Capítulo 2
El atardecer de un día cálido puso en movimiento una leve brisa entre las hojas. La sombra trepó por las colinas hacia la cumbre. Sobre la orilla de arena, los conejos estaban sentados, quietos como grises piedras esculpidas. Y de pronto, desde la carretera estatal llegó el sonido de pasos sobre frágiles hojas de sicomoro. Los conejos corrieron a ocultarse sin ruido. Una zancuda garza se remontó trabajosamente en el aire y aleteó aguas abajo. Por un momento el lugar permaneció inanimado, y luego dos hombres emergieron del sendero y entraron en el espacio abierto situado junto a la laguna.
Habían caminado en fila por el sendero, e incluso en el claro uno quedó atrás del otro. Los dos vestían pantalones de estameña y chaquetas del mismo género con botones de bronce. Los dos usaban sombreros negros, carentes de forma, y los dos llevaban prietos hatillos envueltos en mantas y echados al hombro. El primer hombre era pequeño y rápido, moreno de cara, de ojos inquietos y facciones agudas, fuertes. Todos los miembros de su cuerpo estaban definidos: manos pequeñas y fuertes, brazos delgados, nariz fina y huesuda. Detrás de él marchaba su opuesto: un hombre enorme, de cara sin forma, grandes ojos pálidos y amplios hombros curvados; caminaba pesadamente, arrastrando un poco los pies como un oso arrastra las patas. No se balanceaban sus brazos a los lados, sino que pendían sueltos.
El primer hombre se detuvo de pronto en el claro y el que le seguía casi tropezó con él. El más pequeño se quitó el sombrero y enjugó la badana con el índice y sacudió la humedad. Su enorme compañero dejó caer su frazada y se arrojó de bruces y bebió de la superficie de la verde laguna; bebió a largos tragos, resoplando en el agua como un caballo. El hombre pequeño se colocó nerviosamente a su lado.
—¡Lennie! —exclamó vivamente—. Lennie, por Dios, no bebas tanto.
Lennie siguió resoplando en la laguna. El hombre pequeño se inclinó y lo sacudió.
—Lennie. Te vas a enfermar como anoche.
Lennie hundió toda la cabeza en el agua, sombrero y todo, y luego se sentó en la orilla, y el agua de su sombrero chorreó por la chaqueta azul y por la espalda.
—Está buena —afirmó—. Bebe algo, George. Echa un buen trago.
Sonrió entonces alegremente.
George desató su hatillo y lo posó suavemente en la orilla.
—No estoy seguro de que esté buena —dijo—. Parece un poco sucia.
Lennie metió una manaza en el agua y agitó los dedos de manera que el agua se elevó en un chapoteo; se ensancharon los círculos a través de la laguna hasta llegar a la otra orilla y volvieron de nuevo. Lennie miró el movimiento.
—Mira, George. Mira lo que he hecho.
George se arrodilló junto al agua y bebió de su mano, ahuecada, con rápidos movimientos.
—El sabor es bueno —admitió—. Pero no parece que corra. Nunca deberías beber agua que no corre, Lennie —agregó sin esperanzas—. Pero tú beberías de un desagüe, si tuvieras sed.
Se echó agua con la mano en la cara y la extendió con la palma bajo la mandíbula y en torno al cuello, sobre todo en la nuca. Luego volvió a calarse el sombrero, se retiró del río, alzó las rodillas y las rodeó con los brazos. Lennie, que lo había estado mirando, lo imitó exactamente. Se arrastró hacia atrás, alzó las rodillas, las rodeó con los brazos, miró a George para ver si lo había hecho bien. Bajó el ala del sombrero un poco más sobre sus ojos, hasta dejarlo tal y como estaba el sombrero de George.
George miraba malhumorado en dirección al agua. Tenía los párpados enrojecidos por el resplandor del sol.
—Podíamos haber seguido hasta el rancho —dijo con ira— si ese bastardo del autobús hubiese sabido lo que decía. «Apenas un trecho por la carretera —dice—. Apenas un trecho». ¡Casi cuatro millas! ¡Ese era el maldito trecho! No quería parar en la puerta del rancho, eso es lo que pasa. Es demasiado perezoso el condenado para acercarse hasta allá. Me pregunto si parará en Soledad siquiera. Nos echa del autobús y dice: «Apenas un trecho por la carretera». Apuesto a que eran más de cuatro millas. ¡Qué calor!
Lennie le dirigió una tímida mirada.
—¿George?
—Síii. ¿Qué quieres?
—¿Dónde vamos, George?
El hombrecito dio un tirón del ala de su sombrero y miró a Lennie con el ceño fruncido.
—¿Así que ya lo olvidaste, eh? ¿Te lo tengo que decir otra vez, verdad? ¡Jesús! ¡Eres un verdadero idiota!
—Lo olvidé —dijo Lennie suavemente—. Traté de no olvidarlo. Lo juro por Dios, George.
—Bueno, bueno. Te lo diré otra vez. No tengo nada que hacer. No importa que pierda el tiempo diciéndote las cosas para que las olvides, y volviéndotelas a decir.
—Intenté e intenté no olvidarlo —se excusó Lennie— pero no pude. Me acuerdo de los conejos, George.
—¡Al diablo con los conejos! Eso es todo lo que puedes recordar, los conejos. ¡Bueno! Ahora me escuchas y la próxima vez tienes que recordarlo, para que no nos veamos en apuros. ¿Recuerdas cuando nos sentamos en aquella alcantarilla de la calle Howard y miramos aquella pizarra?
La cara de Lennie se quebró con una encantadora sonrisa.
—Pues claro, George, de eso me acuerdo… pero… ¿qué hicimos después? Recuerdo que pasaron unas chicas y tú dijiste… dijiste…
—Al diablo con lo que dije. ¿Recuerdas que fuimos a donde Murray y Ready, y nos dieron tarjetas de trabajo y billetes para el autobús?
—Ah, claro, George. Ahora me acuerdo.
Introdujo rápidamente las manos en los bolsillos de su chaquetón y agregó suavemente:
—George… No tengo mi tarjeta. Debo de haberla perdido.
Miró al suelo lleno de desesperación.
—No la tenías, imbécil. Yo tengo las dos aquí. ¿Crees que te iba a dejar que llevaras tu tarjeta de trabajo?
Lennie sonrió aliviado.
—Yo… yo creía que la había puesto en el bolsillo.
Y su mano fue otra vez al bolsillo.
—¿Qué has sacado de ese bolsillo? —preguntó George, mirándolo fijamente.
—No tengo nada en el bolsillo —contestó Lennie astutamente.
—Ya sé que no hay nada. Lo tienes en la mano. ¿Qué estás escondiendo en la mano?
—No tengo nada, George. De veras.
—Vamos, dame eso.
Lennie estiró el brazo para alejar su mano de George.
—No es más que un ratón, George.
—¿Un ratón? ¿Vivo?
—¡Ajá! Es sólo un ratón muerto, George. Yo no lo maté. ¡De veras! Lo encontré. Lo encontré muerto.
—¡Dámelo!
—Oh, déjame que lo tenga, George.
—¡Dámelo!
La mano cerrada de Lennie obedeció lentamente. George cogió el ratón y lo arrojó, por encima de la laguna, a la otra orilla, entre los matorrales.
—¿Para qué quieres un ratón muerto, eh?
—Podría acariciarlo con el pulgar mientras caminamos —explicó Lennie.
—Bueno, no vas a acariciar ratones mientras caminas conmigo. ¿Recuerdas adónde vamos, ahora?
Lennie lo miró con asombro y luego, avergonzado, ocultó la cara contra las rodillas.
—Lo olvidé otra vez.
—Dios mío —dijo George resignadamente—. Bueno…, mira: vamos a trabajar en un rancho como aquel donde estuvimos en el norte.
—¿El norte?
—En Weed.
—Ah, claro. Ya recuerdo. En Weed.
—El rancho adónde vamos está muy cerca. Iremos a ver al patrón. Ahora, fíjate. Yo le daré las tarjetas de empleo, pero tú no dirás ni una palabra. Te quedas quieto y no dices nada. Si descubre lo imbécil que eres, no nos va a dar trabajo, pero si te ve trabajar antes de oírte hablar, estamos contratados. ¿Lo has entendido?
—Claro, George. Claro que lo he entendido.
—Bien. Ahora, cuando vayamos a ver al patrón, ¿qué vas a hacer?
—Yo… yo —empezó Lennie pensativo. Su rostro quedó tenso de tanto pensar—. Yo… no voy a decir nada. Me quedo allí quieto, sin decir nada.
—¡Eso es! Ahora, repítelo dos, tres veces para estar seguro de no olvidarlo.
Lennie canturreó suavemente:
—No voy a decir nada… No voy a decir nada… No voy a decir nada.
—Bueno —interrumpió George—. Y tampoco vas a hacer disparates como en Weed.
—¿Como en Weed? —preguntó Lennie con expresión de perplejidad.
—Ah, de modo que también has olvidado eso, ¿verdad? Bueno. No voy a hacértelo recordar, para que no lo hagas de nuevo.
Una luz de comprensión apareció en el rostro de Lennie.
—Nos echaron fuera de Weed —estalló triunfalmente.
—No nos echaron, qué diablos —dijo George con rabia—. Nosotros fuimos los que corrimos. Nos buscaban, pero no nos encontraron.
Lennie soltó una risita feliz.
—De eso no me he olvidado.
George se tendió de espaldas en la arena y cruzó las manos bajo la nuca, y Lennie lo imitó, pero levantando la cabeza para comprobar si estaba haciéndolo bien.
—Dios, mira que causas complicaciones —se quejó George—. ¡Lo pasaría tan bien, tan tranquilamente, si no te tuviera pegado a mis talones! Podría vivir tan bien…, hasta tener una mujer, quizás.
Por un momento Lennie yació quieto, y de pronto dijo lleno de esperanza:
—Vamos a trabajar en un rancho, George.
—Bueno. Ya lo has entendido. Pero vamos a dormir aquí porque tengo mis razones para hacerlo así.
El día moría rápidamente. Sólo las cimas de las montañas Gabilan llameaban con la luz del sol, que ya había desaparecido del valle. Una culebra de agua se deslizó por la laguna, alzada la cabeza como un periscopio diminuto. Las cañas se movían con pequeñas sacudidas en la corriente. Muy lejos, hacia la carretera, un hombre gritó algo y otro hombre gritó la respuesta. Las hojas de sicomoro susurraron con una ráfaga de viento que murió inmediatamente.
—George… ¿Por qué no vamos al rancho y comemos algo? En el rancho hay comida.
George se recostó de lado.
—Por ninguna razón que puedas entender. Me gusta estar aquí. Mañana vamos a ir a trabajar. He visto máquinas trilladoras mientras veníamos. Eso quiere decir que vamos a cargar sacos de cereales hasta reventar. Esta noche voy a quedarme tendido aquí mirando al cielo. Esto es lo que me gusta.
Lennie se puso de rodillas y miró a George.
—¿No vamos a comer?
—Claro que sí, si recoges algunas ramas secas. Tengo tres latas de judías en mi hatillo. Prepara el fuego. Te daré una cerilla cuando juntes las ramas. Entonces calentaremos las judías y comeremos.
—Me gustan las judías con salsa de tomate —dijo Lennie.
—Bueno, pero no tenemos tomate. Ve a buscar leña. Y no te entretengas, porque muy pronto será de noche.
Lennie se puso en pie torpemente y desapareció entre los matorrales. George permaneció donde estaba, silbando suavemente. Se oyó el ruido de un chapoteo en el río, en la dirección que había tomado Lennie. George dejó de silbar y escuchó.
—¡Pobre bestia! —susurró con dulzura, y siguió silbando.
Al cabo de un momento Lennie volvió ruidosamente por entre las matas. Tenía en la mano una ramita de sauce. George se sentó en seguida.
—Bueno, basta —dijo bruscamente—. ¡Dame ese ratón!
Pero Lennie adoptó una cuidadosa expresión de inocencia.
—¿Qué ratón, George? Yo no tengo ningún ratón.
—Vamos. Dámelo. No vas a engañarme.
Lennie vaciló, retrocedió un paso, miró azorado hacia los matorrales como si pensara huir en busca de libertad. George insistió fríamente:
—¿Vas a darme ese ratón, o tengo que darte un puñetazo?
—¿Darte qué, George?
—Sabes bien qué, diablos. Quiero ese ratón.
Lennie metió de mala gana la mano en el bolsillo. Su voz se quebró al decir:
—No sé por qué no puedo guardarlo. Este ratón no es de nadie. Yo no lo robé. Lo encontré tendido junto al camino.
La mano de George siguió imperiosamente tendida. Con lentitud, como un perrito que no quiere entregar la pelota a su amo, Lennie se acercó, retrocedió, se acercó otra vez. George chasqueó los dedos y, al oír este sonido, Lennie depositó el ratón en la palma de su amigo.
—No hacía nada malo, George. Lo estaba acariciando, nada más.
George se puso de pie y arrojó el ratón tan lejos como pudo hacia los matorrales ya oscurecidos; después se acercó al agua y se lavó las manos.
—Idiota. ¿Creíste que no iba a ver que tenías los pies mojados por haber cruzado el río para buscarlo?
Oyó el lastimero sollozo de Lennie y giró en redondo.
—¡Lloriqueando como una nena! ¡Jesús! ¡Un grandullón como tú!
Temblaron los labios de Lennie, y en sus ojos aparecieron unas lágrimas. George puso una mano sobre el hombro de Lennie.
—No te lo quito para hacerte sufrir. Ese ratón se estaba pudriendo; y además, lo habías roto de tanto acariciarlo. Cuando consigas otro ratón más fresco, te lo dejaré un tiempo.
Lennie se sentó en el suelo y dejó caer la cabeza, desconsolado.
—No sé dónde habrá otro ratón. Recuerdo que una señora me daba ratones… Todos los que conseguía. Pero esa señora no está aquí.
—¿Señora, eh? —se burló George—. Ni siquiera te acuerdas de quién era esa señora. Era tu tía Clara. Y ella misma dejó de darte ratones. Siempre los matabas.
Lennie alzó tristemente la vista.
—Eran tan pequeños —dijo, disculpándose—. Yo los acariciaba y en seguida me mordían los dedos, y yo les apretaba un poco la cabeza, y entonces se morían… porque eran muy pequeños. Me gustaría tener pronto esos conejos, George. No son tan pequeños.
—¡Al diablo los conejos! Y no se te pueden confiar ratones vivos. Tu tía Clara te dio un ratón de goma y no quisiste saber nada.
—No servía para acariciarlo —explicó Lennie.
La llama de la puesta de sol se elevó desde la cumbre de las montañas y el crepúsculo entró en el valle, y la penumbra se extendió entre los sauces y los sicomoros. Una carpa enorme subió a la superficie de la laguna, tragó aire y luego se hundió misteriosamente otra vez en el agua oscura, dejando unos círculos que se ensanchaban en la laguna. Más arriba, las hojas susurraron de nuevo, y unas hebras de algodón cayeron suavemente y se posaron en la superficie del agua.
—¿Vas a buscar esa leña? —preguntó George—. Hay mucha ahí, tras ese sicomoro. Es leña de la crecida del agua. Cógela, vamos.
Lennie fue detrás del árbol y trajo un manojo de hojas y ramitas secas. Las arrojó en montón sobre las cenizas y volvió a buscar más. Ya era casi de noche. Las alas de una paloma silbaron sobre el agua. George caminó hasta la pila de leña y encendió las hojas secas. La llamarada crepitó entre las ramitas y empezó a quemarlas. George deshizo su hatillo y sacó tres latas de judías. Las colocó en torno al fuego, cerca de la llama, pero sin que la tocaran.
—Hay bastante para cuatro —afirmó.
Lennie lo miraba por encima del fuego.
—Me gustan con salsa de tomate —dijo pacientemente.
—Bueno, pero no tenemos —explotó George—. Cualquier cosa que no tengamos, eso es lo que quieres. ¡Dios del cielo! Si yo estuviera solo, viviría tan bien… Conseguiría un empleo y trabajaría sin tropiezos… Nada de sustos…, y cuando llegara a fin de mes podría cobrar mis cincuenta dólares y podría ir a la ciudad y comprar lo que quisiera. ¡Podría estar toda la noche en un burdel! Podría comer donde se me antojara, en un hotel o en cualquier parte, y pedir todo lo que me gustara. Y podría hacer todo eso cada mes. Me compraría tres litros de whisky, o me pasaría la noche jugando a las cartas o a los dados.
Lennie se arrodilló y, por encima del fuego, miró al enfurecido George. La cara de Lennie tenía una expresión aterrorizada.
—Y en cambio, ¿qué hago? —siguió George con rabia—. ¡Te tengo a ti! No puedes conservar un empleo, y me haces perder todos los trabajos que me dan. No haces más que obligarme a recorrer el país entero. Y eso no es lo peor. Te metes en líos. Haces cosas malas y yo tengo que sacarte de apuros.
Se alzó su voz hasta ser casi un grito.
—Imbécil, hijo de perra… Me tienes siempre sobre ascuas.
George adoptó los modales primorosos de las niñas cuando se mofan unas de otras.
—Sólo quería tocar el vestido de esa chica —imitó—. Quería acariciarlo como a los ratones… Sí, pero ¿cómo diablos iba a saber ella que no querías más que eso? La pobre da un tirón, y tú sigues agarrándola como si fuera un ratón. Grita, y nos tenemos que esconder en una zanja todo el día mientras nos buscan, y tenemos que escaparnos en la oscuridad y salir de allí escondidos. Y siempre es igual, siempre. Desearía poder meterte en una jaula con un millón de ratones para que te divirtieras.
La ira lo abandonó súbitamente. Miró a través del fuego la angustiada cara de Lennie, y entonces, avergonzado, bajó los ojos hacia las llamas.
Era muy oscuro ya, pero el fuego iluminaba los troncos de los árboles y las curvas ramas más arriba. Lennie se arrastró lentamente, con cautela, alrededor de la hoguera hasta que estuvo junto a George. Se sentó entonces sobre los talones. George hizo girar las latas de judías para que el fuego les diera del otro lado. Fingió no haber advertido que Lennie se encontraba tan cerca de él.
—George —dijo muy suavemente.
No hubo respuesta.
—¡George! —insistió.
—¿Qué quieres?
—Estaba bromeando, George. No quiero salsa de tomate. No comería salsa de tomate aunque la tuviera aquí al lado.
—Si la tuviéramos podrías comer una poca.
—Pero no la comería, George. Te la dejaría toda a ti. Podrías tapar tus judías con salsa, y yo no la tocaría siquiera.
George seguía mirando empecinadamente el fuego.
—Cuando pienso lo bien que lo pasaría sin ti, me vuelvo loco. No me dejas en paz nunca.
Lennie seguía arrodillado. Miró a lo lejos, a la oscuridad al otro lado del río.
—George, ¿quieres que me vaya y te deje solo?
—¿Dónde diablos ibas a ir?
—Bueno… Podría irme a esas montañas. En algún sitio encontraría una cueva.
—¿Sí, eh? ¿Qué ibas a comer? No tienes suficiente cabeza ni para buscar qué comer.
—Algo encontraría, George. No necesito buena comida con salsa de tomate. Me tendería al sol y nadie me haría daño. Y si encontrara un ratón podría guardarlo. Nadie me lo quitaría.
George lo miró rápida, inquisitivamente.
—¿He sido malo contigo, eh?
—Si no me quieres, puedo irme a las montañas y encontrar una cueva. Puedo marcharme en seguida.
—No…, ¡mira! Sólo hablaba en broma, Lennie. Porque yo quiero que estés conmigo. Lo malo de los ratones es que siempre los matas. —Hizo una pausa—. Oye lo que te digo, Lennie. En cuanto tenga una oportunidad te regalaré un perrito. Tal vez no lo mates. Sería mejor que los ratones. Y podrías acariciarlo con más fuerza.
Lennie eludió el cebo. Había intuido que tenía ventaja.
—Si no quieres estar conmigo, no tienes más que decirlo y en seguida me marcho a las montañas, a esas de allá… Subo a las montañas y vivo solo. Y nadie me robará los ratones.
—Quiero que te quedes conmigo, Lennie —dijo George—. Jesús, lo más probable es que te mataran como a un coyote si vivieras solo. No, te quedas conmigo. Tu tía Clara no querría que anduvieras solo…, aunque esté muerta.
—Háblame —dijo mañosamente Lennie—, háblame… como lo hacías antes.
—¿Que te hable de qué?
—De los conejos.
George replicó bruscamente:
—No me vas a engañar.
—Vamos, George —rogó Lennie—. Dímelo. Por favor, George. Como me lo dijiste antes.
—¿Te gusta mucho, eh? Bueno, te lo diré, y después comeremos…
Se hizo más profunda la voz de George. Recitó las palabras rítmicamente, como si las hubiera dicho muchas veces ya.
—Los hombres como nosotros, que trabajan en los ranchos, son los tipos más solitarios del mundo. No tienen familia. No son de ningún lugar. Llegan a un rancho y trabajan hasta que tienen un poco de dinero, y después van a la ciudad y malgastan su dinero, y no les queda más remedio que ir a molerse los huesos en otro rancho. No tienen nada que esperar del futuro.
Lennie estaba encantado.
—Eso es…, eso es. Ahora, explícame, cómo somos nosotros.
George prosiguió:
—Con nosotros no pasa así. Tenemos un porvenir. Tenemos alguien con quien hablar, alguien que piensa en nosotros. No tenemos que sentarnos en un café malgastando el dinero sólo porque no hay otro lugar adonde ir. Si esos otros tipos caen en la cárcel, pueden pudrirse allí porque a nadie le importa. Pero nosotros, no.
—¡Pero nosotros no! —interrumpió Lennie—. Y ¿por qué? Porque… porque yo te tengo a ti para cuidarme, y tú me tienes a mí para cuidarte, por eso. —Soltó una carcajada de placer—. ¡Sigue ahora, George!
—Te lo sabes de memoria. Puedes decirlo solo.
—No, tú. Yo me olvido de algunas cosas. Cuenta cómo va a ser.
—Bueno. Algún día… vamos a reunir dinero y vamos a tener una casita y un par de acres de tierra y una vaca y unos cerdos y…
—Y viviremos como príncipes —gritó Lennie—. Y tendremos conejos. ¡Vamos, George! Cuenta lo que vamos a tener en la huerta y habla de los conejos en las jaulas y de la lluvia en el invierno y la estufa, y háblame de la crema de la leche, tan espesa que apenas la podremos cortar. Cuéntamelo todo, George.
—¿Por qué no lo dices tú? Lo sabes todo.
—No…, dilo tú. No es lo mismo si hablo yo. Vamos…, George. ¿Cómo me vas a dejar que cuide de los conejos?
—Bueno. Vamos a tener una buena huerta y una conejera y gallinas. Y cuando lleguen las lluvias en el invierno, no diremos más que «al diablo con el trabajo», y haremos un buen fuego en la estufa y nos sentaremos y oiremos la lluvia cayendo sobre el techo… ¡Tonterías! —Sacó un cuchillo del bolsillo—. No tengo tiempo para hablar más.
Metió el cuchillo en la tapa de una de las latas de judías, la cortó y pasó la lata a Lennie. Luego abrió una segunda lata. De otro bolsillo sacó dos cucharas y pasó una a Lennie.
Se sentaron junto al fuego y se llenaron la boca con judías y masticaron poderosamente. Unas pocas judías se escaparon por un lado de la boca de Lennie y resbalaron por su barbilla. George lo apuntó con la cuchara.
—¿Qué vas a decir mañana cuando el patrón te pregunte algo?
Lennie dejó de masticar y tragó con fuerza. Se le contrajo la cara en su esfuerzo por concentrarse.
—Yo… yo no voy… a decir una palabra.
—¡Perfecto! ¡Eso es, Lennie! Tal vez estés mejorando. Cuando tengamos ese par de acres te dejaré cuidar los conejos, ya verás. Especialmente si recuerdas todo tan bien como ahora.
Lennie se atragantó de orgullo.
—Claro que puedo recordarlo —afirmó.
George lo señaló otra vez, blandiendo la cuchara.
—Oye, Lennie. Quiero que mires bien dónde estamos. ¿Podrás acordarte de este sitio, verdad? El rancho queda a un cuarto de milla en esa dirección. Hay que seguir el río.
—Seguro —dijo Lennie—. De eso puedo acordarme. ¿No recordé que no tengo que decir una palabra?
—Claro que sí. Bueno, oye, Lennie… Si llegas a verte en aprietos, como siempre te ocurre, quiero que vengas a este lugar y te escondas en el matorral.
—Que me esconda en el matorral —repitió Lennie lentamente.
—Sí, que te escondas en el matorral hasta que venga yo. ¿Te acordarás de eso?
—Claro que sí, George. Esconderme en el matorral hasta que llegues.
—Pero no te vas a meter en ningún lío, porque entonces no te dejaré cuidar los conejos.
George arrojó la lata de judías vacía entre la maleza.
—No me voy a meter en líos, George. No voy a decir una palabra.
—Bueno. Trae tu hatillo junto al fuego. Va a ser agradable dormir aquí. Mirando el cielo, y las hojas. No avives el fuego. Deja que se vaya apagando.
Hicieron sus lechos en la arena y, al disminuir la llamarada de la hoguera, se hizo más pequeña la esfera de luz; las curvadas ramas desaparecieron, y sólo un leve resplandor mostraba dónde estaban los troncos de los árboles. Desde la oscuridad llamó Lennie:
—George…, ¿estás dormido?
—No. ¿Qué quieres?
—Vamos a tener conejos de distinto color, George.
—Claro que sí —asintió George somnoliento—. Conejos rojos y azules y verdes, Lennie. Millones de conejos.
—Conejos muy peludos, George, como los vi en la feria de Sacramento.
—Claro, bien peludos.
—Porque lo mismo podría marcharme yo, George, y vivir en una cueva.
—Lo mismo podrías irte al diablo —dijo George—. Cállate ya.
La luz roja se extinguió en las brasas. Desde la colina al otro lado del río aulló un coyote y un perro respondió desde lejos. Las hojas de sicomoro susurraron con la apagada brisa de la noche.