar tan grande ofende a su aristocrático sentido del rango. Esa mujer le sería más simpática, y sin duda ella estaría más cómoda, si estuvieran en el porche de una chabola.

—Le comprendo. No querría hacer su trabajo por nada del mundo.

—Lo cierto es que en general disfruto haciéndolo.

—Sí, eso dicen de usted. Dicen que se está convirtiendo en un experto jugador de golf.

Vaya por Dios. Y él creía que la señora se estaba ablandando… Por un instante ha imaginado que estaban en el porche de una casa destartalada y que ella era una esposa obrera, gorda y con mucho sufrimiento a sus espaldas, que ha aprendido a tomar con resignación las adversidades de la vida. Su aspecto no sugería otra cosa, y nada habría sido más natural que respondiera a esa imagen patética. Cuando Fred Springer se casó con ella probablemente parecía menos prometedor que Harry Angstrom cuando se casó con la hija de aquél. Intenta imaginar a Harry cuatro años atrás y lo que ve es muy presentable: alto, rubio, famoso en su época escolar, bastante inteligente… un hijo de la mañana. Su aire de confianza en sí mismo debió de atraer especialmente a Janice. David y su esposa Mikal. No os defraudéis mutuamente… Se rasca la cabeza y dice:

—Jugar al golf con alguien es un buen sistema para llegar a conocerle. Eso es lo que procuro hacer, ¿comprende? Conocer a la gente. No creo que sea posible conducir a alguien por la senda de Cristo si no se le conoce lo suficiente.