A la aldea le dicen Azinhaga, está en ese lugar por así decirlo desde los albores de la nacionalidad (ya era foral en el siglo XIII), pero de esa estupenda veteranía nada queda, salvo el río que le pasa al lado (imagino que desde la creación del mundo), y que, hasta donde alcanzan mis pocas luces, nunca ha variado de rumbo, aunque se haya salido de sus márgenes un número infinito de veces. A menos de un kilómetro de las últimas casas, hacia el sur, el Almonda, que ése es el nombre del río de mi aldea, se encuentra con el Tajo, al que (o a quien, si se me permite la licencia) ayudaba, en tiempos idos, en la medida de sus limitados caudales, a inundar los campos cuando las nubes soltaban las lluvias torrenciales del invierno y los embalses río arriba, pletóricos, congestionados, tenían que descargar el exceso de agua acumulada. La tierra es plana, lisa como la palma de la mano, sin accidentes orográficos dignos de tal nombre, y algún que otro dique que por allí se hubiese levantado serviría más para guiar la corriente hacia donde causara menos daño que para contener el ímpetu poderoso de las riadas. Desde tan distantes épocas la gente nacida y vivida en mi aldea aprendió a negociar con los dos ríos que acabaron configurándole el carácter, el Almonda, que a sus pies corre, el Tajo, más allá, medio oculto tras la muralla de chopos, fresnos y sauces que le acompaña en el curso, y uno y otro, por buenas y malas razones, omnipresentes en la memoria y en las conversaciones de las familias. En estos lugares vine al mundo, de aquí, cuando todavía no había cumplido dos años, mis padres, emigrantes empujados por la necesidad, me llevaron a Lisboa, a otros modos de sentir, pensar y vivir, como si nacer donde nací hubiera sido consecuencia de una equivocación del azar, de una casual distracción del destino, que todavía estuviera en sus manos enmendar. No fue así. Sin que nadie se hubiese dado cuenta, el niño ya había extendido zarcillos y raíces, la frágil simiente que entonces yo era había tenido tiempo de pisar el barro del suelo con sus minúsculos e inseguros pies, para recibir de éste, indeleblemente, la marca original de la tierra, ese fondo movedizo del inmenso océano del aire, ese lodo ora seco, ora húmedo, compuesto de restos vegetales y animales, de detritus de todo y de todos, de rocas molidas, pulverizadas, de múltiples y caleidoscópicas substancias que pasaron por la vida y a la vida retornaron, así como vienen retornando los soles y las lunas, las riadas y las sequías, los fríos y los calores, los vientos y las calmas, los dolores y las alegrías, los seres y la nada. Sólo yo sabía, sin conciencia de saberlo, que en los ilegibles folios del destino y en los ciegos meandros del acaso había sido escrito que tendría que volver a Azinhaga para acabar de nacer. Durante toda la infancia y también en los primeros años de la adolescencia, esa pobre y rústica aldea con su frontera rumorosa de agua y de verdes, con sus casas bajas rodeadas del gris plateado de los olivares, unas veces requemada por los ardores del verano, otras veces transida con las heladas asesinas del invierno o ahogada por las crecidas que le entraban puerta adentro, fue la cuna donde se completó mi gestación, la bolsa donde el pequeño marsupial se recogió para hacer de su persona, en lo bueno y tal vez en lo malo, lo que sólo por ella misma, callada, secreta, solitaria, podría ser hecho.

Dicen los entendidos que la aldea nació y creció a lo largo de una vereda, de una azinhaga, término que viene de una palabra árabe, as-zinaik, «calle estrecha», lo que en sentido literal no podría haber ocurrido en aquellos comienzos, pues una calle, sea estrecha, sea ancha, siempre será una calle, mientras que una vereda nunca será nada más que un atajo, un desvío para llegar más deprisa a donde se pretende, y en general sin otro futuro ni desmedidas ambiciones de distancia. Ignoro en qué momento se habrá introducido en la región el cultivo extensivo del olivo, pero no dudo, porque así lo afirmaba la tradición sostenida por los viejos, de que sobre los más antiguos olivares ya habrían pasado, por lo menos, dos o tres siglos. No pasarán otros. Hectáreas y hectáreas de tierra plantada de olivos fueron inmisericordemente arrasadas hace algunos años, se arrancaron cientos de miles de árboles, se extirparon del suelo profundo, o allí se dejaron para que se pudrieran, las viejas raíces que, durante generaciones y generaciones, dieron luz a los candiles y sabor a los guisos. Por cada pie de olivo arrancado, la Comunidad Europea pagó un premio a los propietarios de las tierras, grandes latifundistas en su mayoría, y hoy, en lugar de los misteriosos y vagamente inquietantes olivares de mi tiempo de niño y adolescente, en lugar de los troncos retorcidos, cubiertos de musgos y líquenes, agujereados de escondrijos donde se acogían los lagartos, en lugar de los doseles de ramas cargados de aceitunas negras y de pájaros, lo que se nos presenta ante los ojos es un enorme, un monótono, un interminable campo de maíz híbrido, todo a la misma altura, tal vez con el mismo número de hojas en los tallos, y mañana tal vez con la misma disposición y el mismo número de mazorcas, y cada mazorca tal vez con el mismo número de granos. No me estoy quejando, no estoy llorando la pérdida de algo que ni siquiera me pertenecía, sólo intento explicar que este paisaje no es el mío, que éste no es el sitio donde nací, que no me crié aquí. Ya sabemos que el maíz es un cereal de primera necesidad, para mucha gente todavía más que el aceite, y yo mismo, en mis tiempos de muchacho, en los verdes años de la primera adolescencia, anduve por los maizales de entonces, después de que los trabajadores terminaran la cosecha, con un saco de tela colgado alrededor del cuello, rebuscando las mazorcas que se hubieran quedado ocultas. Confieso, sin embargo, que experimento ahora algo así como una satisfacción malévola, una venganza no buscada ni querida, pero que viene a mi encuentro, cuando oigo decir a la gente de la aldea que fue un error, un disparate de los mayores, haber arrancado los viejos olivos. También inútilmente se llorará el aceite derramado. Me cuentan ahora que se están volviendo a plantar olivos, pero de esos que por muchos años que vivan, serán siempre pequeños. Crecen más deprisa y las aceitunas se recogen con más facilidad. Lo que no sé es dónde se meterán los lagartos.

El niño que fui no vio el paisaje tal como el adulto en que se convirtió estaría tentado de imaginarlo desde su altura de hombre. El niño, durante el tiempo que lo fue, estaba simplemente en el paisaje, formaba parte de él, no lo interrogaba, no decía ni pensaba, con estas u otras palabras: «¡Qué bello paisaje, qué magnífico panorama, qué deslumbrante punto de vista!». Naturalmente, cuando subía al campanario de la iglesia o trepaba hasta la cima de un fresno de veinte metros de altura, sus jóvenes ojos eran capaces de apreciar y registrar los grandes espacios abiertos ante él, pero hay que decir que su atención siempre prefería distinguir y fijarse en cosas y seres que se encontraran cerca, en aquello que se pudiera tocar con las manos, también en aquello que se le ofreciese como algo que, sin tener conciencia de eso, urgía comprender e incorporar al espíritu (excusado será recordar que el niño no sabía que llevaba dentro de sí semejante joya), ya fuera una culebra reptadora, una hormiga levantando al aire una raspa de trigo, un cerdo comiendo en la artesa, un sapo bamboleándose sobre las patas torcidas, o también una piedra, una tela de araña, el surco de tierra levantada que deja el hierro del arado, un nido abandonado, la lágrima de resina seca en el tronco del melocotonero, la helada brillando sobre las hierbas a ras del suelo. O el río. Muchos años después, con palabras del adulto que ya era, el adolescente escribiría un poema sobre ese río —humilde corriente de agua hoy contaminada y maloliente— en el que se bañó y por donde había navegado. Protopoema lo llamó y aquí queda:

Del ovillo enmarañado de la memoria, de la oscuridad, de los nudos ciegos, tiro de un hilo que me aparece suelto.

Lo libero poco a poco, con miedo de que se deshaga entre mis dedos.

Es un hilo largo, verde y azul, con olor a cieno, y tiene la blandura caliente del lodo vivo.

Es un río.

Me corre entre las manos, ahora mojadas.

Toda el agua me pasa por entre las palmas abiertas, y de pronto no sé si las aguas nacen de mí o hacia mí fluyen.

Sigo tirando, no ya sólo memoria, sino el propio cuerpo del río.

Sobre mi piel navegan barcos, y soy también los barcos y el cielo que los cubre y los altos chopos que lentamente se deslizan sobre la película luminosa de los ojos.

Nadan peces en mi sangre y oscilan entre dos aguas como las llamadas imprecisas de la memoria.

Siento la fuerza de los brazos y la vara que los prolonga.

Al fondo del río y de mí, baja como un lento y firme latir del corazón.

Ahora el cielo está más cerca y cambió de color.

Y todo él es verde y sonoro porque de rama en rama despierta el canto de las aves.

Y cuando en un ancho espacio el barco se detiene, mi cuerpo desnudo brilla bajo el sol, entre el esplendor mayor que enciende la superficie de las aguas.

Allí se funden en una sola verdad los recuerdos confusos de la memoria y el bulto súbitamente anunciado del futuro.

Un ave sin nombre baja de no sé dónde y va a posarse callada sobre la proa rigurosa del barco.

Inmóvil, espero que toda el agua se bañe de azul y que las aves digan en las ramas por qué son altos los chopos y rumorosas sus hojas.

Entonces, cuerpo de barco y de río en la dimensión del hombre, sigo adelante hasta el dorado remanso que las espadas verticales circundan.

Allí, tres palmos enterraré mi vara hasta la piedra viva.

Habrá un gran silencio primordial cuando las manos se junten con las manos.

Después lo sabré todo.

No se sabe todo, nunca se sabrá todo, pero hay horas en que somos capaces de creer que sí, tal vez porque en ese momento nada más nos podría caber en el alma, en la conciencia, en la mente, comoquiera que se llame eso que nos va haciendo más o menos humanos. Miro desde lo más alto del ribazo la corriente que apenas se mueve, el agua casi plomiza, y absurdamente imagino que todo volvería a ser lo que fue si en ella pudiese volver a zambullir mi desnudez de la infancia, si pudiese retomar en las manos que tengo hoy la larga y húmeda vara o los sonoros remos de antaño, e impeler, sobre la lisa piel del agua, el barco rústico que condujo hasta la frontera del sueño a un cierto ser que fui y que dejé encallado en algún lugar del tiempo.

Ya no existe la casa en que nací, pero ese hecho me resulta indiferente porque no guardo ningún recuerdo de haber vivido en ella. También ha desaparecido en un montón de escombros la otra, la que durante diez o doce años fue el hogar supremo, el más íntimo y profundo, la pobrísima morada de mis abuelos maternos, Josefa y Jerónimo se llamaban, ese mágico capullo donde sé que se generaron las metamorfosis decisivas del niño y del adolescente. Esta pérdida, sin embargo, hace mucho tiempo que dejó de causarme sufrimiento porque, por el poder reconstructor de la memoria, puedo levantar en cualquier momento sus paredes blancas, plantar el olivo que daba sombra a la entrada, abrir y cerrar el postigo de la puerta y la verja del huerto donde un día vi una pequeña culebra enroscada, entrar en las pocilgas para ver mamar a los lechones, ir a la cocina y echar del cántaro a la jícara de latón esmaltado el agua que por milésima vez me matará la sed de aquel verano. Entonces le digo a mi abuela: «Abuela, me voy a dar una vuelta por ahí». Ella responde «Vete, vete», pero no me recomienda que tenga cuidado, en ese tiempo los adultos tenían más confianza en los pequeños a quienes educaban. Meto un trozo de pan de maíz y un puñado de aceitunas e higos secos en la alforja, elijo un palo por si se diera el caso de tener que defenderme de un mal encuentro canino, y salgo al campo. No tengo mucho donde elegir: o el río, y la casi inextricable vegetación que le cubre y protege las márgenes, o los olivares y los duros rastrojos del trigo ya segado, o la densa mata de rosáceas, hayas, fresnos y chopos que bordean el Tajo, después del punto de confluencia con el Almonda, o, por último, hacia el norte, a unos cinco o seis kilómetros de la aldea, el Paular del Boquilobo, un lago, un estanque, una alberca que al creador de los paisajes se le olvidó llevarse al paraíso. No había mucho donde elegir, es cierto, pero, para el niño melancólico, para el adolescente contemplativo y tan frecuentemente triste, éstas eran las cuatro partes en que se dividía el universo, de no ser cada una de ellas el universo entero. Podía la aventura alargarse horas, pero nunca acabaría antes de que su propósito hubiese sido alcanzado. Atravesar solo las ardientes extensiones de los olivares, abrir un arduo camino entre los arbustos, los troncos, las zarzas, las plantas trepadoras que levantaban murallas casi compactas en las orillas de los dos ríos, escuchar sentado en un claro sombreado el silencio del bosque solamente quebrado por el piar de los pájaros y por el crujir de la enramada al impulso del viento, moverse sobre el paular, pasando de rama en rama a lo largo y ancho de la extensión poblada de sauces llorones que crecían dentro del agua, no son, se diría, proezas que justifiquen mención especial en una época como esta nuestra, en que, a los cinco o seis años, cualquier niño del mundo civilizado, incluso sedentario e indolente, ya ha viajado a Marte para pulverizar a cuantos hombrecitos verdes le salieran al paso, ya ha diezmado al terrible ejército de dragones mecánicos que guardaba el oro de Fuerte Knox, ya ha hecho saltar en pedazos al rey de los tiranosaurios, ya ha bajado sin escafandra ni batiscafo a las fosas submarinas más profundas, ya ha salvado a la humanidad del aerolito monstruoso que iba a destruir la Tierra. Al lado de tan superiores hazañas, el muchachito de Azinhaga sólo podría presentar su ascensión a la punta extrema del fresno de veinte metros, o si quieren, modestamente, aunque con mayor provecho para el paladar, sus subidas a la higuera del huerto, por la mañana temprano, para alcanzar los frutos todavía húmedos por el rocío nocturno y sorber, como un pájaro goloso, la gota de miel que de ellos brotaba. Poca cosa, es verdad, pero me parece más que probable que el heroico vencedor del tiranosaurio ni siquiera sería capaz de atrapar una lagartija con la mano.

No falta quien afirme seriamente, con el argumento de autoridad de alguna cita clásica, que el paisaje es un estado del alma, lo que dicho con palabras comunes quiere decir que la impresión causada por la contemplación de un paisaje siempre dependerá de las variaciones temperamentales y del humor jovial o atrabiliario que están actuando en nuestro interior en el preciso momento en que lo tengamos delante de los ojos. No me atrevo a dudar. Se presume, por tanto, que los estados del alma son pertenencia exclusiva de la madurez, de la gente crecida, de las personas que ya son competentes para manejar, con más o menos propiedad, los graves conceptos con que sutilezas así se analizan, definen y pormenorizan. Cosas de adulto, que creen saberlo todo. A este adolescente, por ejemplo, nadie le preguntó cómo se sentía de humor y qué interesantes vibraciones le estaba registrando el sismógrafo del alma cuando, todavía noche, en una madrugada inolvidable, al salir de la caballeriza donde entre caballos había dormido, fue tocado en la frente, en la cara, en todo el cuerpo, y en algo más allá del cuerpo, por la albura de la más resplandeciente de las lunas que alguna vez ojos humanos hayan visto. Y tampoco qué sintió cuando, con el sol ya nacido, mientras iba conduciendo a los cerdos por cerros y valles en el regreso de la feria donde se vendió la mayor parte, se dio cuenta de que estaba pisando un trecho de calzada tosca, formada por lajas que parecían mal ajustadas, insólito descubrimiento en un descampado que parecía desierto y abandonado desde el principio del mundo. Sólo mucho más tarde, muchos años después, comprendería que había pisado lo que con toda seguridad era un resto de camino romano.

Pese a todo, estos casos asombrosos, tanto los míos como los de los precoces manipuladores de universos virtuales, no son nada comparados con aquella vez que, con la puesta del sol, salí de Azinhaga, de casa de mis abuelos (tendría entonces unos quince años), para ir a un pueblo distante, al otro lado del Tajo, donde me encontraría con una muchachita de quien creía estar enamorado. Me cruzó el río un viejo barquero llamado Gabriel (la gente de la aldea lo llamaba Graviel), colorado del sol y del aguardiente, una especie de gigante de pelo blanco, corpulento como un San Cristóbal. Estaba yo sentado en las tablas del embarcadero, al que llamábamos puerto, en la orilla de este lado, esperándolo, mientras escuchaba, sobre la superficie acuática tocada por la última claridad del día, el ruido acompasado de los remos. Él se aproximaba lentamente, y yo percibí (¿sería mi estado del alma?) que estaba viviendo un momento que nunca habría de olvidar. Un poco más arriba del puerto de la otra orilla había un plátano enorme bajo el cual la manada de bueyes de la finca iba a dormir la siesta. Puse pies al camino, cortando a través de campos labrados, matas, zanjas, charcos, maizales, como un cazador furtivo en busca de una pieza rara. La noche había caído, en el silencio del campo sólo se oían mis pasos. Si el encuentro fue o no afortunado, más adelante lo contaré. Hubo baile, fuegos artificiales, creo que salí del pueblo cuando ya era casi medianoche. Una luna llena, menos resplandeciente que la otra, lo iluminaba todo alrededor. Antes del lugar en que tenía que abandonar la carretera para cortar campo a través, el camino estrecho por donde iba pareció terminar de repente, esconderse detrás de una cerca alta, y me mostró, como impidiéndome el paso, un árbol aislado, alto, oscurísimo en el primer momento contra la transparencia nocturna del cielo. De súbito, sopló una brisa rápida. Zarandeó los tallos tiernos de las hierbas, hizo estremecer las navajas verdes de los cañaverales y ondular las aguas pardas de un charco. Como una onda, soalzó las ramas extendidas del árbol, le subió por los troncos murmurando, y entonces, de golpe, las hojas volvieron hacia la luna la cara escondida y el haya entera (era un haya) se cubrió de blanco hasta la rama más alta. Fue un instante, nada más que un instante, pero su recuerdo durará lo que mi vida tenga que durar. No había tiranosaurios, marcianos o dragones mecánicos, es cierto que un aerolito cruzó el cielo (no cuesta creer que sí), pero la humanidad, como luego pudo comprobarse, no estuvo en peligro. Después de mucho caminar, todavía el amanecer venía lejos, me encontré en medio del campo con una choza hecha de paja y ramajes, y dentro un trozo de pan de maíz rancio con el que pude engañar el hambre. Allí dormí. Cuando me desperté, con la primera claridad de la mañana, y salí, restregándome los ojos, a la neblina luminosa que apenas dejaba ver los campos de alrededor, sentí dentro de mí, si bien lo recuerdo, si no lo estoy inventando ahora, que había, finalmente, acabado de nacer. Ya era hora.

¿Por qué tengo este temor a los perros? ¿Por qué esta fascinación por los caballos? El recelo, que todavía hoy, a pesar de algunas armoniosas experiencias vividas en los últimos tiempos, apenas consigo dominar cuando me veo ante un representante desconocido de la especie canina, me viene, tengo la certeza, de aquel pánico desatado que sentí, tendría unos siete años, cuando, era casi la noche, las farolas públicas ya encendidas, me disponía a entrar en el edificio de la calle Fernão Lopes, en Saldanha, donde convivíamos en arreglo doméstico con otras dos familias, se abrió de repente la puerta y por ella se precipitó, como la peor de las fieras malayas o africanas, el perro lobo de unos vecinos que, inmediatamente, para honrar el nombre que tenía, comenzó a perseguirme, atronando los espacios con sus ladridos furiosos mientras el pobre de mí, desesperado, amagando desde detrás de los árboles lo mejor que podía, gritaba pidiendo socorro. Los dichos vecinos, de quien me permito dar ese nombre sólo porque vivían en el mismo edificio, no porque perteneciesen a la misma clase de los don nadie que vivían en las buhardillas del sexto piso, como era nuestro caso, tardaron más tiempo en llamar al animal de lo que la elemental caridad debería haber consentido. Entretanto, si la memoria no me engaña, si no estoy juntando la humillación al pavor, los dueños del perro, jóvenes, finos, elegantes (serían los hijos adolescentes de la familia, un chico y una chica), se reían a mandíbula batiente, como en esa época todavía se decía. Gracias a la agilidad de mis piernas de entonces, el animal no llegó a alcanzarme, menos todavía a morderme, o no era ésa su intención, lo más seguro es que él mismo se asustara cuando le aparecí de sopetón a la entrada de la puerta. Tuvimos miedo el uno del otro, eso es lo que pasó. El lado intrigante del episodio, de lo más banal por lo demás, es que yo sabía, cuando me encontraba en el lado de fuera de la puerta, que el perro, precisamente ese perro, estaba allí esperándome para lanzarse sobre mi gaznate… Lo sabía, no me pregunten cómo, pero lo sabía…

¿Y los caballos? Mi problema con los caballos es más espinoso, una de esas cosas que se quedan clavadas toda la vida en el alma de una persona. Una hermana de mi madre, María Elvira era su nombre, estaba casada con un tal Francisco Dinís, que trabajaba como guarda en la finca del Mouchão de Baixo, parcela del Mouchão dos Coelhos, designación por la que era conocido el conjunto de una extensa propiedad en la orilla izquierda del Tajo, más o menos en línea recta con una aldea que estaba hacia el interior llamada Vale de Cavalos. Volvamos al tío Francisco Dinís. Ser guarda de una propiedad de tal tamaño y poder significaba pertenecer a la aristocracia del campo: escopeta de cazador de dos caños, sombrero verde, camisa blanca de cuello siempre abotonado, ya abrasase el calor o congelara el frío, faja encarnada, botas camperas, chaqueta corta y, evidentemente, caballo. Pues bien, en tantos años —desde los ocho de edad hasta los quince son muchos, muchísimos— nunca se le ocurrió a aquel tío subirme a la deseada silla, y yo, supongo que por un orgullo infantil del que no podía ser consciente, tampoco se lo pedí nunca. Un bello día, no recuerdo bien por qué vías de acceso (tal vez porque la conociera otra hermana de mi madre, María de la Luz, tal vez por una hermana de mi padre, María Natalia, que servía en Lisboa como criada en casa de la familia Formigal, en la calle de los Ferreiros à Estrela, donde una eternidad después yo acabaría viviendo), se alojó en el Casalinho, que así era llamada desde tiempos muy lejanos la humilde casa de mis abuelos maternos, una señora todavía joven, «amiga», como entonces se decía, de un comerciante de la capital. Que estaba débil y necesitaba descanso, razón por la que fue a parar allí para pasar una temporada, respirando los buenos aires de Azinhaga y, de camino, mejorar con su presencia y su dinero la escasez de la casa. Con esta mujer, de cuyo nombre no tengo la certeza de acordarme exactamente (tal vez fuese Isaura, tal vez Irene, Isaura sería), tuve unas sabrosas luchas cuerpo a cuerpo y unos juegos de manos, empujas tú, empujo yo, que siempre acababan con ella (yo debía de tener entonces alrededor de catorce años) echada sobre una de las camas de la casa, pecho contra pecho, pubis contra pubis, mientras la abuela Josefa, sabida o inocente, se reía con buen reír y decía que yo tenía mucha fuerza. La mujer se levantaba palpitante, colorada, componía el peinado deshecho y juraba que si fuese en serio no se habría dejado vencer. Tonto de remate fui yo, o ingenuo, que podía haberle tomado la palabra y nunca me atreví. Su relación con el tal comerciante era una cosa seria, estable, como lo demostraba la hija de ambos, una niña de unos pálidos y sumidos siete años, que también tomaba los aires con la madre. Mi tío Francisco Dinís era un hombre pequeñito, envarado, bastante marimandón en casa, pero la docilidad en persona siempre que tenía que tratar con patrones, superiores y gente procedente de la ciudad. No era de extrañar, por tanto, que rodease de mesuras y cortesías a la visitante, cosa que podría ser entendida como prueba de la buena educación natural de la gente del campo, aunque él lo hacía de un modo que a mí siempre me pareció más cercano al servilismo que al simple respeto. Un día, ese hombre, que en paz descanse, queriendo demostrar lo bien que se comportaba con las visitas, tomó a la tal niña, la puso encima del caballo y, como si fuese el palafrenero de una princesita, la paseó de un lado a otro delante de la casa de mis abuelos, mientras que yo, callado, sufría el disgusto y la humillación. Algunos años más tarde, en la excursión de fin de curso de la Escuela Industrial Afonso Domingues, de donde saldría como cerrajero mecánico un año después, monté uno de aquellos taciturnos caballos de Sameiro, pensando que tal vez pudiese él indemnizarme en la adolescencia por el tesoro que me fue robado en la infancia: la alegría de una aventura que, habiendo estado al alcance de mi mano, no me dejaron tocar. Demasiado tarde. El esmirriado rocinante de Sameiro me llevó a donde quiso, se detuvo cuando le apeteció y no volvió la cabeza para decirme adiós cuando me dejé caer de la silla, tan triste como en aquel día. Hoy tengo imágenes de esos animales por toda la casa. Quien me visita por primera vez me pregunta casi siempre si soy jinete, cuando la única verdad es que todavía sufro los efectos de la caída de un caballo que nunca monté. Por fuera no se nota, pero el alma me anda cojeando desde hace setenta años.

Una cereza trae otra cereza, un caballo trajo un tío, un tío traerá la versión rural de la última escena del Otelo de Verdi. Como en la mayor parte de las casas antiguas de Azinhaga, hablo, claro está, de las viviendas del pueblo menudo, la de estos mis tíos en el Mouchão dos Coelhos, construida, conviene decirlo, sobre una base de piedra, alta de no menos de dos metros, con escalera exterior de acceso para que no le entrasen las grandes riadas del invierno, estaba compuesta por dos habitaciones, una que daba a la calle (en este caso, al campo), la que llamábamos habitación de fuera, y otra era la cocina, con salida al huerto también por una escalera de madera, ésta más simple que la de la fachada principal. Mi primo José Dinís y yo dormíamos en la cocina, en la misma cama. Era este José Dinís unos tres o cuatro años más pequeño que yo, pero la diferencia de edad y fuerza, a pesar de ser toda a mi favor, nunca le impidió andar de peleas conmigo siempre que le parecía que el primo mayor le andaba queriendo adelantar en las preferencias, implícitas o explícitas, de las muchachitas de la zona. Nunca se me olvidarán los celos locos que el pobre niño padeció por una chiquilla de Alpiarça llamada Alice, guapa y delicada, que más tarde acabaría casándose con un joven sastre y que, muchos años después, se vino a vivir a Azinhaga con el marido, que seguía trabajando en el oficio. Cuando me dijeron, en unas vacaciones cualesquiera, que ella había regresado, fui y pasé disimuladamente por la puerta y, durante un rápido instante, apenas el tiempo de una mirada, me reencontré con todos los años pasados. Ella estaba cosiendo con la cabeza inclinada, no me vio, por eso no llegué a saber si me habría reconocido. Del primo José Dinís tengo todavía que recordar que, pese a llevarnos como el perro y el gato, más de una vez lo vi tirándose al suelo llorando desesperado cuando, acabadas las vacaciones, me despedía de la familia para regresar a Lisboa. No quería ni mirarme, y, si intentaba aproximarme, me recibía con golpes y puntapiés. Mucha razón tenía la tía María Elvira cuando decía del hijo: «Él es malo, pero tiene buen corazón».

Sin pedirle ayuda a nadie para acometer la dificilísima operación, José Dinís había resuelto el problema de la cuadratura del círculo. Era malo, pero tenía buen corazón…

Los celos eran, pues, una enfermedad congénita de la familia Dinís. Durante el tiempo de las cosechas, pero también cuando los melonares comenzaban a madurar y los granos de maíz a endurecerse en las mazorcas, el tío Francisco Dinís raramente pasaba en casa una noche completa. Recorría la finca, grande como un latifundio, que en realidad lo era, montado en su caballo, con la escopeta cruzada en la silla, a la caza de maleantes mayores o menores. Imagino que si la necesidad de mujer apretaba, ya sea por efecto lírico de la luz de la luna, o por el rozar de la silla en la entrepierna, trotaba hasta casa, se desahogaba en un instante, descansaba un poco del esfuerzo y luego regresaba a la ronda nocturna. En una inolvidable madrugada, dormíamos mi primo y yo extenuados por las peleas y las correrías del día, el tío Dinís irrumpió como una furia cocina adentro, blandiendo la escopeta y gritando: «¿Quién ha estado aquí? ¿Quién ha estado aquí?». Al principio, atontado, arrancado al sueño de tan violenta manera, apenas conseguía vislumbrar por la puerta entreabierta la cama del matrimonio y a mi tía enfundada en un camisón blanco, con las manos en la cabeza: «¡Este hombre está loco!», gemía la pobre mujer. Loco tal vez no estuviera, pero poseído de celos, sí, lo que viene a ser más o menos lo mismo. Francisco Dinís gritaba que nos mataría a todos si no decíamos la verdad acerca de lo que allí había pasado, intimó al hijo a que respondiera ya, ya, pero el valor de José Dinís, sobradamente probado en la vida civil, no era suficiente para enfrentarse a un padre armado con un trabuco y echando espuma por la boca. Intervine entonces diciendo que nadie había entrado en casa, que como de costumbre nos habíamos acostado después de cenar, y nada más. «¿Y después, y después, juras que nadie ha estado aquí?», vociferó el Otelo del Mouchão de Baixo. Comencé a comprender lo que estaba pasando, la pobre tía María Elvira, desde la cama, me incitaba: «Díselo tú, Zezito, díselo tú, que él a mí no me cree». Me parece que ésa fue la primera vez en la vida que di mi palabra de honor, era cómico, un niño de catorce años dando su palabra de que la tía no había metido a otro hombre en la cama, como si yo, que dormía a pierna suelta, pudiese saberlo (no, no debo ser cínico, la tía María Elvira era una honestísima mujer), pero lo cierto es que la solemnidad de esa palabra de honor produjo efecto, supongo que por la novedad, porque el habla de la gente de la tierra, quitando los juramentos y las maldiciones, era sí, sí, no, no, sin desperdicios de floreados retóricos. Mi tío se calmó, apoyó la escopeta en la pared y todo se aclaró. La cama era de esas que tienen en la cabecera y los pies unas varas de latón movibles, mantenidas en las barras laterales por unas piezas esféricas del mismo metal, cuya tuerca interna, por el uso, se había ido alisando y perdiendo agarre. Cuando mi tío entró y subió la torcida del quinqué de petróleo, se encontró lo que creyó ser la prueba de su deshonra: la vara de la cabecera, como un dedo acusador, se había soltado de uno de los lados y colgaba sobre la mujer que dormía. Al moverse en la cama la tía María Elvira debía de haber levantado un brazo y hecho saltar la vara de su lugar. Qué desvergüenzas, qué orgías infames se habría imaginado Francisco Dinís, qué agitaciones de cuerpos arrebatados por todos los desvarios eróticos imaginables, no podría yo entonces imaginarlos, pero que el pobre hombre no tuviera la inteligencia de darse cuenta de que por allí no venían los tiros, de haberlos, muestra hasta qué punto los celos son capaces de cegar ante las evidencias más cristalinas los ojos de cualquiera. Si hubiese sido yo de la raza cobarde de los Yago (no sé, no vi, estaba durmiendo), tal vez el silencio de la noche en el Mouchão de Baixo habría sido cortado por dos tiros de escopeta y una mujer inocente yacería muerta entre unas sábanas que no habían conocido más olores y fluidos masculinos que los del propio uxoricida.

Me acuerdo de que este tío aparecía de vez en cuando con un conejo o una liebre cazados durante sus vueltas por la finca. Para él, que era guarda, la veda debía de ser palabra vana. Un día llegó a casa triunfante como un cruzado que viniese de desbaratar un ejército de infieles. Traía una gran ave colgada del arzón, una garza gris, bicho nuevo para mí que dudo de que fuera legal matar. Tenía una carne tirando a oscura, con ligero gusto a pescado, si es que no estoy ahora, después de tantos años, soñando con sabores que nunca me acariciaron el paladar ni me pasaron por la garganta.

Del Mouchão de Baixo es también la sobre todas edificante historia de la Pezuda, una mujer de quien me he olvidado el nombre, o quizá nunca lo supe, y a quien llamábamos así porque tenía unos pies enormes, desgracia que ella no podía ocultar porque, como todos nosotros (me refiero a los chiquillos y a las mujeres), andaba descalza. La Pezuda era vecina de mis tíos, pared con pared, vivían, ella y el marido, en una casa igual que la nuestra (no recuerdo que tuvieran hijos), y como tantas veces sucedía por aquellos parajes donde, en el sentido más estricto, para lo bueno y lo malo, se me criaron el cuerpo y el espíritu, las dos familias andaban cada una con su música, no se trataban, no se hablaban, ni siquiera para darse los buenos días. (La vecina de al lado de mi abuela Josefa, en las Divisiones, que así se llamaba aquella parte de la aldea porque los olivos de allí pertenecían a propietarios diferentes, era ni más ni menos que una hermana de mi abuelo Jerónimo, de nombre Beatriz, y el caso es que, siendo de la misma sangre, viviendo a cada lado del tabique, puerta con puerta, habían roto toda relación, se odiaban desde unos tiempos a los que mi memoria de infante no podía llegar. Nunca supe los motivos del enfado que los había separado). La Pezuda, obviamente, tenía su nombre por bautismo de la iglesia y en el registro civil, pero para nosotros era sólo la Pezuda, y con ese feísimo apodo quedaba todo dicho. Hasta tal punto que un célebre día (tendría alrededor de doce años), estando sentado a la puerta de la casa, en la parte alta de la escalera, y viendo pasar a la detestada vecina (detestada nada más que por una cuestión de equivocada solidaridad familiar, ya que la mujer nunca me había hecho mal alguno), le dije a la tía, que estaba cosiendo en el interior: «Ahí va la Pezuda». La voz me salió más alta de lo que esperaba y la Pezuda me oyó. Desde abajo, llena de razón, me cantó las cuarenta, me dijo de todo menos bonito, me reprochó la mala educación de niñato de Lisboa (yo podía ser de todo menos niñato de Lisboa), a quien, por lo visto, no le habían enseñado a respetar a las personas mayores, lo que entonces era un deber fundamental en el regular funcionamiento de la sociedad. Y remató la jaculatoria amenazándome con contárselo todo al marido así que regresara del trabajo, cuando se pusiera el sol. No me queda más remedio que confesar que anduve el resto del día con el corazón encogido y palpitaciones en el estómago, temiéndome lo peor, porque el hombre, según se contaba, tenía fama y provecho de bruto. Decidí para mis adentros que me haría invisible hasta que la noche acabara de cerrarse, pero la tía Elvira se dio cuenta de la maniobra y, cuando me disponía a perderme por las cercanías, me dijo con el tono más tranquilo del mundo: «A la hora que suele venir del trabajo, tú te sientas en la entrada de la casa y te quedas esperando. Si él quiere pegarte, aquí estoy yo, pero tú no te escondes». Éstas son las buenas lecciones, las que duran toda la vida, las que nos agarran por el hombro cuando estamos dispuestos a ceder. Recuerdo (me acuerdo de verdad, no es adorno literario de última hora) una puesta de sol bellísima, y yo allí sentado en el escalón de la puerta de la casa, mirando las nubes rojas y el cielo violeta, sin saber lo que me iba a ocurrir, pero, evidentemente, seguro de que mi día iba a acabar mal. Eran las tantas, ya había oscurecido, cuando llegó el vecino, subió la escalera de su casa y yo pensé: «Llegó la hora». No volvió a salir. Todavía hoy sigo sin saber qué pasaría allí dentro. ¿Le contó la mujer lo sucedido y él consideró que no merecía la pena tomar en serio la mala educación de un mozalbete? ¿Fue ella tan generosa que no le dijo ni una palabra al marido acerca del infeliz episodio, aceptando así la ofensa lanzada contra unos pies de los que no tenía culpa? ¿Habría pensado en todo lo que me podría decir a mí en tono despreciativo, tartamudo, por ejemplo, y que por caridad se estaba callando? Lo cierto es que cuando mi tía me llamó para que fuera a cenar no había solamente satisfacción en mis pensamientos. Sí, me sentía contento por haber conseguido aparentar un valor que al fin y al cabo me llegó de prestado, pero también experimentaba la incómoda impresión de que me faltaba algo. ¿Hubiera preferido que me castigaran con un severo tirón de orejas o unos azotes en el sitio apropiado, que todavía estaba en buena edad de recibir? Mi sed de martirio no podía llegar a tanto. No me quedan dudas, sin embargo, de que algo quedó en suspenso aquella noche. O, pensándolo mejor, ahora que escribo sobre lo que pasó, tal vez no. Tal vez la actitud de los malquistos vecinos del Mouchão dos Coelhos era, simplemente, la segunda lección que todavía andaba necesitando.

Ha llegado el momento de explicar las razones del título que al principio pensé darle a estos recuerdos —El libro de las tentaciones— y que, a primera vista, y también en una segunda y en una tercera, parece que no tiene nada que ver con los asuntos tratados hasta ahora y seguramente con la mayoría de los que trataré a continuación. La ambiciosa idea inicial —del tiempo en que trabajaba en Memorial del convento, hace ya cuántos años— era mostrar que la santidad, esa manifestación «teratológica» del espíritu humano capaz de subvertir nuestra permanente y por lo visto indestructible animalidad, perturba la naturaleza, la confunde, la desorienta. Pensaba entonces que aquel alucinado San Antonio que Hieronymus Bosch pintó en Las tentaciones, por el hecho de ser santo, había obligado a levantarse de lo más profundo a todas las fuerzas de la naturaleza, las visibles y las invisibles, los monstruos de la mente y las sublimidades que produce, la lujuria y las pesadillas, todos los deseos ocultos y todos los pecados manifiestos. Curiosamente, la tentativa de transportar asunto tan esquivo (ay de mí, no tardé en comprender que mis dotes literarias quedaban muy por debajo de la grandiosidad del proyecto) hasta una simple recuperación de recuerdos a la que, claro, convendría un título más proporcionado, no impidió que me hubiera visto a mí mismo en situación de alguna manera semejante a la del santo. Es decir, siendo yo un sujeto del mundo, también tendría que ser, al menos por simple «inherencia de cargo», sede de todos los deseos y objeto de todas las tentaciones. De hecho, si ponemos a un niño cualquiera, y luego a cualquier adolescente, y luego a cualquier adulto, en el lugar de San Antonio, ¿en qué se expresarían las diferencias? Así como al santo lo asediaron los monstruos de la imaginación, al niño que yo fui lo persiguieron los más horrendos pavores de la noche, y las mujeres desnudas que lascivamente siguen bailando ante todos los Antonios del planeta no son diferentes de aquella prostituta gorda que, una noche, iba yo caminando hacia el cine Salón Lisboa, solo como era habitual, me preguntó con voz cansada e indiferente: «¿Quieres venir conmigo?». Fue en la calle del Bom-Formoso, en la esquina de unas escalinatas que había allí, y yo debía de tener alrededor de doce años. Y si es cierto que algunas de las fantasmagorías de El Bosco parecen suplantar de lejos las posibilidades de cualquier comparación entre el santo y el niño, será porque ya no nos acordamos o no queremos acordarnos de lo que entonces pasaba por nuestras cabezas. Aquel pez volador que en el cuadro de El Bosco lleva al santo varón por vientos y aires no se diferencia tanto de nuestro cuerpo volando, como voló el mío tantas veces en el espacio de los jardines que hay entre los edificios de la calle Carrilho Videira, ora rozando los limoneros y los nísperos, ora ganando altura con un simple movimiento de brazos y sobrevolando los tejados. Y no me puedo creer que San Antonio haya experimentado terrores como los míos, esa pesadilla recurrente en la que me veía encerrado en una habitación de forma triangular donde no había muebles, ni puertas, ni ventanas, y en un rincón «cualquier cosa» (lo digo así porque nunca conseguí saber de qué se trataba) que poco a poco iba aumentando de tamaño mientras sonaba una música, siempre la misma, y todo aquello crecía y crecía hasta arrinconarme en la última esquina, donde por fin despertaba, angustiado, sofocado, cubierto de sudor, en el tenebroso silencio de la noche. Nada muy importante, se podría decir. Tal vez por esa razón este libro cambió de nombre para llamarse Las pequeñas memorias. Sí, las memorias pequeñas de cuando fui pequeño. Simplemente.

Prosigamos. La familia Barata entró en mi vida cuando nos mudamos del edificio número 57 de la calle de los Cavaleiros a la calle Fernão Lopes. Creo que en el mes de febrero de 1927 todavía estábamos viviendo en la Morería, puesto que conservo el recuerdo vivísimo de oír pasar sobre los tejados el silbido de los tiros de artillería que disparaban desde el castillo de San Jorge contra los participantes en las revueltas que acampaban en el parque Eduardo VII. Una línea recta que se trazara desde la explanada del castillo y que tomara como punto intermedio de paso el edificio donde vivíamos, toparía infaliblemente con el tradicional puesto de mando de las insurrecciones lisboetas. Acertar o no acertar en el blanco ya sería cuestión de puntería y de temple ajustado. Como mi primera escuela fue la de la calle Martens Ferrão y la admisión a la enseñanza primaria se hacía a la edad de siete años, dejaríamos la casa de la calle de los Cavaleiros un poco antes de que comenzara la escolarización. (Aunque queda otra posibilidad a tener en cuenta, quizá más consistente, que dejo registrada antes de seguir adelante: la de que aquellos tiros no fueran de la intentona revolucionaria del 7 de febrero de 1927, y sí de otra, al año siguiente. De hecho, por muy pronto que hubiera empezado a ir al cine —el Salón Lisboa antes mencionado, más conocido por el sobrenombre de «Piojo», en la Morería, al lado del Arco del Marqués de Alegrete—, nunca tal cosa habría sucedido a la tierna edad de cinco años incompletos, que eran los que tenía en febrero de 1927). De las personas con las que compartíamos la casa en la calle de los Cavaleiros sólo me acuerdo bien del hijo del matrimonio. Se llamaba Félix y con él sufrí una de las peores pesadillas nocturnas, seguramente causadas, todas ellas, por las horripilantes películas que entonces nos ponían y que hoy nos darían ganas de reír.

Los Barata eran dos hermanos, uno de ellos agente de policía, como mi padre, aunque pertenecía a otro cuerpo llamado de Investigación Criminal. Mi padre, que llegaría a ser subjefe unos cuantos años después, era en aquellos momentos un simple guardia de la PSP, es decir, de la Policía de Seguridad Pública, de servicio en la calle o en la comisaría, según determinara el escalafón, y, al contrario del otro, que iba siempre de paisano, exhibía en el cuello su número de placa, 567. Me acuerdo de él con una nitidez absoluta, como si, ahora mismo, estuviera viendo los guarismos de latón niquelado en el cuello duro del dólman, que así era designada la chaqueta del uniforme, de cotín gris en verano, de paño azul grueso en invierno. El Barata de la Policía de Investigación Criminal se llamaba Antonio, llevaba bigote y estaba casado con una tal Concepción con la que, años más tarde, surgieron problemas, ya que mi madre sospechó, o tuvo pruebas suficientes, de cierta intimidad entre mi padre y ella, exagerada a la luz de cualquier criterio de apreciación, incluyendo los más tolerantes. Nunca llegué a saber lo que pasó realmente, hablo sólo de lo que pude deducir e imaginar de unas cuantas medias palabras de desahogo materno, ya en la nueva casa. Porque ésa parece ser la razón más fuerte para que nos mudáramos de la calle Padre Sena Freitas, donde las familias vivían, a la calle Carlos Ribeiro, una y otra en el barrio que entonces estaba siendo construido en la pendiente que baja desde la iglesia de la Penha de Franca hasta el arranque del Vale Escuro. Fue de la calle Carlos Ribeiro de donde salí, tenía veintidós años, para casarme con Ilda Reis.

Del otro hermano Barata me acuerdo menos, pero aun así consigo verlo, bajito, redondo, tirando para gordo. Si alguna vez supe en qué trabajaba, lo he olvidado. Creo que la mujer se llamaba Emídia y él, si no me equivoco, él se llamaba José: estos nombres, así como el de la presunta liviana Concepción, soterrados durante años y años bajo aluviones de olvido, ascendieron obedientes desde las profundidades de la memoria cuando la necesidad los convocó, como una boya de corcho retenida en el fondo del agua que de repente se hubiera desprendido de la amalgama de lodo. Tenían dos hijos, Domitilia y Leandro, ambos un poco mayores que yo, ambos con historias para contar y ella, gracias sean dadas a la fortuna, con dulces historias para recordar. Comencemos por Leandro. En aquel entonces Leandro no parecía muy inteligente, por no decir que lo era bien poco o que no se esforzaba por mostrarlo. El tío Antonio Barata no empleaba su saliva en circunloquios, metáforas y rodeos, lo llamaba burro directamente, con todas las letras. Era la época en que todos aprendíamos en la Cartilla Maternal de João de Deus, el cual, pese a haber gozado en vida de merecida reputación de ser una digna persona y un magnífico pedagogo, no supo o no quiso huir de la sádica tentación de dejar caer a lo largo de sus lecciones unas cuantas trampas léxicas, o, si se prefiere, con ingenuo desprendimiento, no le pasó por la cabeza que pudieran llegar a serlo para algunos catecúmenos menos habilitados por la naturaleza para los misterios de la lectura. Me acuerdo (vivíamos en aquellos días en la calle Carrilho Videira, cerca de la Moráis Soares) de las tempestuosas lecciones que Leandro recibía del tío, que siempre terminaban en bofetadas (como sucedía con la palmeta, también conocida como «la niña de los cinco ojos», la bofetada era un instrumento indispensable en los métodos educativos vigentes) cada vez que tropezaba con una palabra abstrusa que el pobre muchacho, según mis recuerdos, nunca conseguía decir correctamente. La aciaga palabra era «acelga», que él pronunciaba «acega». Bramaba el tío: «¡Acelga, so burro, acelga!», y Leandro, ya a la espera del sopapo, repetía: «Acega». Ni la agresividad de uno ni la angustia del otro merecían la pena, el pobre chiquillo, aunque lo mataran, diría siempre «acega». Leandro, claro está, era disléxico, pero esta palabra, aunque estuviera presente en los diccionarios, no constaba en la cartilla de nuestro bueno y querido João de Deus.

En cuanto a Domitilia, fuimos sorprendidos, ella y yo, dentro de la cama jugando a lo que juegan los novios, activos, curiosos de todo cuanto en el cuerpo existe para ser tocado, penetrado y removido. Me pregunto qué edad tendría en esos momentos y creo que andaría en torno a los once años o tal vez un poco menos (verdaderamente, me resulta imposible precisarlo, ya que vivimos dos veces en la calle Carrilho Videira, en la misma casa). Los atrevidos (vaya usted a saber cuál de los dos tuvo la idea, aunque lo más seguro es que la iniciativa partiera de mí) recibieron unos azotes en el culo, creo recordar que bastante proforma. Sin demasiada fuerza. No dudo de que las tres mujeres de la casa, incluida mi madre, debieron de reírse después las unas con las otras, a escondidas de los precoces pecadores que no habían podido aguantar la larga espera del tiempo apropiado para tan íntimos descubrimientos. Recuerdo que estaba en la terraza de la parte de atrás de la casa (en un quinto piso altísimo), de cuclillas, con la cara metida entre los hierros, llorando, mientras Domitilia, en la otra punta, me acompañaba en las lágrimas. Pero no hicimos propósito de enmienda. Unos años después, ya vivía yo en el número 11 de la calle Padre Sena Freitas, ella fue a visitar a la tía Concepción, y el caso es que no estaban allí ni la tía ni el tío, ni mis padres tampoco estaban en casa, gracias a lo cual tuvimos tiempo de sobra para acercamientos e investigaciones que, aunque sin llegar a hechos consumados, dejaron impagables recuerdos en el uno y en la otra, o por lo menos en mí, que todavía aquí la estoy viendo, desnuda de cintura para abajo. Más tarde, vivían ya los dos Barata en la plaza de Chile, iba a visitarlos con las miras puestas en Domitilia, pero, como entonces ya éramos crecidos y estábamos habilitados para todo, difícilmente podíamos tener un momento para nosotros solos. También fue en la calle Padre Sena Freitas donde dormí (o no dormí) parte de una noche con una prima (se llamaba como mi madre, María de la Piedad, que además de tía, era también su madrina) un poco mayor que yo, acostados en la misma cama, ella de la cabecera a los pies, yo de los pies a la cabecera. Precaución inútil de las ingenuas madres. Mientras ellas retomaban en la cocina la conversación que no debíamos oír y que habían interrumpido para mandarnos a la cama, donde con sus propias y cariñosas manos nos taparon y acomodaron, nosotros, después de algunos minutos de ansiosa espera, con el corazón dando brincos, bajo la sábana y la manta, a oscuras, dimos comienzo a una minuciosa y mutua exploración táctil de nuestros cuerpos, con precisión y ansiedad justificadas, aunque también de una manera que fue no sólo metódica, sino también de lo más instructiva que estaba a nuestro alcance desde el punto de vista anatómico. Recuerdo que el primer movimiento de mi parte, el primer abordaje, por decirlo así, encaminó mi pie derecho hasta el pubis ya florido de Piedad. Fingíamos dormir como dos angelitos cuando, iba ya la noche bien entrada, la tía María Mogas, que estaba casada con un hermano de mi padre llamado Francisco, vino a recogernos a la cama para regresar a casa. Aquéllos, sí, eran tiempos de inocencia.