—En principio se me presenta como si fuera un edificio desplegable, como las antenas de radio —se rió Manuel al poner el ejemplo.

—Sí, así es como me lo imaginé —respondió Andrea.

—La verdad es que puede quedar curioso. Pero, yo no haría las secciones horizontales. Las haría irregulares o… con algún otro criterio.

Andrea observó su boceto con los ojos entornados.

—Tengo la intuición, corrígeme si me equivoco, de que tu intención es elaborar una similitud de la evolución del hombre con la evolución de su arquitectura —le dijo él.

Ella asintió en silencio. Le resultaba sorprendente que llegara a aquella conclusión como si sus mentes estuvieran en una misma frecuencia. Pero, a la vez, le hizo sentir segura de continuar explicándole todo lo demás y abrirse a él con todas sus inquietudes. Incluido todo lo referente a su particular investigación.

—Me gusta la idea… pero creo que tienes que buscar eso, que sea una evolución. Así parece que hubiera ruptura radical de un momento a otro.

—Tiene razón pero, por otro lado… creo que es así como defienden los evolucionistas que se ha dado el fenómeno. Con saltos radicales en la evolución. Mutaciones graves que definieron nuevas especies.

—Visto así, tiene sentido, aunque sigo pensando que parecen piezas inconexas y, por mucho que cada pieza represente a un estilo, entre todas tienen que formar un único edificio. —Se miraron fijamente el uno al otro—. Sólo es una apreciación de la que, tú, seguro que extraes un consejo mejor del que yo te pueda dar.

—Me gustan sus puntos de vista. Es la primera vez que un tutor no me impone su criterio.

—Bueno… tampoco voy a ser yo quien te evalúe. Y se supone que los becados ya sois profesionales. Tal vez, si esto fuera un trabajo del módulo de diseño o de aparejadores o de arquitectura, podría influir de una manera determinante. —Sonrió con aire distendido.

—Pues me gustaría que me ayudara en una cosa más.

Andrea separó las cuartillas que tenía acomodadas junto a los bocetos del Museo. Manuel se inclinó hacia ellos con interés.

—No tiene relación con el proyecto. Pero me ha parecido interesante. De hecho, por una fotografía, las monjas han retirado todos los ejemplares de un libro. Digo yo que será por algo.

Manuel retorció la boca y elevó las cejas desconocedor de todo lo que Andrea tenía entre sus manos.

—Verá. Tomé notas sobre las esculturas del puente de San Pablo y sobre la escultura del Cid. Que por cierto, tiene algo curioso en su pedestal y en su espada.

—¿El qué? —se interesó Manuel con una sonrisa abiertamente concernida.

—La espada apunta al Museo o a lo que fuera que hubiese cuando se puso allí, que creo que era un Monasterio.

—Sí, exacto. El Monasterio de San Pablo —le confirmó Manuel.

—Y en el pedestal hay tres letras diferentes a las demás que forman la palabra ALA.

—No puede ser —se extrañó Manuel.

Andrea extrajo una hoja donde estaba impresa la imagen del pedestal y, de aquel modo, Manuel pudo comprobarlo sin necesidad de acudir a los libros ni de ir ante la mismísima estatua.

—Pues sí que resulta curioso —admitió él—. Pero creo que es una casualidad y que el hecho de que esas tres letras sean diferentes atiende a la necesidad de administrar mejor el espacio.

—Sí. Yo también lo creo, pero me extraña que haya coincidido así habiendo otras seis letras “L” en el texto.

Manuel miró detenidamente la foto a la espera de que Andrea continuara porque no quería volver a restarle importancia y a él se seguía pareciendo irrelevante.

—El caso, es que, en el Museo de Tejidos del Monasterio de Las Huelgas…

—Te has recorrido Burgos a conciencia por lo que veo. —Sonrió.

—No lo sabe usted bien —aseguró Andrea soltando un par de carcajadas—. Y a pesar de este frío que hace siempre.

—Sí, Andrea, es que aquí en Burgos hay nubes ciento cincuenta días al año… y cuando hace sol hace aún más frío.

Andrea rió con todas las ganas que su cuerpo le dictó.

—Es cierto. —insistió Manuel acompañándola en las carcajadas—. Cuando hay nubes hace frío, pero siempre hace mejor temperatura que cuando el cielo está despejado. Además por Burgos corre el aire a sus anchas y en cada calle en un sentido.

—¡Es verdad! —afirmó Andrea con los ojos desorbitados—. La primera tarde yo le huía al viento y me metí entre las calles, pero el ventarrón venia de todos lados y me calaba bien cañón.

Manuel siguió con sus risas, acentuadas por las expresiones traídas por la joven, inmerso en una conversación que siempre tenía con los foráneos y, más a menudo de lo que podía parecer, con los naturales.

—Bueno, el caso es que en el Museo de las telas, vi un espacio en una pared que me resultó demasiado desnudo y pregunté por si estaba algún tejido en restauración o algo así, pero me dijeron que no. Sin embargo, una vez que llegamos a la tienda del Monasterio, una chica descubrió una foto en blanco y negro de ese rincón. Y sobre ese muro, había un mapa del mundo antiguo.

Andrea buscó la fotografía del mapa sobre piel de animal y se la entregó a Manuel.

—¿Ve todos los rasgos oscuros que van desde el río Nilo hasta la península ibérica?

Manuel asintió.

—Pues los he tratado con el “pc” y me ha dado esto.

La muchacha enseño la hoja donde una línea discontinua unía dos puntos señalados con dos cruces griegas. Entre medias, había otros siete símbolos.

—¿Ve estas dos espadas? —Manuel asintió de nuevo— ¿Ve aquí cuatro equis?

—Sí —dijo él.

—¿Para usted, qué es esto? —preguntó la muchacha.

—Parecen dos aves —respondió.

—¿Y esto? —siguió interrogando Andrea mientras se comenzaba a exaltar algo en su foro interno.

—Pues… no sé. Parece… un animal dentro de un círculo.

Entonces, como llevada por el ímpetu de un tahúr que mostrara su mejor baza, comenzó a desplegar varias hojas sobre la mesa.

—Mire. En esta escultura está ese cordero en un círculo. Y en esta vaina de espada están las cuatro equis.

Manuel revisó la vaina de la espada de Martín Antolínez contando las “X” que figuraban en ella, pero tan sólo era un dibujo. Coincidía que había cuatro signos iguales en uno de los puntos del mapa. Sin embargo, pensó que eso era querer ver agua en mitad de un desierto por el simple hecho de tener sed y, con todo, no dijo nada que pudiera ofender a Andrea.

Ella colocó otros dos dibujos delante de la cara de Manuel, pero él las apartó con delicadeza para contar las cruces griegas que se extendían en el ropaje de Don Jerónimo. Eran exactamente tantas como puntos había en el mapa y, por primera vez, se comenzó a interesar en serio. Disimuló consintiendo que la muchacha le mostrara los otros bocetos que le quería exponer. Andrea los plantó sobre las anteriores.

—En esta otra, están estas serpientes enredadas —dijo señalando la vaina de la espada de Alvar Fáñez—. Y aquí están las dos aves —informó poniendo el dedo junto al hombro de Doña Jimena—. ¡Ah! Aquí está una espada y aquí la otra —finalizó diciendo Andrea señalando a las imágenes de Albar Fáñez y de Martín Antolínez.

Manuel lo observó detenidamente mientras fruncía el ceño y apretaba los labios.

    

—¿Y no es posible que viendo las manchas borrosas e influenciada por todo lo que has visto por Burgos, construyeras tú estas formas inconscientemente?

A punto estuvo Andrea de dejarse llevar por un arrebato airado, pero se supo contener.

—Es posible. Aunque le aseguro que si usted cogiera el “pc” y diera los pasos que yo he dado, se encontraría con algo parecido. Lo único que he hecho ha sido aplicar un filtro de enfoque para aislar los diferentes tonos. Después, sólo he unido los píxeles oscuros.                                                                                            

—Estoy seguro de que así ha sido. No te enfades, solamente he hecho igual que hace un hombre del servicio técnico que, cuando le dices que tu ordenador no funciona, lo primero que te pregunta es si el aparato está enchufado y lo segundo que si has apretado el botón de encendido… pues yo me tengo que plantear todas las posibilidades.

Andrea miraba a Manuel a la espera de que alcanzara alguna pauta sobre la que seguir indagando. Él, mientras, mantenía los ojos en los diferentes motivos. Al fin, tomando aire en un profundo suspiro, hablo:

—Muy bien. Supongamos que tiene relación lo uno con lo otro. ¿Qué crees que significa?

—Creo que… algo, lo que sea, se ha ido repartiendo por estos siete puntos de aquí.

—¿Crees que es el mapa de un tesoro? –preguntó Manuel denotando desacuerdo.

—Aunque, tal vez —continuó hablando Andrea sin dejar de mirar al dibujo—… lo más lógico sería elegir el lugar más importante. Alejandría puede ser ese sitio.

—En el caso de ser lo que crees que es, Alejandría ha sido desfalcada tantas veces que, si quedara algo, no sería demasiado importante —adujo Manuel—. O, fíjate en esta ciudad. El mismo recinto donde el Museo se está levantando, se ha removido cuatro veces en doscientos años, ha sufrido una desamortización, invasiones… La Plaza Mayor, por otro lado, se ha levantado incontables veces. Y qué te voy a decir de los cauces, si Burgos en la antigüedad tenía cinco cauces que lo atravesaban y hoy por hoy sólo dos están a la vista. Qué no se habrá hecho allá donde había edificios que ya no existen. Así que si lo que has descubierto atiende a algo cierto… estoy convencido de que es tarde para desenterrarlo.

—Puede ser, pero… yo quiero intentar averiguar algo más.

—Eres libre de hacer lo que creas —aseguró Manuel—. Pero no quiero que pierdas de vista el proyecto del Museo porque, además, creo que lo estás enfocando de una manera muy interesante, no pierdas el objetivo y afina el último disparo.

 

Andrea salió del aula de tutoría sin nada nuevo con respecto a lo que ya tenía, pero algo le hizo pensar que, tal vez, en Burgos se había quedado alguna parte de ese “tesoro” que se había repartido entre las ciudades indicadas en el plano. Eso, si era Burgos el lugar definido por la cruz situada sobre la Península Ibérica.

Decidió que, si el mapa había sido custodiado por el clero y el clero era el que dominaba el mundo en el momento en el que se pudo elaborar aquel plano, tal vez encontraría respuestas en las iglesias de la ciudad.

Se cubrió con varias prendas, doble calcetín y finalizó con el anorak marrón de capucha descomunal. Determinó recorrer todos los templos que quedaban en pie. Para ello, comenzó por “La Antigua” del barrio de Gamonal. Más hermosa por el romanticismo que la rodea que por su esplendor real.

Al curiosear cosas sobre ella, descubrió, no sólo que era un templo normal, sino que de antigua tenía menos que la mayoría de iglesias que quedaban en pie, pues fue erigida en el siglo XIV. Aunque sí que es cierto que hubo una iglesia anterior en aquel mismo sitio, lugar donde cuentan que se apareció la Virgen. En su honor, se levantó un edificio del que tan sólo queda una piedra. Y eso era poco para indagar.

Averiguó, a medida que fue visitando las diferentes edificaciones cristianas, que poco quedaba de original y nada de lo referente a tesoros ocultos. Todos los elementos que veía eran mucho más recientes y universales. Andrea buscaba aquellos símbolos de los comienzos del cristianismo, donde encontrar una imagen de un cordero o de unas aves tenía relevancia. Pero a su alrededor sólo había imágenes barrocas y pinturas renacentistas. Poco donde esconder claves conspiratorias.

A pesar de todo, según bajaba por la calle Vitoria hacia el centro de la ciudad, un pensamiento impreciso hizo que se fraguara dentro de su cabeza la seguridad de que estaba cerca de algo. Y todo, gracias, precisamente, a la extraña circunstancia de que ya no quedaran indicios de materiales del siglo IX. Se convenció de que si no quedaban en pie los edificios relevantes era porque alguien se había esforzado en que así fuera. Aunque, ese alguien, tenía que haber vivido tantos siglos que sólo podía ser una institución tan poderosa como la propia Iglesia.

Se le enervaron los vellos de la piel y, al momento, se defraudó a sí misma. Tanto había leído sobre los soldados de Cristo y los Templarios, y tanta literatura se había generado en torno a ello, que Andrea había perdido todo el interés sobre esos temas. No daba crédito a cosa alguna donde interviniera dicha organización y, ella misma, a punto había estado de fabricarse una historia relacionada con ellos.

Cuando llegó a la calle de San Pablo, al otro lado del puente del mismo nombre, junto al museo en construcción, encontró unos paneles plantados junto a las vallas de las obras que describían con todo lujo de detalles cómo debía haber sido el Monasterio que se había mantenido durante siglos en aquel mismo lugar.

Entonces, vio los dibujos que se diseñaban en lo que fueron los suelos de aquel lugar. Formas geométricas que parecían flores pero que a los ojos analíticos de Andrea, resultaron ser cruces griegas superpuestas con diferentes inclinaciones. Recordó que, en el mapa, una de las cruces griegas estaba en la Península y otra en Alejandría, aunque había otra más por ahí. Algo se le presentó nítido de repente. Había pasado por alto algún pequeño detalle, había elementos sin relevancia que se repetían en varias localizaciones. Primero pensó que podían tener significado jeroglífico pero, sin saber por qué extraña razón, su mente decidió plantearse una posibilidad incongruente, al menos, en relación con los argumentos de los que disponía. ¿Y si esos grafismos que se repiten en puntos diferentes, definen un mismo lugar en diferentes escalas?

Recordaba que, en un lugar del mapa situado entre Italia y España, había un icono triangular similar al que había en Alejandría, pero no lo podía asegurar. Se le ocurrió que, tal vez, podía utilizar el trazado del mapa cambiando su escala, mantener el punto de salida en Alejandría y colocar el punto de llegada en el lugar donde se encontraba el segundo de los triángulos, de tal forma que los demás puntos se reubicaran por el espacio. O, quizá, sustituir el punto de inicio por ese segundo triángulo y Burgos siguiera siendo el punto de llegada.

La noche de aquel miércoles se comenzó a cernir tan fría como era de esperar. Andrea se apresuró para ir a su habitación a hacer las comprobaciones que liberaran su cabeza de tantas elucubraciones.

Pero, al llegar al albergue, un rumor cálido, tanto como el aire que se respiraba al entrar en el edificio, salió en su busca desde el comedor. Eran comentarios y risas de unos jóvenes que contaban anécdotas y se revelaban intrigas personales mientras alguno tarareaba alguna tonada navideña.

Andrea se dejó arrastrar por las voces y descubrió a sus compañeros de beca, sentados alrededor de una mesa, a la espera de que les sirvieran la cena, conociéndose unos a otros con plena confianza y cordialidad.

Se acercó hasta ellos con calma y recelo, pero una muchacha se giró, la sonrío efusivamente y se puso en pie.

—¡Hola! Vos debes de ser Andrea —le estrechó la mano y le dio dos besos. —Yo soy Sonia.

Andrea recorrió la mesa con gesto afectuoso y se entregó al comprobar que, sus compañeros, lejos de marcarle distancias, la acogían como si se conocieran de toda la vida.

Fue un acierto hacer caso de los consejos o, más bien, cumplir con las exigencias de Manuel. Durante las cuatro horas que estuvieron charlando y riendo, en el comedor primero, en la cafetería Siglo XX después y por los pasillos del albergue a últimas horas de la noche, no recordó nada de lo que los había reunido en aquella gélida ciudad. Había disfrutado de una noche formidable y entrañable como sólo había conocido en el seno de su familia o junto a sus dos amigas más íntimas pero, aquella vez, con personas de siete nacionalidades diferentes, tres de ellas, americanas.

Aquella noche… por primera vez en tres días, durmió relajada y satisfecha de estar allí.

 

El jueves, Manuel se levantó con la serenidad que lo caracterizaba, pero pretendía ser tajante con los becados. Daba por terminada la semana porque sabía que el viernes un par de jóvenes se irían a sus respectivas casas, por cercanía, para regresar el lunes. Había analizado todo lo que había visto durante las tutorías y, como no le gustaba criticar cosas particulares de la gente, sino encontrar un defecto común sobre el que hacer hincapié, esperó a tenerlos a todos reunidos aquella mañana.

Durante sus años de docente había comprobado que daba resultado sacar a la luz los defectos o las deficiencias que todos sus alumnos adolecían. Ayudaba a que se unieran y se apoyaran incluso en las carencias individuales de cada uno. Razón por la que necesitaba que Andrea formara parte del grupo. Para que no se hundiera o para que no pensara que aquello no iba con ella.

—Los conocimientos —les dijo en la cafetería del albergue antes de que terminaran de desperezarse—, son la base sobre la que vosotros tenéis que crecer y elevar todo el potencial que tenéis. Debéis utilizar las herramientas que todo el mundo tiene a su disposición pero que vosotros debéis dominar por encima del resto. Y tenéis que generar algo nuevo y espectacular. Sin embargo, lo que he visto aquí en vosotros, sencillamente, es que creéis que sois un grupo de aprendices —guardó silencio para apreciar las miradas desconsoladas de algunos, ofendidas de otros y sorprendidas de todos—.Vosotros os colocáis como base y, usando las herramientas, aplicáis vuestros conocimientos como quien hace una suma. Cualquiera que disponga de los libros de diseño, de arquitectura o de vuestras respectivas carreras, cualquiera que disponga de los libros con los que habéis estudiado podría ofrecer los mismos resultados que vosotros me habéis entregado. El miércoles de la semana que viene será el ecuador del proyecto. Entonces tendréis que tener las cosas muy claras porque os quedarán cuatro días laborables para entregar el trabajo terminado. El lunes, a primera hora, quiero ver la evolución de vuestro proyecto porque a partir del miércoles ya no contaréis con mi ayuda. —Volvió a guardar un silencio que se solemnizó con la hierática actitud de todos y, al momento, se despidió—. Hasta el lunes. Disfrutad del fin de semana pero intentad entregarle algo de tiempo al tema que nos ocupa. Ya sabéis donde encontrarme.

Manuel selló sus labios definitivamente, se puso el abrigo con calma a la espera de que los jóvenes intervinieran de algún modo y cuando comprobó que ellos estaban aguardando a que él se fuera, actuó en consecuencia.

Los compañeros de Andrea se miraron entre sí con cierto rubor. Cada uno de ellos pensaba que el discurso estaba dirigido a su propia persona y temía que el resto se percatara. Al momento, abandonaron la sala de reuniones ofendidos y gravemente molestos haciendo comentarios groseros sobre Manuel. Mientras tanto, Andrea se sentía humillada. Había buscado en el fondo de aquella ciudad, había paseado con sus gentes y había comenzado su trabajo sin elaborar un sólo boceto de los espacios que quería construir. No había hecho nada de aquello de lo que se había quejado Manuel y se sentía sumergida en el mismo saco.

—¡Aguanten! —dijo con la voz enfurecida. Todos los chicos se giraron hacia ella—. A lo mejor solo quiera herir nuestro orgullo para que nos esforcemos más. Hay que tener en cuenta que esta beca es obra suya —aseveró—. Y su éxito dependerá de nuestra capacidad.

Los chicos comenzaron a acercarse a Andrea para prestar atención a sus palabras al entender que tenía cierto sentido lo que decía.

—A los que ya tengamos una línea que seguir, les propongo que nos reunamos, que respetemos las ideas de los demás sin plagios y que nos ayudemos mutuamente a encontrar los puntos débiles de los demás.

Aquellos jóvenes, que habían compartido mesa y todo tipo de temas de conversación, se miraron con desconfianza unos a otros. Eran capaces de contarse intimidades de su vida diaria y no estaban dispuestos a dejar ver el más mínimo detalle de sus proyectos a sus compañeros.

—Increíble —se alarmó Andrea—. Yo sí sé lo que quiero hacer. Y lo diré en público para que, si alguno me lo piratea, el resto sea consciente de sus fregaderas. Voy a transformar los muros en un compendio de todos los estilos arquitectónicos. Desde lo más tosco, la tierra y la roca de Atapuerca, pasando por el románico y el gótico, hasta lo más modernista. De abajo hasta arriba y en progresión difusa para que el edificio no parezca un batiburrillo absurdo. Tal vez, para alcanzar ese no sé qué que impida que sea ese batiburrillo necesite la ayuda de todos ustedes Estoy dispuesta a aceptar todos los consejos y a ayudar a quien crea que lo necesita.

Todos miraron a Andrea en silencio. Ninguno reaccionó ni pronunció palabra alguna. Ella, decepcionada, se giró y marchó. Los demás, siguieron en la misma posición unos segundos, incluso cuando Andrea ya había desaparecido de delante de ellos.

La joven subió a su habitación y retomó sus bocetos. Quería seguir su investigación pero, antes de todo eso, quería dejar algo definitivo para ofrecérselo a Manuel el lunes a primera hora. Se sentía frustrada por lo que había dicho su tutor, y más aún por la actitud de sus compañeros. Lo que no sabía Andrea era que Manuel estaba muy satisfecho con el planteamiento que le había ofrecido el día anterior. Sin embargo, ella se lo tomó como algo personal y comenzó a poner remedio.

Sobre un plano de Burgos, Andrea situó al Cid como presentador del edificio, pues parecía que estuviera indicando la ubicación del Museo a toda la ciudad. Después planeó limpiar de árboles el espacio que permitiría ver dicha escultura desde el edificio. Entonces, se le ocurrió hacer la puerta principal en el punto más cercano al puente y hacia el que apuntaba la espada. Esa fachada sería redondeada para que no hubiera ninguna esquina que delimitara la visión desde dentro. Tendría que ser una estructura que se superpusiera lejos del edificio que se estaba levantando. Como si le pusieran un gran monóculo. Iba a ser de cristal, pero el pórtico emularía al de la Catedral y, todo ello, parecería una gran vidriera colorista. Después, los muros restantes, siguiendo la arquitectura que se estaba erigiendo, comenzarían a estratificarse tal y como había imaginado ya varias veces.

—Creo que esas diferentes franjas de estilos no deberían ser horizontales.

Andrea se giró y descubrió a la misma chica que la había recibido con una expresiva sonrisa la noche anterior.

—Muchas gracias Sonia. Algo así me dijo Don Manuel.

—¿Don Manuel? —se extrañó—. Va a resultar que no sos amigos íntimos. A no ser que te hayas propuesto hacerme creer lo contrario.

—¿Qué? —se sobresaltó Andrea—. ¿Amigos íntimos? Yo no conocía a ese fulano hasta el lunes por la noche.

—Bueno, no me culpes a mí. Os vimos hablando dos veces a solas y vos no te reunías con nosotros en ningún momento. Todos creemos que esto es una mascarada para llevar a cabo el proyecto que Manuel tiene concertado con vos —aseguró llanamente la muchacha.

—¿En serio creen eso? —se alarmó Andrea—. ¡Por Dios, no inventen! Qué bola de pendejos.

—Te aseguro que si estuvieras entre nosotros y vieras lo que nosotros hemos visto, creerías algo similar.

—¡Pues no es así! —gritó ofendida.

—Bueno… en primer lugar… todos lo llamamos por su nombre de pila. Manuel. Haz vos lo mismo, porque parece que quisieras marcar una distancia que no existiera en realidad. En segundo lugar… no intentes ayudarnos. Parece que quisieras hacer más equilibrada la lucha. En tercer lugar… espero que no ganes, porque no ibas a disfrutar mucho de tu triunfo y se podría ensuciar la reputación de Manuel. En cuarto lugar… me gusta tu proyecto y me encantaría que me ayudaras a hacer el mío.

La cabeza de Andrea se llenó de preguntas sobre lo que Sonia le acababa de decir. ¿Qué no ganara? ¿Qué no los ayude?

—Por lo visto, haga lo que haga, siempre van a pensar lo peor —advirtió Andrea.

—Por lo visto —aseveró Sonia.

—Pues… ¿Sabes lo qué? Te regalo mi proyecto. Vamos a ver qué has hecho tú y fusionamos lo tuyo con lo mío y te lo quedas.

—Me habría encantado hace una hora, pero ahora ya has aireado tu proyecto y la siguiente en figurar en el punto de la sospecha sería yo —recordó Sonia.

—¿Y si te ayudo no?

—Bueno… depende de cómo lo hagas y de cuánta gente se entere —dijo Sonia en tono confidente.

—Pues tú dirás —aceptó Andrea como si estuviera dispuesta a tirar la toalla.

—Esta noche dejaré una copia de mi informe por debajo de la puerta y vos me harás anotaciones en él. Después, en un momento que creas oportuno, me dejas las correcciones que hayas hecho por debajo de mi puerta. —Sonia sonrió—. Si no se necesita más industria para pasar desapercibidos —aseguró con picardía.

Andrea la miró con cierta desconfianza.

—Bueno, Andrea. Me voy, no vaya a ser que alguien me descubra aquí. —Y, diciendo aquello, Sonia salió a toda prisa por la puerta.

Algo le extrañaba a Andrea. No le parecía hábil, por parte de Sonia, aconsejar de un modo tan tajante que cediera en la pugna por el premio de la beca y, al tiempo, solicitar ayuda. Pero, tan fugaz como la aparición de aquella chica en su habitación, se esfumó su preocupación a ese respecto cuando su mente voló rápidamente a su proyecto. La idea de Sonia le podía ayudar al fin y al cabo, y esbozó la imagen que se le presentó al recibir aquella sugerencia. Aunque, en realidad, era la misma que ya le había dado Manuel.

Dibujó una imagen exterior, en perspectiva cónica.

El edificio resultaba ambiguo, con detalles modernistas en una portada en esquina, acristalada y con un pórtico apuntado pero con un toque sofisticado. Alrededor, unos muros parcheados con retales de diversas índoles artísticas, le aportaban un aire… diferente.

Las grandes vidrieras y los ventanales, estarían cubiertos con cristales de secciones romboides.

Cuando lo terminó, lo ordenó todo en la carpeta del proyecto y, después, se puso a revisar lo referente al mapa de Herodoto.

La noche anterior, antes de reunirse con sus compañeros en el comedor, había tenido una idea en relación a los símbolos repetidos. Tenía que utilizar el mismo dibujo sobre Europa de tal forma que la cruz de la Península se colocara en Burgos y la cruz de Alejandría se colocara en algún lugar del Sur de Francia, entre España e Italia. Todo eso porque, en el mapa, había un triángulo repetido. Uno estaba en Alejandría y el otro en el punto indicado.

Bajó a la sala de internet de la residencia, descargó una imagen vía satélite de Europa y regresó a su ordenador. Adaptó el dibujo a ese espacio colocando la cruz de la Península sobre Burgos pero, para decepción de Andrea, la cruz de Alejandría reposaba en el Mar Mediterráneo. Entonces, giró el grafismo hasta hacerlo coincidir con Aviñón. El resultado no aportó nada mejor que lo anterior porque dos de los puntos se colocaron, aquella vez, sobre el Mar Cantábrico.

Revisó concienzudamente todos los iconos y, como una ráfaga fugaz, la imagen del suelo del antiguo Monasterio de San Pablo se le presentó significativa. Aquel suelo que se decoraba con una cruz griega dentro de un círculo, aunque en realidad había varias cruces en diferentes sentidos componiendo los pétalos de una flor. Tal vez no era casual que la espada del Cid se dirigiera hacia allí después de todo. Andrea miró a la nada durante unos instantes dejando la mente en blanco y, como llevada por una fuerza exterior, se decidió a hacer una nueva prueba.

Volvió a la sala ciber. Descargó una imagen de Burgos a vista de pájaro, que comprendía desde un poco más allá de la plaza de la Catedral hasta un poco más acá de donde se estaba construyendo el Museo de la Evolución…

Abrió el itinerario definido en el mapa de Herodoto…

Colocó dicho itinerario sobre la imagen de la ciudad castellana y, situando la cruz de Alejandría sobre el lugar en el que se ubicó el Monasterio de San Pablo, lo escaló hasta hacer coincidir el punto de la Península Ibérica sobre la cruz latina que da forma a la Catedral. A pesar de todo su esfuerzo, y por más que miró, no encontró nada llamativo.

De pronto, los ojos curiosos de Andrea, se abrieron instintivamente. La muchacha se tapó la boca para sostener un grito de incredulidad. No podía creer lo que estaba viendo a pesar de que parecía que lo había estado buscando insistentemente desde que abrió aquel libro del Monasterio de Las Huelgas y analizó la fotografía de dos monjas que custodiaban una piel de vaca donde se había diseñado el Mapa del Mundo, seguramente, en la era Medieval.

Aquel itinerario definido desde Alejandría hasta la Península, resultó ser lo que Diego Rodríguez Porcelos  utilizó como guía…

El trazado definía perfectamente el urbanismo primigenio de Burgos. Iba desde “La senda de los elefantes”, dibujaba la Plaza Mayor, recorría la Plaza del Mercado Menor, dibujaba la Plaza del Mercado Mayor, hasta llegar al mismísimo centro del lugar donde se estaba construyendo el Museo. Justo donde estuvo el Monasterio de San Pablo.

Completamente abrumada, Andrea tomó nota de los puntos definidos en aquel plano y salió de la Residencia con urgencia.

Veinte minutos después, la joven se encontraba en el punto de partida. En un callejón que unía la calle de la Paloma con “La senda de los Elefantes”. Todo lo que encontró, eran edificios relativamente recientes repletos de bares. Lo que no sabía Andrea era que, bajo esa calle que estaba pisando, un caudal de agua recorría las entrañas de la ciudad de norte a sur hasta alcanzar el Arlanzón. Por lo tanto, tampoco se podía preguntar si bajo ese riachuelo podía haber algo esperando desde hacía diez siglos.

Al continuar por la Plaza Mayor, comprobó que en el punto superior, había un grupo de árboles.

—¿No serán sus raíces las guardianas de algún tesoro? —Se imaginó aquella vez.

Tras mirar con suspicacia las obras que la rodeaban, que levantaban el suelo por todos los rincones, se acercó hasta el lado opuesto, donde se encontraba el otro punto. Confundió el punto en un primer momento. El que eligió coincidía con un Club de varones con muchos años de tradición, pero, no los suficientes. Aunque —pensó Andrea—… tal vez en sus sótanos se guarde algo que ni siquiera ellos conozcan. Sin embargo, al momento se dio cuenta de que el punto identificaba al Ayuntamiento. Y, lógicamente, aquello tenía más sentido.

Prosiguió su caminata por la estela dibujada en su hoja, y no halló nada más que suelo empedrado, los vértices de la Casa del Cordón, una pastelería y una farmacia.

Por supuesto que debajo de aquellos sitios podía encontrarse un tesoro entero, y los residuos de una antigua civilización desconocida, incluso la Atlántida. Pero… ¿Qué podía hacer Andrea con aquella suposición?

Se sintió como un personaje de cuento, de aquellos que desvelan la verdad dormida de algún mundo marchito, levantando las riquezas naturales que se asientan en las tierras. Un gato con botas, recorriendo los campos, hablando del Marqués de Carabás y terminando con la tiranía de un Ogro. Pero nadie, jamás, conocería lo que Andrea estaba segura de haber encontrado que, de momento, era saber que el trazado de las calles de Burgos estaban prediseñadas muchos años antes de que Diego Porcelos llegara hasta allí con un mapa proveniente del antiguo Egipto.

Andrea cruzó el puente, vigilada por las ocho esculturas, y se acercó hasta el edificio en construcción con la mente liberada de toda intriga y elucubración. Al fin, sin fantasear sobre reliquias antiguas, ni tesoros escondidos, volvió a mirar el objeto de su viaje a aquella extraordinaria ciudad. Extraordinaria y fría.

Allí, en aquel momento, vislumbró cómo iba a ser definitivamente su estructura exterior y, antes de cambiar de idea o de que ésta se le nublara, la esbozó ligeramente. Le dio una serie de sombras y luces para que cobrara mayor fuerza. Desarrolló la superficie superior como una rampa que ascendía de un ángulo al opuesto, en su diagonal, hasta elevar un mirador desde el que se pudiera divisar la Catedral y todo el Paseo del Espolón. A su vez, aquel techo inclinado, recogería la luz del día hasta bien entrada la tarde.

Así, de un plumazo, retiró todo el peso que soportaba en su cabeza: primero al convencerse de su descubrimiento; y, después, al liberarse de sus dilemas profesionales. Sin embargo, aquel vacío que se le generó, sin inquietudes, sin nada en lo que pensar, y a pesar de creer haber resuelto el enigma que la desvió de su proyecto por demasiado tiempo, Andrea no estaba cómoda al sentirse ajena de toda distracción. Y como su mente no se había adormecido, ni su mirada analítica había perdido capacidad, al guardar su boceto junto al resto de anotaciones, los símbolos del trazado del mapa de Herodoto volvieron a cobrar importancia como el reflejo de un rayo de luz en un diamante perdido en el fondo de un oscuro rincón.

 

—¿Usted recuerda si existe alguna descripción de los suelos del Monasterio de San Pablo?

—Hija. El Monasterio desapareció hace tanto… Yo ni siquiera había nacido por aquel entonces.

Andrea había vuelto a recorrer las parroquias de la ciudad en busca de los párrocos más longevos y, a cada uno de ellos, les hizo aquella misma pregunta.

—Verá. En los suelos había una cruz griega dentro de un círculo y me preguntaba si es posible que también hubiera un triángulo acompañándolo.

 

Pero no encontró otra respuesta a aquellas dudas. Todas las que recibió, allá donde fuera, eran exactas a la primera. Y eso que recorrió, una a una, todas las iglesias que existían en la actualidad.

Sin embargo, a una de aquellas respuestas, se sumó una información. Un octogenario párroco, sordo y casi ciego, le dijo:

—¿Sabes dónde puedes encontrar alguna respuesta al respecto? En el Colegio de Arquitectos de Madrid.

—¿Por qué el de Madrid? —se extrañó Andrea.

—Bueno, aquí no hay escuela de arquitectura… Y de varios responsables de la COAM han dependido muchas de las obras que se han hecho por el centro de Burgos, incluido el Monasterio de San Pablo.

 

 

  1. PLANES DE FUTURO

 

 

Manuel estaba muy satisfecho con el trabajo de tres de los becados pero, conociendo la despierta condición de Andrea, estaba casi seguro de que, si era capaz de plasmar sus ideas con acierto, estilo y orden… tenía el proyecto a su alcance.

Pocas veces había conocido a una persona con tanta fuerza en sus percepciones, vivacidad en sus análisis y solidez en sus conclusiones. Sin duda, jamás nadie había reparado en el texto bajo la imagen de Don Rodrigo Díaz de Vivar, que revela la palabra “ALA”, a pesar de haberla leído decenas de veces. Esa chica, en tan sólo cuatro días se había impregnado tanto del agua de lluvia, habitual de la ciudad, como de los rastros más antiguos e intrínsecos de aquélla. Qué no alcanzaría si se quedara unos años a desentrañar cada resquicio.

Manuel tenía proyectos más altos que el simple hecho de haber promovido aquella beca para el Museo de la Evolución. Políticamente, lo estabilizaría en el Ayuntamiento o, incluso, si movía bien las fichas, en la Diputación Provincial. Sin embargo, era un pequeño paso para embaucar a la Iglesia.

Tenía un gran proyecto que no podía airear con demasiada ligereza. Debía conseguir que, el asunto que estaba manejando en aquel momento, fuera un éxito. Necesitaba que Andrea, u otra persona, daba igual, que quien sea alcanzase la brillantez en sus capacidades y mostrase al mundo un regalo celestial para los ojos de los obispos que habían apoyado la empresa de investigar a fondo lo referente a Atapuerca. Tenía que deslumbrarlos para que fueran ellos quienes se interesaran en sus nuevas propuestas en vez de ir él mismo mendigándoles su apoyo.

 

Manuel, burgalés de nacimiento, había vivido casi toda su vida en Madrid, desde los diecisiete años. Y hacía tres años, se había presentado a unas oposiciones de la Junta de Castilla y León. Las superó como número dos y se reencontró con su ciudad natal.

Tal y como hizo Andrea, dedicó días enteros a recorrer las calles “encantadas” de Burgos. A él le gustaba decir que estaban “encantadas” porque estaban hechas de cantos, broma heredada de Paco, una amistad de la juventud.

Encontró tantas maravillas como las que había estado descubriendo Andrea, sólo que, aquél, desde un punto de vista mucho más humano y sentimental.

Desde entonces, desde su regreso, comenzó a fraguar su gran obsesión: levantar un enorme complejo, en una zona de reciente urbanización denominada G3, que llevara todos los prodigios de la ciudad a sus rincones. Tendría una superficie del tamaño de tres estadios de fútbol como el de “El Plantío” y contaría con dos plantas; la planta baja estaría llena de tiendas tematizadas y contaría con algún rincón de ocio y un par de cafeterías; la planta alta y las zonas posteriores del recinto, serían las encargadas de cobijar copias exactas de los objetos, de las esculturas y de los motivos de mayor valor de toda la ciudad, desde la fachada de la Catedral y una de sus agujas a ras de suelo, hasta los vanos repletos de esculturas del Arco de Santa María, sin olvidar los rostros de las figuras de la mujer, el hijo y las amistades del Cid Campeador. También estaría una réplica de la puerta de San Lesmes, de la Escalera Dorada y del retablo de la Cartuja de Miraflores. Una miniatura de dos metros de alta, de la cámara mortuoria de los Condestables, que se desplegaría como si contara con bisagras en sus rincones para poder disfrutar de cada elemento desde una perspectiva inusitada.

 

Manuel estaba seguro de que, en poco tiempo, aquel complejo, comenzaría a disponer de grandes superficies adheridas, en las que se comenzarían a hacer eco de otros milagros del arte y de la arquitectura de la provincia, de la región e, incluso, del país entero. En unos años, sería un referente museístico a nivel mundial. Y quién sino la Iglesia, iba a ser capaz de tal derroche. Además… aquella poderosa institución no necesitaba hacer promoción ni publicidad. Con que se hiciera y se filtrara entre los fieles, ya se convertiría en un lugar de peregrinaje insultantemente lucrativo.

Por supuesto, Manuel no pretendía conformarse con vender la idea. Ni siquiera con venderla y, además, diseñar todo lo requerido. Su ambición era gestionar todo el lugar y asegurarse de su mantenimiento para que siempre se encontrara en perfectas condiciones.

 

Hablaba de ello con Sara cada día, ya que aprovechaba su puesto funcionarial para tantear los terrenos, revisar los cambios en la legislación, estudiar las concesiones a la Iglesia y seguir de cerca todos los parámetros que necesitaba conocer para poder enfocar correctamente su estrategia.

 

Aquel viernes, Manuel tenía en la cabeza los datos que había extraído Andrea de aquella ciudad. No dejaba de pensar en que, perfectamente, los testimonios dejados sobre el mapa de Herodoto podían haber sido incluidos después de la elaboración de las esculturas, allá por la década de los 60. Incluso podía haber sido manipulada la fotografía. Sin embargo, no podía retirarlo de su pensamiento.

A mediodía, reunió todos los documentos relacionados con el Museo de la Evolución, y los ordenó minuciosamente para que los pudiera recoger Don Ángel cuando se acercara por allí, tal y como habían acordado. Había asegurado que lo prepararía el lunes o el martes de la semana siguiente pero, tal y como se presentaban las dos semanas próximas, se vio obligado a esforzarse para adelantar trabajo. Los días sucesivos los hipotecaría en los muchachos becados porque no podía consentir que se diluyera la importancia de aquel proyecto por culpa de la mediocridad.

Tanto se obcecó por adelantar el trabajo de las oficinas de urbanismo del Ayuntamiento, que no siguió su costumbre de ir a almorzar a la cafetería del Casino.

Apuró los minutos hasta última hora en que, puntual, su mujer pasó a recogerlo para ir a comer. Después, a las cinco de la tarde, tenían planeado ir juntos a recoger a las niñas al colegio.

Salieron del Ayuntamiento dados de la mano y según se acercaban al Teatro, de camino al restaurante, Manuel recordó lo que Andrea había descubierto.

—Mira cariño. Ven a ver algo curioso en la estatua del Cid —dijo tomándola de la mano.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó intrigada.

—Nada —aseguró Manuel con una sonrisa pícara—. Es la misma de siempre pero… a ver si encuentras algo muy curioso en la inscripción –le comentó con tono divertido.

—La habré visto mil veces –decía, intentándose zafar de los tirones de su marido.

—Tú lee con detenimiento lo que pone.

Sara, con la intención de terminar con aquello de una vez, comenzó a leer a golpe de sílaba. El hambre apretaba y no sabía qué se traía entre manos Manuel, conocedor de la urbe por pasión y profesión.

—¿Qué tengo que encontrar? —se interesó cuando hubo terminado—. ¿Algún juego de palabras?

Manuel, intranquilo tras descubrir entre aquellos caracteres lo que le había mostrado Andrea en fotografía, miró a su mujer con los ojos cargados de un brillo intrigante y le dijo:

—Vale… pues mira las letras sin atender a su significado.

Sara, resoplando con cierto aire de hartura, comenzó a revisar el texto o a hacer como que lo revisaba y, de pronto, se percató.

—¿Las letras pequeñas? —preguntó.

—Qué, las letras pequeñas qué —siguió con la intriga.

—Que hay tres letras en la placa que son más pequeñas que las demás —insistió Sara con un cansancio denotado en su pronunciación.

—Tres letras que si se leen en orden…

—¡ALA! —alzó la voz Sara recobrando cierto nervio y acompañando a su marido en la sorpresa por primera vez—. Pero… ¿Eso está hecho a propósito por algo o será casualidad? Será casualidad. ¿No?

—No lo sé. Me vino ayer la chica del otro día con ello… y con alguna que otra curiosidad que, de ser cierta —Manuel desorbitó los ojos—… ¡Guauuu! Sería el descubrimiento más importante de toda la historia… ni la Sima de los Huesos se podría comparar.

—¿De qué se trata? —se interesó Sara, con un matiz de inquietud y suspicacia.

Parecía no interesarle el tema del que habían hablado Andrea y Manuel tanto como el tiempo y el tono que habrían empleado en hacerlo.

—Pues… al parecer… ha descubierto la existencia de un mapa… que, según piensa ella… o eso creo, es de la época de Diego Porcelos.

—Ya —pronunció Sara como si estuviera atendiendo con curiosidad.

—Y, en ese mapa de Europa, por casualidad o no, aparecen distribuidos los atributos que adornan a las figuras de ese puente —le comentó señalando hacia el puente de San Pablo—. Los pájaros que lleva Doña Jimena al hombro; el cordero del bastón de… no sé quién; una cruz dentro de un círculo en el bastón de otro… En fin, que hasta ocho elementos coinciden.

—¿De cuándo son esas esculturas? —inquirió Sara con seriedad.

—De hace unos cincuenta años —respondió Manuel.

—Entonces… no veo la importancia de ese descubrimiento, ni siquiera que sea un descubrimiento —aseguró con la voz serena y satisfecha de sí misma—. Igual que ella, mucha otra gente conocerá ese mapa. Sobre todo esos amigos tuyos… el tal Don Ángel y sus colegas de juerga.

—¿Colegas de juerga? —Se rió Manuel.

—Sí, esos que todos los días se inventan esas parábolas para justificar ponerse finos a vinazo y a hostias.

Manuel rompió a reír a carcajadas absolutamente desatadas e incontroladas.

—Así que —continuó diciendo Sara, con elocuencia—… perfectamente podían haber encargado que introdujeran esos elementos en las figuras. Por lo tanto… sería suficiente con encontrar el mapa para darles importancia a los símbolos sin necesidad de que se encuentren en las esculturas.

Manuel fue cediendo en sus risotadas comprendiendo la solidez del argumento de su esposa.

—Eso –incidió Sara—, si la fotografía no es posterior a la ejecución de las esculturas, con lo que dejarían de tener importancia inmediatamente —sentenció.

—Desde luego… en eso segundo ya había pensado… pero, lo que de verdad me ha parecido contundente de lo que has dicho, es lo de que, el hecho de que coincidan los signos en esos dos sitios no tiene mayor importancia, porque, en realidad tienes razón —Manuel se quedó pensando con un gesto de rubor—. Y fíjate que yo, cuando vi la foto, no le di mayor importancia hasta que esa chica me mostró las coincidencias… pero, visto tal y como me lo has puesto… me siento estúpido.

—Bueno —Sara intentó aligerarle el peso de la torpeza a Manuel—. Realmente, resulta más impactante de esa manera. Que parece un mapa del tesoro con pistas repartidas por una ciudad.

—Claro… seguramente me he dejado llevar por mi parte más infantil. —Sonrió Manuel—. Y te confieso que tuve una sensación maravillosa… como si fuera Peter Pan o, al menos, alguno de los chicos que vivían en el País de Nunca Jamás.

—Entonces. —Sara lo sonrió y acarició su rostro con un beso suave—. Quédate con esa sensación y no intentes ir más allá para que no te lleves la decepción que te llevaste con la vida del Cid.

—Tienes razón. —Sonrió satisfecho Manuel—. Pero, a pesar de que El Cid no fuera exactamente el que todos creímos que era, para mí sigue siendo uno de los personajes más grandes de esta nación. Porque, había que ser muy hábil e inteligente para moverse con tanta soltura en una época tan hostil. Y tuvo que ser un guerrero excepcional. Tanto que, tal vez, no haya habido otro igual en todo el mundo —comentaba con pasión, mientras le daba paso a Sara hacia el salón de uno de los mejores restaurantes de la ciudad, en plena calle Vitoria a escasos cincuenta metros de la escultura del Cid—… ni Atila, ni Carlo Magno, ni Yoda Origami.

—¿Quién? —se extrañó Sara.

—El bicho pequeñito y verde de la Guerra de las Galaxias —dijo Manuel como si fuera evidente y, además, veraz.

Sara no paró de reír hasta que se encontró con el rostro profesional y serio del Maître del restaurante.

 

La tarde, tras recoger a las niñas del colegio, la pasaron en la calidez del hogar. Mientras la temperatura en la calle era inferior a cero grados y el cielo se oscurecía, la familia se acurrucaba en los rincones del salón. Las niñas jugaban al parchís y los padres veían una película.

Manuel, en un momento dado, miró hacia los ventanales empañados. Vio unos resplandores dorados dispersarse en el vaho del cristal. Eran las farolas que iluminaban el camino por aquellas calles solitarias de la zona de La Castellana.

—Iluminando el camino a seguir… —susurró Manuel.

—¿Qué dices? —preguntó Sara, que había escuchado a Manuel hablar en un indescifrable murmullo.

—Nada… que, al mirar por la ventana y ver las farolas…

—Es bonito ¿Verdad? A mí, me ayuda a vivir más intensamente la Navidad esa luz tan curiosa que entra –pronunció Sara dejando florecer un tono de nostalgia.

—Sí, sí lo es —asintió Manuel contagiado por la magia que mantuvo a Sara con una sonrisa leve en el rostro. Al poco, continuó—. Pues, al mirarlas, he pensado que, con lo oscuras y vacías que están estas calles… cobran más importancia que en otros lugares… para marcar el camino a seguir. Y, como quien no quiere la cosa —prosiguió girándose hacia Sara y dando la espalda a los ventanales—… me he acordado de las esculturas… y esa frase en mi mente, se ha adaptado como un guante a la imagen que tengo de ellas.

Sara, bajando el volumen del sonido del televisor, prestó atención a su marido sin esconder en sus ojos cierto escepticismo.

—Es que —comenzó Manuel su explicación con la pasión a la que ya estaba acostumbrada Sara después de muchos años de relación—… me he imaginado estar a la grupa de la escultura, como si yo fuera El Cid. Con la espada señalando hacia el otro lado del río. Entonces, las figuras de sus amigos, de su esposa y de su hijo, se me han presentado como entes luminiscentes, como esos recuerdos que le dan fuerzas a uno cuando se ve morir. Como si esas figuras le marcaran el camino que debería seguir. —Sara lo observaba sin cambiar en modo alguno el gesto de su rostro. Manuel proseguía—: Como si sumaran todos los símbolos escoltando al caminante para que alcance el punto clave.

—Así que —dijo Sara con la voz pausada y un tanto monótona—… un mapa con ocho símbolos que recorren Europa, dicen que el final del trayecto está en un lugar. Y no sólo dice que está en Burgos, sino que, además, está en el aparcamiento de Caballería. Y todo eso: la fotografía, el aparcamiento… todo data del siglo XX. —guardó silencio, apretó los labios y, negando con la cabeza, continuó—. Cariño… si es que, al final, lo interesante que me podía parecer al principio, me va a acabar pareciendo demasiado vacío de argumento. No le des vueltas. ¿A caso te va la vida en ello?

—No —respondió Manuel un tanto avergonzado y un poco más molesto por la actitud de su mujer, sabiendo que, además, no le faltaba razón.

Se miraron durante unos segundos. Manuel acercó sus labios a los de ella y, al instante, giró el rostro hacia el monitor de televisión, asió el mando a distancia y le volvió a colocar el sonido hasta el punto audible en el que había estado. Sara se mantuvo observando a Manuel un tanto preocupada por si lo habría ofendido y molestado demasiado con sus observaciones tan punzantes, aguzadas por un leve ataque de celos que jamás admitiría. Además, evitaría siempre la acusación obviando la existencia de la otra persona. Y para no darle demasiado valor a lo sucedido… pues todo se lo va llevando el viento, según creía ella, se acurrucó sobre el hombro de él y, juntos, terminaron de ver el largometraje.

El sábado, cuando hubo pasado el tiempo que Manuel entendió suficiente para que Sara no se sintiera perturbada, se metió en una habitación pequeña que usaba de despacho. Allí, se encontraba una maqueta de un gran edificio que se extendía de manera horizontal. Tenía unos senderos a modo de tela de araña que unía a cinco pabellones diferentes. Había coches en miniatura que se ordenaban en aparcamientos encerrados entre los caminos concéntricos. También había zonas arboladas que ofrecerían sombras y una estética apacible. Todo unido daba una idea de la magnitud de aquel conjunto arquitectónico. Pero, para pasmo de su esposa, que lo había seguido por inercia, sin imaginar lo que podía suceder, Manuel comenzó a desmontarlo y a guardarlo cuidadosamente en una caja.

—¿Qué sucede? —preguntó Sara con delicadeza.

—Nada, cariño —dijo ofreciéndole una sonrisa serena.

—¿Por qué desmontas el proyecto?

—Porque… me he dado cuenta de que, a mi edad… no necesito sueños de juventud que van a terminar por obsesionarme —comentó con melancólica voz—. Ha estado bien para mantenerme ocupado. Pero… tal vez es mejor tener los pies en la tierra para ofrecer todo mi tiempo a mi familia y menos tiempo a fantasear.

—Pero, a mí me gustaba ese proyecto —aseguró Sara con la intención de alimentar el ánimo de Manuel.

—Ya, ya sé que me has apoyado en todo este asunto… y en el del Museo… pero ¿Sabes? Me he sentido como un niño en tus manos. —Y el gesto de su rostro se torció en un matiz indescriptible. Detrás de él, escondía rabia, autocompasión, enfado y al niño que aún conservaba dentro de él… todo ello, contenido por el cariño que sentía por Sara para que no se desbocara y llegara a expresarse con devastador efecto entre la pareja.

Sara no hizo mención de decir una sola palabra. Sus ojos se abrieron como si acabaran de clavarle un puñal helado en el pecho y su rostro se estiró incrédulo. No sabía si Manuel se había equivocado al expresarse o si estaba comenzando a sacar a la luz algún antiguo conflicto. Se quedó quieta junto a la puerta, con una mano en el pomo y la otra sobre el marco.

Manuel suspiró gravemente.

—Tú dirás —atinó a decir Sara.

Manuel se giró hacia ella y la miró intensamente.

—Pues… que… soy un tipo apasionado. –Le tembló la voz—. De hecho… muchas veces recupero muchos planteamientos de los que creé con quince años y que, aún hoy, siguen intactos dentro de mí. Sigo teniendo ese punto pueril que me permite soñar con cosas fantásticas. A veces, por ejemplo, me imagino jugando en mitad de Fuentes Blancas con un balón y, de pronto, me encuentro con Figo, con Zidan, con Guardiola, con Stoichkov, con Buyo, con Butragueño… y comenzamos a jugar un partido espectacular. —Sara no sabía muy bien si sonreír o fruncir el ceño, así que eligió seguir con el mismo tono neutro en su rostro. Manuel continuaba—. Y me doy cuenta de que… tengo muchas de esas fantasías, sólo que algunas parecen maduras y sensatas… aunque no es así. Ésta —dijo señalando a la maqueta—… es una de esas cosas.

—Yo creo que es una gran idea y que deberías seguir en tu empeño de alcanzarlo —habló firme y seria para hacerle ver, sin ningún tipo de duda, que no era ninguna estupidez.

—Claro —dijo con un tono contenido.

Manuel volvió a mirar a Sara con sus ojos melancólicos y los labios apretados como si quisiera guardarse las palabras. Al instante, con una voz sostenida para intentar hablar en un tono natural, prosiguió:

—Si alguna de mis locuras infantiles te parece bien, resulta ser algo interesante y oportuno. Pero si no lo compartes… soy un estúpido.

—Yo jamás te he insultado —se defendió Sara con la voz congestionada.

—No. Nunca lo has hecho… pero me tratas como si fuera un niño que no discerniera entre lo lógico y lo absurdo. Utilizas argumentos locuaces y me desarmas el pensamiento que se me cruza por la cabeza. ¿Por qué, cuando comencé a planear esto, no me dijiste cosas como: es un proyecto descomunal; nadie va a querer secundar eso; no veo la rentabilidad en una ciudad como Burgos; ocupas demasiado tiempo en ello y después, tal vez, te lleves un mal trago? ¿Eh? ¿Por qué no?

Sara le dirigía una mirada ofendida y llorosa, pero no respondía.

—Pues, sí, creo en la posibilidad de que, lo que esa chica ha encontrado, tenga sentido. Más incluso que este proyecto pretencioso y egoísta. Tal vez… por eso me acompañaste en ese sueño… porque, a pesar de ser una fantasía igual de infantil, tú también la compartes, y compartes el sueño de poder alardear del logro. Pues, la noticia es: ¡No va a haber proyecto! Ese sueño se acabó porque no quiero volverme loco por él y quiero seguir con mi vida llana, tal y como la tengo. ¿Comprendes? Y, me interesa investigar lo referente a esas esculturas… sin necesidad de sacarle más provecho que la satisfacción personal. Y si no descubro nada… habré disfrutado como el que hace un crucigrama… y si alcanzo algo… lo habré disfrutado igual.

Al terminar de pronunciar la última palabra, se giró y continuó deshaciendo la maqueta hasta dejar limpia la tabla sobre la que había estado montada. Sara aguantó unos cuantos minutos, quieta, triste y abrumada, sin saber qué decir y esperando que Manuel se volviera para darle un beso, como solía suceder cuando habían soportado un momento de tensión. Pero, aquella vez, no llegó el beso reconciliador, ni los abrazos siguientes, ni las disculpas mutuas, ni la conversación serena para asumir culpas por ambas partes y coincidir en formas de actuar si se dieran casos semejantes sobre los sueños del uno y del otro.

Después de diez minutos, con las manos reposando en los mismos puntos donde las había colocado al llegar junto a la habitación, Sara marchó junto a las niñas. Terminó de desayunar con ellas y, después, las tres salieron a pasear por el parque Parral.

Manuel, cuando terminó de limpiar el despacho de todo aquello que no correspondiera con lo estrictamente laboral, se asomó por cada estancia de la casa, pues no había oído marchar a su mujer con sus hijas. Sara se había cuidado mucho de no hacer ruido al marchar para intentar generar más frustración y vacío en los sentimientos de su marido cuando se supiera solo en la casa. Estrategia que pretendía debilitarlo para que se entregara con más fuerza a sus brazos cuando regresaran. Pero Manuel, en vez de desalentado, se sintió profundamente ofendido porque aquella fue la primera vez que Sara se movió con las niñas sin hacérselo saber y, sin esperar su regreso ni pararse a pensar en el resultado de aquellas decisiones tomadas en caliente, se cubrió de pies a cabeza con ropa suficiente como para soportar un temporal y, con unas mudas en la maleta de su ordenador portátil, marchó.

 

No eran conscientes, ninguno de los dos, de lo destructor que puede ser el uso del orgullo en un aprieto como aquel en el que se encontraban. Lo que un simple beso de uno de los dos habría solucionado, que habría evitado que ella se fuera y, de ese modo, habría favorecido que él regresara junto a ella en busca de un abrazo ofreciendo el suyo, se iba a convertir en un problema profundo y grave.

 

Sara volvió con las niñas pasado el mediodía, pero la casa estaba en silencio, fría y gris…

 

Manuel no regresó a dormir…

 

Sara lo llamó por teléfono… pero no respondió ninguna de las numerosas veces en las que lo intentó durante toda la noche y hasta el amanecer… pues no pudo entregarse al sueño.

 

El domingo, un mensaje en el móvil despertó a la mujer, que había caído rendida cerca de las diez de la mañana, cuando su cuerpo cedió al cansancio. Sara se desperezó con un hipo triste y leyó lo que le había enviado Manuel:

No sé lo que pasó ayer… pero no ha pasado por que sí. Seguro que hay algo detrás y, antes de regresar, tendremos que averiguar el porqué.

 

Sara rompió a llorar. Claro que habían tenido discusiones a lo largo de los años, pero jamás habían llegado a una crisis que los llevara a separarse ni una sola hora. Y ninguna de las veces llegaron a dormir sin haber conversado hasta dar solución al conflicto. Aquella situación era nueva y difícil de asumir. Sobre todo porque, por primera vez en toda su vida, un mensaje terminaba sin un beso y sin muestra alguna de cariño.

Inmediatamente, con las lágrimas distorsionándole la visión, Sara le respondió:

Lo mejor será hablar sobre todo ello. La distancia puede que ayude a que se creen fantasmas que, en realidad, no existen. Vuelve por favor. Te quiero.

 

Pero no hubo respuesta…

 

Las niñas preguntaron por su padre cuando se despertaron. Sara las mintió. ¿Qué podía hacer si no? ¿Qué podría decirles si ni siquiera sabía exactamente lo que había pasado?

—Papá se fue ayer porque se ha complicado su trabajo sobre el Museo. Pero vendrá el lunes justo a tiempo para ir a recogeros al colegio.

—¿Podemos ir a Fuentes Blancas? –solicitaron sin dar demasiada importancia a la falta de Manuel, pues aceptaron sin duda la explicación de su madre.

 

La idea de ir a pasear por Fuentes Blancas resultó de lo más relajante para Sara. Hacía mucho frío pero sabía que habría gente por causa de aquel “Misterio” hecho en mimbre que nunca antes se había hecho. Una vez allí, pudo olvidarse de la angustia mientras corría a por las niñas entre los árboles.

La temperatura era extrema, pero el aire estaba quieto y el sol alegraba el día. Familias enteras paseaban por aquella planicie arbolada y se escuchaba un murmullo acogedor de las voces agudas de los más pequeños que se perseguían en juegos inciertos, inventados seguramente en aquel mismo momento.

De pronto, un nuevo mensaje vibró en el bolso de Sara. Impaciente, extrajo el teléfono mientras las niñas corrían sumadas a los juegos de los demás muchachos que había por allí. El mensaje decía:

Cariño —Sara sonrío al tiempo que sus ojos se empañaban al leer aquella palabra después del gran desasosiego que había soportado en el pecho… “mañana, después de reunirme con los becados, iré al Ayuntamiento a recoger unos documentos y, a las doce y media del mediodía, te iré a recoger. Un beso”.

—Un beso —susurró Sara recobrando la serenidad y el calor en su interior. Con una sonrisa amplia y alguna lágrima descolgándose de sus párpados y cayendo al vacío, persiguió con la vista a sus hijas. Un suspiro profundo… una carcajada nerviosa al verlas perseguir a sus compañeros de juegos y, al fin, un llanto silencioso y purificador.

 

 

  1.                    CITA

 

 

Manuel, haciendo memoria, utilizó el sábado y el domingo para visitar los lugares que Andrea tenía marcados sobre un plano de Burgos. No recordaba todos y cada uno de ellos con claridad ya que aquel plano representaba a la ciudad en pleno Renacimiento, pero sí los más característicos.

Revisó los muros, pórticos, iconos, textos y esculturas con analítica percepción, imaginándose ser ella. Sugestionado, allá donde miraba encontraba algún elemento que perfectamente podría ser el símbolo clave de algún código oculto. Mensajes antiguos que parecían querer ser desvelados. Pero no había ningún patrón que permitiera darles una interpretación correcta.

En un momento dado, fue consciente de su falta de objetividad al respecto. Había salido a la caza de un mapa dibujado sobre la urbe y quería utilizar cada cosa que veía, casándola con elementos incompatibles, rebuscando en su interior argumentos que le convencieran de su autenticidad.

Por suerte, el hambre y la añoranza de su mujer y de sus hijas le devolvieron la cordura.

Quiso hablar con Sara entonces, como si hubiera tenido una venda cegando su raciocinio que se le cayera en aquel instante. Quería decirle lo que sentía por ella y expresarle todo el peso que soportaba en su interior. Pero no encontró fuerzas para llamarla, escuchar su voz y hablarle con suficiente calma y locuacidad. Optó por enviarle un mensaje, el segundo. El primero había sido grave y distante. Aquél que escribió después, sería el que devolvió la sonrisa a Sara mientras veía como jugaban las dos niñas por Fuentes Blancas. Recibió la respuesta casi al momento mediante otro mensaje en el que Sara le confirmaba que estaría esperándolo a las doce y media donde habían quedado.

Después, Manuel regresó al hotel en el que se había inscrito el día anterior, se dio una ducha, pidió comida al servicio de habitaciones y encendió su ordenador.

 

Pasó las horas buscando información en los archivos de la Diputación de Burgos y en los archivos del Ayuntamiento. Tal vez alguna cosa podría arrojar luz sobre aquellos símbolos. Intentó localizar las memorias de las esculturas del puente de San Pablo para ver si esos motivos decorativos estaban preconcebidos antes de dar la concesión al artista que ganara en el concurso o si fue cosa del propio artista. Pero no encontró nada. Tendría que ir a su despacho el lunes, después de visitar el albergue, y localizar todo lo referente a esa obra y a la del Aparcamiento de Caballería en los archivos.

 

El lunes amaneció gélido. Los coches se encontraban velados por un espesor de hielo de un milímetro. Cada burgalés que accedía a su vehículo sacaba una rasqueta con la que retiraba con eficacia toda aquella capa. Mientras que los forasteros, sin costumbre de encontrar semejante contratiempo, proyectaban el agua del limpiaparabrisas esperando que el hielo se diluyera pero, para su sorpresa, el grosor de la placa se ampliaba creando irregularidades con la forma de los chorros de agua que descendían por la pendiente del cristal. Por suerte, algún vecino les mostraba la mejor solución y, unos con tarjetas de crédito, otros con la placa de conductor novel, otros con algún elemento similar, todos, terminaron por librarse de la trampa de hielo.

 

Manuel, con el maletín de su ordenador a cuestas y vestido con toda la ropa que había sacado de casa, puesta capa sobre capa, se acercó hasta el albergue.

Era más pronto de lo habitual pero tenía otras intenciones. Nada más entrar sin saludar al conserje, cosa extraña en él, subió las escaleras y se dirigió hacia la habitación de Andrea. Al conserje le extrañó sobre manera la actitud de Manuel y su rostro demacrado.

Manuel llamó a la puerta de la habitación de la muchacha con cuidado de no ser oído por los jóvenes de las habitaciones contiguas, pero Andrea no le respondió. El hombre, impaciente, insistió repetidas veces hasta que el conserje apareció por el pasillo para interesarse por él.

—Don Manuel. ¿Se encuentra bien?

—¡¿Eh?! Buenos días, Antonio —dijo sobresaltado—. Sí, sí, estoy bien… cansado, pero bien. Muchas gracias.

—¿Busca a alguien? —se interesó el conserje lanzando un vistazo a la puerta de la habitación de Andrea.

Se percató de que Manuel se sintió incómodo y, antes de que el tiempo se hiciera más espeso, dijo:

—Todos los becados están abajo desayunando… salvo la chica de esa habitación.

Manuel cambió el gesto. Al parecer, Andrea no le había hecho caso en cuanto a lo de relacionarse con sus compañeros. El conserje, observando el gesto de Manuel, continuó diciendo:

—Marchó el viernes y no ha regresado aún.

—¿Qué? —se exasperó Manuel.

—Que la muchacha salió el viernes por la tarde y no se la ha vuelto a ver —respondió el hombre haciendo un movimiento significativo con los hombros.

—Vaya. Va a ser que no le gustó que la presionara. Si escapa así de la presión que va a tener que soportar siempre, no va a llegar nunca a ser alguien —aseveró ciertamente molesto.

—No creo que pretendiera abandonar —le informó el conserje con tono humilde—. Se marchó con un bolso, nada más.

—¿Nada más? —se extrañó Manuel—. ¿Puede abrir la puerta, por favor? —solicitó señalando hacia la habitación de Andrea.

El conserje dudó notablemente si seguir o no las indicaciones de Manuel y, éste, con una sonrisa avergonzada, le insistió:

—Por favor. De hecho, necesito que entre conmigo. Sólo quiero saber si realmente se ha ido dejando aquí todo. Para asegurarme de que regresará.

—No sé si debo hacer eso —se lamentó el conserje.

—Está bien, espere —le dijo Manuel mientras sacaba su teléfono móvil del bolsillo. Antonio lo observaba, inquieto. Manuel buscó el número de Andrea en la agenda e hizo una llamada.

El teléfono de Andrea estaba apagado.

—Lo tiene desconectado —informó Manuel al conserje—. Vamos a hacer una cosa… voy a hablar con los demás becados. Si llega, hágale pasar a la cafetería. Si no llega, localíceme los datos de registro, que entre ellos debe estar el teléfono de su casa o de algún familiar. Tal vez sepan algo de ella.

—Si no saben nada de ella les puede preocupar. ¿No cree? —razonó Antonio.

—Bueno —pensó un instante Manuel—… no se preocupe, me haré pasar por alguien de Méjico…

—¿Con ese acento? —le interrumpió el conserje—. ¿Va a imitar un acento mejicano?

—Pues... haré un acento ambiguo. Que la chica estudió en Venezuela —se obcecó Manuel.

El conserje asintió, sobrecogido y marchó hacia su cabina, a la entrada de la residencia, sin ofrecer más resistencia, ya encontraría alguna excusa para no permitir aquella excentricidad tan impropia en Manuel.

Manuel se dirigió hacia el comedor para reunir a todos los muchachos y llevarlos a la cafetería.

Los becados habían avanzado mucho en las memorias de sus proyectos. Habían elaborado escritos casi filosóficos para justificar cada elemento que habían incluido en sus diseños. Además, habían hecho una reubicación de los conceptos y de los colores buscando un significado antropológico, religioso o heráldico. Parecía que había sido eficaz la charla recibida el jueves anterior, aunque, tal vez, en algunos casos había sido desastroso. Precisamente, los que habían hecho los proyectos más aceptables, habían hecho el cambio más drástico y habían terminado perdiendo la frescura inicial. Es el riesgo que se corre cuando se aplica la misma crítica al grupo, pero, a la vez, criba perfectamente a la gente sin autocrítica ni auto—convicción. Si alguien que hace algo que vale la pena no es consciente de ello… tal vez se merezca sufrir ese castigo. Sólo una persona había dejado su proyecto tal y como lo había planificado desde el principio. Había aprovechado el tiempo para darle peso y forma alcanzando algo muy aceptable. Esa persona fue Sonia, la chica que se presentó en la habitación de Andrea el jueves después de la charla.

 

A los pocos minutos, el conserje se acercó hasta la cafetería y llamó la atención de Manuel indicándole que saliera al recibidor con él. Los becados, se sintieron preocupados por el gesto tan extraño que había adoptado el bueno de Antonio, que era como el grupo llamaba al conserje. Pero, más aún, les preocupó el rostro palidecido instantáneamente de su tutor.

Una vez que Manuel se encontró con Antonio junto a la recepción, éste último levantó el teléfono y dijo:

—La madre de Andrea.

—¿La madre de Andrea? —susurró Manuel distorsionando todos los músculos de su rostro—. ¿Por qué la has llamado?

—Ha llamado ella —respondió Antonio, adoptando el mismo tono que había usado Manuel.

Se incendiaron los ojos de Manuel. Tal vez la madre de Andrea iba a quejarse por el trato recibido por su hija… pensaba mientras se colocaba el auricular en la oreja.

—Dígame. Manuel Velasco al habla —se presentó.

Después, escuchando atentamente, frunció el ceño con gravedad y respondió:

—No, Andrea no está aquí —guardó silencio un instante para continuar al momento—. Sí, claro que vino. Llegó el lunes pero, según me comenta el conserje de la residencia, Andrea marchó el viernes y no ha regresado.

El rostro de Manuel se fue dislocando paulatinamente.

—¿La policía la ha llamado? –silencio—. Que... que... –balbució—... ¿quiere... usted quiere que me acerque a Madrid a...? –silencio—. Señora... iría ahora mismo si usted me lo pide –entonó con cortesía clemente—. Sí, de acuerdo, confiemos... Reciba un cordial saludo.

 

Cuando colgó el teléfono, el rostro de Manuel expresaba un sinfín de pensamientos y sentimientos extraños. Pero, además, una pregunta acudió a su cabeza ¿Qué hacía Andrea en Madrid?

 

Se abrió la puerta de la residencia y, de la calle, entró un anciano vestido con sotana. Tenía un caminar lento y cansado pero rítmico. Se acercó a la ventanilla de la recepción y pronunció una voz melosa y gastada:

—Disculpe. Venía preguntando por una joven. Andrea, se llama.

El tutor del proyecto, que había llevado hasta Burgos a los jóvenes con mejores calificaciones de un certamen internacional, tenía los oídos sordos al exterior y se centraban en escuchar tan sólo dentro de su pensamiento. De nuevo, en la cabeza de Manuel, se reproducía la voz de aquella mujer, de la madre de la muchacha, sollozando al otro lado del hilo telefónico, ahogada por la incertidumbre y debilitada por el dolor… Manuel bajó su mirada empañada. Conocía a Andrea de escasos minutos repartidos a lo largo de cuatro días y, sin embargo, sentía un vacío inexplicable. Sentía que dos inteligencias paralelas, dos inquietudes competentes y compatibles y dos sensibilidades profundas, como eran la de ella y la suya propia, habían coincidido y se habían reconocido mutuamente. Del mismo modo, sintió que algo se le desprendía del fondo de su alma. Algo que no se puede reducir a una relación de hombre y mujer, sino que era una conexión fuera de lo normal entre seres humanos. De haber sido, Manuel y ella, del mismo género, la falta que sentía Manuel habría sido de la misma intensidad.

 

El clérigo, asomado a la cristalera, aguardaba una respuesta mientras Antonio miraba a Manuel a la espera de que tomara la iniciativa él, que tenía información más veraz. Aquellos segundos parecieron minutos en los que ninguno supo o quiso reaccionar. Pero, al fin, Antonio rompió el silencio.

—¿Qué le han dicho? —preguntó—. ¿Dónde está Andrea?

Manuel levantó la vista, mostró sus ojos brillantes y apenados y, dirigiéndose al anciano, preguntó:

—¿Conocía usted a Andrea?

El hombre, atisbando la desolación en las pupilas dilatadas de Manuel, asintió con la cabeza con movimientos cortos y repetitivos. Manuel salió entonces de la recepción y se acercó hasta él con caminar pesado. El sacerdote se giró con torpeza, como si sus pies fueran marcando las horas de un reloj desde las doce hasta las tres y, llegado a ese punto, torció el cuello dirigiendo una mirada acuosa hacia Manuel.

—¿Le ha pasado algo grave? —preguntó con una voz apagada.

—Ha sufrido un accidente —Manuel tragó saliva amargamente tras decir aquella frase.

—Y… ¿Qué ha sido de ella? —siguió preguntando el hombre evitando sugerir lo que ya se imaginaba: que estaba muerta.

—Ha fallecido —confirmó—. Aunque… está aún por corroborarse. Por lo visto, según me ha contado la madre, fue atropellada el viernes, pero no encontraron su documentación entre sus pertenencias hasta esta mañana.

—Es una gran pérdida para usted, por lo que veo —dijo el anciano.

—Soy el tutor de su proyecto —respondió con seriedad—. A penas la conozco… pero era brillante y, no sé por qué, pero me da la sensación de que su viaje a Madrid ha tenido que ver con todo esto.

El anciano lo miró con los ojos perfilados y le habló en un tono reconfortante y tranquilizador:

—Fuera cual fuere la razón de su visita a Madrid, nadie tiene la culpa. Sólo Dios sabe por qué suceden esas cosas… y nosotros, debemos agradecer cada día lo bueno que se nos presenta.

—Ya… y, si no es indiscreción —se interesó Manuel—. ¿Qué relación tenía usted con la muchacha?

—Andrea me pidió una información… —dudó por un momento. El anciano no sabía hasta qué punto el tutor era conocedor de todos los aspectos del trabajo de Andrea—. Pero, bueno, no ha venido a recogerlo —continuó—. Se me había ocurrido acercarme a traérselo y... ya he comprobado que no va a poder ser.

Manuel, instintivamente, miró a la carpeta que portaba el hombre y no pudo ocultar cierto interés por conocer lo que se guardaba en ella. El anciano se percató al instante y asió la carpeta con sensible firmeza, con la intención de hacerlo notar, pues no acostumbraba a actuar con ligereza.

—Verá, padre… —tanteó Manuel con inseguridad, ya que no conocía muy bien los ritos, los protocolos, ni las fórmulas de trato en relación al clero pues, por mucho que tratara habitualmente con Don Ángel, con él hablaba con la misma fórmula que empleaba para tratar a cualquier persona de su ámbito profesional—. Andrea había estado haciendo una investigación muy profunda e interesante por todo Burgos —continuó explicando—. Con todo ello, estaba elaborando un proyecto espectacular… y si tuviera usted algún elemento de los que sólo ella sabía encontrar para tal fin, yo le estaría muy agradecido a usted, y le aseguro que llevaré a cabo la obra tal y como ella la tiene planteada. —El sacerdote se puso nervioso por un momento y el labio inferior le tembló a la vez que frunció el ceño con preocupación—. Como sólo conozco lo referente a mi especialidad, y ella indagó en todos los templos de Burgos… —Manuel sintió una clara desconfianza en la mirada del veterano sacerdote—. Me preguntaba qué habría estado buscando esta vez. Además —intentó aguzar la puntería para sonsacarle algo al hombre—… tal vez tenga relación con su viaje… y nos pueda aportar alguna información.

El anciano desvió la mirada trasteando en su cabeza. No creía, en modo alguno, que lo que había ido a buscar a su parroquia tuviera mucha relación con nada importante, pero tampoco era investigador como para saber qué podía hacer una muchacha joven con toda aquella información confusa.

—¿Le parece bien que comparta conmigo la conversación que tuvo con usted Andrea? —dijo sin rodeos Manuel.

—No sé qué valor puede tener para usted todo esto. —Y balanceó la carpeta levemente—. Pero tampoco creo que sea un secreto que nadie pueda saber —sopesó el anciano, hablando en alto consigo mismo.

—¿Le parece que subamos a la habitación de Andrea? Tal vez, ver todo lo que hay arriba le ayude a atar cabos. Eso, si es que hubiera algún cabo que atar —adujo Manuel, utilizando aquella circunstancia para poder cumplir también con su primera intención, aquélla que también le negara Antonio, la de ojear lo que se encontraba en la habitación de la muchacha.

El sacerdote miró turbado hacia las escaleras de la residencia. No le parecía correcto invadir una habitación ajena y menos siendo los aposentos de una muchacha.

—Mi nombre es Manuel. Soy el subsecretario de urbanismo del Ayuntamiento —se presentó Manuel con retraso.

Extendió la mano con la intención de ofrecerle mayor credibilidad.

—Encantado —dijo el anciano aceptando el saludo—. Soy el padre Alfredo, titular de la Antigua de Gamonal.

En ese instante, sonó el teléfono de Manuel.

—Disculpe un momento por favor —se excusó separándose de él y saliendo a la calle.

El número desde el que lo llamaban no estaba identificado en su agenda pero tenía el prefijo de Burgos.

—Dígame.

Una voz seria y varonil le preguntó su identidad:

—¿El señor Manuel Velasco?

—¿Quién llama? —se mostró suspicaz Manuel.

—Llamo de la comisaría de la Policía Nacional. Es en relación a la desaparición de Andrea Martínez, becada por usted para un proyecto en Burgos.

Manuel ya se imaginaba porqué se ponían en contacto con él, pero sabedor de cómo se hacían las investigaciones, no quería mostrar que sabía algo sobre lo sucedido y, al mismo tiempo, no quería resultar ajeno a todo, no fuera a ser que supieran lo de la conversación con la madre de Andrea. Y es que… todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario pero, a la vez, sospechoso mientras no se averigüe quién es el culpable.

—Andrea viajó el viernes por la mañana a Madrid. Fue atropellada al mediodía y, por lo visto, murió al instante —habló el oficial con entereza y calma. Guardó silencio, por si Manuel quisiera preguntar algo y, al momento, continuó—. En apariencia, estaba indocumentada pero, al fin, en un bolsillo oculto de su bolso, se encontraba su documento de identidad junto con sus tarjetas.

—Entiendo —dijo Manuel aprovechando un nuevo silencio.

—A lo largo del día, recogerán todas las pertenencias de la fallecida. Contamos con su colaboración para facilitar el trabajo a los compañeros y a la familia.

—Por supuesto. Estoy a su disposición —dijo con toda la serenidad de la que fue capaz, teniendo la garganta enredada en una maraña de sensaciones incómodas.

Cerró el teléfono con los ojos perdidos en el cristal de la puerta de la Residencia, que se estaba terminando de cerrar en aquellos momentos. Manuel vio, a través del reflejo, cómo uno de los becados regresaba de la calle. Al momento, se percató de que el párroco no se encontraba donde lo había visto hacía un instante. Manuel miró en todas las direcciones y, al no verlo, entró al edificio en su busca.

—¿Dónde está el cura que había aquí?

—Acaba de marchar. Lo ha tenido que ver usted, ha pasado delante suyo —le explicó Antonio aspaventoso.

—¿Delante de mí? —se extrañó.

Manuel miró hacia la calle recapacitando. Estaba tan ensimismado por la conversación, que no se había percatado de que nadie saliera ni entrara y, sin embargo, uno de sus chicos había salido en algún momento y había vuelto a entrar en aquel instante sin que se hubiera percatado.

Al cabo de unos segundos, desconcertado, regresó la vista Antonio y le preguntó:

—¿Hacia dónde ha ido?

—Pues —respondió Antonio intentando recrear la imagen que aún conservaba en su retina—… creo que ha salido hacia la izquierda. Hay una verja que permite acceder al colegio y, desde el colegio, se accede fácilmente al Paseo del Río Vena.

—Creí que esa verja estaba cerrada. —Se extrañó Manuel.

—Sí, según días —afirmó el conserje con desgana, como si quisiera deshacerse de Manuel de una vez.

Manuel salió del albergue a toda prisa, cruzó la verja y se lanzó a la carrera a través del patio del colegio. Salió a la calle y la oteó todo lo larga que era, pero no vio más que a muchachas que salían del instituto femenino del final del paseo. Lanzó su mirada al otro lado del río, donde el follaje de los árboles impedía ver los edificios pero no a la gente que se desplazaba de un lado a otro, sin embargo el anciano no estaba entre ellos. Manuel corrió a asomarse por la calle trasera de la Politécnica, donde estaba la Escuela de Artes; por allí no había más que una decena de coches aparcados y ni un alma caminaba por sus aceras. Manuel, sin querer ceder un instante, fue en busca de su coche y, con él, se dirigió a Gamonal.

Aparcó en la Avenida Eladio Perlado y, desde el coche, avistó la portada de piedra en forma de palio de “La Antigua”. Caminó con firmeza. Seguramente el anciano aún no había llegado. Sin embargo, no iba a esperarlo en la Calle, prefería conseguir entrar en la iglesia y obligar, en cierto modo, a aquel hombre a compartir con él todo aquello relacionado con Andrea sobre lo que tuviera conocimiento.

Llamó a la puerta de la sacristía por la parte derecha del edificio, y unos segundos después, un hombre de mediana edad y mediana estatura, con gafas de pasta negra, se asomó con una sonrisa ensayada.

—Buenas tardes. Mi nombre es Manuel. Soy el vicesecretario de urbanismo de Burgos y he tenido el gusto de conocer al titular de esta iglesia —el gesto del hombre, que sostenía la puerta abierta casi por completo, hizo dudar a Manuel sobre la autenticidad de lo que estaba diciendo—. Bueno, titular o… lo que quiera que sea. El caso es que no he podido terminar una conversación por culpa de una llamada importante y pretendía terminarla ahora, si es posible.

—Pero… ¿Por quién pregunta usted? —se interesó con pasmo el hombre.

—Por el padre… —dudó.

Hizo memoria. Manuel se había presentado para generarle confianza al anciano, pero no había puesto demasiada atención en su nombre. ¿Quién podía imaginar que fuera a escaparse? Al fin y al cabo, con saber dónde localizarlo le había parecido suficiente. Sin embargo, hizo un último esfuerzo.

—Alfredo —acertó a recordar.

—Me va a disculpar usted —comentó el religioso con tono azorado—, pero en esta parroquia no hay ningún Padre Alfredo. Siento la confusión.

Manuel no podía imaginar que aquel anciano que había encontrado en el albergue le hubiera mentido en algo tan insignificante. Aunque, el hecho de que lo hubiera despistado, comenzaba a darle importancia a lo que quiera que llevara en su carpeta y, sobre todo, a la conversación que pudiera haber tenido con Andrea. Pero, de todas las iglesias que había en la ciudad ¿A cuál de ellas habría ido Andrea para informarse sobre las cosas que había ido encontrando? Y eso mismo se planteaba Manuel, mientras el párroco de “La Antigua” conservaba la puerta abierta por cortesía, a la espera de que el visitante se despidiera. Pero no lo hizo. Por el contrario, se volvió hacia él y le preguntó:

—Discúlpeme. ¿Conoce a algún padre, de avanzada edad, pelo cano… más o menos, de metro sesenta de altura y que se llame Alfredo? Eso si se llama Alfredo. —pensó en voz alta.

—Así, tal y como lo describe… conozco a unos cuantos… con el nombre de Alfredo… hay tres personas que yo recuerde —respondió el hombre con dedicación.

—Verá, es que —entonces, dentro de Manuel, una luz se encendió iluminando sus pensamientos—… Tal vez… sea posible —se acercó a la puerta con expresión de esperanza en sus ojos, abiertos hasta no poder más—. Verá,  la situación es la siguiente. Yo, como responsable de una rama de urbanismo del Ayuntamiento, organicé una beca—concurso en la que, varios jóvenes de ámbito internacional, tendrían que proponer un proyecto de diseño del edificio del Museo de la Evolución. El caso es que, una de las becadas recorrió las iglesias de todo Burgos y hoy ha muerto —el párroco parpadeo lentamente con gesto lastimero y Manuel continuó—. Y hace unos minutos, un cura anciano se ha acercado hasta la Residencia Gil de Siloé en busca de esa chica para darle respuesta a una pregunta —el párroco, desde la puerta, miró como si se sorprendiera de algo, cosa que a Manuel no le pasó desapercibida—. ¿Sabe usted algo de esto? —interrogó con tono pausado y sereno.

—A decir verdad —el hombre miraba directamente a los ojos de Manuel—… a lo largo de la semana, una joven se ha acercado en dos ocasiones, que yo sepa. La segunda vez, me vino a preguntar por el desaparecido Monasterio de San Pablo. El que estaba donde ahora se está edificando ese Museo de la Evolución —le informó a Manuel, el cual asintió inquieto—. Pero no supe darle respuesta.

—¿Qué pregunta le hizo? Si no es nada de lo que yo no pueda estar al tanto —solicitó Manuel conteniendo su ansia de saber.

—Me preguntó si en el suelo del antiguo Monasterio había un gran triángulo —respondió el párroco como si creyera que Andrea no estuviera en sus cabales.

—¿No le preguntó nada más? —se extrañó Manuel.

—No, nada más. Insistió varias veces… pero yo no conozco el aspecto que tuvo aquel Monasterio —explicó el hombre con total humildad.

Manuel, dando las gracias al casto varón de La Antigua, se marchó de regreso a la Residencia.

Al llegar a ella, se acercó con premura hasta la conserjería para solicitar la ayuda de Antonio.

—Disculpe… Tengo que recoger las cosas de Andrea y organizarlas para que se las lleve la policía.

El gesto de Antonio fue transparente. La policía ya había estado allí. Manuel leyó el rostro del conserje con toda facilidad.

—No me digas que han venido y no me han esperado. No me han dado tiempo a regresar. ¿Para qué me llaman entonces? —disimuló su intento de engaño.

Antonio, a pesar de todo, lo miró con sospecha. Manuel, nervioso e intrigado por todo lo que se había sucedido en torno a la muchacha, se despidió con un escueto “adiós” y marchó con rapidez hasta el Ayuntamiento. Dejó el coche en el recién estrenado aparcamiento subterráneo de la Plaza Mayor y fue en busca del concejal de urbanismo, con el que tenía amistad y total confianza.

—Discúlpame. Tengo que pedirte un favor porque tienes conocidos dentro de la Policía Nacional…

Manuel estuvo casi una hora explicándole a su superior, electo aquél, lo acontecido a lo largo de la semana, incluida la búsqueda de algún mensaje extraño en un documento antiguo. También le contó lo referente a la discusión con su mujer, así, tal vez, su amigo se ablandara un tanto. No dejó de contar nada, salvo los detalles que podrían revelar sus inquietudes reales. Lo que le intentó mostrar, era la necesidad de conocer los bocetos y diseños que Andrea había planteado porque pretendía hacerle un homenaje incluyendo un rincón basado en su proyecto. No mintió en eso, porque tenía la firme intención de hacerlo, pero sí mintió en lo último que le iba a contar:

—La policía se ha llevado libros de Burgos que le había prestado yo. Como uno de Las Huelgas lleno de fotografías.

—Veré lo que puedo hacer —le respondió el concejal con su mejor sonrisa—. Haré la llamada en unos minutos… si quieres… A ver, son las diez y media… ven a las once y media o doce y veré si tengo aquí tus libros y fotocopias de los dibujos de la chica.

—Muchas gracias. Y no olvides decirles que hasta el más mínimo rasgo en una hoja puede suponer uno de los detalles más importantes para el diseño. Ya que ella no lo puede explicar… esos bocetos pueden ser definitivos para comprender el todo.

—No te preocupes. En una hora te puedes pasar por aquí.

—Perfecto. Te debo una —sonrío Manuel.

Después del fin de semana tan desagradable, el madrugón y la tensión acumulada, Manuel decidió ir a tomarse un descanso a la cafetería del Casino.

Como de costumbre, abrió el periódico a la espera de que le sirvieran el café cortado y, curiosamente, entre sus páginas, en una escueta columna, hablaban de Andrea:

“La joven atropellada el pasado viernes en Madrid, ya ha sido identificada a primeras horas de la madrugada.

Un mal registro inicial o, cuanto menos, poco intenso, pasó por alto que, en un bolsillo del bolso de la joven, se encontraba su documentación y otras pertenencias. A primera hora de hoy, se avisará a su familia y se le solicitará que identifique el cuerpo.

Era una mujer de veintidós años que, al parecer, se había acercado hasta la calle del Barquillo —Manuel se alteró al leer el nombre de la Calle, pues le era familiar, y siguió leyendo—… para visitar el Colegio de Arquitectos de Madrid.

Por otra parte…”

 

Manuel levantó la mirada del periódico pensando en algo que le comenzaba a azotar los nervios con fuerza. Recordó, con los vellos erizados, que todas las obras del puente de San Pablo, del Aparcamiento de Caballería y alguna de todas las que habían levantado los suelos de la Plaza Mayor, estaban estrechamente relacionadas con figuras destacadas, en décadas pasadas, de ese Colegio de Arquitectos.

Con mil y un pensamientos flirteando dentro de su convulsionada cabeza, buscando que existiera alguna relación entre ellos, algún guiño o el más mínimo acercamiento, Manuel regresó hasta el Ayuntamiento al encuentro de su amigo.

Sobre la mesa del despacho del concejal una carpeta lo esperaba repleta de fotocopias, pero no había libro alguno en ningún lugar.

—¿Dónde están mis libros? —preguntó impaciente.

El concejal, miró a su amigo con la frente plegada y una sonrisa incómoda.

—¿De verdad eran tus libros? —preguntó a la espera de una confesión amistosa.

—Por supuesto que sí. ¿Cómo, si no, iba a pedirte que me los recuperaras?

Se mostró ofendido con tal convicción que el propio Manuel llegó a creérselo por un momento. Señal de que tenía una necesidad fuera de lo normal por aquel asunto.

—Entonces —el amigo de Manuel levantó un papel—… dime los títulos. Aquellos que aciertes, te los localizaré para mañana.

Manuel lo miró con los ojos perdidos. Estaba claro que el concejal sabía con total seguridad que ninguno de aquellos libros eran suyos. ¿Por qué? Se preguntó mientras mantenía la mirada confusa puesta en el papel en el que, presuntamente, se encontraba la lista de títulos de los libros hallados en la habitación de Andrea.

Lo que había sucedido fue que, en todos los casos, los tiques de compra eran usados por Andrea como marcadores de las páginas por las que llevaba su lectura. La mayoría de los libros estaban comprados en Veracruz, Méjico, y sólo uno en Burgos y, éste último, había sido comprado la semana anterior. De haber sido alguno de la propiedad de Manuel ¿Por qué razón iba a encontrarse el tique de compra dentro de él? Cuanto menos, resultaba difícil de creer.

—¿La historia de Las Huelgas? —intentó acertar Manuel delatándose definitivamente como haría un niño torpe e ignorante.

—¿Me puedes contar lo que sucede? —le preguntó—. Si tanto te interesa aquello, seguro que hay alguna explicación.

—La verdad —se sonrojó, apocado—… es que, esa chica, aparte de estar elaborando un proyecto muy interesante, tanto en el alma de lo que planeaba como en su forma… había descubierto alguna contradicción en la historia antigua de Burgos que me intriga sobre manera —Manuel se acercó hasta la carpeta y, abriéndola, se puso a buscar entre los papeles—. Me mostró una imagen extraída de ese dichoso libro —siguió buscando—. Pero no me reveló el título… y así yo no podría localizarlo nunca.

—¿No te habría sido más fácil pedirme esa información con confianza? —se quejó con levedad su amigo.

—Bueno… ¿Qué más da? —dijo Manuel con desenfado.

—No. Qué más da, no, Manuel. ¿Te imaginas a un concejal diciéndole al comisario de la policía que le devuelva los libros de su amigo y que lo descubran en trampa?

El hombre le mantuvo la mirada a Manuel. Seguía con la frente arrugada, las cejas levantadas y una mueca en los labios que podían confundirse con una sonrisa pero que, en realidad, era muestra de enfado y preocupación.

—Siento si te he complicado…

—No —lo interrumpió—. Lo preocupante es… que, ahora, lo que había sido un accidente, como otros tantos que suceden, se ha convertido en una investigación. Y, por lo que veo, tú mismo te has colocado en el punto de mira de la policía.

—¿Yo? —se extrañó Manuel.

—Tengo entendido, que la muchacha fue atropellada cuando salió corriendo del Colegio de Arquitectos. Debía estar escapando después de robar algún documento. Tu extraño interés, ha alertado a las autoridades —le explicó el concejal.

—Pero es absurdo —alzó la voz Manuel, consumido por el cansancio y la tensión—. Si ella lo robó el viernes, justo cuando la atropellaron, no podría estar ese documento robado entre los que había en su habitación —razonó Manuel ante su amigo como si eso pudiera suponer su exculpación.

—El caso, Manuel, es que sospechan que tú has inducido al robo de algo… y eso es lo que quieren averiguar.

Manuel pareció relajarse al escuchar aquello. Al fin y al cabo, como no era cierto, al investigarlo a él, al proyecto y a los libros, no iban a encontrar nada.

—Entonces, no tengo de qué preocuparme. ¿Me permites recoger la carpeta? —le preguntó con serenidad.

—Claro —dijo, sin cambiar un ápice su expresión—. ¿Estarás bien? —se intranquilizó.

—Por supuesto que sí. No te preocupes —respondió reorganizando las hojas y cerrando la carpeta—. Por cierto… uno de los libros tenía que ver con el Monasterio de Las Huelgas. ¿Me puedes leer su nombre?

El concejal miró el papel, que sostenía aún en su mano, y leyó:

—“El Monasterio en Imágenes”.

—Muchas gracias… Cuando sume todos los elementos que barajo… te informaré.

 

Lo primero que hizo fue ir a la librería de la Plaza Mayor. Allí preguntó por el libro, pero no les constaba.

—Tal vez sea de publicación propia del Monasterio. —dijo la dueña de la librería—. Lo más fácil es que lo vendan allí mismo.

Resulta sorprendente la facilidad con la que uno puede ser dirigido por el buen camino cuando se asesora por auténticos profesionales que conocen el mercado a fondo. Manuel, que no tenía nada que perder, sólo tenía que intentarlo. Aprovechando su puesto en el concejo de la ciudad, entró en Las Huelgas sin seguir la ruta turística oficial que todo visitante está obligado a seguir. Accedió directamente a la tienda de recuerdos y buscó con paciencia y recato entre todos los libros. Allí, una Hermana ayudaba a ordenar unos rosarios mientras la muchacha del mostrador limpiaba las estanterías.

Al cabo de un par de minutos buscando por los escaparates, Manuel se acercó hasta la tendera.

—Disculpe. Vengo buscando un libro que compró la semana pasada una alumna aquí.

—¿Conoce usted el título? —se ofreció sonriente y  diligente la muchacha.

—“El Monasterio en Imágenes”, creo recordar.

La chica se turbó cuando escuchó el título del libro, pero no tanto por eso. Lo que de verdad la atemorizó fue la mirada que le dirigió la monja que la acompañaba. La joven había negado la venta de ejemplar alguno después del conflicto a pesar de que las cuentas no salían.

Era una edición recientísima la de aquel libro. De hecho, llevaba un día en venta y la primera persona que había abierto sus páginas (la chica rubia de pelo quebradizo) había preguntado por un secreto que se había filtrado en aquella publicación sin que nadie se percatara. Al momento de marchar Andrea, los libros fueron destruidos, pero ella lo había comprado. ¿Cómo iba a pensar la tendera que podía ser tan importante el hecho de que alguien tuviera un único libro en algún lugar del mundo?

Manuel salió descompuesto del Monasterio. Por supuesto que se había percatado del gesto de la chica de la tienda y de la mirada de la Hermana. Por lo visto, Andrea tenía razones fundadas para creer que en aquel mapa había algo importante. Y si no era el mapa, algo de ese libro tenía alta relevancia y se había deslizado por error en él, si no jamás habría visto la luz.

De pronto, un motor silencioso se acercó a toda velocidad cuando Manuel intentaba cruzar por la calle de Compases de Huelgas en busca de su propio coche. El ruido de las ruedas sobre los adoquines alertó a Manuel. Miró instintivamente hacia él: era un vehículo de alta gama, de color negro y de lunas oscuras. Se le echaba encima. Manuel aceleró la carrera y saltó sobre el capot de un coche aparcado. El vehículo, descontrolado en apariencia, dio un giro de ciento ochenta grados en la estrecha calzada justo sobre el lugar por el que había cruzado Manuel un instante antes. Él se dejó caer de cuclillas sobre la acera y se asomó lo justo para observar el coche. No pudo ver los rostros de quienes estuvieran dentro, por la opacidad de sus cristales. Hizo un frustrado intento por leer la matrícula, pues el nervio le flaqueó. No se atrevió a sacar la cabeza más temiendo por su vida. ¿Y si tenían algún arma y comenzaban a dispararlo? Emprendió la huida, agachado, en el sentido contrario al que apuntaba el coche agresor. Al tiempo, el vehículo se aceleró impetuosamente alejándose de Manuel y perdiéndose por la zigzagueante Calle.

Manuel, sin terminar de salir de su pavor, con cautela, regresó hasta encontrar su coche. Se cercioró mucho de que nadie lo viera antes de montar en él y, cuando pudo montar, arrancó y salió del barrio de Las Huelgas por el lugar más inverosímil: por un puente alto, endeble y estrecho que cruzaba la vía del tren. Así se aseguraba de no ser perseguido y si lo era no le cabría duda de ello.

Desde allí, circuló rodeando la capital por la calle del Polvorín de Santa Ana y pudo contemplar el Burgos destartalado y sucio que viera una Andrea adormilada una semana antes: un terreno arrasado por maquinaria pesada donde, hasta hacía un par de años, se había levantado una gran chimenea de lo que fuera una industria de papeles plásticos.

Al fin, apareció al otro lado de la estación de ferrocarril, en el barrio de San Agustín. El miedo lo atenazó. Conducía tenso y sudoroso. Cuando llegó a la calle Madrid, no tenía muy claro dónde tenía que ir y, por instinto, como si en el fondo de su ser supiera que algo lo esperaba allí, se dirigió hacia la Avenida Cantabria hasta llegar de nuevo a la residencia Gil de Siloé.

Aparcó en el exterior, junto a un colegio público, y caminó hasta la residencia con el paso acelerado y la mirada atenta a cualquier cosa extraña. Accedió al recinto y, cuando estaba a punto de abrir la puerta, se cruzó su mirada con la del conserje que sostenía el teléfono junto a su oreja y representó el pasmo en sus ojos. Manuel, entonces, abrió la puerta con suspense. Dejó de confiar en todo lo que le rodeaba y el miedo recorrió todo su cuerpo. Antonio no le quitaba los ojos de encima y diciendo: —un momento, no cuelgue—; depositó el teléfono sobre la mesa y salió de la recepción en su busca.

—Disculpe, Don Manuel, pero… tengo una llamada para usted.

—¿Para mí? —se extrañó.

—Sí —sostuvo confuso—. Le he indicado que usted no se encontraba aquí. ¿Sabe? Pero el hombre que llama me ha asegurado que estaba usted a punto de entrar por esa puerta.

A Manuel le dio una sacudida el pecho y el pulso se le aceleró frenético. Desde que había estado a punto de ser atropellado en Las Huelgas no se había parado a pensar en que, tal vez, estaba investigando algo mucho más importante de lo que creía. Entonces fue cuando cobró un extremado valor la muerte de Andrea atropellada en la calle donde estaba la sede del Colegio de Arquitectos de Madrid.

—Señor —dijo Antonio sacando de su sobrecogimiento a Manuel.

—Sí. Dígale que enseguida voy.

Manuel subió a la primera planta a mirar desde las ventanas. Alguien tenía que estar cerca mirando hacia allí y tenía que localizarlo. Pero las pocas personas a las que podía ver a través del arbolado se encontraban caminando con prisa y nadie aparentaba estar pendiente de nadie. Volvió a bajar, se acercó a Antonio, que parecía impaciente, y cogió el auricular.

—Dígame —entonó Manuel con energía, pero tremoló su voz, víctima de la incertidumbre.

—Don Manuel —pronunció una voz disipada por los años—. Soy el padre Alfredo.

—Sí —se impacientó al momento Manuel.

—Me preocupé cuando me notificó que la muchacha había muerto y…

—No se excuse… no tiene por qué hacerlo. No sé quién es usted ni a qué parroquia pertenece. Puede usted decirme lo que quiera… No tendré demasiadas razones para creerlo —aseguró Manuel recobrando firmeza. 

—Andrea —continuó hablando el anciano sin prestar demasiada atención al comentario que había hecho Manuel—… me preguntó si en el suelo del extinto Monasterio de San Pablo había habido un gran triángulo dibujado.

—¿En el suelo de dónde? —disimuló Manuel como si no fuera conocedor ya de la pregunta que Andrea había promulgado por todas las iglesias de Burgos.

—En el suelo del Monasterio que hubo donde hoy se está construyendo el Museo de la Evolución.

—¿Para qué quería saber eso?

—No me lo dijo —aseguró el hombre—. Me preguntó por el mapa del mundo de Heródoto.

—¿Qué le preguntó?

—Que si sabía algo sobre el mapa que había en los años treinta en el Monasterio de Las Huelgas.

—¿Le explicó a qué venía ese interés? —continuó su interrogatorio Manuel.

—No hizo más que preguntas. Tampoco creí que tuviera demasiada importancia… pero… ¿Qué le parece si nos encontramos en el arco de San Gil?

—¿Esa es su parroquia? ¿San Gil Abad? —inquirió Manuel con más suspicacia que interés.

—A las dos y cuarto —dijo antes de que se cortara la comunicación.

Manuel colgó el teléfono y, tras despedirse del conserje con un gesto congestionado por las dudas, hizo mención de salir... pero Antonio lo sostuvo ligeramente del brazo.

—Don Manuel... la muchacha accedió a internet desde la sala. ¿Sabe? Para buscar información sobre "El mundo de Heródoto".

—Lo sé —le respondió con una sonrisa agradecida—. Es decir, no sabía que lo había hecho desde aquí, pero sí que había hecho esa búsqueda. Muchas gracias, Antonio. Nos vemos luego.

—Además... —Antonio ciño el brazo de Manuel de nuevo—... el viernes, antes de marchar... ¿Eh? Dejó el ordenador encendido con una página con el sello del ayuntamiento de Burgos y donde resaltaba en amarillo la palabra “COAM “. ¿Sabe?

—¿Sí? —Se inquietó—. ¿Pudo leer algo más?

—En realidad, no lo leí intencionadamente. ¿Sabe? –se justificó, temeroro—. Fue un acto reflejo al apagar el ordenador ¿Comprende usted? Pero lo que leí fue: "proyecto elaborado por el arquitecto de la COAM..."

Manuel dejó que su mirada se alejara en la profundidad borrosa de su pensamiento. Él mismo, durante el fin de semana en el hotel, ya se había planteado regresar al ayuntamiento para buscar algo preciso que relacionara a la COAM con la labor urbanística de Burgos, que le constaba.

—Muchas gracias —insistió—. Espero que ese dato me sirva de ayuda para llegar a alguna conclusión.

—¿Debo decírselo a la policía? —dudó.

—Creo que sí —le instó—. Te veo luego.

—Hasta luego, Don Manuel.

Manuel salió con urgencia para acercarse de nuevo al ayuntamiento.

Antonio, se quedó pensativo y, al momento, fue al ordenador que había usado Andrea, lo encendió y, para su desconcierto, un anciano con alzacuellos y sotana negra terminaba de bajar las escaleras precipitándose hacia la salida.

—Disculpe —lo reclamó Antonio.

—Buenos días —se despidió el párroco, con una sonrisa tensa.

Era el mismo que había preguntado por Andrea y que había llamado por teléfono preguntando por Manuel justo antes de que aquél llegara.

 

Manuel, regresó al aparcamiento de la Plaza Mayor. De pronto, su teléfono comenzó a sonar, pero la falta de cobertura en el subterráneo anuló la comunicación y terminó de agotar la batería del aparato. No pudo saber quién le había intentado llamar y, para mayor desasosiego, se sintió desprotegido con el teléfono inoperativo. Presuroso, se dirigió al archivo de Obras Públicas del Ayuntamiento. Buscó todos los documentos que trataran sobre la lista de los lugares que había anotado Andrea en sus hojas, desde “La senda de los elefantes” hasta “La Casa del Cordón”.

Cuando rescató las carpetas necesarias, se las llevó a su mesa. Encendió el teléfono con la esperanza de que se mantuviera unos minutos encendido y, al momento, un mensaje en el móvil agitó sus nervios. El mensaje le decía que había recibido una llamada de Sara mientras el teléfono había estado apagado y, al instante, volvió a oscurecerse su pantalla. Por más que intentó volver a encenderlo ya no quedaba energía en la batería después de tres días fuera de casa.

Eran las doce y media del mediodía y Manuel no se había acordado en ningún momento de su cita con su mujer y siguió sin recordarlo.

Despreocupado y sin dar demasiada importancia al hecho de que su mujer lo hubiera intentado localizar, siguió con su investigación ajeno a la inquietud de su esposa. Él tenía demasiado miedo, demasiado desconcierto y casi no le quedaba espacio para razonar ni hacer uso del sentido común.

Desperdigando hojas por todo el despacho, revisó con minuciosidad decenas de memorias, comprobó con sorpresa que todos los casos, los ocho puntos del mapa, a lo largo de los siglos habían sufrido profundas remodelaciones y repetidas veces.

De pronto, un rompecabezas comenzaba a unir sus piezas a pesar de ser monocromo. Pero era necesaria la serenidad y la sangre fría para poder valorar el sendero que comenzaba a abrirse y, además, era necesario conocer datos que, con total seguridad, darían respuesta a las preguntas que Andrea le había hecho a Alfredo y, en consecuencia, cerrarían el puzle.

Era urgente visitar a ese tal Alfredo, clérigo o no. Sin embargo, quedaba mucho tiempo hasta la cita con él, de tal manera que Manuel intentó estudiar los casos con escrupulosidad. Se sentó, respiró hondo, pero no tenía los sentidos centrados en los documentos porque le acosaba la idea de que lo estaban buscando, sobre todo tras el incidente de las Huelgas.

A pesar de todo, y de que no era capaz de leer entre líneas la información implícita que daba las respuestas que esperaba tener (ya que había acertado de pleno en el escenario en el que se desarrollaba la mayoría del enigma), sí que percibió un detalle que le hizo sufrir una invasión de terror psicológico: en casi todas las intervenciones urbanísticas, había habido inversión privada; y las personas que iban figurando a lo largo de los siglos estaban relacionadas de algún modo: bien por apellidos, o bien por comparecer juntos como firmantes en diversos contratos como un relevo generacional. Y, de entre aquellos hombres, dos tercios pertenecían al Colegio de Arquitectos de Madrid.

La autoría del crimen y la figura a temer parecían estar claros, pero era necesario saber qué era aquello que tanto buscaban unos y protegían otros.

Continuó leyendo los documentos y comprobó que el proyecto del aparcamiento de Caballería fue uno de los definitivos en los que figuraba directamente alguno de esos eslabones. A partir de entonces, tanto las obras de la Plaza Mayor (tres en los últimos diez años), como la de “La Casa del Cordón” o las del Ayuntamiento, habían sido gestionadas mediante complejos organigramas. Pero, tirando del hilo idóneo, terminaba por aparecer el COAM de algún modo.

—No han encontrado nada en ninguno de los sitios —pensó en voz alta—. Por alguna razón saben que está ahí... Lo están probando una y otra vez porque saben que no ha habido éxito en ninguna de las tentativas anteriores. Así que no están protegiendo nada, lo están buscando. ¿Qué será tan importante? —balbucía.

 

Manuel comenzó a extraer los papeles de Andrea. Entre ellos encontró las esculturas del puente de San Pablo abocetadas con acierto. Al parecer era una dibujante excepcional.

Bajo los bocetos, la muchacha había extraído los detalles que anotara en su bloc: en una figura, una cruz latina; en otra, una cruz griega; en otra, una llave con un mango en forma de ocho; en otra, una copa; en otra, un trofeo con un dragón y un león; motivos geométricos en otras; en otras un poco de todo.