VIII

Llevaban tres días sobre la azotea y, desfallecientes, no eran capaces de pronunciar la menor palabra, moribundos casi, respirando con dificultad.

Se abandona la vida y un sentimiento indefinible de resignación ansiosa impulsa a mirar todo con ojos detenidos y fervientes, y cobran las cosas su humanidad y un calor de pasos, de huellas habitadas. No está solo el mundo, sino que lo ocupa el hombre. Tiene sentido su extensión y cuanto la cubre, las estrellas, los animales, el árbol. Hay que detenerse, una de esas noches plenas, para mover el rostro hacia el cielo: aquella constelación, aquel planeta solitario, toda esta materia sinfónica que vibra, ordenada y rigurosa, ¿tendría algún significado si no hubiesen ojos para mirarla, ojos, simplemente ojos de animal o de hombre, desde cualquier punto, desde aquí o desde Urano? Se abandona la vida y una esperanza, un júbilo secreto dice palabras, nociones universales: esto de hoy, la muerte, una eternidad… Existo y me lo comunican mi cuerpo y mi espíritu, que van a dejar de existir; he participado del milagro indecible, he pertenecido. Fui parte y factor, y el vivir me otorgó una dignidad inmaculada, semejante a la que puede tener la estrella, el mar o la nebulosa. Si tarde lo entiendo, este minuto en que se me ha revelado es lo más solemne y lo más grande; inclino la cabeza sobre mi pecho: mi corazón es una bandera purísima.

Un grupo de zopilotes, desde la altura, giraba tercamente, atraído por el olor de carroña que se desprendía del cuerpo de Chonita. Descenderían aquellos zopilotes de manera fatal, animales ruines en espera de la impotencia del hombre, aun antes de que los náufragos murieran. Entonces, sin fuerzas para combatir, aquellos seres desamparados dejaríanse roer las entrañas lentamente, sin voluntad que oponer, Prometeos perdidos.

Era un grupo heroico, valiente, el que formaban Cecilia, Úrsulo, Calixto y Marcela junto al cadáver. Cecilia delgadísima, miserable, vieja, herida y como loca, los labios grises; Calixto tenaz, sobreviviéndose; Marcela apacible, como una madre colectiva; Úrsulo en derrota.

Sin duda el más fuerte era Calixto. Había llegado a la región algunos años antes, a raíz de inaugurarse el Sistema de Riego. Calixto era alto, de hombros estrechos y delgado rostro. Duro, sin belleza, las manos grandes, huesudas. Sus ojos tenían algo de particular y desagradable, fijos, hundidos y muertos, como si se tratara de ojos artificiales, ojos de vidrio, consistentes, opacos.

Una vez el general Villa depuso en definitiva las armas y se fue a vivir a su hacienda de Canutillo. Entonces la División del Norte fue licenciada; unos pasaron a formar parte del ejército y otros regresaron a sus hogares. Calixto fue de los últimos, aunque no tenía hogar.

El coronel los arengó:

—Así es que, hijitos, el que quiera seguir en el ejército que lo diga, y el que no quiera que gane para su casa…

Calixto ganó con el dinero que había obtenido en la lucha: aproximadamente diez mil pesos en joyas, él, un subteniente.

No se olvidaba de cómo obtuvo las joyas.

Fue una madrugada fría, impenetrable. La piel de los caballos se estremecía en sacudidas nerviosas y el cerrojo de las carabinas, helado, lastimaba las manos. Había sido preciso envolver las pezuñas de los caballos en costales con paja, para no hacer ruido, y entonces el rumor era sordo, reptante, como si caminaran encima de gigantescos saurios. Aquí un guerrillero, allá otro, maldiciendo en voz baja.

Más impresionante que todo, hasta en realidad sentir el miedo, un ataque por sorpresa como iban a hacerlo esa madrugada: el combate franco es distinto, aunque también ahí se sienta el miedo. Y ocurre así: primero es un cambio en la voz; ya no es la misma, sino ligeramente ajena: se la oye como desde otro lugar y maravilla, extraña, cómo empieza a penetrar dentro del ser, otro, ignorado, que quién sabe de qué es capaz. Repite uno la palabra: «¡Carajo!», y sí, en efecto, otra garganta, otra voz. Sobreviene entonces la inconsciencia, tan especial, que el espíritu crítico se independiza y puede uno ir junto a su cuerpo, mirándose correr, loco, frío, colérico, perdido.

Pero en las tinieblas meterse por sorpresa en una ciudad, linda con la angustia. Hay que defenderse de las tinieblas, donde se encuentra un enemigo respirando; ahí un rostro que no se ve; un hombre que apunta con el cañón frío de su carabina; una legión silenciosa, obstinada, diríase con cuerpos ilímites.

En aquella noche ocurría algo semejante a cuando, en cierta ocasión, el jefe de la columna dispuso se cruzara una cañada. Día espléndido ese, preciso y quieto. A veces, sin propósito alguno, el viento despacioso inclinaba la hierba para que todo, después, quedase mejor, lleno de justa armonía. Pero adelante los dos cerros formando la cañada establecían su enigma: lo inesperado, lo incomprensible de sí la muerte aguardaba ahí. ¿No podría estar el enemigo silencioso y paciente en espera de la columna?

¿Y ahora, ahí, entre las casas, no, también?

Las voces, en cada uno, empezaron a tornarse ajenas, en efecto, y una sensación de flojedad daba cierto abandono al cuerpo, cierta inexistencia a los miembros, borrosos e impersonales.

Al asaltar la ciudad, una incertidumbre y luego cierta prisa, un deseo de que todo ocurriera de una vez, se apoderó de todos.

Tienen olor las ciudades, y se las presiente cómo están llenas de cuerpos dormidos, de familias, y todo ese latir se eleva por el aire.

Extendíase ésta ahí, negra como un manchón más definido en medio de las sombras.

Calixto pensaba: «Llegaré con ocho hombres; si encuentro resistencia, derrumbamos la puerta».

Estuvo ahí a los ocho o diez años de edad —un chiquillo—, pero se acordaba aún del gran gabinete pesado y oscuro. Aunque quizá no fuese tan grande y lo agrandaran como ocurre, los ojos del recuerdo. Por ejemplo, cuando volvió a ver el patio de la hacienda, se trataba, tan sólo, de un pequeño patio, con su arbolito menudo, tristón. Pero antes era inmenso como la tierra y ascender al árbol significaba toda una aventura. En el gabinete una mesa de paño rojo, tornasolado ya por la vejez, cojeaba, resintiéndose, bailando al peso de los ademanes de don Melchor.

Le hizo don Melchor interminable cantidad de preguntas: ¿cuántos años tienes?, ¿cómo te llamas?, ¿sabes leer?, ¿quién te recomienda?, ¿sabes trabajar?, ¿eres huérfano?, ¿eres de aquí?, ¿quiénes fueron tus padres?, a las que, como pudo, respondió Calixto. Después lo mandaron a la hacienda, como peoncito. Y entonces el patio sí era grande.

El sombrío gabinete mostraba su moblaje antiguo, macizo, que parecía tener la virtud de condensar, multiplicar, su gravitación, sujetándose al piso con verdadero empeño, como con raíces extraordinarias: sillas altas, cual para sacerdotes o prelados solemnes, junto al librero herrumbroso.

Pendiendo del techo, una araña de cristal parecía moverse imperceptiblemente: grande, majestuosa, pero como si se balanceara un milímetro para regresar a su postura, y luego otra vez. Calixto fijaba sus azorados ojos para sorprender aquello y se encogía temiendo un desplome. ¿Era una ilusión? Mirando con fijeza, de pronto sí, se movía leve, pausadamente.

—¿Qué tanto miras? —lo despertó el grito de don Melchor.

Confundido, Calixto inclinó la cabeza, pero continuaba pensando que, sin duda, la araña se mecía y acaso pronto iba a caer aplastándolos sin misericordia.

También un cuadro, en la pared, con su señora reposando dentro y aquellos ojos suyos entre los pómulos, brillando, vivos aún, daba al gabinete ese tono, ese aire de inmensa, descompuesta caja de música. Era una señora con una cinta de terciopelo negro al cuello y en sus manos diminutas, pequeñísimas —pintadas así tal vez para halagar a la dama—, un libro devoto, con cierres de metal. Como una caja de música el gabinete, a causa del aire de joya desvencijada y a causa, asimismo, de una cierta gracia que había quedado ahí, como al descuido.

Durante el interrogatorio penetró un hombre cuyos espejuelos brillaron insolentemente al mirar a Calixto. Se inclinó con gran ceremonia colocando unos papeles sobre la mesa. Don Melchor se irguió, ceremonioso a su vez.

—¡Señor licenciado!

Si se desprendiera la araña, caería justamente sobre la cabeza del señor licenciado. Calixto se retiró a un extremo, junto a las sillas sacerdotales, y entonces pudo ver un espectáculo lleno de esplendor, que parecía un sueño: don Melchor, de espaldas al visitante, abrió el gran armario sacando una bolsa repleta de monedas. Después, por toda la estancia, como una resurrección, como si nada de ahí fuese viejo o empolvado, sino joven, fuerte, prometedor, un sonido de campanillas se dejó oír saliendo de las monedas de oro.

Esto fue inolvidable y ahora que se trataba de entrar a saco en la ciudad, Calixto volvía a representarse el sonido aquel de las campanillas.

Con ocho hombres llegaría hasta la casa para abrir la solemne puerta antigua, tallada con bárbara y varonil tosquedad.

Se encontraban a dos pasos de la población. En las tinieblas un capitán primero se aproximó hasta Calixto.

—Ya llegamos —dijo con voz queda y sombría—; tú entras con tu gente por tal lado… Entren disparando al aire, pero al que jallen lo afusilan luego luego…

Un temor, una interrogante silenciosa dejábase sentir por todas partes. Hay algo siempre que no se puede prever, como el que un caballo relinche, y entonces todo cae por tierra. Y así mil detalles menores en los que se piensa con una inquietud, con un desasosiego.

Los villistas entraron en la ciudad disparando a diestra y siniestra.

Es decir, una ciudad oscura. Las balas, al azar, producían rumores diferentes: ora un silbido, ora una detonación hueca y siempre el pequeño relámpago sin luz.

Esto es, una selva en la noche, con aves sonámbulas que chillan y aletean. Aleteaban los caballos, inválidos centauros, con miedo ante el enigma, retrocediendo.

Luego la pequeñísima luz de los cigarros.

—¡No fumen, chingao, que los blanquean!

Un humo sedante, sobrenatural, que importaba tanto como la mujer o como la vida.

Acaso alguien cayera, a los disparos, del otro lado. ¿Pero dónde ese otro lado?

Bronca —él tendría miedo y estaría su rostro pálido— se escuchó la voz de Calixto:

—¡Aquí es!

Las ancas de los caballos parecían como la parte más redonda —móvil y humana— de las tinieblas, en haz frente a la puerta.

Desmontaron Calixto y sus hombres.

—¡Sí, aquí es…!

La misma puerta tallada con vigor, con eternidad.

Palpó Calixto a uno y otro lado los tritones gemelos, con aquella faz vigorosa que tenían, los ojos de furia, el continente majestuoso y digno. Era aquella la casa, sin duda.

—¡Abran! —golpeó.

Pero sus hombres, con insospechada diligencia, eran dueños ya de una viga a guisa de catapulta.

—¡Ábranle a la Revolución!

Derribóse la puerta con estrépito y por no dejar se escucharon algunos tiros disparados al aire. Entonces los hombres rompieron aquel silencio que les pesaba tanto y gritos confusos, interjecciones, mentadas, salían descansadamente, como si ahora respiraran ya.

—¡Eh, tú, tráete una luz!

El hachón iluminó junto al pilar grave de la arcada el cuerpo de una mujer que intentaba ocultarse. En cuanto pudo ver los rostros aquellos, decididos, de mandíbulas bárbaras, empezó a sollozar:

—¡No me maten…! —llevándose las manos al pecho.

Era una anciana deplorable, aterrorizada. En su torno el hachón dibujaba un círculo irregular, alumbrando las baldosas. Más lejos presentíase el patio, grande, solitario. —¡Llévame al gabinete del patrón, abuelita! —dijo Calixto, como con ternura.

Cuando la mujer ya se erguía, mirando a uno y otro lado, Calixto la tomó del pecho bruscamente, para introducirle la mano por entre el corpiño. Ahí dentro, entre los fríos, blandísimos senos de la vieja, estaba una bolsa. Sobre la palma de la mano experimentó Calixto el contacto de la carne fea, mientras en los dedos algo diferente en absoluto, duro, como cubierto de arena, le hería el tacto. «Es una bolsa de chaquira», se dijo, pero sin dejar de pensar en los senos de la mujer y experimentando viva repugnancia hacia cierta inopinada analogía, ahí de pronto, tal si fueran los mismos de su madre aquellos que palpaba.

—¡Vieja jija de un tal! —exclamó con ira.

Veinte pesos bien contados, en monedas de oro, traía consigo la anciana.

—¡Anda, llévame al gabinete del patrón!

La mujer no decía palabra. La matarían después, de un tiro, imaginó. Tal era, sin duda, el designio de Dios: morir de un balazo y sin ninguna plegaria: tinieblas solamente. Mil recuerdos vertiginosos hervían en su mente, pero esto de hoy, que ante su vista pasaba, era lento y como que no iba a terminar.

—¡Quédense aquí! —ordenó Calixto a sus hombres después de haber repartido entre ellos las monedas.

La vieja caminó con grandes trabajos hasta el gabinete, seguida por Calixto.

No, ya no era tan grande el gabinete y hasta la araña de cristal aparecía mezquina. Por sobre el armario, fijo a la pared, aún se encontraba ahí el retrato de la dama con sus ojos extraños. Se trataría probablemente de la abuela o la madre de don Melchor, quién sabe. Era gruesa, apacible, maligna; la sotabarba, apenas contenida por la gola de terciopelo, le daba cierto toque masculino, y los opacos fulgores del rostro, anhelantes, en las mejillas con remota huella de sensualidad y juventud, constituían indicio cierto de los críticos y amargos cuarenta años. Pero dos cosas opuestas, las manos y los ojos, contrariando la apariencia vulgar del conjunto, infundían como cierta repugnancia al sólo examinárseles. Si el busto esférico, los hombros gordezuelos, el cuello breve y blanquísimo, la frente estrecha, eran como cualesquiera otros, impersonales y por otra parte comunes a las señoras de la época, las manos, por el contrario, tenían algo de particular y desagradable, falto de franqueza. Manos simuladoras, beatas, hechas a la blanda, calentita elaboración del chocolate o las galletas para el cura. Es decir, castas manecitas libidinosas, en donde el pintor, al trasladarlas al lienzo, puso lo único de genio que tendría. Los ojos por su parte, miopes y blancos, completaban la visión ahí, con los párpados y las ojeras, calculando, y si bien el reclinatorio o púlpito —en todo caso algo sagrado—, que servía de fondo a la figura, había sido pintado para darle dignidad y devoción, los ojos replicaban con su velada audacia en bien logrado contrapunto con todo lo demás.

Calixto no pudo menos que detenerse para observar aquello que ahora le promovía pensamientos tan diversos a los de la primera vez. Ya no el miedo, ni aquella sensación de distancia y antigüedad; hoy algo insólito, como si la fuerza y el señorío que antes partieran del retrato se hubiesen trasladado a él. Una sonrisa dibujóse en su rostro.

«¡Al diablo!», pensó.

Cierta imprevista rabia se iba apoderando de él, torvamente. Se sabía de pronto un ser libre, poderoso y dueño. Estuvo tan sometido antes, que el descubrimiento de aquella capacidad suya, de aquella nueva condición, le producía una mezcla extraña, hecha de júbilo y odio. Trepó sobre el armario para bajar el retrato.

La dama, la señora, abuela o madre o tía de don Melchor, desde el óleo de sus ojos, táctiles ya de cerca, miró con rabia a Calixto. Resucitaba de súbito, iracunda y viva, con las pequeñas manos odiosas. El busto mil ochocientos parecía agitarse sacudido por la indignación.

Calixto sacó su paliacate rojo y limpió meticulosamente el cuadro. Después, con su cuchillo, rebanó el gordezuelo, albo cuello de la dama.

La vieja sirviente, ahí cerca, hipando, miró con ojos compasivos el retrato.

—¡Vete! —gritó Calixto.

En ese instante Calixto podía intentarlo todo y su corazón corría sin freno. De un golpe rompió la puerta del armario. Temblaban sus manos al tocar la pequeña caja de ébano. Se mostraban, sobre la cubierta, dos espadas en cruz. Dos espadas que se advertían con el tacto, pues Calixto estaba ciego, caminando a ciegas en un mundo bajo su dominio directo, pero mundo rodeado por el abismo.

Nunca había visto tantas joyas reunidas como cuando abrió la caja: una pequeña montaña de todos colores se elevó sobre la mesa. Veinte o veinticinco aztecas levantaron su fino polvo al caer sobre la superficie.

El corazón de Calixto latía con una fuerza irregular, ora febrilmente, ora con lentitud angustiosa. Huir. Huir. Era preciso huir. Que la revolución cesara y se estableciese un orden eterno, sin más revoluciones, sin más inquietud, sin asechanza alguna. Necesitaba del silencio; un silencio sedante; así, del silencio como se puede necesitar del agua. ¿Y por qué ese corazón suyo latiendo, de pronto como en un vértigo y luego sonámbulo, hasta detenerse casi, una vez hoy y otra mañana? Seguridad, apoyo, protección: que lo dejaran correr con las joyas, con el oro, e ir a esconderse en un sitio abrigado, pues de otra suerte mañana mismo una legión sucia, lastimera, le pediría socorro como si él tuviese una fortuna entre las manos.

El odio se apoderó de su alma. Aborrecía a los que, merced a este milagro de las joyas, ya no eran sus iguales; a los descalzos, a los desnudos. Que murieran, desaparecieran.

Se tocó la frente bañada en sudor y una oscuridad se hizo ante su vista. Estaba débil, frágil como un arbusto sacudido por la lluvia. Se apoyó en la mesa para no caer, pero una mano prieta, ruda, se interpuso tomando entre sus dedos una joya.

Calixto volvió el rostro con terror. Ahí estaba uno de sus hombres, que habría entrado sin dejarse sentir, el gran sombrero echado hacia atrás con la cara ingenua, embobada, sonriente. No había malicia en aquel hombre. En efecto le maravillaba la joya, como si se tratase de un juguete prodigioso, sin más valor, y reía mostrando los grandes y hermosos dientes campesinos.

Quién sabe por qué Calixto dirigió sus miradas a los pies del hombre. Iba calzado con huaraches y se le veían conmovedores, humildísimos, deformes como eran, ligados a la tierra.

Calixto echó mano a su pistola.

El hombre continuó sonriendo.

—¡Ah, que mi jefe! —dijo, incrédulo—, a poco me va a matar…

Apenas pudo terminar la frase porque Calixto, ciego, disparó.

El rostro del hombre, no obstante muerto, conservaba aquel aire de sorpresa, de incredulidad, de saberse mezclado en una broma inocente.

Meses terribles aquellos que aún restaron a partir de ese día, que hasta llegó a enfermar Calixto de delirio persecutorio. Se dormía con la bolsa de las joyas junto a sí y oprimiendo su revólver.

Buscaba la ocasión de desertar hasta que, por feliz coincidencia, se anunció el licénciamiento de la División del Norte.

—Ha terminado la revolución —dijo el coronel—; ahora cada quien, con lo que haiga ganado, puede irse para su casa, o redactar un oficio a la secretaría de Guerra para que lo reconozcan y siga en el ejército. ¡Viva mi general Francisco Villa!

—¡Vivaaaa! —respondió la masa.

Se encontraban desconcertados. ¡Que aquello terminara parecía tan difícil! ¿Qué hacer ahora? No en vano transcurren diez años de caos, de desorden, de libertinaje. Ellos hubiesen querido que continuara todo otra vez como siempre, con las montañas y llanuras otra vez, con los balazos, con el temor, con la sensualidad ruda y estremecedora de la muerte. Un poder como abismo se les había revelado, grandioso e inalienable. Era un poder tentador y primitivo que de pronto estaba en la sangre, girando con su veneno. Lo habían perdido en los oscuros tiempos de la persecución y la paz porfirianas para ganarlo hoy nuevamente en la sangrienta lucha. Sólo dioses lo poseían, pues era el divino y demoniaco de arrebatar la vida, y si los antepasados lo practicaban con tal solemnidad y tal unción, era, justamente, porque aspiraban a compartir los atributos de la divinidad. He aquí que aquello mecánico e inteligente, tan parecido a un sexo, la pistola, se les había incorporado al organismo, al corazón. Después de esto resultaba imposible que se considerasen inferiores, capaces ya, como eran, de matar. Como un sexo que eyaculase muerte. Algo misterioso, ignorado, que podía estar junto o lejos, ahora en este día o mañana, o dentro de algunos años, existía sometido a este poder de que eran dueños. Podían matar.

¿Pero cómo y por qué la revolución terminaba?

El indudable coronel, presente ahí, repetía:

—El que quiera irse a su casa…

Las soldaderas sí tenían curiosidad, interés, en la nueva perspectiva. Con aire respetuoso escuchaban las palabras.

La mayor parte de la unidad villista decidió permanecer en el ejército. Sólo un guerrillero alto, fuerte, se desprendió de las filas:

—Mi coronel —dijo—, yo quisiera trabajar alguna derrita, pero ¿dónde la hallo?

El coronel se sorprendió:

—¡Hombre! No había pensado en eso… Pero agarra la que encuentres, ya después se verá…

Las soldaderas bisbisearon entre sí, formando un grupo aparte, con sus canastas y sus rebozos. Les interesaba el problema: hubiesen querido que todos sus hombres, mejor, se fueran a labrar la tierra. Pero tierra suya, aunque fuera de esa agarrada por ahí.

—¿Y luego qué hago si me reclaman? —preguntó el hombre fornido.

Encogióse de hombros el coronel.

—¿Cómo «y luego»? ¿Pues pa qué tienes la carabina?

La fila de guerrilleros festejó con grandes carcajadas la ocurrencia.

Calixto, en compañía de otros cinco ex-villistas, tomó un tren militar rumbo a México.

Por primera vez, después de mucho tiempo, contemplaba el paisaje de la patria y una sonrisa extraña, tierna, imprimió cierta dulzura a su feo semblante.

Primero el paisaje hosco, desconsolado, de ciertas partes de San Luis Potosí. Tierras vacías, como si por encima de ellas un terremoto sin nombre hubiese dejado huella inmóvil. ¿Tendría habitantes la tierra de México, ancha, larga o nada, nada, solitaria, su honda superficie triste? He aquí un campesino junto a la vía del ferrocarril. No hace un movimiento, no saluda, no sonríe, antes bien embóscase entre las altas mantas para que nadie lo advierta. ¿A qué mundo extraño pertenece? ¿Cuál es su corazón? En el pequeño pueblo mujeres flacas, tercas, obsesivas, ofrecen al viajero algún trozo de cecina. Lo venderían en veinte centavos pero aceptan finalmente cinco. Y todo en medio de un paisaje de tierra gris, con casuchas miserables, de donde lento se eleva el humo azul de la leña.

Adelante aguardan las montañas, la fuerza pura del país. Impone su masa solemne y bestial donde el olfato se nutre de aromado ruido y de resina. Deshabitadas montañas del coyote, del perro salvaje, del jabalí pesado y pensativo, del tigrillo furioso, de la enloquecida paloma, del indio animal. Por sus riscos, por sus veredas imperceptibles, se hermanan las plantas, aquélla del hombre, herida y desnuda, y ésta sigilosa de la serpiente, en el mismo camino, en el mismo destino. ¡México profundo, sin superficie de tan interior, subterráneo y lleno de lágrimas desconocidas!

Más tarde es el valle, respirativo, sosegado. Sus pirámides presiden todo, pues aún no próximas ni vistas, se advierten, se presienten. Fueron colocadas ahí, religiosamente, y entonces se llena el valle de sabiduría y se oye el golpe del cincel sobre la piedra y la acuática sangre del ídolo. Se oyen las pirámides cómo caminan mientras los lagos se levantan llenos de pájaros como un cielo terrestre, horizontal. Es un ídolo dormido, la escultura de un sueño, el valle claro. Acolman, Tepexpan, Xometla, donde los cactos tienen una condición alada. He aquí las pirámides esparciendo su polvo en la hora del crepúsculo, transparente piedra. Se oyen y en el fondo de los ojos emerge su remota atmósfera, su ancho estar posadas en la gracia inmaculada del aire.

De pronto cesa el campo y un empeño de ciudad nutrida de chiquillos ventrudos, patios, postes, barro, tendederos, mendigos, sobreviene.

La estación estaba llena de soldados, hogueras y mujeres revolucionarias que veían sin embozo a los viajeros, cuando llegó Calixto.

Descendió para irse a hospedar en un cuarto de hotel cercano.

¡Ésa era la ciudad de México, polvorienta, de pequeños edificios y rectas calles, con sus cocheros desgarbados y sus vertiginosos, insensatos automóviles Ford!

Dioses y centauros de espuma al sur, al norte, hacia todos los puntos cardinales del cielo: presiden la ciudad esas nubes extraordinarias, ora en un carro gladiatorio que tiran corceles con destellos de oro, al poniente; ora en columnas espesas de un templo arbitrario y rotundo, junto a los volcanes: el griego lanzador del disco, sólo brazo robusto sobre el anciano y calcinado lago de Texcoco, cerca del muslo moreno del flechador indígena por el lado de los cerros de Santa Clara. Nubes violentas, sin flaquezas, de tarjeta postal; nubes donde no son posibles filigranas: crecen con su vigor y establecidas sobre México, le dan el tono aéreo, súbitamente celestial que tiene.

Mientras fregaba el piso del hotel, La Calixta observó al que iba a ser su marido, cómo con pasos torpes se introdujo en la oficina.

Continuaría observándolo de ahí en adelante, con atención más detenida, sorprendiéndose de los ojos aquellos de Calixto, artificiales, como en la cabeza de un animal disecado. (Cuando más tarde se le aproximaban encima del rostro, haciéndole penetrar un frío vago, de miedo, ella no resistía la fuerza animal, abandonándose sin lucha).

El administrador del hotel —hotel Continental, cuartos estrechos y encerrados, bacinica y un espejo horribles— mantenía a La Calixta como su concubina. Era un hombre de estatura regular, ojos vivaces, prevenidos, y conducta ruin. Por las noches en su hotel se alojaban las prostitutas, a las que, por cada cliente, les cobraba cincuenta centavos de tributo. Lo extraño, que las prostitutas consideraban al sujeto como su bienhechor, tan sólo porque no las denunciaba a la policía.

La Calixta diariamente era golpeada por el administrador, aun sin motivo. Era preciso pegarle, según él, ya que la mujer es de condición estúpida y sólo a golpes se maneja. Aceptaba ella los golpes con docilidad, exagerando siempre el dolor que le causaban.

Aquella vez observó a Calixto cuando, seguido por un hombre de traje negro, penetraron ambos al cuarto del hotel. La puerta quedó a medio cerrar y Calixta pudo oír parte de la conversación.

— …es un buen lote —decía la voz del extraño.

Las voces se redujeron y a pesar de sus esfuerzos La Calixta no logró escuchar. Pero luego:

— …sólo en Estados Unidos, aquí resultaría peligroso…

Un misterio extraño se desenvolvía ahí. ¡Estados Unidos! La Calixta había oído hablar de ese remoto país, blanco, dorado. De pronto aquella mención era como estar en un puerto, a la orilla del muelle. El mar tendía un camino y un refugio, con sus estelas. Calixto cobró un sentido nuevo ante los ojos de la mujer. Si él quisiera, podría libertarla, llevársela muy lejos. Mucho, muy lejos, a Estados Unidos.

No se escucharon más palabras y a poco el hombre abandonó el cuarto.

Como quedara la puerta abierta, se aproximó Calixta hasta el umbral. Ahí, volviéndole las espaldas, Calixto se inclinaba sobre la mesita de noche. De súbito, adivinando la presencia extraña, giró bruscamente.

Se miraron sin decir palabra, atónitos ambos por quién Tíabe qué razón, hasta que La Calixta, impulsada por algo desconocido, de pronto se puso a llorar narrando las angustias y sufrimientos que padecía ahí en el hotel.

—¡Lléveme con usted —suplicó—; oí que se va para Estados Unidos! Yo sé que usted me pegará menos…

Estaba acostumbrada a los golpes y no podía concebir que los hombres dejasen de pegarle a sus mujeres. «Usted me pegará menos». Tan sólo pedía un poco de menos rigor, de menos brutalidad, adivinando que Calixto, en el peor de los casos, resultaría más comprensivo que los otros. Suplicó entonces con insistencia y con lágrimas.

Se convenció Calixto tan sólo por aquella frase: «Usted me pegará menos».

No anduvo tan equivocada La Calixta. Su marido la emprendía a golpes con ella sólo de vez en cuando y particularmente cuando estaba borracho.

Empero ella recordó siempre una paliza descomunal, donde por poco muere.

Por la mañana de ese día, el hombre vestido de negro y que ya antes había estado con Calixto en el hotel Continental, se presentó a la casa, reservado y cauto, como siempre. Calixto y su mujer vivían en Ciudad Juárez.

Como en la primera ocasión, La Calixta procuró escuchar todo:

— …el cliente que tengo no quiere venir —se oía la voz, por quién sabe qué razones ronca, como febril y apresurada—, dice que yo le lleve las joyas…

Un silencio siguió a estas palabras. A través de él advertíase el rostro ceñudo y dubitativo de Calixto.

—No —dijo rotundo—. Eso no puede ser. Que venga.

En caso de que el cliente aceptase tratar ahí, Calixto ya tenía pensados todos sus planes. Observaría desde el otro lado de la puerta, pues de ninguna manera estaba dispuesto a que lo engañaran entre el corredor de joyas y su pretendido cliente. Detrás de la puerta, con la pistola en la mano, entraría justo en el instante de observar cualquier signo sospechoso, para confusión y castigo de quienes pretendieran robarlo.

—No puede ser —repitió.

¿Pues cómo iba a ser que el corredor se llevara las joyas así no más?

Se hizo un pesado silencio.

—Bueno, don Calixto —repuso el corredor, con entonación colérica—, nada se ha perdido… A ver si en otra ocasión…

Abandonó la casa el hombre y La Calixta pudo observar en su rostro un gesto raro, extremadamente iracundo y resuelto.

Calixto había concertado la venta de las joyas y para eso se trasladó a la frontera. Se trataba de una operación delicada, donde Calixto no figuraría sino como una sombra, detrás del corredor.

Al abandonar la capital de México se llevó consigo a La Calixta. Necesitaba mujer.

Propiamente La Calixta no era fea, con su rostro oval, alargado, y aquel cabello negro y liso. Quizá también antes de que los malos tratos y el sufrimiento la embrutecieran, habría sido inteligente, despierta. Pero ahora tenía un rostro obstinado y cuando se la interrogaba por cualquier cosa, meditaba lenta y porfiadamente, sin responder con prontitud, así se tratara de lo más sencillo.

Calixto observó aquel mentón agudo y no desprovisto de gracia, pero lo que más le atrajo fueron los aires de extravío de que daba muestras la mujer. Una aprensión, un afán de refugio, que la hacían materia definitivamente sumisa ante todo aquel capaz de transmitirle su fuerza y su seguridad.

Junto a ella Calixto sentía como si a la corriente de su propia vida se le agregasen nuevas aguas, dóciles y fortalecedoras.

Se fue con ella hasta la frontera, explicándole en términos muy vagos el objeto del viaje, cosa por demás innecesaria pues La Calixta era incapaz de una curiosidad profunda, indolente como era, ocupada en asuntos de su propio yo embargado por raras inquietudes.

En Ciudad Juárez aguardaba a Calixto el corredor de joyas. Menudo, sonriente, hábil, sagaz, trabó conocimiento con Calixto en México.

Era un hombre para quien ninguna época de su vida como aquella de la revolución había sido tan espléndida. La revolución eran las joyas. Toda una sociedad amante de las joyas se derrumbaba y del edificio desprendíase la pedrería fantástica: amatistas, rubíes, diamantes, perlas. Un régimen caduco, viejo, conservador, reaccionario, comienza por acumular joyas y cuando por fin el pueblo interviene con alguna revolución, esas joyas aparecen poco a poco y de mano en mano hasta llegar a las diligentes, blandas, amistosas, comprensivas, cordiales de los hombres como el corredor de Calixto.

En Eagle Pass tan sólo —había dicho el corredor—, un cliente daba diez mil pesos por el lote de joyas de Calixto, pero le era preciso verlas.

No. Calixto se negó en redondo. No iba a confiarlas cándidamente al corredor.

—Bueno, don Calixto —dijo el corredor.

Era un hombre pequeño, de oscuro traje y ademanes inmaculados.

Por la tarde Calixto se fue a la taberna y no regresó sino hasta muy entrada la noche y con una figura lamentable. Herido profundamente en la cabeza, sus cabellos, pegajosos y duros, adheríanse a las sienes mezclados con la sangre. Cubierto de barro por completo, vacilaba en la puerta como si fuera a caer, pero no sólo se mantuvo firme, sino que, mudo y colérico, tomó una gran tranca para golpear a La Calixta y desquitar su cólera de tal manera. A los dos primeros golpes la hembra cayó, sin embargo de lo cual Calixto continuó pegándole sin misericordia. La habría matado a no ser porque él también cayó desvanecido.

Le habían robado las joyas, que siempre llevaba consigo en una bolsa cosida a los forros del pantalón. Calixto siempre creyó que fueron el corredor y su misterioso cliente.

«¿De qué me hubiesen servido las joyas en realidad —pensaba ahora—, si hoy comparezco ante la muerte y poco me falta para desaparecer?».

Los zopilotes giraban en torno de los náufragos.

«Ese zopilote —continuó Calixto fijándose en uno— bajará sobre mi cabeza, ya lo veo».

De paso habría que decir la raíz de la palabra zopilote, compuesta de tzotl, basura, y pilotl, acto de levantar o recoger.

Eran basura los náufragos, basura terrible:

Hacíamos de cuenta

que fuimos basuras

y que un remolino

nos alevantó,

y el mismo viento

allá en las alturas,

allá en las alturas

nos aseparó…

Canción escéptica, humilde, paráfrasis bárbara de aquel «polvo eres y en polvo te convertirás». ¡Náufragos de soledad y de destino! ¡Basura que vuela y se consume, combustible, pájaro, ala de pobre origen!

Ningún pueblo tan grande como aquellos cuatro náufragos heridos a un mismo tiempo por el rencor y la esperanza. ¡Ahí estaban, vigilando su cadáver, su pequeña Chonita, su gran, profunda muerte de basuras con ánima!

«Ya me echó el ojo —seguía Calixto— y no tarda en caerme, el maldito…».

Era un zopilote dentro del círculo pausado, armonioso y enemigo de los otros zopilotes.

Alto, primero, contemplando, descendían después y alguno de ellos, como éste, dejaba ver sus ojos inmóviles, atentos, de serpiente.

Un objeto negro, un madero, navegaba.

Un madero. Un barco.

Marcela dio un grito:

—¡Miren!

Navegaba lento, suave, al impulso de la brisa.

Detúvose ahí, frente a los náufragos. Un madero. Un trozo de árbol.

—¡Es Adán, es Adán!

Un barco, un muerto, Adán muerto con una cuchillada terrible en el cuello, limpiecita tras la oreja.

Todos volviéronse, pues aquello era inesperado. Pero entre todos, Úrsulo era quien comprendía exclusivamente la presencia de Adán, el enemigo, muerto y vencido. Le dañaba, no obstante, verlo, como si fuese incapaz de resistir esa verdad, esa memoria.

Abrió Úrsulo los ojos desmesuradamente, y una niebla empezó a apoderarse de su cerebro. «Adán, Adán, es Adán». Ahora recordaba al cura asestando la bestial puñalada y escondiendo después los ojos en la noche.

Quiso decir:

—Fue cuando Chonita murió y el cura, quién sabe por qué… —pues parecía como si el crimen hubiese ocurrido mil años antes.

Mas iba a terminar otra vez el día y a sumergirse todo en la penumbra desoladora.