5.- Bolton

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Bolton

María sintió grandes temores al ver por primera vez el castillo de Bolton. Estaba en la hermosa Wensleydale, en la parte norte de Yorkshire, y era realmente una fortaleza; María no se sorprendió del comentario de Knollys de que era el castillo amurallado más grande que había visto.

Tres días antes, sin desearlo, había partido de Carlisle. ¡Con cuánta alegría lo habría hecho si le hubieran indicado ir hacia el sur, hacia la corte de la reina de Inglaterra! Pero María conocía las razones de este traslado. Iría hacia el norte, en dirección a Escocia, donde no podría comunicarse con los lairds leales que planeaban la forma de hacerle recuperar su posición y llevarla de vuelta a los suyos.

Lord Fleming había vuelto a Carlisle antes de la partida de María; Isabel se negó a otorgarle un salvoconducto para ir a Francia, pero María tenía razón al creer que no se lo negarían a George Douglas. A éste le permitieron ir, ostensiblemente para formar allí su hogar y para ver a la heredera a quien le habían prometido. Lord Fleming había vuelto a Escocia, con el objeto de visitar primero Dumbarton, esa fortaleza leal, y luego reunir sus fuerzas con las de Argyle y Huntley.

Antes de salir de Carlisle María envió a algunos de sus seguidores de regreso a Escocia. Entre ellos el enérgico lord Claud Hamilton, porque comprendía que él habría de ser prisionero en Inglaterra; estos fieles amigos serían más útiles a su causa en Escocia, donde cada día había más hombres que se unían a Huntley.

De modo que el grupo que salió de Carlisle tenía varios miembros menos. Willie Douglas cabalgaba junto a la litera de María y amenazaba con desenvainar su enorme espada si trataban de moverle de allí. Ahora que George se había ido dijo que se haría cargo de sus obligaciones como de las propias, y que María nada debía temer mientras los Douglas estuviesen con ella.

María estaba agradecida a Willie, porque siempre lograba hacerla sonreír y era mucho más fácil reconciliarse con su destino si podía hacerlo.

El viaje desde Carlisle duró dos días y dos noches. Pasaron la primera noche en el castillo Lowther, donde María fue tratada con respeto y simpatía (que agradecía) por toda la familia Lowther; pasó la noche siguiente en Wharton y al día siguiente llegó al castillo de Bolton.

El castillo estaba construido alrededor de un gran patio y, como estaba en lo alto de una colina, brindaba a sus ocupantes el hermoso espectáculo de la campiña que lo rodeaba, que en esa época del año era sorprendentemente hermosa.

Lady Scrope esperaba para recibir a María, y fue un gran placer, porque María le había tomado simpatía desde que la conociera en Carlisle; además esta dama era la hermana del duque de Norfolk, quien, durante su entrevista con María, logró transmitirle, entre sus galanterías, su deseo de ayudarla.

—Es un placer encontrarte nuevamente —declaró María.

Lady Scrope hizo una profunda reverencia y dijo que se sentía honrada por tener el placer de recibir a Su Majestad de Escocia.

La condujo al castillo, donde, observó María, había pocos muebles; María percibió que lady Scrope estaba un poco preocupada por su comodidad.

Lady Scrope expresó con su mirada que se sentía muy gratificada de ser considerada amiga suya, y María se sintió mejor. Los amigos eran más importantes para ella que los hermosos tapices.

En el camino a las habitaciones que habían preparado para ella en la parte sudoeste de la casa, lady Scrope le mostró el gran reloj del que la familia estaba tan orgullosa, porque no solamente daba la hora sino también los movimientos del sol y de la luna y el día de la semana. Explicó también que las chimeneas tenían tubos por dentro de las paredes, de manera que durante la temporada de frío los aposentos estaban caldeados.

María escuchaba con interés y pensaba: Lady Scrope será una buena mensajera entre el duque de Norfolk y yo; ¿cuánta sinceridad habría en sus promesas veladas de ayudarme, cuando le vi en Carlisle?

Aquí había más libertad que en el castillo de Carlisle, y, siempre que estuviera rodeada por sus guardianes, María podía recorrer toda esa hermosa campiña. Tenía más apetito y todos observaban que su salud había mejorado desde que llegara a Bolton.

Los modales de los ingleses, aunque menos corteses que los de Francia, de todas maneras eran graciosos cuando se los comparaba con los que María había soportado en Escocia. Todos los que eran realmente sus carceleros parecían decididos a demostrarle que no lo eran y esperaban que María creyera que sólo la vigilaban para su propia protección y no para evitar que escapara a Escocia o que recibiera a enemigos de Isabel.

Sir George Bowes, que había llegado a Carlisle para escoltarla a Bolton, acompañado por cien jinetes armados, expresó su mayor simpatía por ella y, cuando vio cuán inadecuados eran los muebles de sus aposentos, mandó traer inmediatamente de su casa ropa de cama y cortinajes que se colocarían en Bolton para el uso de la reina. Ni una sola vez sugirió que la estaban vigilando por orden de la reina de Inglaterra y sus ministros, y María, cuya gran desdicha era poseer una naturaleza demasiado confiada, podía olvidar fácilmente que debía estar en guardia contra sus carceleros.

Con lady Scrope era diferente. Estaba encinta y, como le gustaba descansar a menudo, se sentaba con la reina en sus habitaciones, que daban a hermosas colinas y valles, y charlaba; y Margaret Scrope siempre trataba de llevar la conversación a su hermano, el duque de Norfolk.

—Os menciona constantemente cuando nos encontramos o en sus cartas —dijo a María—. Está ansioso de que os trate bien y encantado de que hayáis venido a Bolton.

—Qué bueno es saber que tengo amigos en Inglaterra —respondió María.

Margaret traía los tapices con los que a María le encantaba trabajar, y sus dedos y sus lenguas se mantenían en actividad.

—Thomas cree que no debéis confiar demasiado en el secretario Cecil —dijo Margaret a María.

—Sin duda tiene razón.

—La reina tiene tendencia a dejarse guiar por sus ministros, en particular por Cecil y Leicester. Es muy vanidosa e imagina que todos están enamorados de ella. Lo que le interesa de Vuestra Majestad es la reputación de vuestra belleza.

María habló de las ropas viejas que Isabel le había enviado.

—El señor Knollys dijo que eran para mis criadas, pero creo que me las envió a mí.

Margaret miró por encima de su hombro.

—Ella, con sus ricos rasos y terciopelos y sus brillantes joyas, escucha los halagos de los cortesanos ¡y se cree la mujer más hermosa del mundo! Sabe que no es así y desea asegurarse de que no tengáis la ventaja de usar ropas hermosas.

—¿De veras le preocupan estas nimiedades?

Margaret, siempre ocupada con su aguja, asintió; y María recordó que Isabel era una reina y que no estaba bien que ella, que también lo era, hablara mal de la otra; de manera que cambió de tema y comenzó a hablar sobre el hermano de Margaret. ¿Vendría a Bolton?

—¿Quién puede saberlo? Yo juraría que la reina no desea que venga, mientras vos estáis aquí. Creo que debe de haber hablado de vos con admiración —Margaret rió y volvió a enhebrar su aguja—. Thomas es un hombre apuesto —prosiguió con afecto fraternal—, es una lástima que sea viudo, porque fue un muy buen marido para sus tres esposas. ¡Qué triste que la muerte se las haya llevado a todas y tan pronto!

Margaret Scrope miraba a la reina y pensaba: Thomas se casó con tres herederas; ¿por qué no habría de hacerlo con una cuarta? Esta heredera era muy romántica. Thomas tendría que luchar para devolverla a su posición y eso podría significar una rebelión, pero él ya se había enfadado con Leicester y se enfadaba con los hombres de quienes se rodeaba Isabel y a quienes confería favores. Isabel tampoco podía ignorarle, porque era un noble muy importante y uno de los hombres más ricos de Inglaterra. Cecil no le quería, ni él a Cecil. En cuanto a María, no sólo era la reina de Escocia sino que si Isabel no se casaba y tenía un heredero la sucedería en el trono de Inglaterra.

Margaret sentía el vértigo de las ambiciones que ponía en su hermano y consideraba una gran fortuna que la reina de Escocia hubiera venido a Bolton.

Margaret meditaba. Thomas se había casado tres veces, y ella también. Pero ¡qué diferentes habían sido los matrimonios de él de los de ella! Si lo que decía lady Scrope era cierto, la vida matrimonial de su hermano había sido una continua felicidad. María se sintió un poco envidiosa mientras escuchaba los elogios que hacía Margaret Scrope de su hermano y como parecía un poco entristecida, ésta dijo:

—Vuestra Majestad, algún día volveréis a casaros. Recuperaréis vuestro trono y luego viviréis en paz.

—A veces pienso que la paz no ha sido hecha para mí.

—La tendríais —aseguró Margarita— si os casarais con un hombre que os la diera.

La semilla estaba sembrada. El interés de María por Thomas Howard crecía, y, cuando estaban juntas o caminaban por el castillo, Margaret Scrope hablaba con tanta frecuencia de su hermano que María sentía que le conocía y comenzaba a tomarle cariño.

Echaba de menos a George Douglas. Los apasionados días y noches pasados con Bothwell estaban tan lejos que parecían sueños.

María era una mujer que necesitaba amor.

Le llegaban noticias subrepticiamente desde Francia. Ahora era más fácil recibir esas cartas, porque tenía una fuerte aliada en el castillo… precisamente la dueña de la casa.

George Douglas escribía que no había abandonado su tarea. Le habían recibido el cardenal de Lorena y el rey de Francia, quienes le aseguraban su adhesión. Había levantado a mil hombres armados y entrenados que esperaban el día en que ella los mandara llamar.

María besó la carta.

—Querido George —murmuró—, pero yo te envié a Francia para que trabajaras por tu fortuna, para que te casaras con una heredera y vivieras allí…

También había noticias de Escocia. Huntley y Argyle habían reunido diez mil hombres, que esperaban órdenes para atacar a Moray. Fleming trabajaba celosamente por María. Los Hamilton reunían fuerzas.

Moray debía de dormir muy mal esas noches. Las esperanzas crecían en el castillo de Bolton en esos hermosos días de verano, y la salud y el ánimo de María estaban en su mejor momento. Trataba con bondad y amabilidad a quienes la rodeaban. Sus guardias eran susceptibles a su encanto, y en esas semanas el castillo de Bolton en nada se parecía a una prisión.

Luego, para coronar su placer, lord Herries volvió de Londres.

María le abrazó cuando fue a sus aposentos. Estaba muy complacida y esperaba recibir buenas noticias.

—¿Habéis visto a la reina? —preguntó con ansiedad.

—Sí. Vuestra Majestad, he hablado largo rato con ella.

—¿Y qué noticias me traéis?

—Que si Vuestra Majestad desea que ella escuche vuestro caso, no como un juez, sino como vuestra querida prima y amiga, y si aceptáis su consejo, ella se ocupará de que recuperéis vuestra posesión real.

María se estremeció de alegría.

—Parece que admite nuestro parentesco y que realmente es mi amiga. ¿Qué planes propone para esta cuestión?

—Hará venir a algunos de vuestros enemigos y, ante un grupo de nobles de Inglaterra, que serán elegidos con vuestra aprobación, explicarán por qué os han depuesto. Si pueden dar alguna razón para ello, ella os devolverá a vuestra posición, pero con la condición de que no se los prive de sus tierras. Si, en cambio, no pueden dar ninguna razón, promete restituiros el poder por las armas si se resisten.

—Esta es la mejor noticia que he oído desde que salí de Escocia.

—Hay otra condición. Si os ayuda a recuperar el trono de Escocia, tendréis que renunciar a toda reclamación del trono de Inglaterra en vida de Isabel o de cualquier heredero que ella pudiera tener.

—Nunca deseé reclamar el trono de Inglaterra —replicó María—. Es verdad que en Francia me dieron el título de “reina de Inglaterra”, pero no era por mi deseo.

—Hay algo más. Deberéis romper vuestra alianza con Francia y hacer una alianza con Inglaterra; tendréis que dejar de oír misa en Escocia y adoptar la plegaria común según la costumbre de Inglaterra.

María guardó silencio.

—No deseo interferir en la religión de mi pueblo.

Harries dijo:

—Parece que por fin la reina de Inglaterra está dispuesta a ayudaros. Sería posible rezar la plegaria común y permitir que quienes lo desearan celebraran privadamente la misa.

María seguía vacilando.

—La reina Isabel podría poner a Vuestra Majestad en el trono con mucha más facilidad que cualquier otro. Sin duda podría hacerlo sin derramamiento de sangre. Moray jamás se atreverá a oponerse a los ingleses. Los franceses tienen que cruzar el mar y no es tan fácil entrar en un país extranjero. Pero los ingleses están en nuestra frontera. Moray jamás se arriesgaría a una guerra con Inglaterra y a una guerra civil al mismo tiempo. Resultaría aplastado entre dos grandes fuerzas y no podría hacer nada para evitarlo.

—Siempre me ha parecido mejor una negociación alrededor de una mesa de asambleas que una batalla. Pero… George Douglas está levantando mil hombres armados en entrenamiento. Esto es sólo el comienzo, estoy segura. Y decís que la reina de Inglaterra declara que no debo aceptar ayuda de Francia.

Herries le aseguró que así era. Había sido engañado por la reina de Inglaterra, que era uno de los gobernantes más desleales de su tiempo. Ella se había ocupado de averiguar todo lo posible sobre Herries. Herries era uno de los partidarios más leales de María. Isabel lo sabía, porque Leicester había tratado de ganarle para la causa de Moray, mientras estaba en Londres, con promesas de grandes honores en el futuro, y Herries ni siquiera había considerado seriamente las propuestas de Leicester. Era un hombre sentimental, pensaba la reina de Inglaterra; le admiraba por su lealtad y deseaba que fuera súbdito suyo. Al mismo tiempo sabía bien cómo manejar a un hombre así. Por lo tanto, cuando le llevaron a su presencia, Herries se encontró con una mujer completamente femenina, muy bien dispuesta hacia su querida prima de Escocia, un poco emotiva y ansiosa por hacer lo correcto. Le dijo que deseaba fervientemente que se estableciera la inocencia de la reina de Escocia; deseaba más que nada recibir a su querida hermana y prima, para consolarla y hablar con ella en privado. Pero sus ministros eran de alguna manera sus amos. Cuidaban su reputación. Insistían en que era necesario probar la inocencia de María antes de que fuera recibida por su reina.

Herries fue totalmente engañado, como deseaba Isabel, de manera que ahora dijo a María con entusiasmo:

—La reina de Inglaterra desea sinceramente probar vuestra inocencia. Me ha asegurado que está de vuestro lado.

—Sin embargo —dijo María—, yo soy reina igual que ella, y no le corresponde juzgarme.

—No desea hacerlo. Sólo desea demostrar a sus ministros que esos malos rumores que circulan sobre vos carecen de fundamento.

—Decidme cómo os recibió. Quiero saberlo todo.

Entonces Herries le contó cómo había esperado la audiencia… durante largo tiempo… y más tarde supo que eran los ministros de Isabel quienes le hacían imposible verla. Pero cuando la vio, ella le convenció de su amor por la reina de Escocia.

—Es mi pariente, milord —había dicho—. ¿Pensáis que yo, una reina, deseo ver a otra reina tratada con tan poco respeto por sus súbditos? No, deseo devolverle todo lo que ha perdido; y juro que una vez que se pruebe su inocencia, digan lo que dijeren los demás, en mí encontrará una buena amiga.

María sonrió. Se imaginaba el encuentro. Su prima, a quien nunca había visto, pero de quien sabía que era pelirroja, a veces arrogante, a veces alegre, otras frívola, a quien le gustaba bailar y recibir elogios de su pequeña corte de favoritos (le gustaba dar la impresión de que podían convertirse en sus amantes), le parecía una persona muy humana.

María asignaba a Isabel características muy agradables que en realidad eran suyas: generosidad, impetuosidad, deseo de ayudar a los que están en desgracia.

Y así cometió una de las peores equivocaciones de su vida cuando dijo:

—Escribiré a George y le diré que disperse a sus hombres; diré a Argyle, Huntley y Fleming que hagan lo mismo. Confiaré en Isabel y haré lo que sugiere.

En cuanto María aceptó cumplir con los deseos de Isabel, la asaltaron muchos temores.

Se enteró de la amarga desilusión de George Douglas al verse forzado a dispersar su pequeño ejército. Argyle, Huntley y Fleming estaban totalmente estupefactos, pero nada podían hacer, puesto que la reina les ordenaba desbandar sus fuerzas. Con la decisión de un momento, María había destruido todo lo que sus amigos habían construido cuidadosamente desde la derrota de Langside. No estaba preparada para enfrentarse a sus desleales enemigos.

Había escrito a Isabel diciendo que daba su consentimiento para el plan y creía que debía recibir la aprobación de Isabel por escrito. Estaba segura de que la reina daría instrucciones al secretario Cecil para que le escribiera confirmando el ofrecimiento que Herries le había hecho verbalmente.

Todos los días esperaba la respuesta de la reina, pero esa respuesta no llegaba; en cambio supo que Moray y Morton preparaban la acusación contra ella y que se decía que ella había aceptado que su caso se juzgara en Inglaterra.

A veces gritaba llena de ira:

—¿Quiénes son estos que me juzgan? Sólo responderé ante un juez, y ese juez es Dios, ante quien no tendré miedo de declarar mi inocencia.

Pero era demasiado tarde para protestar. Se habían traducido cartas comprometedoras, y Moray y Morton, junto con Cecil y sus amigos, preparaban la acusación contra ella.

Sus amigos de Escocia deploraban este estado de cosas. El futuro inmediato no era muy alentador. Aunque nunca salía si no iba acompañada por los guardias, y aunque las puertas del castillo se cerraban cuidadosamente por la noche, los escoceses aún tenían permiso para ir y venir; y esto significaba que podían traerle noticias del mundo exterior al castillo de Bolton.

Un día, mientras Herries entraba en el castillo con María, le dijo:

—Creo que hemos sido demasiado confiados.

María asintió.

—No hay mensaje alguno de Isabel. ¿Creéis que sus ministros le impiden escribirme lo que os dijo?

Herries estaba pensativo. Era difícil imaginar que la mujer que él había visto aceptara órdenes de sus ministros. Ésta se le había presentado en el papel de amiga compasiva de María, pero Herries no podía olvidar el comportamiento de sus cortesanos, la forma dócil en que le hablaban, incluso sus principales ministros; como si fuera una diosa. ¿Era posible que una mujer así esperara la autorización de sus ministros, que estaban obviamente preocupados por descubrir nuevas formas de ganarla y ganar su aprobación? Herries comenzaba a preguntarse si no había sido engañado por la reina inglesa.

De todas maneras, mientras María permaneciera en Inglaterra estaría en gran medida a merced de Isabel; sabiendo que diez mil escoceses se habían reunido bajo la bandera de Huntley y que los franceses habían estado dispuestos a salir en su defensa, había pensado que si María estuviera en Escocia contaría con mejores posibilidades de negociar con Isabel.

Por eso ahora estaba pensativo. Le habían presentado un plan. Era simple, como él pensaba que debían ser todos los buenos planes. ¿Qué podía haber sido más simple que la huida de Lochleven? Tal vez tuviera éxito.

—Vuestra Majestad —dijo—, yo y otros amigos vuestros comenzamos a pensar que sería más fácil obtener la ayuda de Isabel si no fuerais su prisionera, y debemos aceptar el hecho… de que aunque os llama su huésped en realidad sois su prisionera.

—Queréis decir que si volviera a Escocia sería más fácil negociar con ella…

—Así lo creo ahora, Vuestra Majestad.

—¿Qué sucedería sí dijera a Knollys y Scrope que pienso volver?

—Con mucha cortesía impedirían que Vuestra Majestad lo hiciera. Eso mismo nos indica que sería muy necesario que regresara.

—Veo que estáis tan perturbado como yo porque la reina de Inglaterra no me ha escrito confirmando su promesa ni ha anunciado que estoy dispuesta a que mi caso se juzgue en Inglaterra, sin hacerme saber qué concesiones ha prometido para el caso de que yo acceda. Ah, sí, mi querido lord Herries, tenéis razón. Como tantas otras veces en este fatigoso asunto.

—Creo que confié demasiado en la reina de Inglaterra.

María puso su mano en el brazo de Herries. Comprendía por qué lo había hecho; ella misma había confiado también en aquellos que no merecían su confianza. No era propio de su naturaleza reprobar a otros por faltas que ella misma poseía en mayor medida. Tampoco habría acusado a nadie que cometiera errores si sus intenciones eran buenas.

—De manera que quizá Vuestra Majestad quiera escuchar un plan para su huida —prosiguió Herries en voz baja.

—Por supuesto —respondió ella.

—Vuestro servidor, el laird de Fernyhirst, ha sugerido que si podéis cruzar la frontera su castillo estará a vuestra disposición. Están haciendo preparativos para recibiros allí… siempre que podáis salir del castillo de Bolton.

Los ojos de María brillaron. La idea de la acción después de tanta inactividad era atractiva. Además estaba cansada de hacer ruegos a la reina de Inglaterra, que los ignoraba o bien hacía promesas que luego no deseaba cumplir. No era fácil olvidar la caja con zapatos usados y ropas raídas.

—¿Cómo podría yo salir del castillo de Bolton?

—Sólo después de oscurecer.

—Pero hay guardias en las puertas.

—La única forma de escapar sería por una de las ventanas de vuestros aposentos. Si podéis deslizaros desde allí y bajar la colina, conseguiría que hubiera caballos esperándonos, y luego… no estamos a gran distancia de la frontera.

—Entonces lo intentaremos —gritó María impulsivamente.

—Debe de haber pocos en el secreto y pocos para acompañaros, quizá Mary Seton… Willie Douglas… yo… para muchos de nosotros partir podría significar revelar nuestro secreto. Podrían seguiros una vez que estéis fuera de aquí y segura. Sin duda nadie deseará detenernos una vez que os hayáis marchado.

—Entonces decidamos cómo hacerlo.

—En primer lugar caminaremos hasta la ventana de vuestros aposentos que da al patio.

Lo hicieron y, sin prestar aparentemente mucha atención, calcularon la distancia entre la ventana y el suelo.

—Ya veis que sería posible, una vez que lleguéis al suelo, llegar hasta los caballos que os esperarán al pie de la colina. No tardaréis más de cinco o diez minutos.

—¿Y los guardias, y Scrope y Knollys?

—Estarán profundamente dormidos en las antecámaras. No pensarán que es posible que alguien descienda por esa ventana. Si todo se lleva a cabo sin ruido, habréis llegado a la frontera antes de que den la alarma.

—Seguramente Willie Douglas tiene ideas sobre cómo puede lograrse eso.

—Había pensado en recurrir a su ayuda, Vuestra Majestad. A pesar de sus hazañas en Lochleven, aquí no le toman en serio; es lo que él trata de lograr para estar preparado en una oportunidad como esta. Es un joven inteligente. Anda por allí con su espada, tratando sin respeto a gente importante, y divierte a todo el mundo. Sí, Willie puede ayudaros en esto. Pensaba mandarle a buscar caballos. Es más difícil que le echen de menos a él que a cualquier otro, como Vuestra Majestad sabe, porque a veces sale al campo y permanece allí durante horas. Le enviaremos a buscar los caballos ahora mismo.

—¿Ahora mismo?

—¿Por qué no, Vuestra Majestad? Fernyhirst está listo y esperando. En cuanto estéis en su castillo, enviará un mensaje a Huntley y a los demás. Creo que entonces ya no tendremos que preocuparnos mucho por la reina de Inglaterra.

—Llevaré a Seton conmigo —dijo María.

—Pero a ninguna otra doncella. Todo el éxito de esta aventura depende de su simplicidad.

—Y vos estaréis esperándome con Willie y los caballos.

—Yo… con Livingstone… o aquel de nosotros que pueda llegar más fácilmente allí… no importa mientras vos hayáis logrado salir del castillo. Debéis partir hacia el norte sin demora.

Continuaron su camino en silencio. Los dos pensaban en el plan. Era tan simple que estaban seguros de que tendría éxito.

La reina se había retirado a descansar, y las fieles mujeres que compartían la habitación con ella estaban alerta. María no se desvistió. En cambio ayudó a Jane y a Marie a anudar sábanas. No hablaban, porque todas sabían la importancia de que esta noche fuera idéntica a cualquier otra que la reina había pasado en el castillo de Bolton. En la habitación contigua Scrope y varios de los hombres dormían. Había cesado el murmullo de sus voces y esto significaba que había llegado el momento, porque cuanto más temprano se realizara la huida más tiempo habría para poner distancia entre los fugitivos y el castillo de Bolton.

La ventana estaba a bastante altura en la gruesa pared y acercaron silenciosamente una silla para que la reina se subiera en ella y luego trepara hasta la abertura. Marie Courcelles ató firmemente la sábana anudada a la cintura de María. Jane Kennedy hizo un gesto de aprobación.

Entonces comenzó la huida. María llegó a la ventana y vio fuera una figura oscura. ¿Herries? No dijo nada, pero lo más silenciosamente posible se descolgó por la ventana.

Las mujeres sostenían firmemente las sábanas anudadas; María estaba suspendida en el aire y sólo su falda la protegía de la áspera pared del castillo mientras bajaba.

Un par de fuertes brazos la recibieron con un suspiro de triunfo y sus pies tocaron el suelo.

Rápidamente desató la sábana de su cintura. No había tiempo para más. Ella y sus compañeros corrieron por la pendiente hacia el lugar donde esperaba Willie con los caballos.

Willie sonrió a María y la ayudó a montar. María sintió una gran alegría mientras susurraba a su caballo:

—¡Vamos! —y comenzó el galope en el aire suave de la noche.

Al partir María creyó oír un grito desde el castillo; luego, silencio.

Oyó la risa de Willie a su lado y por unos momentos no hubo otro ruido que el de los cascos de los caballos.

Seton debía salir. Sabía que debía alcanzar a los demás, porque el plan exigía que no hubiera esperas; y en cuanto María llegara a los caballos debían montar y partir.

—¡Rápido! —gritó Seton. Levantaron las sábanas anudadas, pero en ese momento una de las mujeres cayó hacia atrás, arrastrando la silla en su caída, que golpeó contra el suelo.

Hubo unos segundos de espantado silencio mientras estaba tendida allí. Luego Seton dijo:

—Rápido. No hay tiempo que perder.

Marie Courcelles ató las sábanas a la cintura de Seton, pero en ese momento se abrió la puerta y lord Scrope apareció en el umbral de la habitación.

Comprendió todo con una sola mirada: las sábanas anudadas y Seton preparándose para bajar por la ventana. Luego su rostro reveló gran consternación porque acababa de advertir la ausencia de la reina.

No dijo nada, aunque seguramente adivinó que si hubiera llegado unos minutos antes habría atrapado a la reina escapando.

Volvió a la antecámara, y las asustadas mujeres le oyeron gritar sus órdenes.

María miró por encima de su hombro.

¿Dónde estaba Seton? Debía estar cerca de ellas ahora, porque sólo llevaba unos momentos descender por la ventana.

Willie gritó:

—Ya nos alcanzará. Si no en Inglaterra, en la hermosa Escocia. Por la mañana casi habremos llegado.

Siguieron a todo galope; pero tres kilómetros más adelante aún no había señales de Seton; la noche estaba oscura, se dijo María, y quizá Seton estuviera a poca distancia.

Habían llegado a un paso en las montañas y estaban a punto de entrar en él cuando encontraron un caballo y un jinete.

María pensó: ¡Seton! Debe de haber llegado por otro camino a este paso.

Pero en seguida supo que no era Seton.

Lord Scrope dijo:

—Buenas noches, Vuestra Majestad. Si me hubierais dicho que saldríais a cabalgar a media noche, habría ordenado que os acompañara una escolta adecuada.

María quedó muda por la consternación. Oyó lanzar un juramento a Willie.

—Además, prosiguió lord Scrope, vuestro descenso por la ventana debe de haber sido muy incómodo. —Puso su mano en el brazo de María—. Tendré el placer de escoltaros de vuelta al castillo.

Rara vez se había sentido María tan mortificada. Sus compañeros no dijeron nada mientras los tres, rodeados por los guardias que Scrope había llevado con él, eran conducidos de vuelta al castillo.

Scrope no volvió a la cama al volver al castillo. Fue al dormitorio de Knollys, le despertó y le contó cómo había evitado la huida de la reina.

Knollys estaba pasmado.

—Me parece bien que te alarmes —dijo Scrope con dureza—. Si este plan hubiera tenido éxito (y casi lo tuvo), nos habría costado la cabeza.

Explicó rápidamente lo que había sucedido. Él había tenido la intuición de que algo anormal sucedía en la habitación de las mujeres y en consecuencia no se durmió enseguida, como acostumbraba. Oyó murmurar a las mujeres y luego hubo un silencio demasiado repentino y poco natural; luego oyó caer una silla y fue a investigar, y entonces descubrió las sábanas anudadas y la ausencia de la reina.

Knollys le felicitó por su rápida acción.

—Puedo decirte —dijo Scrope, enjugándose la frente al recordarlo— que tuve algunos momentos de inquietud.

—¿Qué has hecho?

—Hay guardias apostados en la puerta de la habitación de la reina y otros debajo de su ventana. En el futuro tendremos que asegurarnos de que esté vigilada de todas las formas posibles. No puedo imaginar lo que se dirá cuando nuestra reina se entere de esto.

—Creo que quitará a la reina de Escocia de nuestra vigilancia y la pondrá bajo la custodia de algún otro.

—He oído mencionar a Tutbury a este respecto, y eso sin duda significaría que pasaría al cuidado de Shrewsbury. Ella se alegraría.

—¿Qué te propones hacer?

—Escribir al secretario Cecil sin demora. Él ha pedido un informe completo de lo que sucede aquí. Es necesario que se entere de este intento. Indica claramente que más tarde o más temprano habrá que adoptar una actitud, porque habrá otros intentos de liberarla.

Alguien golpeó a la puerta en ese momento y, ante el asombro de los hombres, cuando Knollys dijo “adelante”, entró lady Scrope.

Estaba envuelta en una bata y era evidente que acababa de levantarse de la cama.

Gritó:

—¿Qué es esto? Me despertó la conmoción, y ahora me dicen que la reina ha estado a punto de escapar.

—Así es —replicó su marido—. Y tú vuelve a la cama. Cogerás frío. Recuerda tu estado.

—No tengo frío —respondió lady Scrope—, y como nuestro hijo no nacerá hasta fin de año no debemos tener temores por mi estado. Pero yo tengo temores de otra naturaleza. ¿Qué medidas se tomarán?

Knollys respondió:

—Por favor, sentaos, lady Scrope. —Y Scrope trajo una silla para su esposa, que se sentó cerca de la cama.

—Por supuesto estamos duplicando la guardia —explicó su marido.

—¡Pero no debe saberse que ha estado a punto de escapar!

—Querida —comenzó lord Scrope con indulgencia—, tú no entiendes…

—¡Vosotros no entendéis a Isabel!

Los dos hombres miraron con inquietud hacia la puerta, y lady Scrope respondió a sus miradas furtivas bajando la voz.

—¿Qué crees que dirá Su Majestad si se entera de los hechos de esta noche? Dos miembros de su consejo privado y todos los hombres de su servicio, para vigilar a una mujer… ¡y por poco fracasan! ¿Crees que la reina dirá “bien hecho”? Si eso crees no conoces a Isabel. Yo sé que si hubieras dejado escapar a la reina de Escocia, es muy probable que la Torre de Londres hubiera sido tu destino. Como evitaste esa calamidad… pero sólo a duras penas… tal vez te libres de la Torre, pero no podrás ganar la aprobación de Su Majestad, te lo aseguro.

Los dos hombres guardaron silencio. Había mucho de cierto en lo que decía lady Scrope. Naturalmente estaba agitada; no deseaba ver caer en desgracia a su marido.

—Esto no debe saberse —prosiguió—. Lo mejor que puedes hacer es no escribir a la reina ni a sus ministros sobre lo que ha sucedido esta noche. Trata de que no se difunda la noticia. Cuantos menos lo sepan, mejor. En cuanto a los guardias que piensas añadir, hazlo, pero disimuladamente. Si valoras la buena opinión de Isabel y su condescendencia, por amor de Dios, no permitas que se entere de que has estado a punto de fracasar en tu tarea.

Scrope se acercó a ella y le puso una mano en el hombro.

—No debes excitarte demasiado —dijo.

—Sólo recobraré la serenidad cuando me digas que seguirás mi consejo en este asunto.

Scrope miraba a Knollys, y Margaret Scrope era lo suficientemente inteligente como para saber que tenían en cuenta sus palabras. Sabía que los dos hombres percibían su sensatez.

—Lo estamos pensando —respondió Scrope.

Y el galante Knollys agregó:

—Y siempre tendremos en cuenta vuestros consejos, porque sabemos que son buenos.

Margaret suspiró.

—Entonces volveré a mi cama satisfecha, sabiendo que por lo menos consideráis este asunto.

Se levantó y Scrope la condujo a la puerta. Allí vaciló y volvió a mirar a Knollys, que se encontraba un poco incómodo por estar en la cama.

—Gracias a los dos —dijo—. Me siento mejor porque sé que consideráis este asunto y veis que tengo razón.

Nuevamente en su habitación, Margaret Scrope se quitó la bata y se tendió en la cama.

Los hombres habían comprendido que este intento de huida del castillo de Bolton debía ocultarse.

Eso estaba bien, porque si Isabel decidía trasladar a María a Tutbury y que no siguieran vigilándola Scrope y Knollys, ¿qué probabilidades tendría lady Scrope de seguir intentando un matrimonio entre Norfolk y la reina de los escoceses?

Era algo que le importaba cada vez más y creía que su visita a Knollys y a su marido había evitado la destrucción de este plan tan ansiado.

A pesar de que ahora había una guardia más fuerte alrededor del castillo, día y noche, el intento de huir de María nunca se mencionó abiertamente, aunque los guardias, los criados y las mujeres hablaban de ello; y el lugar donde lord Scrope interceptara a la reina comenzó a llamarse “el paso de la reina”.

La amistad entre María y lady Scrope crecía rápidamente, y un día, mientras bordaban juntas su tapiz, lady Scrope preguntó a María si había considerado alguna vez seriamente convertirse a la fe protestante.

María replicó que había nacido católica y que durante su infancia transcurrida en Francia se había criado entre católicos y que, por lo tanto, siempre le habían enseñado a creer que esa era la verdadera fe.

—Sin embargo hay muchos hombres buenos que son protestantes —le recordó lady Scrope.

María admitió que así era.

—Lord Herries es protestante; George Douglas también. Sí, tengo mucho que agradecer a los protestantes.

A lady Scrope le brillaron los ojos. Su hermano, el duque de Norfolk, era protestante, y John Foxe era su tutor; y si debía haber un matrimonio entre los dos, sería bueno que ambos aceptaran la misma religión. Norfolk había escrito a su hermana, sugiriendo que si podía inducir a María a cambiar de religión le sería más fácil recuperar el trono, porque una de las principales quejas de sus súbditos protestantes era que María era católica.

—Podría responder a las preguntas de Vuestra Majestad sobre el tema en lo que me fuera posible —continuó lady Scrope—. También tengo libros que podrían interesaros.

A María le entusiasmaba el proyecto. Sería una forma de ocupar su mente y hacerla olvidar, por el momento, los problemas que la acosaban, porque desde que fracasara su intento de huida no le cabía la menor duda de que era la prisionera de Isabel.

De manera que ahora los ratos dedicados a bordar los tapices se hacían más interesantes con las discusiones entre María y Margaret Scrope; otras damas participaban también en ellas, y pronto se supo en todo el castillo de Bolton que la reina consideraba la posibilidad de convertirse al protestantismo.

Cuando sir Francis Knollys oyó los rumores se sintió muy complacido. Como firme protestante, le agradaba que la reina considerara una conversión a lo que él creía la verdadera religión.

Se ofreció él mismo a instruirla, y pronto María comenzó a leer el libro de plegarias inglés con él.

Era persuasivo, y María disfrutaba con las lecciones.

Mientras leían juntos, Knollys, que percibía agudamente los encantos de María, pensaba que era muy triste que se encontrara en esta situación. Le habría gustado verla nuevamente en el trono; necesitaría un marido que la ayudara a gobernar, y él no veía por qué no podría tener un marido inglés.

Se entusiasmó pensando que conocía al hombre para el cargo. Era su sobrino, George Carey, un apuesto joven, sin duda elegible por su parentesco con la reina Isabel. La esposa de Knollys era prima carnal de la reina, y su hermano, lord Hunsdon, era el padre de George Carey. Era cierto que el parentesco venía por Ana Bolena más que por la casa real; de todas maneras los lazos existían.

No pudo evitar mencionar a su joven sobrino, e inmediatamente comenzó a planear un encuentro con María.

—Mi sobrino es como un hijo para mí —dijo a María—. Pronto llegará a estos lugares y querrá visitar a su tío.

—Naturalmente —asintió María.

—Y si viene al castillo de Bolton, ¿Su Majestad me dará permiso para que se lo presente?

—Me parecería mal que no lo hicierais —respondió María, y Knollys quedó satisfecho.

George Carey se arrodilló ante la reina de Escocia. Era joven y muy apuesto, y cuando María le dijo que se alegraba de verle no mentía.

—Por favor, sentaos —dijo—. ¿Tenéis noticias de la corte inglesa?

—Ninguna que Vuestra Majestad no conozca ya —respondió el joven.

—Pero sé muy poco. Decidme, ¿mi hermana y prima goza de buena salud?

—Su salud es excelente, Vuestra Majestad.

—Y, sabiendo que veníais a ver a vuestro tío y a la vez a visitarme, ¿no os dio ningún mensaje para mí?

—Ninguno, Vuestra Majestad.

María se desanimó, pero sólo por un momento; era una novedad tener una visita que, además de ser un joven tan encantador, no podía ocultar su admiración por ella. Le encantaba recibirle.

—Su Majestad la reina Isabel está disgustada con los escoceses en este momento —prosiguió María—. Me han llegado quejas de que en la frontera algunos han realizado ataques contra el territorio inglés. Lo lamento, pero ella debe comprender que en estos momentos no estoy en condiciones de ejercer mi autoridad.

—Su Majestad lo sabe, sin duda —replicó George.

—¿Tendríais la bondad de llevar un mensaje mío a la reina?

—Podría llevarlo a mi padre, quien se ocuparía de que le llegara.

—Entonces decidle que si mis partidarios han cometido robos en la frontera yo podría hacerlos castigar. Si me envían sus nombres mis amigos se ocuparán de que se los trate como merecen, ya que dañan mi causa. Pero, si pertenecen al grupo de mis enemigos, como creo, no está en mis manos evitar su conducta. —Continuó con tono confiado—: Habréis oído hablar de mí.

—Así es, Majestad.

—Y estoy segura de que han dicho muchas cosas malas.

George se sonrojó ligeramente y dijo con vehemencia:

—Jamás volveré a creer nada que se diga contra Vuestra Majestad.

María sonrió con bondad. Él le había dicho mucho con esa frase: María comprendió que había muchas habladurías sobre el asesinato de Darnley y su apresurada boda con Bothwell, y que estaba envuelta en un enorme escándalo.

—Ah —dijo—, es triste que se difundan historias malignas sobre una mujer sola que no tiene medios de defenderse.

—Aseguraré que sois inocente a todos los que quieran saberlo —prometió.

—No tenéis pruebas —comentó ella.

—Las tengo, Vuestra Majestad. Desde que llegué a vuestra presencia sé que esas historias son falsas. Sé que vuestra conducta sólo puede ser buena y noble.

Era una adoración parecida a la que María había recibido de George Douglas. Se reanimó. George Carey sería un buen amigo, como lo había sido George Douglas.

María le contó sus aventuras desde que llegara a Inglaterra.

—Estamos en agosto, y fue en el mes de mayo cuando vine al sur. Pensaba ir directamente a Hampton Court para poder ver a la reina y exponerle mi caso. Y aquí estoy… huésped de la reina de Inglaterra, pero en realidad su prisionera.

—Si yo pudiera hacer algo… —comenzó George apasionadamente.

—Podríais hablar con vuestro padre; creo que él tiene cierta influencia sobre la reina de Inglaterra.

—Lo haré. Y si puedo hacer algo más para servir a Vuestra Majestad…

Cuando sir Francis Knollys entró en los aposentos de la reina y encontró a su sobrino aún en compañía de ésta, se sintió muy complacido.

Veía que había sido muy buena idea por su parte traer al joven al castillo de Bolton.

En esos últimos días de verano llegaron malas noticias al castillo de Bolton. Moray había oído rumores de la posibilidad de que María se convirtiera al protestantismo y se llenó de pánico. Nada podría haberle causado mayor inquietud.

¡La reina convertida en protestante! Si realmente eso era cierto, pronto clamarían para que volviera. La única razón por la que muchos se habían acercado a Moray era que su religión era la misma y la de María no.

Moray nunca perdía tiempo cuando pensaba que era necesario actuar. Lo más que podía pedir era que María siguiera siendo prisionera de Isabel, exiliada de Escocia.

Esto fue realmente un golpe. Y tenía que tomar medidas inmediatamente. De manera que el resultado instantáneo del breve flirteo de María con la Fe Reformista fue un cruel ataque contra sus partidarios en Escocia; las fuerzas del regente se apoderaron de sus tierras y posesiones para que quienes acudieran en ayuda de María no pudieran seguir ayudándola mucho tiempo.

Durante todo el mes de septiembre, María esperó oír noticias de cuándo tendría lugar la conferencia en la que se decidiría su futuro.

Sabía que algunos de sus amigos deploraban el hecho de que ella hubiera dejado avanzar tanto las cosas en esa dirección. Seton era una de los que pensaban que la reina de Escocia jamás debería haberse puesto en situación de permitir que la juzgara una corte establecida por la reina de Inglaterra y sus ministros.

¡Cuánta razón tenía Seton!, pensaba María. Pero ¿qué podía hacer ella? Al huir a Inglaterra se había puesto en manos de Isabel.

Lady Scrope, ahora en una avanzada etapa del embarazo, fue a verla un día con la noticia de que Isabel había nombrado a sus delegados.

El conde de Sussex sería uno de ellos y sir Ralph Sadler, otro.

María se horrorizó al conocer estas designaciones. Sadler había sido agente de Cecil, y María sabía que hacía mucho que negociaba con Moray. Cecil era su enemigo y quería retenerla en Inglaterra para que Moray pudiera seguir ejerciendo la regencia. ¡Y este hombre, que sin duda era uno de sus peores enemigos, había sido nombrado delegado por la reina!

¿Entonces por qué parecía tan contenta lady Scrope, que siempre se había mostrado como una amiga?

—Hay alguien más que ha sido designado con estos hombres —explicó Margaret Scrope—. Es natural que así sea. Hasta la reina debe de saber que es el noble principal de Inglaterra.

Una sonrisa se extendía por el rostro de María.

—¿Queréis decir…?

Margaret asintió.

—Su Gracia el duque de Norfolk está también entre los delegados de Isabel, y Vuestra Majestad puede estar segura de que se brindará a vuestra causa con todo el celo de que es capaz.

Aliviada, María abrazó a su amiga. Margaret sonrió, muy satisfecha.

Estaba segura de que un casamiento entre los dos no desagradaría a María.

Ahora que María sabía quiénes eran los delegados elegidos por Isabel, decidió sobre los suyos: lord Herries sería uno, y él, con Livingstone y Boyd, sería ayudado por sir John Gordon, el laird de Lochinvar, sir James Cockburn de Skirling y Gavin Hamilton, el abad de Kilwinning.

Había otro a quien estaba ansiosa por consultar, el obispo de Ross, John Leslie… y sin pérdida de tiempo envió un mensajero a Londres, donde sabía que estaba, pidiéndole que fuera a verla con urgencia.

Leslie llegó al castillo de Bolton a principios de septiembre, y en cuanto habló con él María se dio cuenta de que tomaba el caso con gran seriedad.

Leslie había tratado de obtener permiso de Isabel para que el duque de Châtelherault viniera a Inglaterra para estar presente durante el juicio; pero Isabel presentó una serie de excusas para no concedérselo.

Leslie sacudió tristemente la cabeza.

—Por supuesto, la razón es que teme que aparezca alguien de sangre real en el juicio e influya con una opinión favorable a vos.

—¿Entonces creéis —preguntó María— que la reina de Inglaterra desea que yo parezca culpable?

Leslie se encogió de hombros sin comprometerse, pero su expresión seguía siendo grave y María continuó impulsivamente:

—Pero esta audiencia sobre el caso se realiza para que los lairds desobedientes respondan ante los delegados de la reina de Inglaterra por el mal trato que me han dado. Una vez que hayan admitido sus ofensas, está acordado que se les perdonará y que nos reconciliaremos y recuperaré mi trono.

Leslie, un hombre de más experiencia que Herries, no se dejaba engañar tan fácilmente por Isabel, y no creía positivo eludir la verdad para que la reina se sintiera cómoda.

—Creo que fue un gran error —dijo— haber permitido que los ingleses intervinieran en este asunto. Esta reconciliación que todos esperamos fervientemente debe ser resuelta entre vos y los escoceses y lograda sin intervención de los ingleses. Temo que la reina tiene muchos enemigos y que hará todo lo que pueda por difamar vuestro carácter.

—Ay, me temo que tenéis razón. Pero me alegro de saber por lady Scrope que su hermano, el duque de Norfolk, ha sido designado delegado de Isabel. Sé que es mi amigo. Me ha mandado mensajes amistosos, que lady Scrope se ha ocupado de traerme. Y, con vos y mis amigos que me representan y otro amigo a la cabeza de los delegados ingleses, creo que el veredicto sólo puede estar a mi favor.

—Sadler hará todo lo que pueda por Moray contra Vuestra Majestad.

—Pero será necesario para alguien en su posición escuchar a un noble duque —explicó María con complacencia.

Leslie no se sentía tan confiado. Sir Ralph Sadler era un hombre capaz y astuto y no estaba seguro de la capacidad del duque de Norfolk para actuar contra él.

Sin embargo debían hacer lo mejor que pudieran, en esas circunstancias, y Leslie se puso a la tarea de asesorar a la reina.

La conferencia se inauguró en York a principios de octubre: los delegados de María comenzaron a protestar, en su nombre, por los súbditos que habían conspirado contra ella y la habían encarcelado en el castillo de Lochleven. Acusaban a Moray de tomar la regencia y gobernar en nombre del pequeño hijo de María, mientras se incautaban en forma ilegal sus efectos personales, como por ejemplo sus valiosas joyas, y también los arsenales de Escocia. María deseaba que estos sujetos rebeldes confesaran sus faltas y le devolvieran el trono.

Moray, Maitland y Morton estaban perturbados. La actitud de la reina de Inglaterra los hacía sentirse inseguros sobre la ayuda que podían esperar de ella. Moray ya había enviado una carta a Isabel, preguntando si el poder de proclamar culpable de asesinato a María estaba en manos de la comisión. Si no era así, no deseaban hacer la acusación. Isabel replicó que todo lo que tuviera lugar en la conferencia le sería comunicado y que el juicio se decidiría según sus órdenes.

Moray no sabía bien cómo proceder. Estaba ansioso por no ofender a Isabel, que podía vetar una acusación pública de asesinato y adulterio contra una reina. Por lo tanto su respuesta a la declaración de María fue que Bothwell había asesinado a Darnley, había violado a la reina y la había mantenido cautiva en Dunbar hasta que se divorció de su esposa, y un así llamado matrimonio tuvo lugar entre él y María; y que él, Moray, y los lairds escoceses habían tomado las armas para proteger a María de este tirano.

Entretanto Moray poseía traducciones de las cartas que supuestamente había escrito María a Bothwell en francés y se preguntaba cuál sería la mejor forma de usarlas.

Comenzó por mostrarlas privadamente a Norfolk, que había sido designado presidente de la conferencia.

Cuando Norfolk leyó esas cartas con su sugerencia de gran pasión y abandono, se sintió más que nunca atraído por la reina de Escocia. Si ella las había escrito era una asesina y una adúltera, pero ¡qué excitante sería como esposa! Él la había visto y sabía que era hermosa; le parecía generosa y dispuesta a brindar afecto. No le había pasado inadvertido el fuego que se ocultaba bajo un aspecto externo amable. Norfolk era un hombre de gran vanidad y creía que lograría lo que Darnley y Bothwell no habían conseguido.

Si las cartas no eran auténticas, y sin duda María declararía que no lo eran, de todas maneras era la mujer más atractiva que jamás había conocido y sería divertido tratar de descubrir la verdad sobre lo sucedido en Holyrood House y en Kirk O’Field durante esos días.

El deseo de Norfolk de casarse con la reina se intensificó. No quería adelantarse a los hechos, pero estaba seguro de que a través de él recuperaría el trono de Escocia. ¿Y qué sucedería con Inglaterra? Norfolk era pariente de Isabel, por el lado materno. Isabel ya no era una muchacha joven. No se había casado y muchos decían que ya no se casaría. ¿Y si no quedaban herederos para el trono inglés? María sería la siguiente en la línea de sucesión.

La perspectiva era aún más atractiva después de leer esas cartas eróticas. No sólo tendría una esposa que le proporcionaría una corona (quizá dos), sino una amante voluptuosa y experimentada en las artes del amor.

Maitland de Lethington buscó a Norfolk. Maitland tenía sus propias razones para no desear que las circunstancias del asesinato de Darnley salieran a la luz. Darnley no había sido amigo suyo, porque debido a él en cierto momento su vida había estado en peligro; si no hubiera sido por la intervención de Moray la habría perdido. María nunca olvidaría que era el esposo de Mary Fleming (una de las cuatro Marys con quienes compartiera su infancia), y por su esposa, aunque no fuera por él mismo, habría hecho todo lo posible por salvarle. Por lo tanto, no habría dado un paso para evitar el asesinato de Darnley; en realidad sospechaba que no había participado en el complot para asesinarle. Era mucho mejor, pensaba Maitland, no remover las cosas.

Además, aunque era un hábil estadista, estaba muy enamorado de su esposa y sabía que ella estaba preocupada por la situación de la reina, porque constantemente le imploraba que hiciera algo por María.

Maitland creía que la mejor forma de protegerse era evitar que se hiciera la acusación de asesinato contra la reina; veía que el hombre que más podía ayudarle era Norfolk.

Pensó en Norfolk: un hombre muy vanidoso, con arrogante conciencia de su posición como noble principal, ansioso de poder y de sumar otra heredera a las tres con las que ya se había casado y con cuyas fortunas se había beneficiado.

—Milord —dijo Maitland—, he venido a hablaros en secreto. Creo que sois el más inteligente de los delegados de la reina y como sois el de cuna más alta creo que el plan que sugeriré puede no parecer imposible de lograr.

Norfolk se puso alerta.

—La reina de Escocia es una mujer joven que aún no ha cumplido los veintiséis años. Se inclina a la frivolidad y necesita un esposo que la guíe.

—Creo que tenéis razón —respondió Norfolk.

—Estoy seguro de que no hay nadie más adecuado para ese papel que vos mismo.

Norfolk no podía ocultar su euforia. Que su secreta ambición fuese sugerida por uno de los más poderosos escoceses habría sido asombroso para cualquiera menos vanidoso que él. Pero Norfolk se dijo enseguida: “Es cierto. Necesita un marido. ¿Y quién más adecuado para ser marido de una reina que el principal noble de Inglaterra?”

Maitland preguntó:

—¿El proyecto no desagrada a Vuestra Gracia?

—¡Desagradarme! Por cierto que no. He visto a la reina y creo que es muy bonita. Y estoy de acuerdo con vos en que necesita un marido que la cuide. Es deliciosamente femenina… y, como decía, con inclinación a la frivolidad… necesita con urgencia una mano que la guíe.

—Que este asunto permanezca en secreto durante algún tiempo —sugirió Maitland—, pero quiero que sepáis que haré todo lo posible para que se realice.

Norfolk asintió.

—No olvidaré vuestra amistad —dijo en tono algo pomposo—. Por supuesto… está Bothwell.

—Con eso no habría dificultad. Puede obtenerse el divorcio. Hay muchos que creen que este matrimonio no fue un verdadero matrimonio.

—¿Y la reina?

—Estará muy dispuesta a liberarse de Bothwell para siempre ante la perspectiva de un matrimonio con Vuestra Gracia.

—¿Lo creéis así? —Norfolk sonreía; lo creía de todo corazón. Su hermana Margaret le había dicho con frecuencia que a María le gustaba hablar de él y que había hecho muchas preguntas sobre él. Si Margaret le ayudaba en Bolton, y Maitland de Lethington estaba secretamente a favor de la unión, ¿qué podía impedirla?

—Por supuesto que lo creo. También creo que debemos proceder con cuidado en este asunto. Sería bueno que la acusación que se hace contra la reina fuera sólo su matrimonio apresurado y poco adecuado con Bothwell. Creo que no convendría continuar con esta acusación de asesinato. Si no puede probarse la inocencia de la reina es posible que peligre el derecho escocés a la sucesión, y eso sería malo para el futuro de la reina.

—Creo que tenéis razón en esto —replicó rápidamente Norfolk.

Maitland sonrió.

—Debemos trabajar juntos en esta cuestión, Vuestra Gracia y, repito, en secreto. Tal vez otros no vean el beneficio que puede derivar del éxito de este plan.

Norfolk sonrió con gesto de asentimiento.

Estaba muy complacido.

La siguiente tarea de Maitland fue ver a Moray.

—He hablado con Norfolk sobre un posible matrimonio con vuestra hermana —dijo.

—¿Y ese tonto está encantado ante la perspectiva de ser marido de la reina?

—Así es. Y es una buena perspectiva, porque proporcionaría una solución a nuestros problemas. Casada con Norfolk, María residiría en Inglaterra y sería necesario designar un delegado para que se hiciera cargo de los asuntos en Escocia.

La mirada de Moray expresaba especulación.

Era una salida. Estaba decidido a aferrarse a su posición de regente, pero necesitaba paz en Escocia. Mientras la reina estuviera prisionera en Inglaterra, habría grupos a su favor que surgirían a todo lo largo y lo ancho del país. Pero, si a través del matrimonio se la quitaba del camino, las cosas serían diferentes.

—Sería necesario suprimir las acusaciones más graves contra ella —dijo Maitland.

Moray se sintió desilusionado. Esperaba que las cartas en francés circularan por todas partes.

—Norfolk difícilmente podría casarse con una asesina, aunque sea una reina —insistió Maitland.

Moray meditaba. Maitland parecía tener bastante razón en lo que sugería.

Lady Scrope estaba muy excitada. Se había enterado por su hermano de que algunos de los lairds escoceses estaban a favor de su matrimonio con María. Entonces no podía dejar de tener éxito.

Estaba preocupada pensando en el niño que vendría; y María, aunque al estar con lady Scrope recordaba dolorosamente al pequeño Jamie que había perdido, se brindó de todo corazón a participar en los planes para el nuevo bebé.

Estaba con lady Scrope en la habitación del niño, examinando la cuna, las ropas que se preparaban y escuchando los detalles de la preparación que se hacía para el parto, cuando Margaret susurró:

—Quién sabe, quizá dentro de no mucho tiempo Vuestra Majestad haga preparativos similares.

—Ah, quién puede decirlo —replicó la reina, y pensó en los meses en que esperaba a James. ¡Qué época tan triste y violenta había sido! Recordaba estar sentada ante la mesa de la cena, mientras David Rizzio cantaba y tocaba el laúd… y sus asesinos entraron en la habitación y clavaron sus cuchillos en su cuerpo tembloroso.

¡Pobre David! ¡Y eso había sucedido en los meses en que esperaba al pequeño James!

Pero qué diferente sería esperar serenamente como esperaba Margaret Scrope… sin pensar en nada que no fuera el futuro niño y en el posible romance de su hermano con una reina cautiva.

Sí, esa serenidad era envidiable. ¿Alguna vez la gozaría?, se preguntó. Y sintió un deseo dentro de ella. Estaba cansada de su soledad. Si este matrimonio se realizaba se sentiría agradecida.

Llegó un sirviente a anunciar que lord Herries deseaba ver a la reina.

—Son noticias de la conferencia —dijo María a Margaret. Y a uno de los sirvientes:— Que venga sin demora.

Al mirar el rostro de Herries advirtió que no estaba contento. Preguntó ansiosamente a su amigo.

—¿Qué noticias traéis, milord?

—Simplemente esto, Vuestra Majestad: la reina de Inglaterra no está conforme con la forma en que se desarrolla la conferencia en York y ha decidido desconvocarla. Habrá una segunda conferencia que tendrá lugar el mes próximo en Westminster.

—Ya veo —respondió María con lentitud.

—No le agradan las viles acusaciones que han presentado allí, me temo —continuó Herries.

María entrecerró los ojos.

—Si hay una conferencia en Westminster —dijo—, y si se hacen acusaciones contra mí, deseo ir en persona a responderlas.

Herries no replicó, pero siguió mirando con tristeza a su señora.

Sir Francis Knollys encontró a la reina paseando por tierras del castillo, y le preguntó si podía acompañarla. Ella le dio permiso y le dijo que parecía un poco ansioso últimamente.

—Mi esposa está enferma —respondió él—. Estoy preocupado por ella.

Inmediatamente María se sintió igualmente preocupada.

—Pero debéis ir a verla. Estoy segura de que querrá que estéis con ella en un momento así.

—Lamentablemente no puedo.

—Pero… —comenzó María y se interrumpió. Hubo un silencio durante un rato y María prosiguió—: ¿Entonces la reina se niega a permitiros salir de Bolton?

—Piensa que mi deber es estar aquí en este momento.

—Pero eso es despiadado.

Knollys guardó silencio, y María se sumergió en sus pensamientos. Sentía que aunque no se le permitía ver a la reina de Inglaterra, el carácter de esa mujer llegaba cada vez más claro para ella. Si hubiera sabido más de Isabel, ¿se habría empeñado en ignorar el consejo de tantos de sus amigos y en cruzar el Firth de Solway?

Lo lamentaba por Knollys, quien, además de tener que ocuparse de esta incómoda tarea (y María estaba segura de que era incómoda, porque naturalmente él no era un carcelero), no tenía permiso para visitar a su esposa enferma.

Él parecía ansioso por cambiar de tema, y María dijo:

—¿Creéis que es intención de la reina celebrar otra conferencia?

—Creo que sí. Se realizará en Westminster.

—¿Y creéis que realmente desea verme reconciliada con mis súbditos?

—Su Majestad desea eso. Vuestra Majestad, os ruego que me perdonéis por hacer esta pregunta… pero… ¿consideraríais una propuesta de matrimonio?

María guardó silencio un momento. Inmediatamente pensó en Norfolk, como le había visto en Carlisle. Joven, apuesto, ardiente, le había dado a entender que siempre sería su aliado, y ella le había creído. Estaba segura de que la razón de que la conferencia en York hubiera resultado a su favor se debía a él.

Knollys continuó ansiosamente:

—Si la propuesta viniera de un pariente cercano de la reina de Inglaterra, agradaría a Vuestra Majestad.

María sonrió débilmente.

—No podría desagradarme —respondió.

No se daba cuenta de que Knollys no pensaba en el mismo hombre que ella. Tanto Norfolk como George Carey estaban emparentados con Isabel a través de Ana Bolena, porque lady Elizabeth Howard era la madre de Ana; y George Carey era el hijo de María Bolena, la hermana de Ana. Knollys quedó encantado con la respuesta. Era estimulante para su familia; apartaba su mente de las ansiedades que le provocaba su esposa.

Cuando dejó a María fue a sus propios aposentos y allí escribió enseguida a su cuñado, lord Hunsdon, y le dijo que María, la reina de Escocia, estaba muy bien dispuesta hacia su hijo George, y que el matrimonio real para George ya no era una posibilidad sino una certeza.

La conferencia en Westminster no se abrió hasta después del veinticinco de noviembre. Isabel se negó a que María apareciera en persona, y la atmósfera en el tribunal era muy distinta de la que se había sentido en York, porque Isabel quería que este fuera un tribunal criminal y estaba decidida a que María fuera juzgada por el asesinato de su marido. El conde y la condesa de Lennox, los padres de Darnley, le habían pedido que hiciera justicia y deseaban encontrar una legítima excusa para que María siguiera siendo su prisionera, para evitar encontrarse con ella y para sostener al protestante Moray en la regencia.

Isabel no podía olvidar que había muchos católicos en Inglaterra que no creían que ella fuera la hija legítima de Enrique VIII y, si así era realmente, la verdadera reina de Inglaterra sería María, reina de Escocia. Esta duda sobre su legitimidad, que Isabel sufrió toda la vida (especialmente en su juventud, cuando con terrible regularidad recibió adhesión y la perdió, sin estar nunca segura de lo que sucedería después), la hacía sospechar de cualquiera que pudiera discutir su derecho al trono.

Jamás olvidaría que María se había llamado a sí misma reina de Inglaterra mientras estaba en Francia. Era razón suficiente en opinión de Isabel para enviarla al cadalso. Sin embargo, Isabel no podía enviarla al cadalso… todavía; pero podía mantenerla prisionera. Y estaba decidida a hacerlo.

Por lo tanto, instaría a Moray, que no se atrevía a desobedecerla, a que usara todos los medios a su disposición para difamar a la reina de Escocia. Se enteró de todo lo que sucedía. Tenía buenos espías. Tenía esos ministros a quienes llamaba en broma sus “Ojos”, sus “Párpados”, su “Espíritu”… al querido Leicester, en quien siempre confiaría; al astuto Cecil y, a Walsingham, que la servía tan ardientemente que tenía un servicio de espías que él mismo mantenía, todo para conservar su seguridad.

Por lo tanto, no era sorprendente enterarse de que se habían propuesto dos posible esposos a María reina de Escocia: ¡George Carey y Norfolk!

Isabel estaba furiosa, y decidida a que María no tuviera ningún pretendiente. A diferencia de Isabel, María no era virgen… todo el mundo lo sabía; e Isabel bien podía creer que esa lujuriosa criatura ansiaba un hombre. Bien, no lo tendría; sería soltera como su prima Isabel, porque Isabel había elegido ese estado para las dos.

Envió una nota a Hunsdon en que expresaba su profundo desagrado por haber creído adecuado planear un matrimonio entre su hijo y la reina de Escocia. Pensaba si no debía acusarle de traición.

Mandó llamar a Norfolk y, mirándole a los ojos, le preguntó en forma cortante si pensaba casarse con la reina de Escocia.

Norfolk estaba aterrorizado. Recordaba cómo su padre, el conde de Surrey, había perdido la cabeza por una razón trivial, por órdenes del padre de la reina. Desde entonces, había decidido cuidarse; y ahora había caído en una trampa.

Negó inmediatamente que tuviera deseo alguno de casarse con la reina de Escocia y todo conocimiento de semejante plan; y, si Su Majestad había oído rumores al respecto, seguramente provenían de sus enemigos.

—¿No os casaríais con la reina de Escocia —preguntó astutamente Isabel—, si supierais que con eso se lograría la tranquilidad del reino y la seguridad de mi persona?

Norfolk, sintiendo que ella trataba de que revelara su deseo de María y de casarse con ella, replicó con vehemencia.

—Vuestra Majestad, esa mujer nunca será mi esposa, porque ha sido vuestra competidora, y su marido nunca podría dormir tranquilo.

Esta respuesta pareció satisfacer a la reina; despidió a Norfolk con una sonrisa. Hasta le permitió reasumir la presidencia en la conferencia.

Norfolk estaba cubierto de un sudor frío cuando terminó la entrevista. Había decidido no participar nunca más en asuntos peligrosos. Debía tener cuidado durante la conferencia para no dar la impresión de que abrigaba sentimientos tiernos por María.

Knollys estaba alarmado. María lo notaba. Y no era sólo la enfermedad de su esposa lo que le perturbaba. Margaret Scrope le había dicho que había recibido una dura reprimenda de la reina porque había sido demasiado ambicioso con su sobrino George Carey. Knollys temía haber perdido su favor, y eso podía ser peligroso en la corte de Isabel.

—Recientemente no he sabido nada de mi hermano —continuó Margaret—. Seguramente está muy ocupado con vuestros asuntos en Westminster.

Con frecuencia llegaban cartas de George Douglas desde Francia, donde deseaba reunir otro ejército para defender a María.

María pensaba en él con ternura y a menudo deseaba que estuviese con ella. Pero se alegraba de que estuviese en Francia. Allí llevaría una vida más normal que en el cautiverio en Inglaterra, y sabía que sus tíos se preocuparían de darle todas las posibilidades.

Deseaba poder hacer lo mismo con Willie. Entonces se le ocurrió una idea.

Hizo llamar al muchacho.

Él entró en su habitación con la espada que ya no parecía tan incongruente como cuando escapaban por el Firth de Solway, porque Willie había crecido mucho en estos últimos meses.

—Willie —dijo ella—, ya no eres un niño.

Willie sonrió.

—Me alegro de que Vuestra Majestad reconozca el hecho —respondió.

—Y tengo una misión para ti.

María vio asomar el placer en los ojos del muchacho.

—Una misión peligrosa —continuó—. Pero espero que la cumplas.

—Ah, sí —respondió Willie.

—Irás a Francia a llevar cartas mías a George y a mis tíos.

A Willie le brillaron los ojos.

—Primero será necesario que obtengas un salvoconducto en Londres. Comunícame a través del obispo de Ross cuando lo hayas recibido. Entonces sabré que pronto estarás en Francia. Y querré saber que tú y George estáis juntos.

—¿Debo traer cartas a Vuestra Majestad?

—Ya veremos. Primero debes ver a George. Él te dará instrucciones.

—Reuniremos un ejército juntos —gritó Willie—. Ya veréis. Vendremos a rescatar Inglaterra de las manos de esa bastarda de cabellos rojos y la devolveremos a Vuestra Majestad.

—Shhh, Willie. Y por favor no hables así de una persona de la realeza ante mí. No olvides que soy reina.

—No, Vuestra Majestad, pero eso no cambiará mis pensamientos. ¿Cuándo me marcho?

—Cuando quieras, Willie.

María sabía que sería pronto. Veía el deseo de acción en el rostro del muchacho.

Se marchó al día siguiente. Ella le vio partir y se sintió muy triste.

—Otro amigo que se va —dijo a Seton.

—Si Vuestra Majestad se entristece al perderle, ¿por qué dejarle ir?

—Pienso en su futuro, Seton. ¿Qué futuro hay aquí para nosotros… en esta prisión?

—Pero algún día volveremos a Escocia.

—¿Lo crees, Seton? —María suspiró—. Si no te equivocas, lo primero que haré será llamar a George y a Willie y tratar de recompensarlos en cierta medida por todo lo que hicieron por mí. Entretanto, me gusta pensar en ellos..: allí, abriéndose camino en el mundo. El hecho de que deba haber una prisionera, no significa que haya centenares.

Seton guardó silencio, pensando: hoy está melancólica. Le gustaría saber qué sucede en la conferencia. La depresión de Knollys la afecta.

Miró por la ventana y vio que había comenzado a nevar.

Era un día especial. Veintiséis años antes, en el palacio de Linlithgow, había nacido un bebé. Ese bebé era María, reina de Escocia y de las Islas.

María abrió los ojos y vio a sus mujeres alrededor de su cama, todas habían venido a desearle un feliz cumpleaños; las abrazó una por una.

Todas le hicieron regalos que la deleitaron… en general pequeños bordados, que habían logrado ocultarle hasta esa mañana.

Había lágrimas en sus ojos cuando gritó:

—El mejor regalo que podéis darme es vuestra presencia aquí.

Pero era un cumpleaños, aunque debía pasarlo lejos de su hogar, en un castillo que era una prisión. Durante ese día, pensó María, olvidaría todo lo demás excepto el hecho de que era su cumpleaños. Estarían contentas.

Celebrarían una fiesta. ¿Era posible? Estaba segura de que su cocinera prepararía algo. Invitarían a todos en el castillo. Todos se pondrían sus mejores ropas y, aunque no tendrían joyas, Seton la peinaría como jamás lo había hecho antes. Bailarían con la música del laúd y olvidarían que estaban en Bolton e imaginarían que bailaban en los salones de Holyrood House, que se conocía como “Pequeña Francia”.

Así siguió ese día feliz. Hacía demasiado frío para salir y se encendió un gran fuego para calentar los aposentos. Todos en el castillo estaban ansiosos por celebrar el cumpleaños y había un aire de excitación desde las bodegas hasta las torres.

Seton peinó a su señora a la luz de las velas y el rostro que devolvió la mirada a María desde el espejo de metal bruñido parecía tan joven y despreocupado como en los días anteriores a su cautiverio.

Era su deber, se dijo María, dejar de lado la tristeza, olvidar el exilio de su propio país y el hecho de que el pequeño James vivía lejos de ella y que en Londres se realizaba una conferencia donde quizá se hacían acusaciones malignas contra ella.

Se preparó la comida; María oyó las voces alegres de los sirvientes que andaban de aquí para allí y el buen olor de las carnes que se cocinaban.

Y cuando pusieron la mesa en sus aposentos toda la casa se reunió allí, y ella los recibió como una reina en su propio palacio.

Se sentó en el centro de la mesa y Knollys insistió en servirla; lord Scrope y Margaret observaban todo con placer.

Margaret se acercaba al momento del parto, y su marido estaba ansioso de que no se fatigara, pero ella declaró que estaba muy contenta de estar allí; y, cuando terminó la comida, se sentó junto a los que tocaban el laúd y contempló a la reina, que conducía a los demás en la danza.

María, sonrojada por la danza, con sus cabellos castaños un poco desordenados por el esfuerzo, parecía una muchacha muy joven en su alegría.

Knollys la miraba y pensaba: ¡qué fácil le resulta olvidar! Es un ser creado para la alegría. ¿Cuándo terminará este fatigoso asunto?

Mientras bailaban llegaron mensajeros de Isabel, retrasados por el mal tiempo, con cartas para los carceleros de la reina de Escocia.

Knollys y Scrope bajaron a recibirlos. Knollys quedó desconcertado al leer la carta dirigida a él: lo único que pudo hacer fue volver a leerla, esperando haberse equivocado.

Isabel estaba descontenta con los carceleros de María. Habían demostrado demasiada condescendencia con su prisionera y habían hecho planes para casarla. Por lo tanto, Isabel proponía privarlos de esas obligaciones, y debían prepararse para llevar a la reina de Escocia al castillo de Tutbury, donde el conde y la condesa de Shrewsbury serían sus nuevos guardianes.

—¡Tutbury! —murmuró Knollys. Y pensó en ese siniestro castillo de Staffordshire, que era uno de los lugares más desagradables que había visto, sin la chimenea con cañerías que caldeaba el castillo de Bolton y que hacía soportables los grandes aposentos durante la temporada de intenso frío.

Knollys se sintió lleno de piedad por la reina de Escocia, que sin duda estaba a merced de la reina de Inglaterra, y más aún por sí mismo. Había ofendido a Isabel, y ¿quién podía saber en qué terminaría todo esto? ¿Cómo podía haber adivinado que ella considerara de ese modo su intento de casar a su sobrino con María? George Carey era su pariente, y siempre había favorecido a sus parientes, en particular a los del lado materno, porque los del lado paterno podían imaginar que tenían más derecho al trono que ella.

La carta tenía una posdata. Knollys no debía salir de Bolton hasta hacerlo con la reina de Escocia. Sería su deber conducirla a Tutbury y ponerla en manos de los Shrewsbury.

Pensó en Catherine, su esposa, que estaba tan enferma y le pedía que fuera.

Dejó caer la carta de sus manos y miró hacia adelante; entonces observó que Scrope estaba tan agitado como él.

Trató de dejar de lado sus pesares personales y exclamó:

—¡Pero Tutbury… con este tiempo! No podremos llegar allí hasta que terminen los vientos fuertes. Es demasiado peligroso.

—Tutbury… —dijo Scrope como si repitiera una lección.

—Sí, supongo que te dice lo mismo que a mí… que no seguiremos cumpliendo con esta tarea, que ahora quedará en manos de los Shrewsbury.

—Sí —respondió Scrope como si estuviera mareado—, eso me dice. Pero… ¿cómo puedo trasladarla? ¿Cómo podría marcharse ahora?

—Tendremos que esperar a que el tiempo mejore un poco —repitió Knollys—. Ella no querrá. Recuerda qué difícil fue sacarla de Carlisle.

—Pensaba en Margaret…

—¡Margaret!

Scrope señaló la carta de Isabel.

—La reina ordena que Margaret salga de Bolton sin demora. Quiere que se marche de aquí antes de Navidad.

—¿Pero en su estado?

La ira brillaba en los ojos de Scrope.

—Sospecha que Margaret trata de concertar un matrimonio entre la reina de Escocia y Norfolk; por eso dice que, encinta o no, Margaret debe salir de Bolton sin demora.

—Pero dónde… —comenzó Knollys.

Scrope extendió las manos con desesperación.

—No lo sé. No puedo pensar. Pero a menos que desee seguir desagradando a la reina debo encontrar un alojamiento para Margaret enseguida.

Del otro lado de la ventana el viento aullaba. Knollys pensaba en su esposa, que estaba muy enferma y pedía verle; Scrope pensaba en la suya, que pronto tendría un hijo. Isabel les decía que sus asuntos personales no debían interferir en sus obligaciones con ella. ¡Y no necesitaba recordarles cuán implacable podía ser la ira de un Tudor!

No volvieron a la celebración del cumpleaños. Knollys dijo en voz baja:

—No hay necesidad de decirle esta noche que debe trasladarse a Tutbury. Estará bien decírselo mañana.

—¡Tutbury! —gritó María, mirando a Scrope y luego a Knollys—. No puedo ir a Tutbury con este tiempo…

—Son órdenes de la reina —dijo Scrope. María advirtió que su rostro estaba inexpresivo, gris, y pensó que tenía miedo porque esto significaba que había fracasado y por esa razón otros se encargarían de vigilarla.

—Me niego —replicó María—. Creo que hay oportunidades en que vuestra reina olvida que soy la reina de Escocia.

Knollys la miró con aire inexpresivo. ¡Qué le importaba el rango a Isabel! Sólo se preocupaba de que se satisficieran sus deseos.

—Podemos dar la excusa del mal tiempo… —respondió Scrope—, pero debemos comenzar a hacer nuestros preparativos.

—Me han dicho que Tutbury es uno de los lugares más tristes de Inglaterra y que en comparación el castillo de Bolton está lleno de comodidades.

—Sin duda se hará lo posible por brindar comodidades a Vuestra Majestad.

—Me niego a emprender viaje hasta que termine el invierno —dijo la reina.

Ni Scrope ni Knollys intentaron aconsejarla; ambos pensaban en sus problemas personales.

Más tarde ese mismo día María se enteró de la razón, cuando una de las doncellas de lady Scrope vino a verla y le preguntó si podía ir a la habitación de su señora, que no se encontraba bien.

No es posible que ya hayan comenzado sus dolores, pensó María. Es demasiado pronto.

Se apresuró a ir a la habitación de lady Scrope y la encontró tendida en la cama.

—¡Margaret! —gritó María—. ¿Ya…?

—No —respondió Margaret—. Pero tengo malas noticias. He desagradado a Isabel y… como castigo me echan de Bolton.

—¡Te echan! Pero no puedes salir de aquí con este tiempo… y en tu estado.

—Esas son sus órdenes. Debo marcharme ya mismo.

—¿Adónde?

—No lo sabemos. Pero Su Majestad insiste en que debo irme… presumiblemente porque no desea que estemos juntas. Ha oído hablar de nuestra amistad y…

María cerró los puños.

—¡No tiene piedad! —gritó. Era característico de ella sentirse más furiosa por el duro tratamiento que recibía Margaret Scrope que por todas las injusticias que se le habían hecho a ella misma.

—No —respondió Margaret—. No tiene piedad cuando cree que sus súbditos han actuado contra ella. Debe haberse enterado de que os he dado noticias de mi hermano…

—Pero esto es monstruoso. No lo toleraré. Te quedarás aquí, Margaret. Tendrás aquí tu bebé, como pensabas.

Margaret levantó su mano delgada para tocar su cuello. Sonrió con tristeza.

—No pienso perder la cabeza —dijo.

—Ay, Margaret, Margaret, ¡cómo puede ser tan cruel!

—No la conocéis, si hacéis esa pregunta —replicó Margaret con amargura—. Pero esto es una tontería. Debo marcharme. —De pronto había recuperado la calma y la serenidad de las mujeres encintas—. Con seguridad el niño nacerá fácilmente en cualquier parte.

—¡Pero el viaje! He oído que los caminos están casi intransitables.

—Pero debo hacerlo, Vuestra Majestad.

—¿Entonces debemos despedirnos?

—Así lo creo.

—Sabrás que voy a Tutbury.

—Lo sé. Y eso significa que pasaréis al cuidado de los Shrewsbury. Pero volveremos a encontrarnos… pronto. Mi hermano no olvidará, y algún día…

María no respondió. Miraba el cuerpo abultado de Margaret y su indignación era tan grande que no podía hablar. Pensó en todos los errores que había cometido como gobernante de Escocia; y pensó en Isabel, que era astuta y, si alguna vez se encontraba en alguna situación delicada, se las arreglaba para salir de ella con el genio de un estadista nato.

Me acusan de asesinato y adulterio, pensó María. Sin embargo no me gustaría cargar con los pecados de Isabel en mi conciencia.

¡Qué desdichados fueron esos días antes de la Navidad! María echaba de menos a Margaret Scrope, que había sido trasladada a una casa que sólo quedaba a tres kilómetros del castillo, pero el mal tiempo y su estado le hacían imposible visitar a la reina. Sin embargo, en cierto modo era un consuelo que lord Scrope hubiera encontrado una casa que no estaba demasiado lejos.

María no tenía forma de enterarse de lo que sucedía en Westminster porque el mal tiempo impedía llegar a los mensajeros, y tal vez los amigos que lo sabían no deseaban contarle que las peligrosas cartas se habían revelado y que el asunto marchaba en contra de ella… ya que era la voluntad de Isabel que así fuera.

Sólo hubo un episodio que iluminó esos días oscuros. Fue cuando un mensajero logró llegar con cartas de Northumberland.

Northumberland se había convertido a la fe católica y, como le habían llegado rumores de que había un plan de casar a María con Norfolk, que era protestante, se había ocupado de tratar de evitarlo. El reciente flirteo de María con la religión protestante le había alarmado; pero su preocupación duró poco, ya que ella dijo en más de una oportunidad que creía que todos los hombres debían rendir culto a Dios de acuerdo con su conciencia y que cuando volviera a gobernar su país trataría de que esa fuera la ley.

Sin embargo, Northumberland ansiaba no sólo liberar a María, sino poner a Inglaterra bajo la guía del Papa; y creía que la mejor forma de hacerlo era concertar un matrimonio entre María y Felipe II de España. Hacía tiempo que ese plan daba vueltas en su cabeza; había estado en comunicación con Felipe al respecto. Ahora Felipe había vuelto a casarse y sugería que se concertara un matrimonio entre María y su hermano ilegítimo don Juan de Austria, que era una persona agradable y un héroe popular.

De manera que en estas tristes semanas María recibió cartas de Northumberland sobre este proyecto; y aunque había decidido que su próximo marido sería el duque de Norfolk (tan elogiado por su hermana que María comenzaba a verle con sus ojos) se daba cuenta de las ventajas de casarse con el héroe, que no descansaría hasta haber recuperado el reino para ella.

Pero las cartas de Margaret le recordaban vívidamente las conversaciones que habían tenido, y María escribió a Northumberland para que dijera al rey de España que, como estaba en manos de Isabel, no se encontraba en situación de poder comprometerse en matrimonio en ese momento; porque antes de poder hacerlo necesitaría ayuda para recuperar el trono de Escocia.

A la ansiedad por Margaret se sumó otra; no había noticias de Willie Douglas, y ya tendría que haberlas.

La época de Navidad fue melancólica en el castillo de Bolton.

El tiempo era ligeramente más cálido, y parte de la nieve se había derretido en los caminos que iban hacia el sur.

Llegaron cartas del obispo de Ross. Decía a María que la conferencia avanzaba, y no parecía muy alegre. Pero hubo un hecho que la preocupó más que cualquier otro: el obispo no mencionaba a Willie Douglas.

Profundamente perturbada, María escribió rápidamente al obispo pidiéndole que hiciera averiguaciones respecto de Willie, y una semana más tarde volvió a tener un mensaje de él. Habían visto a Willie en Londres; le habían dado un pasaporte en nombre de la reina y desde ese día no se supo más de él. Se hicieron averiguaciones en los lugares donde se alojó, pero no había vuelto a ellos; el dueño de un alojamiento estaba indignado porque Willie se había ido debiéndole dinero.

El obispo escribió que se había pagado al dueño del alojamiento y que se estaban haciendo más averiguaciones.

Ahora María se sentía realmente inquieta, segura de que alguna calamidad había acaecido a Willie. Se sabía que había sido lo suficientemente astuto como para facilitar su huida de Lochleven; ¿esto significaba que alguien creía que era un muchacho demasiado despierto como para permitirle ocuparse de los asuntos de la reina?

Isabel había escrito cartas que expresaban su desagrado a Scrope y a Knollys. Había dado órdenes de que la reina de Escocia fuera trasladada a Tutbury y no podía entender el motivo de la demora. Knollys respondió que la demora se debía al mal estado de los caminos y al hecho de que no había caballos.

La respuesta de Isabel fue que podían conseguirse caballos de los vecinos y que se hiciera el viaje en cuanto los caminos lo permitieran. Agregó que estaba bien informada sobre el estado de los caminos y que no le gustaban las demoras.

—No puede haber más dilaciones —dijo Knollys a Scrope—. Tendremos que partir.

Scrope se sentía tan desdichado como Knollys. Esperaba que el niño naciera antes de que salieran para Tutbury; pero los dos estuvieron de acuerdo en que debían activar los preparativos. Los dos estaban en desgracia y si ofendían aún más a la reina podían crearse serias dificultades.

Los problemas de Scrope mejoraron un poco en los días siguientes, porque su esposa dio a luz un hijo sin ninguna dificultad. Knollys fue menos afortunado.

Cuando llegó al castillo la noticia de que su esposa había muerto pidiendo que él fuera a verla, se encerró en su cuarto y permaneció varios días allí. Ya no le importaba lo que le sucediera; odiaba a Isabel, que le había impedido acudir junto al lecho de su esposa y temía que si hablaba con alguien expresaría su ira y correría el peligro de que le declararan traidor.

Cuando salió de ese estado se había resignado, pero había una amargura tal en su rostro que María la advirtió y comprendió. Sentía una profunda simpatía por él y pensaba: es prisionero de esa cruel mujer, lo mismo que yo.

—Mi querido sir Francis —dijo María—, me gustaría poder hacer algo para consolaros.

—Vuestra Majestad es muy buena —respondió él, prestando poca atención.

—Al menos sabéis que ella ya no sufre.

Él se apartó, porque su pena le ahogaba y le impedía hablar.

—¿Habéis escrito a la reina pidiendo permiso para ir donde ella está? —preguntó María con suavidad.

—¿De qué serviría ahora? —murmuró él.

—Querréis enterrarla —respondió María.

Él asintió.

María le puso una mano en el brazo.

—Entonces escribidle. Hay otros que pueden llevarme a Tutbury. No puede negarse a esto.

—Le escribiré —respondió él—. Y agradezco a Vuestra Majestad su simpatía.

Miró ese hermoso rostro y vio que los grandes ojos estaban llenos de lágrimas; se sintió tan conmovido que sólo pudo volverse y alejarse tambaleándose.

La respuesta de Isabel fue cortante. El deber de Knollys no terminaría hasta que la reina de Escocia estuviera en manos de sus nuevos guardianes en Tutbury, y se asombraba de que aún no se hubiera llevado a cabo esa misión.

Knollys no podía creer que le negara esto. Pero no había ninguna duda con respecto al significado del mensaje.

—Ah, bien —murmuró—, ¿qué importa ahora? Ya nada importa…

Seton y María estaban juntas contemplando el paisaje nevado.

—No habrá muchas otras noches en que podamos mirar el paisaje por esta ventana —decía María—. Lo echaremos de menos. Es muy hermoso. Ay, Seton, nos internaremos en el corazón de Inglaterra. Cada kilómetro que recorramos significa un kilómetro más lejos de Escocia.

Seton guardó silencio. No tenía forma de consolarla. Como su señora, comenzaba a comprender que la reina de Inglaterra era muy hábil para actuar con doblez.

Por fin dijo:

—Quizá no se parezca tanto a una fortaleza como este castillo.

—No dudo que estaremos bien vigilados. Y perderé a Knollys y a Scrope.

—Pero tendréis al conde y a la condesa de Shrewsbury, que quizá se conviertan en vuestros verdaderos amigos. Vuestra Majestad tiene facilidad para encontrar amigos.

—Esperemos que encuentre un amigo que me ayude a recuperar mi reino. Pero dicen que Tutbury es uno de los castillos más sombríos de Inglaterra.

—Haremos lo posible para que estéis cómoda; aquí no nos ha ido tan mal.

Mientras hablaban, llegaron mensajeros con cartas de Londres.

Nada se sabía del paradero de Willie. Pero había alguien, dijeron a María, que podría tener oportunidad de descubrir lo que le había sucedido mejor que los escoceses, que eran tratados con cierta suspicacia en Londres, y era el embajador francés, Bertrand de Salignac de la Mothe Fénelon. Los amigos de María en Londres le habían mencionado el asunto, pero si ella misma escribía quizá redoblaría sus esfuerzos.

María respondió:

—Escribiré ahora mismo. No podré descansar en paz hasta que sepa qué ha sido de Willie.

A finales de febrero María se preparó para partir del castillo de Bolton. El tiempo era muy frío y los caminos apenas transitables. El avance sería muy lento e incómodo, pero Isabel comenzaba a impacientarse y ni Scrope ni Knollys se atrevían a tardar más tiempo.

Mientras se realizaban los largos preparativos, María recibió una nota del embajador francés; cuando la leyó palideció y llamó a Seton.

—¿Willie? —preguntó Seton.

María asintió.

—No le han…

María sonrió.

—Ah, no… está vivo. Pero está en prisión en el norte de Inglaterra. Seguramente le arrestaron en cuanto obtuvo su pasaporte.

—Y todo este tiempo ha estado prisionero. ¿Qué será del pobre Willie?

—Le liberarán. Yo insistiré en ello. No descansaré hasta que esté libre. ¡No ha hecho más que ser un súbdito leal a su reina!

—¿Creéis que será posible llegar a algún acuerdo?

—Sí, a través de Fénelon. Isabel no deseará que los franceses sepan que castiga a mis partidarios enviándolos a la cárcel sólo porque son mis partidarios. Te aseguro que no descansaré hasta que Willie esté libre.

—¿Y entonces?

—Entonces —prosiguió María con firmeza— permanecerá conmigo hasta que pueda ir sin peligro a ver a George en Francia. Escribiré inmediatamente a Fénelon. Debe hacer esto por mí.

María se sentó ante su mesa y escribió un ruego apasionado, que sabía que no podría dejar de conmover al rey de Francia.

Le recordó los días del pasado y cuán felices habían sido juntos. Ahora solicitaba su ayuda porque su embajador podía, más fácilmente que cualquier otro amigo suyo, obtener la liberación de uno de sus más fieles servidores. Imploraba a Carlos que la ayudara en este asunto. La liberación de Willie Douglas, su salvador de Lochleven, era la mayor felicidad que podía pedirle; y sabía que daría instrucciones a su embajador para que se hiciera cargo de esta tarea en la que no debía fracasar.

Selló la carta y la despachó; luego escribió otra a De la Mothe Fénelon.

Era todo lo que podía hacer, además de continuar con sus preparativos para la partida.

La reina de Inglaterra estaba complacida con el resultado de la conferencia. No se había dicho nada claro (y eso era lo que ella esperaba), pero la personalidad de María quedo completamente dañada; Isabel misma declaró que no podía, sin dañar su propio honor, recibirla en su presencia. El resultado fue que no se probó nada contra Moray y sus partidarios que pudiera alterar su alianza y su honor; y nada quedó suficientemente probado contra la reina de Escocia.

El asunto terminaba en empate. Pero Isabel tenía una excusa satisfactoria para no recibir a su prima en la corte. Moray podía volver a Escocia y seguir ejerciendo la regencia, mientras María quedaba en Inglaterra a merced de Isabel.

Era un espléndido ejemplo de dilación, tal como deseaba Isabel.

Ahora María permanecería en cautiverio; porque Isabel nunca se sentiría totalmente en paz mientras alguien con tanto derecho a reclamar el trono inglés, y de nacimiento indudablemente legítimo, estuviera libre. La imagen de María reina de Escocia aclamada como reina de Inglaterra (como lo había sido una vez en Francia) aún perseguía a Isabel en sueños. Por lo tanto era agradable pensar en sus fatigosos viajes de un castillo sombrío a otro.

Así, en un día terriblemente frío a mediados del invierno, el grupo llegó al castillo de Tutbury. María fue llevada en litera por los caminos malos, a menudo cubiertos de hielo y peligrosos. Había insistido en que hubiera también una litera para lady Livingstone, que estaba enferma y no se encontraba en condiciones de viajar. Pero fue inútil usar esa excusa. Evidentemente había órdenes de que no hubiera más excusas.

Comenzó a nevar y la nieve se acumuló sobre la litera y sobre las capas de las damas que iban a caballo.

María cerró los ojos y deseó llegar a Tutbury. Y cuando llegara, se preguntó, ¿qué sucedería? ¿Dónde la llevaría este nuevo viaje por el camino de sus infortunios?