CAPITULO I
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I
Los fríos muros de piedra aún albergan resquicios de un invierno que se niega de nuevo a pasar. La luna tiñe de azul las sombras formadas por las espaldas de los muebles que no puedan ver las estrellas y las alfombras cambian su color, camaleónicas y salvajes, como mujeres que se arreglan cuando llega la noche.
Las huesudas y quebradizas ramas de desnudos árboles, algunos con fluorescentes musgos trepando por sus troncos, agrietan con su reflejo cada rincón del suelo del patio central de la casa. Sus esqueléticas formas son como grandes lámparas araña de aceite de un palacio más lujoso que todos y mucho mayor que ningún otro.
Alguna bestia titiritera hace su ronda nocturna, agazapada y vigilante, por donde nadie ni nada pueda verla. Y en el viento, un pesado hedor a muerte baña el ambiente. Una enorme puerta preside la morada y en ella, un mazo, que golpeará una pequeña campana de cobre si alguien llama.
La noche que llegué allí, se podían escuchar aullidos guturales procedentes de ninguna parte pero siniestramente cercanos.
Un par de zapatos de cuero irlandés fuertemente curtidos, mi único traje de invierno y una bolsa con pan y vino como para abastecer mi apetito durante unos días eran mis únicas pertenencias. Si la noche no hubiera sido tan fría ni siquiera mi traje hubiera venido conmigo. Un trabajo fácil, una jornada bien pagada y un lugar donde nadie quería ir: el Castillo del Lodón.
Era noviembre y el invierno empezaba a hacer de las gotas de lluvia afiladas esquirlas de hielo, pero eso no era suficiente para acallar la excitación que bullía aquel día a mi alrededor.
Cansado por el camino a pie que me había tocado sufrir desde el pueblo de debajo del acantilado no recuerdo haberme sentido en peligro. Lo único, ver aparecer súbitamente ante mí, la retocada figura de una gran fortaleza, mal iluminada por algún rayo solitario y lejano, con su vasta puerta de madera y hierro cubierta de líquenes.
A mi izquierda, una especie de maza acabada en una bola de metal pendía de una cuerda y, algo más arriba, una campana decorada con unos extraños dibujos, supongo que carácteres indígenas y que no pensaba descifrar si no quería convertirme en pasto de los seres de la noche que me habían estado rondando ya demasiado tiempo.
Llamé una sola vez como se me había indicado y al rato se me abrió la puerta.
Envuelta en una manta color carne, una anciana señora de mirada perdida y temblores en las manos me indicó que la acompañase.
Entramos en un pequeño vestíbulo y luego a un salón iluminado por dos grandes velas, que revelaban los extraños dibujos de dos tapices que yacían colgados en una de las paredes. En otra, una ventana tapada con dos fuertes paños que resguardaban un poco del frío.
La vieja embuchada en lo que ahora distinguía era una piel animal comenzó a hablarme. Su pronunciación era más insegura que su caminar y en ningún momento me miró a los ojos. Sus palabras se perdían en el viento y no lograba entender lo que trataba de decirme. Al rato, quedó callada y dormida.
Me dirigí al vestíbulo por donde había entrado y dejé mi bolsa en el suelo. Me quité el abrigo empapado y lo colgué en un perchero de cuatro brazos que había allí. De nuevo, me acerqué a la señora que me había abierto la puerta y le pregunté por mi habitación. Casi entre sueños me indicó que subiera las escaleras.
Me quedé inmóvil por unos momentos. Aquella siniestra dama había abierto sus puertas a un desconocido sin asegurarse de quién era y luego se había quedado dormida mientras me hablaba. No era importante mi presencia en aquella casa y eso que de mi informe dependía el que ella siguiera viviendo allí.
Pero el cansancio cerró la caja de mis pensamientos y volví al vestíbulo. Cogí mis pertenencias y subí unas escaleras que parecían cubiertas de cierta arenilla y que debían llevarme a mi habitación... pero el piso de arriba no era lo que parecía. Podía haber allí treinta puertas idénticas y yo no sabía cuál me correspondía.
Una lámpara de aceite en medio del pasillo y sombras de puertas a habitaciones que niegan lo que esconden: qué ironía, un mes antes había descubierto, tras abrir una puerta cerrada como aquellas, a mi mujer y a mi mejor amigo haciendo el amor. Y ahora yo, trataba de echar de su casa a una vieja infeliz y casi ciega que no se daba cuenta de quien le manchaba las sábanas, ¡qué suerte la mía!.
El viento silbaba su tétrica oración y yo comencé a probar puertas. La primera... cerrada. Bien, a su derecha... cerrada. La de enfrente... cerrada. Podía haber estado un buen rato probando puertas, hasta que a mi espalda oí el crujir de la madera del suelo. Un paso entrecortado que me dio un vuelco al corazón. El viento había animado a algunos lobos a aullar, pero sus aullidos eran como gritos, como alaridos humanos...
La anciana. Mirándome.
Sacó una llave de su bolsillo y abrió una puerta, por cierto bastante lejana a la lamparilla.
Todavía no había salido del "sock" y la señora con su desagradable piel se había marchado. Y esta vez, ningún crujido había anunciado sus movimientos.
Masajeé mis ojos con mi índice y mi pulgar, gesto que solía hacer a menudo, y entré en la habitación. Era pequeña, como la de un hospital. Allí dentro, otra lámpara de aceite perfilaba el borde de una amplia cama. La cogí e iluminé el resto de la habitación. Era pequeña. Una mesilla, un mueblecillo que supuse me serviría de armario y... una nota. Sobre la cama, había un papel mal enrollado que pedía silencio por las noches y que cerrase mi habitación con llave, para evitar robos y sucesos de similar indeseable clase. Pobre señora, a su edad pensaba que su posada seguía teniendo clientes. Supongo que su marido iría a la guerra y lo mataron. No tendría hijos ni nadie cercano a ella y aprendió a vivir sola.
Es cierto que desde que la gente dejó de creer en el milagro de la "Roca Roja" el pueblo ya no era lo mismo. La gente dejó que sus tiendas volviesen a tener mostradores con productos que el pueblo demandara y las posadas... tuvieron que cerrar. Yo no sabía mucho de aquel pueblo y de aquella gente, pero siempre supe que lo de la Roca había sido un fraude ideado por el alcalde (amigo del hermano de un amigo mío) para "traer dinero a casa", como seguro que dijo en su momento.
Hacía frío, pero tres grandes y mullidas mantas me iban a calentar de sobra. Apagué la luz y los ojos se me cerraron solos.
II
Me desperté por el ruido que venía del pasillo. Mi habitación no tenía ventanas, pero la luz entraba por la puerta como si las hubiera. Estaba descansado.
Quité el cerrojo y, ¡Dios Santo!, la luz que había visto procedía de las veintitantas lámparas encendidas que sujetaba toda aquella gente que se movía y correteaban nerviosos por el pasillo. Todo hombres, mal vestidos y rodeados por otras tantas puertas abiertas. Excepto una o dos, en todas parecía haber dormido alguien.
-¿Que ocurre? - pregunté.
-Aquí nadie sabe nada - me dijo un chico llamado Tim. - Parece que a todos se nos había llamado para hablar con la señora dueña de la casa por un caso de desahucio.
El alterado personaje que estaba al lado de Tim me completó la historia:
-Llegué hace unos dos días y no me he despertado hasta hoy. A todos les ha pasado lo mismo.- aclaró tembloroso - ¡Y no parece haber nadie en el castillo!.
Los ojos de todo el mundo estaban abiertos de par en par y la adrenalina del ambiente hacía vibrar el mismo cielo. Parecía como esas jaulas llenas de ratoncillos que los científicos usan para sus experimentos, pero no me gustaba el hecho de que el papel de ratón me hubiera tocado a mí. Comencé a pensar sobre la noche que llegué y mi mente sólo me dio oscuridad, truenos y un par de ojos que no miraban a ninguna parte envueltos en una piel color carne. Bajé las escaleras y me dirigí al salón. Cerrado.
Probé a abrir la puerta por la que había entrado hace dos noches y estaba cerrada.
Nada era normal. Seguía pareciendo de noche, pero la luz del aceite quemándose y el ajetreo, daban brillo al encierro al que habíamos sido expuestos.
De repente, comenzó a sonar con fuerza la campana de fuera de la casa. Grité, pero nadie me contestó. Parecía como si alguien pidiera entrar porque algo allá afuera le perseguía, pero fue inútil intentar abrir. Ayudado por Tim y por otros dos hombres, intentamos romper un candado que alguien había puesto, pero fue inútil.
La campana siguió sonando un buen rato y luego paró.
Un candado cerrado desde dentro de la casa significaba que quien lo había puesto estaba aun en ella o que había otra salida pero... la distribución era tan simple: un salón y un vestíbulo. Por lo que me dijeron otros, más allá del salón había una cocina. Y el piso de arriba, habitaciones. Nada más.
Se despertaron un chico de unos veinte años y un hombre de mediana edad y todas las puertas del piso de arriba quedaron abiertas. Las habitaciones, todas iguales: mueble, mantas, lámpara de aceite y, muy importante, la nota de la anciana. Sin ventanas ni respiraderos. Las únicas que se conocían, las del salón. Típico castillo medieval - pensé.
Un hombre con un lucido bigote y muy bien vestido examinaba con cuidado una de las paredes.
-¿Algo interesante caballero? - le interrumpí cuidadosamente.
-Este tipo de roca tan oscuro no es fácil de encontrar por esta zona. De hecho es una roca muy rara en este país. Tiene textura volcánica, pero es mucho más consistente que el magma cuando se enfría. Mi nombre es Slov, Boris Slov. Como supondrá soy letrado al igual que usted, por ello estamos aquí, pero mi gran pasión es la geología y, como ve, estos muros me han llamado mucho la atención.
-Mi nombre es Rob Roeney. ¿Qué está ocurriendo?
-Caballero, yo me siento tan despistado como usted en esta historia, pero el hecho de estar encerrado no es lo que va a enturbiar mi sueño. Se me pasa por la mente una idea sobre la razón de que estemos aquí que no quiera usted oírla.
Sacó del bolsillo una pequeña lupa y continuó examinando los diferentes bloques de aquel extraño material. Una gota de sudor frío corría por su frente y sus manos se veían entorpecidas por los nervios. A pesar de tener un aspecto fornido su figura parecía empequeñecida por la situación. Estaba preocupado.
Todo parecía tan extraño... Incluso la situación tenía algo de cómica si no se ve desde el lado de los que la estábamos viviendo.
-¡Han encontrado algo! Suba Rob - gritó Tim desde lo alto de las escaleras.
Al parecer, había una inscripción grabada en uno de los sillares que componía el muro de una habitación. A primera vista, era como un sistema de barras parecido al que puede verse plasmado en tiza en los muros de muchas cárceles del país: cada barra representa un día y cada cuatro barras, se traza una oblicua que las corta. Es como un calendario casero...
Pero los símbolos gastados que se podían apreciar en la habitación de aquel hombre de unos cuarenta años y expresión perpleja no eran exactamente un calendario. A primera vista, tan sólo eso.
Uno de los presentes, un tal Gerard, usando la lupa de Boris, los identificó como caracteres de un antiguo alfabeto procedente de la Europa del Este que hacía siglos que ya no se usaba.
Todos estábamos en aquella pequeña habitación con los ojos bien abiertos, prestando máxima atención en lo que hacía aquel hombre bajito y de origen francés que no paraba de toquetearse la sien mientras miraba las inscripciones de la pared.
Se creó un silencio que nos hubiera matado a todos si desde el otro lado de la habitación, alguien no hubiera preguntado por el significado de lo que había allí escrito.
Gerard se puso de pié y miró atónito la expectación que había generado. Luego, mirando hacia abajo para no enfrentarse a las miradas ávidas de información de todos nosotros (parecía un hombre poco acostumbrado a ser el centro de atención en reuniones), comenzó a hablar. Explicó que no sabía muy bien el significado de lo que había grabado en aquel sillar. Se parecía mucho, pero no era clasificable dentro de algún dialecto conocido. Lo que sí sabía es que se escribió no hacía demasiado tiempo, el desgaste de la piedra y la limpieza del tallado indicaba a los sumo, de dos a cinco años.
Contó cómo en algún lugar de los Alpes, se había creado una fuerte civilización totalmente ajena a relaciones con el exterior, regida por un tirano llamado Bertillak y cómo, en poco más de dos siglos, desapareció sin dejar rastro. Aún se duda de que eso no fuera más que una leyenda, aunque según aclaró el francés, existían muchas pruebas de que esa ciudad y su gente existieron, entre ellas, el extraño lenguaje que contemplábamos atónitos, combinación de la simbología oriental y de la austeridad provenzal, probablemente de algún lugar al noreste de Besançon, lindante con la frontera Suiza.
¿Qué haría un francés aquí, tan lejos de su hogar? ¿Encerrado como nosotros?
En el mismo momento en que mi imaginación había empezado a responder a las preguntas que mi mente se hacía, el señor Slov se subió a la cama y llamó la atención de todos. Los que estaban en el pasillo, se acercaron lo más que pudieron para poder oír y en la habitación todas las miradas abandonaron a Gerard para apuntar casi al techo.
-Me presentaré: mi nombre es Boris Slov. Como ya le he contado a Rob - dijo señalándome discretamente - soy hombre de leyes. Supongo que todos los que estamos aquí lo somos. Pues bien, he estudiado como ustedes la situación que nos rodea y creo saber lo que nos está ocurriendo. No he dicho nada porque no estaba seguro del todo, pero con las explicaciones de nuestro pequeño compañero continental, creo estar en lo cierto para afirmar que corremos grave peligro si permanecemos en esta construcción.
El silencio en forma de afilada daga volvió a cortar el ambiente.
-¿Porqué se nos ha encerrado en esta casa? - preguntó un caballero casi anciano y visiblemente asustado.
-Todo a su tiempo señores. Bien, como iba diciendo, he podido observar que donde estamos encerrados no es una casa, quiero decir, que no fue construida para que nadie morase en ella. Vayamos al vestíbulo donde quepamos bien todos y déjenme que les cuente una historia.
Dicho esto, bajó de la cama y todos le abrieron paso. Atravesó el pasillo con su lámpara de aceite en la mano y, formando una procesión de luces demasiado poco intensas y de rostros ensombrecidos y temerosos, todos bajaron las escaleras.
El pasillo pasó del tono rojo brillante que conseguía por las veintitrés llamas que lo iluminaban al color del vino y, poco a poco, al negro. El aceite de la lámpara del pasillo, se había agotado y pronto los de las nuestras, también se consumiría.
Y Boris comenzó a hablar.
III
-Tendría yo como siete años cuando, en un día de tormenta y en casa de mi abuelo, le pedí que me contara una historia de miedo. Yo era un chico bastante valiente para mi edad y mi abuelo era el mejor contador de historias del mundo.
El cielo estaba negro y los rayos de la tormenta eran más afilados que nunca. Algo así como la noche en la que llegué a esta maldita fortaleza.
Bien. Mi abuelo como he dicho, solía inventar las historias que me contaba, pero esa vez, nunca se me olvidará, me dijo que lo que me iba a relatar era una historia verdadera y que había pasado hacía ya mucho tiempo. Al principio, pensé que me había dicho eso para ver si conseguía asustarme de verdad, pero lo cierto es que sus ojos me decían que lo que estaba a punto de contarme, no lo olvidaría nunca. Y así fue.
A principios del año 1000, hubo una gran guerra cerca del río Ognon. Un guerrero llamado Bertilak, del que ya ha hablado Gerard, intentaba hacer de su ciudad - estado la más rica y poderosa, a costa de matar campesinos y arrasar tierras si los dueños de éstas no querían adherirse a él. Pero hubo un hombre poseedor de una pequeña parcela que le hizo frente. En sus tierras, descansaba el dolor de años de sufrimiento y él era su guardián.
Bertilak, creyendo que a este labriego la soledad le había enloquecido, no hizo caso de sus advertencias y una noche de verano, mandó a tres soldados para que le mataran y destruyeran su casa. Al día siguiente, los soldados no habían vuelto con noticias del "rebelde" que no quería vender, y mandó un pequeño regimiento de veintitrés hombres, los mismos que estamos hoy aquí, para asegurarse de que aquella finca estaba ya bajo su poder.
Pero no volvieron.
Bertilak entró en cólera y él mismo se dirigió a las tierras de aquel loco testarudo para hacerle probar el sabor de su hoja de acero, pero cuando llegaron, ya no había casa, ni cosecha, ni nada que indicase algún tipo de vida. La tierra se había hundido cien metros a la redonda de donde la humilde vivienda debía estar, y una espesa neblina plateada cubría como un tupido manto la zona del centro del círculo. Bertilak mandó sus soldados que se internaran en la espesa nube y explorasen el terreno.
No salieron.
Sin controlar su ira, ordenó un ataque masivo y lo capitaneó él mismo. Dentro de la niebla, no podía distinguir apenas las figuras de sus hombres. Parecía formar una pantalla que evitaba la propagación del sonido y su voz no lograba escapar de su garganta.
No salieron. Tan solo un chico cuya función era la retaguardia y que no entró en la neblina, se pudo salvar. Volvió a la ciudad y anunció que Bertilak había muerto, pero ya era tarde. La niebla plateada seguía creciendo y chupó la vida de la ciudad en menos de trece horas.
Boris se quedó callado. El castillo del Lodón en su grandeza se llenó de silbidos de viento. En el vestíbulo, todos esperaban a oír el resto de la historia. Algunos se habían sentado en el suelo o en las escaleras, y yo y Tim estábamos apoyados en la puerta de entrada. Alguna lámpara de aceite más se había consumido y yo apagué la mía por si luego podía ser útil.
El señor Slov continuó hablando y su voz se hizo gutural y ronca:
-Dos años más tarde, un comerciante que pasaba por ahí, vio lo que parecía una ciudad en ruinas y se acercó. Estaba desierta, tan solo una brillante polvareda ocre lo bañaba todo. En el horizonte, pudo distinguir una forma oscura, casi negra y con forma de cubo y se acercó curioso. Sin ventanas y hecha de una piedra que nunca había visto antes.
Y ocurrió que, cuando se hallaba a unos treinta codos del imponente muro, pudo oír los alaridos de cientos de personas allí dentro encerradas. Gritos histéricos y desesperación de un pueblo entero que hicieron derrumbarse al hombre. Intentó desatascar la gran puerta de acceso a la enorme construcción pero le fue inútil y, sin más dilación, se dirigió en busca de ayuda.
La gente no le creyó, porque ellos sabían lo poderosa que era la "ciudad de la montaña" a la que nadie podía entrar y de la que nadie salía, y era imposible que hubiera sido destruida tan rápido. Mas lo de la edificación de color negro sí que llamó la atención. De hecho, a la mañana siguiente, varios hombres del pueblo se dirigieron a los dominios de Bertilak.
Nada. La ciudad se había volatilizado y la fortaleza sin ventanas en la que el pueblo había sido encerrado ya no estaba allí.
Dicen - me contó además mi abuelo - que se ha visto dicha fortaleza a lo largo de los siglos en lugares tan dispares como hay en el mundo, pero no hay pruebas de que exista o, por lo menos, las pruebas que haya habido, desaparecieron con ella.
-¿Insinúa que la casa en la que estamos es dicha fortaleza? ¡Vamos hombre! Tan solo una leyenda inverosímil y ya nos intenta asustar a todos. No indica nada bueno sobre usted caballero, si me permite decírselo.
-¿Cómo explica entonces lo que está ocurriendo, señor...?
-Simpson, H. Simpson. A mí me abrió la puerta una señora con la enfermedad de la edad más que desarrollada y su mente tampoco parecía estar bien. No se le entendía al hablar y yo creo que estaba ciega, y aún más sorda. Simplemente, ha salido de su casa y se le ha olvidado que estábamos todos nosotros aquí. Eso.
El tal H. Simpson se había puesto colorado. Parecía intentar negar toda aquella posibilidad de que nuestra situación fuera de peligro.
-Recién casado - supuso Tim a mi oído.
-Y... ¿no es extraño que seamos veintitrés los abogados encerrados aquí?. En la historia era de veintitrés el grupo de soldados que fueron a matar al campesino la segunda vez...- insistió Slov.
-La vieja haría más llamadas de las que debía. Me llamó y luego se olvidó de ello. Le llamó al siguiente, y pasó lo mismo. Así hasta veintitrés.
-Mire Simpson, su versión de los hechos parece verosímil, hasta que se completa con el resto de la información que me guardaba para mí y que me ha hecho asustarme de verdad. La piedra negra de la que, como pueden apreciar, están hechos los muros, era usada hace mucho tiempo para elaborar pequeños recipientes, donde se guardaba la comida. Conserva la humedad y la temperatura de lo que hay en su interior muy bien, pero nadie haría una vivienda de este material, porque está más que comprobado que es muy difícil de encontrar y más aún de pulir, pues esta roca es sumamente dura. Ya no tiene esta función, pero era para lo único que servía.
Todos nos miramos inseguros. Al señor Simpson le temblaban las piernas y su boca estaba entreabierta, pero esta vez no dijo nada.
-Señores, puedo afirmar que estamos en una gran despensa y nosotros somos el alimento que se quiere conservar. Fíjense bien, veintitrés habitaciones con su lámpara de aceite. Todas perfectamente preparadas y con una nota idéntica en cada una de ellas pidiendo silencio. Creo que eso no es de persona descuidada o con falta de riego cerebral. No hay ventanas, tan solo en lugares cuyo acceso nos ha sido restringido. Y hay algo más. No sé si recordarán, la noticia de los tres pastores que desaparecieron por esta zona hace ya unas semanas. De esto no estoy seguro, pero quizá ellos vinieron por aquí y, dado el tiempo que hacía, pidieron cobijo a la señora que todos vimos la noche que llegamos. Ella los encerró, y... no se supo más de ellos. El número de pastores, coincide con el del primer grupo de soldados. Ahora, veintitrés, con el segundo. Así, quizá el objetivo del dueño de esta lata de conservas sea nuestro pueblo...
-Entonces, las inscripciones que interpretó Gerard, pudieron haber sido hechas por uno de los pastores...
-O por alguien que estuvo aquí encerrado antes.-Dije por fin en voz alta.
Todos se sorprendieron un poco al fuerte tono de mi voz. Había estado escuchando atentamente desde que había llegado y ya tenía mis conclusiones.
-Me llamo Rob Roeney. No he intervenido hasta este momento porque no me daba cuenta de nuestra situación, pero ahora espero que me escuchen atentamente. ¿Cuándo dice que ocurrió lo de esos pastores?
-Hace unos diez o doce días, no recuerdo con exactitud.
-Pues recuerde, buen hombre. Es posible que la aparición fortuita de esos pastores fuera el desencadenante de estos hechos, o de algún modo la anciana les capturó, en cuyo caso ya no encajaría tanto con esa historia. Mas si Boris tiene razón en lo que nos acaba de contar, aunque parezca poco creíble, quizá el tiempo que transcurrió desde su desaparición hasta nuestra llegada, sea el que nos quede a nosotros de vida. Ya hemos perdido dos días durmiendo, así que exploremos cada rincón de nuestro encierro, a ver si encontramos alguna manera de escapar de aquí. Que cada uno revise su habitación. Alguna grieta más ancha de lo normal en la pared, un adoquín sobresaliente en el suelo... lo que sea.
Dicho esto, nadie se preocupó de hacer preguntas y todos nos dirigimos a nuestras habitaciones.
IV
El frío afuera debía ser intenso porque, a pesar de las propiedades conservantes de las que el señor Slov había hablado, en la habitación a uno se le ponía la carne de gallina.
Los tonos del pasillo volvían a ser rojos, gracias al aceite de una segunda lámpara que habíamos puesto en sustitución de la primera, ya gastada, y las nerviosas pisadas se mezclaban con el alboroto formado por las camas y muebles en movimiento en busca de pistas que nos ayudaran a salir.
Me pareció oír cómo llamaban a la puerta varias veces, pero al preguntar quién estaba al otro lado, no recibí ninguna respuesta, por lo que dedujimos, que el viento, además de silbar como millones de ánimas enloquecidas y que vagan por todas partes, era quien agitaba la campana que se usaba para llamar. Y poco a poco, dejamos de correr a la puerta cada vez que ésta sonaba.
-Rob, ¿puedo hablar con usted?
Era Tim. Había entrado sin que le oyese y me asustó. Su cara quedaba deformada por la tenue luz de su lámpara. También su aceite se acabaría pronto.
-Por supuesto. ¿Has encontrado algo?
-No, no. Tan solo quería decirle, que yo no dormí dos días. Tan solo unas horas. Estaba cansado, pero los continuos ruidos del pasillo me despertaron varias veces.
Dejé la cama en su sitio y me senté sobre ella. Quizá Tim había pensado que uno puede dormir durante más de dos días seguidos por cansancio y no había dado importancia a que él no lo hubiera hecho.
-Nos drogaron jovencito. No sé cómo ni cuando, pero el caso es que, lo que nos ha encerrado aquí, no quería que viéramos u oyéramos durante ese tiempo. Quizá se le olvidó a la anciana hacer algo contigo que con los demás hizo...
-No, no. He estado pensando en mi habitación, mientras buscaba, y creo que les drogaron con algo que olieron. Yo tuve un grave accidente cuando era pequeño, en la parte superior de la espalda y nunca duermo con almohada. No puedo. El médico me dijo que una mis vértebras cercanas al cuello se había movido, tocando un nervio que hace que mi cabeza haya perdido parcialmente la movilidad. No sé si se había fijado, pero para mirar, giro el cuerpo, y no la cabeza...
Antes de que terminase de hablar, yo ya había cogido la almohada y la estaba rasgando. Tim había tenido razón: unas pequeñas bolsitas con un polvo amarillento y de tejido transpirable estaban entre el relleno.
De repente se me iluminó la cabeza.
-Tim, ¿qué oíste y que viste aquella noche?. Necesito todos los detalles. Hasta el más mínimo ruido que percibieras.
-Bien. Yo llegué aquí a caballo...
Al momento, una luz desde el pasillo se adelantó a la llegada del enorme Boris. Sus rasgos redondeados se afilaban por la débil luz y su bigote había perdido algo de fuerza desde el primer momento que lo vi, pero aún conservaba su consistencia. Se quedó de pié y escuchó con atención.
-Fue hace dos o tres días. No puedo decirle bien, puesto que aún no he podido ver el Sol. Quizá ahora mismo es de noche y no lo sé. El caso es que cuando llegué, una tormenta de hielo cortaba la piel, y no me fijé en nada más que en una pequeña campana de metal que colgaba al lado de una enorme puerta. Aullidos y adrenalina se mezclaban a mi alrededor.
Llegué a pensar que me había perdido y que estaba llamando al monasterio, al que está un poco más abajo de la colina y me disponía a volver sobre mis pasos, a pesar del terrible cansancio, pero las mal engrasadas bisagras de la puerta chirriaron como un insecto cuando se quema y la puerta se abrió justo antes de que volviera sobre mis pasos.
Desde las sombras, unos ojos mal iluminados por la llama de una vela me examinaron cuidadosamente. Al rato, para mí una eternidad, una anciana embuchada en una vieja lona, me indicó que la siguiera. A pesar de su aspecto, andaba como si flotase a unos centímetros del suelo, pero mi cansancio no dejó que aquello me sorprendiera.
Recuerdo haber pasado cerca de un pozo de forma extraña y por unos arcos. La seguí mientras rodeaba parte de una enorme mansión negra, más que la noche y a la que la luz de los rayos no terminaba de iluminar, y por fin entramos por una pequeña portezuela.
Atravesamos lo que debía ser una cocina, tremendamente sucia y con signos inequívocos de que hacía mucho tiempo que no se usaba y llegamos al salón. Me pareció extraño que ambas estancias estuvieran tan cerca, sobre todo tratándose del Castillo del Lodón, que había sido una posada hasta hacía muy pocos años. Ya saben, en general, a un huésped no le gusta estar cerca de la cocina escuchando cómo despedazan un lechal mientras lee o escribe cartas, ¿no creen?.
El señor Slov apuntaba los datos que más le llamaban la atención en su pequeña libreta y yo comenzaba a sacar conclusiones.
-Bien, proseguiré mi relato. Sería bastante tarde, y yo quería acostarme, pero la mujer se sentó en un sillón y dejó la vela sobre una mesa cercana a ella. Le pregunté por mi habitación y me señaló las escaleras, mientras hablaba en un extraño dialecto que no llegué a comprender.
Al poco quedó traspuesta y me dirigí al vestíbulo en el que usted Boris ha contado la terrible historia del final de Bertilak. Subí las escaleras y entré en la primera habitación que vi abierta. Una nota, un pequeño mueble y una cama. Nada más. Me pareció oír ruidos que procedían de la habitación contigua, pero mis ojos no resistían más, así que quité la almohada y me dispuse a dormir plácidamente.
Pero tan solo habría pasado una hora hasta que las pisadas de la anciana subiendo lentamente la escalera me desvelaron. Parecía acompañada, pero no podría asegurarlo. Supongo que iría con Gerard o alguien de su estatura, porque sus pasos apenas eran audibles.
El caso es que no presté más atención al ruido y conseguí dormir unas siete horas más. De vez en cuando, la luz de una lámpara pintaba de rojo alguna sombra en mi habitación y me despertaba. Durante toda la noche tuve la sensación de no estar solo por ello, pero la idea de que en una habitación de tamaño tan reducido y decoración tan austera hubiera alguien más a mi lado era tan absurda que terminé por desecharla.
Dormí como digo, unas siete horas, hasta que un potente chasquido seguido del golpe que podría ocasionar un piano al caer desde lo alto de la torre de una iglesia me cortaron la respiración. Enseguida me empezaron a temblar las piernas y los latidos de mi corazón se aceleraron. No sabía lo que había pasado, pero el estar en una casa tan extraña, con una anciana como anfitriona a la que el tiempo parecía haber arrebatado hasta la posibilidad de hablar, me asustó.
Lo primero que pensé es que un rayo había derribado un árbol cercano a la casa y que éste había hecho añicos parte de la pared del salón, así que salí de mi habitación y me dirigí al piso de abajo. Todo volvía a parecer tranquilo, pero ahora las puertas del pasillo estaban todas cerradas. Bajé las escaleras y el frío penetró hasta mis huesos. Parecía que la tempestad de fuera entraba por algún sitio a la casa, pero no logré encontrarlo. Me acerqué a la puerta que daba al salón con intención de abrirla, pero justo cuando iba a asir el pomo y girarlo, un ruido desgarrador y agudo como el chillido de una ballena me dejó petrificado y paró mis movimientos. Allí dentro estaba ocurriendo algo. Por debajo de la puerta se podía ver brotar un insoportable hedor acompañado de un humo azulado parecido al del relato de Boris.
Luego, alguien o algo se acercó al otro lado de la puerta. No era la anciana, porque parecía pesar más de doscientos kilos y se quedó allí inmóvil. Su respiración era profunda. Antinatural.
Me quedé paralizado durante unos segundos y luego corrí a mi habitación. Cerré el pestillo y me eché en mi cama.
No volví a oír nada en toda la noche, hasta que al día siguiente un hombre acompañado de una lámpara de aceite abrió mi puerta y me comunicó que estábamos encerrados.
-Interesante. Yo entré por otro sitio, pero me pareció ver el pozo del que hablas. Tenía forma de templo rematado con una pequeña cúpula...
-Así es señor Roeney. - contestó excitado Tim. - Y había una pequeña valla de hierro a su alrededor.
-Quizá no fuera un pozo, pero dejémoslo. Ahora lo que tenemos que hacer es buscar una salida. De un modo u otro podemos pasarlo mal si nos quedamos aquí. ¿Alguien ha traído algo de comida?
Las miradas de todos se entrecruzaron. Al problema de las lámparas de aceite, que cada vez estaban más vacías, se le unía ahora el del alimento. Entre todos unimos no más de dos latas de galletas caseras, hechas por la mujer de un tal Chris, tres hogazas de pan bastante duro y varias botas de vino. Era deprimente ver las cansadas caras de una veintena de hombres encerrados, mal iluminados, como sombras de argonautas y héroes olvidados que no supieran qué hacer una vez encontrado el Vellocino de Oro.
Subido sobre una de las cómodas que habíamos bajado del piso de arriba para que, quien quisiera hablar, no fuera interrumpido por los sollozos desesperados de quien veía perdida toda esperanza de salir de aquella nevera, me dispuse a organizar partidas de búsqueda. Hicimos cinco grupos de cuatro personas y uno de tres. Teníamos que registrarlo todo, palmo a palmo. Un alambre con el que intentar abrir la puerta del salón en el que habíamos sido recibidos todos tan secamente, una palanca o un trozo de madera duro como para forzar una puerta de más de una tonelada de peso, probablemente sellada por la nieve al otro lado... o lo que fuere, para así poder volver a ver la luz plateada, que me había hecho sentir escalofríos hace dos días, cuando llegué.
Boris, seguido de otros tres letrados, se encargaría de examinar la composición de los muros. A veces, cuando estos han sido construidos hace mucho tiempo, los sillares de piedra no van unidos con ningún tipo de argamasa y tan solo el tiempo, que todo lo erosiona menos el amor, y los líquenes que brillan levemente en la oscuridad, hacen que el muro se convierta en una sola pieza, y eso no sería bueno.
Yo, quería examinar las habitaciones, palmo a palmo. Quería encontrar alguna otra inscripción como la que intentó interpretar el "pequeño" Gerard, o alguna pista, un fallo que, quien hubiera querido vernos aquí encerrados, haya cometido... o, ¡maldita sea!, a la vieja siniestra y sin escrúpulos, para decirle un par de cosas sobre la falta de riego cerebral producida en algunas personas debido a su edad.
Nada, y ahora la llama que iluminaba el centro del pasillo del piso de arriba, también estaba a punto de consumirse.
Aunque habíamos acortado la mecha de nuestras lámparas de aceite para que consumiesen lo menos posible, tan sólo quedaban siete. Mal número, sobre todo considerando que volvía a sentir el frío, acariciándome los huesos, y esperando.