2

CUANDO ROVER DESPERTÓ, el sol estaba muy bajo; la sombra de los acantilados caía directamente sobre el arenal, y a Psámatos no se le veía en ninguna parte. Una gran gaviota se había posado muy cerca y lo miraba, y por un momento Rover tuvo miedo de que se lo fuera a comer.

Pero la gaviota dijo:

—¡Buenas tardes! He estado esperando mucho tiempo a que despertaras. Psámatos dijo que despertarías hacia la hora del té, pero ya hace mucho tiempo de eso.

—Por favor, ¿qué quiere usted de mí, señor Pájaro? —preguntó Rover muy cortésmente.

—Mi nombre es Mew[26] —dijo la gaviota—, y estoy esperando a que salga la luna para llevarte lejos de aquí, siguiendo la senda de la luna. Pero antes tenemos que hacer una o dos cosas. ¡Monta encima de mí y verás cómo te gusta volar!

Al principio, a Rover no le gustó en absoluto. Aun así, todo fue bien mientras Mew se mantuvo cerca del suelo, deslizándose con las alas extendidas, tiesas y quietas; pero cuando salió disparada hacia arriba, o se puso a girar bruscamente a uno y otro lado, siguiendo un camino distinto cada vez, a descender de pronto y a chapotear, como si fuera a sumergirse en el mar, entonces el perrito, con el viento silbándole en las orejas, deseó estar otra vez a salvo abajo, en tierra firme.

Así se lo dijo varias veces a Mew, pero todo lo que ella contestó fue:

—¡Aguanta! ¡Aún no hemos empezado!

Llevaban un rato volando, y Rover empezaba a sentirse cansado cuando de repente Mew gritó: «¡Allá vamos!». Y Rover estuvo realmente a punto de irse, pues Mew se elevó verticalmente en el aire como un cohete, y luego se deslizó a gran velocidad, en línea recta, a favor del viento. Pronto estuvieron tan alto que Rover pudo ver, muy lejos y exactamente sobre la tierra, el sol que se ponía detrás de unas montañas oscuras. Se dirigían hacia unos acantilados negros, muy altos, de roca escarpada, demasiado escarpada para que alguien trepara por ella[27]. El mar se agitaba y se replegaba debajo, y aunque en las paredes de roca no aparecía nada, estaban cubiertas de cosas blanquecinas, pálidas en el crepúsculo vespertino. Cientos de aves marinas estaban posadas allí, en estrechas repisas, unas veces hablando tristemente entre ellas, otras sin decir nada, y otras lanzándose de súbito desde sus perchas para abatirse y girar en el aire, antes de zambullirse en el mar, allí abajo, donde las olas parecían pequeñas arrugas.

Aquí vivía Mew, y aquí tenía que visitar a varias amigas, incluida la más vieja y más importante de todas las gaviotas de lomo negro, y recoger mensajes antes de partir. Así pues, dejó a Rover en una de las estrechas repisas, mucho más estrechas que el peldaño de una escalera, y le dijo que esperara allí y tuviera cuidado de no caer.

Puedes estar seguro de que Rover tuvo cuidado de no caer, y de que, con un fuerte viento soplando de costado, no se sentía nada cómodo, acurrucándose tan pegado a la pared del acantilado como podía, y gimiendo. Era en verdad un sitio muy desagradable para un perrito embrujado y asustado.

Finalmente, la luz del sol se apagó en todo el cielo, y una niebla se extendió sobre el mar, y en la creciente oscuridad aparecieron las primeras estrellas. Entonces, por encima de la niebla, lejos en el mar, la luna emergió redonda y amarilla y empezó a tender una brillante senda sobre el agua.

Mew volvió poco después y recogió a Rover, que estaba temblando de pies a cabeza. Las plumas del pájaro le parecieron calientes y confortables después de haber permanecido en la fría repisa del acantilado, y se arrimó a Mew tanto como pudo. Entonces Mew se lanzó al aire, por encima del mar, y todas las demás gaviotas saltaron de las repisas y gritaron y les dijeron adiós, mientras ellos, ya lejos, volaban raudos siguiendo la senda de la luna, que ahora se extendía directamente desde la costa hasta el borde oscuro de ninguna parte.

Rover no sabía en absoluto a dónde llevaba la senda de la luna, y estaba demasiado asustado y excitado para preguntar, y en cualquier caso empezaba a acostumbrarse a las extraordinarias cosas que ahora le ocurrían.

Mientras volaban sobre el mar, siguiendo el resplandor plateado de la senda, la luna se elevó y se hizo más blanca y más brillante, hasta que ninguna estrella se atrevió a quedarse cerca y ella estuvo completamente sola, brillando en el cielo oriental. No cabía duda de que Mew, siguiendo las órdenes de Psámatos, iba hacia donde Psámatos quería que fuera, y no cabía duda de que Psámatos ayudaba a Mew con su propia magia, pues ciertamente volaba más deprisa y más recto que las gaviotas grandes aun a favor del viento, cuando tienen prisa. Sin embargo, transcurrió toda una eternidad antes de que Rover viera algo, aparte de la luz de la luna y el mar, abajo; y durante todo el tiempo la luna fue haciéndose más grande y más grande, y el aire más frío y más frío.

De repente, en el límite del mar, Rover vio una cosa negra, que crecía a medida que volaban hacia ella, hasta que pudo ver que era una isla. Por encima del agua y hasta ellos llegó el ruido de tremendos ladridos, un ruido formado por todas las diferentes clases y e intensidades de ladridos que existen: gruñidos y gañidos, aullidos y quejidos, bufidos y mugidos, lamentos y gimoteos, quiebros y requiebros, mordisqueos y lloriqueos, y el ladrido más descomunal, como salido de un gigantesco sabueso en la cueva de un ogro. De repente, todo el pelo de Rover alrededor del cuello se le volvió muy real otra vez y se le puso tieso como cerdas; y pensó que le gustaría bajar y pelearse con todos aquellos perros a la vez, hasta que se acordó de lo pequeño que era.

—Ésa es la Isla de los Perros[28] —dijo Mew—, o más bien la Isla de los Perros Perdidos, adonde van todos los perros perdidos que merecen o tienen suerte. No es un mal sitio para perros, me han dicho; y pueden hacer tanto ruido como quieran sin que nadie les diga que se callen o les arrojen algo. Dan un bonito concierto, todos ladrando a la vez con sus ruidos predilectos, siempre que la luna brilla. Me han dicho que allí hay también árboles de hueso, con frutos como jugosos huesos con carne que caen de los árboles cuando están maduros. ¡No! ¡Ahora no vamos allí! ¿Te das cuenta? Ahora no se puede decir que seas exactamente un perro, aunque ya no seas propiamente un juguete. En realidad, creo que Psámatos no sabía muy bien qué hacer contigo cuando dijiste que no querías ir a casa.

—Entonces, ¿adónde vamos? —preguntó Rover. Estaba molesto por no poder ver de cerca la Isla de los Perros, después de haber oído hablar de los árboles de hueso.

—Por la senda de la luna directamente hasta el borde del mundo, y luego a través del borde hasta la luna. Eso es lo que dijo el viejo Psámatos.

A Rover no le gustó en absoluto la idea de ir más allá del borde del mundo, y la luna le pareció un sitio frío.

—¿Por qué a la luna? —preguntó—. En el mundo hay montones de sitios donde no he estado. Nunca oí que en la luna hubiera huesos, o incluso perros.

—Al menos hay un perro, pues el Hombre de la Luna tiene uno[29]; y como él es un viejo honrado, y también el más grande de todos los magos, con toda seguridad que allí habrá huesos para los perros, y probablemente para los visitantes. En cuanto a por qué te han enviado allí, me atrevería a decir que lo descubrirás en el momento oportuno, si conservas la calma y no pierdes el tiempo gruñendo. Considero muy amable de parte de Psámatos preocuparse por ti; de hecho, no entiendo por qué lo hace. No es propio de él hacer algo sin una buena y poderosa razón, y tú no pareces ni bueno ni poderoso.

—Gracias —dijo Rover, profundamente herido—. Son muy amables todos esos magos al preocuparse por mí, estoy seguro, aunque es bastante enojoso. Una vez que te has enredado con magos y sus amigos, nunca sabes lo que va a ocurrir en cualquier momento.

—Eso es mucho mejor de lo que merece un perrito mimado y bullanguero —dijo la gaviota, y después ya no tuvieron más conversación durante un buen rato.

La luna se hizo más grande y más brillante, y abajo el mundo se hizo más oscuro y más distante. Luego, en un abrir y cerrar de ojos desapareció el mundo, y Rover pudo ver las estrellas que brillaban en la oscuridad de debajo. Más allá divisó el rocío blanco de la luz de la luna, donde las cascadas se precipitaban sobre el borde del mundo y caían directamente en el espacio. Esto le hizo sentir un vértigo insoportable, y se acurrucó entre las plumas de Mew y cerró los ojos durante mucho, mucho tiempo.

Cuando volvió a abrirlos, la luna estaba toda debajo de ellos; un mundo nuevo, blanco, que brillaba como la nieve, con amplios espacios abiertos de color verde y azul pálido, donde las altas y picudas montañas proyectaban sus largas sombras hasta muy lejos, sobre el suelo.

En lo alto de una de las montañas más altas, tan alta que pareció que iban a chocar contra ella cuando Mew descendió velozmente, Rover alcanzó a ver una torre blanca. Era blanca con líneas rosadas y verde claro, brillando como si estuviera construida con millones de conchas marinas todavía cubiertas de espuma y resplandecientes; y se alzaba en el borde de un precipicio blanco, blanco como un acantilado de creta, pero a la luz de la luna brillaba con más intensidad que una distante lámina de cristal en una noche sin nubes.

Por lo que pudo ver Rover, no había sendero para bajar de aquel acantilado; pero de momento eso no importaba, pues Mew descendía velozmente y pronto se posó en el tejado de la torre, a una altura tan vertiginosa por encima del mundo-luna que los acantilados del mar, donde Mew vivía, parecían bajos y seguros.

Para sorpresa de Rover, de inmediato se abrió cerca de ellos una pequeña puerta, que daba al tejado, y un viejo con una barba larga y plateada asomó la cabeza.[30]

—¡No está mal! —dijo—. He estado midiendo el tiempo desde que pasasteis por el borde; mil seiscientos kilómetros por minuto, he llegado a contar. ¡Tenéis prisa esta mañana! Me alegro de que no chocarais con mi perro. Me pregunto en qué lugar de la luna estará ahora.

El viejo sacó un telescopio larguísimo y se lo puso en un ojo.

—¡Allí está! ¡Allí está! —gritó—. ¡De nuevo molestando a los rayos de luna, maldita sea! ¡Baja de ahí, chico! ¡Baja de ahí, chico! —añadió hablándole al aire, y en seguida se puso a silbar una larga y clara tonada.

Rover levantó los ojos y miró al aire, pensando que el divertido viejo tenía que estar loco al silbar a un perro que estaba arriba en el cielo; pero vio con asombro un perro pequeño de alas blancas que muy por encima de la torre perseguía unas cosas que parecían mariposas transparentes.

—¡Rover! ¡Rover! —gritó el viejo; y justamente cuando nuestro Rover saltó sobre el lomo de Mew para decir «¡Aquí estoy!», sin detenerse a preguntar cómo era que el viejo sabía como se llamaba, vio que el pequeño perro volador descendía directamente del cielo y se posaba en los hombros del viejo.

Entonces se dio cuenta de que el perro del Hombre de la Luna se tenía que llamar también Rover. No le gustó, pero como nadie se preocupaba por él, se tendió de nuevo y empezó a gruñir entre dientes.

El Rover del Hombre de la Luna tenía buen oído y al momento saltó hasta el tejado de la torre ladrando como loco; luego se detuvo y gruñó:

—¿Quién trajo ese otro perro?

—¿Qué otro perro? —dijo el Hombre.

—Ese ridículo, pequeño chucho que está en el lomo de la gaviota —dijo el perro de la luna.

Entonces, como es natural, Rover saltó de nuevo y ladró con todas sus fuerzas:

—¡Tú sí que eres un ridículo, pequeño chucho! ¿Quién dijo que te podías llamar Rover, si te pareces más a un gato o a un murciélago que a un perro?

Ahí puedes ver que los dos iban a hacerse muy amigos antes de que pasase mucho tiempo. En cualquier caso, ésa es la manera como los perros pequeños hablan usualmente a los forasteros de su misma especie.

—¡Eh, vosotros dos, levantad el vuelo! ¡Y dejad de hacer tanto ruido!

—Quiero hablar con el cartero —dijo el hombre.

—¡Ven aquí, chiquitín! —dijo el perro de la luna; y Rover recordó entonces que efectivamente era muy chiquitín, incluso al lado del perro de la luna, que sólo era pequeño; y en lugar de lanzar un rudo ladrido, sólo dijo:

—Ya me gustaría, si tuviera alas y supiera volar.

—¿Alas? —dijo el Hombre de la Luna—. ¡Eso es fácil! ¡Ten un par y vete!

Mew rio, y efectivamente lo arrojó fuera del lomo, por encima del borde del tejado de la torre. Pero Rover no había hecho más que abrir la boca, y sólo se había imaginado cayendo y cayendo como una piedra sobre las blancas rocas del valle, kilómetros hacia abajo, cuando descubrió que le habían regalado un par de hermosas alas blancas con puntos negros (para que le hicieran juego con el pelo). No obstante, había recorrido un largo trayecto antes de que pudiera dejar de caer, pues no estaba acostumbrado a las alas. Para eso necesitó un rato, aunque ya antes el Hombre de la Luna había dicho a Mew que su Rover había estado persiguiendo al perro de la luna alrededor de la torre. Empezaba a cansarse de aquellos primeros esfuerzos, cuando el perro de la luna descendió hasta la cima de las montañas y se posó en el borde del precipicio, a los pies de las paredes. Rover bajó detrás de él, y pronto los dos estuvieron sentados uno al lado del otro, tomando aliento con la lengua fuera.

—De modo que te llamas Rover por mí[31] —dijo el perro de la luna.

—No por ti —dijo nuestro Rover—. Estoy seguro de que mi ama nunca había oído hablar de ti cuando me puso mi nombre.

—Eso no importa. Yo fui el primer perro que se llamó Rover, el Vagabundo, hace miles de años; por lo tanto, ¡a ti te tuvieron que poner el nombre de Rover después de mí! ¡Yo también era un vagabundo! Nunca me quedaba quieto en un sitio, ni pertenecí a nadie antes de venir aquí. Desde que era un cachorro no hice otra cosa que escaparme; y estuve corriendo y vagabundeando hasta que una bonita mañana, una mañana muy bonita, con el sol en mis ojos, caí por el borde del mundo mientras perseguía una mariposa.

»¡Una sensación horrible, te lo aseguro! Afortunadamente en ese momento la luna pasaba por debajo del mundo[32], y después de descender durante unos momentos espantosos a través de las nubes, y dar contra estrellas fugaces, y cosas parecidas, caí en ella. Fui a parar a una de las enormes redes plateadas que las gigantescas arañas grises tejen aquí, de una montaña a otra, y justamente la araña se disponía a bajar por la escalera de hilos para regañarme y sacarme de allí, cuando apareció el Hombre de la Luna.

»Él ve absolutamente todo lo que ocurre a este lado de la luna con ese telescopio suyo. Las arañas le tienen miedo, porque sólo las deja en paz si tejen hilos y cuerdas de plata para él. El Hombre tiene sospechas más que fundadas de que ellas capturan los rayos de luna, que son de él, y eso no está dispuesto a permitirlo, a pesar de que dicen que ellas viven exclusivamente de alevillas y murciélagos de las sombras. En la escalera de la araña el Hombre encontró alas de rayos de luna y convirtió rápidamente a la araña en una piedra. Luego me agarró y me dio unas palmaditas y dijo:

»"¡Ha sido una caída terrible! Será mejor que tengas un par de alas para prevenir cualquier otro accidente, ¡y ahora sal volando y diviértete! ¡No te preocupes de los rayos de luna, y no mates mis conejos blancos! ¡Y vuelve a casa cuando tengas hambre, la ventana del techo está normalmente abierta!"[33]

»Yo creía que era un individuo honrado, pero más bien loco. Pero no te equivoques en esto de su locura. En verdad yo no me atrevería a causar daño a sus rayos de luna o a sus conejos. Puede transformarte y darte formas horriblemente incómodas. ¡Y ahora dime por qué viniste con el cartero!

—¿El cartero? —dijo Rover.

—Sí, Mew, el cartero del viejo hechicero de la arena, naturalmente —dijo el perro de la luna.

Apenas había acabado Rover el relato de sus aventuras cuando oyeron silbar al Hombre. Corrieron hasta el tejado. El viejo estaba sentado allí, con las piernas colgando del borde, arrojando sobres al aire con la misma rapidez con que abría las cartas. El viento los transportaba en remolinos, hasta el cielo, y Mew volaba tras ellos y los capturaba y los metía luego en una pequeña bolsa.

—Acabo de leer sobre ti, Roverandom, mi pequeño perro —dijo—. (Yo te llamo Roverandom y Roverandom tendrás que ser; aquí no puedo tener dos Rovers.) Y estoy totalmente de acuerdo con mi amigo Sámatos (no quiero poner esa ridícula P para complacerle) en que ha sido mejor para ti detenerte aquí un momento. También he recibido una carta de Artajerjes, si sabes quién es, e incluso si no lo sabes, en la que me dice que te haga volver en seguida. Parece muy molesto contigo por haberte escapado, y con Sámatos por haberte ayudado. Pero a nosotros no nos preocupa, y tú tampoco tienes por qué preocuparte, mientras estés aquí.

»¡Ahora sal volando y diviértete! ¡No te preocupes por los rayos de luna, y no mates mis conejos blancos, y ven a casa cuando tengas hambre! ¡La ventana del tejado está normalmente abierta! ¡Adiós!

El Hombre de la Luna desapareció inmediatamente en el aire tenue; y todo aquel que ha estado allí te dirá lo sumamente tenue que es el aire de la luna.

—¡Bueno, adiós, Roverandom! —dijo Mew—. Espero que te diviertas armando trifulcas con los brujos. Adiós por ahora. No mates a los conejos blancos, y todo irá bien, y volverás a casa sano y salvo, tanto si quieres como si no.

Entonces, Mew salió volando tan rápidamente que antes de que pudieras decir «¡zas!» se convirtió en un puntito en el cielo, y luego desapareció. Ahora Rover no sólo volvía a tener el tamaño de un juguete sino que además le habían cambiado el nombre, y lo habían dejado completamente solo en la luna, completamente solo si no fuera por el Hombre de la Luna y su perro.

A Roverandom —como también nosotros haremos bien en llamarlo, a partir de ahora, para evitar confusiones— no le importaba. Las nuevas alas eran muy divertidas, y la luna llegó a parecerle un lugar muy interesante, de modo que se olvidó de seguir pensando por qué Psámatos lo había enviado allí. Aún tenía que transcurrir mucho tiempo antes de que lo averiguara.[34]

Mientras tanto vivió toda suerte de aventuras, en solitario y con el Rover de la luna. No volaba muy a menudo por los aires, lejos de la torre, pues en la luna, y especialmente en el lado blanco, los insectos son muy grandes y feroces, y a menudo tan pálidos y tan transparentes y tan silenciosos que es difícil oírlos o verlos venir. Los rayos de luna sólo brillan y vibran, y Roverandom no les tenía miedo; las grandes alevillas blancas con ojos feroces eran mucho más inquietantes; y había moscas espada[35] y escarabajos de cristal con mandíbulas como cepos de acero, y unicornios pálidos con aguijones como lanzas, y cincuenta y siete variedades[36] de arañas dispuestas a engullir todo lo que capturaban. Y peor que los insectos eran los murciélagos de las sombras.

Roverandom hacía lo que los pájaros hacían en aquel lado de la luna: volaba muy poco, excepto cerca de casa, o en espacios abiertos con buena visión todo alrededor, y lejos de los sitios donde se escondían los insectos; y andaba de un sitio a otro muy silenciosamente, sobre todo en el bosque. Allí la mayoría de las cosas se hacían en silencio, y hasta los pájaros rara vez cantaban. Los ruidos que había, venían sobre todo de las plantas. Las flores —las campanas blancas, las campanas claras y las campanas de plata, las campanas tintineantes y las trompetitas y los cuernos de crema (una crema muy pálida) y muchos otros con nombres intraducibles— emitían tonadas durante todo el día. Y las hierbas-plumas y los helechos —cuerdas de violín mágicas, polifonías y lenguas de bronce y ruidos del bosque— y todas las cañas de los estanques blancos como leche continuaban la música, suavemente, inclusive de noche. De hecho allí siempre se oía una música tenue.[37]

Pero los pájaros guardaban silencio; casi todos eran muy pequeños, brincaban de un lado a otro, sobre la hierba gris, debajo de los árboles, eludiendo las moscas y los moscardones; y muchos habían perdido las alas o habían olvidado cómo utilizarlas. Roverandom acostumbraba a sorprenderlos en sus pequeños nidos terrestres, cuando caminaba quedamente sobre la hierba pálida, persiguiendo a los pequeños ratones blancos o husmeando ardillas grises en los lindes del bosque.

Los bosques estaban llenos de campanitas de plata; cuando las vio por primera vez todas tañían suavemente al unísono. Los tallos negros emergían, altos como iglesias, de la alfombra plateada, y estaban cubiertos con hojas azul claro que nunca caían[38], de modo que ni siquiera el más largo telescopio de la tierra ha visto alguna vez aquellos altos tallos o las campanitas de plata que hay debajo de ellos.

Más adelante, dentro del mismo año, todos los árboles se llenaban de flores doradas; y como los bosques de la luna son casi interminables, no cabe duda de que esto altera la imagen de la luna desde abajo, desde la tierra.

Pero no debes pensar que Roverandom se pasaba todo el tiempo vagabundeando. Después de todo, los perros sabían que el ojo del Hombre estaba fijo en ellos, y emprendían numerosas aventuras y se divertían de lo lindo. A veces recorrían kilómetros y kilómetros y durante días se olvidaban de volver a la torre. Una o dos veces subieron a las montañas lejanas, hasta que, al mirar atrás, sólo podían ver la torre de la luna como una aguja brillante en la distancia; y se sentaron en las rocas blancas y contemplaron las diminutas ovejas (no más grandes que el Rover del Hombre de la Luna) que vagaban en rebaños por las laderas de las colinas. Cada oveja llevaba una esquila dorada, y cada esquila sonaba cada vez que una oveja movía una pata hacia adelante para tomar un bocado fresco de hierba gris; y todas las esquilas tañían armoniosamente y todas las ovejas brillaban como nieve, y nadie las molestaba. Los Rovers estaban demasiado bien educados (y tenían demasiado miedo al Hombre) para hacer una cosa así, y en toda la luna no había otros perros, ni vacas, ni caballos, ni leones, ni tigres, ni lobos; de hecho, nada con cuatro patas más grande que los conejos y las ardillas (y además del tamaño de un juguete), aunque ocasionalmente sé podía ver, meditando en actitud solemne, un enorme elefante blanco casi tan grande como un burro[39]. No he mencionado los dragones, porque aún no entran en la historia, y en cualquier caso vivían a mucha distancia, lejos de la torre, pues tenían mucho miedo al Hombre de la Luna, excepto uno (y aun él le tenía un poco de miedo).

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Cada vez que los perros volvían a la torre y entraban volando por la ventana, encontraban la comida a punto, como si lo hubieran planeado; pero rara vez veían u oían al Hombre. Éste tenía un taller abajo, en los sótanos, y por las escaleras acostumbraban a subir nubes de vapor blanco y niebla gris que se disolvían al salir por las ventanas superiores.

—¿Qué hace él solo todo el día? —dijo Roverandom a Rover.

—¿Hacer? —dijo el perro de la luna—. Oh, durante todo el día está bastante ocupado; aunque desde que llegaste parece aún más ocupado de lo que yo le había visto durante mucho tiempo. Inventando sueños, creo yo.

—¿Y para quién los inventa?

—¡Oh, para los del otro lado de la luna! En este lado nadie sueña; todos los que sueñan van a la parte de atrás.

Roverandom se sentó y se rascó; le pareció que la explicación no explicaba nada. El perro de la luna ya no le diría más, y si me preguntas, te diré que él tampoco sabía mucho del tema.

Sin embargo, poco después ocurrió algo que alejó de golpe, por algún tiempo, tales cuestiones de la mente de Roverandom. Los dos perros salieron y tuvieron una aventura muy emocionante, demasiado emocionante mientras duró; pero fue culpa de ellos. Estuvieron varios días fuera, mucho más lejos que nunca desde la llegada de Roverandom; y no se les ocurrió pensar a dónde se dirigían. De hecho, salieron y se perdieron; y, al equivocar el camino, se alejaron más y más de la torre cuando pensaban que estaban regresando. El perro de la luna decía que ya había recorrido todo el lado blanco de la luna y se lo conocía todo de memoria (era muy dado a exagerar), pero a la postre tuvo que admitir que el paisaje le resultaba un poco extraño.

—Me temo que ha transcurrido mucho tiempo desde que llegué aquí —dijo—, y estoy empezando a olvidarlo un poco.

En realidad, el perro de la luna nunca había estado allí con anterioridad. Sin darse cuenta, se habían acercado demasiado al borde sombrío del lado oscuro, donde había toda suerte de cosas semiolvidadas, y los caminos y los recuerdos se confundían. Cuando se sintieron seguros de que por fin estaban en el correcto camino de vuelta, se sorprendieron al comprobar que delante de ellos se alzaban unas montañas silenciosas, desnudas e inquietantes; y esta vez el perro de la luna no presumió de haberlas visto antes. Eran grises, no blancas, y parecía como si estuvieran hechas de viejas, frías cenizas; y entre ellas se extendían largos y oscuros valles, sin signos de vida.

Entonces empezó a nevar. En la luna nieva a menudo, pero la nieve (como ellos lo llaman) es usualmente agradable y cálida, y completamente seca, y se convierte en fina arena blanca y se esparce por los aires. Ésta se parecía más a la nuestra. Era húmeda y fría; y estaba sucia.

—Eso me pone nostálgico —dijo el perro de la luna—. Es exactamente como la sustancia que acostumbraba a caer en el pueblo donde yo vivía cuando era un cachorro, en el mundo que tú conoces. ¡Oh! Mira aquellas chimeneas, son altas como árboles de la luna; y el humo negro; ¡y los fuegos del horno rojo![40] A veces me cansa un poco tanto color blanco. Es muy difícil ensuciarse de verdad en la luna.

Esto muestra bastante los bajos gustos del perro de la luna; y como si no hubiera pueblos así en el mundo desde hace cientos de años, también puedes ver que ha exagerado mucho el tiempo que había pasado desde que cayó por el borde. Sin embargo, en aquel preciso momento, un copo especialmente grande y sucio le golpeó en el ojo izquierdo, y cambió de parecer.

—Creo que este copo ha errado el camino y ha caído fuera del duro viejo mundo —dijo—. ¡Al demonio con él! Y parece que también nosotros hemos errado nuestro camino de plano. ¡Al infierno con él! ¡Busquemos un agujero y metámonos dentro!

Les costó algún tiempo encontrar un agujero, y antes de encontrarlo ya estaban completamente mojados y fríos: de hecho, su estado era tan lamentable que entraron en el primer refugio que encontraron y no tomaron precauciones, que es lo primero que debes hacer en los parajes desconocidos del borde de la luna[41]. El refugio en el que se metieron no era un agujero sino una cueva, y muy grande; oscura pero seca.

—Es bonita y caliente —dijo el perro de la luna, y cerró los ojos y casi inmediatamente se quedó dormido.

—¡Ay! —gritó no mucho después, despertando bruscamente a la manera perruna de un agradable sueño—. ¡Demasiado caliente!

El perro de la luna se puso en pie de un salto. Oyó al pequeño Roverandom gritar un poco más allá, dentro de la cueva, y cuando fue a ver qué ocurría, descubrió un hilo de fuego que serpenteaba a lo largo del suelo hacia ellos. Entonces no echó de menos el hogar con hornos al rojo vivo; y agarrando al pequeño Roverandom por el cuello salió de la cueva con la rapidez de una centella y huyó hasta un pico de piedra que se alzaba justo fuera.

Allí los dos se sentaron en la nieve, temblando y mirando, cosa que era muy tonto de su parte. Lo que tendrían que haber hecho era volar a casa, o a cualquier otro sitio, más veloces que el viento. El perro de la luna no lo sabía todo sobre la luna, como puedes ver, pues de lo contrario habría sabido que aquella era la guarida del Gran Dragón Blanco, que sólo temía —a medias— al Hombre (y apenas cuando estaba enfadado). El Hombre mismo estaba un poco molesto con este dragón. Cuando se refería a él le llamaba «esa maldita criatura».

Todos los dragones blancos proceden originalmente de la luna, como probablemente sabes; pero éste había estado en el mundo y había vuelto, de modo que había aprendido un par de cosas. En tiempos de Merlín luchó con el Dragón Rojo en Caerdragón, como puedes ver en todos los libros de historia más actualizados, después de lo cual el dragón se puso muy rojo.[42] Posteriormente causó otros muchos daños en las Tres Islas[43], y durante un tiempo se fue a vivir a lo alto de Snowdon[44]. Mientras esto duró, la gente no se molestó en subir allí, con la sola excepción de un hombre, al que el dragón sorprendió bebiendo de una botella. El hombre huyó tan deprisa que dejó la botella allí arriba, y su ejemplo ha sido seguido por otros muchos posteriormente. Tras la desaparición del Rey Arturo, el dragón huyó a Gwynfa en una época en la que las colas de los dragones eran consideradas un manjar delicado por los reyes sajones.[45]

Gwynfa no está tan lejos del borde del mundo, y es muy sencillo volar desde allí hasta la luna para un dragón tan titánico y tan enormemente malo como éste. Ahora vivía en el borde de la luna, pues no estaba muy seguro de lo que el Hombre de la Luna podía hacer con sus hechizos y sus artimañas. Aun así, en ocasiones se atrevía a interferir en los esquemas de colores. A veces, cuando celebraba un banquete de dragones o tenía un berrinche, lanzaba llamas reales, rojas y verdes, desde la cueva; y eran frecuentes las nubes de humo. Se sabía que una o dos veces había dejado roja toda la luna[46], o la había hecho desaparecer por completo. En tan incómodas ocasiones el Hombre de la Luna se cubría (y cubría a su perro), y todo lo que decía era «otra vez esa maldita criatura». Nunca explicó qué criatura era, o donde vivía; simplemente bajaba a los sótanos, descorchaba los mejores hechizos y arreglaba las cosas tan rápidamente como podía.

Ahora lo sabes todo; y si los perros hubieran sabido la mitad nunca se habrían detenido allí. Pero se detuvieron, al menos el tiempo que he necesitado para hablar del Dragón Blanco, y entonces todo él, blanco con ojos verdes, rezumando fuego verde por cada articulación, y desprendiendo humo negro como un barco de vapor, salió de la cueva y lanzó el más horrible bramido. Las montañas se agitaron y retumbaron, y la nieve se secó; las avalanchas se detuvieron y las cascadas quedaron inmóviles.[47]

Aquel dragón tenía alas, como las velas que tenían los barcos cuando todavía eran barcos, y no máquinas de vapor[48]; y no tenía reparos en matar a cualquier criatura, desde un ratón hasta una hija del emperador. Y planeó matar aquellos dos perros, y lo anunció varias veces antes de elevarse por los aires. Ése fue su error. Los dos salieron disparados como cohetes y se alejaron siguiendo el viento, a una velocidad que habría enorgullecido a la misma Mew. El dragón salió detrás de ellos, batiendo las alas como un dragón volador y lanzando dentelladas como un dragón mordedor[49], derribando las cimas de las montañas, y haciendo sonar todas las esquilas de las ovejas como una ciudad en llamas. (Ahora ya sabes por qué todas ellas llevan esquilas).

Por fortuna, al seguir el viento los dos perros iban en la dirección correcta. Tan pronto como las esquilas alcanzaron un ritmo frenético, de la torre salió un cohete enorme. Se le pudo ver en toda la luna como un paraguas dorado que estalló en miles de penachos de plata, y no mucho después provocó una caída imprevista de estrellas fugaces en el mundo. Si fue una guía para los pobres perros, fue también un aviso para el dragón; pero él había emitido demasiado vapor para darse cuenta.

La persecución continuó de una manera feroz. Si has visto alguna vez un pájaro persiguiendo a una mariposa, y puedes imaginar un pájaro más que gigantesco persiguiendo a dos mariposas insignificantes entre montañas blancas, entonces puedes empezar a imaginar las vueltas y revueltas y la salvaje, zigzagueante rapidez de aquella huida. En más de una ocasión, antes de que hubieran cubierto la mitad del camino, el aliento del dragón chamuscó el rabo de Roverandom.

¿Qué hizo el Hombre de la Luna? Pues bien, lanzó un cohete realmente magnífico; y después dijo «¡esa maldita criatura!» y también «¡esos malditos perros! ¡Van a provocar un eclipse antes de tiempo!». Y después bajó a los sótanos y destapó un hechizo oscuro, negro, que parecía una jalea de alquitrán y miel (y olía a cinco de noviembre[50] y a caldo de repollo que hierve y rebosa).

En aquel preciso momento, el dragón se situó justamente encima de la torre y levantó una enorme garra para golpear a Roverandom, y lanzarlo al vacío. Pero no llegó a hacerlo. El Hombre de la Luna disparó un hechizo desde una ventana baja e hirió al dragón en la barriga (especialmente blanda en los dragones) y lo golpeó en el costado. El dragón perdió el sentido y cayó sobre una montaña antes de que pudiera recuperar el dominio de su cuerpo; y era difícil decir cuál había sido el daño mayor: el de la nariz o el de la montaña; en cualquier caso los dos quedaron deformados.

Así, los dos perros se lanzaron hacia dentro por la ventana más alta, y tardaron una semana en recuperar el aliento; y el dragón, patituerto, volvió lentamente a la cueva, donde se estuvo rascando la nariz durante meses. El siguiente eclipse fue un fracaso, pues el dragón estaba muy ocupado lamiéndose la barriga[51]. Y nunca consiguió eliminar las manchas negras que le habían salido donde el hechizo lo alcanzó. Me temo que las va a llevar siempre. Ahora lo llaman el Monstruo Manchado.