A la casa de mis abuelos, como ya he contado, la llamaban Casalinho, y el nombre del lugar donde se levantaba era Divisiones, tal vez porque el olivar ralo y esparcido que había enfrente (campo de fútbol después y en los últimos tiempos jardín) perteneciese a diferentes dueños: como si en vez de árboles se tratase de ganado, los olivos estaban marcados en el tronco con las iniciales de los nombres de sus respectivos propietarios. La construcción era de lo más tosco que entonces se hacía, térrea, de un piso único, pero levantada del suelo cerca de un metro como precaución ante las crecidas del río, sin ninguna ventana en la fachada ciega, nada más que una puerta de la que se abría el tradicional postigo. Tenía dos compartimentos espaciosos, la habitación de fuera, así llamada por dar a la calle, donde había dos camas y unas cuantas arcas, tres si la memoria no me falla, y a continuación la cocina, una y otra de teja vana por arriba y suelo de tierra por abajo. De noche, cuando estaba apagado el quinqué de petróleo, siempre se podía distinguir por las grietas del tejado el cintilar de una estrella errante. A intervalos irregulares, tal vez cada dos meses o tres, mi abuela cubría de barro, lo que se llamaba embarrar, la habitación de fuera. Para eso disolvía la cantidad de barro apropiada en un cubo de agua y después, de rodillas, utilizando un paño que iba empapando en la mezcla, y moviéndose desde delante hacia atrás, hacía con el paño, a un lado y a otro, grandes movimientos de brazos que iban cubriendo todo el suelo con una nueva capa. Mientras el barro no estuviera completamente seco, todos teníamos prohibido pisar. Todavía tengo en la nariz el olor de aquel barro mojado y en los ojos el color rojo del suelo que se iría apagando poco a poco, a medida que el agua se fuera evaporando. Que yo recuerde, la cocina nunca fue embarrada, barrida sí, en todo caso sin exageraciones. Pero embarrada, jamás. Aparte de las camas y de las arcas, había en la habitación de fuera una mesa de madera natural, es decir, sin pintar, de patas altas, sobre la cual había un espejo viejo, esmerilado y con fallos en la película de mercurio, un reloj de capilla y otras bagatelas sin valor alguno. (Mucho más tarde, ya pasados con creces mis cuarenta años, me compré en un anticuario de Lisboa un reloj semejante que todavía hoy conservo, como algo que le hubiera pedido prestado a la infancia). El espejo formaba parte de un pequeño y tosco tocador, también sin pintura, con un cajón central y dos cajoncillos a los lados, llenos de cosas menudas que no servían para nada, y que iban pasando de un año a otro sin cambios visibles de contenido. Por encima de la mesa, en la pared blanca, como una galaxia de rostros, era donde se reunían los retratos de la familia: a nadie se le ocurrió distribuirlos como una decoración, por las paredes desconchadas de la habitación de fuera. Estaban allí como santos en un altar, como piezas de un relicario colectivo, fijos, inmutables. La cocina era el mundo. Había dos camas, una mesa que cojeaba en el suelo irregular y que continuamente era necesario calzar para que no se moviera, dos sillas pintadas de azul, la chimenea con la «muñeca del hogar» al fondo, una figura vagamente antropomórfica de contorno parco, que desapareció, como todo lo demás, cuando el tío Manuel, el más joven de los tíos maternos y policía de seguridad pública como mi padre, se quedó con la casa, al morir mi abuela, para levantar en su lugar una construcción que le resultaría insoportable a cualquier persona de mediano gusto, pero que a él le deslumbraría. Nunca le pregunté si se había quedado satisfecho con su obra, porque, siguiendo las arraigadas tradiciones de familia, habíamos dejado de hablarnos. Imagino que la «muñeca» sería la representación resumida de un espíritu doméstico pagano, por ejemplo un penate romano (recuerdo que una frase que se pronunciaba con frecuencia en aquellos tiempos, «regresar a penates», significaba simplemente «volver a casa»). Por lo que se podía apreciar en el relieve, la muñeca debía de haber sido hecha con ladrillos cuadrados, dispuestos de tal modo que formaban, embutidos en la pared, dos juntos abajo, que simulaban la parte superior del tronco, otro sobre ellos, centrado, que sería el cuello, y un tercero, colocado al bies, que hacía de cabeza. Mi abuela llamaba a eso la «muñeca del hogar» y me contenté con la información hasta que, años después, gracias a las virtudes cognitivas de la lectura, pienso que encontré la explicación. ¿De verdad sería ésa? La chimenea era pequeña, sólo nos podíamos acoger en ella dos personas, generalmente mi abuelo y yo. Como siempre, en el invierno, cuando el frío helaba el agua durante la noche dentro de los cántaros y por la mañana teníamos que partir con un palo la capa de hielo que se había formado dentro, nos asábamos por delante y tiritábamos por detrás. Cuando el frío apretaba en serio, estar en casa o estar fuera no suponía gran diferencia. La puerta de la cocina que daba al huerto era viejísima y más cancela que puerta, con fisuras por donde cabía mi mano, pero lo más extraordinario es que durante años y años así permaneció. Era como si ya fuera vieja cuando la colocaron en los goznes. Sólo más tarde, con mi abuelo Jerónimo ya fallecido (se fue de este mundo en 1948), llegó a beneficiarse de algunas reparaciones, por no decir simples remiendos. Pese a todo, creo que no la sustituyeron nunca. Fue en esa casa, humilde como la que más, donde se acogieron mis abuelos después de casados, ella, según era voz pública en aquel tiempo, la mocita más guapa de Azinhaga, él, el abandonado en el torno de la Misericordia de Santarém y a quien llamaban «palo-negro» por su tez morena. Allí vivieron siempre. Me contó la abuela que la primera noche de casados la pasó el abuelo Jerónimo sentado a la puerta de casa, al relente, con un palo sobre las rodillas, a la espera de los celosos rivales que habían jurado ir y apedrearles el tejado. Al final no apareció nadie y la luna viajó (permítaseme que lo imagine así) toda la noche por el cielo, mientras mi abuela, acostada en la cama, con los ojos abiertos, esperaba a su marido. Y era ya madrugada clara cuando se abrazaron el uno al otro.
Es tiempo de hablar de la célebre novela María, a fada dos bosques, que tantas lágrimas les hizo derramar a las familias de los barrios populares lisboetas de los años veinte. Publicada, si no me equivoco, por las Ediciones Romano Torres, era distribuida en fascículos o cuadernos semanales de dieciséis páginas, entregadas en determinadas fechas en las casas de los suscriptores. También la recibíamos en el último piso de la calle de los Cavaleiros 57, pero, en esa época, salvo las pocas luces que me habían quedado de trazar letras en la pizarra, insuficientes a todo título, mi iniciación en el delicado arte de descifrar jeroglíficos todavía no había principiado. Quien se encargaba de leerlos, en voz alta, para edificación de mi madre y mía, ambos analfabetos, yo que lo seguiría siendo todavía algún tiempo, ella durante toda su vida, era la madre de Félix, cuyo nombre, por más que escudriño en la memoria, no consigo recordar. Nos sentábamos los tres en los inevitables bancos bajos, la lectora y los oyentes, y nos dejábamos llevar en las alas de las palabras hasta aquel mundo tan diferente al nuestro. Recuerdo que entre las mil desgracias que a lo largo de las semanas venían cayendo, implacables, sobre la cabeza de la infeliz María, víctima del odio y de la envidia de una rival poderosa y malvada, hubo un episodio que para siempre se me quedó grabado. En el transcurso de diversas peripecias que con el tiempo se me han desvanecido, aunque, en cualquier caso, no interesaría desmenuzar aquí, María había sido encarcelada en los lóbregos subterráneos del castillo de su mortal enemiga, y ésta, como si todavía necesitara confirmar lo que los estimados lectores, por los antecedentes, ya conocían de sobra, o sea, el pésimo carácter con que había sido dotada al nacer, se aprovechó de que la pobre doncella era lo que se dice una prenda en las artes del bordado y otras femeninas labores, y le ordenó, bajo amenaza de los peores castigos conocidos y por conocer, que trabajara para ella. Como se ve, aparte de malvada, explotadora. Ora bien, entre las hermosas piezas que María había bordado durante el tiempo de su reclusión se encontraba un magnífico déshabillé que la castellana decidió reservar para su propio uso. Entonces, por una de esas coincidencias extraordinarias que sólo en las novelas suceden y sin cuya participación nadie se tomaría el trabajo de escribirlas, el garboso caballero que quería a María y que por ella era tiernamente correspondido fue de visita al tal castillo, sin que le pudiera pasar por la cabeza que su amada se encontraba allí prisionera y agujereándose los dedos bordando en una mazmorra. La castellana, que desde hacía mucho tiempo le tenía el ojo echado, razón de la terrible rivalidad de la que más arriba quedó hecha sucinta referencia, decidió que tenía que seducirlo en esa misma noche. Y, como lo pensó, lo hizo. A altas horas de la madrugada se introdujo subrepticiamente en el dormitorio del huésped con el tal déshabillé puesto, provocativa y perfumada, capaz de hacer perder la cabeza a todos los santos de la corte del cielo, cuanto más a un caballero pujante de energía, en la fuerza de la vida, por muy enamorado que estuviera de la purísima y sufridora María. De hecho, en los brazos de aquella inmoral criatura que se le había metido en la cama, ya sobre los redondos y embriagadores senos que, sin margen de duda razonable, se revelaban a través de los encajes, a punto de dejarse caer, rendido, en el seductor abismo, he aquí que de repente, y mientras la pérfida comenzaba a cantar victoria, el caballero retrocedió como si le hubiera picado el áspid que se escondía en el canal de los senos de Cleopatra, y, poniendo la mano temblorosa en los bordados, que arrancó, llamó a gritos: «¡María! ¡María!». ¿Qué había pasado? Supongo que costará ser creído, pero así estaba escrito. María, en su cárcel, como el náufrago que lanza una botella al agua esperando que el mensaje llegue a ser recogido por alguna mano salvadora, había bordado en el déshabillé una petición de socorro con su nombre y el lugar donde estaba prisionera. Salvado de la ignominia en el último instante, el caballero repelió con violencia a la lúbrica señora y salió corriendo a rescatar del cautiverio a su virginal y adorada María. Debió de ser más o menos en esos días cuando nos mudamos a la calle Fernão Lopes, por eso aquella Fada dos bosques terminó por ahí, puesto que la suscripción era de la madre de Félix. Nosotros sólo nos beneficiábamos de la lectura semanal gratis, y no era poca cosa, sobre todo para mí, que el recuerdo de tan dramático y perturbador episodio, pese a la poca edad que tenía entonces, nunca más se me borraría de la memoria.
Aprendí a leer con rapidez. Gracias a los cuidados de la instrucción que había comenzado a recibir en la primera escuela, la de la calle Martens Ferrao, de la que apenas soy capaz de recordar la entrada y la escalera siempre oscura, pasé, casi sin transición, a frecuentar de forma regular los niveles superiores de la lengua portuguesa en las páginas de un periódico, el Diãrio de Notícias, que mi padre traía todos los días a casa y que supongo que se lo regalaba algún amigo, un repartidor de periódicos de los de buena venta, tal vez el dueño de un estanco. Comprar, no creo que lo comprara, por la pertinente razón de que no nos sobraba el dinero para gastarlo en semejantes lujos. Para dejar una idea clara de la situación, baste decir que durante años, con absoluta regularidad estacional, mi madre llevaba las mantas a la casa de empeños cuando el invierno terminaba, para sólo rescatarlas, ahorrando centavo a centavo y así poder pagar los intereses todos los meses y el levantamiento final, cuando los primeros fríos comenzaban a apretar. Obviamente, no podía leer de corrido el ya entonces histórico matutino, pero una cosa tenía clara: las noticias del diario estaban escritas con los mismos caracteres (letras los llamábamos, no caracteres) cuyos nombres, funciones y mutuas relaciones estaba aprendiendo en la escuela. De modo que, apenas supe deletrear, ya leía, aunque sin entender lo que estaba leyendo. Identificar en la lectura del periódico una palabra que conociera era como encontrar una señal en la carretera diciéndome que iba bien, que seguía la buena dirección. Y así, de esta manera tan poco corriente, Diãrio tras Diãrio, mes tras mes, haciendo como que no oía las bromas de los adultos de la casa, que se divertían a mi costa viéndome mirar un periódico como si fuera un muro, llegó mi media hora de dejarlos sin habla, cuando, un día, de un tirón, leí en voz alta, sin titubear, nervioso pero triunfante, unas cuantas líneas seguidas. No entendía todo lo que decía, pero eso no importaba. Además de mi padre y de mi madre, los dichos adultos antes escépticos, ahora rendidos, eran los Barata. Pues bien, sucedió que en esa casa, donde no había libros, un libro había, uno solo, grueso, encuadernado, salvo error, en azul celeste, que se llamaba A Toutinegra do Moinho, y cuyo autor, si la memoria todavía acierta, era Emile Richebourg, de cuyo nombre las historias de la literatura francesa, incluso las más minuciosas, no creo que hagan gran caso, si es que alguno le hicieron, pero habilísima persona en el arte de explorar con la palabra los corazones sensibles y los sentimentalismos más arrebatados. La dueña de esta joya literaria absoluta, por todos los indicios también resultante de previa publicación en fascículos, era Concepción Barata, que lo guardaba como un tesoro en una gaveta de la cómoda, envuelto en papel de seda, con olor a naftalina. Esta novela acabaría convirtiéndose en mi primera gran experiencia de lector. Todavía me encontraba muy lejos de la biblioteca del Palacio de las Galveias, pero el primer paso para llegar ya estaba dado. Y gracias a que nuestra familia y la de los Barata vivieron juntas durante un buen puñado de años, tuve tiempo más que de sobra para llevar la lectura hasta el final y regresar al principio. Sin embargo, contrariamente a lo que me sucedió con María, a fada dos bosques, no consigo, por más que lo he intentado, recordar un solo pasaje del libro. A Emile Richebourg no le gustaría esta falta de consideración, él que pensaba haber escrito su Toutinegra con tinta imborrable. Pero las cosas no se quedaron ahí. Años después llegaría a descubrir, con la mayor de las sorpresas, que también había leído a Molière en el sexto piso de la calle Fernão Lopes. Un día, mi padre apareció en casa con un libro (no soy capaz de imaginar cómo lo habría obtenido) que era nada más y nada menos que una guía de conversación de portugués-francés, con las páginas divididas en tres columnas, la primera, a la izquierda, en portugués, la segunda, central, en lengua francesa, y la tercera, al lado de ésta, reproducía la pronunciación de las palabras de la segunda columna. De entre las distintas situaciones con que podía tropezarse un portugués que tuviera que comunicarse en francés con la ayuda de la guía de conversación (en una estación de trenes, en una recepción de un hotel, en una agencia de alquiler de coches, en un puerto marítimo, en un sastre, comprando entradas para el teatro, probándose un traje en el sastre, etcétera), aparecía inopinadamente un diálogo entre dos personas, dos hombres, siendo uno de ellos algo así como el maestro y el otro una especie de alumno. Lo leí muchas veces porque me divertía la estupefacción del hombre que no podía creerse lo que el profesor le explicaba, que él hablaba en prosa desde que nació. Yo no sabía nada de Molière (¿y cómo podría saberlo?), pero tuve acceso a su mundo, entrando por la puerta grande, cuando aún no había pasado de la a-e-i-o-u. Sin duda alguna, era un niño con suerte.
El director de la escuela del Largo do Leão, adonde me llevaron después de hacer el primer grado en la calle Martens Ferrao, y cuyo nombre propio no consigo recordar, tenía el raro apellido de Vairinho (hoy no se encuentra ningún Vairinho en la guía de teléfonos de Lisboa) y era un hombre alto y delgado, de rostro severo, que disimulaba la calvicie llevándose el pelo de uno de los lados hasta el otro y manteniéndolo con fijador, tal como hacía mi padre, aunque yo deba confesar que el peinado del maestro me parecía mucho más presentable que el de mi progenitor. A mí, ya en aquella tierna edad se me antojaba un tanto caricato (perdóneseme la falta de respeto) el aspecto de mi padre, sobre todo cuando lo veía al levantarse de la cama, con aquellas greñas caídas en su lado natural y la piel blanca del cráneo de una palidez blanda, puesto que, siendo él policía, tenía que andar la mayor parte del tiempo con la gorra del uniforme puesta. Cuando fui a la escuela del Largo do Leão, la profesora de segundo grado, que ignoraba hasta dónde el recién llegado habría accedido en el provecho de las materias dadas y sin ningún motivo para esperar de mi persona cualquier reseñable sabiduría (hay que reconocer que no tenía obligación de pensar otra cosa), mandó que me sentara entre los más atrasados, los cuales, en virtud de la disposición del aula, estaban en una especie de limbo, a la derecha de la profesora y enfrente de los más adelantados, que debían servirles de ejemplo. Más tarde, a los pocos días de que empezaran las clases, la profesora, a fin de averiguar cómo estábamos de familiarizados con las ciencias ortográficas, nos hizo un dictado. Entonces yo tenía una caligrafía redonda y equilibrada, firme, buena para la edad. Pues bien, ocurrió que el Zezito (no tengo la culpa del diminutivo, así era como me llamaba la familia, mucho peor hubiera sido que mi nombre fuera Manuel y me dijeran Nelinho…) tuvo sólo una falta de ortografía en el dictado, e incluso ésa no lo era del todo, si consideramos que las letras de la palabra estaban allí todas, aunque cambiadas dos de ellas: en vez de «clase» había puesto «calse». Exceso de concentración, tal vez. Y fue aquí, ahora que lo pienso, donde comenzó la historia de mi vida. (En las aulas de esta escuela, y probablemente en todas las del país, los pupitres dobles en los que entonces nos sentábamos eran exactamente iguales a los que, cincuenta años después, en 1980, encontré en la escuela de la aldea de Cidadelhe, en la comarca de Pinhel, cuando iba conociendo gentes y tierras para meterlas en Viaje a Portugal. Confieso que no pude disimular la conmoción cuando pensé que quizá me hubiera sentado en uno de ellos en los primeros tiempos. Más decrépitos, manchados y rayados por el uso y la falta de cuidados, era como si los hubieran transportado desde el Largo do Leão y de 1929 hasta allí). Retomemos el hilo del relato. El mejor alumno de la clase ocupaba un pupitre justo al lado de la puerta de entrada y allí desempeñaba la honrosísima función de portero del aula, ya que era a él a quien le competía abrir la puerta cuando alguien llamaba desde la parte de fuera. Pues bien, la profesora, sorprendida por el talento ortográfico de un niño que acababa de llegar de otra escuela, o sea, sospechoso por definición de ser mal estudiante, me mandó sentarme en el lugar del primero de la clase, de donde, claro está, no tuvo otro remedio que levantarse el monarca destronado que ahí se encontraba. Me veo, como si ahora mismo estuviera sucediendo, recogiendo mis cosas apresuradamente, atravesando la clase en sentido longitudinal ante la mirada perpleja de los compañeros (¿admirativa?, ¿envidiosa?), y, con el corazón en desorden, sentándome en mi nuevo lugar. Cuando el PEN Club me otorgó su premio por la novela Levantado del suelo, conté esta historia para asegurarles a los asistentes que ningún momento de gloria presente o futura podría, ni en sombras, comparársele a aquél. Hoy, sin embargo, no consigo dejar de pensar en el pobre muchachito, fríamente desalojado por una profesora que debía de saber tanto de pedagogía infantil como yo de partículas subatómicas, si es que ya entonces se hablaba de eso. ¿Cómo le comunicaría él a sus padres, con razón orgullosos de su vástago, que había sido apeado del pedestal por culpa de un forastero desconocido que acababa de aparecer del otro lado del horizonte, como Tom Mix y su caballo Rayo? No recuerdo si llegué a entablar amistad con el desafortunado compañero, lo más probable es que él no quisiera ni verme. Es más, si la memoria no me engaña, creo que poco después fui transferido a otra clase, quién sabe si no sería para resolver el problema creado por la poca sensibilidad de la profesora. No es difícil imaginar a un padre furibundo entrando al despacho del director Vairinho para exponer su vehemente protesta por la discriminación (¿se usaba ya la palabra?) de que el hijo había sido víctima. Aunque, la verdad sea dicha, tengo la impresión de que a los padres, en aquellos primitivos tiempos, no les importaba demasiado este tipo de pormenores. Todo quedaba resumido en saber si pasabas o no de grado, si fuiste aprobado o suspendiste. El resto no contaba en las notas.
Cuando pasé del segundo grado al tercero, el profesor Vairinho mandó llamar a mi padre. Que yo era aplicado, buen estudiante, dijo, y por tanto muy capaz de hacer el tercer y cuarto grados en un solo año. Para el tercer grado frecuentaría las clases normales, mientras que las complejas materias del cuarto grado me serían impartidas en lecciones particulares por el mismo Vairinho, que, por cierto, tenía la casa en la propia escuela, en el último piso. Mi padre estuvo de acuerdo, tanto más que el arreglo le salía gratis, el profesor trabajaba por la buena causa. No iba a ser yo el único beneficiario de ese trato especial, había tres compañeros en la misma situación, dos de ellos de familias más o menos acomodadas. Acerca del tercero sólo recuerdo haber oído decir que la madre era viuda. De aquéllos, uno se llamaba Jorge, el otro Mauricio, del huérfano hasta el nombre se me ha ido, pero veo su figura, delgado, un poco encorvado. A Jorge, salvo equivocación, ya empezaba a vérsele el bozo. En cuanto a Mauricio, ése era un auténtico demonio con pantalones, conflictivo, rabioso, siempre en busca de peleas: una vez, en un acceso de furia, se abalanzó sobre un compañero y le clavó una pluma en el pecho. Con un temperamento así, ¿qué habrá hecho este muchacho en la vida? Éramos amigos, pero sin grandes confianzas. Ellos nunca fueron a mi casa (viviendo, como vivíamos, en habitaciones realquiladas, jamás se me pasaría por la cabeza la idea de invitarlos), y ellos tampoco me invitaron a las suyas. Convivencia, relaciones, juegos, sólo los del recreo. A propósito (¿sería otra manifestación de mi presumible dislexia?), recuerdo que por aquellos días confundía la palabra «retardador» con «redentor», y de la manera más extravagante que se pueda imaginar. Había aparecido, o yo lo descubrí sólo entonces, el efecto de pasar a cámara lenta las imágenes cinematográficas al que precisamente se le daba el nombre de «efecto retardador». Pues bien, sucedió que, en medio de un juego, decidí tirarme al suelo, pero lo hice muy despacio, al mismo tiempo que iba diciendo: «Es al redentor». Los otros no le dieron importancia a la palabra: a lo mejor, lo que yo conocía mal, ellos ni siquiera lo sabían.
Fuera de la escuela, recuerdo algunas grandiosas peleas, con chicos de las casas próximas, batallas a pedradas que felizmente no llegaban a hacer sangre ni lágrimas, pero en las que no se ahorraba el sudor. Los escudos eran tapaderas de cacerolas que íbamos a buscar a los basureros. Aunque yo nunca haya sido de valentías extremas, me acuerdo de una vez en que ataqué bajo una lluvia de piedras, y sólo por ese gesto heroico puse en desbandada a los dos o tres enemigos que se nos enfrentaban. Aún hoy tengo la impresión de que, al avanzar así, a cara descubierta, desobedecía una regla tácita de combate, como era la de que cada ejército se mantuviera en sus posiciones y a partir de éstas, sin cargas ni contracargas, disparar al adversario. Más de setenta años después, por entre las brumas de la memoria, consigo verme con la tapadera en la mano izquierda y una piedra en la mano derecha (dos en los bolsillos de los pantalones), mientras la fusilería de los dos lados pasaba sobre mi cabeza. De las clases particulares del profesor Vairinho, lo que mejor recuerdo es el momento en que, concluida la lección, con los cuatro alineados frente a la mesa, sobre la tarima, él escribía con su bella letra, abreviando en M, S, B y Opt., en nuestros cuadernillos de cubierta negra, las notas del día: mal, suficiente, bien, óptimo. Todavía conservo el mío y en él se puede ver qué buen estudiante fui en ese tiempo: los «mal» fueron poquísimos, los «suficientes» no muchos, los «bien» abundaban y no faltaban los «óptimos». Mi padre firmaba en la parte de debajo de la página diaria, firmaba Sousa sin más, que a él, como ya dejé explicado, nunca le agradó el Saramago que el hijo le había obligado a adoptar. Para orgullo de la familia, tanto la de la ciudad como la de la aldea, salí aprobado con distinción en el examen del cuarto grado. La prueba oral se realizó en una clase de la planta baja (planta baja en relación a la parte de atrás del edificio, que daba al patio de recreo, pero primer piso llegando desde la calle), era una mañana transparente, con el sol brillando, por las ventanas abiertas a un lado y a otro corría la brisa, los árboles del recreo eran verdes y frondosos (nunca más volvería a jugar bajo sus sombras), y yo con mi traje nuevo, si no es falsa memoria mía, que me tiraba por debajo de los brazos. Recuerdo haber dudado ante una pregunta del jurado (tal vez no supiera responder, tal vez la tartamudez me hubiera trabado la lengua como sucedía en ocasiones), y que alguien, un hombre bastante joven que nunca había visto en la escuela, apoyado en el quicio de la puerta más próxima de las que daban al recreo, a tres pasos de mí, me sopló sutilmente la respuesta. ¿Qué hacía ese hombre ahí y no en la clase, como todo el mundo? Misterio. Ocurrió esto en el año 1933, mes de junio, y en octubre entré en el Liceo Gil Vicente, instalado en ese tiempo en el antiguo monasterio de San Vicente de Fora. Durante algún tiempo pensé que una cosa tendría que ir necesariamente con otra: el nombre del liceo con el nombre del santo… No se podía esperar que yo supiera quién era ese Gil Vicente.
Supongo (la certidumbre no puede ser total) que gracias a las «lecciones» del manual de conversación portugués-francés y a la buena retentiva que entonces tenía, logré brillar en el liceo la primera vez que me llamaron a la pizarra, escribiendo papier y unas cuantas palabras más con tal desenvoltura que el profesor dio rienda suelta a su satisfacción, pensando, quizá, que tenía allí a un especialista en la lengua de Molière. Cuando me mandó sentar, mi alegría por haber hecho buen papel era tan grande que, al bajar de la tarima, no conseguí reprimir un aspaviento para disfrute de los compañeros. Era puro nerviosismo, pero el profesor debió de temer que aquello fuera el preludio de malas conductas futuras y me avisó en ese momento de que me iba a bajar la nota que pensaba ponerme. Fue una pena, el caso no era para tanto. Después, con el paso del tiempo, tuvo ocasión de comprender que no tenía en su clase a un agitador profesional y rectificó el apresurado juicio. En cuanto al profesor de Matemáticas, naturalmente ninguno de nosotros, bisoños reclutas de primer año, ignorantes de la nomenclatura, había oído hablar de él. Por eso nos quedamos desconcertados cuando nos informó, sin presentarse él en persona, de que el libro por el que nos guiaríamos en nuestros estudios sería el suyo, o sea, de su autoría. Claro, que nadie se atrevió a preguntar: «¿Y usted cómo se llama?». Menos mal que estaba el bedel para salvarnos. El profesor se llamaba Germano. Del apellido no me acuerdo.
El primer año fui buen estudiante en todas las disciplinas, con excepción del canto coral, en el que nunca pasé de un aprobado justito. Mi reputación alcanzó tal extremo que alguna que otra vez aparecían en nuestra clase alumnos mayores, de cursos más adelantados, preguntando, supongo que por las referencias que los profesores habrían hecho acerca de mi persona, quién era el tal Saramago. (Fue el tiempo feliz en que mi padre iba con un papelito en el bolsillo para enseñárselo a los amigos, un papel escrito a máquina con mis notas, bajo el título «Notas de mi campeón». En mayúsculas). Llegó la fama a tal despropósito que, en el arranque del segundo año, habiendo elecciones para la Asociación Académica, me votaran para, imagínense, el cargo de tesorero. A los doce años… Recuerdo que me pusieron en las manos una cantidad de papeles (cuotas y balances) que yo a duras penas sabía para qué servían y que realmente no llegaron a servir para nada. El segundo año me fue mal. No sé qué pasó en mi cabeza, tal vez comenzara a sospechar que mis pies no habían sido hechos para aquel camino, tal vez se había agotado el caudal y la energía que traía de la escuela primaria. Eso sin olvidar que mi padre ya estaba echándole cuentas a la vida y a los gastos de un bachillerato completo, y, después, ¿qué futuro? Las notas fueron en general bajas, en Matemáticas, por ejemplo, no llegué al aprobado ni en el primer trimestre ni en el segundo, y, si al final pasé con algo más de lo necesario, que nadie se vaya a creer que el soberbio salto de nivel que me permitiría ir al examen había sido el resultado de una final y desesperada aplicación al estudio. La explicación es otra. El día en que anunció las notas que se proponía darnos, el profesor Germano tuvo la feliz ocurrencia de preguntar a la comunidad de la clase si les parecía que yo sabía más de la ciencia de los números de lo que el suspenso proclamaba, y la muchachería, solidaria y unánime, respondió que sí señor, que él sabe más… La verdad es que no sabía.
Se entraba en el Gil Vicente por una rampa paralela a la estrecha calle que va de la plaza de San Vicente al Campo de Santa Clara. Nada más pasar el portón había una cerca, que era donde nos reuníamos para el recreo. Lo recuerdo como un espacio enorme (no sé cómo estará hoy aquello, si es que todavía existe), pienso que tal vez podían, desde el primer año hasta el séptimo, tener cabida allí todos los alumnos y aun así sobraría espacio. Una vez, como ya he contado antes, sufrí ahí una caída tremenda que me abrió la rodilla izquierda y de la que me quedó la cicatriz durante muchos años. Me llevaron al ambulatorio, y el enfermero (había siempre un enfermero de guardia) me puso una «laña». La «laña», como ya escribí antes y aquí repito con algún pormenor adicional, era un trocito de metal, rectangular y estrecho, que a la vista parecía una simple grapa, doblada en ángulo recto en las extremidades, que clavaban en los bordes de la herida y, después, delicadamente, apretaban hasta ajustarlas lo mejor posible y, de esta manera, acelerar el proceso de cicatrización de los tejidos dilacerados. Recuerdo nítidamente la impresión que me causó ver (y sentir, aunque he de reconocer que no demasiado) el metal entrando en la carne. Anduve después con la rodilla vendada y la pierna tiesa hasta el día que volví al ambulatorio para que me quitaran la «laña». Es otro recuerdo muy vivo que guardo, la pinza extrayéndome delicadamente el trozo de metal, las dos pequeñas fendas de carne viva que no sangraron. Estaba preparado para otra.
Me acuerdo muy bien, con una nitidez absoluta, casi fotográfica, de los amplios y largos pasillos del liceo, el pavimento oscuro, formado por baldosas granates que parecían enceradas, o tal vez no lo estuvieran, tan esforzado y continuo tendría que ser el trabajo de mantenerlo limpio con todas aquellas botas y zapatos pisándolo durante el día, pero, si no lo enceraban, como parece lógico suponer, no consigo entender cómo brillaba tanto. No se veía ni una pintada en las paredes, un papel en el suelo, una colilla de cigarro, ninguno de esos abusos e indiferencias de comportamiento juvenil hoy tan comunes, como si el tiempo, desde entonces, los hubiera considerado elementos indispensables para una formación educativa en grado de excelencia. Tal vez esto se debiera a las lecciones de la asignatura de Instrucción Moral y Cívica, aunque, si digo la verdad, no soy capaz de recordar ni uno solo de los preceptos que nos habrían sido ministrados. ¿Quién era el profesor? No me acuerdo, sé que no era cura, sé que no se enseñaba religión en el Liceo Gil Vicente. Por desgracia, esas lecciones, todavía laicas y republicanas, no impidieron que en los dos años que pasé allí, especialmente en el segundo, me convirtiera en el mayor mentiroso que jamás me sería dado conocer. Mentía sin ningún motivo, mentía a diestro y siniestro, mentía a propósito de todo y de nada. Compulsivamente, como se dice ahora. De mi padre, que no era hombre para andar metido en políticas, aunque, como representante de la autoridad, no tuviera otro remedio, ni le repugnara obedecer la voz de los amos y cumplir sus mandatos, inventé, paseando con un compañero (era un chico delgado, con los dientes salidos, y su almuerzo, invariable todos los días, era una pieza de pan con una tortilla francesa dentro) en el piso superior del claustro que daba al corredor donde estaban las aulas, inventé, decía, que había comprado el Salazar de Antonio Ferro en la Feria del Libro. No recuerdo cómo se llamaba ese compañero. De lo que sí me acuerdo es de su silencio y de su mirada: en su casa, probablemente, eran de la subversión… Mentiras más disculpables eran las de inventar enredos de películas que nunca había visto. Entre la Penha de França, donde vivíamos, y el liceo, en el camino que es hoy la avenida General Roçadas y más adelante la calle de la Graça, había dos cines, el Salón Oriente y el Royal Cine, y en ellos nos entreteníamos, los compañeros que vivían por aquella parte y yo, viendo la exposición de reclamos fotográficos, que entonces era costumbre exhibir en todos los cines. A partir de esas pocas imágenes, en total unos ocho o diez fotogramas, armaba allí mismo una historia completa, con principio, medio y fin, sin duda auxiliado en la maniobra mistificadora por el precoz conocimiento del Séptimo Arte que había adquirido en el tiempo dorado del «Piojo» de la Morería. Un poco envidiosos, los compañeros me oían con la mayor atención, hacían de vez en cuando preguntas para aclarar alguna escena dudosa y yo iba acumulando mentiras sobre mentiras, no muy lejos ya de creer que realmente había visto lo que simplemente estaba inventando…
Cuando comencé a asistir al Liceo Gil Vicente todavía vivíamos en la calle Heróis de Quionga. Tengo la certeza de que fue así porque me recuerdo, pocos días antes de comenzar las clases, sentado en el suelo, en una habitación que no era el dormitorio de mis padres (a esas alturas ya habíamos subido un peldaño en la escala social, ocupábamos parte de un piso), leyendo el libro de Francés. En esa calle Heróis de Quionga vivíamos nosotros, los Barata, que nos acompañaron de la casa de la calle Fernão Lopes, y también, procedente de no sé dónde, una tía de ellos, una mujer de edad llamada Emídia, como la mujer del Barata mayor. Cada cierto tiempo, creo que una o dos veces al mes, les aparecía de visita un pariente, sobrino o primo era, de nombre Julio, ciego, y que estaba internado en un asilo. Vestía un uniforme de cotín gris claro. De cara lampiña, con poco pelo en la cabeza, y ése cortado a cepillo, tenía los ojos casi blancos y el aire de quien se masturbaba todos los días (lo pienso ahora, no en aquellos tiempos), pero lo que más me desagradaba de él era el olor que desprendía, un olor a rancio, a comida fría y triste, a ropa mal lavada, sensaciones que en mi memoria quedarían siempre asociadas a la ceguera y que probablemente se reprodujeron en el Ensayo. Me abrazaba con mucha fuerza y a mí no me gustaba. A pesar de eso, siempre iba a sentarme a su lado cuando veía que se preparaba para escribir. Colocaba una hoja de papel grueso, el apropiado, entre dos bandejas de metal y después, velozmente, sin dudar, se ponía a picarlo con una especie de punzón, como si estuviese dotado de la vista más perfecta del mundo. Ahora quiero imaginar que Julio tal vez pensara que aquel escribir era una forma de encender estrellas en la oscuridad irremediable de su ceguera.
En ese tiempo los Reyes Magos todavía no existían (o soy yo quien no se acuerda de ellos), ni existía la costumbre de montar belenes con la vaca, el buey y el resto de la compañía. Por lo menos en nuestra casa. Se dejaba por la noche el zapato («el zapatinho») en la chimenea, al lado de los hornillos de petróleo, y a la mañana siguiente se iba a ver lo que el Niño Jesús habría dejado. Sí, en aquel tiempo era el Niño Jesús quien bajaba por la chimenea, no se quedaba acostado en la paja, con el ombligo al aire, a la espera de que los pastores le llevasen leche y queso, porque de esto, sí, iba a necesitar para vivir, no del oro-incienso-y-mirra de los magos, que, como se sabe, sólo le trajeron amargores para la boca. El Niño Jesús de aquella época todavía era un Niño Jesús que trabajaba, que se esforzaba por ser útil a la sociedad, en fin, un proletario como tantos otros. En todo caso, los más pequeños de la casa teníamos nuestras dudas: nos costaba creer que el Niño Jesús estuviera dispuesto a ensuciar de esa manera la blancura de sus vestimentas bajando y subiendo toda la noche por paredes cubiertas de ese hollín negro y pegajoso que revestía el interior de las chimeneas. Tal vez porque hubiésemos dejado entrever con alguna media palabra este sano escepticismo, una noche de Navidad los adultos quisieron convencernos de que lo sobrenatural, además de existir de verdad, lo teníamos dentro de casa. Dos de ellos, creo que fueron dos, quizá mi padre y Antonio Barata, se fueron al pasillo y comenzaron a rodar carros de juguete desde un extremo a otro, mientras quienes se habían quedado con nosotros en la cocina decían: «¿Oís? ¿Estáis oyendo? Son los ángeles». Yo conocía aquel pasillo como si hubiera nacido en él y nunca había notado señal alguna de presencias angelicales cuando, por ejemplo, sosteniéndome a un lado y a otro con los pies y las manos, trepaba pared arriba hasta tocar con la cabeza en el techo. Y en lo alto, ángeles o serafines, ni uno como muestra. Pasado el tiempo, estando ya en la adolescencia, intenté repetir la habilidad, pero no fui capaz. Las piernas me habían crecido, las articulaciones de los tobillos y de las rodillas se habían hecho menos flexibles, en fin, el peso de la edad…
Otro recuerdo (que ya evoqué en Manual de pintura y caligrafía) es el del inquietante caso de la tía Emídia, persona de edad, como ya dejé dicho, con el pelo blanco recogido y rematado en la nuca con un moño, robusta, muy derecha, colorada por naturaleza y abuso de la bebida, y que siempre me causó una impresión de aseo personal fuera de lo común. En su estación, vendía castañas asadas a la puerta de una taberna que quedaba un poco más abajo, en la esquina de la calle Moráis Soares con Heróis de Quionga, pero también tenía otras pequeñas golosinas corrientes en una mesa de patas que se doblaban, caramelos, barras de cacahuetes con miel, otros sueltos, sin miel, piñones ensartados a los que llamábamos collares. De vez en cuando se pasaba de la raya con el vino y se emborrachaba. Un día, las mujeres de la casa la encontraron tendida en el suelo de su habitación, con las piernas abiertas y las sayas levantadas, cantando no me acuerdo qué, mientras se masturbaba. Yo también acudí a curiosear, pero las mujeres formaban una barrera y apenas pude percibir lo esencial… Debía de tener unos nueve años, no más. Fue uno de los primeros capítulos de mi educación sexual básica.
Un tercer no menos edificante caso era la habilidad de que se servían en casa para engañar a la Compañía de Aguas. Con una aguja fina se hacía un agujero en la parte del caño de plomo que se encontraba a la vista y se le ataba un trapo, dejando la otra punta colgando dentro de un recipiente. De esta manera, lentamente, gota a gota, éste se iba llenando, y, como esa agua no pasaba por el contador, el consumo no quedaba registrado. Cuando el trasvase terminaba, es decir, cuando el recipiente estaba lleno, se pasaba la lámina de un cuchillo sobre el minúsculo orificio, y el propio plomo, así recompuesto, encubría el delito. Duró esto no sé cuánto tiempo, hasta que el caño, tantas veces agujereado, se negó a seguir siendo cómplice del fraude y comenzó a verter agua por todo lo que era orificio, tanto antiguo como reciente. Fue necesario llamar urgentemente al «hombre de la compañía». Vino, miró, cortó el trozo de plomo dañado y, sin querer dar muestra de estar al tanto de un artificio que para él no debía de ser novedad, dijo, mientras miraba dentro del caño: «Pues sí, está todo podrido». Soldó el caño nuevo y se marchó. Sin duda era un buen hombre, que no quiso vejarnos dando parte a la compañía. Que yo recuerde, ninguno de los tres jefes de familia se encontraba presente en ese momento, y menos mal, porque no sería fácil explicar cómo, con dos autoridades policiales dentro de casa, y una de ellas, para colmo, de investigación criminal, nos atrevíamos a cometer ilegalidades de éstas. Otra posibilidad que tal vez debiese ser seriamente considerada es la de que el empleado de la compañía, puesto en antecedentes de antemano por mi padre o por cualquiera de los otros dos, estuviese al tanto. Bien podría ser.
De los tiempos de la calle Heróis de Quionga poco más tengo que decir, sólo algunos recuerdos sueltos, de mínima importancia: de las cucarachas que pasaban sobre mí cuando dormía en el suelo, de cómo comíamos la sopa, mi madre y yo, del mismo plato, cada uno a un lado, cucharada ella, cucharada yo; de la mañana en que llovía mucho y decidí no ir a la escuela, con gran enfado de mi progenitora y todavía mayor sorpresa mía por atreverme a faltar a las clases sin estar enfermo ni tener para tal ningún motivo fuerte; de cuando, tras las ventanas de la terraza de la parte de atrás de la casa, veía caer los hilos de agua que se deslizaban vidrio abajo; de cómo me gustaba mirar, a través de las imperfecciones del vidrio, las imágenes deformadas de lo que estaba al otro lado; de los panecillos comprados en la panadería, todavía calientes y olorosos, que conocíamos como los de «siete y medio»; de las «vianilhas», de masa fina, más caras, y que sólo en contadas ocasiones tuve la golosa satisfacción de comer… Siempre me ha gustado mucho el pan.
Al contrario de lo que atrás quedó dicho, la familia Barata no entró en mi vida cuando nos mudamos de la calle de los Cavaleiros a la calle Fernão Lopes. Gracias a unos papeles que creía perdidos y que providencialmente se me presentaron ante la vista, sin esperarlo, cuando andaba buscando otros, mi desorientada memoria pudo reunir y encajar unas cuantas piezas que estaban dispersas y, finalmente, colocar lo cierto y lo verdadero donde hasta entonces había reinado lo dudoso y lo indeciso. He aquí, para que conste, el itinerario exacto y definitivo de nuestras frecuentes mudanzas de casa: un sitio conocido por Quinta del Pierna de Palo, en la Picheleira, donde comenzamos, después la calle E, en el Alto do Pina (que después pasó a ser Luis Monteiro), a continuación la calle Sabino de Sousa, la calle Carrilho Videira (es aquí donde aparecen los Barata por primera vez), la calle de los Cavaleiros (sin los Barata), la calle Fernão Lopes (nuevamente con ellos), la calle Heróis de Quionga (todavía con ellos), otra vez la misma casa de la calle Carrilho Videira (seguimos con los Barata), la calle Padre Sena Freitas (sólo con Antonio Barata y Concepción), la calle Carlos Ribeiro (por fin, independientes). Diez viviendas en poco más de diez años, y no era porque no pagásemos la renta, creo yo… Como se acaba de ver, no andaba equivocado cuando escribí que habíamos vivido dos veces en la calle Carrilho Videira, pero fue equivocación gravísima el que, sin detenerme a reflexionar en algunas cuestiones básicas de la fisiología sexual y del desarrollo hormonal, pusiera que tenía alrededor de once años cuando ocurrió el episodio con Domitilia. Nada de eso. En realidad, yo no tendría más de seis y ella rondaría los ocho. Si, ya espigado, como era entonces, tuviese los tales once años, ella tendría trece, y en ese caso la cosa habría sido más seria y la punición por el delito no podría haberse limitado a dos azotes en el trasero de cada uno… Resuelta ahora la duda, aliviada la conciencia de la pesadumbre del error, puedo proseguir.
Como era costumbre en aquel tiempo, las mudanzas de casa de las personas que no podían pagar una camioneta se hacían sobre las espaldas de los mozos de cuerda, sin otros utensilios que el palo, los cordeles y el costal. Y aguante, mucho aguante. Pero las cosas pequeñas no las transportaban ellos, por eso mi madre, a lo largo de aquellos años (no imagino, lo vi con mis ojos), tuvo que recorrer kilómetros entre casa y casa, llevando en la cabeza cestas y atados, o los cargaba en la cadera cuando era más conveniente. Tal vez en un momento de ésos le hubiese venido a la memoria el día en que, allá en la aldea, de confusa y perturbada que iba porque mi padre le había pedido relaciones en la fuente, se olvidó de que, para entrar en casa con el cántaro a la cabeza, era necesario agacharse. No se acordó, el cántaro chocó contra el dintel de la puerta, y en un santiamén todo estaba en el suelo. Cascotes, agua derramada, rayos de mi abuela, tal vez risas al conocerse la causa del accidente. Podría decirse que mi vida también comenzó allí, con un cántaro partido.