A Mariate

GÉMINIS

Bien, estamos en esta pequeña isla que tiene su centro en todos los puntos y su circunferencia en ninguno, de acuerdo con la antigua y sabia definición de viejos pensadores ya no discernibles en la Historia. Ciertamente, Él y Yo padecemos. Sufrimos Él y Yo con intensa amargura y una cada vez más creciente estupefacción, atados Él y Yo a nuestro círculo misterioso, Él a su círculo y Yo al mío, que son el mismo círculo, Él dentro de mí y Yo dentro de Él, atados a nuestro círculo que es más cruel y espantoso que el peso entero de todas las cadenas imaginadas a lo largo del Tiempo, cuya longitud, altura y profundidad son constantes, invertebradas e inaprehensibles, pero que suceden por culpa nuestra, esclavos definitivos y sin fin de una pluralidad inagotable, cada vez más deshabitada, Él de la Suya y Yo de la Mía, mirándonos cada Uno con los ojos del Otro, perpetuos hasta quedarnos ciegos. A propósito de esto, así, Él y Yo estamos condenados a verificar cada Quien para sí mismo y con una necesaria y alucinante prolijidad, los modos, las formas, los métodos, las vicisitudes y los detalles concretos y circunstanciados en los que se desenvuelve esta minuciosa tortura que consiste en que no podamos dejarnos de mirar, examinar, analizar Uno al Otro siempre y, de necesidad, con un desesperado cinismo ya sin escapatoria. En estos momentos Él está escribiendo y pensando exactamente con las mismas letras y las mismas palabras, las mismas cosas que Yo digo. Habría acaso una solución de continuidad para el acontecer de estas cosas, por medio de un tercer lector en discordia, pero Él es mi Lector Único y Yo soy su Único Lector. Hubo una Época, cuyas datas se han escapado para siempre, antes de Adán —que también lo fuimos Él y Yo juntos—, en que igualmente estuvo en uso este concepto de Lectura. Entre otras cosas había Lectura de las precipitaciones pluviales, Lectura de los estratos geológicos y Lectura del Porvenir y del Pasado. Pero ahora, desde entonces Él y Yo somos nuestro primer y segundo lector en discordia, indistintamente, Él el primero y Yo el segundo; Yo el primero y Él el segundo, de un modo simultáneo y unánime, sin esperanza alguna del Tercer Adán. Hemos aprendido a disponer, hasta el grado más repugnante de la ignominia, de una segunda naturaleza de los ojos que reside en mirarnos de soslayo para que no escapen a la sorpresa ninguno de nuestros actos, por más insignificantes que sean. Esto ha hecho que Él y Yo tengamos siempre un aire malvado e hipócrita, lleno de suspicacia, del cual no podemos despojarnos nunca. Capto, maligna e intensamente, puesta en juego al máximo imaginable la total capacidad de mi reojo para ver, ese momento críptico y desasosegante en que Él, solemne y concentrado, con ademanes llenos de reposo y sabiduría, se dispone a tomar asiento en el retrete y en seguida defeca, severo y reflexivo, con la misma altivez y el mismo colérico enjutamiento de cejas con que lo habrán hecho los majestuosos Dioses del Olimpo. Me acongoja hasta casi convertirse en delirio, la certeza de que ahora y aquí, en este instante, Él ha terminado de escribir en su Diario un idéntico párrafo, paralelo al que Yo escribo, sin quitar ni añadir una tilde. Y repito: sin quitar ni añadir una tilde, para que Él, de igual modo, repita la frase y tanto Él como Yo dejemos de comprender, al unísono —por lo absurdo de la reiteración—, el sentido que encierra y nos parezca (lo que ya está ocurriendo en estos propios segundos) que los dos privativos, los dos verbos, el artículo y el sustantivo de que está compuesta —y mucho, mucho más a causa de este rabioso someterlas a un análisis gramatical que carece en absoluto de justificación— son palabras vacías y signalizaciones muertas. Pero como puede verse —Él lo anota ya— el análisis del análisis nos ha devuelto a los dominios de la razón y de la gnosis. En lo último que nos quedamos del presente relato, fue en el hecho de comprobar que Él ha descrito a mi persona, cierto que con líneas y trazos de indudable vigor plástico, en los momentos en que Yo defeco, sin omitir el aire majestuoso y altivo que adopto durante el curso de la acción, cosa, por lo demás, que no me obliga a agradecérselo, ya que tampoco lo releva de la baja curiosidad en que incurre con la eterna puesta en funciones de su reojo, cuyo espionaje no deja de registrar el más pequeño de mis actos, aun de aquellos que cometo en sueños. Este espionaje y las formas aviesas, disimuladas y retorcidas que reviste, es lo que más odio de todo cuanto aquí padezco. La infinidad de recursos que Él tiene para mirar de soslayo —y no de hito en hito, como pudiera creerse, sino de golpe pero de un modo oblicuo, calculador y solapado, que causa calosfríos—, así como las insólitas informaciones que logra obtener con ellos, muestran por completo al desnudo la perversidad inconmensurable de su alma ruin. Así, para no tentar con exceso el riesgo de volvernos locos, hemos tenido que pactar respecto a cierto número de actividades secretas que han de aceptarse, por decoro mutuo, como sustraídas a las miradas del Uno y del Otro. Pero esto mismo está dañado por una fatalidad a la que ninguno de los dos puede escaparse. El caso es que Él y Yo sabemos cuáles son esas actividades secretas y contemplamos, observamos y asistimos al momento de su ejecución, sin que llegue a inhibirnos jamás la menor sombra de una conciencia culpable, por lo que, para compensar el peso moral de este descaro, hubimos de recurrir al fingimiento y de aquí que el maldito mirarse de reojo ya no se limite a recaer sobre tales actividades secretas, sino que comprenda en su miserable indagación a todas las acciones que se consuman o se intentan consumar —públicas o no, decir privadas sería decir muy poco— pues, en realidad, nunca ha existido secreto alguno. Esta situación de recelo y vigilancia es la que condiciona —como ya lo dije— el carácter pormenorizado y circunstanciado de nuestras existencias, por lo que el relato de las mismas no puede menos que ser de una prolijidad análoga y aun si se quiere cruda, en el aspecto en que se las tome. En virtud de la denuncia que hice del infame espionaje de que es víctima mi defecar —como actividad secreta y sagrada— mi relato proseguirá entonces a partir del entorno de este punto. Dispusimos desde un principio de cierto artilugio en forma de cono —por lo que llamamos «coníferos», no sin alguna dosis de buen humor, a los momentos en que usamos de él—, cuya parte más angosta apunta hacia abajo y enlaza en seguida con el subcutáneo y misterioso sistema arterial de los drenajes, donde la especificidad de las funciones que encima de él se realizan, termina por perderse y confundirse en el vasto y abigarrado mundo de las más diversas excircunstancias humanas, convertidas en la abstracción pura de fui esto o aquello, en mis tiempos se me consideraba de tal o cual modo no que ahora (también esa cobarde, horrorosa y farisaica expresión de «cosas veredes» o cuando mires las barbas de tu vecino rasurar), antes de esto yo era saliva, y otras muchas de las connotaciones existenciales de las que aún ahí pueden darse. Así pues, la parte más estrecha de este cono fue el punto de donde surgieron las ideas primigenias para urdir las formas más variadas y refinadas del reojo, del fingir, del simular, del haber visto, observado, calculado, medido (y hasta admirado, como se verá en su oportunidad) las cosas, y más tarde aparentar con risitas y devaneos, volviendo la cabeza a otro lado o silbando una melodía estúpida (Para Elisa, por ejemplo), que no se sabe nada de nada. De este modo ha ocurrido como queda dicho, no a causa de la parte estrecha del cono ni por ella misma, sino en virtud de las categorías del Conocimiento y de la Praxis de las que se ha convertido en Objeto. Como Él y Yo lo sabemos, no todo podía, ni puede escapar a través del angosto cuello del embudo. Algo queda. De aquí vino el sádico culparnos Uno al Otro con la masoquista acusación del «tú fuiste» que sin embargo no llegó a pronunciarse nunca, pese a que Él y Yo nos lo veíamos vagar, indeciso y equívoco, a flor de labios. Ha de saberse que Yo poseo un tirso que otrora robé a la estatua del dios Hermes. Valido de este divino instrumento, desmenucé y desmenucé y desmenucé hasta no librar la estrecha garganta de su infame oclusión. De aquí arrancó este periodo infinito de vigilancia teológica en que se dirimen los alcances de la puesta en acción y del concepto desmenuzó, no desmenuzó, desmenuzó no desmenuzó, con todas sus derivadas conjugativas y adverbiales, desmenuzado, desmenuzante, desmenuzador, hasta el extremo de virtud en que ya no consideramos como conifero el acto de sentarse al cono, sino como perteneciente a las más elevadas categorías de la semántica. Hemos vuelto pues secretas todas nuestras acciones, incomunicables e incomunicados todos nuestros pasos, esotéricos nuestros actos, mudas y sin signos nuestras palabras. De aquí partió la cálida admiración que nos tenemos Uno al Otro, el amor que nos une, la sacrosanta dignidad que nos envuelve, la Piedad y la Misericordia que llenan todos nuestros pensamientos. «Hay que batir el tirso de Hermes», me digo. «Batirlo y blandirlo y hundirlo en la garganta del Dragón», añado. «Porque estoy solo, siempre he estado solo, y Él no existe ni ha existido jamás», me repito. Me repito me repito me repito me repito…: me procreo.

Cárcel Preventiva, 31 de enero de 1969