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Santschin fue enterrado a las tres de la tarde en un rincón apartado del cementerio oriental.

Si alguien quiere visitar su tumba en invierno, tendrá que abrirse camino penosamente con palas y azadones. Todos los pobres que mueren a cargo del municipio son enterrados muy lejos, y sólo después que han muerto tres generaciones, aquel apartado rincón del camposanto tiene un sendero por donde pasar.

Pero cuando esto ocurra, la tumba de Santschin será ya ilocalizable.

Ni el mismo Abel Glanz, el pobre apuntador, será enterrado tan lejos.

La tumba de Santschin es fría y fangosa; yo miré su interior cuando lo enterraban. Y sus restos mortales quedaron a merced de las alimañas que viven en la tierra.

Santschin estuvo tres días de cuerpo presente en el Variété, porque el Hotel Savoy no era un hotel para cadáveres, sino para vivos. Yacía detrás del escenario, en un guardarropía, y su mujer estaba sentada a su lado, y un pobre sacristán rezaba. El director del Variété había pagado los cirios.

Las bailarinas tenían que pasar junto al cadáver de Santschin cuando se dirigían al escenario; la charanga sonaba como siempre, y no faltaba tampoco el asno August, pero Santschin no se movía.

Ninguno de los clientes sabía que detrás del escenario había un cadáver. Al principio, la policía quiso prohibirlo, pero el oficial, que siempre obtenía pases de favor para el local —sus parientes llenaban una cuarta parte de la sala— obtuvo el permiso.

El entierro salió del Variété; el director llegó hasta las afueras de la ciudad, donde están los mataderos —en esta ciudad los muertos siguen el mismo camino que el ganado—; los compañeros, Stasia y yo, con la señora Santschin, continuamos hasta la tumba.

Cuando llegamos a las puertas del cementerio, vimos a Xaver Zlotogor, el magnetizador, que se peleaba con el encargado del camposanto. Sin ser visto, Zlotogor había conducido el asno de Santschin a la tumba abierta y lo había dejado allí, esperando.

—¡Así no lo podemos enterrar! —gritaba el encargado.

—¡Así lo enterraremos! —decía Zlotogor.

Tuvimos que detenernos un rato; el pope era quien debía decir la última palabra. Y después que Zlotogor le hubo susurrado algo al oído, decidió que el asno podía quedarse.

Con arreos negros, de luto, y con las orejas caídas, el asno permaneció inmóvil. Inmóvil junto al borde de la tumba, y todo el mundo se puso a su alrededor sin atreverse a apartarlo.

Emprendí el regreso con el asno y con Xaver Zlotogor; pasamos por el ancho camino cubierto de grava, junto a las tumbas señoriales. Aquí los cadáveres de personas de confesiones distintas no están separados unos de otros. Sólo el cementerio judío queda aislado por una doble valla. Junto a la valla y por los paseos, hay judíos en oración durante todo el día, como cipreses humanos. Viven de la caridad de los ricos herederos y dedican sus bendiciones a cualquiera de los donantes.

Tuve que expresar a Xaver Zlotogor mi reconocimiento por la valentía con que había luchado por el asno. No había visto nunca al magnetizador; no actuaba cada día, sino sólo los domingos o en ocasiones especiales; generalmente viajaba «por su cuenta y riesgo» y daba representaciones en ciudades grandes y pequeñas.

Vive en el Hotel Savoy, en el tercer piso. Puede permitirse ese lujo.

Xaver Zlotogor es un gran viajero, conoce la Europa occidental y la India. Allí aprendió su arte de los faquires, como él mismo cuenta. Debe rondar los cuarenta, pero su edad resulta totalmente indefinible, por lo bien que domina su expresión facial y sus movimientos.

A veces me parece que está cansado; andamos y creo ver que sus rodillas se doblan ligeramente. El camino es largo y yo tampoco estoy muy fresco; por ello decido proponer que nos sentemos un poco en una piedra. Pero he aquí que Xaver Zlotogor salta por encima de la piedra doblando ágilmente las rodillas y volando por los aires como un muchacho de catorce años. En este momento tiene un rostro adolescente, un rostro oliváceo, de muchacho judío, con los ojos pícaros. Un minuto después hay en su boca una expresión de cansancio; el labio inferior cuelga, y es como si le pesara la barbilla; tiene que apoyarla en el pecho.

En cortos intervalos de tiempo, Xaver Zlotogor se transforma con tanta facilidad que se me hace antipático, e incluso llego a pensar que la noble historia del asno no fue más que una burda comedia; me parece que este Xaver Zlotogor no siempre se ha llamado así y que tal vez —el nombre se me ocurre de pronto— se llama Salomón Goldenberg en su pequeña patria de Galitzia. Es curioso que su ocurrencia de llevar el asno al cementerio me hiciera olvidar que es un magnetizador, un vulgar mago que ha revelado por dinero los secretos de los faquires hindúes, y que de estos secretos de un mundo exótico no conoce más que los cuatro trucos imprescindibles. Y Dios le permite seguir viviendo y no lo castiga.

—Señor Zlotogor —digo—, siento tener que dejarle; tengo una cita importante.

—¿Con el señor Phöbus Böhlaug? —pregunta Zlotogor. Me quedé perplejo y quise preguntarle cómo lo sabía…, pero me contuve y le dije:

—No —e inmediatamente añadí—: Buenas noches —aunque aún no anochecía y el sol se complacía en permanecer en el cielo todo el tiempo posible.

Me puse a andar a toda prisa en dirección contraria; me daba cuenta perfectamente de que no me acercaba a la ciudad. Oí que Zlotogor me gritaba algo, pero no me volví.

Gavillas de heno segado lanzaban un fuerte aroma; de una pocilga salían gruñidos; había barracones esparcidos tras las casas de campo y sus tejados de hojalata brillaban como plomo en ignición. Quería estar solo hasta la noche. Pensaba en muchas cosas, en todas; cosas importantes y secundarias me pasaban por la cabeza; las ideas me venían como pájaros extraños y volvían a emprender el vuelo.

Regresé muy entrada la noche; los campos y los caminos yacían en la oscuridad, y los grillos cantaban. Brillaban luces amarillas en las casas de las aldeas y sonaban campanas.

El Hotel Savoy me pareció vacío. Santschin ya no estaba. Sólo dos veces le había visitado en su habitación. Pero me parecía que había perdido un buen amigo. ¿Qué sabía de Santschin? En el teatro era un payaso y en casa un hombre triste, pobre y rudo; se ahogaba entre vapores de colada; durante años había respirado el olor de la ropa sucia de otras personas —si no en este Hotel Savoy, en otros hoteles—. En todas las grandes ciudades del mundo existen Savoys, más o menos grandes, y en todas partes los pisos altos son ocupados por los Santschin, que se asfixian entre vapores de coladas de otras gentes.

El Hotel Savoy seguía estando completo; de las ochocientas sesenta y cuatro habitaciones, ni una sola estaba vacía. Sólo faltaba una persona, una persona única: Wladimir Santschin.

Me senté abajo, en el salón de té. El doctor me miró sonriendo, como si quisiera decirme: ¿ves cuánta razón tenía cuando profeticé la muerte de Santschin? Sonreía como si fuera la personificación de la ciencia médica y celebrara su triunfo. Bebí un vodka y vi a Ignatz. ¿Era la muerte o tan sólo un viejo ascensorista? ¿Qué significaba la mirada fija de sus ojos de color cerveza?

Entonces sentí crecer en mi interior un gran odio contra el Hotel Savoy, en el que los unos vivían y los otros morían, en el que Ignatz embargaba los equipajes y las muchachas tenían que desnudarse completamente ante fabricantes y agentes inmobiliarios. Ignatz era como la norma viva de la casa: muerte y ascensorista.

No dejaré que Stasia me convenza para que me quede, pienso.

Mi caudal alcanza justo para tres días, porque, con la ayuda de Glanz, he ganado algún dinero. Después, si me muero de hambre, me enterrarán como al pobre Santschin, muy lejos, en el extremo más apartado del cementerio, en una fosa llena de barro y de lombrices. Ahora mismo los gusanos y las serpientes se arrastran por el ataúd de Santschin; dentro de tres, de ocho, de diez días, la madera se pudrirá, y también el viejo traje negro que alguien le regaló y cuyo tejido clareaba desde mucho tiempo atrás.

Aquí está Ignatz con sus ojos de color cerveza, que sube y baja y también ha hecho descender el cuerpo de Santschin por última vez.

Esa noche me costó un gran esfuerzo entrar en mi habitación. Odiaba la mesita de noche, la pantalla de la lámpara, el timbre, volqué un sillón, que cayó con gran estrépito. Me hubiera gustado arrancar el papel de Kaleguropulos, que seguía pegado burlonamente en la puerta. Temeroso, me metí en la cama y dejé la lámpara encendida toda la noche.

Se me apareció Santschin en sueños: veo que se levanta en su tumba fangosa y se afeita: le tiendo un cubo de agua, toma un poco de barro y se lo pasa por el rostro como si fuera jabón de afeitar.

—Puedo hacerlo —dice, y añade—: No me mire.

Y contemplo avergonzado el sarcófago, que está en un rincón.

Después Santschin aplaude y suena un fuerte aplauso; aplaude todo el Hotel Savoy, Kanner y Neuner y Siegmund Fink y la señora Jetti Kupfer.

Ante mí tengo a mi tío Phöbus Böhlaug, que me susurra:

—Has ido demasiado lejos. No vales más que tu padre. Eres un inútil.