Capítulo 4

Emmeline fingía mirar el árido paisaje cuando la realidad era que evitaba la mirada de Makin.

Sabía que la miraba. Desde que pararan en la carretera parecía aún más callado y sombrío, si tal cosa era posible.

Vio una mancha verde aparecer en el horizonte. Mancha verde que fue cobrando forma, convirtiéndose en árboles y huertos a medida que el desierto iba dando paso a un fértil oasis.

El oasis, alimentado por un río subterráneo procedente de las montañas, se convirtió en una ciudad de paredes de arcilla roja y calles estrechas.

El chófer del jeque entró en una carretera aún más estrecha sombreada por altas palmeras de dátiles, que ofrecían protección contra el calor del desierto.

Se abrieron las enormes puertas que daban entrada a la ciudad amurallada.

—Estamos en casa —musitó Makin, cuando entraban en otro camino bordeado de palmeras, cuyas pesadas ramas parecían plumas contra el cielo azul claro.

Otras puertas se abrieron y cerraron, mostrando un edificio pintado de rosa pálido. Pero cuando el coche siguió avanzando, Emmeline descubrió que el palacio no era solo un edificio sino una serie de edificaciones hermosas conectadas por enrejados, patios y jardines. No había dos iguales. Unas tenían torres y otras cúpulas, aunque todas mostraban las mismas paredes lisas de arcilla cubiertas de buganvillas moradas y blancas.

El coche se detuvo delante del edificio más alto, una edificación de tres pisos con intrincadas puertas bañadas en oro y enormes columnas doradas, azules y blancas flanqueando la entrada.

En la puerta se alineaban empleados, vestidos con pantalones y chaquetas blancos, que sonrieron y se inclinaron cuando el jeque Al-Koury salió del coche.

Emmeline estaba acostumbrada a la pompa y la ceremonia, pero en los empleados del jeque había algo diferente. Lo saludaban con calor y con un placer que parecía sincero. Sentían afecto por él y, por su modo de responderles, él les correspondía.

Makin la esperó en la puerta y cruzaron juntos las altas puertas doradas, dejando atrás el brillante sol y el calor deslumbrante.

El vestíbulo, sereno y aireado, mostraba una alta cúpula azul y oro, y las paredes de color crema estaban decoradas con sofisticados dibujos dorados. Emmeline respiró hondo, disfrutando de la tranquilidad y el delicioso frescor.

—Encantador —musitó.

El jeque alzó una ceja y la miró interrogante.

Emmeline se sonrojó.

—El frescor —dijo—. Es una buena sensación después del calor.

Él asintió.

—Te acompaño a tu habitación —dijo—. Quiero asegurarme de que todo está como debe estar.

Echó a andar y ella lo siguió a través de uno de los muchos arcos exquisitamente tallados que salían de la entrada, con los pasos de ambos resonando en el suelo de piedra caliza.

Bajaron por un pasillo decorado con columnas y donde entraba el sol por ventanales altos y pasaron oro arco que llevaba a un cenador cubierto de rosas. Makin se detuvo delante de una hermosa puerta de caoba y se hizo a un lado para que ella la abriera.

Hannah entró en un apartamento espacioso. La sala de estar, de techo muy alto, era elegante y de colores más cálidos que el resto del palacio. Las paredes eran de oro pálido y los muebles dorados con toques de rojo, marfil y azul. De la sala salía un dormitorio con un baño incorporado y había también una cocina pequeña donde Hannah podía preparar café y comidas sencillas.

—La cocinera ha hecho tu pan favorito —él señaló una hogaza envuelta en papel de aluminio en la encimera de la cocina—. En el frigorífico hay yogures y leche y todo lo demás que te gusta. Si no quieres que la cocinera te envíe una bandeja con el almuerzo, prométeme que comerás algo inmediatamente.

—Lo prometo.

—Bien —él vaciló, claramente incómodo—. Tengo que decirte algo. ¿Podemos sentarnos?

Emmeline se sentó en un sofá bajo tapizado de seda de color crema y él se quedó de pie ante ella con los brazos cruzados.

—Ha habido un accidente —dijo con brusquedad—. Anoche de camino al aeropuerto, Alejandro perdió el control del coche y se estrelló. Penélope murió en el acto y Alejandro está en el hospital.

Emmeline luchó por procesar lo que acababa de oír. Abrió la boca y volvió a cerrarla sin emitir sonido alguno.

—Ha estado toda la noche en el quirófano —continuó Makin—. Tenía una hemorragia interna y su estado es muy grave.

Emmeline apretó las manos, demasiado atónita para hablar.

Penélope había muerto y Alejandro podía no sobrevivir.

Resultaba increíble.

Se le oprimió la garganta y unas lágrimas calientes llenaron sus ojos.

—¿Alejandro conducía? —preguntó con voz ronca.

—Él iba al volante, sí.

—¿Y Penélope?

—Salió despedida con el impacto.

Emmeline cerró los ojos. ¡Estúpido Alejandro! Su corazón estaba con Penélope, que era muy joven... solo diecinueve años.

Una lágrima resbaló por su mejilla y se la secó con la mano con rabia. Estaba furiosa con Alejandro, que rompía vidas y las tiraba a la basura.

—Lo siento, Hannah —musitó Makin—. Ya sé que te creías enamorada...

—Por favor —ella alzó una mano para acallarlo—. No lo diga.

Él se acuclilló ante ella, le tomó la barbilla y la obligó a mirarlo.

—Sé que no es un momento fácil para ti, pero sobrevivirás a esto, lo prometo.

La sorprendió pasando el pulgar por la curva de su mejilla y atrapando las lágrimas que caían. Fue un gesto tan tierno y protector por su parte, que casi le partió el corazón.

Hacía años que nadie la tocaba con ternura.

—Gracias —dijo.

Makin se incorporó.

—Estarás bien —repitió.

—Sí —se secó los ojos—. Tiene razón. Me ducharé y cambiaré y me pondré a trabajar. ¿A qué hora nos vemos?

—Tómate el día libre —dijo él con firmeza—. Come, duerme, lee, nada un poco. Haz lo que tengas que hacer para poder volver al trabajo. Necesito tu ayuda, pero en este momento no me sirves de nada.

Ella se sonrojó.

—Lo siento. Odio ser un problema.

Él le lanzó una mirada peculiar.

—Descansa y mejórate. Esa será la mayor ayuda —se marchó y la dejó sola.

Emmeline sacó el teléfono del bolso y marcó el número de Hannah.

—¿Diga?

—Hannah, soy yo.

—¿Estás bien?

—No lo sé.

—¿Vas a venir?

Emmeline vaciló.

—No sé —repitió, aunque sabía que ya no podía ir a Raguva.

Hubo un silencio.

—¿Cómo que no lo sabes?

Emmeline miró las altas montañas rojas visibles más allá de los muros del palacio.

—Estoy en Kadar.

—¿En Kadar? —repitió Hannah—. ¿En el país del jeque Makin? ¿Por qué?

—Cree que soy tú.

Hannah respiró con fuerza.

—Dile que no lo eres.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Lo estropearía todo.

—¡Pero ya se ha estropeado todo! —gritó Hannah—. No sabes lo que ha pasado.

—Lo siento. De verdad —dijo con voz llorosa—. Pero todo está fuera de mi control.

—Tu control, tu vida. Siempre se trata de ti, ¿verdad?

—No lo decía en ese sentido.

—Pero tú me enviaste aquí en tu lugar y no tenías intención de venir pronto. Me has usado, manipulado... ¿Cómo crees que me siento, atrapada aquí fingiendo que...? —Hannah se interrumpió bruscamente.

La línea quedó en silencio.

Hannah había colgado.

Emmeline miró el teléfono atónita. ¿Pero qué esperaba? Se las había arreglado para estropearle la vida.

Makin se levantó de detrás de su escritorio y salió en busca del director de seguridad de la kasbah, quien había prometido revisar con él las alas de los invitados y repasar las medidas de seguridad.

—¿Qué familias estarán en ese edificio? —preguntó en un momento de la gira.

—Los Nuri de Baraka, Alteza. El sultán Malek Nuri y su hermano el jeque Kalen Nuri junto con sus esposas. El jeque Tair de Ohua.

—¿Y en el edificio de mi derecha?

—Los dignatarios occidentales.

Makin asintió.

—Bien —le aliviaba ver que no solo estaba preparada la seguridad, sino que la kasbah parecía inmaculada.

Aunque varios de sus palacios y casas eran hermosos, Kasbah Raha siempre lo dejaba sin aliento. La kasbah en sí tenía siglos de antigüedad y sus colores copiaban los del desierto... el rosa del amanecer, las majestuosas montañas rojas, el azul del cielo y el marfil y oro de la arena.

Era el lugar donde mejor trabajaba. Razón por la cual nunca había llevado a Madeline allí. Raha era un lugar para la claridad de pensamiento y la reflexión personal, no para el deseo o la lujuria. No quería asociar el placer carnal del sexo con Raha, pero de pronto, con Hannah bajo su techo, empezaba a pensar en cosas muy carnales en lugar de centrarse en la conferencia.

Hannah.

Solo su nombre hacía que su cuerpo se endureciera.

Y esa tensión hizo que tomara una decisión.

Si no podía trabajar con ella allí, Hannah tendría que irse. Era un mal momento, pero había demasiado en juego para dejarse llevar por la duda.