Capítulo VIII

La ensalada se sazona con pimienta y sal y se revuelve

TENÍAIS muchísima razón, Monsieur Honorato de Balzac, hombre privilegiado, profundo filósofo, gran conocedor de la sociedad, vos que con vuestro escalpelo literario disecasteis el corazón humano; vos que con vuestro talento superior supisteis introduciros en el mundo espiritual, y revelar al mundo pensador los tenebrosos y complicados misterios del alma; teníais razón en pararos a meditar mudo y absorto, y de abismaros en la contemplación de este dédalo de misterios que se llama corazón humano. Prestadme algo de vuestra sublime inspiración, un ápice de vuestro ingenio, una sola de vuestras penetrantes miradas, para contemplar a mi vez a mis personajes, pobres creaciones engendradas en la noche de mis elucubraciones y de mis recuerdos.

Yo también suspiro por el mejoramiento moral, yo también deseo la perfectibilidad y el progreso humano; y escritor pigmeo, lucho por presentar al mundo mis tipos, a quienes encomiendo mi grano de arena con que concurro a la grande obra de la regeneración universal.

De tan alta consideración son las razones que me han obligado a escribir mi Ensalada de pollos.

Los pollos son la generación que nos sucede, la semilla que ha de fructificar mañana, y la que atestiguará ante la posteridad que los barbados de hoy no pasábamos de gallos tolerantes y olvidadizos para con la preciada prole, esperanza nuestra.

Nuestros pollos están emplumando a toda prisa, su canto es ronco con uno que otro falsete exprimido y chillón, y caminan sin detenerse en esa senda oscura, objeto de nuestras graves reflexiones.

Blanco, Prieto y Pardo están sueltos, están en libertad: sucedió lo que nos pensábamos, lo que pensaban los amigos del homicida.

Vamos a entrar en el relato de hechos de un orden superior, en pos de los pollos de esta ensalada. Al grano, porque el grano es necesario para los pollos.

Pío Blanco, Pío Prieto, Pepe y Pedrito, cuya pista habíamos perdido, están juntos.

Ocupan un simón ¡terrible síntoma! Este simón atraviesa a eso de las ocho de la mañana la plazuela de San Pablo.

Los pollos están vestidos de domingo, pero con traje de campo. Dentro del simón va una caja de vino, otra de puros y algunas latas de pescados en aceite.

Toman la dirección de la calzada de la Viga y llegan a la orilla del canal, que por ser la orilla y embarcarse allí los paseantes, se llama el embarcadero.

Arrástranse perezosamente en el fango más de veinte canoas planas, cada una de las cuales tiene en su proa un marinero de agua dulce, de raza indígena pura, y que de náutica y océanos saben tanto como de latín: aquellos pilotos medio desnudos, ofrecen en tumultuosa algarabía sus embarcaciones al aproximarse el coche que conduce a los pollos. Éstos volaron, más bien que saltaron, de la caja del coche al suelo.

El pollo suele omitir los escalones, los estribos, los pasamanos, los barrotes de las sillas y otras comodidades, porque su genio inquieto le da algo de aéreo; son ágiles y la mayor parte de ellos gimnastas.

Había dos especies de embarcaciones: unas, las que conoció Guatimotzin, sin la más ligera reforma, quiere decir, con toldos de carrizo y petates y sin asiento; y otras, con toldo de madera forrado de hoja de lata y con asientos.

Los pollos eligieron una de estas últimas llamada La capitana; porque a aquellas canoas puede faltarles quilla, timón y hasta asientos, pero no les falta el nombre grabado en uno de sus costados.

El patrón de La capitana comenzó a aderezar su embarcación con toda la gravedad de un buen servidor que se propone recibir a sus amos dignamente. De un pequeño cajón sacó unas sucias cortinas de brin que colgó a los lados del toldo, y vistió los asientos de las bancas con unos guardapolvos de indiana; extendió un petate y en seguida enarboló la bandera nacional, de media vara cuadrada, sobre el toldo de la canoa.

La capitana estaba empavesada.

Los pollos se precipitaron al interior empujándose y echándose agua unos a otros.

Al fin, cansados, quedaron en paz por un momento; pero bien pronto el ruido de un coche los hizo salir de la canoa y saltar a tierra.

—Ellas son —dijo Pío Blanco.

Efectivamente venían en un coche cuatro amigas de los pollos. Éstos se apresuraron a recibirlas.

—Buenos días, Concha —dijo Pío Blanco a una de las recién venidas— ¡qué guapa vienes!

—¡Hola, Lupe! Que bien te está esa red de estrellitas: pareces un cielo de Nacimiento —dijo Pedrito a otra las convidadas.

Éstas bajaron ostentando toda la exhuberancia de sus abultadísimas faldas de muselina de chillantes colores, y comenzaron a colocar en la canoa canastos y bultos, que contenían las provisiones de un almuerzo.

A pocos momentos partió el coche hacia la ciudad, el barquero desatracaba su embarcación, y bien pronto las cuatro parejas hendían tranquilamente las aguas del canal que conduce a Santa Anita y a Ixtacalco.

—Concha, tú eres el bello ideal de mis ensueños —decía Pío Blanco ofreciendo un vaso de coñac que alternativamente pasaba de mano en mano—. Bebe, Concha, y bebamos todos para olvidar las pasadas desventuras.

—Yo concibo en ti —dijo después de una pausa— a la mujer perfecta, a la mujer en la plenitud de su libre albedrío. ¡Bendita seas!

—Explícame eso —dijo Concha.

—Es muy sencillo: odio las trabas, aborrezco la ley, detesto la prohibición, no reconozco en ningún hombre el derecho de coacción, soy libre por excelencia.

—Eso es porque tienes sangre de pájaro —dijo Pío Prieto.

—Tal vez, y como creo en la transmigración, siento en mí que he sido faisán.

—¿A quién le ocurrió eso de la transmigración? —preguntó Pedrito.

—A un tal Pitágoras —dijo Pío Blanco.

—Era hombre de talento —exclamó Pedrito.

—Lupe ha de haber sido paloma —dijo Pío Prieto.

—¿Y yo? —preguntó Andrea dirigiéndose a Pío Blanco.

—Tú, Andrea, tú eras una alondra.

—¿Qué animal es ese?

—La golondrina —gritó Pepe.

—Propongo un brindis por la libertad del preso —dijo Pepe.

—Sí, sí por Pío Blanco —repitieron Pío Prieto y Pedrito.

—Por los valientes —dijo Pepe.

Y bebieron todos alternativamente hasta consumir el vaso de coñac.

Pío Blanco era entre los pollos el que gozaba de más reputación y aun le veían con cierta consideración, reconociendo la superioridad de su ingenio y de su fuerza.

Pío Blanco hacía magníficas planchas en el trapecio, jugaba a 7 y 9 en los bolos, les daba una bola en el billar a los otros pollos, bebía más, fumaba puro, tenía más poblado el bigote, tenía varias novias, hacía versos y había matado a Arturo; razones todas par las cuales Pío Blanco llevaba la voz, y sus decisiones eran admitidas casi como una orden, sin apelación.

Concha era la más bonita de las cuatro damas de aquel festín y su amistad con Pío Blanco era más antigua.

La canoa acababa de atracar en Santa Anita y le salieron al encuentro varias indias vendedoras de flores y de lechugas. Pepe tomó cuatro coronas de rosas y las ofreció a las señoras, quienes sin ceremonia coronaron sus sienes al ruido de las aclamaciones y los aplausos de los pollos.

Después de una corta espera, la canoa siguió bogando a lo largo del canal con dirección a Ixtacalco.

Este pueblo, que es uno de los paseos favoritos de los habitantes de la capital y objeto de expresas visitas para los forasteros, conserva inalterable su aspecto desde tiempo inmemorial. La poderosa mano de la civilización lo respeta como un monumento raro, y no parece sino que está destinado este pueblo a esperar a orilla del canal a las generaciones venideras, a que vengan a contemplarlo como prenda arqueológica. Este pueblecito indígena por excelencia, atestigua la imperturbabilidad de sus aborígenes y su muda protesta contra la civilización europea.

No pasa día por Ixtacalco. Se parece a esas personas a quienes deja uno de ver diez años, al cabo de los cuales sorprende no encontrarles ni una cana más ni un diente menos.

Ixtacalco es refractario al progreso. Hasta sus árboles parecen estacionarios: son casi todos sauces, de la misma familia, escuálidos y en forma de escobas: parecen una serie de admiraciones colocadas a los lados de las chozas que vieron nuestros antepasados.

Pero Ixtacalco es solicitado también, desde tiempo inmemorial, por los amantes: es el lugar de las citas amorosas y en el que se ha celebrado el cumpleaños de las nueve décimas partes de los habitantes de México.

No sabemos qué tiene de atractiva aquella soledad y aquel silencio que distinguen a Ixtacalco; no parece sino que las legumbres y las amapolas gustan de la soledad como los poetas. Aquel es el reino de las lechugas, el emporio de los rábanos y las coles.

Sus jardines son a los de la ciudad lo que los almacenes a las tiendas al menudeo. Aquellos jardines singulares han considerado las flores como artículos de comercio, y huyendo de las variedades y los matices, emprenden la grave tarea de sembrar una fanega de amapolas o tiran un almud de semilla de espuela de caballero o una cuartilla de mercadela.

No forman ramilletes, sino tercios de flores, y representa una renta respetable el consumo de zempazóchitl, de chícharo de olor y de otras flores cuyas especies no pasan de seis.

Las familias indígenas que pueblan aquel gran pantano convertido en hortaliza y almacén de flores, no viven más que del producto de su cosecha.

Las aguas que dividen la multitud de cuadriláteros de tierra, que como otras tantas manzanas forman una ciudad de flores, legumbres y sauces espigados, ministran a los rústicos habitantes cultivadores una pesca abundante de pescaditos, ajolotes, acociles y ranas.

Los que visitan a Ixtacalco tienen el deber de recorrer las chinampas, de coronarse de flores y de saborear las aceitosas hojas de la lechuga.

A fuer de imparciales recordamos que algunos empresarios modernos han fabricado salones circulares a manera de palenques, destinados a las familias, que los toman en alquiler para días de campo.

Estos salones han visto mucho, hacen bien en no hablar, pero saben más que un libro. En estos salones se baila, se come y se ama. En uno de ellos acababan de instalarse nuestras cuatro parejas.