VI

CUANDO volvió a casa, a Progrody, se dio cuenta de que le faltaban por lo menos ciento sesenta rublos, incluidos los gastos de viaje. A su mujer, sin embargo, y a todos los demás que le preguntaban, les decía que en Odesa había hecho «negocios importantes».

En esa época comenzó la recolección, y los campesinos no venían con tanta frecuencia los días de mercado. Como todos los años en esas semanas, la casa del comerciante de corales se volvió más silenciosa. Las ensartadoras salían ya de la casa al caer la tarde. Y por la noche, cuando Nissen Piczenik volvía de la sinagoga, no lo esperaba ya el canto claro de las bonitas muchachas, sino sólo su mujer, el plato habitual de cebollas y rábano y el samovar de cobre.

Sin embargo —recordando los días de Odesa, de cuya inutilidad nadie salvo él tenía la menor idea— el comerciante de corales Piczenik se sometió a las reglas acostumbradas de sus días de otoño. Ya pensaba en pretextar nuevamente, unos meses más tarde, negocios importantes, y marcharse a otra ciudad portuaria, por ejemplo Petersburgo.

No tenía que temer necesidades materiales. Todo el dinero que había ahorrado en el transcurso de sus muchos años de comerciar con corales estaba produciendo incesantemente intereses con el prestamista Pinkas Varchavsky, un respetado usurero de la comunidad, que cobraba implacablemente todas las deudas pero pagaba puntualmente todos los intereses. Necesidades físicas no tenía que temer Nissen Piczenik; y no tenía hijos y, por consiguiente, no tenía que cuidarse de descendientes. ¿Por qué no ir entonces a algunos de los muchos puertos?

Y ya empezaba el comerciante de corales a urdir sus planes para la primavera siguiente, cuando ocurrió algo inusitado en la vecina población de Suchky.

En esa pequeña ciudad, que era tan pequeña como Progrody, la ciudad natal de Nissen Piczenik, un hombre, al que nadie había visto hasta entonces en la región, abrió un día una tienda de corales. Aquel hombre se llamaba Jenö Lakatos y procedía, como pronto se supo, del lejano país de Hungría. Hablaba ruso, alemán, ucraniano, polaco e incluso, llegado el caso y si alguien, por casualidad, lo hubiera deseado, habría hablado también el Sr. Lakatos francés, inglés o chino. Era un hombre joven, de cabellos lisos, negroazulados y con brillantina… dicho sea de paso, el único hombre a la redonda en la región que llevaba un cuello duro y reluciente, una corbata y un bastoncito de puño de oro. El joven había llegado a Suchky unas semanas antes, se había hecho allí amigo del carnicero Nikita Koljin y había hablado con él hasta que lo decidió a abrir, junto con Lakatos, un negocio de corales. La empresa, con su letrero de color rojo vivo, se llamaba: N. Koljin & Co.

En el escaparate de la tienda resplandecían corales rojos perfectos, más ligeros de peso, sin duda, que las piedras de Nissen Piczenik, pero mucho más baratos. Todo un gran manojo de corales costaba un rublo cincuenta, y había collares de veinte, cincuenta y ochenta kopeks. Los precios estaban puestos en el escaparate de la tienda. Y, para que nadie pasara de largo por delante de esa tienda, un fonógrafo tocaba todo el día alegres canciones estridentes. Se las oía por toda la pequeña ciudad y más lejos… en los pueblos de los alrededores. Desde luego, en Suchky no había un gran mercado como, por ejemplo, en Progrody. Sin embargo —y a pesar de ser la época de la recolección—, los campesinos iban a la tienda del Sr. Lakatos a escuchar las canciones y comprar los baratos corales.

Después de haber ejercido aquel Sr. Lakatos durante unas semanas su atractivo comercio, un día apareció un campesino adinerado en casa de Nissen Piczenik y le dijo: «Nissen Semionovich, no puedo creer que lleves veinte años engañándonos a mí y a otros. Sin embargo, hay ahora en Suchky un hombre que vende los collares de coral más hermosos a cincuenta kopeks cada uno. Mi mujer quería ir allá… pero he pensado que antes tendría que preguntarte, Nissen Semionovich».

—Ese Lakatos —dijo Nissen Piczenik— es sin duda un ladrón y un estafador. De otro modo no puedo explicarme sus precios. Pero yo mismo iré allí, si quieres llevarme en tu coche.

—¡Muy bien! —dijo el campesino—. Convéncete por ti mismo.

Así pues, el comerciante de corales fue a Suchky, estuvo un rato ante el escaparate, escuchó las estridentes canciones que salían del interior de la tienda, entró por fin y comenzó a hablar con el Sr. Lakatos.

—Yo también soy comerciante de corales —dijo Nissen Piczenik—. Mis géneros vienen de Hamburgo, Odesa, Trieste, Amsterdam. No comprendo cómo ni por qué vende usted unos corales tan baratos y hermosos.

—Usted es de otra generación —replicó Lakatos— y, perdone la expresión, pero se ha quedado un poquitín anticuado.

Mientras tanto, Lakatos había salido de detrás del mostrador… y Nissen Piczenik vio que cojeaba un poco. Evidentemente, tenía la pierna izquierda más corta, porque llevaba en la bota izquierda un tacón dos veces más alto que en la derecha. Olía a un perfume fuerte y embriagador… y no se sabía realmente dónde estaba, en aquel cuerpo delgado, la fuente de todo aquel perfume. Tenía el cabello negroazulado como la noche. Y sus ojos oscuros, que en un primer momento hubieran podido tomarse por afables, ardían de segundo en segundo tan violentamente que un extraño rojo de incendio se alumbraba en medio del negro. Bajo el bigotito negro y retorcido sonreían, blancos y relucientes, los dientecitos de ratón de Lakatos.

—¿Bueno? —preguntó el comerciante de corales Nissen Piczenik.

—Sí, bueno —dijo Lakatos—. No estamos locos. No bajamos al fondo de los mares. Sencillamente, producimos corales artificiales. Mi empresa se llama Hermanos Lowncastle, Nueva York. En Budapest he trabajado dos años con éxito. Los campesinos no se dan cuenta de nada. Ni los campesinos de Hungría, ni mucho menos los campesinos de Rusia. Ellos quieren corales hermosos, rojos, perfectos. Aquí están. Baratos, económicos, hermosos, decorativos. ¿Qué más se puede pedir? ¡Los corales auténticos no pueden ser tan hermosos!

—¿De qué están hechos sus corales? —preguntó Nissen Piczenik.

—De celuloide, amigo mío, ¡de celuloide! —exclamó Lakatos arrebatado—. ¡No me diga nada contra la Técnica! Mire: en África crece el árbol de la goma, y de la goma se hacen el caucho y el celuloide. ¿Es algo antinatural? ¿Son los árboles de la goma menos naturales que los corales? ¿Es un Árbol de áfrica menos natural que un árbol de corales del fondo del mar…? ¿Entonces, qué me dice…? ¡Decídase…! Dentro de un año, como resultado de mi competencia, habrá perdido usted todos sus clientes… y podrá irse con todos sus corales auténticos al fondo del mar, de donde vienen esas hermosas piedrecitas. Dígame: ¿sí o no?

—Déme dos días de tiempo —dijo Nissen Piczenik.

Y se fue a casa.