VII

DE ESA forma tentó el diablo al comerciante de corales Nissen Piczenik por primera vez. El diablo se llamaba Jenö Lakatos, era de Budapest e importaba los corales falsos a tierras rusas, unos corales de celuloide que, cuando se encienden, arden tan azuladamente como la cortina de fuego que rodea el infierno.

Cuando Nissen Piczenik llegó a casa, besó indiferentemente a su mujer en ambas mejillas, saludó a las ensartadoras y comenzó, con ojos un tanto confundidos, confundidos por el diablo, a contemplar sus queridos corales, los corales vivos, que no le parecieron tan perfectos, ni con mucho, como las falsas piedras de celuloide de su competidor Jenö Lakatos. Y el diablo sugirió al honrado comerciante de corales Nissen Piczenik la idea de mezclar corales falsos con los auténticos.

De forma que, un día, fue a correos y dictó al escribano público una carta para Jenö Lakatos, de Suchky, a fin de que, unos días más tarde, le enviara nada menos que veinte pud de corales falsos. Ahora bien, sabido es que el celuloide es un material ligero, y veinte pud de corales falsos se traducen en un montón de collares y manojos. Nissen Piczenik, seducido y cegado por el diablo, mezcló los falsos corales con los auténticos, traicionándose así a sí mismo y traicionando a los auténticos corales.

En el país, a la redonda, había comenzado la recolección y casi no venían ya campesinos a comprar corales. Pero, con los pocos que aparecían de cuando en cuando, Nissen Piczenik ganaba ahora, gracias a los falsos corales, más de lo que había ganado antes con sus numerosos clientes. Mezclaba lo auténtico con lo falso… y eso era peor aun que si no hubiera vendido más que lo falso. Porque así ocurre con los hombres seducidos por el diablo: que superan al diablo mismo en todo lo diabólico. De esa forma, Nissen Piczenik superó a Jenö Lakatos de Budapest. Y todo lo que Nissen Piczenik ganaba se lo llevaba escrupulosamente a Pinkas Varchavsky. Y tanto había seducido el diablo al comerciante de corales que éste experimentaba una auténtica voluptuosidad al pensar que su dinero crecía y devengaba intereses.

Entonces murió súbitamente, uno de aquellos días, el usurero Pinkas Varchavsky, y Nissen Piczenik se asustó y fue a ver inmediatamente a los herederos del usurero, reclamando su dinero con intereses. Lo recibió al momento, nada menos que cinco mil cuatrocientos cincuenta rublos y sesenta kopeks. Con ese dinero pagó su deuda con Lakatos y le encargó veinte pud más de corales falsos.

Un día vino el rico cultivador de lúpulo a casa de Nissen Piczenik y le pidió un collar de coral para una de sus nietas, contra el mal de ojo.

El comerciante de corales ensartó un collarcito de corales de celuloide, exclusivamente falsos, añadiendo: «Son los corales más hermosos que tengo».

El campesino pagó el precio apropiado para corales verdaderos, y se fue a su pueblo.

Su nietecita murió una semana después de haberse colgado del cuello los falsos corales, una horrible muerte por asfixia, de difteria. Y en el pueblo de Solovietzk, en donde vivía el rico cultivador de lúpulo (y también en los pueblos del entorno) se difundió la noticia de que los corales de Nissen Piczenik, de Progrody, traían mala suerte y enfermedades… y no sólo a los que se los habían comprado a él. Porque la difteria comenzó a desencadenarse en los pueblos cercanos, arrebató a muchos niños, y se difundió el rumor de que los corales de Nissen Piczenik causaban la enfermedad y la ruina.

Como consecuencia, durante todo el invierno no llegaron más clientes a Nissen Piczenik. Fue un invierno duro. Había comenzado en noviembre y duró hasta finales de marzo. Cada día traía una helada implacable, la nieve caía rara vez, hasta los cuervos parecían congelarse, mientras se acurrucaban en las ramas desnudas de los castaños. En casa de Nissen Piczenik reinaba un gran silencio. Despidió a una ensartadora tras otra. Los días de mercado se encontraba a veces con alguno de sus viejos clientes. Pero no lo saludaban.

En efecto, los campesinos, que en el verano lo besaban, hacían como si no conocieran ya al comerciante de corales.

Hubo heladas hasta de cuarenta grados. El agua se congelaba en los cántaros de los aguadores cuando iban de la fuente a las casas. Una gruesa capa de hielo cubría los cristales de las ventanas de Nissen Piczenik, de forma que no veía ya lo que pasaba en la calle. Carámbanos grandes y pesados colgaban de los barrotes de la reja de hierro, espesando aún más las ventanas. Y, como ningún cliente venía ya a casa de Nissen Piczenik, él no echaba la culpa a los corales falsos, sino al severo invierno. Entre tanto, la tienda del Sr. Lakatos en Suchky estaba siempre rebosante. Y en su casa compraban los campesinos los corales perfectos y baratos de celuloide, y no los auténticos en casa de Nissen Piczenik.

Heladas y lisas como espejos eran las calles y callejas de la población de Progrody. Todos los habitantes tanteaban su camino con bastoncitos cubiertos de hierro. Sin embargo, se caían muchas veces, rompiéndose alguna pierna o la nuca. Una noche se cayó también la Sra. de Nissen Piczenik. Durante mucho tiempo estuvo sin conocimiento, hasta que vecinos compasivos la levantaron y la llevaron a casa. Comenzó pronto a devolver violentamente, y el médico de campaña de Progrody dijo que era una conmoción cerebral.

Llevaron a la mujer al hospital, y el médico de allí confirmó el diagnóstico del médico de campaña.

El comerciante de corales iba todas las mañanas al hospital. Se sentaba junto a la cama de su mujer, escuchaba durante media hora su confusa conversación, miraba sus ojos febriles, el escaso cabello de su cabeza, recordaba las pocas horas de cariño que él le había dado, olía el fuerte perfume de alcanfor y yodo, y volvía a casa y se ponía él mismo junto al hogar y se cocinaba él mismo borsch y kasha y se cortaba él mismo el pan y se pelaba él mismo el rábano y se hacía él mismo el té y encendía él mismo la estufa. Luego volcaba sobre una de sus cuatro mesas todos los corales de las muchas bolsitas y comenzaba a clasificarlos. Los corales de celuloide del Sr. Lakatos estaban separados en el armario. Los auténticos corales no le parecían ya a Nissen Piczenik, desde hacía tiempo, animales vivos. Desde que aquel Lakatos había llegado a la región y él mismo, el comerciante de corales Piczenik, había empezado a mezclar aquellas cositas ligeras de celuloide con las piedras pesadas y auténticas, los corales que conservaba en su casa habían muerto. ¡Ahora se fabricaban corales de celuloide! ¡De un material muerto se hacían corales que parecían vivos y eran todavía más hermosos y perfectos que los vivos y auténticos! ¿Qué era, comparado con aquello, la conmoción cerebral de su mujer?

Ocho días después murió ella, ¡como consecuencia de la conmoción cerebral, desde luego! Pero no sin razón se dijo Nissen Piczenik que su mujer no había muerto sólo de aquella conmoción cerebral, sino también porque su vida no dependía de la vida de nadie en el mundo. Nadie deseaba que siguiera con vida, y por eso también se había muerto.

Ahora el comerciante de corales Nissen Piczenik era viudo. Lloró a su mujer de la forma prescrita. Le compró una lápida de las más duraderas e hizo cincelar en ella palabras honrosas. Y rezaba mañana y noche la plegaria de difuntos por ella. Pero no la echaba en falta en absoluto. La comida y el té se los preparaba él mismo. No se sentía solitario en cuanto estaba solo con sus corales. Y le preocupaba exclusivamente el hecho de haberlos traicionado con sus falsos hermanos, los corales de celuloide, y haberse traicionado a sí mismo con el comerciante Lakatos.

Suspiraba por la primavera. Y, cuando por fin llegó, Nissen Piczenik se dio cuenta de que había suspirado por ella en vano. Normalmente todos los años, antes ya de la Pascua, cuando empezaban a fundirse los carámbanos hacia el mediodía, solían llegar los clientes, en carritos chirriantes y tintineantes trineos. Necesitaban corales para la Pascua. Ahora, sin embargo, la primavera estaba allí, cada vez calentaba más el sol, cada día se hacían más cortos los carámbanos de los tejados y más pequeños los montones de nieve que se iban fundiendo al borde del camino… pero ningún cliente venía a casa de Nissen Piczenik. En su armario de roble, en su baúl portátil que, imponente y provisto de cinchas de hierro, estaba junto a la estufa sobre sus cuatro ruedas, yacían los corales más nobles en montones, manojos y collares. Pero no llegaba ningún cliente. Cada vez hacía más calor, la nieve desapareció, vino una lluvia leve, brotaron las violetas en los bosques y en los pantanos croaron las ranas: pero no venía ningún cliente.

Hacia aquella época se notó también en Progrody, por primera vez, un cambio extraño en la forma de ser y el carácter de Nissen Piczenik. En efecto, por primera vez comenzaron a sospechar los habitantes de Progrody que el comerciante de corales era un hombre raro, incluso estrafalario… y no pocos perdieron su respeto tradicional por él, y no pocos se reían incluso de él abiertamente. Muchas buenas gentes de Progrody no decían ya: ahí va el comerciante de corales… sino que decían simplemente: ése que va ahí es Nissen Piczenik… fue un gran comerciante de corales.

La culpa era de él. Porque no se comportaba en absoluto como prescribían las reglas y el decoro para el luto de un viudo. Si antes habían pasado por alto aun aquella extraña amistad con el marinero Komrover y su visita a la mal afamada taberna de Podgorzev, ahora no podían tener conocimiento, sin albergar las mayores sospechas, de sus visitas a aquella taberna. Porque casi cada día, desde la muerte de su mujer, Nissen Piczenik iba a la taberna de Podgorzev. Comenzó a beber hidromiel con pasión. Y como, con el tiempo, el hidromiel le resultó demasiado dulce, se hacía echar también dentro algún vodka. A veces, alguna de aquellas muchachas ligeras se sentaba a su lado. Y él, que en su vida había conocido a otra mujer que a su esposa ahora difunta, él, que nunca había conocido otro placer que acariciar, clasificar y enhebrar a sus verdaderas mujeres, es decir, los corales, se sentía a veces, en la desolada taberna de Podgorzev, a gusto con la carne blanca y barata de las mujeres, con su propia sangre, que se burlaba del decoro de su existencia burguesa y respetable, y con el olvido generoso y ardiente que se desprendía de los cuerpos de las muchachas. Y bebía, y acariciaba a las muchachas que se sentaban a su lado, y que a veces se sentaban también en sus rodillas. Sentía lujuria, la misma lujuria, por ejemplo, que cuando jugaba con sus corales. Y, con sus dedos fuertes y cubiertos de vello rojo, palpaba, con menos habilidad e incluso con ridícula torpeza, los pezones de las muchachas, tan rojos como algunos corales. Y degeneraba —como suele decirse— rápida, cada vez más rápidamente, casi de día en día. Él mismo se daba cuenta. Su rostro se volvía más enjuto, sus flacas espaldas se encorvaban, no se limpiaba ya levita ni botas, no se atusaba ya la barba. Decía maquinalmente sus plegarias cada mañana y cada noche. Él mismo se daba cuenta: no era ya simplemente el comerciante de corales, era Nissen Piczenik, en otro tiempo un gran comerciante de corales.

Sabía que, un año, medio año después, se convertiría en el hazmerreír de la pequeña ciudad… ¿pero qué le importaba en el fondo? Su patria no era Progrody, sino el océano.

Por eso, un día tomó la decisión fatal de su vida.

Antes, sin embargo, se puso un día en camino hacia Suchky… y he aquí que en la tienda de Jenö Lakatos de Budapest vio a todos sus antiguos clientes, escuchando atentamente las estridentes canciones del fonógrafo y comprando collares de celuloide, a cincuenta kopeks el collar.

—Bueno, ¿qué le dije hace un año? —gritó Lakatos a Nissen Piczenik—. ¿Quiere diez pud más, veinte, treinta?

Nissen Piczenik le dijo:

—No quiero más corales falsos. Por lo que a mí se refiere, yo comercio sólo con los auténticos.