Capítulo VIII
De cómo una gallina vieja puede hacer un mal guisado
DE INTENTO desistimos de pintar con pormenores la tumultuosa escena que tuvo lugar en la casa de doña Lola, cuando las visitas se hubieron retirado.
Aquello a que doña Lola llamaba comerse el gallo, había sido por parte de la madre de Concha la reprensión más severa, más cruel y más impertinente que pueda darse.
Doña Lola fue un energúmeno, una furia, en el colmo de la indignación y de la cólera.
Nosotros, en vez de copiar textualmente las palabras de esta escena, vamos a entrar en cierto género de consideraciones.
Hay cierta edad en la que el ser moral, movido por las impresiones que lo rodean, se erige, por decirlo así, en sí mismo, se caracteriza, modificándose y tomando su manera de ser.
En esa edad, la razón viene, por lo general, a dar la sanción y la conformidad a las tendencias que se formaron bajo ciertas impresiones.
El muchacho indócil y terrible que llegó a esa edad, acostumbrado ya a una libertad absoluta de acción, al entrar su razón en ejercicio, ésta lo induce con una parcialidad muy comprensible a sancionar sus actos reprobados.
El «por qué» de los hombres ha sido antes el «porque sí» de los niños.
No hay nada más fusible, ni que se preste más a la modificación, que el ser moral del niño.
El primer amor del niño es el amor de sí mismo.
Es la época en que las madres exclaman, como si lo hubieran comprendido todo:
—¡Imprudente!
Es la época en que los niños hacen llorar a las madres.
Es la primera vez en que el niño comprende que se pertenece, sintiendo el primer destello de la individualidad.
Esta edad es un escalón de la vida, en el que se refleja la infancia con todos sus incidentes y circunstancias.
El niño, amedrentado por las nodrizas con cuentos que le han conmovido, encuentra la razón de ser cobarde.
El consentido encuentra la razón de ser impertinente.
El que ha sentido una presión dominadora, encuentra la razón de ser humilde y sufrido.
La razón, que es siempre una consecuencia, parte de las premisas, y estas premisas, formadas desde la cuna hasta la pubertad, imprimen al hombre, por lo general, su posterior carácter.
La educación del niño será una lucha más o menos difícil y penosa, a medida que esté en más o menos contraposición de las primeras impresiones.
Viene la juventud, y si ésta no se apoya en las bases de una moral sólida, el hombre viene a ser solidario de las tendencias solapadas de la niñez y del descuido de la juventud; y el hombre entonces tiene que modificarse por medio de un esfuerzo supremo, o soporta las consecuencias en grande escala de todos los pequeños descuidos de la infancia.
Cuando la educación tiene necesidad de empezar por corregir, en vez de ceñirse a guiar, hace lo que el jardinero que comienza a cultivar una planta silvestre viciada en su primera edad.
Todo esto nos induce a prescribir la educación desde la cuna, para que la de la segunda edad tenga una base y la de la juventud un resultado seguro.
He aquí por qué censuramos a las madres que, guiadas por una ternura irracional e injustificable, son, no la guía, no el jardinero que cultiva la plantita tierna, favoreciendo su desarrollo, sino la esclava de irracionales caprichos, puesta a merced de tiranuelos en pañales, de déspotas en larva.
Y no se diga que nos desentendemos de esa ternura sublime del amor maternal, ni se nos tache de ser incompatibles para comprender ese sentimiento purísimo que engendra la abnegación más heroica y es origen de los más espontáneos sacrificios, no; pero queremos que la razón, que es luz y fuerza, que es poder y derecho, sea el móvil de la educación y la norma del cariño.
Reproducirse; ver nacer un niño débil, tierno, desvalido, inútil para sí mismo, cuyo ser moral es todavía una promesa, cuyo espíritu es una penumbra, cuya existencia es casi un milagro, cuya cuna es casi un sepulcro; escuchar su primer vagido, aspirar su primer aliento, recoger su primera mirada sin luz, su primera sonrisa incoherente; detener con ambas manos las mil contrariedades, las mil asechanzas de ese fantasma enemigo de las madres, que diezma niños, y sorprender, con esa atención peculiar del que vela por otro, el primer destello de inteligencia, crepúsculo de un sol que puede mañana iluminar el mundo; sentir la palpitación de un corazoncito capaz más tarde de abrigar odios y pasiones, vicios y virtudes; tocar una frente donde podrá residir un pensamiento inmortal; ver todo esto, esperar todo esto, y durante cuatro años desentenderse del espíritu y criar un niño como se cría un pájaro, es desperdiciar los primeros materiales, es dejar enfriar la cera sin imprimir el sello, para grabar después con más trabajo, es podar lo que no debió haber nacido.
El animal emplea escrupulosamente todos los recursos de la prerrogativa de su instinto; se consagra a la cría con un afán indiscutible, con una asiduidad perfecta, irreprochable.
Pero por una anomalía, que es la primera de las calamidades humanas, el ser racional discute la inmutable ley natural, la modifica y la tuerce, y lo que es más, se desentiende, ciego por un cariño que tiene más de instinto que de razón, del tesoro sagrado de la inteligencia naciente.
¡Benditas sean las madres cuyo amor es iluminado por la razón, y que, comprendiendo que en el hijo, fruto precioso, hay en depósito y en germen un ser moral modificable, lo estudian porque piensan, lo guían porque saben, y lo aman porque sienten!
¡Madres, besad a vuestros hijos en la frente! ¡Proteged el desarrollo de la razón con vuestra inteligencia desde el primer destello, como protegéis el desarrollo del cuerpo con vuestros pechos desde el primer vagido, y tendréis buenos hijos!
*
Esto que acabamos de escribir era, había sido y seguirá siendo para doña Lola lo que en el mundo se llama «música celestial».
Doña Lola tuvo la incuria por cuna, y una madre que en materia de educación exclamaba:
—¡Yo soy como Dios me ha hecho!
Lo mismo decía doña Lola; de manera que cuando estuvo en aptitud para pensar, no sabía qué pensar; dejó que Concha fuera también como Dios la había hecho, y hoy se encontraba frente a una hechura que la sorprendía, frente a un ser moral débil y puesto a merced de sus pasiones incorregibles, frente a una planta que había crecido ya con las lesiones del embrión descuidado.
Doña Lola vio a su hija bonita.
Esto no servía más que para aumentar su celo, y el celo, que es siempre una pasión mezquina, es en la persona inculta el furor y el odio.
Doña Lola veía a su hija bien vestida y elegante, y sentía el despecho de la emancipación espontánea.
Doña Lola vio a su hija enamorada, y sintió algo parecido al reproche: sintió la desazón de lo irremediable.
Este conjunto de disgustos era la cosecha que la madre recogía, y algo muy severo le reprendía en el fondo de su conciencia hasta atormentarla.
Este tormento, inexplicable para doña Lola, inarticulado y profundo, estalló brutalmente, y doña Lola, perdiendo el equilibrio y la moderación, prorrumpió en improperios, en denuestos y en insultos.
Nótese que las madres que quieren recobrar una autoridad perdida y desprestigiada por culpa propia, son las más cruelmente intolerantes e injustas.
El inestimable título de madre no lo es solamente por razón de serlo: ese título se consagra por medio de ese incontable número de sacrificios y de ese estudio prolijo, concienzudo y delicado del depósito moral confiado por Dios a la criatura racional para que un día dé cuenta de su desarrollo.
Sin esta base, un día se encuentra la madre delante de su hija, exclamando:
—¡Te desconozco!
Y las más veces sucede que la madre es la que no se ha conocido nunca a sí misma.
A medida que hay menos cultura y educación en las madres, hay mayor número de esos actos que podríamos llamar abusos de autoridad.
Ya se irá comprendiendo la ira de doña Lola.
En aquella ira había varios ingredientes.
El primero, el reproche de la conciencia de doña Lola, reproche que ella procuraba ocultarse a sí misma, sustituyendo la cólera y la palabrería a la razón; había, además, injusticia, había ignorancia, había insensatez.
Concha, por su parte, al encontrarse delante de un ser que la repudiaba, que la maldecía, que rechazaba el razonamiento y la disculpa, sintió que el vínculo sagrado del amor filial se ahogaba en una atmósfera de rencor y de encono.
Medía cara a cara la tremenda injusticia con que se la vituperaba, y la ternura era impotente contra la cólera: la razón impotente contra la ceguedad.
Las primeras palabras que Concha pronunció en su defensa, fueron cortadas por el dolor de una bofetada.
Concha miró un universo de chispas rojas.
Luego se sintió asida por los cabellos y arrojada en tierra.
Doña Lola, hecha una furia, había arremetido contra Concha, que yacía a sus pies empapada en lágrimas y en amargura.
Don José de la Luz apareció en la puerta, al ruido de la bofetada.
La criada Soledad había estado espiando por las rendijas de la ventana las escenas que acababan de pasar, y al ver a Concha caída, arrojó un grito, quiso tocar, pensó en pedir socorro y en armar un escándalo; pero pensó también en Arturo, y bajó la escalera, descolgó la llave de un clavo que había en la puerta de la casera y salió a la calle.
Doña Lola fue presa de un ataque de bilis, acompañando cada uno de sus dolores con feroces denuestos que la pluma se resiste a escribir.
Don José de la Luz, entretanto, entró como por asalto al terreno vedado.
Las situaciones de término medio buscan una explosión.
Don José tenía algo de alegre en aquellos momentos. Se habían reunido tantos motivos de excitación; aquel día había sido tan fecundo en episodios, que el desenlace le parecía propicio al bueno del compadre.
Tuvo ocasión de mimar a doña Lola enferma.
Hubo una oportunidad para consolarla, lo cual es, por otra parte, una misión honesta y buena.
Don José estuvo expansivo, casi tierno al ver sufrir a doña Lola.
Concha había permanecido anonadada; pero al fin se levantó y miró en torno suyo, dio algunos pasos y clavó en seguida la vista en el geranio que se había desprendido de sus cabellos.
Sentía un ardor horrible en la mejilla, pero no quería tocársela; le parecía que en aquel lugar estaba manifiesta y abierta la herida que estaba lacerando su alma.
Miró la flor, y su imaginación recorrió su pasado con una rapidez calenturienta; pensó en su padre, que tal vez no volvería; en sus amigas, que tal vez no la ampararían, y pensó en Arturo, estremeciéndose…
—¡Sola! —murmuró, cuando un ardor febril había evaporado sus lágrimas.
Los tiernos vínculos de la familia se le aparecían rotos por una mano cruel, o representados por un dolor físico, por el dolor de su tierna mejilla, que se comunicaba como una corriente de fuego hasta su corazón.
Concha medía de un golpe la tremenda injusticia con que se la había tratado; resonaban en sus oídos, como las vibraciones de una campana siniestra, las horribles palabras con que doña Lola había procurado herirla y humillarla, y sentía acrecer por momentos su desolación y su infortunio. ¿Qué hacer? ¿Adónde volvería sus ojos? Estaba rodeada en aquella casa de personas que la querían mal desde que ella había procurado salir de su esfera humilde; había vecinas que ya la habían vituperado.
—Decididamente, estoy sola en el mundo. ¿Por qué he perdido el cariño de mi madre? ¿Por qué desde que mi padre está ausente no he vuelto a recibir ninguna caricia? ¿Qué falta he cometido, Dios mío? —decía Concha juntando las manos y buscando una luz en su tribulación.
—Arturo… —pensaba— Arturo dice que me ama; pero tengo miedo a ese amor. ¿Será acaso la infamia y el crimen lo que me ofrece? Pero a pesar de todo, le amo; yo sí que le amo de veras. Arturo no se casará conmigo, no; yo no debo ver a Arturo, y menos ahora, porque…
Y Concha se estremecía, contemplando un negro abismo a sus pies.
—¡Dios mío, Dios mío! Dame fuerzas, ilumina mi razón. ¿Qué haré? ¿Qué debo hacer? Yo no quiero ser mala, el crimen me horroriza, me da vergüenza pensar en ser infame.
Concha ocultó su rostro entre las manos. Un débil quejido de doña Lola la sacó de su profunda meditación.
—¡Mi madre sufre también!… De todos modos, es mi madre… aunque haya proferido maldiciones, aunque me haya dicho… que salga de aquí… Tal vez se haya arrepentido.
Dio un paso hacia la pieza en donde estaban doña Lola y don José de la Luz, de quien ya Concha no se acordaba.
—Sí —continuó— se habrá arrepentido. ¿Iré? Sí, la pediré perdón, me hincaré para suplicarle que me castigue; pero que me quiera y no me vuelva a maldecir… ¡Ay! la maldición de una madre… ¡Qué horrible es escuchar esas palabras!… pero ¿será posible? No, no ¡si me ha querido tanto!…
Y al llegar aquí, parecía que Concha no tenía toda la evidencia de lo que acababa de decir, y continuó:
—Algunas veces… sí… algunas veces me ha querido mucho. Voy a pedirla que me perdone. Sí, esto es lo que debo hacer.
Concha se precipitó a la puerta y la abrió; iba a dar un paso hacia adelante cuando su semblante se descompuso, como si hubiera visto a la muerte; vagó en sus labios una sonrisa como la expresión de la amargura suprema. Se restregó los ojos, como creyendo no ser cierto lo que veía…
—¿Quién es ese hombre? —dijo, como entrando en el delirio—. Ese hombre que está a sus pies…
—¡Ah!… con razón ya no me ama mi madre.
Sintió un nudo en la garganta, porque la ahogaban sus lágrimas, y parecía próxima a asfixiarse en aquella atmósfera; un grito iba a escaparse de su boca, pero le faltó el aire; sentía morirse… Volvió el rostro para no ver más el cuadro que tenía delante y atravesó vacilante las piezas de la casa, salió al corredor, y al sentir el aire frío, se escapó por fin de su pecho, ya no un grito ni un suspiro, sino un gemido sordo y estertoroso.
Giró el mundo alrededor de su cabeza; buscó en vano un apoyo, y cayó como un cadáver.