Había un montón de cosas; la guerra también. Una cosa y la otra, ésta y aquélla, inexplicables —ajenas a él mismo hasta la irrealidad—, inalcanzables, invadiéndolo, zarandeándolo, no obstante sin alterar su lejanía, sin consumir de ningún modo esa distancia terca que lo separaba, esa muerte suya concreta; tan autoconcreta, si pudiera decirse. Cosas y más cosas y la guerra, como para despertar, como para conmoverse, como para poner un poco de atención. (Sin embargo —por fuera—, era imposible —y pensaba en cómo lo mirarían los demás— no verlo innodado en las formas más vitales de la existencia, conscientemente metido en ellas y —para los muy próximos— hasta con apasionamiento.) La guerra, la guerra, ¡demonios!, una guerra verdadera, palpable. Comía diariamente pequeños trozos de carne sobresaturados de manteca hasta producir náuseas, sin que le costara un centavo (asunto de Raquel, la mesera amiga suya, que a otras horas funcionaba como prostituta), en el barrio chino que en la ciudad conocían por La Chinesca. Una torturante aglomeración vertical de casucas de madera podrida, escalonadas sobre la loma de piedra sucia, con sus horribles techos iguales a la gorra grasienta y desfigurada de un mendigo, que parecían no ser sino una réplica de los mismos hacinamientos, a orillas del Yang Tse Kiang, que se ven en las revistas ilustradas. Cosas como ésta: el Tratado de Préstamos y Arrendamientos, toda clase de armas y material bélico de los Estados Unidos para aprovisionar a Inglaterra, que hasta ese momento luchaba sola. Desde el mirador de tablas y vigas del restaurante Li-Po se veía el carrusel de dinosaurios verde-olivo, disecados e inocentes sobre su plataforma de museo rodante. Cada cinco minutos los largos convoyes, lentos, pesados, inexorables, trazaban una ceja dentro del territorio mexicano fronterizo para adentrarse de nuevo en el país del norte e ir a depositar su carga de tanques y cañones en algún puerto del Atlántico. —¿No serán los mismos, que nomás estén dando vuelta y vuelta? —decía Raquel. En ella la imagen del carrusel operaba en una forma más real y precisa. Una vuelta hemisférica desde las rectangulares fábricas de California hasta las blancas arenas de El Alamein y siempre, siempre los mismos tanques y cañones, la misma muerte. También algo como Raquel, una cosa como Raquel: lo amaba sin fijarse, sin darse cuenta, como cuando alguien —y esto era perfectamente posible, demostrable— ama alguna función fisiológica de su cuerpo hacia la que, en virtud de razones muy particulares, guarda un tierno agradecimiento. (Fenómeno, pensaba él, que se produce de modo especial entre los enfermos, quienes, al padecer obstáculos en la práctica de la función fisiológica de que se trate, pero que, de cuando en cuando realizan sin tropiezos, inadvertidamente se enamoran de ella, pues aquellos momentos en que el asunto va marchando bien terminan por convertirse, así, en una entrega total, sin reservas, y en una amorosamente única e inalienable posesión.) Él se dejaba amar como un muerto, como se ama a los muertos; una lápida donde estaba inscrito su nombre, desnudo del ser: Antelmo Suárez, dentro de cuyo cuerpo yacía como en el interior profundo de un féretro. El amor de Raquel le enseñaba sobre sí mismo mucho más que cuanto él pudiera haber reflexionado hasta la fecha respecto a su propia persona: en verdad estaba muerto, esto era lo que ocurría. No se puede morir en vida sin resucitar, pero él había resucitado hacia la muerte, hacia la nada, aunque esta nada suya estuviese tan llena, como estaba, de elementos de materias, de actitudes, de palabras, de intenciones. Le importaba muy poco estar ahora en Mexicali —como encontrarse en cualquier otro infierno indiferente—, a donde había venido ya resurrecto en su nada, tan importante en todos sentidos para él. Las ruedas del convoy de Préstamos y Arrendamientos le habían pasado, aquí en Mexicali, encima de la cabeza, destrozándosela, tal era la cosa cierta y no en forma imaginaria, sino real y verdadera. Antelmo había puesto la nuca sobre uno de los rieles de las cuatro vías que se entrecruzan frente a la estación del ferrocarril y aún pudo distinguir las luces de La Chinesca segundos antes de que las ruedas del convoy le triturasen el rostro, la frente, el cráneo. A la sazón Raquel debió haberse encontrado en el sórdido mirador del restaurante Li-Po, sin que pudiera adivinar, intuir el suceso y sin estremecerse de dolor. Ya tendría más tarde a Antelmo —como así fue— junto a sus hombros desnudos, tendidos los dos en el mismo lecho y bajo la misma sábana, sin advertir que él estaba muerto y con la cabeza hecha pedazos. La Posada Internacional, donde Antelmo vivía con ella, era el cuartel de todas las prostitutas de Mexicali. Cuando Raquel llegaba «ocupada» (como un taxi o el gabinete del W. C., pensaba Antelmo), él descendía dócilmente de la única cama e iba a tirarse en un rincón del mismo cuarto, hasta que Raquel y el cliente concluían su asunto de la mejor manera. Sólo una vez, borracho, no acertó a bajarse. A través de la bruma alcohólica escuchaba el ruido de la copulación, rítmico, sapiente, tangible. Un montón de cosas, un endemoniado montón. La disciplina ciega, esa obediencia abstracta, la abdicación absoluta de un destino que no fuera el predeterminado para ser vivido por él, con cada minuto visto y oído previamente. Obedecía, pues. No le molestaba; nunca le molestó. Era un dato más de su muerte: los muertos obedecen, no hacen ninguna otra cosa más que obedecer. A veces se repetía por dentro a Hölderlin, unido al estrujante recuerdo de Alejandra.

Silencioso lugar verdeante de hierba joven,

donde yace hombre y mujer y se yerguen las cruces,

donde van acompañados los amigos,

donde fulguran en claro vidrio las ventanas…

Un amor despiadadamente roto es igual que el suicidio y se puede ya no volver a vivir jamás, como le había ocurrido a él: muertos los dos, Alejandra y él, yacentes en el «silencioso lugar verdeante de hierba joven», en aquel cementerio frente al mar, salpicado por las olas altas, en el malecón de La Habana. Habían decidido escapar, no importaba al país que fuese. Pero dudaron (ella) de que Antelmo pudiera tener la capacidad de vivir libre. Tenía razón. «Rezaban» a Hölderlin —no era leerlo— como oraciones lúgubres y estremecedoras, sobrecogidos ante las tempestades de la bahía.

Pero no es

tiempo. Aún están ellos

desencadenados. No atañe lo divino a

quienes no lo son.

A la orilla del malecón de anchas piedras, azotados por las ráfagas de viento y lluvia, erguidos como dos cruces sobre sus propios cadáveres. Nada más bello que aquellas tempestades. Era La Iliada —una guerra de titanes, pura, de donde estaban excluidos los hombres y en la que sólo los dioses tenían acceso a la batalla. Dioses ebrios y roncos que combatían como ciegos parsimoniosos, unánimes y solemnes, maldiciéndose con gravedad, con acompasada resonancia, dignos y majestuosos, sin odio, pues no se les permitía la grandeza de la lucha, revestidos como se encontraban por las colosales armaduras con que se cubrían y desde donde eran más terribles y bellos. Hermosos dioses borrachos y severos dentro de su olímpica ebriedad, que descargaban el peso gris y furioso de sus espadas ciclónicas sobre el mar, como si castigaran a una bestia tremenda de la cual fuesen dueños y esclavos, pero también con una ira temblorosa y delicada, amorosos y acariciantes, cada vez más inmortales, sin conceder un segundo de tregua a su divinidad. Una tarde así, de agosto, decidieron escapar. Como de costumbre aguardaban en el malecón el desencadenamiento de la tormenta, que ya venía por el sur con sus gruesas nubes negras. —Ahí vienen nuestros dioses —decía Alejandra. Se dejaban entonces empapar por el aguacero, latiguear por el viento. Todas las tardes de ese breve agosto, durante el tiempo que estuvieron juntos en La Habana mientras trabajaban en la misma tarea. Habían hablado bajo la lluvia, entrándoles el agua por los labios, bebiéndose las nubes, a gritos, los cabellos de Alejandra como cortinas de tinta untados a su frente y a sus mejillas, pero ahora no reían ni se besaban. «Cualquier país del mundo, no importa. Con otros nombres, otros pasaportes. Ingresaremos en el Partido Comunista del país que sea y ahí lucharemos libremente, en libertad y no como en la espantosa cárcel donde vivimos.» Espantosa cárcel, repetía ella con los ojos inmensamente abiertos de terror, igual a un cartujo que hubiese roto la penitencia del mutismo. Para Antelmo no eran problema alguno los pasaportes. Con un bueno e inteligente pretexto se los proporcionaría el propio «aparato»: Antelmo tenía la necesaria autoridad para ello. En lenguaje conspirativo se le llamaba así, el aparato, la organización encargada de las tareas clandestinas al margen de la política militante y cuyo funcionamiento y actividades, en escala internacional, no eran conocidos ni controlados por ningún partido comunista. «Pero no es tiempo. Aún ellos están desencadenados. No atañe lo divino a quienes no lo son.» Mas hoy lo recitaba con una indecible amargura irónica, además sin Alejandra. No le repugnaba la obediencia, la disciplina ciega. «Los muertos obedecen», se dijo de nuevo. En Mexicali, ahora, desempeñaba el papel de un escritor borracho y fracasado, un hombre a la deriva que vivía entre las prostitutas y en las cantinas. Empero, desde lo más alto y desconocido del aparato sobrevino un súbito cambio de política: había que abandonar el descarrilamiento de los convoyes militares norteamericanos. En realidad, Antelmo no pudo organizar sino uno, sólo hasta un poco antes de llegar la orden de suspensión. Bien poca cosa y sin consecuencias desagradables para Antelmo, pues el Servicio de Inteligencia Militar norteamericano guardó el secreto en espera de un nuevo acto que lo pusiera sobre la pista de los saboteadores. El repentino cambio de política desde las cumbres del aparato le hizo pensar a Antelmo que sin duda la Unión Soviética no tardaría en alinearse con los Aliados en la lucha contra Hitler. Era una vida sórdida y miserable la que arrastraba en Mexicali, atenido a la precaria ayuda de Raquel, quien, por supuesto, desconocía sus actividades verdaderas y, por otra parte, tampoco se molestaba porque Antelmo se emborrachara todos los días. Tenía por ella un afecto compasivo y lleno de curiosidad intelectual. ¿Por qué lo amaba? ¿Por qué —tan a su modo— era en tal forma buena y pura? Por las mañanas, antes del mediodía, siempre sacaba del cajón de un ropero la pequeña botella de aguardiente, de la que vertía unos tragos en una taza de té, para que Antelmo se repusiera de los excesos alcohólicos del día anterior. Luego lo ayudaba a bañarse, sentado en un banco de hierro, bajo la regadera. Antelmo sufría de un modo horrible cuando decidía no probar una gota de alcohol para poder recobrar la lucidez y el estado de ánimo que le permitiera escribir unas cuantas cartas o leer algunos libros. Entonces se pasaba el día entero quieto sobre una silla, envuelto en una mugrosa bata y sumido en la más absurda y trágica melancolía. Era cuando pensaba más y más en Alejandra, pero como en una sombra, sin precisarla, con una indiferencia alucinante y monstruosa, igual que si estuviera en agonía. Por las noches, en cambio, esto se convertía en una tortura infernal. Había muchas cosas. Ese rostro de Alejandra, primero tan dulce y confiado, tan libre, con una expresión llena de agradecimiento, y en seguida un rostro inhumano a causa de la sorpresa, la incredulidad y el desamparo, cuando Antelmo le echó el automóvil encima, para después pasar sobre su cuerpo con el movimiento disparejo de las llantas, a orillas de aquel parquecito, en el malecón de La Habana, aquel «silencioso lugar verdeante de hierba joven», desde donde entonces yacían los dos, muertos para siempre. En el restaurante Li-Po, Raquel fingía sustraer a escondidas la carne de cerdo con arroz, pero después pagaba de su propia bolsa este diario alimento de Antelmo, de su hombre. No representaba para ella ni siquiera un animal sexual. Lo amaba como a un ser desaparecido muchos siglos atrás, algún faraón egipcio en cuya tumba había que depositar diariamente la ofrenda de los alimentos para ayudarlo a subsistir durante su inacabable tránsito a lo largo del reino de la muerte. El delegado del aparato planteó el problema en toda su bestial y sencilla desnudez. —Alejandra y tú tratan de desertar. Lo hemos sabido. Pero ella no se marcha sin antes hacernos daño: ha entregado información al enemigo a cambio de cierta cantidad. Tú tienes hoy una cita con Alejandra, a las cuatro de la tarde, en la acera del monumento al Maine. Las instrucciones son que la liquides. Inmediatamente después de eso saldrás del país con destino al norte de México. ¿Entendidos? —La espantosa cárcel de la obediencia, una obediencia tan atroz que hasta se vuelve libertad. «No atañe lo divino a quienes no lo sean.» Cada cinco minutos pasaba un convoy militar norteamericano por enfrente de la estación de Mexicali. Antelmo reclinó la nuca sobre uno de los rieles, el cuerpo vuelto hacia el talud, como si reposara acostado boca arriba. Era de noche. No quiso cerrar los ojos y todavía pudo contemplar, a cierta distancia, las luces de La Chinesca, en cuyo restaurante Li-Po estaría Raquel trabajando, ajena al suicidio de su querido. Antelmo sintió el ruido de la locomotora al aproximarse, pero al mismo tiempo, y junto al estruendo, alguien tiró violentamente de sus pies hasta quitarlo de la vía. Era Raquel. Otra vez, como cuando lo de Alejandra, Antelmo resucitaba no a la vida sino a la muerte. Tendido en la cama, junto a Raquel, en su cuarto común de la Posada Internacional, Antelmo se volvió hacia la mujer y hundió con voracidad sus labios en los de ella. Aunque estaba muerto, esta noche la poseería profundamente, en una acción de gracias sin par.