VII
Podía ser la luna, tan pálido, apenas una mancha de luz. Sol enfermo que de pronto estaba ahí en el cenit, reblandecida su fuerza por las nubes grises; sol nocturno, fantasmal.
Había cesado el aguacero y una lluvia fría restaba tan sólo sobre aquella inmensidad informe, que no podría ser nada, campo o pueblo o tierra o lugar humano. Un sol irremediable, espectro apenas, como ojo ciego meciéndose de derecha a izquierda dentro del cielo proceloso. La lluvia tiraba a cordel sus rayas verticales y no era lluvia sino manto de palabras repetidas. Un ojo viudo para contemplar la soledad, el martirio, y que a uno y otro lado, cual campana lívida, golpeaba cardinalmente al tocar, sin sonido, la lana negra, verde, gris, torva, de las nubes.
Habrían muerto ya y esto, a lo mejor, era lo que seguía después de la vida: nubes, campanas y un ojo de cíclope en mitad del universo, acaso Dios.
Caminaban, en efecto, dentro de su ataúd y la carne viva se les había tornado de madera funeral, crujiente.
Detuviéronse todos: Úrsulo, Marcela, Calixto, Cecilia, ante un obstáculo. Caminaron antes sin otra oposición, casi libremente. Pero de súbito aquello, duro un tanto, que condensaba todo y que, a la vez, masa detenida, perpendicular, seca, aunque pudiera ser tocada inducía a la incertidumbre, pues cómo su presencia, cómo ahí, después de tanto. Y el sol, de un lado a otro, caballo celeste.
Cual si de pronto el aire tuviese puertas o muros o fronteras.
Sí, un sol terrible, de otro planeta, no de la tierra, bailando como el sol de los barcos, negro a veces. Como el sol de los náufragos y luna, a la vez, siniestra, amarillo sol enfermo de azafrán.
Los unía aún la soga y caminaban sobre el agua en un mundo posterior a la muerte, anguloso, difícil. El cura había desaparecido mucho tiempo antes, y nadie se asombraba por ello. Estuvieron convencidos desde un principio que irían desapareciendo uno a uno, cuando menos lo pensaran.
Todos estaban muertos y Úrsulo bien muerto ahí, mientras en sus manos la de Cecilia oprimía, y en la de Cecilia la de Calixto y en ella la final mano de Marcela, formando la cadena.
¿Qué era aquello, deteniéndolos, como si la lluvia a plomo se tornara de metal o piedra? Úrsulo abrió los ojos desmesuradamente: aquel obstáculo era su casa, en torno de la cual giraran sin descanso durante aquellos infinitos años. Todo, entonces, la muerte de Jerónimo, la desaparición del cura, el amor de Calixto hacia Cecilia, se había desenvuelto ahí, sin apartarse del punto primero.
No se movieron de su sitio, sin sentir siquiera angustia o desolación. Estaban muertos, se sentían muertos y ya para qué todo. Sobrevino un silencio enorme e intenso. Era pavoroso ver cómo el agua corría sin el menor rumor, avanzando en un sueño mudo y pétreo. Ser pensante, de monstruosa conciencia, el agua sin piedad. De no morir aquellos hombres, se suicidarían, a tal grado se había hecho noción dentro de sus almas la muerte: la deseaban e iban hacia ella con pasos fatales y seguros; nada más deseaban solemnidad, una solemnidad interior que les diese tiempo de recibirla familiarmente, amorosamente, dentro de la casa inexorable del cuerpo. Ella entraba sin causar miedo, y jamás podría oírseles un grito, un lamento, mientras, poco a poco, se deslizase por las habitaciones resignadas.
—¡Hay que subir a la azotea! —dijo Úrsulo.
Y todos, ignorando por qué, subieron: Calixto, Cecilia. Marcela.
Desde abajo, Úrsulo tendió el cuerpo de Chonita.
—¡Tómenla!
Existía, quemaba, presente y muerta.
Ahora que otra vez, aunque tan sólo por algunos instantes, se desembarazaba de su hija, Úrsulo tuvo una duda: ¿no era mejor partir, perderse; que él se perdiera? Se alejaría para ceder su campo, dejando a Calixto y a Cecilia en la azotea, con Marcela. Pero aquello fue como una chispa súbita. Arrepentido, trepó entonces también, y frente a Cecilia nuevamente, una afirmativa sensación le embargó el pecho. Ahí estaba su mujer. De proponérselo, de darle una orden a la bestia sumisa, podría poseerla ahí mismo, pese a lo insólito de las circunstancias, ante los propios ojos de Calixto y de Marcela. De proponérselo. Sabía, no obstante, que ese propósito no era cierto, pues Cecilia no era suya ya. «¿Y cómo aproximarse otra vez, otra vez llegar, ser parte de su cuerpo?».
—Cecilia mía… —musitó contra su voluntad.
Fríos, que mejor fuera no haberlos llamado, los ojos de Cecilia se posaron en Úrsulo sin expresión y sin mirada. Úrsulo sintió entonces cómo quedaba de pronto sobre la tierra solo e irreparablemente vencido.
Eran ataúdes sus cuerpos, de madera corriente, árboles muertos, sin capacidad alguna para florecer. Un sepulturero extraño los conducía por el mundo seguido de sorda multitud. Cecilia, carente de rostro, sin nombre ya. Úrsulo recordaba los pómulos salientes de Cecilia, con aquellos ojos de color café, desmesurados; las mejillas ligeramente hundidas dejaban caer su línea mientras en la boca, grande, se posaban los pájaros. Era su sexo como una herida, y este pensamiento, informulado hasta hoy, fue siempre para Úrsulo una inquietud. Había en ella cierta prevención, cierta repugnancia para dejarse poseer por Úrsulo, como si su herida, su sangrante sexo, no debiera ser tocado jamás. Pensaba entonces Úrsulo en «el otro», en Natividad, pues no podía arrancarse de la cabeza aquel amor primero de Cecilia y aquella entrega profunda.
Hoy no. Cecilia, sin facciones ni rostro, era nada más como una superficie lisa, como una cabeza sin cabellos, vista por la nuca, sin labios, sin nariz.
La frente de Cecilia en otros tiempos —apenas antes de que Chonita muriese— transparentaba sus ideas, corpóreas, con volumen, ideas que ocupaban tiempo y espacio. Hoy esta frente mostrábase sin sombras, como si en verdad hubiese muerto. ¿Quién era aquella mujer, aquel cuerpo afemenil, pesado y del otro mundo?
Reposaban todos dentro de su respectivo ataúd, féretros con piernas, limitados sobre aquella azotea desnuda. La procesión era infinita y del aire nacían voces, miradas que se iban arrastrando.
Había sido un cuerpo grácil el de Cecilia, suave. ¡Y cómo murió de pronto, al Chonita morir!
Cuando principió la enfermedad de Chonita hubo un brillo, una febrilidad en los ojos de su madre. Evidentemente Cecilia no quería que muriese, pero algo monstruoso, un demonio, se le interponía dentro del alma. Triunfaba un poco contra Úrsulo al enfermarse su hija. Puede ser esto bestial, pero ocurre y ocurría así entre Úrsulo y Cecilia.
Arrojó sangre la primera vez, aquella niña. Era una flor con las raíces podridas, languideciendo diariamente, y apenas dueña de un poquito de sangre. Le crecieron los ojos y agrandáronse sus brazos hasta llegar a la puerta. No hablaba aún —con sus diez, con sus quince meses—, pero en su agonía pudo decir tantas cosas roncando, que el aire de la habitación se hizo tangible, y amarillo. Iba a morir, y ambos, Úrsulo y Cecilia, se dieron cuenta desde el primer momento. Una fiebre helada le fue penetrando por las uñas, primeras que murieron, con su ligero color de maíz morado. Eran granos de maíz creciendo por los dedos, como por dentro de una tierra capital, y terminaron levantándose sin espigas, con sus hojas de otoño infantil, de atroz otoño.
—Chonita va a morir —dijo Cecilia.
Amaba a su hija profundamente y era por ello desconsolador y terrible descubrir que en el fondo, contra su voluntad, deseaba que Chonita muriese. La parte que en Chonita había de Úrsulo era improrrogable y resultaba abrumador, enloquecedor, que Chonita fuese, mientras vivieran, la referencia de ambos, su lugar de cita.
Úrsulo no había fecundado a Cecilia por impulso de procreación, sino tan sólo para poseerla sin límites; para adueñarse de su alma. Este propietario descomunal no aspiraba al cuerpo, sino al señorío del espíritu, y había ultrajado los rincones más inalienables de Cecilia.
—¿Entiendes? Va a morir Chonita —repitió ella.
Úrsulo le dirigió una mirada pobre y humilde.
—Sí —dijo con tristeza.
Iba a perder su gran, su empecinado amor. Se decidió entonces, fatalmente, a no hacer nada por salvar a Chonita. Que todo se cumpliera y el destino trágico de la soledad llegase.
Las noches fueron interminables junto al quinqué opaco. Desde el primer día la niña empezó a respirar con sombras en la garganta y quizá fuesen sus pulmones como una bolsa oscura donde el aire caminaba a ciegas, tropezando con ángulos de muerte.
No se dirigían la palabra Cecilia y Úrsulo, absortos ambos ante aquella cosa presente y criminal. Cecilia llevó alcohol, yodo y otros olores que penetraban por los poros, gimiendo. Una campana de vidrio, ahumada, balanceábase en el cuarto y, dentro, una gran mosca torpe hacía zumbar sus alas grises.
En la ventana algo así como una pequeña claridad y como un rostro sin facciones, de yeso. Úrsulo advirtió, exacta, la presencia aquella. Se levantó para abrir la puerta y ver, aunque no, nadie estaba ahí. Tres o cuatro veces lo hizo y siempre aquel vacío junto a la ventana, mientras, por dentro, a través del equívoco cristal, ahí, empecinado, infinito, frío, no obstante dulce, triste, lastimero, el rostro.
—¿A qué tanto sales? —preguntó Cecilia.
Úrsulo no pudo responder pero debió haber clavado sus ojos sobre ella de manera tan absurda y definitiva, que ambos, aniquiladoramente, entendieron de súbito. Era la muerte en la ventana. Después penetró en el cuarto y ahí, en la silla, aguardó el instante en que debía recostarse sobre el cuerpecito, bajo el mosquitero.
Ahora estaba Chonita en la azotea, vaga, pequeña, envuelta mientras se adivinaban bajo la cóncava sangre los gusanos. En la orilla, junto a Marcela, era un barquito de papel, de papel de China rosa, y como que iba a navegar. Mas lo triste que aquel barquito no navegaría nunca, con ese olor donde el agua, al caer, tornábase verde sobre el musgo que ya lo iba ocupando todo.
Calixto mantenía los ojos fijos sobre el cadáver. Miraba con un aire estúpido, del cual salía, no obstante, cierta inteligencia especial, dirigida a un solo objeto, como si el cerebro hubiese cobrado súbitamente la capacidad de entender una sola cosa, pero importante y profunda. Aquel cadáver también era suyo, tanto, a su vez como de Úrsulo. Pues si algo los había congregado ahí era Chonita; pero Chonita muerta, en vías de putrefacción.
Recordaba Calixto que el nacimiento de Chonita, en realidad, no les causó la menor impresión —sí, en cambio, el saber a Cecilia embarazada, pues eso era diferente—, y el alumbramiento apenas si significó una borrachera hasta el amanecer. Preferían, les importaba, el cadáver, la muerte, y todos ocurrieron al velorio, feos y flacos, para reverenciar, para recordar, entregándose a su recóndita nostalgia.
Úrsulo había advertido la mirada absorta de Calixto hacia el cadáver.
—¿Qué miras? —gritó brutalmente, sin poderse reprimir y de una manera inmotivada, apretando los puños.
Le sublevaba la idea de que otro, otros, intentaran detentar aquel cadáver suyo, propio y entrañable. Si le pertenecía por todas las razones del mundo: por el amor hacia Cecilia, por el drama de su vida solitaria y hambrienta, por su origen, por la muerte, a cuyos bordes se encontraba.
Calixto, ajeno por completo al grito de Úrsulo, continuó con la mirada fija en Chonita: ahí estaba eso inmaculado y misterioso, su negación y su libertad, pues de qué manera oscura había penetrado en la vida de Cecilia, él, Calixto, a través de la hija muerta, y hoy era un padre sobre aquel pequeño cuerpo frío, relacionándose vivamente con la mujer deseada, querida, por conducto del dolor, de la soledad, de esa furia incontenible de encontrarse perdido y sin amparo. Se levantó lentamente, como en un sueño, para dirigirse hacia el barquito de papel de China. Lo oprimió entre sus brazos envolviéndose en las nubes, en el vapor, que como una lóbrega aurora de ahí nacían.
—¡Déjala! —ordenó Úrsulo lleno de ira.
Calixto, ebrio, sonámbulo, abrió los ojos sin comprender en absoluto lo que Úrsulo quería decir.
Chonita no importaba en vida. Importaba cuando ya no era nada sino un lazo más allá de todo, que unía los destinos profundamente.
Nació por la tarde, un poco antes del crepúsculo: se enrarece el aire antes de que el sol muera, y algunos pájaros, como pedradas, cruzan el aire sordamente, negros, huyendo.
En el horizonte las nubes ardían y adivinábase que ahí comenzaba un límite inconcebible después de cuyo término estaría un valle extenso y de oro. No obstante, la ilusión se disipó apenas el sol traspuso el término, y las nubes, antes claras, luminosas, empezaron con su color violeta, guinda, hasta quedar grises como un rescoldo.
Los amigos de Úrsulo estaban sentados en la banqueta, frente a una casa de madera de las del Sistema. Úrsulo llegó, cauto.
—Fue niña… —comunicóles, procurando no denotar emoción.
Propuso entonces ir a beber. Beber todo lo que fuese. Se encaminaron a La Negra Consentida.
—¿Qué día es hoy? —preguntó Úrsulo al cantinero.
Éste adoptó un gesto de zahorí dudoso.
—¿Será viernes?
Úrsulo tuvo una sonrisa.
—No, no es eso. Quería saber qué santo se festeja hoy…
El cantinero examinó un calendario sucio y desteñido que mostraba un cromo donde gallarda, a mujeriegas sobre bello corcel, la multicolor china poblana sonreía anunciando gran tienda de abarrotes.
—La Encarnación del Señor. Eso, hoy es la Encarnación…
Volvió a sonreír Úrsulo.
—¿Qué les parece?
Sirvieron unas copas grandes, transparentes, de tequila.
—Encarnación… Entonces Chona… Chonita…
A la hora y media todos estaban completamente borrachos. Úrsulo, apoyándose en el hombro de Calixto, murmuró sombríamente:
—Lástima, de veras, que no esté el difunto Natividad. Lo haría mi compadre, por Dios…
Curiosas las relaciones entre Úrsulo y Natividad, antes. Es decir, la relación que existía de Úrsulo hacia Natividad.
Natividad llegó al Sistema de Riego y al poco tiempo todos los peones se levantaron en una huelga general. Al principio Úrsulo fue enemigo de la huelga, pues se sentía afectado como propietario que era. Una conversación con Natividad, empero, fue suficiente para convencerlo. Él era, le dijo Natividad, un propietario miserable, de quince hectáreas y la huelga estaba dirigida más bien contra los grandes propietarios. Úrsulo se incorporó al movimiento en compañía de sus dos peones.
Natividad lo cautivaba; hubiese querido ser como él: claro, fuerte, activo, leal. Sobre todo porque Cecilia lo admiraba, lo amaba. Cuando Natividad logró obtener el amor de Cecilia, esta circunstancia, en lugar de crearle odio, merced a insospechadas reacciones, sirvió para que Úrsulo se sintiera doblemente atraído por ese hombre. Al ser Natividad asesinado, sin embargo, en Úrsulo se sucedieron emociones muy diversas y contradictorias: una cierta inconfesada satisfacción, desde luego, y una rabia, un deseo de emular a Natividad y cumplir sus propósitos, sus ideas, hasta las consecuencias últimas, por más descabelladas y absurdas que fuesen. De esta manera, al fracasar la huelga. Úrsulo se empeñó en seguir por su parte. Plantóse en la tierra; se marchaban todos y él permanecía, y así hasta hoy, hasta la muerte.
No, no importaba en vida Chonita. ¿Qué significado tenía el que alguien apareciese en la existencia si lo esencial era lo contrario, el desaparecer, cuando con ello se renueva la condición fatal del hombre?
Fue distinto cuando la niña murió.
Ya eran dos días de lluvia incesante y el cielo estaba oscuro y espeso, mientras el río, sucio, se despeñaba vertiginosamente. Río traidor y avieso, cuyas fuentes eran inopinadas, pues secas la mayor parte del año y hasta en ocasiones durante más tiempo, se llenaba de pronto irrumpiendo con furia dentro del frágil cauce. Los habitantes de la región le vivían sometidos como a una deidad ciega y caprichosa, aguardando de su inconstancia la felicidad o el castigo. Dos días con sus noches, como si el cielo fuera un depósito sin fondo, abrumador. Lo extraño, lo que encogía el espíritu, aquella falta de luz en todo, aquella ceguera y aquel rumor tenaz sobre las cabezas, golpeando el pecho. Algo, como si un ave loca estuviese dentro, sacudía al corazón aprensivo y el aire era entonces más duro y la lluvia como una maldición.
Calixto dormía junto a su mujer, mujer insomne, que vigilaba con los ojos terriblemente abiertos.
Era una alucinación, sin duda, porque todo lo que pasaba afuera, el rumor del viento, la lluvia, el río, lo sentía dentro de sí La Calixta, como si ella fuera la tierra. He aquí que sus pies eran como dos montañas azules, por cuyas vertientes el agua inmensa descendía, pero a la vez dos pirámides angustiosas, apuntalando un cielo húmedo y fofo. El agua ahondaba como lava de fuego sobre la carne viva. Planeta desmesurado, el vientre se agrandaba con algo de batracio colérico en mitad de la tormenta. Llovía sobre La Calixta una tempestad de venas rotas y de árboles, de salvaje río inhumano embargándole el cuerpo, y como si un mar interior, con las voces, con el ruido sordo, así su materia asombrada, aterrorizada junto al marido, lejanísimo en el fondo de su sueño.
Una voz le sonó dentro, como desde una fosa:
—¡Calixta, Calixta…!
Dentro, sí, opaca, abriéndose paso a través de una selva orgánica y opositora.
—¡Calixta…!
Pero no. Oíase afuera, empapada, temblorosa.
—¡Ábranme, por favor…!
La Calixta, torpemente, se levantó para encender un mechero. Sí, esta voz era otra que no la suya interna, la que se le oía en el abdomen, afelpada e irreal.
Al abrir la puerta estaba ahí Cecilia, con sus ojos grandes, nocturnos, muda. Había muerto Chonita.
Estaba muerta ya, con su vestido color de rosa, y la lástima no haberla visto entregar el alma.
Rodeáronla, tal como se veía encima de los cajones de jabón, en la casa de Úrsulo, cual si estuviera viva. Un viento empezó a correr entonces, y los cirios parpadeaban, huecos, ajenos, largos, rodeados de oscuridad.
En los brazos de Calixto, hoy, era Chonita como un pequeño barco de papel.
Colérico, tomando a Calixto por la camisa, Úrsulo gritó otra vez:
—¡Te he dicho que la sueltes!
Importaba ese cadáver.
Cecilia contemplaba la escena como indiferente, mientras Marcela, pálida, querría intentar algo para que no disputasen los dos hombres.
Pero ya era tarde: un bofetón de Úrsulo y el forcejeo hizo que ambos cayeran desde la azotea. En el agua continuaron la lucha por un instante más, hasta que por fin, tal vez por cansancio o por otra cosa, cesó el encuentro y ambos, penosamente, volvieron a trepar, Úrsulo con el cuerpo mojado, maltratado, de Chonita, junto a sí, entrañablemente.
Nadie dijo una palabra. Un silencio envolvió todo, mientras Úrsulo y Calixto, con la cabeza baja, hundíanse en una tristeza mortal y definitiva.