Capítulo 7

Emmeline abrió la puerta con la esperanza de que fuera el desayuno, pues hacía media hora que había pedido huevos y tostadas. Pero en la puerta estaba Makin Al-Koury, muy elegante con camisa y pantalones negros.

Seguramente acababa de ducharse y afeitarse, pues su pelo moreno relucía todavía, la piel de su barbilla estaba tensa y suave y ella captó el olor de su colonia de sándalo.

—Madruga mucho —dijo, con el estómago convertido en un manojo de nervios.

—Normalmente estamos trabajando a las siete y media —respondió él—. Tú te retrasas.

Había algo frío en su sonrisa esa mañana y a ella le dio un vuelco el corazón.

Juntó las rodillas y se obligó a mirarlo a los ojos, que parecían tan fríos como el hielo.

El beso de la noche anterior le había gustado, pero ahora, a la luz del día, sabía que había sido un gran error. El jeque Al-Koury era demasiado poderoso y poco civilizado.

—No me extraña que me eche de aquí por perezosa —respondió con ligereza.

—Nadie puede ser siempre perfecto —él le sonrió—. ¿Cómo estás esta mañana?

—Bien.

—¿Y has dormido bien?

—Sí, gracias.

—Excelente —él la miró con expresión inescrutable—. En ese caso, supongo que estarás lo bastante bien para que te dicte un rato.

—¿Dictar? —preguntó ella.

—Necesito escribir una carta. La enviaré en el avión contigo.

—Por supuesto —Emmeline luchó contra el pánico y se recordó que podía hacer aquello. Podía mantener el juego un poco más, fingir un poco más—. ¿Quiere que vaya a su despacho?

—Eso no es necesario —él empujó la puerta hasta abrirla del todo—. Ya estoy yo aquí.

Emmeline se hizo a un lado para dejarlo entrar.

—Voy a buscar un bolígrafo y papel.

—Encontrarás ambas cosas en el escritorio del dormitorio —musitó él—. Por si lo has olvidado.

Emmeline lo miró intentando entender adónde quería llegar con todo aquello, porque definitivamente iba a alguna parte y a ella no le gustaba.

—Gracias.

Fue al dormitorio a buscar la libreta y un bolígrafo y se detuvo un momento en el espejo de encima de la cómoda. Estaba elegante con una blusa de seda de color marfil y una falda de encaje a juego. Se había recogido el pelo hacía atrás y añadido un collar de perlas, y confiaba en que el exterior ocultara su ansiedad. No sabía nada de dictados, pero no se lo diría al jeque.

De vuelta en la sala, se sentó en el borde del sofá de seda color oro pálido.

—Estoy lista.

Él la miró y sonrió de nuevo.

—No sé muy bien cómo empezar. Quizá puedas ayudarme. Es para un conocido, el rey Zale Patek de Raguva. No conozco muy bien el saludo. ¿Alteza Real o simplemente Alteza? ¿Tú que opinas?

Emmeline se sonrojó. Luchó por mantener la voz tranquila.

—Creo que cualquiera de las dos cosas.

—Muy bien. ¿Por qué no empezamos por «Alteza Real»?

Ella tragó saliva, asintió, escribió las palabras en la página y alzó la vista hacia él.

—He descubierto algo que no se puede ignorar. Es un asunto personal urgente y no le hablaría de él si no fuera importante —Makin hizo una pausa y miró por encima del hombro de Emmeline—. Bien. Lo has escrito casi todo y la letra es muy bonita. Pero te agradecería que usaras taquigrafía. Me cuesta mucho pensar cuando escribes tan despacio.

Ella asintió y miró la libreta sin verla. No podía hacer aquello. En realidad casi no podía respirar. Le daba vueltas la cabeza.

—Te has saltado una línea —el jeque Al-Koury se inclinó hacia la página—. Lo que acabo de decir de que he descubierto información relacionada con su prometida la princesa Emmeline d’Arcy. Escríbelo, por favor.

Esperó hasta que ella lo hubo hecho.

—Tu letra se ha vuelto más pequeña —comentó él—. Menos mal que la mecanografiarás antes de enviarla. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, por su engañosa prometida, la princesa...

—Ya tengo esa parte —lo interrumpió ella.

—Lo de engañosa no.

—No lo ha dicho la primera vez.

—Lo digo ahora. Escríbelo. Es importante. Él tiene que saberlo.

El bolígrafo quedó inmóvil sobre la página. Emmeline no logró que se moviera; no podía seguir con aquello.

—Hannah, termina la carta.

Ella se mordió el labio inferior.

—No puedo.

—Es preciso. Es vital que salga esta carta. El rey Patek es una buena persona y un hombre íntegro. Tiene que saber que no puede confiar en su prometida, que ella carece de escrúpulos y de moral y no llevará más que vergüenza...

—Si me disculpa —se levantó del sofá con los ojos ardiendo y el estómago pesado—. No me siento bien.

Corrió al baño, cerró la puerta y se sentó en el suelo frío de mármol al lado de la bañera. Pensó en las palabras del jeque Al-Koury. «Engañosa, carente de escrúpulos y de moral».

Su madre diría lo mismo. Nadie hablaría en su defensa. Su familia la juzgaría y castigaría como hacía siempre.

La puerta del baño se abrió con suavidad y una sombra cayó sobre el suelo blanco. Emmeline alzó la vista hacia el jeque con un desafío silencioso en sus ojos azules.

Makin miró a la princesa sentada en el suelo con un brazo alrededor de las rodillas.

Teniendo en cuenta su precaria situación, esperaba que ella se mostrara llorosa y suplicara perdón, pero lo miraba a los ojos con la barbilla alta y los labios apretados.

Makin enarcó una ceja. ¿Ese era su juego? ¿Fingir que él era el villano y ella la víctima?

Fascinante.

Era mejor actriz de lo que él creía. La noche anterior lo había conmovido con su fragilidad y él había querido colgarse una espada y correr en su defensa. Había querido ser un héroe y ofrecerle la protección que tan desesperadamente parecía necesitar.

Pero todo había sido una interpretación. Ella no era Hannah ni era frágil, sino una princesa manipuladora a la que solo le importaba ella misma.

No había cambiado nada. Seguía siendo la princesa imperiosa y mimada que era ya nueve años atrás, en el baile de su decimosexto cumpleaños. Su padre le había preparado una gran fiesta, llena de invitados importantes, y ella se había pasado la velada con una pataleta, llorando toda la noche.

Makin, avergonzado por su padre y disgustado por el histerismo de la chica, se había retirado temprano y había jurado evitarla en el futuro. Y lo había hecho.

Hasta ese momento.

La miró a los ojos pensando que ella personificaba todavía todo lo que él despreciaba en la cultura moderna. La sensación de tener derecho a todo, la fijación por la fama, la veneración por el dinero. Pasar por la vida apoyándose en la imagen.

Y sí, Emmeline era preciosa y él la había deseado la noche anterior. Pero ahora que sabía con lo que lidiaba, ya no la deseaba. Lo dejaba frío.

Se apoyó en el tocador de mármol blanco.

—No tienes gripe —dijo con voz dura.

—No.

—Y ayer no estabas enferma por tener bajos los niveles de azúcar.

Ella alzó aún más la barbilla.

—No.

¿No se daba cuenta de que había descubierto su juego y estaba furioso? ¿De que le costaba mucho mantener el control?

—¿De cuánto tiempo estás? —preguntó.

Ella abrió mucho los ojos.

—La verdad —gruñó él.

Emmeline lo miró con expresión rebelde y labios apretados. Ahora no había nada de débil ni impotente en ella. Incluso sentada en el suelo parecía regia, orgullosa y dispuesta a combatirlo con uñas y dientes.

¿Cómo se atrevía? Debería estar suplicando misericordia.

—Estoy esperando —dijo él con impaciencia.

—Siete semanas —contestó ella finalmente—. Día más o menos.

«Día más o menos», repitió Makin en silencio. En aquel momento la detestaba. Detestaba todo lo que ella representaba.

—Asumo que Alejandro Ibáñez es el padre.

Ella asintió.

—Y por eso hiciste una escena en el Mynt.

La princesa se sonrojó.

—Yo no hice una escena. Él hacía una escena... —se interrumpió, se mordió el labio inferior y apartó la vista con expresión torturada.

Por un momento, Makin casi sintió lástima de ella; casi, pero no del todo.

—Y la segunda pregunta, Alteza Real, es qué has hecho con mi secretaria Hannah Smith.

—Jeque Al-Koury...

—¿Qué te parece si dejamos ya los títulos, acabamos con cualquier pretensión de formalidad y cualquier sugerencia de respeto? Tú no me respetas a mí ni yo a ti. Así que te llamaré Emmeline, tú puedes llamarme Makin y, con un poco de suerte, quizá consiga por fin la verdad.

Ella se levantó despacio y se alisó la falda color marfil recubierta de encaje, que realzaba la forma redondeada de sus caderas y sus nalgas altas y firmes. Makin se excitó en el acto, lo cual hizo que se enfadara aún más.

¿Cómo podía desearla todavía después de todo aquello?

—¿Cómo te has enterado? —preguntó ella.

—Por casualidad. Estaba leyendo el periódico en internet y me he encontrado con un artículo sobre el accidente de Alejandro. Una de las fotos que acompañan el artículo es tuya. Estáis los dos detrás de los establos y parecéis a punto de pelear. Tú estás llorando. Por eso me he dado cuenta —miró la cara pálida de ella—. Yo conocía esa expresión —«y esos ojos», añadió para sí.

Ahora que sabía la verdad, podía ver lo diferentes que eran los ojos de Emmeline de los de Hannah. El color era el mismo, pero la expresión no. La de Hannah era serena y firme y la de Emmeline tormentosa y cargada de sentimiento. Cualquiera que no supiera la verdad, podría pensar que Emmeline había crecido en un barrio difícil, luchando por cada bocado de comida en lugar de llevar una vida fácil de lujo.

Se le oprimió el pecho. Se dijo que era de furia. Pero no era solo furia; había también traición.

—¿Qué has hecho con Hannah? —repitió con tono de desdén—. Quiero recuperarla inmediatamente.

La princesa respiró hondo y enderezó los hombros.

—Está en Raguva —vaciló—. Haciéndose pasar por mí.

—¿Qué?

Ella se mordió el labio inferior con nerviosismo.

—Necesitaba hablar con Alejandro de mi embarazo, pero él no se ponía al teléfono desde la conversación que tuvimos en el campo de polo. Yo estaba desesperada. Tenía que verlo. Necesitaba su ayuda. Así que le pedí a Hannah que se cambiara conmigo un día para que yo pudiera ir a verlo en persona.

—¿No podías ir a verlo con tu identidad?

—Él me evitaba, y además, mis escoltas no me habrían dejado ir. Tenían órdenes de mis padres de mantenerme alejada de él.

—Tus padres hacían bien en no confiar en ti.

Ella se encogió de hombros y salió del baño.

—Probablemente.

—¿Probablemente? —él la siguió—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir?

Emmeline volvió a encogerse de hombros.

—¿Qué quieres de mí? ¿Una disculpa? Muy bien. Me disculpo.

Makin estaba atónito por aquella indiferencia. De pronto ella parecía la personificación de la calma y el control. ¿Cómo era posible?

—¿Cuándo te cambiaste por mi ayudante personal?

—El domingo pasado. El día veintidós —ella se acercó al armario empotrado, sacó un montón de ropa y la llevó a la cama.

Estaba haciendo el equipaje.

Al parecer, asumía que iba a ir a alguna parte.

—Hace una semana de eso —él se apoyó en el umbral con los brazos cruzados. ¿Adónde creía que iba? ¿A Londres? ¿En su avión? ¿A su costa? Fascinante.

Emmeline asintió y salió del armario con media docena de pares de zapatos de tacón.

Makin la observó colocarlos en orden al lado de las otras prendas.

—¿Y cuánto tiempo pensabas dejar a mi secretaria en Raguva?

Emmeline alzó la vista de los zapatos e hizo una mueca.

—No lo sé —confesó. Se sentó en el borde de la cama, al lado de la ropa y los zapatos—. Todavía no había pensado en eso.

Makin la miró de arriba abajo.

—Increíble —musitó.

Ella no contestó.

Makin se acercó.

—Pero ¿quién te crees que eres? ¿Cómo has podido colocar a mi ayudante en esa posición? ¿Sabes lo que le ha costado eso?

Ella siguió sin decir nada.

—Su trabajo —él estaba furioso y Emmeline parecía remota, distante, como si estuviera por encima de todo—. Está despedida, así que felicítate por ello.

Emmeline alzó la vista.

—Pero dejaste claro que no había ninguna como ella.

—No la había. Pero tú cambiaste eso cuando le pediste que trasladara su lealtad de mí a ti.

—Eso no es cierto —Emmeline se inclinó hacia delante—. Ella te sigue siendo muy leal. Le encanta trabajar para ti.

Por fin veía Makin alguna reacción. Alguna emoción. Pero era demasiado poco y demasiado tarde para los dos. Se encogió de hombros con indiferencia.

—Es toda tuya. Ahora puede trabajar para ti.

—Por favor, no hagas eso. Por favor. A Hannah le encanta su trabajo.

—Pues podía haber pensado en eso antes de irse a Raguva a hacerse pasar por ti —se acercó a la puerta, pero se volvió antes de salir—. Y no sé por qué haces el equipaje. No sé adónde crees que vas ni cómo vas a llegar allí. Porque estás en mi desierto, en mi mundo, y estás atrapada aquí conmigo.

Salió del apartamento sintiéndose más furioso que al llegar.

Habría consecuencias. Y a ella no le gustarían.