31

(Blancas: Caballo c4)

Eloy se detuvo en seco, inesperadamente, al encontrarse con El Arca de los Noés cerrada. Se acercó a la puerta y descubrió que estaba precintada por la autoridad facultativa. Su desconcierto fue palpable.

Era una de las posibilidades de encontrar a Raúl a aquella hora.

Pese a todo, no había muchos locales de baile abiertos en un sábado por la mañana, legales, ilegales, camuflados o privados.

Suspiró desalentado.

Y entonces, por primera vez desde que había salido del hospital, se preguntó qué demonios estaba haciendo.

En parte lo sabía: moverse, no parar, hacer algo para no volverse loco. No habría podido quedarse en casa, solo, o en el hospital, abatido, con Luciana tan cerca hundida en la sima de su silencio. Pero en parte era algo más. Las palabras revoloteaban por su mente como moscas inquietas: «Si pudiéramos dar con una pastilla igual a la que se ha tomado ella», «Si supiéramos qué sustancias contenía», «El éxtasis, el eva, son como bombas inexploradas, y cada remesa es diferente a otra»…

No, no quería dar con Raúl para romperle la cara. Quería dar con él para intentar ayudar a salvar a Luciana.

Tenía que conseguir una de aquellas pastillas. Así de simple.

Se sentó en el bordillo y hundió la cabeza entre las manos. ¿Qué estaba haciendo, jugar a policías y ladrones? Y, sin embargo, tal vez fuese una oportunidad de hacerlo, sí, de salvar a Luciana.

Luciana.

Oyó su voz y su risa contagiosa en algún lugar de su cerebro.

Y recordó la primera vez. Aquella primera vez.

Estaba en casa de Alfredo, uno un poco pirado, y oyó decir que iba a llegar «la Karpov». La llamaban así porque había ganado un campeonato de ajedrez escolar. Se imaginó a una chica con gafas, paticorta, fea, con granos, hombruna, sin el menor sexy, y su machismo se vio sorprendido con algo totalmente diferente. Pero aun antes de saber que era ella, ya se había enamorado. Desde el momento en que entró en la casa se le paró el corazón en el pecho. Flechazo puro. Como para no creérselo, o reírse, porque era la pura y simple realidad.

Cinco minutos después ya estaban hablando.

Una semana después le daba el primer beso.

Un año después…

No iba a poder amar a nadie más como la amaba a ella. Eso lo sabía. Su padre le habló una vez del «amor de su vida», su primera novia. Nunca la olvidó, y aunque había sido feliz con su madre, aún pensaba en ella, porque había sido lo más importante de su adolescencia. Su padre decía que la adolescencia era la parte de la vida más importante, porque es aquella en la que las personas se abren a todo, se tocan, descubren que están vivas, se sienten, aprenden, sufren la primera realidad de la existencia, aman y buscan ser amadas. El estallido de las emociones.

Su padre tenía razón.

Por eso se había declarado a Luciana. Ya eran novios, pero él quería el compromiso definitivo, para empezar a hacer planes. Por eso no entendía el comportamiento de ella.

—Luciana… —gimió envuelto en un suspiro.

Si no se hubiera quedado a estudiar.

Si no…

¿A quién quería engañar? Máximo tenía razón: Luciana era tozuda. Se habría tomado aquella cosa igualmente. Y probablemente él también lo hubiera hecho, para no parecer idiota, para acompañarla en todo.

Ahora ya no tenía remedio.

No tenía remedio el pasado, aunque sí el futuro.

Se puso en pie, de golpe, apartó las sombras de su mente y continuó su búsqueda.

Cada minuto contaba.

Campos de fresas
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