Capítulo 4
Aunque se veía el resplandor del atardecer por las ventanas del barracón de peones, dentro estaba oscuro. Por la puerta abierta llegaban los golpes sordos y los ocasionales tañidos de un juego de herraduras, y de vez en cuando el sonido de voces elevadas para aprobar o mofarse, según la jugada.
Slim y George entraron juntos en el cuarto a oscuras. Slim estiró un brazo sobre la mesa de los naipes y encendió la lamparilla eléctrica con pantalla de lata. Instantáneamente la mesa quedó brillante de luz y el cono de la pantalla proyectó hacia abajo su claridad, dejando aún a oscuras los rincones del cuarto. Slim se sentó en un cajón y George tomó el lugar opuesto.
—No es nada —dijo Slim—. De todos modos iba a ahogar a casi todos. No tienes por qué darme las gracias.
—Tal vez no sea mucho para ti —admitió George— pero para él es una gran cosa. Por Dios, no sé cómo vamos a conseguir que duerma aquí. Querrá ir a acostarse en el granero con los perros. Nos costará mucho impedir que se meta en el cajón con esos cachorros.
—No es nada —repitió Slim—. Oye, la verdad es que tenías razón sobre ese hombre. Tal vez no sea inteligente, pero jamás he visto otro que trabajara como él. Por poco mata a su compañero, de tanto cargar sacos. No hay nadie que pueda seguir su ritmo. Por Dios, nunca he visto otro tipo tan fuerte.
George habló orgullosamente.
—No hay más que decir a Lennie lo que debe hacer y lo hará, siempre que no tenga que pensar. No es capaz de pensar por su cuenta, pero sabe hacer lo que se le ordena.
Desde afuera llegó el tañido de una herradura sobre la estaca de hierro, y unas voces entusiastas.
Slim se echó levemente hacia atrás para que no le diera la luz en la cara.
—Es raro cómo vais juntos tú y él. —Era una calmosa invitación a la confidencia.
—¿Qué tiene de extraño? —preguntó George a la defensiva.
—Oh, no sé. Casi todos viajan solos. Casi nunca he visto a dos hombres que viajen juntos. Ya sabes cómo son: aparecen en un rancho y les dan un camastro y trabajan un mes, y después se cansan y se van solos. Parece que nadie les importe. Por eso digo que es raro que un chiflado como él y un hombre tan listo como tú anden juntos.
—No, no es un chiflado —dijo George—. Es imbécil como un burro, pero no está loco. Y yo tampoco soy tan listo, si lo fuera, no estaría cargando cebada por cincuenta dólares y la comida. Si fuera inteligente, si fuera tan sólo un poco listo, tendría mi granja, y estaría recogiendo mis cosechas, en lugar de hacer todo el trabajo y no poseer nada de lo que nace en la tierra.
George quedó en silencio. Quería hablar. Slim no lo alentaba ni lo desalentaba. Seguía sentado, echado hacia atrás, quieto y receptivo.
—No es tan raro que él y yo vayamos juntos —dijo por fin—. Los dos nacimos en Auburn. Yo conocía a la tía de Lennie, Clara, que lo recogió cuando era un niño y lo crio. Cuando murió la tía Clara, Lennie vino conmigo a trabajar. Con el tiempo nos hemos acostumbrado el uno al otro.
—Ummm —hizo Slim.
George dirigió la vista a Slim y vio fijos en él sus ojos tranquilos, ojos de Dios.
—Es curioso —siguió George—. Yo solía divertirme como un condenado a costa de él. Solía jugarle malas pasadas, porque era demasiado tonto para darse cuenta. Pero era tan tonto que ni siquiera sabía que le habían hecho una broma. Demonios, cómo me divertía. Junto a él me parecía que yo era el tipo más inteligente del mundo. ¿Y cómo no si hacía cualquier cosa que yo le dijera? Si le decía que saltara a un abismo, al abismo se tiraba. Pero al poco tiempo ya no era tan divertido. Y nunca se enfadaba conmigo. Le he pegado hasta cansarme, y él podría romperme todos los huesos del cuerpo con una sola mano, pero jamás alzó un dedo contra mí. —La voz de George iba tomando un tono de confesión—. Te contaré qué fue lo que me hizo cambiar. Un día estábamos con unos cuantos tipos junto al río Sacramento. Yo me creía muy listo. Me dirijo a Lennie y le digo: «Salta al río». Y él se tiró. No sabía nadar en absoluto. Estuvo a punto de ahogarse antes de que lo sacáramos del agua. ¡Y me estaba tan agradecido por haberlo salvado! Se olvidó de que era yo quien le había dicho que se tirara al agua. Bueno, desde entonces no he vuelto a hacer cosas así.
—Es un buen tipo —admitió Slim—. No se necesitan sesos para ser bueno. A veces me parece que es más bien al contrario. Casi nunca un tipo muy listo es un hombre bueno.
George reunió las cartas dispersas y comenzó a extender su solitario. Afuera, las herraduras golpeaban en la tierra dura. La luz del atardecer aún encendía las cuadradas ventanas.
—Yo no tengo familia —dijo George—. He visto a los peones que andan solos por los ranchos. Eso no está bien. No se divierten nada. Al poco tiempo se hacen ruines. Y siempre están queriendo pelear.
—Sí, se hacen ruines —convino Slim—. Tanto que con el tiempo no quieren hablar con nadie.
—Claro que Lennie es casi siempre un estorbo, un pelmazo —prosiguió George—. Pero uno se acostumbra a andar con otro tipo y ya no lo puede dejar.
—No es malo —opinó Slim—. Bien se ve que Lennie no es malo en absoluto.
—Claro que no es malo. Pero siempre está metiéndose en líos, porque es tan condenadamente estúpido… Como le pasó en Weed…
Se calló, detuvo la mano cuando había vuelto a medias una carta. Pareció alarmarse y miró fijamente a Slim.
—¿No se lo contarás a nadie?
—¿Qué hizo en Weed? —preguntó Slim calmosamente.
—¿No lo contarás?… No, claro que no lo vas a contar.
—¿Qué hizo en Weed? —preguntó otra vez Slim.
—Bueno vio a aquella chica con un vestido rojo. Es tan imbécil que quiere tocar todo lo que le gusta. Nada más que palparlo. Así que extiende la mano para tocar ese vestido, y la chica suelta un chillido, y Lennie se hace un lío y sigue agarrando el vestido porque es lo único en que puede pensar. Bueno, la chica grita y grita. Yo estaba cerca, y oí los chillidos, y voy corriendo, y para entonces Lennie tiene tal miedo que sólo puede pensar en no soltar a la chica. Le pegué en la cabeza con un palo de alambrada para hacer que la soltara. Estaba tan asustado que no soltaba el vestido. Y es tan fuerte como el diablo, sabes.
Los ojos de Slim estaban fijos en George, sin parpadear. Asintió muy lentamente con la cabeza.
—¿Qué pasó entonces?
George construyó cuidadosamente la línea de cartas para su solitario.
—Bueno, la chica corre a decir a todos que han abusado de ella. Los hombres de Weed forman una partida para ir a linchar a Lennie. Entonces nos sentamos en una zanja de riego, bajo el agua, durante el resto del día. Apenas asomábamos la cabeza sobre el agua, escondidos bajo el pasto que crece al costado de la zanja. Y esa noche salimos disparados de allí.
Slim guardó silencio durante un instante.
—¿No le hizo ningún daño a la chica, eh? —preguntó por fin.
—No, qué diablos. La asustó, nada más. Yo también me asustaría si me agarrara. Pero no le hizo daño. Sólo quería tocarle el vestido, del mismo modo que le gusta acariciar a esos cachorros.
—No es malo —volvió a opinar Slim—. A una legua de distancia se ve que no es malo.
—Claro que no, y es capaz de hacer cualquier cosa que yo…
Lennie entró por la puerta. Llevaba su chaqueta de estameña azul puesta sobre los hombros como una capa, y caminaba con el cuerpo muy inclinado.
—Hola, Lennie —dijo George—. ¿Qué te parece ahora el cachorro?
Lennie susurró sin aliento:
—Es blanco y pardo como yo quería.
Fue directamente al camastro y se tendió y volvió la cara hacia la pared y encogió las rodillas.
George puso lentamente las cartas sobre la mesa.
—Lennie —llamó con severidad.
Lennie dobló el cuello y miró por encima del hombro.
—¿Eh? ¿Qué pasa, George?
—Ya te dije que no debías traer aquí ese cachorro.
—¿Qué cachorro, George? No tengo nada.
George fue velozmente hasta él, lo sujetó por el hombro y le hizo girar el cuerpo en el camastro. Se inclinó y recogió el cachorrito que Lennie había estado ocultando contra el estómago.
Lennie se sentó rápidamente.
—Dámelo, George.
—Te levantas en seguida y llevas el cachorro con los demás —ordenó George—. Tiene que dormir con la madre. ¿Quieres matarlo? Acaba de nacer y ya lo quieres separar de la perra. Lo llevas de vuelta o le digo a Slim que no te lo deje tener.
Lennie extendió las manos suplicantes.
—Dámelo, George. Lo llevo en seguida. No quise hacer daño, George. Te juro que no. Sólo quería acariciarlo un poco.
George le entregó el cachorro.
—Está bien. Llévatelo en seguida y no lo saques más. En cuanto te descuides lo vas a matar.
Lennie salió corriendo.
Slim no se había movido. Sus ojos tranquilos siguieron a Lennie mientras salía.
—¡Jesús! —exclamó—. Es como un niño, ¿verdad?
—Claro que es como un niño. Y no tiene nada de malo, como un niño, salvo que es tan fuerte. Apuesto a que no viene esta noche a dormir aquí. Se va a quedar a dormir junto al cajón en el granero. Bueno… no importa. Allí no va a hacer daño.
La oscuridad era casi total afuera. El viejo Candy, el barrendero, entró y fue a su camastro y detrás de él, trabajosamente, entró su viejo perro.
—Hola, Slim. Hola, George. ¿No jugáis a las herraduras?
—No me gusta jugar todas las noches —repuso Slim.
—¿Alguno de vosotros tiene una gota de whisky? Me duele la barriga.
—Yo no tengo —contestó Slim—. Lo bebería yo, si tuviera, y no me duele nada.
—A mí me duele mucho —se quejó Candy—. Esos condenados nabos me hicieron daño. Sabía que me iban a hacer mal, aun antes de comerlos.
Carlson, el del grueso cuerpo, llegó del patio que ya estaba en penumbras. Caminó hasta el otro extremo del cuarto y encendió la segunda lamparilla.
—Esto está más oscuro que el infierno —comentó—. Por Dios, cómo ensarta herraduras ese negro.
—Juega muy bien —ponderó Slim.
—Ya lo creo —aprobó Carlson—. Nadie lo puede ganar.
Se detuvo y husmeó el aire y, husmeando todavía, bajó la mirada hacia el perro.
—Dios del cielo, cómo apesta ese perro. ¡Sácamelo de aquí, Candy! No hay nada que huela tan mal como un perro viejo. Tienes que llevártelo.
Candy giró hasta el borde de su camastro. Tendió una mano hacia abajo y palmeó al perro y luego pidió disculpas:
—Estoy tanto con él que no me doy cuenta de que apesta.
—Bueno, pero yo no lo aguanto —dijo Carlson—. Ese olor queda aquí incluso después de haberse ido el perro.
Avanzó con los pasos de sus piernas pesadas y miró de cerca al perro.
—No tiene dientes —prosiguió—. Está todo él rígido a causa del reumatismo. No te sirve para nada, Candy. Y él sufre mucho. ¿Por qué no lo matas, Candy?
—Bueno…, ¡diablos! Hace tanto que lo tengo… Lo tengo desde que era cachorro… Cuidaba ovejas con él. —Y agregó orgulloso—: Nadie lo creería al verlo ahora, pero este perro era el mejor ovejero que he visto nunca.
—En Weed —interrumpió George— conocí a un hombre que cuidaba ovejas con un ratonero. Había aprendido a trabajar viendo a los otros perros.
Carlson no iba a dejar que se alejaran del tema.
—Oye, Candy. Este perro no hace más que sufrir. Si lo llevaras afuera y le pegaras un tiro detrás de la cabeza… —se inclinó y señaló—, aquí mismo, no sentiría nada.
Candy miró a su alrededor con expresión de infortunio.
—No —repuso en tono débil—. No sería capaz. Lo tengo desde hace tiempo…
—Pero si no hace más que sufrir —insistió Carlson—. Y apesta como el infierno. Escucha lo que digo. Yo lo mataré. Así no serás tú quien lo haga.
Candy echó las piernas flacas fuera del camastro. Se rascó nerviosamente los blancos pelos de la mejilla.
—Estoy tan acostumbrado a tenerlo conmigo —dijo suavemente—. Desde que era un cachorro…
—Bueno, pero no le haces ningún favor dejándolo vivo —intervino de nuevo Carlson—. Oye, la perra de Slim acaba de criar. Apuesto a que Slim te daría uno de los cachorros, ¿verdad, Slim?
El mulero había estado observando al viejo perro con sus ojos tranquilos.
—Sí —admitió—. Candy puede llevarse un cachorro, si quiere. —Pareció sacudirse para aclarar sus ideas y poder hablar—. Carlson tiene razón, Candy. Ese perro no hace más que sufrir. Yo desearía que alguien me pegara un tiro cuando llegase a ser viejo y tullido.
Candy le miró con desespero, porque las opiniones de Slim eran ley.
—Tal vez le duela —sugirió—. No me importa seguir cuidándolo.
—Del modo como lo voy a matar, no sentirá nada. Le pondré la pistola aquí mismo. —Señaló con la punta del pie—. Justo detrás de la cabeza. Ni siquiera se moverá.
Candy buscó ayuda de cara en cara. La oscuridad era ya total afuera. Un joven trabajador entró en la habitación. Sus hombros, caídos, estaban inclinados hacia adelante y caminaba pesadamente, sobre los talones, cómo si aún transportara el invisible saco de cereal. Fue hasta su camastro y puso su sombrero sobre el estante. Luego sacó del mismo una revista vulgar y la llevó hasta la luz, sobre la mesa.
—¿Te había enseñado esto, Slim? —preguntó.
—¿Qué?
El mozo abrió la revista por una de las últimas páginas, la puso sobre la mesa y señaló con el dedo.
—Aquí, lee esto.
Slim se inclinó sobre la mesa.
—Vamos —dijo el mozo—. Léelo en voz alta.
—«Señor director —leyó lentamente Slim—: Leo su revista desde hace seis años y creo que es lo mejor que se publica. Me gustan los cuentos de Peter Rand. Creo que es muy bueno. Sírvase publicar otros como el “Jinete Enmascarado”. Yo no escribo muchas cartas pero lo hago ahora sólo para decirle que su revista bien vale el dinero que cuesta».
Slim alzó la mirada interrogativamente.
—¿Para qué me haces leer eso?
—Sigue —pidió Whit—. Lee el nombre que hay al pie.
—«Esperando que siga su buen éxito, William Tenner». —De nuevo alzó la mirada hacia Whit—. ¿Para qué me haces leer eso?
Whit cerró significativamente la revista.
—¿No te acuerdas de Bill Tenner? ¿Uno que trabajó aquí hace cosa de tres meses?
Slim se quedó pensativo.
—¿Un tipo más bien pequeño? ¿Llevaba una cultivadora?
—Eso es —exclamó Whit—. ¡Es ese!
—¿Te parece que él escribió esa carta?
—Claro que sí. Bill y yo estábamos aquí un día. Le acababa de llegar una de estas revistas. Mientras la hojeaba me dijo: «Escribí una carta y no sé si estará aquí». Pero no estaba. Bill dice: «Tal vez la estén guardando para más adelante». Y así era. Ahí está la carta.
—Supongo que tenía razón —consintió Slim—. Se la publicaron.
George tendió la mano hacia la revista.
—¿Puedo verla?
Whit buscó la página de nuevo pero no soltó la revista. Señaló la carta con el índice. Y luego fue hasta su estante y guardó silenciosamente la revista.
—Quién sabe si Bill la habrá visto —dijo—. Bill y yo trabajábamos juntos en aquel campo de lino. Los dos manejábamos cultivadoras. Bill era un gran tipo.
Durante la conversación, Carlson se mantuvo sin intervenir. Había seguido mirando al perro. Candy lo vigilaba con inquietud. Por fin Carlson volvió a hablar.
—Si quieres enviaré al pobre chucho al otro mundo ahora mismo. Ya no tiene sentido que siga viviendo. No puede comer, no ve, ni siquiera camina sin sufrir dolores.
Candy aventuró, esperanzado:
—No tienes con qué matarlo.
—Al cuerno, si no. Tengo una Luger. No va a sufrir nada.
—Tal vez mañana —aventuró Candy—. Esperemos a mañana.
—No veo por qué —cortó Carlson. Fue hasta su camastro, sacó un paquete que había dejado y en su mano apareció una pistola Luger—. Acabemos de una vez. No podemos dormir con lo que apesta ese perro.
Se metió la pistola en el bolsillo trasero del pantalón. Candy miró largo rato a Slim intentando hallar una solución alternativa. Y Slim no se la dio. Por fin consintió Candy, suavemente, sin esperanzas:
—Está bien…, llévatelo.
Ni siquiera miró al perro. Se echó hacia atrás en su camastro, cruzó los brazos detrás de la cabeza y miró al techo.
Del bolsillo sacó Carlson una fina correa de cuero. Se inclinó y la ató en torno al pescuezo del perro. Todos los hombres, menos Candy, lo miraban.
—Vamos, perrito. Vamos, perrito —dijo con suavidad. Y luego, disculpándose, hacia Candy—: No sentirá nada. —Candy no se movió. Carlson tironeó de la correa—: Vamos, perrito.
El perro se puso lentamente, tiesamente, de pie, y siguió a la correa que lo tironeaba con leve insistencia.
—Carlson —llamó Slim.
—¿Qué?
—Ya sabes lo que tienes que hacer.
—¿Qué, Slim?
—Llévate una pala —indicó Slim brevemente.
—¡Ah, claro! Ya entiendo. —Y condujo al perro a la oscuridad.
George lo siguió hasta la puerta, la cerró y corrió el cerrojo de madera sin hacer ruido. Candy seguía rígidamente tendido en el lecho, mirando hacia arriba.
—Una de mis mulas —comentó Slim en voz muy alta— se ha partido un casco. Le tengo que poner algo de brea.
Se apagó el eco de su voz. Había silencio afuera. Murió el ruido de los pasos de Carlson. El silencio ocupó también la estancia. Y el silencio duraba.
—Apuesto —exclamó George con una risita— que Lennie está metido en el granero con su cachorro. Ya no querrá venir aquí, ahora que tiene su perro.
—Candy —llamó Slim—: puedes quedarte con el cachorro que quieras.
Candy no respondió. Cayó otra vez el silencio sobre la estancia. Venía de la noche e invadía la estancia.
—¿Alguien quiere jugar unas manos conmigo? —invitó George mostrando los naipes.
—Yo jugaré un rato —asintió Whit.
Se sentaron ante la mesa, uno frente a otro, bajo la luz, pero George no barajó los naipes. Chasqueó nerviosamente el borde del mazo, y el chasquido atrajo los ojos de todos los hombres presentes, de modo que dejó de hacerlo. Otra vez reinó el silencio en el cuarto. Pasó un minuto, y otro minuto. Candy seguía quieto, mirando al techo. Slim fijó los ojos en él por un momento y luego se miró las manos; sujetó una mano con la otra, y la mantuvo apretada. Se oyó un ruido, como si algún animal estuviera royendo, que venía de bajo el piso y todos los hombres miraron agradecidos hacia el lugar. Sólo Candy seguía contemplando el techo con ojos muy abiertos.
—Parece como si hubiera una rata por ahí —comentó George—. Tendríamos que poner una trampa.
—¿Por qué diablos tardas tanto? —estalló Whit—. Empieza a dar cartas, ¿quieres? Así no vamos a jugar nunca.
George barajó bien los naipes, los juntó y estudió el lomo. Otra vez se hizo el silencio en la habitación.
En la distancia sonó un disparo. Los hombres miraron rápidamente al anciano. Todas las cabezas se volvieron hacia él.
Por un instante Candy siguió mirando al techo. Luego se volvió lentamente en la cama y quedó de cara a la pared, en silencio.
George barajó ruidosamente los naipes y repartió una mano. Whit tomó sus cartas y dijo:
—Parece que vosotros dos habéis venido a trabajar de veras.
—¿Por qué?
—Bueno —rio Whit—. Habéis venido un viernes. Tenéis que trabajar dos días hasta el domingo.
—No lo entiendo —dijo George.
Otra vez rio Whit.
—Ya lo entenderás cuando hayas trabajado un tiempo en estos ranchos grandes. El hombre que quiere ver cómo es el lugar llega el sábado por la tarde. Le dan de comer el sábado por la noche y tres veces el domingo, y puede irse el lunes por la mañana, después del desayuno, sin haber trabajado ni un minuto. Pero vinisteis el viernes al mediodía. Lo hagáis como lo hagáis, tenéis que trabajar un día y medio.
George lo miró con fijeza.
—Vamos a quedarnos un tiempo aquí —aseguró—. Yo y Lennie vamos a ahorrar un poco de dinero.
La puerta se abrió silenciosamente y el peón del establo asomó la cabeza; una flaca cabeza negra arrugada por el dolor, pacientes los ojos.
—Señor Slim.
Slim apartó los ojos del viejo Candy.
—¿Eh? ¡Ah! Hola, Crooks. ¿Qué pasa?
—Me dijo usted que calentara la brea para el casco de esa mula. Ya está caliente.
—¡Ah, claro! Voy en seguida a curarla.
—Puedo hacerlo yo, si usted quiere, señor Slim.
—No. Iré a hacerlo yo mismo —agregó Slim, y se puso de pie.
—Señor Slim —volvió a llamar Crooks.
—Sí…
—Ese hombre grandote, el nuevo, está metiéndose con sus cachorros en el granero.
—Bueno, pero no hace daño alguno. Le regalé uno de los cachorros.
—Pensé que sería mejor que lo supiera usted. Los saca de la paja y los tiene en las manos de un lado para otro. Eso no les va a hacer bien.
—No les hará daño —repitió Slim—. Ahora voy contigo.
George alzó la vista.
—Si ese idiota molesta mucho, échalo a patadas, Slim.
Slim siguió al peón fuera de la estancia.
George dio cartas y Whit recogió las suyas y las estudió.
—¿Has visto ya a la nena nueva? —preguntó.
—¿Qué nena? —preguntó a su vez George.
—Pues la mujer de Curley.
—Sí, la he visto.
—Bueno, ¿no es una preciosidad?
—Tanto no he visto —repuso George.
Whit, visiblemente impresionado, dejó las cartas en la mesa.
—Bueno, quédate por aquí y ten bien abiertos los ojos. Ya verás bastante. Porque no esconde nada. Jamás he visto una cosa igual. Está siempre echándole el ojo a alguien. Hasta creo que le echa el ojo al negro. No sé qué demonios quiere.
—¿Ha habido líos desde que llegó? —inquirió George como al descuido.
Era evidente que Whit no estaba interesado en sus cartas. Dejó que George recogiera las cartas y volviera a su lento solitario: siete cartas, y seis sobre ellas, y cinco sobre las seis.
—Ya entiendo lo que quieres decir —comentó Whit—. No, todavía no ha pasado nada. Curley está que se lo lleva todo por delante, pero eso es todo por ahora. Cada vez que los muchachos están por aquí, se presenta ella. Anda buscando a Curley, o cree que se olvidó algo y lo quiere encontrar. Parece como si no pudiera estar lejos de unos pantalones. Y Curley está como si lo picaran las hormigas, pero todavía no ha pasado nada.
—Va a haber lío —opinó George—. Va a haber un tremendo lío por culpa de ella. Esa mujer es como un revólver con el gatillo listo. Ese Curley se ha metido en una buena. Un rancho con una cantidad de hombres como nosotros no es lugar para una mujer, sobre todo como ella.
—Ya que hablas así —dijo Whit— harías bien en venir con nosotros al pueblo, mañana por la noche.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Lo de siempre. Vamos al local de Susy. Es un bonito sitio. La vieja Susy es muy graciosa, siempre bromeando. Como, por ejemplo, lo que dice cuando llegamos el sábado por la noche. Susy abre la puerta y grita por encima del hombro: «A ponerse las ropas, chicas; aquí viene la policía». Nunca dice palabrotas, tampoco. Tiene cinco mujeres en la casa.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó George.
—Dos y medio. Se puede echar un trago por veinte centavos. Hay buenas sillas para sentarse, también. Si un tipo no quiere hacer nada, pues se sienta en una silla y toma dos o tres copas y pasa el rato hablando y a Susy no le importa nada. No es de las que andan insistiendo si uno no quiere hacer nada.
—Podría ir a echar un vistazo —dijo George.
—Claro, ven. Es condenadamente divertido; Susy no hace más que bromear. Como dijo una vez, dice: «He conocido personas que creen que tienen un establecimiento sólo porque han puesto una alfombra en el piso y una lámpara de seda sobre el fonógrafo». Siempre habla así de la casa de Clara. Y dice también: «Yo sé lo que vienen a buscar ustedes. Mis chicas son limpias, y mi whisky no tiene agua —dice—. Si alguno de ustedes quiere ver una bonita lámpara de seda, y correr el riesgo de quemarse, ya sabe dónde tiene que ir». Y dice: «He visto a algunos que andan por ahí con las piernas torcidas porque les gusta ver bonitas lámparas».
—Clara es la dueña del otro local, ¿eh?
—Sí. Nunca vamos allí. Clara cobra tres dólares por cada uno, y treinta y cinco centavos por cada copa, y no es bromista como la otra. Pero Susy tiene su casa bien limpia, y buenas sillas. Y no permite pelear allí adentro.
—Yo y Lennie estamos reuniendo dinero —dijo George—. Tal vez vaya con vosotros a tomar una copa, pero no voy a gastar dos y medio…
—Bueno, uno tiene que divertirse a veces.
La puerta se abrió y Lennie y Carlson entraron juntos. Lennie se acercó a su camastro y se sentó, tratando de no llamar la atención. Carlson metió la mano bajo su cama para sacar la bolsa. No miró hacia el viejo Candy, que seguía de cara a la pared. En la bolsa, Carlson encontró una lata de aceite y un cepillito para limpiar la pistola. Los puso en la cama y luego sacó el arma del bolsillo, le quitó el cargador y extrajo de un golpe la bala de la recámara. Después se puso a limpiar el cañón con el cepillito cilíndrico. Cuando se oyó el chasquido del eyector de los proyectiles, Candy se volvió y miró un momento la pistola, antes de volverse otra vez hacia la pared.
Carlson dijo como por casualidad:
—¿Ha estado Curley por aquí?
—No —respondió Whit—. ¿Qué pasa con él?
Carlson miró guiñando un ojo el cañón de su arma.
—Anda buscando a la señora. Le vi dar vueltas y vueltas por fuera.
—Se pasa la mitad del tiempo —comentó Whit sarcásticamente— buscando a su mujer, y el resto del tiempo es ella la que lo busca.
Curley entró precipitadamente en el cuarto.
—¿Alguno de vosotros ha visto a mi mujer? —inquirió.
—No ha estado por aquí —repuso Whit.
Curley miró amenazadoramente en torno suyo.
—¿Dónde diablos está Slim?
—Ha ido al granero —informó George—. Tenía que ponerle brea a una mula que se partió un casco.
Los hombros de Curley cayeron un poco y se echaron hacia atrás.
—¿Cuánto hace que se fue?
—Cinco, o diez minutos.
Curley salió de un salto y golpeó la puerta para cerrarla tras de sí.
Whit se puso de pie.
—Me parece que me gustaría ver eso —dijo—. Curley está volviéndose loco o no se metería con Slim. Y ese Curley es bueno para pelear, condenadamente bueno. Llegó a la final del campeonato nacional. Tiene recortes de diarios y todo. —Pensó un momento—. Pero, de todos modos, haría mejor en dejar tranquilo a Slim. Nadie sabe qué es capaz de hacer Slim.
—¿Cree que Slim está con su mujer, verdad? —preguntó George.
—Eso parece —opinó Whit—. Claro que no es cierto. Al menos, no lo creo. Pero me gustaría ver la pelea, si se produce. Vamos…
—Yo me quedo aquí —se resistió George—. No quiero mezclarme en esto. Lennie y yo queremos juntar un poco de dinero.
Carlson terminó la limpieza de su pistola, guardó todo en la bolsa y colocó esta bajo el camastro.
—Creo que yo voy a ver qué pasa —dijo.
Candy seguía muy quieto, y Lennie, desde su camastro, vigilaba cautelosamente a George.
Cuando Whit y Carlson se hubieron marchado y la puerta quedó cerrada tras ellos, George se volvió hacia Lennie.
—¿Qué te ocurre?
—No he hecho nada, George. Slim dice que por un tiempo es mejor que no ande tanto con esos cachorros. Slim dice que no les hace ningún bien; por eso vine aquí. Me he portado bien, George.
—Eso mismo te lo habría dicho yo —afirmó George.
—Bueno, yo no les hacía daño. No hice más que tener a mi perrito sobre las rodillas, y acariciarlo.
—¿Viste a Slim en el granero?
—Claro que lo vi. Me dijo que era mejor que no acariciase más al perro.
—¿Viste a esa mujer?
—¿La mujer de Curley?
—Sí. ¿La viste entrar en el granero?
—No. De todos modos nunca la he visto.
—¿No la has visto hablar con Slim?
—No, no. Ni siquiera estuvo en el granero.
—Bueno. Me parece que esos dos no van a ver ninguna pelea. Si ves alguna pelea, no te metas.
—Yo no quiero peleas —susurró Lennie.
Se levantó de su camastro y se sentó a la mesa, frente a George. Casi automáticamente, George barajó los naipes y extendió su mano de solitario. Procedía con una lentitud deliberada, pensativamente.
Lennie tomó una carta y la miró detenidamente, luego la volvió y la miró de nuevo con expresión reconcentrada.
—Las dos mitades son iguales —dijo—. George, ¿por qué es igual de los dos lados?
—No sé. Así es como las hacen. ¿Qué hacía Slim en el granero cuando le viste?
—¿Slim?
—Claro. Me dijiste que estaba en el granero y que te dijo que no acariciaras tanto los cachorros.
—Ah, sí. Tenía una lata de brea y un pincel. No sé para qué.
—¿Estás seguro de que esa mujer no entró, igual que entró hoy aquí?
—No, no estuvo allí.
George suspiró.
—A mí, que me den un burdel en el pueblo. Allí puede ir uno y emborracharse y librarse de todo lo que le sobra en el cuerpo, y nada de líos. Y uno ya sabe cuánto le va a costar. En cambio, estas otras son como sentarse en un barril de pólvora.
Lennie escuchaba sus palabras admirado y, al final, movió un poco los labios para seguir la charla. George continuó:
—¿Te acuerdas de Andy Cushman, Lennie? ¿Aquel que iba a la escuela?
—¿El hijo de aquella señora que hacía pasteles para todos los chicos? —preguntó Lennie.
—Sí, ese mismo. No te olvidas de nada si se trata de algo relacionado con comida.
George estudió cuidadosamente su solitario. Puso un as separado de las demás cartas, y sobre él apiló un dos, un tres y un cuatro.
—Andy está en la cárcel ahora, y todo por culpa de una de estas mujeres.
Lennie tamborileó en la mesa con sus dedos.
—¿George?
—¿Eh?
—George, ¿cuánto tiempo va a pasar hasta que consigamos esos dos pedazos de tierra, para vivir como príncipes… y los conejos?
—No sé —repuso George—. Tenemos que juntar mucho dinero. Sé dónde hay un terreno que podríamos conseguir, pero no lo regalan.
El viejo Candy se volvió lentamente en su cama. Tenía muy abiertos los ojos. Escrutó cuidadosamente a George.
—Cuéntame cómo va a ser, George —pidió Lennie.
—Ya te expliqué anoche cómo va a ser.
—Vamos… otra vez, George.
—Bueno, son unos diez acres —dijo George—. Hay un molino de viento. Hay una pequeña cabaña y un gallinero. Tiene cocina, huerta, cerezas, manzanas, melocotones, albaricoques y unas pocas fresas. Hay un espacio para cultivar alfalfa, y bastante agua para el riego. Hay una pocilga para los cerdos…
—Y conejos, George.
—No, ahora no hay sitio para los conejos, pero no me costaría mucho construir algunas conejeras y tú podrías alimentar los conejos con alfalfa.
—Claro que sí —se animó Lennie—. Te apuesto lo que quieras a que puedo.
Las manos de George dejaron de trabajar con las cartas. Su voz se iba haciendo cada vez más cálida.
—Y podríamos tener unos cuantos cerdos. Yo podría hacer un ahumadero como tenía mi abuelo y, cuando matáramos un cerdo, podríamos ahumar la panceta y los jamones, y hacer embutido y todo lo demás. Y cuando los salmones remontaran el río podríamos pescar más de cien y salarlos y ahumarlos. Podemos guardarlos para el desayuno. No hay nada más sabroso que el salmón ahumado. Cuando la fruta madurase, podríamos ponerla en latas…, y tomates, que son fáciles de conservar. Todos los domingos mataríamos un pollo o un conejo. Tal vez tengamos una vaca o una cabra, y la crema de la leche es tan, pero tan espesa, que para cortarla habrá que usar cuchillo.
Lennie lo miraba con ojos muy abiertos, y también el viejo Candy lo miraba. Lennie preguntó suavemente.
—¿Podríamos vivir como príncipes?
—Claro —afirmó George—. Tendríamos toda clase de verduras, y si quisiéramos un poco de whisky podríamos vender unos huevos, o cualquier cosa, o un poco de leche. Viviríamos allí. Esa sería nuestra casa. Nada de andar de un lado para otro y comer lo que nos da un cocinero japonés. No señor, tendríamos nuestra propia casa, y no dormiríamos en un barracón.
—Háblame de la casa, George —rogó Lennie.
—Claro, vamos a tener una casita, con una habitación para nosotros. Una buena estufa de hierro y en invierno mantendremos el fuego siempre encendido. No es demasiada tierra, de modo que no tendremos que trabajar mucho. Quizás seis o siete horas por día. Pero se acabó lo de cargar sacos de cebada durante once horas cada día. Y cuando llegue la cosecha, allí estaremos nosotros para recogerla. Así sabremos qué resulta de lo que sembramos.
—Y los conejos —adelantó Lennie ansiosamente—. Yo los cuidaré. Cuéntame cómo voy a hacerlo, George.
—Claro, vas a ir al campo de alfalfa con un saco. Vas a llenar el saco y a poner la alfalfa en las conejeras.
—Van a comer y comer, con esos dientes que tienen —dijo Lennie—. Yo les he visto hacerlo.
—Cada seis semanas, más o menos —prosiguió George—, las conejas van a parir, y tendremos conejos de sobra para comer y vender. Y tendremos unas palomas para que hagan nido y vuelen cerca del molino, como lo hacían cuando era pequeño. —Miró absorto la pared, por encima de la cabeza de Lennie—. Y todo sería nuestro, y nadie podría echarnos. Y si no nos gusta un tipo, podremos decirle «Váyase de aquí», y tendrá que irse, qué diablos. Y si llega un amigo, tendremos una cama de más y le diremos: «¿Por qué no pasas la noche aquí?». Y se quedará con nosotros, qué diablos. Tendremos un perro de caza y un par de gatos, pero tienes que cuidar que esos gatos no maten a los conejitos.
Lennie respiró con fuerza.
—Déjalos que se acerquen a los conejos y les romperé el pescuezo. Les… los aplastaré con un palo.
Se calmó luego, pero continuó gruñendo para sus adentros y amenazando a los futuros gatos que se atrevieran a molestar a los futuros conejos.
George quedó absorto, extasiado ante su propio cuadro.
Cuando Candy habló, los dos se sobresaltaron como si hubiesen sido sorprendidos en un acto reprobable. Candy preguntó:
—¿Sabes dónde hay un lugar así?
George se puso inmediatamente en guardia:
—Supón que sí lo sé. ¿Tú qué tienes que ver con esto?
—No necesitas decirme dónde está. Puede estar en cualquier parte.
—Claro —admitió George—. Es cierto. Por más que yo te indique, no lo podrías encontrar ni en cien años.
Candy prosiguió, excitado:
—¿Cuánto piden por un lugar así?
George lo miró con recelo.
—Bueno, yo… podría conseguirlo por seiscientos dólares. Los dos viejos que son los dueños no tienen un centavo, y la vieja tiene que operarse. Oye…, ¿qué te importa a ti esto? Tú no tienes nada que ver con nosotros.
—Yo no valgo mucho con una mano de menos —dijo Candy—. Perdí la mano aquí mismo, en este rancho. Por eso me dan este trabajo de barrer. Y me dieron doscientos cincuenta dólares por haber perdido la mano. Y tengo otros cincuenta ahorrados en el banco. Son trescientos, y tengo que cobrar otros cincuenta a fin de mes. Escúchame… —Se inclinó ansiosamente hacia George—. Supón que yo fuera con vosotros. Aportaría trescientos cincuenta dólares. No sirvo de mucho, pero podría cocinar y cuidar las gallinas y encargarme de la huerta. ¿Qué te parece?
George entrecerró los ojos.
—Tengo que pensarlo. Siempre quisimos hacerlo los dos solos.
—Haré un testamento —aseguró Candy— y dejaré mi parte a los dos en caso de que muera porque no tengo parientes ni nada. ¿Tenéis algo de dinero? Quizás podríamos comprar la finca ahora mismo.
George escupió en el suelo para mostrar su disgusto.
—Tenemos diez dólares entre los dos. —Pero luego pensativamente, agregó—: Escucha. Si yo y Lennie trabajamos un mes y no gastamos nada, tendremos cien dólares. Serían cuatrocientos cincuenta dólares entre todos. Creo que con eso podríamos pagar la mayor parte. Entonces tú y Lennie podríais ir y empezar a trabajar, y yo conseguiría un empleo para poder pagar el resto, y vosotros podrías vender huevos y cosas así.
Todos quedaron en silencio. Se miraron uno a otro atónitos. Se estaba convirtiendo en realidad aquello en lo que nunca habían creído realmente. George dijo con reverencia:
—¡Cielo santo! Creo que podríamos comprar el campo.
Tenía los ojos como fascinados.
—Creo que podemos comprarlo —repitió suavemente.
Candy se sentó en el borde de su camastro. Se rascó nerviosamente el muñón del brazo.
—Hace ya cuatro años que perdí la mano —dijo—. Muy pronto me van a echar. En cuanto vean que no sirvo para barrer, me dejarán sin trabajo. Tal vez si os doy mi dinero me dejaréis trabajar en la huerta, incluso después de que no pueda moverme de viejo. Y lavaré los platos y atenderé a las gallinas, y haré trabajillos por el estilo. Pero estaré en nuestra propia casa, y podré trabajar nuestra propia tierra. —Y agregó lastimosamente—: ¿Habéis visto lo que han hecho con mi perro? Dicen que no servía para nada. Cuando me echen, desearía que alguien me pegara un tiro. Pero no lo van a hacer. No tendré adonde ir, ni podré conseguir trabajo… Habré cobrado otros treinta dólares para cuando os vayáis.
George se puso de pie.
—Lo haremos —afirmó—. Arreglaremos todo e iremos a vivir allí.
Volvió a sentarse. Todos quedaron quietos, todos subyugados por la belleza del plan, ocupada cada mente en imaginar ese futuro en que su sueño se haría realidad.
George exclamó maravillado:
—Imaginaos que llega un circo al pueblo o que hay una fiesta, o un partido de pelota, o cualquier cosa.
El viejo Candy asintió silenciosamente, apreciando la idea.
—Pues iríamos y nada más —prosiguió George—. A nadie le pediríamos permiso. Diríamos «vamos al pueblo», e iríamos sin más. No tendríamos más que ordeñar la vaca y tirar un poco de comida a los pollos…
—Y poner un poco de hierba para los conejos —interrumpió Lennie—. Yo no me olvidaré nunca de darles de comer. ¿Cuándo podremos hacerlo, George?
—Dentro de un mes. Dentro de un mes, ni más ni menos. ¿Sabéis lo que voy a hacer? Voy a escribir a los viejos para decirles que les compraremos el campo. Y Candy les enviará cien dólares como paga y señal.
—Claro que sí —confirmó Candy—. ¿Hay una buena cocina?
—Claro. Hay un agradable fogón que funciona con carbón o leña.
—Yo voy a llevar mi cachorro —terció Lennie—. Apuesto a que le gustará estar allí, por Dios.
Unas voces se acercaban a la puerta.
—No se lo contéis a nadie —recomendó George rápidamente—. Lo sabremos nosotros tres y nadie más. Son capaces de echarnos para que no podamos juntar el dinero. Vamos a seguir actuando como si tuviéramos que cargar cebada el resto de la vida, y un día, de repente, cobraremos el sueldo y nos marcharemos.
Lennie y Candy asintieron, sonriendo con deleite.
—No se lo contéis a nadie… —repitió Lennie para sí.
—George —llamó Candy.
—¿Eh?
—Debería haber matado a ese perro yo mismo, George. No debí dejar que un extraño matara a mi perro.
Se abrió la puerta. Slim entró, seguido por Curley, Carlson y Whit. Slim tenía las manos negras de brea y el ceño fruncido de enojo. Curley lo seguía, pegado a un codo.
—Bueno, Slim —dijo Curley—, no quise decir nada malo. Sólo preguntaba.
—Bueno —contestó Slim—, ya ha preguntado demasiado. Me estoy hartando de tantas preguntas. Si no puede cuidar a esa condenada mujer, ¿qué quiere que haga yo? Déjeme en paz.
—Sólo intentaba decirte que no quise molestarte —insistió Curley—. Sólo creí que tal vez la habrías visto.
—¿Por qué no le manda que se quede en su casa, donde debería estar? —reprochó Carlson—. Si la deja andar entre los peones, no pasará mucho tiempo antes de que se encuentre en un buen apuro.
Curley giró velozmente sobre sus talones para mirar a Carlson.
—Tú no te metas en esto, a menos que quieras ir fuera.
Carlson rio.
—Usted es un condenado cobarde —repuso—. Quiso asustar a Slim, y no lo consiguió. Slim fue quien lo asustó a usted. Es más cobarde que un sapo. Me tiene sin cuidado que sea el mejor peso ligero del país. Métase conmigo y le arrancaré la cabeza a puntapiés.
Candy se sumó al ataque con alegría.
—¡Guante lleno de vaselina! —exclamó como asqueado.
Curley lo miró con rabia. Pero sus ojos pasaron sobre él y se fijaron en Lennie; y Lennie sonreía todavía del deleite imaginando los detalles de su próximo hogar.
Curley se acercó a Lennie como un perro ratonero.
—¿De qué diablos te ríes?
Lennie lo miró tontamente.
—¿Eh?
Entonces estalló la ira de Curley.
—Vamos, hijo de perra. Levántate. No voy a dejar que un hijo de mala madre, por grande que sea, se ría de mí. Te voy a enseñar quién es el cobarde.
Lennie miró a George con desespero, y luego se incorporó e intentó retroceder. Curley se balanceaba sobre sus pies, dispuesto ya. Castigó a Lennie con la izquierda, y luego descargó la derecha en su nariz. Lennie dio un grito de terror. Le brotó sangre de la nariz.
—George —gritó—. Dile que me deje en paz, George.
Retrocedió hasta quedar contra la pared, y Curley siguió, golpeándole el rostro. Lennie conservaba las manos a los costados; estaba demasiado aterrorizado para intentar defenderse.
George se había puesto de pie y gritaba:
—Dale, Lennie. No dejes que te pegue.
Lennie se cubrió la cara con sus enormes manos y chilló aterrorizado.
—Dile que pare, George.
Entonces Curley le atacó en el estómago, y le cortó la respiración.
Slim se irguió de un salto.
—El muy cobarde —gritó—. Ya me encargaré yo de él.
Pero George extendió una mano y contuvo a Slim.
—Espere un minuto —exclamó. Formó con las dos manos una bocina en torno a la boca y gritó:
—Golpéale, Lennie.
Lennie se quitó las manos de la cara y buscó a George con la mirada, y Curley le castigó los ojos. La enorme cara estaba cubierta de sangre. George gritó otra vez:
—Te dije que le dieras.
Curley estaba balanceando el puño cuando Lennie se lo tomó. Al instante Curley saltaba como un pez prendido de un anzuelo, perdido su puño en la gran mano de Lennie. George corrió a través del cuarto.
—Suéltalo, Lennie. Suéltalo.
Pero Lennie miraba horrorizado al vencido hombrecito a quien tenía en su poder. Le corría la sangre por la cara; tenía un ojo herido y cerrado por la hinchazón. George le pegó una y otra vez en la cara con la palma de la mano abierta, pero Lennie seguía apretando el puño prisionero. Curley estaba pálido y encogido ahora, y su forcejeo se había debilitado. Estaba llorando, perdido su puño en la manaza de Lennie.
George gritaba y gritaba.
—Suéltale la mano, Lennie. ¡Suelta! Slim, ven a ayudarme mientras todavía le quede algo de mano a ese.
De pronto Lennie aflojó la presión de su garra. Se quedó encogido, acobardado, junto a la pared.
—Tú me lo dijiste, George —se excusó lastimosamente.
Curley se sentó en el suelo, mirando con extrañeza su mano aplastada. Slim y Carlson se inclinaron sobre él. Luego Slim se enderezó y miró a Lennie horrorizado.
—Tenemos que llevarle a un médico. Me parece que tiene todos los huesos de la mano hechos pedazos.
—Yo no quise hacerle daño —lloriqueó Lennie—. No quise lastimarlo.
—Carlson —indicó Slim—, engancha el carro de las provisiones. Lo llevaremos a Soledad y haremos que lo curen.
Carlson salió de prisa. Slim se volvió hacia el lloroso Lennie.
—Tú no tuviste la culpa —dijo—. Ese tipo se la estaba buscando. Pero ¡Jesús!, casi no le queda mano.
Slim salió y casi inmediatamente regresó con un cazo de lata lleno de agua. Lo acercó a la boca de Curley.
George preguntó:
—Slim, ¿nos echarán ahora? Necesitamos el dinero. ¿Nos echará el padre de Curley?
Slim sonrió con acritud. Se arrodilló junto a Curley.
—¿Le queda sentido bastante para escuchar?
Curley asintió.
—Bueno, escuche entonces —prosiguió Slim—. Me parece que se ha aplastado la mano en una máquina. Si no dice a nadie qué le ha pasado, nosotros no vamos a contarlo. Pero haga el menor comentario o intente echar a este hombre, nosotros contaremos lo que pasó, y ya verá cómo se reirán de usted.
—No voy a contarlo —consintió Curley evitando mirar a Lennie.
Resonaron afuera las ruedas de un carro. Slim ayudó a Curley a ponerse de pie.
—Vamos, pues. Carlson lo va a llevar a un médico.
Acompañó a Curley hasta la puerta. El ruido de las ruedas murió a lo lejos. Al cabo de un momento, Slim entró de nuevo en el cuarto. Miró a Lennie, agazapado todavía, lleno de temor, junto a la pared.
—Muéstrame las manos —pidió.
Lennie extendió las manos.
—Dios del cielo —exclamó Slim—, no me gustaría que te enfadaras conmigo.
—Lennie estaba asustado —interrumpió George—. Nada más. No sabía qué hacer. Ya te dije hoy que a nadie le conviene pelear con él. No, creo que se lo dije a Candy.
Candy asintió solemnemente.
—Así es. Esta misma mañana, cuando Curley se metió con tu amigo, me dijiste: «Mejor haría en no jugar con Lennie, si sabe lo que le conviene». Eso fue lo que dijiste.
George se volvió hacia Lennie.
—Tú no tienes la culpa, Lennie. No tienes por qué asustarte más. Hiciste sólo lo que te dije. Tal vez será mejor que vayas al lavadero y te limpies la cara. Estás horrible.
Lennie sonrió con su boca magullada.
—Yo no quise hacerle daño —dijo. Caminó hacia la puerta, pero antes de cruzarla se volvió—. ¿George?
—¿Qué te pasa?
—¿Podré cuidar los conejos todavía?
—Claro. No has hecho nada.
—No quise hacerle daño, George.
—Bueno, sal de una vez y lávate esa cara.