- Tú no eres de aquí.
- No, señor, soy de Toledo –respondió con rapidez y una sonrisa forzada-. Usted tampoco –advirtió.
- No, soy de Madrid. Pero bueno… no te voy a hacer esperar… yo quiero… “porras”.
El camarero lo miró desconcertado y sonrió como quien se enfrenta a un niño inocente que no sabe lo que dice.
- No tenemos nada de eso, caballero –respondió-. Y tampoco le recomiendo el café como desayuno… es un poco malo, lo tenemos como servicio para los que vienen a comer…
- No te preocupes –le dijo Antonio sonriente-. Tú pide dos cañas de “sin”, un veintiséis y porras. El cocinero nos conoce y, si te pone alguna pega, le indicas quiénes somos.
El camarero, sufriendo ya por el trabajo que le esperaba, más que por el trabajo hecho, corrió entre la gente hasta la ventana de la cocina.
- ¡Goyo! –gritó-. ¡Te dejo una nota! ¡Ahora vengo!
Corrió al grifo para tirar las dos cañas y, mientras el cocinero le preparaba las cazuelitas, se acercó a otra mesa para tomar la siguiente comanda. El cocinero se acercó a la ventana, leyó la nota e, inmediatamente, lanzó su mirada hacia la mesa indicada en el papel. Encontró a un cliente habitual junto a un tipo que le resultaba familiar, y rompió a reír. Antonio alzó las manos y definió una cruz con dos dedos para, al momento, elevar un dedo en el aire. Significaba que al veintiséis le sumara uno. Goyo, con el cigarro entre los labios, a pesar de estar terminantemente prohibido y saber que Antonio era policía, preparó rápidamente una cazuelita con la tapa veintisiete y otra con salmorejo. Cuando llegó el camarero frente a él, Goyo le ladró:
- ¡¿Has leído la carta alguna vez?!
El chico tembló y se quedó pálido. Estaba superado por la afluencia de gente y no sabía a qué venían aquellas voces del veterano cocinero.
- Sí –respondió, inseguro.
- Pues dime qué es el veintiséis.
El chico se giró como una exhalación, recogió una carta de la barra y los ojos le dieron vueltas al no encontrar aquel número.
- ¡No está! –voceó con rabia.
- ¡Toma! –le dijo Goyo de malas formas-. ¡Dales esto y diles que no aceptamos a gentuza por aquí!
El cocinero se giró y se sumergió en sus quehaceres sin atender a una especie de queja lastimera que le hizo el camarero. Desorientado, el muchacho, miró hacia todos los lados, después, revisó la nueva comanda que llevaba en la mano, la pinchó y dando un hondo suspiro, cargó con las cazuelitas y las dos cañas y se acercó hasta la mesa de Julio y Antonio.
- ¡Qué rapidez! –admiró Antonio, exultante.
- Disculpen ustedes. Les traigo sus dos cañas de alhambra “sin” y les comento que... el cocinero se ha molestado por la broma que me han gastado. No les voy a repetir lo que me ha dicho, pero no va a aceptar el cambio de los platos que ha elegido, él, a su antojo –explicó, resuelto, justo antes de mirar a Julio para continuar-: Y, como le había dicho, no hay porras en este local. No damos desayunos.
Antonio y Julio rieron deleitados por la evocación de los tiempos pasados en los que los clientes jugaban de aquella manera, aprovechando la constante rotación de personal en los establecimientos de hostelería.
- No importa –aseguró satisfecho-. Lo que nos has traído es más de lo que esperábamos recibir. Muchas gracias.
- De nada –respondió atónito el camarero.
- Por cierto –lo reclamó Antonio antes de que se diera media vuelta-. ¿Eres estudiante de derecho?
- Sí señor –dijo, avergonzado-. ¿Se nota?
- Demasiado –le indicó Julio rompiendo a reír-. Ha sido como pasar por la cafetería de todas las mañanas en la Plaza Castilla, en Madrid.
- Con el tiempo –se sumó Antonio-, comprenderás que un “granaino” es aire comparado con los del norte y vosotros sois roca comparados con nosotros… Parece que mascáis cada palabra y resulta empalagoso… pero, poco a poco, te harás con el alma de este sitio.
- Gracias –acertó a decir el muchacho, turbado y avergonzado por todo. Aunque, seguramente, se iba a sentir peor cuando supiera que la porra en Andalucía no es un churro enorme y hueco, como se afama en Madrid y media península, sino otra forma de llamar al salmorejo.
Los dos policías dieron un trago a la cerveza. Estaba fresca y, al pasar por sus gaznates, les reveló la sed que en realidad tenían. En consecuencia, sus instintos de supervivencia respondieron dejando los vasos vacíos a falta de medio sorbo. Pronto tendrían que pedir otra caña.
- ¡Guauuu! –ladró Julio-. Esta cerveza granadina es la única “sin” que sabe a cerveza de verdad.
- ¡Es cojonuda! –confirmó Antonio.
- Bueno –reclamó Julio, comenzando a tomar cucharadas de aquella especie de gazpacho espeso-, dime de una vez qué es lo que hacía el Comisario para provocarte ansiedad sin que te dieras cuenta.
- ¡Ah! Se me había olvidado –disimuló Antonio, que quería sentir cómo Julio le reclamaba conversación-. Pues, en realidad, cuando le respondí a mi psiquiatra –retomó Antonio, hablando como si no hubieran pasado los años y jamás hubiera existido el menor conflicto con su... compañero-, le dije cosas como: nada, el Comisario entra de vez en cuando y sale sin decir nada; a veces se pasea por la sala después de saludar… Entonces, el psiquiatra me pidió que fuera más concreto, que recordara la última vez que lo había visto y ahí fue cuando comencé a darme cuenta. El muy cabrón, cuando estoy solo, se asoma, mira a toda la habitación y se marcha con cara de asco. –Se llevó un bocado a la boca, tragó, dio un sorbo a la cerveza, reclamó al camarero con la mano y siguió-: Siempre me tomé ese gesto como la molestia que le causaba encontrar que la gente no estaba en su sitio. Pero, entonces, recordé cómo actúa cuando estoy acompañado. De hecho, le llaman el egipcio. Pasea por los pasillos laterales de la habitación con un brazo delante y otro detrás como si no cupiera.
- Ya, y lo que hacía es taparse los genitales y el culo –concluyó Julio.
- Eso es lo que dice mi psiquiatra y, la verdad es que, desde que soy consciente de eso e interpreto todos los gestos y los actos de ese tío, he descubierto que actúa así sólo conmigo. Además, he dejado de tener ansiedad y he vuelto a dormir bien.
- Así que… sabe lo nuestro, y de ahí que se haya portado como se ha portado conmigo.
- No lo había pensado, pero… al parecer sí.
Rieron un instante hasta que el camarero toledano se acercó hasta ellos.
- ¿Qué desean?
- Ponnos dos cañas de “sin”, pero no nos traigas tapa, tráenos la cuenta que nos tenemos que marchar.
- En un momento.
El camarero se alejó, servicial.
- Entonces, Antonio... tu jefe no me ha adjudicado un espía... sino que te está tendiendo una trampa.
Antonio apretó los labios, pensativo. Sonrió.
- Entonces... no hay de qué preocuparse... porque ya no hay trampa en la que pueda caer.
Pasaron diez minutos hablando de la actitud del Comisario con el resto de compañeros. Era un primo de “nosequién” de la Junta, lo que sucede en todos los gobiernos –regionales o nacionales- desde que el mundo es mundo. Pero, éste, no disfrazaba su “inaptitud” (porque, inepto, no era), no intentaba hacerse con la simpatía de sus compañeros, sino que pavoneaba su favorecida condición con jactancia y soberbia. La soberbia que había parecido perder Julio al llegar a Granada.
Montaron en el coche a las once de la mañana, una vez que fue satisfecha la curiosidad de Julio sobre aquel tipo insoportable y, por el camino a Motril, Antonio le habló con preocupación.
- ¿Conoces la fama que llega sobre ti desde Madrid?
Julio, dislocó el gesto.
- Pues… supongo que la misma que corre por el propio Madrid.
- El Julio que he visto hoy es más parecido al que yo conocía: buen compañero, noble, relajado, cercano, un cabrón como amante… todo hay que decirlo…
- Ya estamos –se quejó.
- Pero un tipo cercano y natural, sin duda –solucionó Antonio.
- Pues… es que –meditó un segundo, mientras miraba más allá de Sierra Nevada-… esta ciudad… relaja. La gente tiene un ritmo…
- ¡Vaya! –lo interrumpió Antonio con tono molesto-. Otra vez que si los andaluces somos vagos…
- No, no… no me refiero a eso, Antonio. La gente que se mata a trabajar también tiene otro ritmo… otro gesto en la cara, como si fuera algo natural, como si fuera parte de su ser hacer lo que está haciendo… hasta el tipo que anda descargando cajas. La gente habla de cosas importantes de manera ligera, sin afán de solucionar el mundo, mientras que comentan cosas de escasa importancia como si les fuera la vida en ello.
- ¿Quién de los dos eres? –entonó con tono melodramático.
Julio rió.
- En la selva, soy un inútil acojonado –dijo, en tono jocoso-. En la nieve, un principiante torpe. En un coche, un conductor temerario y seguro. En Nueva York, un turista elegante. En Pompeya, un niño sorprendido. En las calles de Madrid, un león intratable. En las calles de Granada, un hombre encantado.
- En Granada, siempre fuiste un león encantador –le dijo Antonio sonriendo, con un destello emocionado en los ojos-. En Madrid un hombre engreído y estúpido.
- Todo es verdad, según el ojo que lo mire.
- ¿Y quién prefieres ser? –continuó Antonio con su juego de seducción inútil.
- La pregunta más acertada sería: ¿Dónde prefiero estar?
- Desde luego, en una selva no –rió.
- Te equivocas –le dijo con seriedad-. Precisamente me fascinó.
- ¿Has ido a la selva? –curioseó interesado.
- Hace un par de años, estuve en India.
- ¿Y te sentiste un inútil acojonado? –volvió a reír.
- Sí, y menos mal que lo fui –entonó con desahogo-. Al mínimo ruido, me metía en el vehículo y, una de las veces, salvé mi vida y la de mis acompañantes. Lo que no salvé fue la pierna del organizador del viaje.
- ¡Joder! ¡Qué fuerte! –pronunció instintivamente.
- Volvería mil veces más hasta aparentar ser valiente.
- ¿Aparentar ser valiente? –se extrañó Antonio.
- Sí. El valiente es aquel que se arriesga sin miedo a lo desconocido; un “tontoloscojones”. El que tiene conocimiento del riesgo al que se enfrenta, parece valiente y lo que es en realidad es un experto.
- Ya. Un tipo que se gasta doscientos mil euros en montar un bar sin tener ni puta idea es un valiente. El que lo hace después de veinte años de experiencia, no. Aunque el primero se haga de oro y el segundo se arruine. Te entiendo. –Le lanzó una mirada fugaz y Julio asintió con la cabeza-. ¿Entonces?
- Entonces, ¿Qué?
- ¿Con qué te quedas?
- ¿Con qué me quedo? –meditó-. Con la resignación. Si, existiera el alma de Granada, el anonimato de Madrid, la sofisticación de Nueva York… la… la… la suma de todo… ese sería el lugar. Y yo, sería la mezcla de todo. Así que me quedo con lo que me toca… y soy un tipo afortunado.
- Motril
La mañana en Motril era notablemente más cálida que en Granada, aunque la cercanía al mar suavizaba la sensación y la brisa terminaba por acomodar los sentidos en la relajación absoluta. Julio reconoció aquella sensación perfectamente; era la misma que tenía cuando disponía de un paréntesis en su vida y se acercaba a ver a su hermano hasta Alicante. El entorno no era tan evocador como en tierras granadinas pero, lejos de la dura rutina que lo acompañaba cada día en Madrid, y estando cerca de la familia, el hálito marino y el rugido de las olas ejercían el mismo efecto placentero y relajante. Las alertas instintivas, que solían saltar en el cerebro de Julio a cada instante cuando salía a la calle, se le habían aletargado paulatinamente sin darse cuenta. Nadie en Madrid lo reconocería si lo vieran caminar por las calles motrileñas; un caminar cadencioso, alejado del paso elegante y firme que acostumbraba a exhibir, lo llevaba como en volandas. Hasta su rostro se ofrecía afable, donde una sonrisa sutil subrayaba el conjunto, cerrado por un fruncido de ceño tranquilo que sólo pretendía proteger a sus ojos de la luz cálida de aquel sol espléndido. Era una imagen de Julio que solamente era capaz de recordar, así, Antonio, el cual, simplemente, no se terminaba de creer que fuera real todo lo que se contaba de él, porque siempre lo había visto exactamente igual que en aquel momento.
- Qué ron más bueno el de aquí –dijo de pronto, mirando a través de la cristalera de una cafetería.
- Sí. Es muy bueno –afirmó Antonio, que hacía de guía decidido-. Aunque ha habido cambios… creo que ha cambiado de manos y también de nombre. Pero no me hagas mucho caso… ya sabes que yo soy de güisqui.
- Pero seguirá sabiendo igual. –Se relamió.
- Esta noche, si quieres, te invito a un par de ellos y lo compruebas.
- Te tomo la palabra. –Sonrió, recreado en una noche en la Granada ardiente de sus años pasados.
- Ya hemos llegado.
La última frase que pronunció Antonio, removió a Julio desde las entrañas devolviéndolo al momento presente y a la agria realidad. Se había olvidado del motivo de su presencia allí; hasta olvidó por unos minutos que era un Inspector de la Brigada Judicial de la Comisaría de Madrid –el más implacable-. Su cabeza tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para reubicar todos sus pensamientos y todas sus esencias dentro de su cuerpo, restaurando a su “superego” en el control de sus actos y de sus pensamientos.
- Estúpido –se dijo a sí mismo, recuperando la tensión en el rostro.
- ¿Por qué me lla…
- No es a ti, Antonio. Perdona –se disculpó, agravando el gesto y, cogiéndolo con calma del brazo, le dijo-: Vamos dentro.
Entraron en el edificio donde encontrarían a la familiar de la mujer asesinada y sonó su teléfono.
- Ya podías haber sonado hace quince minutos –se quejó antes de descolgar-. ¡Dígame!
- ¿Inspector Araúzo? –preguntó una voz de mujer.
- Sí. Dígame.
- Soy Gloria, nos hemos visto esta mañana en la Comisaría.
- Ah, sí, la recuerdo.
- Lo llamo para indicarle que ya ha llamado su superior a la Comisaría y el dispositivo solicitado está en marcha. En total, cinco puntos de actuación.
- Perfecto. ¿En cuánto tiempo estarán en posición?
- En cuarentaicinco minutos aproximadamente.
- Muy bien, Gloria, muchas gracias.
- A usted.
Julio se guardó el teléfono y levantó la mirada para ver el panel informativo de la empresa a la que iban a acceder.
- ¿Qué ha pasado? –se interesó Antonio.
- Nada, que ya está en marcha el dispositivo de protección para los familiares de la mujer.
- No. Me refiero a: qué te ha pasado de pronto al llegar. ¿Se te ha olvidado algo?
- Todo –dijo enfadado.
- ¿El qué? Quizá podamos recuperarlo.
Julio miró a Antonio como lo haría un padre que no sabe cómo explicarle a su hijo la razón de que el cielo sea azul.
- Si hubiera algún policía inteligente en Motril, que no dudo que lo haya –corrigió su petulancia-, solo que habría que saber quién de todos es –especificó-… tendría que hacer algo que me he olvidado hacer desde que he montado en el coche esta mañana. Y me costaría tres años de experiencia integrar en sus capacidades sensoriales todo lo que requeriría de él.
- ¿Y qué es eso tan importante que tendría que haber hecho un… tipo “¡tan!” inteligente como tú, que tuviera una “¡mí-nima!” parte de tus conocimientos? –se burló Antonio.
Julio, repuesto en su condición de tirano altivo y presuntuoso, miró de soslayo a Antonio con las cejas levantadas de modo insultante.
- Pues… primero, conocer el asunto. Después, abrir bien los ojitos y…
- Oye –le advirtió Antonio-. A mí no me hables como si fuera tonto. Eso, para los madrileños, si quieres. A mí no.
Julio se tomó un momento para procesar aquel estado nuevo de igualdad entre estratos, partiendo de la cualidad básica de ser humano que todo individuo tiene.
- Disculpa –pronunció en un extraño carraspeo que habría sido más que sobresaliente en su entorno habitual pero que, en Granada y frente a Antonio, resultó escaso.
- ¿Qué has dicho? Porque yo no soy un perro al que le basta con chasquidos y ruiditos para tenerlo contento… a no ser que tengas una galletita guardada por el bolsillo.
El Inspector miró a Antonio, asombrado. Jamás le había hablado así, claro que… tampoco se comportaba de esa manera en aquella época que compartieron juntos, años atrás.
- ¿Eh? –insistió Antonio- ¿Tienes alguna galletita por ahí?
- Lo siento, Antonio, disculpa mi actuación… es que se me disparan los nervios cuando me pongo a trabajar y no sé medirme.
Si hubiera escuchado aquello Marti, lo tendría a su merced mediante un chantaje amistoso el resto de sus vidas.
- Entonces, ahora, con los parámetros reajustados en cuanto al trato con los demás… ¿Me puedes explicar qué es eso que se te ha olvidado hacer? Seguramente me ayude a comprender muchas cosas de ti. Tal vez, las buenas comiencen a ganar a las no tan buenas.
Julio sonrió.
- Creemos, te lo cuento en confianza –comentó en tono solemne y, cuando Antonio asintió con la cabeza, continuó en voz baja-: que son varias personas actuando en equipo. –El ruido estrepitoso de una motocicleta le obligó a subir el tono de voz hasta que el ruido se fue alejando-. ¡Sería lo más práctico para dar todos los pasos que pensamos que van a dar!: Mientras unos están en Madrid con la siguiente víctima secuestrada, otros estarían por aquí recabando información útil para dar el siguiente paso. Lo que se me ha olvidado es que, tal vez, me conocen. Lo cual no habría importado si yo hubiera estado atento a la reacción de los coches, de las motos, de la gente de la calle, de las ventanas…
- ¿De todo? –se rió Antonio-. ¡Eh! –alzó la voz de pronto, agarrando a Julio del hombro de la camisa.
- ¿Qué?
- ¡Que yo he visto algo!
- ¡Cuándo! ¡El qué! ¡Dónde!
Antonio se apretaba el labio inferior sin soltar la camisa de Julio, mientras bajaba la mirada al suelo para recordar.
- Era un tipo que estaba ahí fuera… ¡Ven!
- ¡No! –lo atajó cogiéndolo de la muñeca-. Maldita sea, baja la voz.
- Cuándo aprenderás que en Granada bajar la voz es más peligroso porque agudiza oídos –le instruyó Antonio en las artes sociales de su ciudad natal-. La voz alta se mezcla con el vocerío de la calle y nadie le da la menor importancia.
- Esta vez, Antonio, quien nos puede escuchar no es granadino. –Lo separó de la puerta tirando con calma de él-. Ahora, dime lo que has visto.
- Pues, un tipo sentado en el sillín de una moto… ¿no lo has visto?
- No –aseguró Julio.
- Creía que te habías hecho el tonto cuando te ha reconocido. Y como él se ha quedado ahí, quieto, mirándote disimuladamente, he pensado que sería uno de tus amantes que no se atrevía a moverse para no llamar tu atención.
- Ya. Lo más probable es que me mirara porque sabía que no lo podía reconocer. ¿Dónde estaba exactamente?
- Ahí al lado… enfrente del comercio que está junto a este portal.
- ¿Sigues fumando? –le preguntó-.
- Cartones. –Sonrió.
- Pues salte a la calle con calma, abre la puerta por completo y fúmate un cigarro.
Antonio hizo lo que Julio le dijo. Abrió la puerta del todo mientras sacaba la cajetilla del bolso interior de su chaqueta, dio un paso más, soltó la puerta, se encendió el cigarro y la puerta comenzó a cerrarse. Julio, desde la oscuridad del portal, aprovechando que Antonio era un elemento de distracción, observó a los coches, las ventanas… Pero, de pronto, Antonio se giró hacia él.
- No hay moros en la costa –pronunció, levantando el brazo para señalar hacia un lado-. No están ni el tipo… ni la moto.
Una cortina se movió, casi imperceptiblemente, en una ventana estrecha de la segunda planta.
Julio salió a la calle con parsimonia, sacó su propia cajetilla de tabaco y su mechero. Se plantó al lado de Antonio.
- Eres un pedazo de gilipollas… pero has conseguido algo que un tipo listo no habría logrado nunca –le balbuceó, sosteniendo el cigarrillo entre los labios-. Cuando te termines el “piti”, entra en el portal y llama a tu oficina… a la tal Gloria esa, o a quien sea de confianza, y dile que necesitamos los datos de propiedad de todas las casas de la segunda planta del número treintaitrés de esta calle. Después, que envíen esa información a Samuel García para que busque propiedades de la misma persona en Valencia y Madrid. Si no hay resultados coincidentes, hay que saber si estas casas están arrendadas… quiero los datos de los arrendados y sus propiedades en Madrid y Valencia… y todas las posibles relaciones de estos datos. Que sean ingeniosos, hasta absurdos si quieren. Yo, voy a subir a averiguar de qué casa es cierta ventana y me tienes que conseguir una orden para entrar.
- ¿Con qué argumento?
- No lo sé –admitió-. Por eso te he dicho que la tienes que conseguir… si supiera el motivo que hay que dar… te lo habría mascado.
- Creo que eso no va a ser posible. Hablaré con Gloria a ver si puede conseguir algo.
Antonio tiró la colilla al suelo, la pisó y volvió a entrar en el edificio. Julio, esperó a que la puerta del portal número treintaitrés se abriera y cruzó la calle a toda prisa. Salía, bajo su marco, un muchacho de no más de quince años. Julio sacó su documentación, se la mostró, y el muchacho perdió su entidad en un parpadeo.
- No me interesan tus negocios con la droga –se aventuró a decir mientras lo obligó a entrar en el portal agarrándolo de la manga-. Sólo quiero saber si vives aquí, quién vive en el segundo y si es el propietario o alguien de alquiler.
- No vivo aquí, he venido de visita –tartamudeó el chico-. Hay cuatro viviendas por planta –dijo a colación-, hay de todo: viejos, jóvenes, dueños y no dueños.
- Vale, chico listo. –Sonrió Julio-. Digamos que yo me olvido de tus amiguitos y de ti…
- ¿Qué amiguitos? –lo interrumpió, nervioso.
- Los que habéis alquilado una casita aquí con los beneficios de la marihuana que plantáis en la terraza interior –le dijo con seguridad mientras miraba los buzones para saber de cuántas plantas era el edificio y revisaba los nombres de los residentes de las cuatro viviendas de la segunda planta, donde sólo había los datos de una persona en una de ellas-. Digamos que me olvido de subir a la… sexta planta y tú, a cambio, me dices todo lo que sabes sobre la segunda.
El joven asintió estupefacto.
- Sé... que vive un matrimonio joven, de alquiler… Una vieja, que creo que es dueña. Un maricón en otra y, la cuarta, creo que está abandonada o algo así.
- Muy bien. ¿Qué casas dan hacia la calle?
- ¿Hacia la calle? –preguntó desconcertado.
- Las ventanas de qué casas dan a la calle. Tu pisito… da hacia el otro lado, hacia el sol ¿No? –Asintió el muchacho, impresionado, sin darse cuenta de que el Inspector había razonado exactamente igual que hicieran sus amigos y él cuando eligieron un lugar donde hacer aquellas plantaciones, aunque lo que le atormentaba de verdad era saber porqué se había dado cuenta el policía de que le había mentido al decirle que no vivía allí-. ¿Qué letra es vuestro piso?
El joven dudó un instante.
- La “D” –dijo al fin.
- Muy bien. Entonces… ¿Qué pisos dan a la calle?
El chico se quedó pensando. Con el cuerpo se iba colocando como si subiera las escaleras.
- ¿Por qué no sube usted al primero y lo comprueba? –se quejó, sacando a la luz el nervio propio de un adolescente descarriado.
- Pues tienes razón, pero me seducía más comprobar si seguías teniendo las neuronas intactas… y veo que las has quemado de más.
Soltó el brazo del chico y se echó a correr por las escaleras hacia arriba. Una vez allí, hizo un ejercicio ágil hasta situarse mirando hacia donde se debería encontrar la calle y, frente a él, se encontró las puertas “B” y “C”. La “C” correspondía al lado donde se encontraba la ventana sospechosa de dar palco clandestino a unos malhechores.
Un susurro leve descendió por las escaleras. Julio se giró hacia ellas y, al pisar con sus tacones de madera, unos pasos silenciosos se deslizaron por la planta de arriba. El Inspector subió a zancadas de tres escalones y un cerrojo se corrió en un chillido metálico finalizado por un golpe seco, de acero. Cuando terminó de subir hasta el descansillo, la mirada de Julio se volcó sobre la puerta “C”. Por la rendija inferior no había luz que delatara sombras de persona alguna, pero una sutil fricción de chapa hizo que el Inspector levantara los ojos hacia la mirilla. Se acercó lentamente, manteniéndose en alerta por si su espalda entraba en riesgo, y pudo escuchar un susurro que decía: “Viene hacia la puerta”. De nuevo, la fricción de chapa se dejó oír y unos pasos rápidos se perdieron por el fondo de la casa, terminando en ruidos de puertas que se abrían y cerraban. Julio cogió el teléfono y llamó a Antonio.
- ¿Dónde estás? –preguntó Antonio al descolgar.
- Estoy frente a la puerta “C” de la segunda planta del número treintaitrés. Tú no te muevas de ahí y evita que la mujer salga del edificio.
- Para eso tendré que subir, presentarme y preguntar por ella.
- Pues hazlo, pero, antes de nada, dile a Gloria, o a quien hayas llamado, que es la “C”, que no pierda tiempo en investigar. Necesito esa orden… no me voy a mover de aquí.
- De acuerdo…
- ¡Espera! ¿Dónde estás tú exactamente?
- Estoy entrando de nuevo en la empresa esta.
- Sal –le reclamó Julio-. Sal y dime lo que ves en las ventanas de la segunda planta.
- Espera. –Se oyeron los pasos de Antonio a través del teléfono, su respiración fatigada o inquieta, el motor ensordecedor de una moto revolucionada que subía la calle a toda velocidad-. Una persiana se está cerrando lentamente –dijo y, al momento, gritó-: ¡Me han hecho una foto!
- ¿Te han hecho una foto desde la ventana?
- No, me cago en la puta. El tipo de la moto de antes, ha pasado con alguien a la espalda con una cámara de fotos y me ha hecho una foto.
- ¡Corre! Toma los datos… llama a la comisaría… ¡cuelga!
Julio se apostó en el pasillo de la segunda planta, a la espera de recibir alguna información, cuando escuchó el repicar de un teléfono en el interior, amortiguado por la distancia y algunas puertas cerradas. Se concentró en escuchar, pero no pudo oír nada más.
Antonio, regresaba de lo alto de la calle sin fortuna. Sólo pudo explicar cómo era la motocicleta, la vestimenta de los dos hombres y una leve descripción de los mismos. Después, regresó al edificio en busca de la familiar de la mujer asesinada y de la desaparecida.
Más de treinta minutos llevaba Julio parapetado frente a la puerta “C” de la segunda planta del número treintaitrés de aquella calle motrileña, cuando recibió un correo electrónico en su aparato telefónico. Era de Gloria, la mujer arisca de la Comisaría de Granada. Decía:
“La propietaria es Ángeles Masegosa. Natural de Granada. 72 años. ¿Sigues queriendo una orden judicial?”
Al tiempo, una llamada resonó y se multiplicó por efecto del granito del suelo y de las escaleras. Julio aceptó la llamada de inmediato, para impedir que aquel sonido se propagara alarmando a toda la comunidad.
- ¿Sí?
- Julio, soy Gloria.
- Dime, Gloria.
- Gloria –dijo ella.
- ¿Qué?
- Nada –Se rió a carcajadas-. Perdona. –Volvió a reír-. Mira, es que, precisamente, desde esa casa, hace treintaicinco minutos han llamado para que se personara una patrulla porque la mujer decía que estaba siendo acosada por unos hombres…
El aullido estrepitoso de las sirenas de un par de coches de la policía, se precipitó por la calle hasta trascender por el hueco de las escaleras escandalosamente.
- Me lo acaban de comunicar…
- Ya están aquí –le indicó Julio.
La puerta del portal se abrió de par en par y cuatro agentes subieron aprisa. Julio apagó el teléfono para no volver a tener sobresaltos hasta que, él mismo, los esperara. Después, lo guardó y se puso con las manos en alto con sus credenciales a la vista. Los policías aparecieron atropelladamente, sin precaución, como chiquillos saliendo de clase a la hora del recreo. Al encontrarse con la figura de Julio, plantado en medio del rellano con los brazos levantados, se sobrecogieron. Aquello se parecía, al fin, a una escena de esas que tanto habían soñado protagonizar unos policías de una población pequeña. Pero, pronto, se les bajó el gozo, cuando, tras comprobar quién era aquel hombre, recibieron una merecida reprimenda por ejecutar un asalto tan desordenado y descuidado. Sin embargo, a pesar de aquella contundente parrafada, los policías, estoicos, continuaron con su trabajo. Tocaron en el timbre de la puerta de la llamante y, aquella, con la tranquilidad de saber que habían subido cuatro agentes en su ayuda, abrió los cerrojos en el mismo instante en el que sonó el “din-don”.
- Buenos días, señora. ¿Ha llamado usted por el temor a que accedieran a su vivienda? –preguntó uno de los policías.
- Sí –dijo asustada.
A Julio se le vino abajo la satisfacción que había ido acumulando. Había creído tener asido un cabo que llevaría hasta el objeto final de su investigación cuando percibió movimientos inquietantes en aquella ventana, pero, lo que había movido la cortina no había sido el recelo inquieto de un delincuente descubierto, sino la chismosa actitud de una anciana que, atemorizada, se había escondido al sentir que un extraño hombre la miraba desde la acera de enfrente.
- Disculpe las molestias –intervino él-. Soy el Inspector Araúzo. Estaba investigando a ciertas personas y, al ver que desde su ventana se nos observaba a mi compañero y a mí, creí que usted formaría parte del grupo de delincuentes.
- Yo creí lo mismo de usted –aseguro la mujer recuperando el aliento.
- ¿Quién creyó que era yo? –se interesó Julio.
- Uno de esos hombres que se “rebelan” el puesto todo el día en las aceras –le respondió la anciana.
- ¿Qué hombres? –indagó el Inspector.
- Ese hombre que se ha marchado cuando usted ha llegado. Lo hacen así todos los días: llega un hombre o dos, se cruzan con el que está por ahí, se miran de reojo, y se dan la vez –atestiguó.
- ¿No puede ser casualidad? –preguntó un policía-. Puede ser que hayan venido a algún comercio y coincide que al mirar usted se encuentran esos hombres, sin más.
- Llevo meses viéndolos por aquí –dijo en tono de queja-. Son los mismos hombres todos los días. La misma “amoto” a diferentes horas cada día y se hacen “revelos” entre ellos.
- ¿A cuántos hombres reconocería? –preguntó Julio.
- A cinco –aseguró-. Hay un sexto que sólo ha aparecido tres o cuatro veces. Creí que podía ser alguno de ustedes.
- Entiendo… ¿Por el parecido o porque no nos ha reconocido?
- Por el pelado –respondió con energía-. Ese hombre es el único que lleva siempre el pelo bien cortado.
- De acuerdo. –Julio se quedó pensativo un instante mientras todos lo observaban-. ¿Qué le parecería dejar su casa durante una semana y ayudarnos a localizar a esos hombres? –La mujer lo miró, inquieta, con la frente ensombrecida por la duda-. Estaría en un hotel, bien atendida, y le pediríamos que revisara unos videos que le iríamos haciendo llegar.
- ¿No puedo hacerlo desde aquí?
- No quiero asustarla cuando le explique lo siguiente, señora, y creo que lo entenderá perfectamente –afirmó preparándola para algo grave-. Espero que no tenga terrores nocturnos… Esos hombres, después del escándalo que hemos montado, tal vez se percaten de que han tenido a una espía en esta ventana… A mí no me interesa que la tengan a mano. ¿A usted?
- Está bien –aceptó resuelta-, pero tiene que ser, al menos, de cuatro estrellas.
- Yo estaba pensando en uno de una estrella –admitió Julio-, es imposible acceder a una habitación de un hotel de una estrella, mientras que en un hotel de cinco, nadie se atreve a parar a un hombre bien vestido que se dirige al ascensor. –La mujer pareció ofendida-. Aunque, también es cierto que el lugar más idóneo sería una residencia de alto nivel…
- Joven –dijo ella-. Tengo “setentidós” años. No es que me quede un suspiro de vida, pero tengo la cadera operada, los huesos se me van deshaciendo por una enfermedad “deregenativa”… he pasado una dictadura durísima y no voy a pasar ni un minuto en una residencia ni en un hotelucho, para eso me quedo en mi casa y que venga el valiente que tenga que venir. Si quieren mi “colarobación”, o vienen aquí o me llevan a un hotel como Dios manda.
- Pues queda todo dicho. Haga sus maletas que nos vamos de vacaciones.
Antonio, durante todo el tiempo que Julio estuvo dentro del edificio de enfrente, se ocupó de dar con la persona que habían ido a buscar. Como los dos se habían delatado con facilidad al aparecer Julio por la zona sin discreción, no tenía sentido andarse con estrategias delicadas, de tal manera que le explicó a la mujer todo lo que estaba sucediendo en torno a su familia. Inmediatamente, Julio se personó en las oficinas donde trabajaba la mujer para hacerle algunas preguntas.
- Buenos días –la saludó, tras dar una palmadita en la espalda de Antonio.
- El Inspector Araúzo –lo presentó Antonio-. De la Brigada Judicial de Madrid.
- Encantada –pronunció ella espeluznada por toda la información recibida.
- Igualmente. –Esbozó una sonrisa serena y se sentó frente a ella-. No tiene que temer nada. Ya no le va a suceder cosa alguna. Lo único malo es que pueden pasar meses hasta que se resuelva el asunto.
- Y años –se lamentó ella.
- Bueno, podría suceder que pasaran años, pero no es lo más probable. Seguro que, si no es hoy, uno de estos días, le surgirá algo que nos pueda servir… algo a lo que nunca le haya dado importancia pero que, precisamente, por la obsesión que se puede apoderar de personas en su misma situación, comience a cobrar una relevancia enfermiza. Yo haré caso a cada una de esas elucubraciones locas que a todos se les pasa por la cabeza cuando sufren una tensión como la que usted va a soportar. Pero no tema por su vida, la tensión vendrá por no poder volver a la normalidad hasta que todo se resuelva.
- ¿Y después sí? –se quejó-. ¿Cuántos años puede estar una persona en la cárcel en este país? Si sólo ha estado veinticinco años un asesino que ha matado a más de veinte personas… ¿Cuántos años va a pasar un tipo que ha matado a dos? ¿Diez años? ¿Quince? ¿Dónde me escondo yo cuando tenga cuarentaicinco y ese hombre salga a la calle? –rompió a llorar, imaginando a su prima muerta.
- Verá. Tiene toda la razón y comprendo que se ponga usted así –intervino Antonio-. Desahóguese, llore y maldiga, pero no nos culpe… Hemos atajado el problema más grave, el hecho de que la pudieran matar. Entienda que el riesgo ya estaba ahí antes de que nosotros apareciéramos. Sólo estamos ofreciéndole las herramientas que el Estado de Derecho de este país nos permite y nos obliga a poner a su disposición.
- Fíjense –dijo ella limpiándose las lágrimas y mostrando gran enfado en su rostro-. Si se dedican a hacer su trabajo sin decirme nada y lo solucionan sin mí, viviría feliz y sin preocupación quince años. Si no lo solucionan, viviría feliz y sin miedo hasta que llegara ese hijo de puta de pronto. ¿Creen de verdad que ese Estado de Derecho me ha ofrecido algo positivo?
- Ahí –atajó Julio-, el culpable no ha sido el Estado de Derecho. El culpable ha sido el sentido común. Mi obligación es capturar a un asesino y, la obligación de toda la gente que pueda tener algún tipo de vinculación, es la de aportar todo lo que pueda para que ese hombre termine entre rejas. Yo también viviría más tranquilo cerrando los ojos ante las injusticias que me rodean, sobre todo porque tengo un sueldo y un nivel de vida con el que me lo puedo permitir –Julio sacó su cajetilla de tabaco y se reincorporó-. Me bastaría con hacer un informe diciendo que la persona ha fallecido por accidente cada vez que me encuentro con un cuerpo muerto. Una tranquilidad pasmosa. Pero, el caso es… que no valgo para vivir tranquilo.
A la mujer le hirvió la sangre, ofendida por lo que el sermón de Julio dejaba traslucir, pero el Inspector no le dio tiempo a tomarse revancha y se giró alejándose de ella con paso marcial llevándose un cigarro a los labios. Aunque, antes de cerrar la puerta tras de sí, la miró y le dijo:
- Espero cualquier cosa que se le pueda ocurrir. Muchas gracias.
- ¿Qué me pueda ocurrir? –gritó ella arrebatada por la ira.
- No, no ha dicho eso –la tranquilizó Antonio, pues Julio ya estaba lejos, y parafraseó literalmente al Inspector-. Ha dicho: “cualquier cosa que “SE” le pueda ocurrir.
Desde la Comisaría, se pusieron en contacto con el superior de la empresa en la que trabajaba la mujer y se la llevaron de allí siguiendo la misma formalidad que se emplea con los testigos que corren alto riesgo de sufrir algún atentado: cambios de vehículos, secreto pleno donde sólo dos personas de alto cargo conocerían su paradero y un grupo de profesionales cuidarían de ella sin saber de quién se trataba ni de qué ciudad procedía –como de otras tantas personas.
- Órgiva
Nada más abandonar las oficinas, se pusieron en funcionamiento todos los mecanismos para mantener en el anonimato y a buen recaudo a aquella mujer, muy a su pesar.
Julio y Antonio volvieron a su vehículo y regresaron hacia el noroeste, para visitar al resto de familia femenina que se encontraba en dos pueblos de la sierra: Órgiva y Trevélez.
La autovía, que descendía desde Jaén hacia Motril pasando por Granada, se transformaba, a escasos kilómetros del mar, en una carretera nacional retorcida y estrecha que discurría al pié de la roca vertical y abrupta que separaba a la sierra de la playa. La trazada del firme llegaba a diseñar auténticos ángulos rectos que Antonio conocía muy bien y libraba con soltura. Julio miraba a lo alto, en busca del cielo azul, y dejaba pasar el tiempo en silencio mientras pensaba en lo cerca que había estado de dar con los cómplices del asesinato de Susana Gutiérrez Anglés. Además, aquellos tipos tenían que saber dónde se encontraba retenida Yolanda Torres Sancha, con la que compartía abuelos Susana. Y, seguramente, aquellos hombres habían estado rondando a Antonia Torres, prima de la madre de Susana y tía de Yolanda, y a la hija de Antonia: Margarita González Torres.
Todo aquello atolondraba a la cabeza de Julio porque ya era tarde para comprobar si había algún tipo sospechoso por las calles de Órgiva y Trevélez que pudiera tener algo que ver con el asunto. Aunque, cuando se lo volvió a pensar, en pueblos como aquellos no pasa desapercibido nadie. Con tiempo y la investigación pertinente, podían llegar a descubrir algún dato fiable, pero de tiempo era de lo que no disponía Julio. El domingo, si no daba con el asesino, moriría Yolanda.
- ¿En qué piensas? –preguntó Antonio, una vez que alcanzaron la autovía y pudo prestar un poco de su atención a su compañero.
- En que… de haber cogido al tipo de la moto… podría encontrar las pruebas necesarias para enganchar de los huevos al hijo de puta que mató a aquella mujer y que tiene retenida a la otra.
- Ese tipo tal vez no habría abierto la boca si lo hubiésemos cogido –comentó Antonio.
- No necesito que hable. Sólo investigar su teléfono y encontrar una única llamada –afirmó con rabia, sin dejar de mirar a través de su ventana.
- ¿Una única llamada? –repitió Antonio, inquieto-. No me digas que tienes un sospechoso.
Julio tomó aire y apretó los labios. Se pensó mucho si responder aquella pregunta o no. Miró con atención al perfil de Antonio, que no le quitaba la vista a la carretera, y suspiró antes de hablar.
- Estoy esperando una batería de datos: la pareja que tuviera la mujer muerta, que desconocemos si tenía o no; la pareja de la desaparecida, que sabemos que sí que la tenía; las llamadas, tanto de los teléfonos de las dos mujeres, como las de sus respectivas parejas… -Julio volvió a mirar hacia la Sierra y continuó-: Y, una de las llamadas del teléfono del tipo de la moto, tiene que coincidir con alguna de esas… sólo una… y ya lo tendríamos.
- Pues siento que no lo hayamos cogido… pero están detrás de él. Tal vez haya suerte.
- Tal vez…
Regresaron al silencio cuando tuvieron que abandonar la autovía, de nuevo, para recorrer los meandros de la carretera provincial que se enreda por la falda de la montaña hasta Órgiva. Era extremadamente sinuosa y lenta y no paraban de pasar camiones de transporte para distribuir el agua de Sierra Nevada por toda España.
En una de las incontables curvas, para congojo del Inspector, modernos molinos eólicos asomaban sus hélices, descomunales, a la altura de la carretera, apoyando su fuste al final del barranco. Se le presentó la escena como si él fuera en un pequeño avión que estaba destinado a terminar despedazado por los giros de aquellas aspas afiladas. Fue suficiente para desembotar el ánimo de Julio. Tenía que buscar la parte positiva de lo sucedido y pensar tal y como lo harían aquellos delincuentes.
- ¿Qué haría en su lugar? –dijo entre dientes.
- ¿En el de quién? –se interesó Antonio sin quitar los ojos de la carretera.
- Luego te lo cuento… cuando paremos y nos tomemos algo fresco.
“Si yo estuviera dando un golpe” –pensó Julio en silencio, para no interferir en la mente de Antonio y que aquel no lo interrumpiera en sus pesquisas-… “y, al tiempo, planeara otro… y me encontrara en medio al policía que hace la investigación…
Un sonido estremecedor lo sacó de sus meditaciones como si recibiera un envite en la cabeza. Un timbre agudo restalló dentro del coche. Era el manos-libres que tenía capturado el móvil de Antonio.
- ¿Sí? –preguntó nada más apretar el botón verde del aparato.
- ¿Antonio? –dijo una voz rota, de mujer.
- Hola, Gloria, dime.
- He intentado llamar al teléfono del Inspector pero está apagado…
Julio se removió en el asiento intentando acceder a su bolsillo y, cuando alcanzó el teléfono, comprobó que era verdad. Se le había olvidado volver a encenderlo después de la visita a la anciana.
- Han intentado localizarlo desde Madrid y, como no han podido, han llamado aquí –les informó Gloria.
- Hola, Gloria ¿Quién ha llamado? –preguntó Julio.
- El Oficial José Antonio Gómez…
- Muchas gracias, Gloria… ¿Tienes algo más para nosotros?
- No, sólo era eso, pero parecía urgente.
- Muchas gracias. Lo llamo inmediatamente.
En cuanto se cortó la comunicación, Julio llamó a la Comisaría de Madrid. Una voz dulce y entregada saludó al otro lado:
- Buenos días, Comisaría de Policía de Madrid ¿Qué desea?
- Buenos días, Raquel.
- Buenos días, Inspector Araúzo –sonrió notablemente hasta el punto de modificar el tono de su voz.
- Necesito que me pases con José Antonio Gómez.
- Un segundo, por favor, enseguida lo paso.
No llegó a entrar la musiquilla de espera, en cuanto dejó de oírse el sonido ambiente de la Comisaría, descolgó José Antonio, apresurado.
- ¡Dígame! –dijo con voz alterada.
- José Antonio, soy Julio.
- ¡Inspector! ¡Tengo noticias! –pronunció, inquieto y notablemente nervioso.
- A ver, José… toma aire y relájate antes de volver a hablar. No quiero que te me lances y tenga que preguntarte las cosas mil veces para entenderlas. Asegúrate de qué es lo que me quieres contar y en qué orden… y empieza.
José Antonio se lo tomó al pie de la letra y Julio lo escuchó resollar como un búfalo.
- Bien –dijo, ralentizando su vocalización-. Hemos localizado huellas dactilares que no corresponden con las de Sergio ni con las de sus padres.
- ¿Las estáis cotejando con la base de datos?
- Bueno, Inspector, como no es una investigación oficial… lo tengo que hacer valiéndome de argucias –divagó-. Sólo yo sé el resultado que han dado los estudios que han hecho en el laboratorio y todos los datos están en mi poder hasta que usted pueda hacerlo público.
- Se le dio protección a Sergio –dijo, el Inspector, a modo de queja. José Antonio guardó silencio al escuchar las palabras de Julio-. ¡Ah! Que me fui sin decirte nada –recordó-. Antes de irme, ayer, hablé con el Comisario. Le conté lo de… -Se quedó callado un momento, un eco extraño se escuchaba de fondo, como un silencio hueco y metálico. ¿Estarían pinchados los teléfonos?-. ¡Ah! Tampoco te lo dije… -se escabulló Julio para no ser delatado a saber por quién.
- ¿El qué? -inquirió José Antonio.
- No te preocupes. Haz los cotejos que puedas y cuando puedas. Este caso puede tomarse unas vacaciones de dos días, así que tómatelas tú también. El domingo por la mañana, seguramente, estaré en Madrid…
- ¿No iba a ir a Granada y después a Alicante? –inquirió, indiscreto.
- El domingo por la mañana estaré en Madrid... y hablamos. Ahora, descansa.
- ¿Qué hago con la información que tengo?
- No es vital... guárdala y ya veremos.
- Muy bien –aceptó.
Se despidieron sin dilación.
- ¿Otro caso? –interrogó Antonio.
- Sí –asintió sin muchas ganas, preocupado por si, de verdad, aquella conversación había sido escuchada por oídos ajenos. En tal caso, ¿Cuántas conversaciones podían haber escuchado? ¿Quiénes serían, de ser cierto?
- ¿Dos en la misma semana?
- En el mismo día –bufó.
- Vale, vale… no te molesto más.
- No, no es eso… -relajó su tono-. Es que iba a ver a mi hermano mañana. Lo tenía planeado desde hace tres meses. Y se ha metido este asunto por medio… y el domingo puede que muera la segunda mujer… y no me queda ni tiempo para investigar ni ganas de sentarme a comer tranquilamente en la terraza de un restaurante al lado del mar.
- ¿Se lo has dicho a tu hermano? Tal vez lo entienda.
- Seguro que lo entiende –respondió hastiado, Julio-. Y, entonces, le tendré que dar la razón sobre muchas cosas que me viene diciendo desde hace años… así que haré un esfuerzo, me sumergiré en una burbuja sonriente y esperaré a que llegue la noche para ocuparme de mis asuntos.
- Si yo fuera tú… hablaría con tu hermano.
- Si tú fueras yo… estarías en mi misma circunstancia y dirías lo mismo que yo. Lo que sucede es que quieres ser yo de golpe, sin sufrir los treintaicinco años que llevo a cuestas dentro de mi familia.
- ¿Treintaicinco años malos? –preguntó.
- No. Han sido muy buenos… pero con un hermano mayor toca-huevos que ha dado en el clavo de todos mis errores antes de que los cometiera.
- ¿Es mejor que tú?
- No. Yo soy capaz de descubrir todo lo que ha hecho a mis espaldas sin recibir ninguna información adicional… él, simplemente, es capaz de ver con qué voy a tropezar… pero sólo si me tiene delante y le voy dando información. Entre esos tropiezos está su gran discurso: “cada vez vas a volcarte más en tu trabajo y menos en tus amigos… y llegarán unas vacaciones y no tendrás con quién ni dónde pasarlas… leerás los sucesos en la prensa y llamarás a tus compañeros para comentarles tus ideas”.
- ¡Ah! Entonces tu hermano no es tan bueno. En el cine, desde los comienzos, retratan a los policías así. No hay más que ver al Comisario de “Casablanca”. No tenía más vida que estar detrás de todos los culos a ver dónde podía meter sus narices.
- Comisario no, Capitán Louis Renault –le corrigió Julio antes de continuar hablando-: Pero ninguna como “Heat”. Al Pacino es el prototipo que define mi hermano.
- Sí. ¡Qué buena! –admitió Antonio-. Y Robert de Niro también está atrapado por su trabajo. La vida personal no te da dinero y te complica la laboral si la priorizas… aunque te da momentos de felicidad…
- Sí… todos hemos hecho la lectura –lo interrumpió con el tono agriado.
- Vale… vale… dejamos el tema.
- ¿Queda mucho para llegar?
- Igual que un niño –rió Antonio.
- Igualito –Sonrió Julio.
- Ahí está.
Órgiva aparecía y desaparecía entre los árboles según el sentido en el que se dibujaba la siguiente curva. Al llegar a la entrada sur, se desplegaron las calles, empedradas en su mayoría, modelando a la perfección la loma sobre la que se acomodaba su urbe desde, según cuentan algunos escritos, el primer siglo de nuestra era. Dos altas torres, del castillo-palacio de los Condes de Sástago, se elevaban sobre la masa de pequeños edificios que componían a la población. En la zona histórica, convivían construcciones de piedra más propias de la zona norte de la Península con casas típicamente andaluzas, encaladas y revestidas con maceteros rebosantes de vegetación.
No se adentraron demasiado, ni siquiera se acercaron al centro neurálgico. Aparcaron, con relativa facilidad, justamente al lado de donde se apostaba una furgoneta camuflada, donde se encontraba el equipo encargado de la seguridad de la mujer a la que iban a visitar. Antonio lo reconoció al momento y mostró la placa hacia el vehículo, disimuladamente.
Julio, mantenía su atención en la periferia de lo que percibían sus ojos. No usaba gafas por dos razones básicas: porque le hacían parecer más engreído aún, atrayendo las miradas de todo el mundo; y porque generaban mayor desconfianza. Llevando los ojos al descubierto y sin mostrar inquietud por nada, sus enemigos bajaban la guardia. Se replegaban de manera más evidente aprovechando que las pupilas del Inspector no se dirigían hacia ellos. Por el contrario, con gafas de sol, se cuidarían mucho de hacer movimientos llamativos por si los estaban mirando.
Dos hombres, tal y como esperaba Julio, atravesaron una pequeña placita y se montaron en un utilitario de lo más vulgar. El Inspector se apresuró a entrar en el portal.
- Antonio, rápido –le susurró, impaciente, escondiéndose bajo el palio del pórtico-. Llama a quien tengas que llamar para que los tipos de esa furgoneta persigan al coche que va a salir de ese lado de la calle en unos segundos.
- No sé quién está en contacto directo con ellos –se lamentó Antonio.
- ¡Joder! –gritó Julio saliendo a descubierto-. Renault Clio gris del 2005. –Corrió unos pasos hacia la calzada para ver la matrícula antes de que terminara de salir y se perdiera por las tortuosas calles. –Seis, seis, cuatro, tres, “E”, “B”, “O”.
Antonio lo esperó en la puerta. Julio regresó extrayendo su teléfono y marcando una numeración.
- ¡Buenos días! –dijo una voz extremadamente amistosa-. ¿Ya estás en Granada?
- Buenos días, Samu –respondió Julio, receloso tras el alarde de felicidad demostrada por quien lo despachara con despecho el día anterior-. Necesito que me revises un Clio gris, matrícula: seis, seis, cuatro, tres, “E”, “B”, “O”. Si la matrícula coincide con el vehículo y es un coche granadino, no es necesario que me des respuesta.
- ¿Entonces, qué quieres? –se extrañó Samuel.
- ¿No? –dijo a su vez Antonio.
- No –dijo Julio mirando a los ojos de Antonio-, lo que quiero es confirmar que la matrícula es de un coche robado… cuando lo confirmes, dame la población del dueño y que Ignacio localice todas las llamadas que haya recibido el susodicho a lo largo de las últimas tres semanas. Que las coteje con todo lo que ya ha ido extrayendo.
Antonio no podía imaginar que, unos tipos que creían estar completamente libres de sospecha, fueran a tomarse tantas molestias cambiando matrículas de unos coches robados a otros y lo hizo ver.
- ¿De verdad crees que van a hacer todas esas cosas para seguir a unas mujeres sin importancia? –le dijo, mientras Julio se le iba acercando.
- Tal vez ni siquiera hayan venido a investigar y lo hacen todo de un día para otro. Tal vez, esos hombres han salido de tomar un café a toda prisa y son simples vecinos de Órgiva. Pero yo no sería capaz de diferenciar lo uno de lo otro. Sin embargo, si hubiera alguna irregularidad en ese vehículo, ya tendría un camino por el que buscar.
El Inspector se encendió un cigarro y se plantó frente a su compañero que lo miraba con el gesto adusto.
- ¿Y si no hay irregularidad y tampoco son simples vecinos?
Julio, levantó la vista soltando el humo denso y blanco de la primera calada. Cuando exhaló hasta que el aire expulsado era transparente, tomó oxígeno y, lanzando su mirada hacia el final de la calle, respondió:
- Incluso, aunque sean simples vecinos, vamos a hacer que los investiguen.
- ¿Cómo? Si le has dicho a tu contacto que te notifique algo solamente en el caso de que la matrícula sea de un coche robado –se quejó Antonio.
- Por lo tanto, tú podrás decirle a Gloria, o a quien quieras, que investigue al propietario de ese coche.
- Les podía haber pedido que me buscaran lo mismo que le has pedido tú al de Madrid.
- Sí, pero ralentizaría el proceso de cotejo.
Antonio, circunspecto, abrió su teléfono, dispuesto a llamar, pero Julio le puso la mano sobre él para impedírselo.
- Pero ahora no –le silbó al oído.
- ¿Cuándo entonces?
- Cuando no me llame mi contacto de Madrid.
Los ojos de Antonio, se turbaron víctima de la confusión.
- Y… ¿Cuándo no te va a llamar ese contacto?
- En quince minutos. –Sonrió, dio una calada y tiró el cigarro al suelo para pisarlo acto seguido-. Llama a la casa, venga.
Antonio, se acercó al portero automático, sacudiendo la cabeza intentando borrar de su mente cada una de las afirmaciones que hacía Julio, que no había por dónde cogerlas. Apretó el botón y, antes de que respondiera alguien, el Inspector entró con paso amplio y calmado, de nuevo, en el portal.
- ¿Quién es? –preguntó la voz de una mujer joven.
- ¿Margarita González? –preguntó Antonio.
- Que quien es –insistió ella, un tanto molesta.
- Soy Antonio Suarez, agente de la Policía Judicial de la Comisaría de Granada.
Por un momento, sólo se pudo escuchar el ruido distorsionado del aire a través del interfono pero, al instante, la mujer volvió a hablar:
- ¿Y qué es lo que quiere? –pronunció, mostrándose desconfiada.
- Pues, verá, conviene que hablemos en privado. Tiene que ver con su familia. Con unas familiares que viven en Madrid y Valencia. ¿Sabe de quién le hablo?
El rumor áspero del telefonillo se apagó dejando limpio el aire para escuchar con claridad el eco de los tacones de Julio subiendo las escaleras. Antonio se asomó al portal, sombrío y fresco, pero no se apartó del intercomunicador por si la mujer regresaba.
- ¡Oiga!
Sorprendido, Antonio pudo escuchar la voz de la mujer, que lo llamaba desde lo alto. Dio dos pasos sobre la acera hasta avistar las balconadas y descubrir el rostro de la mujer que lo miraba con el ceño contrito y los ojos escudriñadores.
- ¡Dígame! –se prestó Antonio.
- ¡A ver su placa! –solicitó la mujer.
- ¡¿Qué?! –se extrañó Antonio, que miró de lado a lado, incómodo-. ¡Mire!, ¡En estos momentos, un compañero estará a punto de llamar a su puerta! ¡Hable con él!
En aquel preciso instante sonó el timbre en la casa de la mujer, que giró su cabeza hacia el interior de la vivienda en un movimiento intenso e inmediato. Antonio no sabía qué hacer, miraba de lado a lado hacia la gente que, alertada por las voces, querían conocer de primera mano lo que se cocía por allí: los mismos que pararían sus coches junto a los accidentes de las autovías para certificar las muertes. Como si no fuera con él, pateó el suelo con el tacón y comenzó a pasear, con paso lento, todo lo larga que era la acera. Lo llamaron al teléfono de inmediato.
- ¿Sí? –respondió.
- Antonio, hemos recibido una llamada de una mujer de Órgiva. Se llama Margarita González Torres y pregunta por ti.
- Estamos con ella ahora mismo –aseguró Antonio.
- Eso es lo que quiere saber. Dice que mientras que un hombre ha llamado al telefonillo, abajo, otro ha llamado a la puerta, arriba.
- Sí… las ideas de Julio. Dile que somos nosotros. Que le abra al Inspector.
- Hecho.
- Hasta luego, Gloria. ¡OYE! ¡Gloria!
- ¿Sí?
- Perdona –se disculpó-. Oye, necesito que se investigue al propietario del vehículo que te voy a indicar.
- Dime.
- Renault Clio, gris, matrícula: seis, seis, cuatro, tres, “E”, “B”, “O”.
- Listo. ¿Alguna otra cosa?
- Que... se averigüe si ha contactado con alguien de Valencia o Madrid últimamente.
- Eso... va a ser más difícil –indicó Gloria.
- Bueno, pues le envías los datos a un tal... Samuel, de la oficina de Madrid.
- Muy bien... pues... ya os diré algo.
- Muchas gracias, Gloria.
- Un saludo.
Antonio se giró sobre su eje y levantó la mirada, intranquila, hacia el balcón por el que se había asomado Margarita. En los balcones vecinos, comenzaba a parecer gente que aparentaba estar ocupada en sacudir telarañas y en rastrear gamusinos por los rincones. Al poco, la cabeza de Julio surgió súbitamente y volvió a esconderse, justo antes de que se cerraran la puerta acristalada y las ventanas del salón. Poco le quedaba por hacer a Antonio, salvo esperar, de tal manera que se acercó a un despacho de prensa a por un periódico y se sentó en una bancada a consumir el tiempo leyendo.
Julio pidió agua a Margarita y, después, le hizo sentar en el sofá.
- Verá, Margarita… Tenemos un problema de gravedad. No quiero asustarla, y no debe asustarse, pues se encuentra usted completamente protegida. Sin embargo, debe saber que estamos buscando a un asesino que, por alguna razón, está interesado en mujeres de su familia.
Margarita abrió los ojos presa del pánico. Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero no supo pronunciar palabra alguna. Julio se acercó a ella delicadamente y se sentó a su lado, mirándola fijamente a los ojos.
- Insisto, no tiene de qué preocuparse. Lo que necesitamos de usted son dos cosas: que coopere e informe a las personas con las que la vamos a poner en contacto; y que nos cuente todo lo que recuerde sobre rencillas familiares. Cualquier cosa que nos ayude a encontrar alguna pista.
- No sé qué… qué puedo saber yo… -dijo atropelladamente, con los ojos vidriosos y las manos temblorosas-. Ni siquiera me ha explicado qué sucede… -gimió intranquila-. ¿A qué viene de repente todo esto? –contuvo un llanto temeroso en una mueca, tragó saliva y una lágrima se descolgó de sus pestañas.
- Susana Gutiérrez Anglés… murió en la madrugada del domingo al lunes –informó rotundamente. Margarita se llevó las manos a la boca-. Yolanda Torres Sancha desapareció el miércoles y hasta hoy no hay noticias de su paradero.
Las manos de Margarita parecían estar sujetando un grito de rabia, terror, incredulidad… todo al mismo tiempo. Temblaba, toda ella, mientras los ojos se anegaban en lágrimas y el rostro enrojecía. Parecía estar a punto de estallar en pedazos cuando, al fin, flaqueó. Se le derrumbó el nervio, los brazos cayeron y lloró ahogando su llanto contra el respaldo del sofá.
Julio esperó, paciente, a que Margarita se desahogara y pudiera vocalizar alguna palabra. Que se descongestionara para poder pensar en alguna pregunta que le tenía que hacer. Tenía que ser sutil y certero porque algo le decía que aquella reacción no era por lástima o, al menos, no sólo por eso. Estaba claro, para él, que aquella mujer no estaba demasiado extrañada de los acontecimientos sobre los que le estaba informando.
Los sollozos de Margarita fueron amainando, la respiración se fue normalizando y llegó a separar el rostro del cojín para enjugarlo. Julio, levantó el vaso de agua que le había pedido a la mujer en primera instancia y se lo acercó.
- Beba. Lo había pedido para usted. Esta clase de situaciones secan las entrañas.
Margarita se mostró levemente para intentar entender lo que Julio le estaba queriendo decir y, cuando juntó las palabras con lo que veían sus nublados ojos, se los limpió, tomó aire y aceptó el vaso. Julio esperó al segundo sorbo, y habló:
- ¿Qué le hacía sospechar que esto llegaría a pasar?
La mirada de la mujer se aceleró hacia los ojos de Julio como si fueran agujas envenenadas en una cerbatana certera.
- No la estoy acusando –se apresuró a decir Julio-. Quiero que me cuente qué ha sucedido para que usted tuviera este miedo. –Ella pareció retarlo con la mirada, como si se sintiera insultada y buscara ofenderlo a él-. Quiero saber por qué ha creído alguna vez que esto llegaría a pasar. –La mirada intensa de Julio, se enfrentó a la de Margarita con autoridad, sin delicadeza, con toda la arrogancia que supo aunar y continuó-: En este momento… sólo usted sabe que lo que digo es cierto.
Otra vez, flaqueó la mujer. Se vino abajo. Sus ojos perdieron fuerza y la delataron.
- No tengo todo el tiempo del mundo, Margarita. Yolanda, seguramente, muera el domingo.
El rostro de Margarita se resintió ante aquel comentario, dejando claro, lo que Julio ya sabía, que ella no tenía nada que ver con los sucesos.
- No es cierto por completo lo que dice –se atrevió a hablar Margarita con voz trémula y afectada-. Sí que me había rondado alguna vez el miedo al cruzarme con desconocidos por el pueblo –afirmó-. Pero no es por mí. Es –temió hablar y ser malinterpretada-… o sea, no es que sea ella –divagó confusa-… es que ella siempre lo dijo, desde que yo era niña.
- ¿Quién? –preguntó, imaginando la respuesta, dándola a colación-: ¿Su madre?
- Sí –admitió la mujer, descompuesta por la situación tan confusa que se le había presentado de pronto-. Mi madre siempre dijo que esta familia estaba maldita y que algún día pagaríamos.
- ¿Por qué? –se extrañó Julio.
- Por nada –lloraba silenciosamente con un torrente de lágrimas que le empapaban las mejillas-. Decía que la sangre que venía de mi abuela estaba sucia y que algún día alguien tendría que limpiarla de un tajo.
- Pero… ¿Por qué decía eso? –inquirió Julio sobrecogido, pues no esperaba encontrarse con respuestas tan dramáticas, exageradas y sesgadas.
- No lo sé muy bien –balbuceaba-, siempre me mantuvo lejos de su familia y me decía que eran mala gente, pero nunca me contó nada… -Lloró profundamente, ahogada la respiración y cegada la vista.
Julio miraba a ningún lugar concreto, estaba perplejo. Se paró a pensar, mientras la mujer recuperaba el aliento, y se convenció de que todo aquello no era más que el delirio de una mujer aprobado por una fatal coincidencia pero, en modo alguno, aquello no podía afectar a la investigación.
- Yo tampoco le pregunté –habló súbitamente, Margarita, entre sollozos-, pero siempre decía que alguien vendría y nos llevaría por delante por nuestra mala sangre.
- Margarita –dijo Julio, con tono cálido, mientras se acercaba a su rostro y le sujetaba la barbilla con los dedos de manera cariñosa-, lloré tranquila… Ahora, va a subir un agente para hacerle compañía y le va a explicar todo lo que tiene que hacer. Yo, por mi parte, le aseguro que esta historia ya se ha acabado. No va a volver a pasar. ¿De acuerdo? –le preguntó, obligando a que Margarita lo mirara a los ojos-. ¿De acuerdo? –repitió, esperando una respuesta afirmativa que, un instante después, la mujer le dio con un movimiento débil de la cabeza- Muy bien. Descanse y no se preocupe, que en unos minutos están con usted.
Julio salió en silencio hasta el rellano, dejó la puerta entornada y llamó a Antonio.
- Mándame a un agente para que le explique todo y le haga compañía hasta que venga un psicólogo para tratar todo esto con ella. Parece un tema delicado.
- Muy bien –asintió Antonio-. ¿Bajas ya?
- No, hasta que me envíes al agente.
- Está entrando en el portal.
- Pues espérame en el coche que salimos cagando leches hacia Trevélez.
Nada más guardar el teléfono en el bolsillo, el agente enviado por Antonio se presentó frente a Julio.
- Agente. –El hombre se cuadró ante él-. Que no llame a nadie en una hora. Dile que es mejor que pase esta situación, que se relaje… lo que sea, pero que no coja el teléfono.
- ¿Cómo sabe que no está llamando ya? –se extrañó el agente al ver al Inspector fuera de la casa y suponiendo a la mujer sola, a su albedrío.
- Seguro que está con el teléfono en la mano pero aún no puede hablar. Apresúrate.
El agente entró en la vivienda, cerró la puerta y Julio bajó las escaleras, pensativo y humeando con un nuevo cigarro prendido entre los labios. En la puerta, esperaba Antonio; las manos en los bolsillos no escondían su inquietud y la mirada se disparó intensa sobre la sombra que descendía las escaleras con un ascua incandescente a la altura de la cabeza. Julio mantuvo su paso cansino, dando tiempo a que sus pensamientos se asentaran y desapareciera la nube de información cruzada que se había levantado a causa de la incómoda declaración de Margarita.
- ¿Qué tal? –Se agolparon aquellas dos palabras en la boca de Antonio. A pesar de haberse prometido mostrar interés con menos entusiasmo, no supo disimularlo.
- Ahora te cuento –respondió Julio, continuando su camino sin reparar ni un instante en Antonio, ni con un vago vistazo.
Antonio no insistió, acomodó su paso al de Julio y caminaron juntos hasta el coche. No fue necesario hablar, Antonio lo puso en marcha y salió de Órgiva con destino a Trevélez. Salió por el mismo lugar por el que habían accedido y, en el siguiente cruce, giraron hacia el norte, donde la carretera los esperaba enredada y lenta.
- Trevélez
Julio, tuvo facilidad para perder la mirada en el paisaje, que no variaba lo más mínimo, árido y abrupto, pero en cada giro ofrecía una nueva perspectiva, el sol golpeaba desde una ventanilla diferente y no había más de cuatro árboles que proyectaran su sombra en los primeros diez kilómetros.
Un sonido extraño salió del teléfono de Julio. Lo revisó con los ojos entornados.
- ¿Qué es eso? –se interesó Antonio.
- Un correo… -respondió, arrastrando la voz.
Ignacio le envió un escueto comentario con dieciocho archivos adjuntos: “Inspector, estos son los vehículos que estuvieron en la zona caliente y los datos de sus propietarios”
Julio fue viendo imagen tras imagen y, al finalizar, le respondió: “Buen trabajo Ignacio. Supongo que ya estás en ello pero, si no, averigua de dónde venían, adónde iban y sus posibles coartadas. Gracias”
Quince minutos después, transcurridos veinte de los cuarentaidós kilómetros que distan hasta Trevélez, la carretera acentuó sus pendientes y se multiplicaron las curvas que definían ciento ochenta grados en su ángulo. ¿Cómo, si no, esperaba nadie que fuera el camino hacia un pueblo subido en la pendiente de la montaña más alta de la península que, además, se erigía así de esbelta a sesenta kilómetros escasos de la costa?
- No me extraña –susurró instintivamente, Julio, dando voz a sus pensamientos.
- ¿El qué? –se interesó Antonio con tono cauteloso.
Julio miró a su compañero de viaje como si no comprendiera la pregunta, y es que, en realidad, no era consciente aún de que había hablado.
- ¿Cómo? –preguntó, confuso.
- Que qué es lo que no te extraña –dijo Antonio con voz calmada.
- Oh… -Se percató al fin de que había hecho sonar su voz-. Nada. Estaba pensando en una tontería…
- Bueno… pero me la puedes contar.
Julio sonrió, observando la pendiente hacia la que se encaminaban que, en aquel instante, era paralela a aquella por la que discurrían todavía.
- No es que sea una tontería, es que es algo sin importancia –comentó, para seguir a continuación-: Me he acordado de que las marcas de coche usan las carreteras de Granada para hacer pruebas de sus prototipos.
- ¡Ah! ¿Sí? –mostró interés Antonio, que en realidad necesitaba cualquier excusa para entablar cualquier tipo de contacto con Julio. Desde la visita a Motril, se había ido acentuando aquella nueva personalidad que se había fraguado en los últimos años de Madrid y le resultaba incómoda-. No lo sabía.
- Sí. Es la carretera con mayor desnivel en menor distancia. Tenemos Sierra Nevada a ochenta kilómetros de Motril y hay una altura de tres mil cuatrocientos metros. No hay lugar en Europa donde se dé una circunstancia tan radical.
- Fíjate que soy granadino y no lo sabía.
- A veces somos los foráneos los que averiguamos cosas de los sitios. Vosotros estáis demasiado acostumbrados como para darle importancia.
- Eso también es verdad.
- Sabrás, al menos, que Trevélez es el pueblo que se encuentra a mayor altitud de toda la península, ¿no?
- Sí, eso lo sabe por error todo el mundo.
- No te he pillado. –Rió.
- Noooo… –Lo acompañó en las carcajadas-. Ya hace años que se rompió esa leyenda… ya sabemos que hay una decena de pueblos más altos que él. Pradollano, sin ir más lejos.
- Bueno… ¿Pradollano? ¿Pradollano tiene residentes todo el año? –se extrañó Julio.
- Pues, si te digo la verdad, no lo he comprobado.