I. El rey celeste
Hace ya más de veinte años que realicé un viaje de placer por el interior de Yoshino, en la región de Yamato. Fue hacia 1912, a fines de la era Meiji o a comienzos de la era Taishoo, una época en que no se disponía de la facilidad de transportes que hay ahora. Tendré que coger el hilo de este relato explicando qué razón me movió a emprender un viaje por esos parajes montañosos que, siguiendo el uso actual, se denominan «Alpes de Yamato» o «Alpes japoneses».
Entre mis lectores habrá sin duda personas conocedoras de la tradición que, desde tiempos antiguos, concierne a dicha comarca: Los habitantes de la zona ribereña del río Totsu que comprende Kitayama y Kawakami hablan aun hoy día de un descendiente de la corte meridional a quien llaman «señor de la corte sur», o bien «rey celeste». Este «rey celeste», que se identifica como el príncipe Kitayama-no-miya, tataranieto del emperador Gokameyama, existió realmente, según reconocen los historiadores especializados en aquella época. Desde luego no es una mera leyenda. Por expresarlo con brevedad, en los libros de texto más corrientes de la escuela primaria y media se explica que en 1392, noveno año del período Genchuu para la corte meridional, y tercero del período Meitoku para la corte septentrional, gobernando el Shogun Yoshimatsu, se llevó a cabo la reconciliación y unión de los dos linajes; y la corte sur —la de Yoshino— vio extinguirse sus gloriosos días, iniciados desde el primer año del período Engen, cuando reinaba el emperador Godaigo, más de cincuenta años atrás.
Posteriormente, en 1443, tercer año del período Kakitsu, bien entrada la noche del día veintitrés del noveno mes, sucedió que un tal Jiroo Masahide Kusunoki, leal al príncipe Manjuuji-no-miya del linaje sur —por línea de Daikaku-ji— atacó por sorpresa el palacio imperial de Tsuchimikado, se apoderó de los tres tesoros reales, y se hizo fuerte con los suyos en la montaña de Hiei. Hostigado luego por una expedición de contraataque, el príncipe Manjuuji se quitó la vida.
Dos de los tres tesoros reales —la espada sagrada y el espejo— fueron recuperados entonces, y sólo la joya sagrada quedó en poder de la corte sur. De aquí que el clan de Kusunoki y el de Ochi, unidos, juraran fidelidad a los dos hijos del príncipe difunto y promovieran la formación de un ejército de leales. Éste se fue retirando de Ise a Kii, y de Kii a Yamato, y poco a poco a los parajes montañosos del interior de Yoshino, donde el ejército de la corte septentrional no pudiera darle alcance.
Al príncipe heredero lo veneraron como «rey celeste», y a su hermano le dieron el título de gran Shogun, pacificador de bárbaros; y a la era en curso la llamaron Tensei. Se cuenta que mantuvieron la posesión de la joya sagrada por más de sesenta años en aquel refugio natural de una garganta montañosa, donde el enemigo no pudiera fácilmente dar con ella.
Posteriormente, fueron engañados por unos oficiales supervivientes del clan Akamatsu; los dos príncipes fueron asesinados, y por fin el linaje de la corte sur —línea Daikaku-ji— llegó definitivamente a extinguirse.
Era el duodécimo mes de 1457, primer año de la era Chooroku. Si se hace un cómputo del tiempo transcurrido hasta esa fecha, desde el año inicial de la era Engen (1336) hasta el noveno de la era Genchuu (1392) van cincuenta y siete años; y desde entonces hasta el primer año de la era Chooroku (1457) van sesenta y cinco años: ciento veintidós años en conjunto, durante los cuales los descendientes de la corte sur vivieron desde luego en Yoshino, y se opusieron a la facción de la capital.
Los habitantes de Yoshino, que desde sus más remotos ancestros se consideran privilegiados por la protección de la corte meridional, como allegados a la misma por una tradición ininterrumpida, al referirse a la corte sur cuentan naturalmente su duración hasta este último «rey celeste», y suelen insistir con firmeza en que «no se trató sin más de un período superior al medio siglo, sino que sobrepasó con mucho el siglo». Es natural esa insistencia. También yo, que desde los tiempos de mi escuela primaria había gozado de la oportunidad de leer el Taiheiki, me encontraba grandemente interesado en la historia secreta de la corte sur, y desde muy joven acariciaba el proyecto de escribir una novela histórica centrada en la investigación de los rastros que dejara este «rey celeste».
A juzgar por una publicación que recoge las tradiciones orales de la campiña de Kawakami, los supervivientes leales de la corte meridional, temiendo un posible ataque por parte de la corte septentrional, se habían trasladado desde Shio-no-ha, al pie del actual monte Odaigahara, hasta el desfiladero llamado San-no-ko, en las profundidades montañosas tan poco transitadas que arrancan de la frontera de Ise hacia el valle Osugi. Allí edificaron un palacio real, y escondieron la joya sagrada en el interior de una cueva, según se cuenta.
Además, según relatan las crónicas de Kotsuki y de Akamatsu, treinta hombres que quedaron del clan Akamatsu, y habían logrado infiltrarse dolosamente en la corte sur bajo el mando de Hikotaro Majima, aprovecharon una intensa nevada el día dos del duodécimo mes de 1457 —primer año de la era Chooroku— para lanzarse en ataque sorpresa: una patrulla atacó el palacio del rey celeste sito en Okochi, y la otra asaltó el palacio del príncipe Shogun en Ko-no-tani.
El rey en persona, esgrimiendo su larga espada, logró defenderse por un tiempo, pero acabó cayendo a los pies de los rebeldes. Éstos le cortaron la cabeza y le arrebataron la sagrada joya, para salir huyendo. En su fuga se vieron acosados por la nieve, y no pudieron rebasar el paso de Obagamine antes de caer la tarde. Enterraron la cabeza del rey bajo la nieve, y decidieron pasar la noche entre las montañas. Pero a la mañana siguiente, oficiales de dieciocho poblados de Yoshino desencadenaron un ataque en persecución de aquéllos, y en medio de la encarnizada lucha, un surtidor de sangre brotó desde la cabeza del rey, sepultada en la nieve, y así sus perseguidores pudieron dar con ella y rescatarla.
Los sucesos hasta aquí narrados varían en sus detalles según los documentos al caso. Pero todos constan en Testimonio de expediciones cazadoras a la montaña del sur, Tradiciones de la región meridional, Crónica de la nube de cerezos en flor, Crónica del río Totsu, etc. Y constan especialmente en las crónicas de Kotsuki y de Akamatsu, redactadas tal vez por los mismos que entonces habían batallado, ya luego en sus años de vejez, o bien serían obras de sus inmediatos descendientes; por lo que no dejan lugar a dudas sobre su autenticidad.
Según refiere uno de estos libros, el rey contaba entonces diecisiete años cumplidos. Y la restauración de la casa de Akamatsu, que había caído durante la rebelión de Kakitsu, tuvo lugar entonces, como recompensa por haberse logrado dar muerte a los dos príncipes, y haberse restituido a la capital la sagrada joya.
Ciertamente, por toda el área que se extiende desde las montañas de Yoshino hasta Kumano, debido a la dificultad de las comunicaciones, se conservan no pocas leyendas antiguas, y tampoco escasean las familias dotadas de un ininterrumpido linaje secular. Así por ejemplo, se cuenta que la mansión de Hori en Anafu, antaño residencia temporal del emperador Godaigo, no sólo mantiene intacta parte de su edificación, sino que los descendientes del emperador viven allí hoy día. También es floreciente la descendencia de Hachiro Takehara, quien aparece en el episodio del Taiheiki titulado «El príncipe de la gran pagoda huye a Kumano» —el príncipe permaneció algún tiempo en aquella casa, y llegó a engendrar un infante en la hija de la familia—.
Hay también otro sitio de tradición aún más antigua: la aldea de Gokitsugu, en el corazón de la montaña de Odaigahara. Los pobladores del lugar se dicen ser descendientes de trasgos, hasta tal punto que los de otras aldeas no quieren bodas con la gente de allí, ni ellos mismos desean casarse con los de fuera de su lugar. Ellos se autodenominan descendientes de los trasgos que abrieran ruta ante la figura ascética de En-no-gyoja. Como todo es tan peculiar de esta tierra, hay muchas casas antiguas que se llaman «los descendientes», por pertenecer al linaje de samuráis rurales que prestaran sus servicios a la nobleza de la corte sur.
Aun hoy día, el cinco de febrero de cada año, en las cercanías de Kashiwagi, festejan al «señor de la corte sur»; y en el templo de Kongo en Ko-no-tani, sobre las ruinas del antiguo palacio del príncipe Shogun, celebran el solemne festival de adoración matutina, como bienvenida al año nuevo[1].
Precisamente ese día, a «los descendientes» de decenas de casas se les permite lucir los kimonos ceremoniales, con los dieciséis emblemas de crisantemos, y se les concede un sitio de honor junto al vicegobernador, el prefecto del distrito y otras autoridades.
Todo este variado material, al que yo tuve acceso, no podía menos que dar alas a mi proyecto —tan deseado de un tiempo a esta parte— de escribir una novela histórica. La corte sur, los cerezos en flor de Yoshino, los misteriosos confines de las montañas, aquel rey celeste en su espléndida juventud de los diecisiete años, Jiroo Masahide Kusunoki, la sagrada joya escondida en el seno de una cueva, la cabeza cortada del rey provocando un surtidor de sangre en medio de la nieve… Sólo con esta enumeración se hace evidente que no podría concebirse un material más adecuado.
Es obvio que también la ubicación resulta magnífica: un escenario de regatos de montaña, precipicios, palacios, cabañas techadas de paja, cerezos primaverales, hojas de arce doradas por el otoño… Elementos todos que pueden revivir si se les sabe dar un tratamiento variado. Con todo, no son fantasías sin fundamento. Y como el autor dispone, por supuesto, de la historia oficial, y también de crónicas y documentos fidedignos, él solamente tendrá que ordenar los hechos históricos que le son dados en una secuencia conveniente, para lograr componer una interesante lectura. Si añade a ello unos toques ornamentales, y acierta a combinar adecuadamente leyendas y tradiciones valiéndose de los pormenores locales apropiados —la descendencia de los trasgos, los ascetas de las cumbres, las peregrinaciones a Kumano, etc.—…, y aun encuentra una hermosa protagonista como pareja del rey —podría servir una princesita descendiente de la gran pagoda—, tal creación vería aún más realzado su interés.
Ciertamente se cuenta que entre las obras de Bakin se halla una inacabada con el título de La Leyenda del Caballero, y aunque yo no la he leído, se centra al parecer en el personaje ficticio de la princesa Koma, del clan Kusunoki. No parece pues que guarde relación alguna con los recuerdos conservados del rey celeste.
Aparte de esto, se dice que hay una o dos obras literarias del período Tokugawa que tratan del monarca de Yoshino; pero aun así no queda nada claro hasta qué punto se ajustan a los hechos históricos. En resumidas cuentas, adondequiera que he dirigido mis pasos en este mundo, nunca me he topado con libro alguno de relatos, o con farsas tipo Jôruri, o con obras de teatro que traten el tema en los estilos convencionales. De ahí partió mi interés de dar forma por mí mismo a los elementos acopiados, antes que otro metiera mano en tal faena.
Pero en este punto se me brindó una feliz ocasión, gracias a un suceso imprevisto, para enterarme a fondo de la geografía y costumbres de aquella región montañosa. Me vino a través de un joven llamado Tsumura, amigo y compañero mío de los últimos años de Instituto, el cual, aunque era natural de Osaka, tenía familiares residentes en Kuzu, de Yoshino. Y gracias a Tsumura disfruté de la oportunidad de informarme sobre el terreno.
El nombre de lugar que se pronuncia Kuzu corresponde a dos sitios de la comarca ribereña del río Yoshino. El que está río abajo debe su nombre al ideograma o carácter escrito que representa Arruruz (raíz de flecha), una planta enredadera de fuertes fibras. El lugar que está río arriba se llama también así por los ideogramas referentes a «nido del país», que igualmente se leen Kuzu. Este segundo sitio es famoso por un recitado de teatro Nô relativo al emperador Tenmu. Allí es donde vivían los parientes de Tsumura.
Sin embargo, ninguno de los dos Kuzu es de los famosos centros de producción de la fécula llamada Kuzuko o «polvo de arruruz», tan célebre en Yoshino. No conozco detalles sobre el pueblo de río abajo, pero en el de río arriba la gran mayoría de sus lugareños vive de fabricar papel. Lo hacen siguiendo un sistema primitivo, extraño para los tiempos que corren, consistente en blanquear las fibras de morera de papel en las aguas del río Yoshino; y a partir de ese material fabrican a mano el papel. En esta aldea, además, es sumamente frecuente el apellido —raro en otras partes— de Kombu. Los parientes de Tsumura también tienen este apellido, y —¿cómo no?— trabajan en la fabricación del papel, siendo la familia que más ampliamente lo produce en todo el pueblo.
Por lo que cuenta Tsumura, los Kombu son una familia muy antigua, y deben de estar emparentados con aquella casta guerrera superviviente de la corte sur.
Yo tuve ocasión de conocer por vez primera la lectura correcta de los ideogramas con que se escribe «Shio-no-ha» por ejemplo, o bien «San-no-ko», al aprenderla de dicha familia. También, gracias a la información recibida de los Kombu, supe que desde el Kuzu de río arriba hasta Shio-no-ha, pasando por el escarpado desfiladero de Gosha, había cerca de veinticinco kilómetros; y desde Shio-no-ha hasta la embocadura de la garganta de San-no-ko había casi ocho kilómetros; y para llegar al punto más interior, donde se dice que antaño viviera el rey celeste, había sin duda más de quince kilómetros. Estos datos por supuesto los conocían ellos también de oídas, pues pocos eran los que se aventuraban a subir desde las inmediaciones de Kuzu (el de río arriba), por ejemplo, hacia las regiones aún más altas, de donde arrancaba el río.
Sólo por lo que oían decir a los almadieros que venían a merced de la corriente, sabían ellos de un villorrio de leñadores y carboneros consistente en cinco o seis casas, que estaba enclavado valle adentro en una depresión del terreno denominada «llano de Hachiman»; y también habían oído que unos cinco kilómetros y medio más allá, al fondo de la llamada «llanura escondida», existían las ruinas del palacio real —como se le decía—, e incluso la cueva que sirvió de templo protector a la sagrada joya.
Pero a lo largo de más de quince kilómetros a partir de la embocadura de la garganta, no había traza alguna de un posible camino, sino más bien una espantosa cadena de barrancos; y ni siquiera los ascetas de Yamabushi recluidos en el monte Omine disponían de fácil acceso hasta aquel lugar. Los pobladores de la zona de Kashiwagi solían ir a tomar baños termales a las fuentes que bullen junto al río Shio-no-ha, pero se volvían de allí sin intentar subir más.
Si se explora la garganta en sus profundidades, aparecerán innumerables fuentes termales brotando de los arroyos, e incontables cascadas sonorosas que siguen a la de Myojin. Pero es de creer que los únicos que gozan de tan espléndido paisaje son los montañeses o los carboneros.
Este relato de los almadieros proporcionó mucha más riqueza a mi mundo novelístico. A los elementos ya felizmente acopiados por mí venía a sumarse la guinda del pastel, a saber: esas fuentes termales que manaban bullentes desde los regatos de montaña. Con todo, yo, que desde mi lejanía geográfica había investigado ya todo lo investigable, por nada del mundo me habría lanzado a patear aquella región montañosa si Tsumura no hubiera entonces tirado de mí. Una vez reunido el material que yo tenía, aun sin inspeccionar el terreno, podía arreglármelas echándole imaginación al asunto. Es más, esta situación tenía sus ventajas. Pero me llegó la invitación de Tsumura —creo que a fines de octubre o a principios de noviembre— formulada así: «La ocasión no puede ser mejor para que te llegues por aquí, ¿no te parece?».
Él tenía necesidad de ver a sus familiares de Kuzu (de río arriba), por eso aunque no nos fuese posible ir hasta San-no-ko —me insistía— sí podríamos caminar por los alrededores de Kuzu, lo cual a mí me iba a resultar indiscutiblemente útil para conocer de una vez por todas la topografía y las costumbres locales. Y no se reduce todo a la historia de la corte sur —añadía él—. La tierra es la tierra, y yendo de uno en otro tema se puede allegar un material variadísimo, que dé luego para escribir holgadamente dos o tres novelas. Como de todas maneras no se va a perder nada, ¿por qué no sacar ahora el máximo partido de mi conciencia profesional? Precisamente la estación nos acompaña con un clima favorable y nos invita al viaje. Se habla mucho de los cerezos primaverales de Yoshino, pero el otoño tampoco está tan mal, ¿verdad?
En tales términos me animaba Tsumura.
Toda esta explicación introductoria ha pecado de prolija, pero fueron unas circunstancias de este estilo las que de repente me impulsaron a partir. Tengo por seguro que mi «conciencia profesional», como decía Tsumura, también me ayudó a decidirme; pero, hablando con franqueza, debo reconocer que la perspectiva de un despreocupado viaje de placer fue el peso que inclinó definitivamente la balanza.