XIX
A la mañana siguiente, el Hotel Savoy me parece cambiado.
La excitación se ha apoderado de mí como de todos los demás; me ha agudizado la vista para mil pequeñas transformaciones, de suerte que las veo como a través de un telescopio, con unas dimensiones enormemente aumentadas.
Puede que las camareras de los tres pisos bajos lleven las mismas cofias que ayer y que anteayer. Pero a mí me parece que las cofias y los delantales están recién almidonados, como sucede antes de una visita de Kaleguropulos. Los camareros llevan nuevos delantales verdes, y en las rojas alfombras de las escaleras no se ve ni una sola colilla.
Es una limpieza inquietante. Uno no se siente cómodo y echa de menos el familiar polvo de los rincones.
En una esquina del salón de té, una telaraña se había convertido para mí en una costumbre entrañable. Hoy, mi telaraña ha desaparecido del rincón.
Sé que cuando uno pasaba la mano por la barandilla de la escalera, le quedaba la palma sucia. Hoy la palma de la mano queda más limpia que antes, como si la barandilla fuera de jabón.
Me parece que, al día siguiente de la llegada de Bloomfield, uno hubiera podido comer en el suelo.
Huele a gamuzas de encerar, como en mi casa de Leopoldstadt un día antes de Pascua.
Algo solemne flota en el aire. Sería natural que sonaran campanas.
Nada tendría de extraño que, de pronto, alguien me hiciera un regalo. En días así hay que recibir regalos.
Y sin embargo, en la calle estaba lloviendo; caía una lluvia fina e ininterrumpida, llena de polvillo de carbón. Era una lluvia permanente, que se cernía sobre el mundo como una cortina eterna. La gente tropezaba con los paraguas y llevaban los cuellos de los impermeables subidos.
En estos días lluviosos, la ciudad adquiere su verdadera fisonomía. La lluvia es su uniforme. Es una ciudad de lluvia y desconsuelo.
Se pudren las aceras de madera, las tablas rechinan cuando uno las pisa, como suelas de zapato húmedas y estropeadas.
La masa pastosa y amarilla de las regueras se disuelve y fluye calle abajo.
Cada gota de lluvia contiene miles de partículas de carbonilla, que se pegan en las caras y en las ropas de las personas.
Esta lluvia es capaz de calar en las ropas más gruesas. En el cielo habían hecho limpieza y arrojaban a la tierra los cubos de agua sucia.
En días así, uno tenía que quedarse en el hotel, sentarse en el salón y observar a la gente.
El primero de los trenes procedentes del oeste había llegado a las doce del mediodía y trajo tres extranjeros de Alemania.
Parecían trillizos; les dieron a los tres una habitación —oí que era la número 16— y podían caber los tres en una sola cama, como trillizos en una cuna.
Los tres llevaban un impermeable encima del sobretodo veraniego; los tres eran de baja estatura y tenían la barriga prominente. Los tres llevaban un bigotito negro y tenían los ojos pequeños, se cubrían la cabeza con grandes gorras a cuadros y llevaban paraguas en sendos estuches. Era un milagro que ellos mismos no se confundieran.
El tren siguiente, que llegaba a las cuatro de la tarde, nos trajo un caballero con un ojo de cristal y un joven de pelo rizado, con las rodillas dobladas.
Y por la noche, a las nueve, llegaron dos caballeros jóvenes, con botas francesas, puntiagudas y de suelas delgadas. Eran hombres que vestían a la última moda.
Las habitaciones 17, 18, 19 y 20 estaban ocupadas.
Conocí a Henry Bloomfield a la hora del té. Fue gracias a Zwonimir, que charlaba con el médico militar. Yo estaba sentado con ellos y leía un periódico.
Bloomfield entra en la sala con su secretario, y el médico militar le da la bienvenida en nuestra mesa. Cuando va a presentarle a Zwonimir, dice Bloomfield:
—Ya nos conocemos —y nos tiende la mano a ambos.
Su pequeña mano infantil aprieta con fuerza. Es huesuda y fría.
El médico militar habla en voz muy alta y se interesa por las condiciones de vida en América. Bloomfield habla muy poco; su secretario contesta a todas las preguntas.
El secretario es un judío de Praga y se llama Bondy.
Habla con deferencia y contesta las preguntas más estúpidas del médico militar. Hablan de la prohibición de las bebidas alcohólicas en América. ¿Qué puede hacer uno en un país así?
—¿Qué puede hacer uno en América, cuando está triste… sin alcohol? —pregunta Zwonimir.
—Ponen el gramófono —dice Bondy.
Así que tengo ante mí a Henry Bloomfield.
Me lo había imaginado de otra forma. Creía que Bloomfield tendría la cara, la forma de vestir, las maneras de un americano. Creía que Henry Bloomfield se avergonzaba de su nombre y de su patria. No, no se avergüenza. Habla de su padre:
El viejo Blumenfeld decía que la bebida sólo perjudica a los borrachos, y Henry Bloomfield, su hijo, todavía recuerda los dichos sentenciosos de su viejo padre judío.
Tiene una menuda cara canina y lleva grandes lentes de concha amarilla. Sus ojos grises son pequeños, pero no vivos, como suelen ser a veces los ojos pequeños, sino profundos y tranquilos.
Henry Bloomfield lo observa todo con calma; sus ojos se aprenden el mundo de memoria.
Su traje no es de corte americano, y su pequeña figura delgada tiene una elegancia pasada de moda. Un gran alzacuello blanco sería un marco adecuado para su rostro.
Henry Bloomfield bebe su taza de moka muy deprisa, y la deja medio llena. Bebe a pequeños sorbos, como un pájaro sediento.
Parte en dos una pequeña pasta y deja una de las dos mitades. No tiene paciencia para alimentarse, descuida su cuerpo, porque tiene cosas mucho más importantes en que pensar.
Piensa en grandes fundaciones, Henry Bloomfield, el hijo del viejo Blumenfeld.
Mucha gente pasó a saludar a Bloomfield; su secretario Bondy saltaba entonces del asiento, como si alguien le disparara con una goma; pero Bloomfield se quedaba siempre sentado. Era como si el secretario tuviese la misión de cumplir con todos los compromisos de la buena educación en lugar de Bloomfield.
A algunos de los que iban a saludarle, Bloomfield les tendía su manita; a la mayoría se limitaba a saludarlos con una inclinación de cabeza. Después metía los pulgares en los bolsillos del chaleco y se golpeaba el pecho con los otros dedos.
A veces bosteza sin que nadie se dé cuenta. Yo observo tan sólo que sus ojos se vuelven acuosos y se enturbian los cristales de sus gafas. Las limpia con un enorme pañuelo.
Parecía muy razonable el pequeño gran Henry Bloomfield. El único detalle americano era que tenía que instalarse forzosamente en la habitación número 13. No creo en la sinceridad de su superstición. He visto que muchos hombres razonables adquieren a posta una pequeña costumbre disparatada.
Zwonimir mantenía un extraño silencio. Jamás lo había visto tan callado. Tenía miedo de que estuviese maquinando algo para liquidar a Bloomfield.
De pronto comparece Alexander. Saluda con una profunda inclinación, sin preocuparse de su nuevo sombrero de fieltro. Me lanza una sonrisa de intimidad, para que todo el mundo piense: aquí están los amigos de Alexander.
Alexander atraviesa un par de veces la sala, como si buscara a alguien.
En realidad, no tiene a nadie a quien buscar.
—América es un país interesante —dice el estúpido del médico militar, tan sólo porque el silencio se hace demasiado largo.
Y prosigue con su antigua queja:
—En esta ciudad se embrutece uno, a uno se le hacen telarañas en el cráneo y se le seca el cerebro.
—Pero no la garganta —digo.
Bloomfield me lanza una mirada agradecida. Ni un músculo de sus facciones delata que está sonriendo. Sólo sus ojos se esfuerzan en mirar por encima de las gafas y adquieren una expresión burlona.
—¿Son ustedes forasteros? —preguntó Bloomfield, y nos miró a Zwonimir y a mí.
Era la primera pregunta que Bloomfield hacía desde su llegada.
—Somos repatriados —digo— y permanecemos aquí sólo por placer. Queremos continuar nuestro viaje, mi amigo Zwonimir y yo.
—Llevan mucho tiempo de camino —intervino el cortés Bondy.
Era un magnífico secretario. A Bloomfield le bastaba con iniciar un tema, y Bondy convertía inmediatamente sus ideas en palabras.
—Seis meses —digo—. Y quién sabe lo que nos queda aún.
—¿Lo han pasado muy mal en el campo de prisioneros?
—Lo pasamos peor en la guerra —dice Zwonimir.
Y casi no hablamos más ese día.
Entran en la sala los tres viajeros de Alemania, Bloomfield y Bondy se despiden y van a sentarse a la mesa de los trillizos.