6.- Tutbury

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Tutbury

Elizabeth, condesa de Shrewsbury, se sintió encantada cuando supo que su marido se convertiría en guardián de la reina de Escocia. Pensaba que era una señal del favor de Isabel, y eso era muy importante para la condesa.

Recorrió el castillo de Tutbury, dando órdenes y asegurándose de que se cumplieran. No había una sola persona en el castillo, ni siquiera el conde, que no le tuviera miedo. La condesa Bess de Hardwick, como solían llamarla, porque era hija de John Hardwick, de los Hardwick de Derbyshire, a pesar de tener ya más de cincuenta años era tan atractiva como enérgica. Sólo hacía un año que se había casado con el conde, pero él sabía que quien mandaba era su esposa. No le importaba. Bess había tenido tres maridos antes que él y también ellos pensaban que era una compañera muy estimulante. Se sentía muy feliz siempre que pudiera hacer su voluntad; y, como su gran deseo era aumentar la fortuna de toda su familia (hijos, hijas y su marido) y como era muy eficiente en esta tarea, todos estaban dispuestos a dejar sus asuntos en sus hábiles manos.

Su padre decía a menudo: “Nuestra Bessie debería haber sido un hombre”. Bess misma no estaba de acuerdo. No creía que su sexo fuera un gran obstáculo. Podía tener la mente de un hombre pero estaba decidida a que su cuerpo de mujer no la molestara, sino que más bien la ayudara en sus ambiciones.

¡Tutbury!, pensaba, mientras esperaba la llegada de la reina de Escocia en ese desapacible día de febrero. No era el lugar más encantador que pudiera pensarse.

Pero era lo suficientemente sagaz como para saber por qué la reina lo había elegido para María; sin duda pensaba que su rival había sido alojada con demasiado lujo en Bolton.

Este lugar era realmente muy frío. La enérgica Bess no lo advertía, pero no podía dejar de hacer planes para mejorar el lugar; construir casas era su pasión. Sin embargo era mucho más interesante construir una casa nueva que tratar de mejorar una vieja. Su tarea más ambiciosa hasta la fecha era la mansión de Chatsworth y pensar en lo que había logrado allí la llenaba de orgullo… y deseaba repetirlo. Bess no podía quedarse quieta. Estaba decidida a conseguir varias mansiones como esa antes de morir. No es que pensara en morir. Si no hubiera sido tan práctica, tan llena de sentido común, habría dicho que era inmortal. Como eso era absurdo, ya que al fin y al cabo hasta Bess era sólo un ser humano, se conformaba con actuar como si lo fuera.

Ahora pensaba en la clase de bienvenida que debía dar a la reina de Escocia. George dejaría el asunto en sus hábiles manos, y ella lo sabía. Pero era un asunto delicado, porque la reina Isabel había echado a Knollys y a Scrope de sus puestos por dar a la reina un tratamiento demasiado favorable. Cualquiera que fuese la excusa, Bess sabía que esto era lo cierto. Por lo tanto, los Shrewsbury no debían emular a Knollys y a Scrope. Por otra parte la reina de Escocia no era una prisionera común, ya que el destino de los reyes y las reinas podía cambiar en muy breve tiempo. Nunca debían olvidar (aunque obedecieran los deseos de la reina de Inglaterra) que algún día la reina de Escocia podía no sólo recuperar su trono, sino también ocupar el de Isabel.

—Ah, sí —había dicho Bess a George—, este es un asunto realmente delicado. Déjalo en mis manos.

Por lo tanto, establecería una cuidadosa amistad con María y a la vez le haría saber que debía necesariamente obedecer la voluntad de la reina Isabel. Y cualquier conducta sospechosa por parte de María tendría que ser informada en el acto a Isabel y no permitir que otros la descubrieran.

Les iría bien con esta nueva tarea… siempre que Bess de Hardwick se hiciera cargo de ella.

Bess recordaba sus triunfos, ganados por su mente serena y su decisión. La hija de John Hardwick había ido muy lejos desde que, a la edad de catorce años, se casara con Robert Barlow. Robert, que tenía más o menos su misma edad, era un muchacho delicado, demasiado joven para casarse. No sobrevivió mucho tiempo, pero le dejó una gran fortuna y cuando Bess apenas tenía quince años ya había conocido la experiencia de ser una importante heredera. Disfrutó de su independencia y no volvió a casarse hasta unos dieciséis años más tarde, esta vez con sir William Cavendish, que era trece años mayor que ella y que ya había tenido dos esposas. Los años que pasó con Cavendish fueron felices. Bess había aprendido a seducir y gobernar al mismo tiempo… una rara cualidad, pero ella era una mujer muy especial. Había imbuido a Cavendish de su pasión por construir, y juntos planearon Chassworth, pero él murió antes de completarlo, y debió terminarlo sola. La construcción de esa mansión fue una gran alegría para ella.

Cavendish fue un marido satisfactorio; el único que le dio hijos, por lo que estaba agradecida. ¡Más vidas para gobernar! Más cosas para planear. Tenía tres hijos y tres hijas y estaba decidida a que siguieran el ejemplo de su madre y triunfaran en la vida. Sus hijos eran Henry, el mayor, y luego venían William y Charles; y sus hijas eran Frances, Elizabeth y Mary.

Había persuadido a Cavendish de que vendiera sus propiedades en el sur y comprara tierras en su Derbyshire natal; él lo hizo, y el resultado fue la construcción de Tutbury.

Lamentablemente Cavendish murió, y entonces ella tomó por marido a sir William St. Loe, un caballero de Gloucestershire, quien se mostró tan dispuesto (incluso ansioso) a ser gobernado por su mujer como sus anteriores maridos. Es cierto que hubo algunas cosas desagradables con la familia de él, que decía de ella que era una mujer autoritaria decidida a hacer su voluntad. Bess no les prestó atención; no le interesaba lo que dijeran; en cambio importaba que St. Loe fuera un marido obediente, afectuoso, que la adorara.

Cuando murió todas sus vastas posesiones quedaron en sus manos, y eso volvió a perturbar a la familia. Pero qué le importaba a Bess, si ahora era una de las mujeres más ricas de Inglaterra; y como tal naturalmente buscó a uno de los principales nobles del reino, y encontró a George Talbot, conde de Shrewsbury, que le agradó mucho.

Talbot se comportó exactamente como Bess deseaba. Estaba tan ansioso por casarse que ella podía fingir una cierta indiferencia; y así, antes de que tuviera lugar la boda, logró concertar dos excelentes matrimonios para sus hijos. Su hijo mayor, Henry, se casó con lady Grace Talbot, la hija menor de Shrewsbury… una buena pareja para Henry. Pero Bess nunca se sentía satisfecha cuando veía que su familia podía progresar aún más; y, como George Talbot tenía un hijo soltero, no veía por qué no podía casarlo con una de sus hijas; así Gilbert Talbot, el segundo hijo de Shrewsbury, se casó con la hija menor de Bess, Mary. Un lazo muy satisfactorio entre las dos familias. Una vez celebrados estos dos matrimonios, Bess condescendió a dar su mano a Shrewsbury, fortaleciendo aún más la alianza familiar y satisfaciendo a Bess en arreglar las vidas de los demás.

La unión de Bess y Shrewsbury fue aprobada por la reina Isabel, y sin duda para mostrar su aprobación ahora los designaba guardianes de la reina de Escocia. Por eso Bess, decidida a conservar el favor de la reina, se afanaba dando órdenes en su castillo.

Los viajeros llegarían pronto, aunque el tiempo inclemente era sin duda la razón de su demora. Subió la escalera a los aposentos que había elegido para uso de la reina.

—Mmmm —murmuró con una sonrisa desagradable, porque eran dos habitaciones miserables muy pobremente amuebladas. Había manchas de humedad en la pared, en los lugares donde había entrado la lluvia por el techo roto, y no había tapices ni colgaduras de ningún tipo para cubrir las grietas de las paredes, y el efecto en general era deprimente.

Hasta Bess se estremeció, aunque se enorgullecía de no necesitar estufas y de ser una apasionada defensora del aire libre.

¡Aire libre! El aire en esa habitación no se parecía al aire libre. Ese olor inconfundible venía del vaciadero, que estaba bajo la ventana, y las bacinillas se vaciaban todos los sábados; entonces, por supuesto, el olor era insoportable. Siempre había olor desagradable en esos aposentos; sólo aumentaba cuando se vaciaban las bacinillas.

Pero María pronto se acostumbraría, decidió Bess.

El asunto era que la reina Isabel sabía cómo era Tutbury y había dado órdenes expresas de que llevaran allí a María.

Pero tendrá el paisaje, se dijo Bess. ¿El paisaje? Bien, la reina desde la ventana vería los pantanos; no se los consideraba muy saludables, y sin duda la humedad de Tutbury se debía en parte a ellos, pero el río Dove era bastante bello, y a Bess le gustaba especialmente porque del otro lado veía su amado Derbyshire, y al hacerlo sentía que no estaba lejos de su hogar.

Fue hasta la ventana. El olor del vaciadero la hizo retroceder, pero sin embargo vio un grupo de jinetes en la distancia. Sí, sin duda eso que veía era una litera. La reina viajaría en litera. Por fin se acercaban a Tutbury.

Bess salió de la habitación y se encaminó al vestíbulo. Vio entrar a una de las criadas en una habitación y la llamó:

—Ven aquí, muchacha.

La niña se sobresaltó, pero eso no molestó a Bess. Era la forma en que esperaba que reaccionaran sus sirvientes cuando les prestaba atención.

—¡Ven aquí! —repitió.

La niña se acercó con timidez y al llegar junto a su señora hizo una reverencia. Sus mejillas se habían sonrojado y tenían el color de un melocotón. Era más bien regordeta y más bonita que lo que Bess deseaba que fueran sus criadas.

—Eres Eleanor Britton —dijo, porque se preocupaba por saber los nombres de sus sirvientes, hasta de los más humildes, y pedía informes sobre su eficiencia o su falta de eficiencia a los que podía en niveles superiores. Esta Eleanor Britton era una recién llegada a la casa y pertenecía al personal extra que se había tomado para la llegada de la reina.

—Sí, mi señora.

—¿Y por qué no estás en las cocinas?

—Mi… señora —tartamudeó la muchacha—, me enviaron a preparar una de las habitaciones para los servidores de la reina.

—Ya veo. Creo que milord el conde debe de estar en su habitación. Ve a decirle que la reina llegará muy pronto. He visto a su séquito a poco más de medio kilómetro de distancia.

Eleanor Britton hizo una reverencia y salió rápidamente, encantada de escapar. Una de las principales ocupaciones del personal, tanto hombres como mujeres era evitar atraer la atención de la señora de la casa y, cuando no lograban este propósito, rara vez escapaban sin alguna reprimenda.

Eleanor fue rápidamente a la habitación del conde. Él la hizo entrar cuando llamó, y le encontró sentado en su silla, dormitando. Le habría gustado tenderse en la cama, pero Bess no aprobaba que la gente durmiera durante el día. Era una costumbre perezosa y Bess, que nunca estaba ociosa, deploraba este defecto en otros.

La doncella hizo una cortesía:

—Perdón, milord —dijo—, pero la señora dice… que ya…

Se interrumpió porque no le parecía correcto que un noble recibiera órdenes de su esposa.

George Talbot comprendió lo que la muchacha sentía y sonrió débilmente, y como la muchacha era inteligente y perspicaz la miró con interés y advirtió el color de sus mejillas y la suavidad de su piel.

Ella era muy joven, por supuesto, poco más que una niña, más joven que sus propias hijas. Una criatura bonita.

—¿Cuáles son las órdenes de mi esposa? —preguntó con suavidad.

—Milord… mi señora ha visto llegar al grupo de la reina. Dice que están a poco más de medio kilómetro de distancia.

Talbot se puso de pie.

—Ah, ¿sí? —dijo. Y fue hacia la muchacha, sonriendo.

Ella hizo una profunda reverencia y preguntó con voz asustada:

—¿El señor desea algo más?

—No debes tener miedo, ¿sabes? —dijo él—. No hay nada que temer. Lo dice el conde de Shrewsbury.

Entonces ella se preguntó por qué diría él semejante cosa a una criada; era muy raro. ¿Por qué lo había hecho?, se preguntó él. ¿Sería porque la muchacha parecía incómoda al tener que llevarle uno de los perentorios mensajes de Bess? ¿Era porque él notaba que su reciente encuentro con Bess la había aterrorizado? ¿O porque parecía tan joven y bonita y tan asustada?

Siguiendo un impulso dijo:

—¿Cómo te llamas? Creo que nunca te he visto antes.

—Soy Eleanor Britton, señor.

—Bien, Eleanor, sigue tu camino. Le diré a la condesa que me has dado el mensaje.

—Gracias, milord.

Le miró rápidamente y se marchó.

El conde bajó al vestíbulo, donde su esposa esperaba ya para recibir a la reina de Escocia.

María se sentía abatida mientras cabalgaba hacia Tutbury. Había sido un viaje cansado y tedioso, y habían pasado casi ocho días desde que saliera de Bolton. Pero no fue un viaje sin acontecimientos. Lady Livingstone, que había estado enferma antes de partir, empeoró durante el viaje por esos caminos cubiertos de hielo; y en cuanto a María, sentía los brazos y las piernas rígidos de frío, y cuando trataba de moverlos la invadía un terrible dolor.

Pasaron la primera noche en Ripon y, como María y lady Livingstone se sentían tan mal, fue imposible partir al día siguiente. Knollys y Scrope, pensando que si se demoraban más Isabel los acusaría de prolongar deliberadamente el viaje que obviamente no habían deseado hacer, aseguraron a María que sólo le darían un día para descansar.

Así que hubo un día de descanso, que María pasó en su habitación, escribiendo cartas; y durante la segunda noche que pasó en Ripon escuchó los aullidos del viento y tuvo miedo de ponerse de nuevo en marcha al día siguiente.

Mientras cabalgaban desde Ripon a Wetherby, María fue sorprendida por un mendigo que se arrojó al paso de su litera a pedir limosna.

Knollys y Scrope fruncieron el ceño y los guardias le obligaron a alejarse, pero María no lo toleró y dijo:

—El cielo sabe cuánto sufrimos, pero tenemos una mínima comodidad. Compadezco a los que no tienen hogar en días como éste.

Se volvió hacia el hombre.

—Buen hombre —dijo—, tengo poco para ofrecerte pero te daría más si pudiera.

Mientras tomaba una moneda de su bolso, el mendigo acercó su cabeza a la de ella y susurró en una voz que no se parecía a la de un pordiosero, hasta el punto de que María tuvo que hacer un esfuerzo para no demostrar su desconcierto:

—Vuestra Majestad, estoy aquí por orden de milord de Northumberland. Os dice que tengáis ánimo. Quiere que os diga que estará en contacto con vos en Tutbury. Tiene planes… y hay hombres influyentes que están dispuestos a apoyarle.

Incidentes como este siempre podían levantar el ánimo a María; disimuladamente se quitó un anillo de oro y esmalte y lo puso en la mano del hombre, con estas palabras:

—Lleva esto a tu amo. Dile que espero que cumpla su promesa.

El mensajero de Northumberland se alejó de la litera y durante el resto de ese día María apenas sintió sus incomodidades; se dijo que, como tenía amigos nobles e influyentes en Inglaterra lo mismo que en Escocia, no podía seguir siendo prisionera mucho tiempo.

Pero más tarde, cuando llegaron al castillo de Pontecraft, donde debían pasar la noche, ni siquiera el recuerdo del mensaje de Northumberland pudo evitar la depresión que la invadió al entrar al lugar de la tragedia; al contemplar las altas paredes flanqueadas por siete torres, el profundo foso y el puente levadizo, no pudo dejar de temblar al pensar en Ricardo II.

—Ay, Seton —dijo, cuando estuvieron alojadas en el aposento que pusieron a su disposición—. No querría quedarme mucho tiempo en este lugar. Prefiero enfrentarme al viento a vivir dentro de estas paredes.

—Vuestra Majestad debe tener cuidado de no demostrar su rechazo; de otro modo…

María terminó la frase por ella:

—Mi querida prima y hermana podría tratar de dejarme prisionera aquí. Sí, tienes razón, Seton. Tendré cuidado.

La noche que pasó entre estas paredes estuvo llena de ansiedad. María soñó que estaba presa en los terribles calabozos que, según le habían dicho, no tenían otra entrada que una trampa en el techo y de los cuales era imposible escapar.

¡Escapar! Su mente siempre estaba ocupada con la idea de escapar. Y esa noche era como si el fantasma de Ricardo II, que había encontrado su misteriosa y sangrienta muerte dentro de estas paredes, fuera a ella y le advirtiera que escapara de esta prisión… de cualquier prisión donde quisiera encerrarla la reina de Inglaterra.

Qué alivio recomenzar el viaje; pero la depresión volvió a invadirla cuando, en Rotherham, la enfermedad de lady Livingstone empeoró y todos estuvieron de acuerdo en que no le era posible proseguir; pero como Knollys y Scrope habían decidido no demorarse más, lady Livingstone quedó atrás mientras los demás seguían viaje.

A María le dolía la cabeza; sentía los brazos y las piernas entumecidos y doloridos; pero podía viajar, y eso era suficiente.

No podía apartar sus pensamientos de su querida amiga lady Livingstone mientras proseguía su camino y cuando pasó la noche siguiente en una mansión cerca de Chesterfield. Fue una experiencia agradable después de lo que había visto en Pontecraft; ésta era una casa de campo mucho más sencilla, atendida por una amable dueña de casa, lady Constance Foljambe, que estaba decidida a brindar todas las comodidades posibles a la reina de Escocia.

A la mañana siguiente, cuando María dijo adiós a lady Foljambe, le agradeció cálidamente su hospitalidad y dijo que le habría gustado quedarse allí como huésped suya.

—Nuestra casa siempre estará a disposición de Vuestra Majestad —respondió lady Constance; y había compasión en su rostro. Sabía lo que la reina encontraría en Tutbury.

María vio el castillo a lo lejos.

Levantado en una peña de roca rojiza, era imponente, y se veía que era casi inexpugnable porque, rodeado por un foso ancho y muy profundo, era una fortaleza natural. María temblaba y, no sólo de frío, al acercarse.

El grupo cruzó el puente levadizo, el único medio de entrar en el castillo, y María advirtió que la artillería apostada en las torres junto a la puerta haría difícil una fuga.

Esto la hizo pensar en Willie Douglas y se preguntó dónde estaría ahora y si alguna vez estaría con ella en Tutbury. Si así era, María estaba segura de que comenzaría a planear su huida.

El conde y la condesa de Shrewsbury esperaban para recibirla. María advirtió con alivio que el conde tenía un rostro bondadoso y que se sentía un poco violento por tener que recibirla como prisionera. Era un hombre de unos cuarenta años. Y estaba su esposa. María no se sentía segura de la condesa, que parecía tener unos diez años más que su marido, una mujer indudablemente atractiva; pero había algo severo en sus rasgos que era perturbador. Cuando se acercaron a hacer sus saludos y cortesías, a María se le ocurrió que la condesa no era el tipo de mujer de quien le habría gustado ser amiga.

—Espero que Vuestra Majestad esté cómoda en Tutbury —dijo el conde, casi como disculpándose.

—Nos ocuparemos de que Vuestra Majestad esté cómoda en Tutbury —afirmó rápidamente la condesa.

—Muchas gracias. Ha sido un viaje largo y cansador y estoy agotada.

—Entonces permitidme que os conduzca a vuestros aposentos —dijo la condesa—. Allí podréis descansar un rato, y haré que os lleven comida.

—Sois muy amable, os lo agradezco —respondió María.

La condesa subió con María la fría escalera de piedra.

Le asignaron dos habitaciones, una sobre la otra, comunicadas por una corta escalera en espiral.

En la habitación de abajo María miró a su alrededor con desagrado. Advirtió las paredes húmedas y agrietadas y empezó a sentir el frío del lugar.

—Quizá Su Majestad prefiera la habitación de arriba —dijo rápidamente la condesa; y subieron la escalera.

María vio el techo abovedado con manchas de humedad que también corría en gotas por las paredes; sentía el viento helado que soplaba por las rendijas y la puerta. Fue hasta una de las pequeñas ventanas en las gruesas paredes y contempló el paisaje sombrío y nevado.

De pronto frunció la nariz con disgusto.

—¿Qué es este olor? —preguntó.

Bess olió y la miró con rostro inexpresivo.

—Yo no percibo nada especial, Vuestra Majestad.

—Es muy desagradable, Seton, ¿qué es?

Seton, que miraba por la otra ventana, se volvió y dijo:

—Parece, Vuestra Majestad, que el vaciadero está debajo de esta ventana.

María parecía enferma, y por cierto que así se sentía.

—Uno se acostumbra pronto al olor, Vuestra Majestad —la consoló Bess.

—Yo nunca me acostumbraré.

—Aseguro a Vuestra Majestad que sí. Es aconsejable que los sábados, cuando se vacían las bacinillas, os mantengáis alejadas de las ventanas. Ese día el hedor es realmente fuerte.

María se cubrió los ojos con un gesto de horror y Seton se volvió hacia la condesa.

—Su Majestad está muy cansada La ayudaré a acostarse. Quizá podríais enviarle comida.

Bess hizo un gesto de asentimiento.

—Si eso es lo que desea Vuestra Majestad, lo haremos enseguida. Quiero que esté cómoda aquí.

Y entonces salió de la habitación. María no la miró; estudiaba su nueva prisión con el corazón desolado.

Fue imposible entrar en calor durante esa primera larga noche.

—Ay, Seton, Seton —gemía María—. Esto es lo peor que nos ha sucedido.

Seton la había cubierto con todas las ropas que encontrara, y estaba junto a ella para darle calor. Había visto temblar a María durante el viaje, y ahora seguía temblando, y eso la preocupaba.

—El tiempo es muy frío —dijo Seton con tono tranquilizador—. Esto no puede durar. Además creo que el conde y la condesa no estaban preparados para nuestra llegada.

—Creo que estaban bien preparados, Seton. ¿Quieres que te diga qué más pienso? Isabel ya no finge que soy su huésped. No soy más que una prisionera de estado. Ya ves, no han tenido que hacer preparativos especiales para mi llegada. Pueden ponerme en habitaciones húmedas, frías y malolientes. No tiene importancia porque yo no tengo importancia.

—No es así, Vuestra Majestad. Estoy segura de que, si hablo con ellos y les digo que necesitáis cierta comodidad, estarán dispuestos a brindárosla.

—El conde parece amable —admitió María.

—Y la condesa también —agregó Seton—. Parece dura al hablar, pero estoy segura de que tiene buen corazón. Veré lo que podemos lograr mañana. Entonces os sentiréis mejor.

—Ay, sí, Seton. Me sentiré mejor.

—No olvidéis el mensaje de Northumberland.

—Tienes razón, Seton. Tengo algunos buenos amigos en Inglaterra. Norfolk no me olvidará. Ni Northumberland.

—Mañana todo parecerá diferente —dijo Seton.

Pero tardaron mucho tiempo en dormirse.

Al día siguiente María no estaba lo bastante bien como para levantarse de la cama. Tenía fiebre y le dolían los brazos y las piernas.

Seton anunció que la reina pasaría el día descansando, y sus damas entraron en su habitación y sacaron algunos de los tapices que habían traído de Bolton. Eran inadecuados para cubrir todas las paredes agrietadas, pero mejoraban un poco el aspecto de la habitación, y María se sintió feliz de tenerlos, y también de ver a sus damas.

Knollys y Scrope fueron a despedirse de ella y ella lamentó profundamente que se marcharan. Envió afectuosos mensajes a Margaret Scrope a través de su marido y lamentó ver tan triste a Knollys. ¡Pobre Knollys! El suyo no era un destino envidiable. Había perdido a la esposa que amaba y el favor de la reina al mismo tiempo. Pero había sido un carcelero bondadoso. María siempre le recordaría.

—Confío en que Vuestra Majestad se sentirá bien bajo el cuidado del conde y la condesa —dijo Knollys.

—Gracias —replicó María—. Espero que hayáis explicado al conde que se me conceden ciertos privilegios… por ejemplo, tener mis propios servidores y que mis amigos me visiten cuando vengan a Tutbury.

Knollys respondió gravemente:

—El conde establecerá sus propias reglas, me temo, Vuestra Majestad. Ya sabéis que las mías y las de lord Scrope no se consideraron correctas.

—Ya es bastante malo vivir en esta prisión fría y sombría y soportar ese perpetuo olor. No sé cómo seguiré viviendo aquí si me quitan esos pequeños privilegios.

—Hablad con el conde sobre estos asuntos —aconsejó Knollys.

—No con la condesa —agregó Scrope.

—Por cierto yo debería hablar con el conde, supongo que está a cargo del lugar.

Scrope y Knollys intercambiaron miradas, y Scrope dijo:

—Es sabido que Bess de Hardwick siempre manda en el lugar donde se encuentra.

María sonrió.

—Creo que lograré ganar su amistad —respondió con tono confiado.

Scrope y Knollys se marcharon. María los oyó irse pero no fue a la ventana a mirarlos. Se sentía demasiado sensible, demasiado cansada y sabía que tenía fiebre.

Durante la primera semana en Tutbury, María apenas se levantó de la cama, pero la fiebre desapareció; sufría aún mucho por las corrientes de aire, aunque imaginaba haberse acostumbrado al olor. Había visto poco al conde y a la condesa; sus sirvientes le traían la comida, de la que comía muy poco, y la cuidaban lo mejor posible. María suponía que el conde y la condesa esperaban que se levantara de la cama, o quizá recibir instrucciones de Isabel.

Un día, cuando el viento era menos intenso, llegaron varios caballos muy cargados al patio. Eleanor Britton, que los había visto llegar, corrió a descubrir qué eran.

Un hombre saltó de su mula y la llamó:

—Eh, muchacha. Llévame sin demora ante el conde de Shrewsbury.

—¿Quién eres? —preguntó Eleanor.

—A ti no te importa, niña. Haz lo que te he dicho.

—Pero debo decir quién eres —insistió Eleanor.

—Entonces puedes decir que venimos por el asunto de la reina.

Eleanor, muy impresionada, entró corriendo al castillo, ansiosa de llevar este mensaje al conde antes que algún otro pudiera hacerlo. Ya habían aparecido algunos criados que hacían preguntas a los recién llegados.

Eleanor no fue a los aposentos de la condesa, aunque debía pasar frente a ellos para llegar a los del conde. Era mucho más fácil hablar con el conde que con la condesa, porque era un hombre bondadoso y tenía una sonrisa que parecía decir que sabía que existía aunque sólo fuera una humilde criada. Mientras que la condesa… Bien, nadie hablaba con la condesa si podía evitarlo.

El conde estaba en sus habitaciones, solo, de manera que Eleanor no tuvo que transmitir sus información a otro sirviente.

—Milord —tartamudeó—, hay unos hombres en el patio con caballos cargados. Vienen por el asunto de la reina.

El conde avanzó hacia ella y se quedó mirándola como si no hubiera oído bien lo que decía.

—El asunto de la reina, milord —repitió la muchacha.

—¿Y vienen muy cargados? —preguntó; y luego de pronto sonrió—. Ah, si es lo que creo, me alegraré mucho.

—Sí, milord.

Él extendió una mano como para cogerla por un hombro, pero cambió de idea y la dejó caer a un costado.

—Cosas que consolarán a la reina de Escocia —murmuró—. Pobre señora, temo que sufre mucho el frío. Yo las mandé pedir pero no esperaba recibirlas tan pronto.

Eleanor sonrió con él. Era agradable sentir que compartía un secreto con él. Qué extraño que le hubiera dicho qué traían los mensajeros…

—Ven —dijo él—, bajaremos a ver lo que han traído y luego, hija mía, me ayudarás a llevarlo a los aposentos de Su Majestad.

Le hizo una señal de que avanzara primero. Era una extraña sensación caminar seguida por el conde, que, sentía la muchacha, estaba muy cerca de ella. Los demás lo juzgarían extraño. ¡Y si los veía la condesa!

Eleanor apresuró el paso y muy pronto llegó al patio donde ahora se habían reunido varios sirvientes. Estaban hablando, hasta que vieron al conde y guardaron silencio. Pero no se dieron cuenta de que había bajado con Eleanor.

El conde pidió permiso para entrar en los aposentos de la reina.

—Traigo buenas noticias a Vuestra Majestad —anunció—. He mandado pedir a Su Majestad, la reina Isabel, algunos objetos para vuestra comodidad. ¿Puedo hacerlos subir?

—Es una noticia muy buena, milord —replicó María—. Por favor, hacedlos traer enseguida.

El conde se volvió e hizo una señal a los sirvientes para que llevaran los paquetes.

—Vienen del guardarropa real de la torre de Londres, creo, Vuestra Majestad; y, si es lo que pedí, espero que os agrade.

María llamó a sus mujeres cuando llegaron los paquetes, y ellas ayudaron a abrirlos.

Había varios tapices forrados.

María batió palmas.

—Quiero colgarlos enseguida —gritó—. Así no habrá tantas corrientes de aire.

Seton los extendió y vio que no sólo eran útiles sino también decorativos, y que representaban la historia de Hércules. Además había cuatro edredones de plumas con almohadones.

—¡Ya siento más calor con sólo mirarlos! —exclamó María.

Esto no era todo. Había más tapices… un juego que representaba la historia de la Pasión, almohadones, butacas y alfombras turcas. Hasta había ganchos y varas para colgar los tapices.

María se volvió hacia el conde, con el rostro radiante.

—¿Cómo puedo daros las gracias? —preguntó.

Él sonrió.

—Vuestra Majestad, me apenaba que vinierais a Tutbury, que, como sabéis, está mal equipado para recibiros. Cuando supe que vendríais aquí, pedí que os procuraran estos objetos. Sólo lamento que hayan tardado tanto en llegar. El mal estado de los caminos ha sido la causa.

—Por cierto que ahora dormiré más cómoda —dijo ella—, y os lo agradezco mucho.

Todos los que estaban en la habitación miraban ahora hacia la puerta que había quedado abierta. Allí estaba la condesa.

María dijo:

—Querida condesa, estoy agradecida a vuestro esposo. Debo agradeceros a vos también, lo sé. Estas cosas me harán sentir mucho más cómoda.

La condesa entró en la habitación. Eleanor, que la miraba, pensó: no lo sabía. Él lo hizo sin consultarla.

No se atrevía a mirar al conde; sentía que su rostro debía expresar temor, y no quería verlo. Pensó que él había sido muy valiente al hacer eso sin decírselo. Cualquiera debía ser muy valiente para enfrentarse con ella.

—Me alegro de que esto agrade a Vuestra Majestad —respondió la condesa, examinando con su mirada dura los tapices, los cubrecamas, las alfombras y todos los muebles.

—¡Qué diferencia! —suspiró María—. Realmente creo que no podría haber soportado el frío sin algo que detenga las corrientes de aire.

—¿Los sirvientes os atienden bien?

—Sí, gracias.

—Entonces el conde y yo os pedimos permiso para retirarnos.

—Por supuesto.

La condesa miró al conde con ojos inexpresivos. Hizo una reverencia y el conde también saludó a la reina.

Mientras salían juntos, Eleanor quería murmurar: no hay que tener miedo de ella. Vos sois el conde. Tenéis que decírselo.

Cuando llegaron a sus aposentos, Bess se volvió hacia su marido; ahora sonreía porque se enorgullecía de controlar totalmente sus sentimientos.

—¿De manera que tú mandaste pedir esas frivolidades para la reina?

—Me pareció que eran necesarias para la comodidad de nuestra huésped.

—Me atrevo a jurar que si Su Majestad lo hubiera creído necesario las habría enviado sin que se las pidieran.

—Ella no sabe cuán poco acogedor puede ser Tutbury.

Hubo un breve silencio en que Shrewsbury pensó en su primera esposa, Gertrude, la hija mayor del conde de Turland. ¡Qué delicada era! Comenzaba a recordarla con pena cada vez mayor.

—Espero que la reina no piense que sigues el camino de Knollys y Scrope.

—¿Porque pido una alfombra, una cama y algunas colgaduras para evitar las corrientes de aire?

Bess dejó escapar una risa dura.

—Nuestra reina conoce la reputación de María —dijo—. Se dice que embruja a todos los hombres que ponen sus ojos en ella. ¿Es este el comienzo del embrujo?

—Tonterías —replicó el conde—. La pobre mujer está enferma. Su Majestad no estaría muy complacida si se dijera que murió por abandono.

Bess asintió lentamente con la cabeza.

—Entonces, sin consultarme, enviaste pedir cosas para ella. —Dejó escapar nuevamente su risa dura. Enlazó el brazo del marido con el suyo y sonrió—. George —continuó—, creo que, considerando la desgracia de Knollys y Scrope, debemos tener cuidado. Por supuesto, si ella está en peligro de morir por abandono, yo me ocuparé de que eso no suceda. Quizá sería mejor que dejaras en mis manos esos asuntos. Nadie podrá acusarme de ser embrujada por el encanto de la reina de Escocia, me imagino.

Shrewsbury comenzaba a odiar esa risa fría. Lo que su mujer decía era: la próxima vez deja todo en mis manos. Soy yo quien toma las decisiones aquí.

Se alegró de haber procurado esas comodidades antes de que ella tuviera oportunidad de interferir. Luego, mientras contemplaba su rostro atractivo y dominante, pensó en Eleanor Britton, lo cual parecía inexplicable. Es el contraste, se dijo. Una es arrogante. La otra tímida. Pero por supuesto que Eleanor Britton debía ser tímida. ¿Acaso no era una criada?

Ocurrieron dos cosas agradables poco después de la llegada del envío de la torre de Londres.

Lady Livingstone, que había estado tan enferma durante el viaje, se recuperó y fue a Tutbury. María, que pensaba que tal vez no volvería a ver a esta querida amiga, se llenó de alegría.

Pero lady Livingstone quedó consternada ante el aspecto de la reina.

—¡Yo me he recuperado más rápido que Vuestra Majestad! —dijo, espantada.

—Ah —rió María—. Pero es que no has estado en Tutbury. —De pronto se puso seria—. No debes quedarte aquí. Es un lugar infecto. A veces el olor es intolerable. ¿Por qué no vuelves a Escocia? Aún tengo amigos allí, y tú y tu marido podríais volver y vivir cómodamente.

—¡Y abandonaros!

—Querida amiga, no sé cuánto tiempo estaré aquí. A veces pienso que serán años.

—Entonces seguiremos prisioneras durante años, así sea.

María abrazó a su amiga.

—Me parece muy bien —replicó— tener a una Livingstone conmigo. En mi juventud fue tu cuñada, Mary. Aún estaría conmigo, como Seton, si no se hubiese casado. Pero si en algún momento esto te resulta demasiado, no debes vacilar en volver a Escocia.

—Algún día iremos juntas —fue la respuesta.

Poco después un joven pidió permiso para entrar en sus habitaciones. En los primeros segundos no le reconoció. Luego gritó de alegría:

—¡Willie!

Willie Douglas hizo una reverencia y, cuando la luz le iluminó el rostro, María vio qué delgado estaba.

—¡Ay, Willie, Willie! —le tomó en sus brazos y le oprimió contra ella—. Qué alegría me das.

—Y vos a mí, Vuestra Majestad.

—Has sufrido desde que te vi por última vez, Willie.

—Ah, sí.

María le apartó de ella y le puso las manos sobre los hombros, para estudiar su rostro.

—Pero ahora estás de vuelta, gracias a Dios —le llevó con ella a uno de los asientos que habían sido enviados desde la torre de Londres y le pidió que se sentara.

Él le contó que había viajado sin problemas hasta Londres, había recibido su pasaporte y estaba preparado para dirigirse a la costa y a Francia. Pero, mientras caminaba por una callejuela de Londres, donde se había alojado temporalmente, le capturaron.

—Me atraparon por detrás, Vuestra Majestad, y nunca les vi la cara. Yo caminaba por una callejuela donde las calles parecían juntarse en la parte superior cuando me atacaron. Desperté en un sótano oscuro, golpeado y con la cabeza sangrando. Había perdido todos mis papeles. Entonces supe que me habían robado. Allí quedé durante días y noches, pero no tenía medio de saber cuántos. Pero por fin vinieron a buscarme… hombres rudos que nunca había visto antes. Me encadenaron y me pusieron sobre una mula, y supe que veníamos hacia el norte. Pensé que me traían de nuevo a vos, pero pronto comprendí que era un error. Me llevaron a un lugar como un castillo y me pusieron en una celda allí. Había barrotes en la ventana y de vez en cuando me arrojaban una corteza de pan y un jarro de agua. Aparte de eso mis únicos compañeros eran las ratas y las cucarachas.

—¡Mi pobre Willie! ¡Tuve pesadilla contigo! Sabía que algo terrible te había sucedido. Por eso pedí al rey francés que ordenara a su embajador que averiguara lo que había sido de ti. Debes de haber pasado muchas semanas en esa prisión. —María pensaba: si no hubiera sido por mis amigos franceses, allí hubieras quedado por el resto de tu vida, y eso para Willie, en esas condiciones, no habría significado mucho más de un año.

—Yo me quedaba tendido allí pensando cómo salir —proseguía Willie—: no parecía haber forma alguna, pero yo trataba de imaginar algo. Luego ya no podía caminar muy bien y sólo podía pensar cuándo recibiría mi próxima ración de pan y agua.

—Me temo que has sufrido mucho por mí, Willie.

Él volvió a sonreír como en los viejos tiempos.

—Ah, sí —murmuró.

Pero ella sabía que jamás volvería a ser el chiquillo divertido que era cuando salió hacia Londres. Willie había crecido mucho desde la última vez que le viera.

Lord Herries llegó a Tutbury desde Londres con los que habían actuado como delegados en la conferencia. Su expresión era grave, porque había visto el deterioro de la posición de María desde la conferencia.

En la pequeña reunión celebrada en esos aposentos malolientes, Herries declaró:

—No podemos continuar de esta manera. Debemos tratar de sacar a Vuestra Majestad de Inglaterra. No creo que sirva de nada que permanezcáis aquí.

—¿Pero cómo puedo marcharme? —quiso saber María.

—Sólo a través de una petición de vuestros nobles escoceses. No creo que Isabel se arriesgue a la guerra. Moray es su aliado; debemos deponerle, a él y a su partido, y, una vez hecho eso, ya no será una excusa para reteneros aquí.

—¿Qué proponéis?

—Que yo vuelva a Escocia con mi cuñado, Cockburn.

—Entonces perderé a dos de mis fieles amigos.

—No los perderéis, Vuestra Majestad. Pero permitidles que sean más útiles a vuestra causa. Livingstone y Boyd estarán aquí para aconsejaros; y el obispo de Ross puede actuar como enviado vuestro ante la corte de Isabel. Yo opino que esa es la mejor forma en que podemos serviros.

—Estoy segura de que tenéis razón —respondió ella—. Ah, mi querido amigo, os pido una cosa: ayudadme a salir de este horrible lugar, porque creo que no duraré mucho tiempo aquí. Debo irme pronto de aquí caminando o me sacarán de aquí en un ataúd.

Herries le rogó que no desesperara, pero él mismo estaba muy ansioso, porque veía cómo la afectaba el lugar; María aún no se había recuperado del largo viaje por los campos helados desde Bolton.

Herries y Cockburn partieron unos días después. María los miró desde su ventana hasta que desaparecieron. Herries había sido su fiel amigo y, en cuanto a Cockburn, su mansión y su casa de campo de Skirling habían sido completamente destruidas por Moray en venganza por ser amigo de la reina de Escocia.

María bordaba tapices con sus mujeres; a veces cantaba o tocaba el laúd. Pero cada día se cansaba más fácilmente, y sus amigos la miraban con temor. El conde habló con la condesa.

—Estoy preparado —dijo—. Su salud no mejora y podría caer mortalmente enferma.

—Tonterías —replicó Bess—. Sólo necesita adaptarse. ¡No hace otra cosa que divertirse! Mírame a mí. Piensa en lo que yo hago. Tengo muchos más años que ella.

—Creo que los rigores de Tutbury no le sientan bien.

—Nosotros vivimos en Tutbury, ¿verdad? Admito que no es la más acogedora de nuestras casas… pero no hay nada que pueda dañar a una persona en el mal olor. Si tuviera más cosas que hacer, estaría bien.

Alguien golpeó a la puerta, y cuando Bess preguntó quién era entró Eleanor.

Miró con temor a la condesa, pero su atención se centró en el conde.

—¿Bien, muchacha? —preguntó Bess con dureza.

—Mi señora, hay un mensajero abajo. Pregunta por el conde.

—Lo veré sin demora —respondió Bess—. Envíamelo a mí.

Eleanor hizo una reverencia y se retiró; volvió poco después con el mensajero. Bess extendió imperiosamente la mano para que le entregara los documentos que traía.

—Lleva a este hombre a la cocina y ocúpate de que le den de comer y beber —ordenó a Eleanor, quien, haciendo otra reverencia, percibió que el conde la miraba y se sonrojó profundamente.

Bess estaba demasiado ansiosa examinando los documentos como para percibir la conducta de su criada.

—Órdenes de la reina —anunció, y el conde fue a situarse a su lado y mirar sobre su hombro.

—¡Ah! —prosiguió Bess—. De manera que hay sospechas de que sus amigos proyectan una huida. Ya ves lo que has hecho demostrando tu deseo de mimarla. Has despertado las sospechas de la reina. Creo, George Talbot, que tendremos que andar con mucho cuidado si no queremos vernos en desgracia junto con Scrope y Knollys.

—¿Qué requiere Su Majestad?

—Que Boyd y el obispo no permanezcan con ella ni vengan a verla. Deben ser exiliados ya mismo a Burton-on-trent.

El conde suspiró. ¡Pobre reina María! Otro golpe para ella.

El conde se encontró con Eleanor Britton en la escalera, cerca de los aposentos de la reina.

Ella se sonrojó e hizo una reverencia.

—¿Entonces sirves a la reina de Escocia? —preguntó.

—Ayudo a sus sirvientes, milord —respondió rápidamente—. Son órdenes de la condesa.

Él asintió.

—Pobre señora, temo por su salud.

—No es feliz en el castillo de Tutbury, milord.

—¿Ella te lo ha dicho?

—Todos sabemos que es así, milord.

Hubo un silencio muy breve, y los dos se sintieron unidos por su simpatía hacia la reina de Escocia. Esta joven, pensó George Talbot, percibe el encanto de la reina como Bess jamás podría. Pero, por supuesto, Bess nunca ha visto a la gente o a las circunstancias según sus propios ojos: para ella era imposible ponerse en el lugar de otro.

—Me gustaría poder trasladarla a un lugar más sano —dijo él, como si hablara consigo mismo.

—Sí, milord. —La muchacha le miraba con una expresión extraña en los ojos. ¿Le decía acaso que era el señor de Tutbury, el primer guardián de la reina? Ella le hacía sentir fuerte, más poderoso de lo que se había sentido en mucho tiempo, sin duda desde que pretendiera a Bess de Hardwick como esposa.

El conde siguió su camino, pero no podía apartar a la criada de sus pensamientos. Era joven, poco más que una niña, sin duda virgen. No lo sería durante mucho tiempo, quizá. Ni siquiera Bess podía impedir que los criados y las criadas tuvieran relaciones entre ellos.

Le irritó que una muchacha tan joven estuviera expuesta a semejante contaminación.

Qué curioso era sentir semejante preocupación por una criada… y por una reina. Le hacía un efecto extraño. Fue directamente a sus aposentos privados y allí escribió una carta a Isabel de Inglaterra, en la que le decía que temía por la vida de María, la reina de Escocia, si permanecía en Tutbury. ¿Su Majestad permitiría que la trasladaran a su propiedad cercana a Wingfield Manor, donde seguramente la salud de la reina de Escocia mejoraría?

Despachó la carta, sin decir nada a Bess de lo que había hecho.

Bess entró como una tromba en la habitación de su marido y con un airado gesto de su mano despidió a los sirvientes.

Cuando estuvieron solos, le mostró una carta y gritó:

—Su Majestad escribe que, en respuesta a tu carta, acepta que la reina sea trasladada a Wingfield Manor hasta recibir nuevas órdenes.

—Ah, me alegro. Es lo que la reina María necesita.

—¿Entonces escribiste a Isabel?

Auque el conde había ensayado esta escena muchas veces, sabiendo que era inevitable, ahora había llegado el momento de enfrentarse a Bess, y le resultaba difícil hacerlo.

Tartamudeó:

—Pensaba que a la reina no le gustaría que María muriera de su enfermedad poco después de ser puesta bajo nuestro cuidado.

—¡Morir! —resopló Bess—. Aún le quedan muchos años de vida.

Pero no pensaba en la reina de Escocia y su dilema; estaba asombrada de ser desafiada por un marido desobediente.

Prosiguió:

—¿Crees que fue correcto sugerir este traslado?

—Fue correcto y humano —respondió firmemente el conde.

—La reina tendrá una pobre opinión de nosotros si continuamente le presentamos quejas.

—La reina nos conoce bien a los dos. Hace mucho que se ha formado una opinión de nosotros.

—Nos eligió para esta tarea, y es algo que podemos llevar a cabo sin problemas, si somos sensatos y no nos dejamos engañar por las artimañas de alguien que, según entiendo, sólo necesita sonreír a un hombre para que éste la obedezca.

—No ha tenido mucho éxito en hacer que los hombres la obedezcan, pobre señora.

—¡Pobre señora! ¡No tan pobre! La atienden en todo. Me sorprende, George, que hayas dado este paso sin consultarme.

Él se encogió de hombros.

—Bien —dijo con suavidad—, ya está hecho. Lo que debemos hacer ahora es prepararnos para ir a Wingfield Manor.

Bess le miraba de soslayo. Pensaba que él siempre obedecería sus deseos, como sus tres maridos anteriores. Era desconcertante descubrir que afirmaba su independencia. ¿Qué podía significar esto?

¿Estaría un poco enamorado de la reina de Escocia? Había que tener cuidado. Bess era una mujer que exigía afecto y devoción de su marido, además de obediencia. No permitiría que se dijera que Shrewsbury había dejado de ser un marido devoto cuando la reina de Escocia se instaló bajo su techo.

Esa mujer podía embrujar a otros hombres, pero Bess estaba decidida a que nunca embrujara a George Talbot, conde de Shrewsbury.