Julio se quedó solo de nuevo, y ya pudo ordenar sus ideas. Sabía que los documentos de la Biblioteca más grande de Londres tardarían en llegar, pero confiaba en que el libro no se demorara. Allí encontraría detallados los sucesos de los asesinatos acaecidos en el Londres de finales del siglo XIX y, tal vez, alguna cosa que relacionar con lo que, hasta entonces, tenía él. Fue en ese momento cuando se apercibió de algo: se encontraba exactamente igual que un investigador de un siglo atrás, en precario. Mucha tecnología, mucho científico y los resultados estaban siendo negativos. No tenía más de lo que tuvo Frederick George Abberline para investigar los asesinatos londinenses de ciento veinte años atrás, lo que era igual a no disponer de cosa alguna. El asesino se había asegurado de que la ciencia no ofreciera datos, de la índole que fueran. Lo único para lo que sirvió tal derroche de medios fue para ir corroborando lo que Julio había advertido por medio de la observación. Tenía, ante él, a un hombre previsor y conocedor de lo que era una investigación profunda.
Un sonido estridente retumbó desesperante en el despacho. Era el teléfono de sobremesa. Julio se acercó a él con paso acelerado para impedir que volviera a repicar, y lo hizo a tiempo.
- ¡Dígame! –gritó desquiciado.
- Inspector, soy José Antonio –se presentó el recomendado por Samuel.
- ¡Ah! José Antonio. Cuéntame. ¿Tienes algo?
- Tengo algo, pero es mínimo –comento sin mucha ceremonia y prosiguió al momento-. El ordenador había sido limpiado recientemente y, exactamente, esa limpieza coincide con la hora de las muertes.
- Supongo que han rescatado los archivos eliminados.
- Sí –confirmó el Oficial-. Pero no han encontrado nada importante: archivos temporales de internet, descargas de archivos “pps” de cadenas de correos electrónicos, que se están investigando, y poco más.
- ¿Pornografía? –preguntó instintivamente.
- Sí. De hecho sigue habiendo alguna carpeta con pornografía sin borrar –respondió José Antonio sin darle la más mínima importancia.
- No, lo pregunto porque eso es un detonante importante para discusiones graves entre parejas –aseguró sin darle mayor relevancia al asunto-. ¿Huellas dactilares se han encontrado?
- Pues –el joven Oficial se alteró, sonrojándose su rostro-, no pidió nada al respecto y… no sé cuántas manos han podido tocar la torre desde ayer.
Por un momento, la mirada de Julio se había convertido en una llama incandescente. No podía creer que no se hubiera seguido la práctica acostumbrada con cualquier objeto incautado. Pero, de pronto, cayó en la cuenta de que el teclado seguiría intacto sobre la mesa, en la casa. Sin torre, Santiago, el hijo del matrimonio, no habría necesitado usarlo.
- Ve sin perder un minuto a la casa a recoger el teclado y que extraigan todas las huellas dactilares que contenga –exigió como si le hablara a un chiquillo incompetente-. Es más… que un informático os indique qué teclas son las más apropiadas para hacer los últimos movimientos que se han registrado en el disco duro. Id a por esas teclas directamente.
José Antonio tomó aire profundamente y asintió con la cabeza antes de responder afirmativamente con su voz a través del auricular. Tan pronto hubo colgado, marchó en busca del teclado y, aunque no se lo hubiera solicitado el Inspector, también del ratón.
Julio regresó al silencio de su despacho. Le iba a estallar la cabeza de tal forma que se inclinó, hasta ponerla entre los antebrazos mientras apoyaba los codos en sus piernas, y se la masajeó sin descanso con los ojos cerrados.
El teléfono, alborotador, volvió a sonar. Aquella vez, quien llamaba era Bruno.
- Confirmado, Inspector Araúzo. La mujer no ha llegado a su trabajo, su teléfono se encuentra apagado y nadie sabe cosa alguna de ella.
- Quiero que me pongas en contacto con el Inspector que esté llevando el caso. Esperaré en el despacho la llamada.
- Entendido, Inspector. Enseguida lo localizo.
Respiró aliviado. Las piezas que su cabeza había modelado, para ir formando el puzle virtual que completaba los escasos rastros con los que contaba, tenían mucho parecido con la realidad.
Echó el cuerpo contra el respaldo. Sus pensamientos ya habían abandonado varias líneas de elucubración y parecía respirar. Ya tenía la templanza que necesitaba para hacer la llamada a la comisaría de Granada. No era fácil, la persona con la que iba a tener que negociar la gestión de todos aquellos datos había compartido su cama durante los años que vivió allí y, después del abandono, no le guardaba mucho aprecio.
A pesar de todo, la solicitud que hizo Julio, después de marcar el número titubeando, fue muy formal y muy clara, con un tono firme y respetuoso. Por lo tanto, la respuesta resultó estar a la altura, con una profesionalidad intachable. Es más, afirmó que:
- En cuestión de dos horas tendré todos los datos que puedan coincidir con los diferentes parámetros y te llamaré entonces.
Julio, al escuchar aquello de “los diferentes parámetros”, no pudo evitar una sonrisa y una impulsiva, aunque leve, carcajada. Para su sorpresa, a través del auricular, la voz distorsionada por el característico sonido telefónico, se mostró sonriente y pronunció una palabra muy clara antes de colgar: “Zorrilla”.
Julio, sin borrar la mueca divertida de la cara, guardó su móvil y se recostó con cierta flema de satisfacción a esperar a que todos los demás hicieran sus respectivos trabajos administrativos. Él estaba para pensar y llegar a conclusiones, y con todo en marcha, su cabeza había dejado de zumbarle.
Ya sabía que el asesino quería ser descubierto antes de llevar a cabo la segunda ejecución. No tenía sentido nada de lo que estaba haciendo si quería emular realmente a “Jack el destripador”. Aquello le planteaba una inquietante convicción, y era que disponía ya de todas las pistas para encontrar el camino. Sin embargo, le faltaba un decodificador, un canon, una gramática para colocar los vocablos en el orden que diera sentido al conjunto. ¿Qué relación podía tener un trapecio con los asesinatos del siglo XIX? ¿Qué relación podía tener la familia de la mujer fallecida con el trapecio y con aquellos asesinatos? ¿Qué relación tenía esa mujer con él? Esa información que le pedían las pistas era lo que le faltaba por conocer.
Con un nuevo impulso de su pensamiento, cayó en la cuenta de que nadie le había dicho si la víctima tenía pareja o no, y había que averiguarlo con urgencia. También tenía que localizar a la pareja de la mujer desaparecida. Volvió a extraer el móvil y llamó a Ignacio.
- Necesito que vayas a su lugar de trabajo y preguntes por la pareja sentimental de la víctima. No preguntes si tenía pareja, pregunta directamente dónde puedes localizar a su pareja. Y usa la palabra “pareja”, no utilices la palabra “novio” ni nada parecido. Imagina que era lesbiana… ya la habrías cagado.
- Muy bien, enseguida saldré para allá.
Julio regresó a su postura reposada sobre el respaldo de su asiento de piel. Cada vez, liberaba de más peso a su cabeza y la claridad se asentaba en ella. Entonces, recordó que bajo su cenicero se encontraba una carpeta llena de documentos que ya podía observar detenidamente, aunque se distrajo en mitad de camino y lo primero que hizo al apartar el cenicero de encima de los papeles fue encenderse un cigarro. Después, leyó concienzudamente cada párrafo del informe. Nada le causó sorpresa porque los resultados eran escasos e insignificantes. Sólo figuraban de manera definitiva aquellos elementos más objetivos en los que ya había reparado junto con Marti el primer día, y la aparición de un trozo de cuerda entre las vísceras. A continuación, abrió el archivo que contenía información sobre el Sargento de la Policía Local y lo ojeo con viveza. Únicamente hubo dos detalles que le llamaron la atención: la madre del Sargento figuraba con un único apellido y había dejado de ejercer tres años atrás. Por lo demás, Ignacio le había hecho una síntesis perfecta de la trayectoria del Sargento.
Un nuevo “ring” hizo que Julio devolviera los documentos a su carpeta. Dejó sonar dos tonos más, sospechaba que era el Inspector de Valencia y quería mostrarse ocupado y tranquilo.
- Dígame –pronunció con cadencia.
- Buenos días ¿Inspector Araúzo?
- Sí, dígame –insistió.
- Soy el Inspector Valls, de la comisaría de Valencia.
- ¡Inspector Valls! –dijo ceremonioso, registrando una sonrisa en el tono de su voz-. Supongo que mi compañero le habrá puesto al tanto de las sospechas que tenemos.
- Bueno, me ha comentado que la desaparición de Yolanda Torres Sancha podía tener relación con la muerte de una mujer, el lunes, en Madrid.
- El domingo para ser más exactos –rectificó Julio-. Pero así es. Son familiares y, al parecer, según los primeros indicios, de confirmarse que es una desaparición y no una simple rotura de rutinas… que esté hospitalizada o haya tenido algún accidente, creemos que aparecerá en un estado similar al que apareció su prima, descuartizada, a la vista de todos y en un mar de sangre.
- ¡No me diga! –se alarmó el Inspector Valls-. Pero eso no lo transmitirá así a la prensa, imagino.
- Esto no lo sabe aún la prensa… y casi mejor que no sepa nada de nada, ni así… ni de otra forma.
- Apruebo esa decisión. ¿Tiene alguna idea de los pasos que podríamos dar?
- Pues, no exactamente. No conozco Valencia como para plantearme dónde y cómo puede estar… pero sí que le puedo decir que va a pasar cinco días secuestrada antes de ser asesinada.
- ¿Ha tenido alguna notificación del asesino que le asegure eso? –inquirió el Inspector Valls con suspicacia.
- No. Simplemente, en el asesinato anterior siguió esa pauta y tiene toda la apariencia de convertirse en un asesino en serie. No deja una sola pista. La mata en un lugar tranquilo, conserva hasta la última gota de su sangre, descuartiza el cuerpo y lo transporta de madrugada a un lugar residencial con poco tránsito, coloca las piezas del cuerpo con dedicación y esparce la sangre emulando una matanza in situ.
- Entiendo. Mata en intimidad y después exhibe la brutalidad sin riesgo de ser pillado –divagaba el Inspector valenciano-. Sin embargo… previamente, mantiene en jaque a la familia con esos cinco días de desaparición.
Julio, abrió los ojos mientras fruncía el ceño profundamente al atender aquella meditación en voz alta de su colega valenciano. En realidad, a la primera de las mujeres no la había echado de menos nadie más que los compañeros de trabajo. No tenía familia directa y no se sabía si tenía alguna relación sentimental, con lo que la posibilidad de buscar el sufrimiento previo de la incertidumbre quedaba descartado. Aunque, tal vez, al ser la única sin seres queridos, era la idónea para comenzar con ella, que sirviera como ejemplo y ayudara a potenciar el temor entre el resto de mujeres de la familia.
- ¿Quiere decir que es una venganza? ¿Cree que está buscando el sufrimiento y el miedo de los vivos de esa familia como venganza por algo? –se interesó Julio.
- Lo que usted me ha contado tiene todos los matices de un asesinato a sangre fría por venganza –confirmó el Inspector Valls con mucha serenidad-. Tiempo dilatado, preparación, ejecución lenta y exhibición notable. Es más, el asesino está en sus cabales y es muy consciente de la dureza de sus actos –tomó aire con calma y continuó al momento-: Diferencia entre el bien y el mal con absoluta nitidez y está jugando con ello para causar estupor. Por lo tanto, cree legítima su venganza. Lo que le hicieron a él tuvo que ser algo tan alarmante como lo que él está haciendo y espera que la sociedad lo entienda así y apruebe sus actos.
- Entonces, incluso, podría ser que la ley no cumpliera con sus objetivos en su día y ha visto la necesidad de tomarse la justicia por su mano –apuntaba Julio intentando ponerse en el sitio del asesino.
- Si fuera así… podríamos encontrarnos con la difícil circunstancia de que la gente, efectivamente, se vuelque a su favor –advirtió el Inspector Valls con preocupación.
- Eso es muy peligroso. Al día siguiente todo dios se estaría matando.
- Sí –afirmó-. Vamos a tener que ocultar la naturaleza de estos actos si estamos en lo cierto.
- Si le damos propaganda, se nos complica la historia –secundó Julio sin fisuras.
- Otro problema será si él espera propaganda y al no recibirla comienza a perder los papeles –se inquietó el Inspector valenciano-. En ese caso, no tendremos pautas que prever.
- Hombre, no. Pero será más fácil que cometa un error.
- Sí, pero después de una auténtica masacre.
Los dos se mantuvieron al teléfono unos segundos escuchando sus respectivas respiraciones. Masticaban las tesis que se habían ideado.
- Ha sido realmente clarificador hablar con usted –admitió, compensado-. Yo tenía la mente puesta en un psicópata más deseoso de gloria que de resarcimiento. Pero su interpretación sobre el perfil del asesino encaja mucho mejor con el panorama que se me aparece a cada dato que se va definiendo.
- Pues, lo que me temo es que el asesino va a llevarse a esta mujer a Madrid –prosiguió el Inspector Valls-. Seguramente ya esté allí.
- Tiene toda la lógica. Sabe que la policía va a tener la atención puesta en Valencia y tendrá tiempo para moverse –admitió Julio, preocupado-. Entonces, me he equivocado.
- ¿En qué? –se intrigó Valls.
- En que… pensaba que me estaba dando margen y tiempo para capturarlo antes del segundo asesinato.
Otro silencio contemplativo los mantuvo sujetos al teléfono con el puño tenso.
- Creo que ese hombre no se va a dejar coger. Lo que puede que haga sea dejar que averigüe las razones del asesinato para que la prensa lance el mensaje del “ojo por ojo” a la opinión pública para, después, entregarse.
- O no –propuso Julio.
- O no, efectivamente –asintió con pesadumbre, Valls-. Le mantendré informado en todo momento de cualquier evolución sobre la investigación.
- Y sobre la pareja de la mujer, antecedentes... etcétera –solicitó de inmediato Julio.
- Sin duda –aseveró Valls.
La llamada había sido profundamente significativa. Deseó poder compartir con aquel Inspector cada caso con el que se encontrara. Al fin, había alguien, no sólo a su nivel, sino digno maestro que lo había ayudado a conocer un leve destello de humildad que jamás antes había prosperado en él. Posiblemente, Valls era la primera persona ante la que Julio había mostrado rendición y respeto cierto y sincero. Ni por sus parejas había tenido la menor consideración a lo largo de su vida. O porque no estaban a su altura; o porque no tenían tal o cual cualidad; o porque tenían tal o cual defecto… el caso es que se mantenía soltero y sin compromiso por sobrevaloración propia. Aunque, lo más fácil era que, dentro de su ser, guardaba una inseguridad tan grande que le impedía establecer compromisos ante el temor al fracaso, a sufrir, a ser abandonado.
A lo largo de las horas siguientes, no recibió ninguna llamada más. Como estaba acostumbrado a que la gente esperara su llamada y no al revés, a no ser que hubiera una novedad importante, recogió su mesa, vació su cenicero y salió de la Comisaría. Prefería dar cierta libertad a los que salían a husmear los orines que él señalaba; les daba más tiempo del que consideraba necesario y, así, se permitía ser más contundente y crítico con ellos. Instigar desde el principio le daba malos resultados y le limitaba a la hora de exigir responsabilidades porque, alguna vez, ya le habían culpado de ser el causante de la precipitación de los Oficiales.
Tenía su teléfono operativo las veinticuatro horas del día y el albedrío de ir y tornar sin reportar a nadie, así que se marchó a casa. Siendo las horas que eran y sabiendo que los Oficiales con los que contaba se tomaban sus descansos convenidos, se vio con tiempo de sobra para disfrutar de una de sus pasiones: iba a cocinar por primera vez en más de dos semanas. Se acercó a la carnicería, que tenía a escasos portales del suyo, y compró una pechuga de pollo. Era un producto barato, pero maravillosamente sano, y con unas cualidades organolépticas que eran envidiadas por alimentos de mayor prestigio, siempre que uno supiera tratar aquella carne. Iba a hacer una receta muy sencilla que le había enseñado un cocinero de Málaga y que siempre le daba excelente resultado.
Al llegar a casa, encendió el horno. Después, se quitó la chaqueta y la acomodó en el respaldo de una silla. Se desabrochó la camisa, mientras paseaba por el pasillo, y la dejó posarse sobre la cama. Se sentó sobre el colchón y sustituyó los pantalones de pinzas por los del pijama, se cubrió el torso con una camiseta blanca y regresó a la cocina. En una bandeja de cristal, echó un chorrito de aceite de oliva virgen sin refinar. Levantó la pechuga, grande y voluminosa, y le aplicó sal y pimienta negra molida antes de colocarla en la bandeja. Junto a ella, dejó cuatro dientes de ajo. Lo roció todo con aceite, vertió un vaso de vino blanco y la metió a hornear durante veinte minutos. Mientras tanto, laminó un diente de ajo y lo doró en una sartén. Al momento, antes de que se oscurecieran las láminas demasiado, echó un poco de vino blanco, una cucharada de azúcar moreno y sal… redujo a fuego lento hasta quedar una salsa almibarada, sacó la sartén del fuego y exprimió medio limón. Cuando sonó la alarma, apagó el horno, cortó la pechuga como un librillo y la abrió colocando las superficies tiernas sobre el cristal incandescente consiguiendo que la carne quedara al punto, jugosa y suave. Echó la salsa en la bandeja, que bulló chisporroteando recogiendo los jugos de la pechuga y sus sabores, y se lo sirvió en un plato.
Cada vez que se sentaba a comer aquella delicia, se acordaba de la cara bonachona de aquel padre de familia en paro, que había accedido a trabajar a media jornada en un restaurante mediocre de la Calle Strachán, restaurante que pronto cerraría sus puertas para siempre. Aquél cocinero, medía más de metro noventa y exhibía una barba tostada, corta y perfectamente recortada, unas gafas sin montura, un gesto recio y sincero con mirada acomplejada. Sabía más de cocina que Julio de cualquier cosa y era tan humilde que mostraba sus secretos sin dudar un momento en cuanto se ganaban su confianza.
Aquél hombre, le decía Julio a todo aquel que probaba aquella receta y escuchaba su historia, es la razón por la que hay tanto mal en el mundo… o a la inversa… para equilibrar la balanza.
Julio, egoísta como era, suspicaz, prepotente, displicente y engreído, tenía una gran virtud, sabía ver las cualidades en las demás personas. Y eran pocas en las que veía cualidades dignas de extraer y alabar pero, cuando las hallaba, era espléndido al rememorarlas. No hay que engañarse, era la mejor arma que tenía para devaluar a los demás. Sabía, porque tonto no era, en modo alguno, que si reprobaba la incapacidad de la gente comparándola con sus propias capacidades, no conseguiría jamás una amistad con la que compartir una cerveza en una tarde libre de trabajo. Tenía que demostrar cierta humanidad para disfrutar de compañías ociosas, y siempre encontraba a alguien de su altura y bajeza para compartir esos momentos, escasos en su día a día.
El cigarro no podía faltar después de comer con tanta apetencia y satisfacción. Se recostó en el sofá y encendió el televisor. Para su sorpresa, había una imagen congelada de un actor conocido. Recordó que, la última vez que había tenido el monitor encendido, seis días atrás, había estado viendo una película de dvd. Había sido lenta, pesada y desconcertante. En ella, aparecía aquel actor representando dos papeles, los de unos hermanos gemelos que, más que eso, parecían imaginaciones de uno de los dos. Pero no estaba claro quién era el neurótico o el imaginado, o cuándo lo era. Jamás había dejado una película sin ver, así que hizo de tripas corazón y le dio al “play” del mando.
Las casualidades que se presentan día sí, día también, habían hecho que Julio parara aquella película en el mismo instante en el que el ritmo, inquietantemente soporífero, iba a girar drásticamente hacia una enredada trama que iba a poner patas arriba toda la filosofía de vida del protagonista. De ser un hombre inseguro, sudoroso, pesimista, previsor y temeroso, pasaba a convertirse, no en un hombre intrépido, pero sí en un tipo más realista, arriesgado y permeable.
El ritmo de aquella película cautivó a Julio que, al terminar, se percató de que el cine no es sólo una herramienta para contar historias, poco verosímiles a veces, sino una ventana a las almas de los hombres. Redescubrió lo que implica el binomio “causa-efecto”. Tal vez la película le gustó más por la bipolaridad tan definida entre la primera y la segunda parte. La segunda mitad, dinámica y atractiva, revalorizó todo lo que la primera había ido dejando impresa en la mente del espectador que, a su vez, había ayudado a volcarse con avidez en el desenlace tan sorprendente e inesperado. Dos ritmos motivados por un pequeño elemento con el que nadie podía contar.
Pasó la tarde pensando en aquello. Sabía que nadie cambiaba de la noche a la mañana de pensamiento ni de actitud, pero sí que había algo en la vida de cada persona que había definido como sería su carácter.
La tarde se iba yendo y las cortinas se tiñeron de una luz malva al tiempo que el salón se oscurecía. Julio tenía la mirada perdida pensando en qué elemento habría servido como detonante para que, el asesino del 31 de agosto, se decidiera a matar a alguien. La respuesta a esa duda explicaría el porqué del modo de ejecutar aquel acto. “Venganza”, había dicho el Inspector Valls, pero no era suficiente para justificar tal desproporción.
El teléfono vibró en el bolsillo de Julio sacándolo de su estado meditabundo. Extrajo el aparato con pesadez y revisó la pantalla; en ella, encontró el número de la Comisaría y, como siempre, no dudó un momento en responder.
- Dígame.
- Inspector, soy Ignacio, Samuel me ha cedido la labor que le había indicado usted. Aún no ha localizado el libro, pero sí que me ha facilitado más de cincuenta documentos en ficheros “pdf” y “jpg” de los periódicos de las fechas que ha pedido. Le he enviado dos correos con los archivos adjuntos.
- Muchas gracias Ignacio. Descansa. Mañana nos vemos.
Julio no tenía ganas de abrir el ordenador y mucho menos de revisar textos en inglés, idioma que no dominaba. Seguramente pediría que alguien lo leyera y extrajera partes que resultaran importantes, claro que… ¿quién iba a saber mejor que él lo que podía resultar relevante? El caso es que prefirió dejarlo para el día siguiente.
Sonó el teléfono de nuevo. Reconoció el número y apretó los labios, nervioso. No sabía si descolgar o no, pero se vio obligado a hacerlo.
- Hola –dijo con tono gastado.
- Hola, cariño… ya he terminado por hoy. ¿Me acerco a verte? Tengo muchas ganas de abrazarte.
- Hoy no –pronunció Julio con desgana-… estoy muy cansado. Ya te llamaré mañana, está siendo una semana dura y… mira, seguramente me tenga que ir a Granada mañana o el viernes. Y el domingo he quedado con mi hermano en Alicante. Te llamo el lunes y hablamos con calma.
A través del teléfono, una respiración sutil parecía evaluar la situación como si no encontrara demasiadas garantías en las palabras de Julio y, al fin, se pronunció la voz, a lo lejos, triste.
- Un beso –susurró.
Y colgaron al tiempo.
- Quince de quince
El jueves 4 de septiembre, Julio sintió que la temperatura había bajado notablemente. Nada más separar las sábanas de su cuerpo, se lanzó a por una chaqueta de chándal y recorrió la casa asegurándose de no haber dejado ventanas abiertas por la noche.
Madrid entera se encontraba tapada por una nubosidad densa y pálida. La mayoría de la gente había rescatado, de manera definitiva, las prendas de abrigo de lo profundo de los armarios procurando, además, estar el menor tiempo posible en la calle. Las bocas de metro se atestaban de personas, más de lo acostumbrado, y los taxis comenzaban a ver rentabilidad gracias a aquellos que no habían cambiado a tiempo sus trajes finos por otros más apropiados.
Julio se asomó a ver la calle y tomó la decisión oportuna. Aquel día no se templaría el aire más de diecisiete grados centígrados. Se puso una camisa de algodón, rayada verticalmente con finas y elegantes líneas azules, y un traje gris oscuro con matices violáceos que hacía leves reflejos perladas. Dejó los zapatos de suela de piel y madera al resguardo de su cómoda, y se calzó otros de un material menos deslizante ante la posibilidad de lluvia. En aquella ocasión, eligió una corbata grana con destellos bermellones, para aplacar la seriedad y romper el mimetismo que había adquirido con el clima de aquella mañana. Dicho así: violeta, perla, grana, bermellón y azul… parecía el despropósito definitivo. Sin embargo, esa suma de pinceladas matizando la sobriedad del gris del traje y el negro de los zapatos, resultaba tan agradable como el efecto de la luz atravesando una fina cortina de agua.
De camino a la comisaría, llamó a Ignacio para pedirle los datos de contacto del Sargento de la Policía Local. Quería, según le aseguró a Ignacio, contactarlo con urgencia para compartir con él ciertos parámetros de la investigación y saber lo dispuesto que estaba a involucrarse. Así, tendría conocimiento de hasta dónde podía aprovecharlo.
Al llegar a su despacho, ya tenía los números de teléfono del Sargento sobre la mesa, anotados en una cuartilla donde figuraba su nombre: Alberto Hernández.
- ¿Hernández? –dijo en alto.
Sin dilación, abrió la carpeta que había hojeado el día anterior. Seguía junto al cenicero, a la vista de todo aquel que hubiera entrado en el despacho, incluido el personal de limpieza. Buscó rápidamente los datos de los padres del Sargento y encontró los datos de su madre, Ana Hernández. Deslizó los ojos en busca del nombre del padre y, para su sorpresa, compartían apellido, Manuel Hernández García.
- Qué curioso –susurró, dejando caer la carpeta con todos los documentos sobre la madera.
Levantó el papel que le había dejado Ignacio y llamó al primero de los números. No ofrecía comunicación sino un silencio inquieto que le hacía mantenerse a la espera, como si en cualquier momento se fuera a escuchar el tono, y, al fin, una voz grabada se pronunció confirmando, lo que ya sospechaba el Inspector, que el aparato se encontraba apagado. Marcó el siguiente número, que comunicó inmediatamente. Al tercer tono, descolgó un hombre, que no era Alberto Hernández, y anunció que se trataba de la Jefatura de Policía Local del distrito de Tetuán. Julio titubeó por un momento pero reaccionó a tiempo, antes de que el operador insistiera.
- Buenos días. Pregunto por el Sargento Alberto Hernández.
- Buenos días. ¿Está esperando su llamada? –se interesó.
- No exactamente –dudó Julio-, sabe que lo iba a llamar pero no cuándo.
- ¿Quién le digo que llama?
- Dígale… Julio Araúzo, de Calle Ponferrada.
El Inspector, perspicaz, rápido de reflejos e inteligente, por encima de todo eso, era exageradamente ególatra y devaluaba las capacidades de los demás hasta que le demostraban lo contrario. Al menos, eso sí lo hacía, reconocía las valías ya demostradas. Sin embargo, presumía la torpeza y la simpleza en la gente a priori y, aquella vez –sin ser la primera ni la última-, le cambió el color y la expresión pretenciosa de su rostro al escuchar lo que el operador le preguntó:
- ¿Es usted el Inspector Araúzo, de la Brigada Judicial?
- El mismo –declamó altivo-. Como ya me ha anunciado a toda la jefatura, póngame con el Sargento.
- De momento, Inspector, sigo esperando… -los dos se mantuvieron cayados un par de segundos-. Mi deber es saber quién es la persona que voy a anunciar y le aseguro que soy muy discreto y que mi pregunta no la ha escuchado ninguna persona más que usted –volvió a reinar el silencio-. Y sigo esperando.
Julio, apretando los labios y el puño, tomó aire, se contuvo y, sosteniendo el tono de su voz, pronunció pausadamente:
- ¿Sería usted tan amable de ponerme con el Sargento Alberto Hernández... por favor?
- Por su puesto, lo mantengo un instante a la espera. No cuelgue, por favor.
Julio blasfemó en susurros mientras el rostro se le tornaba de un matiz grana y la vena de la frente se hinchaba notablemente. Los ojos se le habían inflamado y parecían querer saltar del rostro pero, al cabo de unos segundos, la voz del Sargento lo hizo regresar a la normalidad.
- Buenos días, Inspector Araúzo.
- Buenos días, Sargento Hernández.
- ¿Qué hay de nuevo? –preguntó por pura cortesía.
- ¿De nuevo?… no hay gran cosa. Pero sí que me interesaría tenerlo cerca en todo momento –aseguró Julio, ceremonioso.
Alberto sonrió y dejó salir unas carcajadas serenas.
- ¿Estoy acusado?
Julio copió la actitud del Sargento y rió.
- De momento… es usted sospechoso de saber mucho más que la plantilla de policías de esta ciudad. Es posible que, con los días, pueda demostrárselo a sus superiores y a los míos y lo ayude a estar donde se merece.
- Agradezco su intención –respondió teatral-, pero prefiero seguir donde estoy que donde pueda merecer.
- Que un hombre como usted –intervino Julio con una modulación tenaz-… se guarde todo para sí sin que el mundo pueda aprovecharlo, debería ser delito.
- Pues cuando tenga una orden que indique tal cosa, arrésteme –dijo con ironía-. Ahora, si no le importa, voy a salir a patrullar.
- Dígame una cosa antes. Un hombre que podría ser policía de escala técnica en cualquier cuerpo, no sólo en el de la Local, y llegar a ser Inspector Jefe del cuerpo… ¿Por qué se mete en la ejecutiva como policía llano, siendo, además, abogado? –Alberto, suspicaz, pareció dejar de existir al otro lado del auricular. Seguramente tenía el ceño plegado. Julio, al encontrar callada por respuesta, prosiguió-. Porque tengo entendido que sacó la carrera año a año y que no hubo una rama de las leyes que se le resistiera…
- La verdad, Inspector, es que saber que me ha investigado, me hace sentir como sospechoso de no sé qué. Dígame… ¿Tengo que llamar a mi abogado o puedo salir de mi ciudad y vivir tranquilo como si usted no hubiera interferido en mi vida?
La voz del Sargento denotaba un grado de molestia notable. No había alzado la voz en momento alguno pero, la vocalización atropellada y casi asmática, demostraban que el riego sanguíneo de Alberto se había acelerado. Julio endureció su gesto, respiró mientras escuchaba al Sargento increparlo y esperó su momento.
- Lamento haber sido tan inconsciente al delatar mis actos, pero entenderá que, para contar con usted en este asunto, tengo que estar seguro de que no me equivoco en mis conclusiones.
- ¡¿Pero quién le ha pedido que cuente conmigo?! –se exaltó al fin Alberto.
- Mi deber y mi responsabilidad.
- ¿Su responsabilidad? Usted, con todos mis respetos, está loco. Ahora, si no le importa, voy a colgar y ocuparme mí responsabilidad.
Efectivamente, la comunicación quedó zanjada con la última palabra que pronunciara Alberto. Julio no se extrañó lo más mínimo y apoyó el teléfono sobre la mesa con tanta naturalidad como si aquella conversación no hubiera existido. Después del enfrentamiento que habían tenido el lunes en el lugar del hallazgo del cuerpo, era fácil suponer que la reacción del Sargento fuera a ser exactamente aquella y Julio parecía esperarla como el que se sienta en el sofá a ver la programación hasta que el sueño llegue. También sabía que el Sargento iría a él cuando fuera necesario. Lo había incordiado lo suficiente como para ocupar un espacio en su mente cada día y lo había tentado tanto que no podía negarse siempre a mantenerse al margen. Terminaría asomando la cabeza.
Abrió su libreta de anotaciones, como si tal cosa, y se sentó en su asiento a hacer recuento de todo lo que le faltaba por conocer. Enumeró a los individuos que estaban recabando información sobre los dos casos que tenía entre manos, y los acompañó por una palabra descriptiva que especificaba qué labor exacta hacía cada uno. Debajo, anotó, por orden de importancia, las informaciones que esperaba recibir de manera inmediata y trazó líneas identificando aquel que tenía que asistirle. La más importante procedía de Granada: saber si la trama tenía que ver con él o no, le facilitaría las cosas, sobre todo, para liberar su pensamiento de elucubraciones cruzadas que aún convivían en su cabeza. Si tenía que ver con él, presumía un camino abrupto pero con un objetivo claro. Si no tenía nada que ver con él, el sendero sería menos difícil de transitar, y la dificultad estaría en conocer qué camino escoger en cada bifurcación que se presentara.
Una llamada del exterior animó su esperanza, hasta que comprobó que entraba desde la propia capital. Colgó con ímpetu y se asomó al pasillo, furioso, para gritarle a su compañera, a la que pasaba las llamadas, que quería la línea libre porque estaba a la espera de un número de Granada.
- ¡Si no es de Granada, no estoy en la oficina! –puntualizó antes de regresar a su despacho.
Cerró la puerta con un fuerte golpe y recorrió las cristaleras girando las persianas hasta romper con el contacto visual que tenía con el resto de dependencias. Extrajo el mechero metálico del cajón, lo prendió del modo más natural, sin ostentación ni chasquidos de dedos, no había nadie a quien impresionar, y se encendió un cigarro.
Al momento, volvió a sonar el teléfono, era una llamada interna. Descolgó para averiguar la importancia que podía tener, tal vez era el Comisario, aunque no solían hablar más que los viernes para reportar informes semanales antes de desearse un buen fin de semana.
- Discúlpeme Inspector…
- ¿Eres Raquel? ¿La de la centralita? –se extrañó.
- Sí –admitió la mujer.
- ¡¿No te he dicho, jodida inútil, que quiero la línea libre?!
- Pero, Inspector, soy yo quien le dará paso a la llamada que entre… –dijo ella, intentando serenar el ánimo sin mostrarse afectada por los improperios de Julio.
Julio colgó de un fuerte golpe y salió del despacho con paso nervioso y amplio. Atravesó la estancia central de la comisaría y se fue acercando a Raquel, que se encontraba con el cuello girado hacia él y con la mirada temblorosa, pues no sabía lo que le esperaba cuando se plantara frente a ella aquel tipo atlético, de espaldas anchas y mirada fulminante.
- A ver –pronunció Julio sin alzar el volumen de su voz pero con una actitud apasionadamente hostil-… co-ra-zón, ¿no sabes que las comisarías de España pueden contactar de un despacho a otro sin tener que depender de la destreza de personas como tú? ¿Para qué cojones crees que están las numeraciones cortas? Si digo que quiero la línea libre… olvídate de pensar… pre-cio-si-dad.
Tal y como llegó hasta allí, marchó de regreso hacia su despacho perdiéndose detrás de un segundo portazo, más fuerte aún que el primero. Raquel, seguía petrificada mirando al espacio que había dejado vacío el cuerpo de Julio, allí, en la pared. No se atrevía a mirar a nadie para no encontrarse con los gestos que todos tenían y que, sin duda, pensaba ella, serían de empatía y ánimo. Pero no tenía la entereza para recogerlas y sonreír como merecían. Así que bajó la cabeza hacia las luces rojas de la centralita y esperó en silencio a que el corazón se frenara y pudiera entonar su voz con seguridad ante una nueva llamada.
A la segunda chupada de su cigarro, Julio había consumido más de la mitad del canutillo. Estaba exasperado. Necesitaba tener alguna certeza. Dentro de su cabeza había dos entramados casi completos: uno tenía que ver con la posibilidad de que su pasado en Granada tuviera peso en aquel extraño caso; el otro era una corazonada que quería encajar suavemente dentro del escenario que se iba formando poco a poco, pero que aún era una pieza grotesca imposible de introducir en el vacío que quedaba en la investigación.
Recordó, entonces, los archivos en “PDF” de la Biblioteca de Londres. Eran archivos en Inglés, pero disponía de un programa de traducción que lo podía ayudar. El programa cometía muchos errores gramaticales y hacía transcripciones literales que había que interpretar mil veces para encontrarles sentido dentro de su contexto. Además, no discriminaba los nombres y apellidos que tenían traducción, y eso complicaba las oraciones que tenía que leer. Una vez, que hizo uso del mismo programa para traducir un texto sobre la sinopsis de una película de la que le habían hablado apasionadamente –Mystic River-, le aparecían cosas como:
“El director (este de madera), dirige a tres grandes figuras de la interpretación como lo son, Penn, Tocino y Robbins”.
Cada vez que ese programa encontraba una palabra compuesta que no sabía traducir, la diseccionaba y la convertía en una frase entre paréntesis. En aquél caso, el de la película, eran datos tan evidentes que, hasta Julio, pudo entenderlo. Sin embargo, en una publicación periodística del siglo XIX, se multiplicaban los enunciados sin sentido y los paréntesis. “Whitechapel”, el barrio donde ocurrieron los terribles asesinatos adjudicados al autodenominado “Jack el Destripador”, aparecía constantemente como (capilla blanca) haciendo creer a Julio que había una iglesia relevante en todo el asunto de la que no había tenido noticias hasta entonces. Aunque pronto, comparando el texto original con la traslación idiomática, se percató del error.
Anotó en su libreta las fechas de los asesinatos y los detalles que pudo comprender sobre las pesquisas de los agentes de Scotland Yard y, más en concreto, del Inspector Frederick George Abberline. Dejó mucha información sin extraer, porque era indescifrable a pesar de las palabras en castellano que disfrazaban el texto, y siguió esperando la llamada desde Granada consumiendo cigarro tras cigarro. Después del quinto, se cansó. Pensó que, tal vez, mantenerle en vilo, era parte de la venganza que, su amante, tenía planeada contra él, por el daño causado tras el abandono sin previo aviso de la ciudad y, por consiguiente, de su lecho. Sin pensárselo dos veces, Julio fue quien hizo la llamada.
- ¿Qué crees? ¿Piensas que todos somos como tú? –le dijo con voz reprensora, su contacto, nada más descolgar-. Estoy esperando la información detallada de uno de los familiares que sí tiene antecedentes, porque las demás personas nada han tenido que ver contigo, salvo que asaltaras sus camas… pero eso lo recordarías ¿no?
Julio, que seguía pensando que todo el mundo era mezquino como él, se mordió la legua para no sufrir ningún desplante que retrasara su trabajo o, lo que es peor, lo arruinara.
- ¿Cuándo crees que podrás tenerlo?
- En un par de horas. Seguro que puedes esperar.
- Sin duda –aceptó Julio.
No sabía que podía hacer durante un par de horas. Estaba con los nervios agarrotando todas sus articulaciones, y sus cábalas se multiplicaban ramificándose fantasiosas. Necesitaba algo con urgencia. Volvió a revisar los documentos traducidos para entretenerse en descifrar el sentido de alguna de aquellas frases descompuestas. Aparecían nombres por todos los lados. La prosa era casi literaria, confusa, retorcida, a lo que se sumaba el uso contrapuesto de los complementos con respecto a los sujetos en cada oración. Aparecían palabras que no encajaban en modo alguno con el contexto. Después, haciendo una traducción pormenorizada de esas palabras, Julio podía encontrar varios significados con los que intentaba completar el galimatías.
De una publicación a otra, con semanas y meses de diferencia, se encontraba con historias paralelas. Asesinatos que nada tenían que ver con el original, ni con Londres, pero es que la prensa ya era sensacionalista por aquel entonces y utilizaba cualquier detalle para sumarle morbo y carnaza. Incluso, cuando no tenían nada que contar al respecto de aquellos asesinatos, filtraban en sus publicaciones noticias duras de otros países, y los comparaban con “Jack” con excesiva ligereza, como se puede comprobar en el siguiente extracto:
"On account of the number of recent murders of negro women, policemen advance the theory that Atlanta has an insane criminal, something on the order of the famed 'Jack the Ripper'”.
-Traducción hecha por el programa:
(A causa de el número de recientes asesinatos de negro mujeres, los policías avanzar en la teoría de que Atlanta tiene un demente criminal, algo del orden del famosos “Jack el Destripador”)
Siguió su lectura, trabada por las incorrecciones gramaticales, y, al siguiente párrafo, la puerta de su despacho se abrió sin previo aviso. Samuel, su amigo de academia, entraba silencioso cerrando la puerta tras de sí. Echó el cerrojo. Julio, lo miró sorprendido y, al momento, desvió la mirada a ninguna parte de la mesa.
- ¿Te sientes bien después de gritarle a la pobre muchacha?
- Samu –dijo Julio enarcando las cejas y serenando su voz grave-… tú no estás aquí por eso.
- Sí. Sí estoy aquí por eso. Haces lo que quieres, cuando quieres, sin contar con nadie más y maltratas a todos los que estamos a tu lado sin tener en cuenta todo lo que hacemos por ti cada día.
- Estás hablando de ti –aseguró Julio sin moverse de su silla, intentando no mirar a Samu a los ojos.
- También. Sí, también hablo de mí –admitió con la voz más alta-. Hago todo lo que me pides. Nunca te hago una pregunta –se acercó a la mesa con pasos lentos e inseguros-… ni cuestiono tus decisiones…
- Samu… -lo intentó interrumpir Julio.
- Ni aun cuando me afectan a mí –alzó más la voz produciendo un tono agudo al finalizar la frase.
Julio se levantó como si tuviera un muelle en el asiento y se precipitó sobre Samuel para taparle la boca con la mano.
- ¿Estás loco? Baja la voz.
- La pobre muchacha no deja de lloriquear –insistió Samu.
- No seas manipulador –se quejó Julio adoptando una postura inquieta y desconcertada-… no te importa esa niñata inútil lo más mínimo –Apretó los dientes-. Te molestó lo que sucedió ayer. Dilo directamente, sin mezclar pijadas.
Samuel, con los ojos vidriosos por la ira, agarró las solapas del traje de Julio. Aquél, se intentó soltar sin fortuna por evitar hacer daño a su compañero.
- Eres un hijo de puta. ¿Me vas a dejar a un lado hasta el lunes? ¿Tú sabes lo que puede pasar hasta el lunes? Es un infierno –tembló la voz de Samuel, que se fue afeminando por momentos.
- Creí que estaba claro que nunca nos obligaríamos a nada –pronunció con firmeza Julio terminando de soltarse de las manos de Samuel.
- No. Claro… Qué fácil es decirlo estando en tu lugar. Como yo siempre estoy ahí… Si necesitas acceder a datos que nadie te daría permiso de revisar… me tienes a mí. Si necesitas que alguien se moje en algún asunto… yo te proveo de algún infeliz –se irguió dibujando un poliedro con el mentón mientras estiraba el cuello cual cisne en plena exhibición-. Si necesitas, lo que sea, siempre cuentas conmigo porque sabes que voy a estar ahí.
- Samu. Si te sientes como una puta, yo jamás he condicionado lo que pueda pasar fuera de la comisaría entre nosotros al trabajo diario.
- ¿Puta yo? No, Julio, yo te facilito todo lo que necesites por amor. Y lo haré siempre que me lo pidas. Como Antonio, el de Granada. Ese del que esperas esa llamada tan ansiada. ¿Vas a ir a verlo este fin de semana? Porque eso me dijiste.
- No. Voy a ir a investigar a Granada. Que es diferente.
- ¿Diferente? Para ti todo es el mismo juego. Yo lo separo muy bien. Si me dijeras simplemente que lo nuestro se ha acabado, seguiría dándote todo lo que necesites aquí…
Julio intentó volver a tapar la boca de Samuel porque sintió vibrar la puerta y supo que alguien estaba intentando acceder, pero Samuel malinterpretó aquel gesto y se quitó a Julio de encima para seguir hablando:
- No me hagas callar. Si hay alguna zorra aquí, eres tú. Que te acuestas conmigo para asegurarte información –se giró con ímpetu y asió el cerrojo de la puerta pero, antes de abrir, le insistió-. Ya no tienes que hacerlo, por mi parte hemos terminado. Y puedes contar con mi trabajo para que sigas haciendo el tuyo como sabes hacerlo.
Abrió la puerta sin dejar de mirar a Julio y, el Inspector, vio cómo se alejaba sigilosamente Ignacio. Samuel se dio media vuelta sin percatarse de su indiscreción y se alejó recuperando su porte masculino y su caminar recio. Julio tomó aire y se fue en busca de Ignacio, que se había asegurado algún lugar recóndito donde masticar el secreto del Inspector. Al no encontrarlo, lo llamó desde el móvil y, cuando estaba dando el primer tono, el teléfono del despacho comenzó a repicar. Corrió de regreso anulando la llamada que estaba haciendo, el teléfono sonaba y sonaba, más de seis tonos dio antes de que Julio entrara en el despacho y descolgara, in extremis, al octavo tono.
- ¡Antonio! –gritó ante la posibilidad de que ya hubiera alejado el auricular de su oreja.
- Aún no estoy sordo –se quejó aquél.
- Disculpa, llevo una mañana un tanto complicada… ¿Has averiguado algo definitivo ya?
- Pues sí. Limpio. Tú no tienes nada que ver con Granada. Nada de nada.
- Bueno –sonrió aliviado-. Algo sí. El que tuvo retuvo y seis años no son en balde.
- No, desde luego. Ni son fáciles de olvidar.
- Ni necesario tampoco.
- No sabes cuánto te equivocas al decir eso, zorrilla.
El teléfono comenzó a emitir pitidos cortos y poco espaciados. Antonio había colgado y había repetido lo de “zorrilla” pero, aquella vez sin referirse al asunto del comercial de la enciclopedia interactiva. Fue en aquel instante cuando se percató de que, la conversación que mantuvieron el día anterior, había sido prevista y estudiada por Antonio ante la posibilidad de volver a ponerse en contacto el uno con el otro. En dos días consecutivos, dos personas lo habían definido como una meretriz policial, y dos veces en aquella mañana. Se quedó con el teléfono en alto, que seguía emitiendo aquellos pitidos, mientras reflexionaba sobre aquello. Por extraño que pueda parecer, jamás se había planteado que sus amantes lo vieran como un tipo interesado. Siempre creyó ser un tipo interesante -que, por lo visto, también lo era, pero sólo a ojos de los desconocidos-. No obstante, para los que habían llegado a disfrutar de su compañía, no era más que un presumido ególatra sin alma ni sentimientos. Claro que, al plantearse aquello, Julio alimentó su ego pensando en que, la actitud de Antonio y Samuel, se debía a estar enamorados de él, a la frustración por no ser correspondidos y, por lo tanto, mucho más tenía que haber en él de valía para haberlos encantado con tanta fuerza. Ni por un momento se planteó que el amor es ciego y que uno no elige deliberadamente a la persona a la que ama; ni que, cuando uno ama, sólo sabe ver lo bueno y se abstrae de lo malo porque, al fin y al cabo… que vuele diez metros quien no tenga un defecto por ahí. Tampoco se puso en la piel de ellos ni se quiso imaginar el sufrimiento que soportaban cada día por no poder retirar de su pensamiento sus ojos azules, su boca perfilada, su nariz afilada y escasa, su cabello sutilmente ondulado, tostado y con matices dorados cuando el sol se reflejaba en él.
- ¿Inspector? –sonó la voz de Ignacio a la espalda de Julio-. ¿Me ha llamado?
- Sí –respondió sin girarse, mientras terminaba de colocar el teléfono en su sitio-. Después de que escaparas como una ratilla por los escondrijos de la comisaría.
Ignacio se ruborizó realizando un gesto artificial de extrañeza, momento en el que Julio ya lo estaba mirando de frente.
- Inspector…
- No hagas el ridículo y cierra la puerta. Te he visto claramente… y sé que has intentado entrar. Por lo tanto, sé que lo que has oído ha sido de manera accidental, aunque te has quedado pegado a la puerta más tiempo del que consideraría natural.
El rostro de Ignacio iluminó con un rubor rosado el rincón en el que se encontraba, y se quedó estático sin saber qué hacer ni qué decir. Julio se acercó hasta él, que dio un par de pasos cortos hacia atrás, incómodo.
- Tranquilo, no sodomizo a la gente sin más –aseguró con ácido humor.
Lo que le faltaba escuchar a Ignacio para tropezar consigo mismo y estrellar su cuerpo contra las láminas de aluminio de las persianas. Julio cerró la puerta de nuevo y regresó a la mesa sin prestar atención a Ignacio. Se sentó en su sofá, descolgó el teléfono, marcó la extensión de la centralita y dijo, mientras sonaban los tonos:
- Muchacho, la vida te da muchas sorpresas y hay que aprender a sobreponerse…
- Buenos días Inspector Araúzo. Dígame ¿En qué puedo ayudarlo? –le dijo la muchacha de la centralita, intentando ofrecer su mejor tono.
- Un momento, por favor –tapó el micrófono y se dirigió a Ignacio de nuevo-. Como esta muchacha… así me gusta –separó la mano del teléfono y se dirigió a Raquel-. Quiero excusarme contigo, luego te iré a ver para pedirte disculpas…
- No es necesario, Inspector.
- Sí, sí que lo es. Y también quería indicarte que ya estoy en la oficina.
Raquel se dio por enterada diciendo:
- De acuerdo Inspector. ¿Quiere que recupere la llamada que le había pasado antes?
- ¿Sabes de quién era?
- Sí, Inspector. Era de… permítame que lo busque… de Santiago Santamaría.
- ¿Santiago Santamaría? –se preguntó sin saber de quién se podía tratar.
- El hijo del matrimonio que apareció muerto el lunes –informó Raquel.
- ¡Ah! Sí. Bueno… no tengo nada para él así que no es necesario.
- Disculpe que le moleste, Inspector –intervino Raquel-. No llamaba para saber nada. Me ha dicho que necesitaba contactar urgentemente con usted para comentarle algo que ha encontrado.
- ¿Eso te ha dicho? –preguntó su boca mientras su cabeza se ponía a especular.
- Sí, parecía nervioso.
- Venga, llámalo y pásamelo –aceptó al fin.
Ignacio aún no sabía cómo relacionarse de manera normal con Julio, pero se acercó hasta la silla, colocada deliberadamente de manera sesgada por el Inspector, y se sentó en ella carraspeando. Julio volvió a depositar el teléfono sobre el soporte y observó detenidamente a Ignacio, que hizo un gran esfuerzo por mantenerle la mirada.
Los segundos se sucedieron pesados y lentos, como si los dictara un péndulo de dos millas de alto, en un tic-tac donde cabían tres o cuatro pulsos de Ignacio. Ninguno de los dos decía nada mientras los ojos afilados de Julio se mantenían fijos en el rostro del joven Oficial. Sonreía imperceptiblemente, dotando a su rostro de un fulgor poderoso. Con el mentón bajo, inclinando levemente la cabeza, y los ojos levantados, mirando al ras de las cejas, parecía estar a punto de saltar sobre él como una leona escondida en la maleza. Al menos, esa era la sensación que percibía Ignacio y, tal vez, la que quería ofrecer el Inspector. Ignacio había escuchado algo referente a la intimidad de su superior que lo había descabalgado. Una inseguridad inconsciente se apoderó de él, una hipersensibilidad en la nuca y en cierto orificio corporal, que no lo dejaban tranquilo.
Julio sabía lo que le sucedía a un hombre que tenía miedo a descubrirse homosexual por sorpresa. Aquél que tenía tal temor, era habitual que lo fuera y que se hubiese estado engañando desde niño. Ya le había pasado alguna vez. Los hombres que se sentían frente a él como un cordero ante un aullido, escondían una sexualidad que ni ellos conocían.
- ¿Venías a contarme algo o prefieres que hablemos de mis preferencias? –dijo con voz varonil, pausada y vibrante.
- No –se precipitó a decir-. Sólo quería comentarle –hablaba con la voz apagada, como si hubiera olvidado la razón de su visita-… que… -Agitó la cabeza, nervioso-. Vamos, que venía para saber si requería de mí para algún asunto.
- En principio… no –respondió Julio con tono interrogante-. ¿Te vas a algún sitio?
- Eh… no –dijo, sintiéndose aún más indispuesto.
- Te llamaré si necesito algo –le dijo sin más, como quien arroja un esputo al bidé. Parecía querer probar a Ignacio y ver cómo se enfrentaba a la frustración cuando aún no se había recuperado de la vergüenza.
- ¿Qué le parece si reviso cada cinta de vídeo detenidamente? –se ofreció, descubriendo la intención de su visita. Julio dejó trascender un gesto de extrañeza mientras Ignacio iba recobrando su brío natural-. Me da la sensación de que puede aparecer la respuesta a alguna de sus cuestiones.
El Inspector mantuvo su mirada examinadora sobre las facciones risueñas de Ignacio. La posición de la silla, con un ángulo de casi cuarenta y cinco grados con respecto a la mesa, daba la espalda a la puerta de entrada y exponía el lado izquierdo de quien se sentara allí a la observación analítica de Julio. De aquel modo, quien hablara con él en aquella posición, se vería forzado a ser racional y a decir la verdad. Quien tuviera la necesidad de esconder algo, necesitaría alejar la vista hacia el lado opuesto para inventar alguna escapatoria. Sin embargo, quien no tuviera nada que ocultar, lo hablaría de manera directa con unos ojos transparentes y nítidos -como era el caso de Ignacio en aquel momento-. Una persona que se encontrara en aquel estado, si recurriera al lado derecho, sería para ir en busca de algún ingenio y no de una falsa realidad.
Inmediatamente, Julio supo que aquel Oficial jovial, tenía una corazonada importante, y el hecho de que regresara con sus ojos y su rostro al lado izquierdo para explicarse de manera clara y directa, le hizo saber que estaba bien razonada.
- Usted pidió que se revisaran las cámaras buscando una furgoneta que se moviera por unas calles concretas que facilitaban una evasión rápida. –Esperó a que Julio asintiera y, una vez que lo hizo con un gesto de la cabeza, prosiguió-: Pero eso lo pidió antes de saber que la mujer había sido secuestrada cinco días antes.
Julio agravó su gesto y desvió sus ojos hacia el veteado artificial del chapado de la mesa. No había caído en la cuenta pero, según se lo iba diciendo Ignacio, él iba llegando al mismo razonamiento.
- Lo que quiere decir –seguía diciendo Ignacio-… que no era necesario que la mataran allí mismo. La podían haber matado en un lugar perfectamente acondicionado y no necesitaba un vehículo espacioso para transportar un cuerpo y cinco litros de sangre. Cualquier coche sería suficiente.
- Entonces… -indagó Julio-. ¿Ya sabes qué es lo que vas a buscar en esas cintas?
- Pues, en primer lugar, recabaré todas las matrículas y buscaré a sus propietarios. Alguno tiene que ser un conocido de ella. Alguien lo podrá corroborar: en su trabajo, entre sus amistades...
- ¿Sabes que tenemos que encontrarlo antes del día ocho?
- ¿Antes del día ocho? –se extrañó, pues nadie le había comentado nada al respecto.
- Sí. Una mujer ha desaparecido en Valencia –le informó Julio con un tono de voz preocupado-. Esa mujer es prima de la víctima y, siguiendo las pautas del asesinato, su muerte podría sorprendernos el día ocho, o en la madrugada del nueve. Pero, en cualquier caso, ella morirá el ocho.
- ¿Es necesario que un asesino siga las mismas pautas cumpliéndolas de manera inflexible?
- No –afirmó contundentemente. Dudó si explicarle todo lo que su mente había ido conjeturando y, al cabo de unos segundos, continuó-: No es necesario que sea así. Sin embargo hay algún dato que nos hace pensar que va a ser de ese modo.
- Y… ¿se pueden conocer esos datos, Inspector? –solicitó el Oficial con cautela.
- Verás. La muerte de la primera se produjo el 31 de agosto y esa fecha guarda una relación con el 8 de septiembre, sobre todo cuando vemos la naturaleza del asesinato.
- Inspector –se pronunció Ignacio, denotando decepción y bochorno-… ¿No me estará diciendo que cree que esto tiene que ver con “El Destripador”?
Julio se turbó notablemente. Sintió que le ardían los pabellones auditivos mientras recordaba un pasaje de su infancia en el que sufrió el mismo vértigo que estaba sintiendo en aquel momento.
Aquel pasaje, de cuando contaba dieciséis años, creía haber quedado sepultado entre escombros y escombros de recuerdos de escasa importancia, pero salió a flote como un globo de helio:
Sonó el timbre en la casa de sus padres. Era el sonido tradicional, el “din-don” que había formado parte de la banda sonora de la vida de medio mundo hasta los años 90. Julio se apresuró a abrir la puerta y se encontró a un ejército, perfectamente reconocible, de testigos de Jehová que estaba formado por tres mujeres de mediana edad. Normalmente, como venía haciendo casi todo el mundo, les cerraba la puerta con alguna excusa, pero en aquel momento se creció. Esperó a la pregunta, la gran pregunta. La respuesta de Julio fue: “Yo creo en El Quijote”.
>> Cuando llegó aquel instante, ya se encontraban al otro lado del pasillo –perpendicular a la puerta- su padre y dos de sus hermanos, agazapados en silencio. Julio pudo sentir una risa, amordazada por las manos de su padre, que le dio alas. Las mujeres, sin percatarse de la presencia cercana de los familiares del muchacho y, mucho menos, de la carcajada ahogada, se sobrecogieron al escuchar aquella afirmación irreverente. Julio se entregó a una querella sin igual. Pronto ganó terreno hablando de las virtudes del hombre que había ensalzado Miguel de Cervantes en aquella memorable obra. Enardeció remembrando los intentos de hazañas de aquel hombre de triste figura “estuviera loco o no –defendió Julio- se volcó en nobles tareas por amor y no juzgo otra cosa que el honor de los hombres, la malicia o los aciertos actuando en consecuencia”. Aquellas mujeres estaban perdiendo la batalla, pues no habían leído a Cervantes y no conocían, de la historia del hidalgo caballero, más que los nombres de su escudero, sus monturas y la batalla con gigantes, ¡ah! Y a Dulcinea, y el Toboso, y si alguien les mentara algún detalle más, también les sonaría. ¿A quién no?
>> Pero he aquí que, una de aquellas mujeres temerosas de Jehová, se lanzó al contraataque hablando de las bondades del libro que ellas veneraban y cuyos mensajes iban entregando de puerta en puerta. Y fue ahí donde Julio erró. De pronto, quiso despedazar los cimientos de la fe cristiana. Pero se apoyó en los conocimientos que había cultivado por su cuenta, a causa de la mojigata educación que le habían prestado sus padres al respecto, y pronunció, levantando la voz con altanería, las palabras que retumbaban en su cabeza en aquel despacho de la Comisaría: La Biblia se contradice de lado a lado. ¿No prohíbe la fornicación? ¿Entonces, cómo pretende que se pueda procrear?
>> Fue, aquella tarde, cuando supo que “fornicar” no se refería al acto en sí, sino al contexto en el que se llevaba a cabo.
>> Dejó la puerta abierta y cruzó el pasillo para perderse en las sombras de la casa mientras sus hermanos reían. Fue su padre quien asió las riendas y cerró la puerta en las narices de aquellas señoras que sonreían con aire triunfal. Una dijo: ¿Cómo van a creer en unas palabras que no entienden?
Julio no tenía dónde esconderse. Miró al rostro enrarecido de Ignacio que no ocultaba aquel gesto acusador. Lo estaba acusando de tonto. ¿Cómo se puede ser tan tonto como para creer que un tipo pueda matar en pleno siglo XXI a alguien emulando a Jack el destripador? Es más ¿Cómo se puede ser tan tonto como para creer que un tipo va a secuestrar a la segunda víctima durante cinco días dando margen a la policía? Todo eso resonaba en la cabeza de Julio haciéndole sentir tan ignorante y tonto como se sintió con dieciséis años. Los números casaban, se lo había insinuado Marti… y él lo había cogido como ciencia exacta.
Los ojos de Ignacio seguían, atónitos e incrédulos, observando a Julio sin el menor pudor. Julio, desacostumbrado a aquello, evadía su mirada en los rincones de la habitación buscando algo que decir.
¡¡RIIIIINNNNNNG!!!
Estaba noqueado y la campana le dio un respiro. El teléfono abrió un paréntesis que aprovechó Julio para ventilarse. Dejó sonar el segundo tono y descolgó después. Ignacio mantenía una expresión molesta, como si se hubiese dislocado de por vida, un aire infecto que hubiera trastocado sus músculos y nervios.
- ¡Dígame! –voceó desmedidamente, Julio, como parte de su desahogo.
- ¿Inspector Araúzo?
- El mismo. Dígame. ¿Quién es?
- S… soy Santiago Santamaría.
- ¡Ah! Sí. Dime. Me han comentado que querías hablar conmigo… decirme algo que habías averiguado.
- Sí. Verá. –Santiago vaciló-. Es difícil de creer.
- Bueno, Santiago. Tal vez te tranquilice saber que nunca me creo cosa alguna. Simplemente lo investigo. Adelante –lo invitó.
- Bueno –dijo como quien toma carrerilla-… mi padre acertó la quiniela de futbol este fin de semana.
Julio se quedó callado. Los dos se quedaron en silencio. Ignacio seguía impertérrito, con los labios entreabiertos en una expresión que mostraba algo parecido a la incredulidad y al asco, todo mezclado.
- ¿Acertó la quiniela? –repitió Julio para ganarle tiempo a sus pensamientos.
- La de quince –aseguró Santiago denotando angustia en el tono de voz.
- ¿Quién tiene el boleto? –se interesó Julio.
- Yo –respondió con la voz afectada de una forma que desconcertaba al Inspector.
- ¿Qué es lo que te pasa? –inquirió con la palabra pausada-. Parece que tuvieras miedo de algo.
- Y lo tengo, Inspector –admitió Santiago-. Estoy en el bar de enfrente a la Comisaría. ¿Puedo entrar a verlo?
- Por supuesto –asintió Julio-. Aquí te espero.
Depositó el teléfono en su sitio y dirigió su mirada hacia el joven Oficial.
- Por favor –le dijo con el tono de voz más humilde y sereno que jamás había entonado-, ve a revisar las cintas. Es una gran idea.
Ignacio, al escuchar al Inspector, despertó de un extraño trance. Había estado meditando sobre las causas que podían hacer que una persona como Julio Araúzo se dejara llevar por una historia tan rocambolesca, como la que rememoraba al sanguinario de Whitechaple, en vez de estudiar con seriedad los sucesos y salir a la calle a indagar.
- Necesito que me dé permiso para revisarlas, Inspector. Vamos, que se lo notifique al Inspector Marti, por favor.
- Eso está hecho. Infórmame con todo lo que extraigas de ellas.
Ignacio asintió y salió de la habitación con diligencia. Al tiempo, un joven aterido se plantó en el medio de la puerta a punto de tropezar con el Oficial y, sin saludar ni pedir permiso, cerró la puerta y se acercó inquieto hasta la mesa.
- Santiago –dijo con empatía-, siéntate y respira hondo antes de continuar contándome eso –recomendó. Levantó el teléfono y contactó con Marti.
- Dime, Julio.
- Marti, facilítale al Oficial Ignacio Monzón todo el material que te solicite. Se nos había pasado un detalle por alto y él lo ha tenido en cuenta.
- Sin problema –accedió Marti sin el menor reparo-. Nos vemos mañana.
- No. Mañana viajaré a Granada –le indicó Julio.
- ¿Mañana precisamente?
- Bueno, tal vez salga esta tarde para dormir allí.
- Pues nada, buen viaje. El lunes nos vemos, entonces.
- Hasta el lunes –dijo antes de colgar y, después, le dirigió una mirada paternal al muchacho que se encontraba sentado frente a él con el rostro desfigurado-. Cuéntame… ¿Qué crees que tiene que ver el boleto de lotería con lo sucedido el lunes?
A Santiago le comenzó a temblar el cuerpo y los ojos, ensombrecidos por unas ojeras rotundas, se nublaron con lágrimas inquietas que no terminaban de derramarse del perfil de sus párpados. Tomó aire para ahogar un hipo triste y se mordió el labio para no perderse en sollozos. Julio esperaba paciente y, con movimientos pausados, extrajo su cajetilla de tabaco ofreciendo un cigarro al joven. Aquel, lo aceptó con la mano insegura. Julio le lanzó el mechero metálico tras prender su propia cánula de tabaco y papel, y aguardó exhalando una densa nube de humo que se dispersó horizontalmente desde su frente hasta la de Santiago: una niebla plana con olor a pasa vieja.
Santiago tomó aire, filtrado por las ascuas de su cigarrillo, y comenzó a hablar guardando el humo en sus pulmones:
- Cuando regresé a mi casa el día de la muerte de mis padres, vi que faltaba la torre de mi ordenador…
- Por cierto –lo interrumpió Julio-. ¿Han ido en busca del teclado y el ratón?
- ¿Eh? –se interrogó desorientado-. Sí, ayer. Fue el policía que me había citado para venir a verlo el lunes.
- Perfecto. Sigue, por favor.
- Pues eso –retomó Santiago-. Al ver que faltaba la torre, no me extrañó el estado de todo lo demás. Estaban cambiados de orden los libros que tenía en las estanterías. Le pregunté al policía si habían encontrado algo en la torre y durante el registro y me dijo que no había razón para hacer registro alguno, que la torre era para investigar si mi padre o alguien había dejado algún indicio que aclarara la situación.
- Y así es –aseguró intrigado Julio-. Y, sin embargo… ¿Estás seguro de que alguien revolvió tus cosas?
- No. No están revueltas. Están ordenadas, sólo que debieron coger los libros de varios en varios y los volvieron a colocar de manera inversa.
- ¿Eso no lo pudo haber hecho tu padre, o tu madre? –cuestionó Julio, escéptico.
- Imposible. Conocían perfectamente cómo tengo ordenados mis libros. Por temática y cronología.
- Está bien –admitió Julio-. Entonces, alguien registró la casa. ¿Qué buscaban? ¿El boleto de la quiniela?
- Sí.
- ¿Cómo lo sabes?
- No lo sé.
- Vamos a ver. ¿Tu padre jugaba con más gente ese boleto?
- No. Lo hacía él desde el ordenador. A través de la página de las “Loterías del Estado”.
- ¿Cómo es que tienes el boleto tú si lo hacía vía web? –dudó Julio, que cada vez comprendía menos aquella situación.
- Porque era yo quien le hacía todos los trámites –explicó el joven-. Y siempre imprimía el resguardo, aunque lo envían al correo electrónico del titular.
- Vale. Pero sigo sin saber qué relación puede tener ese boleto…
- ¡Vinieron a por él! –gritó, exasperado, doblando el cigarro entre sus dedos.
- Vamos a ver… Santiago –dijo con tono sereno para ayudarlo a volver a la calma-. Si el último partido se jugó a las… espera. ¿Tu padre ha acertado la de quince? Déjame ver eso –le pidió incrédulo, con la mano levantada. Santiago introdujo la mano dentro del abrigo, mientras sostenía el cigarro con los labios de medio lado, guiñando un ojo para evitar el humo. Le entregó una cuartilla doblada que el Inspector desplegó con ímpetu. Revisó el papel y volvió a hablar ante la mirada abatida del muchacho-: ¡Joder! En una sencilla. Tu padre era abogado de pleitos pobres. En una sola columna fue capaz de poner a ganar fuera de casa: al Almería contra el Atletic; al Huelva contra el Betis; y al Geta contra el Sporting. Pero es que también le pone a perder al Barça contra el Numancia. Impresionante. Esto tiene que dar mucha pasta ¿Lo has comprobado? –le preguntó acercándole el papel.
- No. Lo que he comprobado es que ya no existe esta apuesta. Y esta hoja puede ser perfectamente una falsificación hecha con cualquier programa cutre.
- ¿Cómo que ya no existe la apuesta?
- No, no existe. He entrado desde la Universidad en el perfil que mi padre tenía en la página de las Loterías del Estado y esa apuesta no consta como hecha.
- Pues haremos que nuestros técnicos abran el correo de tu padre…
- Tengo las claves del correo. Ha desaparecido. Han desaparecido todos los correos enviados por Loterías del Estado. Y, de hecho, no hay ni un solo acertante en las categorías de trece, de catorce, ni de quince. Y, al menos, uno tendría que haber.
Julio se quedó con los labios a medio abrir. Había dejado una frase fragmentada en su boca y se veía incapaz de terminarla porque, ya no cabía en el contexto que le había dibujado Santiago: alguien que conocía quienes eran los ganadores de los sorteos en tiempo real, se acercaba a la vivienda, borraba el rastro y anulaba la apuesta para que no figurara ningún ganador. ¿Quién podía tener la necesidad de sumar bote para los siguientes sorteos? Los ojos del Inspector se abrieron alarmantemente. ¿Sería posible que la propia institución promoviera, mediante delitos tan graves, el engrosamiento del bote como reclamo comercial? Había que tratar ese tema con mucha delicadeza.
- ¿Cómo podríamos demostrar que ese papel que tienes entre las manos es veraz?
- No lo sé, Inspector. Venía a usted para que me ayudara con ello.
- Vale. Vamos a hacer una cosa. ¿Tienes dónde ir? Quiero decir, que no sea tu casa ¿Tienes dónde?
- Si, podría irme con mis tíos. Me insisten constantemente en ello.
- Pues hazles caso. Y guarda ese papel lejos de ti pero donde nadie más pueda encontrarlo.
Santiago lo extendió y lo puso sobre la mesa de Julio.
- ¿Qué sitio mejor que éste? –dijo.
Julio miró detenidamente a Santiago y, ofreciéndole una sonrisa cálida -que no existía humano que recordara una expresión similar procedente del Inspector-, recogió el papel y lo guardó en el cajón de su mesilla.
- Ahora, marcha a la casa de tus tíos y, es más, ni siquiera pases por tu casa. Pero déjame anotada la dirección
Cuando se quedó solo en su despacho, Julio tuvo que asegurarse de que los pasos que iba a dar eran los apropiados porque era consciente de que el terreno que iba a pisar podía ser muy abrupto y desgobernado. Al cabo de unos minutos cavilando, llamó al Comisario para exponerle la situación. Después, le hizo las peticiones que, por seguridad, tenían que ser gestionadas directamente por él:
- Hay que pedirle, al departamento informático, que rescate todos los archivos borrados de la torre del ordenador. Si han hecho ver que el asesinato era “violencia de género” y un posterior suicidio, no se esperarán que se haga esta investigación y no habrán sido demasiado escrupulosos. Estoy convencido de que vamos a encontrar huellas dactilares en el teclado y de que no hicieron un borrado integral. Creo que hay que poner vigilancia y protección al muchacho hasta que lleguemos al fondo de todo esto.
El Comisario atendió estupefacto a toda la exposición que le hizo Julio y, sin perder un segundo, activó todas las medidas propuestas. Sobre todo, sabiendo que el Inspector se iba a ausentar desde aquella misma tarde para visitar a la familia de la mujer asesinada.
Un señuelo fue acompañado a la casa de los familiares de Santiago mediante los protocolos desplegados por el departamento de “protección de testigos”. Tanto la familia como él, fueron trasladados a un lugar secreto, hasta la resolución del caso, para asegurarse de que nadie pudiera rastrear su posición. Santiago tuvo que dejar de ir a la universidad y fue escoltado durante las veinticuatro horas del día. Por otra parte, Bruno se puso en contacto con el Inspector Valls, a instancias del Comisario, para coordinar las acciones; Ignacio siguió indagando las grabaciones; Samu analizó minuciosamente todo lo aportado por los forenses de los dos casos y se relacionaba con José Antonio para respaldarlo y conocer los pormenores de la investigación.
Julio, conectado con todos ellos por medio de su infalible e inagotable aparato telefónico, cogió su propio coche con la intención de llegar aquella misma noche a Granada.
- Regreso a los inicios
Su Mercedes SLK -de color gris marengo, con asientos de piel matizados con un perfil granate y con el salpicadero revestido de nogal, igual que la palanca de cambios- recorría la autovía A4, sinuosa e irregular en la mayoría del trayecto, como si fuera una pista de “bobsleigh” perfectamente peraltada. Hacía un par de años que no la recorría y, a cada kilómetro que dejaba atrás, los recuerdos se le iban liberando hasta la superficie del consciente como el carbónico de una cerveza: la primera casa que se pudo permitir en Armilla, por treinta mil pesetas al mes; el primer coche que se pudo comprar, un Rover 420 de segunda mano; el supermercado que visitaba quincenalmente y donde pagaba a crédito porque tenía su sueldo sujeto a cuotas de todo tipo, muebles, el coche, un préstamo que había pedido un par de años atrás para independizarse, y la propia tarjeta con la que se abastecía; las tapas que se tomaba en “La Cazuelita”, el antro menos recomendable en cuanto a salubridad pero donde la comida era deliciosa… Un viaje amenizado por aquellas reminiscencias que ayudaron a que las horas se fueran deshaciendo con ligereza. Sólo cuando llegó a Bailén, y tomó la A44 hacia Granada, se percató de dónde estaba y cuánto le quedaba para llegar. Era el preciso instante en el que la carretera comenzó a quejarse con un sonido ronco al sufrir la fricción de las ruedas. Era una carretera desastrosa y peligrosa en algunos tramos donde las curvas se encontraban sin altura en la zona exterior e invitaba a que los coches se proyectaran hacia fuera.
La noche se había cerrado profundamente y no había resplandor del más pequeño de los pueblos, que parecían esconderse entre las lomas que se repartían a los lados de la vía. La hora siguiente, sufriendo las roturas del firme y la irregularidad de su superficie, quiso pasar al ritmo de los parpadeos pesados de Julio y, cuando parecía que no iba a ser capaz de conservar los ojos abiertos, los carteles comenzaron a anunciar que en breve se podría tomar la A-92 hacia Sevilla o hacia Murcia/Almería. ¡Aquella era la señal! Enseguida quedaría cegado por la luz de los incontables polígonos comerciales –pues llamarlos “industriales” resulta impreciso, por no decir falso, ya que la industria no era precisamente lo que existía en la provincia, ni en la comunidad andaluza, que vivía de los servicios y donde, quien no era funcionario, trabajaba en la hostelería, de manera precaria, o de comercial para una firma desconocida con domicilio en alguna casa de alquiler sin amueblar.
El cinturón, que rodeaba a la capital granadina, era un cúmulo de pueblos apiñados como los arrabales a los muros de una ciudadela medieval. Cada pueblo contaba con tres o cuatro polígonos repletos de naves de distribuidoras, de todo tipo de productos, que saturaban la visión con carteles de colores resplandecientes de luz. Además, al llegar a la zona del barrio de “La Chana” se comenzaban a ver altísimas torres de iluminación que convertían la noche en día en el trecho de autovía que ofrecía salidas a los accesos de las zonas más céntricas de la ciudad. Era la una y media de la madrugada del jueves y los coches ya no circulaban por sitio alguno, aunque en la entrada anterior a la que él pretendía usar, una masa de jóvenes universitarios se apiñaban, en una vasta extensión, a consumir alcohol antes de atreverse a hablarle a la persona del sexo atrayente respectivo –el “botellódromo” lo llamaban-. Julio, tras hacer un gesto de descontento con la cabeza, continuó su marcha y entró con facilidad por la Calle de Recogidas hasta la Acera del Darro, donde lo esperaba una habitación, en un Hotel de cuatro estrellas, con una cama a la que no se pudo resistir ni un minuto. Cayó vencido.
El día no se había revelado aún desde el otro lado de la Sierra cuando Julio abrió los ojos. Ni siquiera los autobuses urbanos se habían apoderado del silencio de la noche pero, el Inspector, no tenía la costumbre de dormir en un lugar sin persianas, y el hotel sólo disponía de una cortina opaca que pretendía mantener la habitación en una penumbra insuficiente. Por todos los laterales de esa cortina aplomada, se filtraba una tenue luminiscencia procedente de las farolas del paseo del Darro. Por otra parte, dentro de su rutina estaba el no disponer de ella: dormir poco, a destiempo, por partes y con sobresaltos. De tal forma que, sin la menor queja por aquella luz insidiosa e indiscreta, se reincorporó, se vistió con el albornoz del baño y se sentó frente a su portátil a revisar los documentos de los que disponía antes de salir a indagar por cada población en la que hubiera una familiar de la víctima.
La primera carpeta que abrió, fue la referente a traducciones de documentos rescatados de la biblioteca británica. Y se detuvo a leer uno de los informes que había hecho el forense responsable en el Londres de finales del siglo XIX, Thomas Bond:
“Todos cinco asesinatos sin duda fueron cometidos por la misma mano. En los primeros cuatro las gargantas parecen haber sido cortadas de izquierda a derecha, en el último caso debido a la extensa mutilación es imposible decir en qué dirección el corte fatal fue hecho, pero arterial sangre se encontró en la pared en salpicaduras cerca a donde la cabeza de la mujer debe haber estado mintiendo.
Todas las circunstancias circundando los asesinatos me llevan a formar la opinión de que la mujer debe haber estado mintiendo cuando asesinaron y en todo caso, la garganta primer corte”
- ¿Mintiendo? –se extrañó Julio.
Abrió el programa de traducción e introdujo la palabra que correspondía con la transcripción “mintiendo”. El resultado fue, de nuevo, “mintiendo”, pero en un listado que figuraba debajo, aparecían otras palabras: “embustero”, “echado”, “acostado”. De tal forma que el texto volvía a ser coherente. Allí donde aquella mujer parecía estar engañando, lo que en realidad hacía era estar tumbada.
- Esto es un desastre –dijo para sí.
Pensó inmediatamente en que no podía estar trasladando los textos de una lengua a otra con tantas imprecisiones y sin que él contara con un conocimiento mínimo de gramática que le ayudara a dar sentido formal y veraz a aquello.
Siguió abriendo carpetas con archivos elaborados por Marti, por Ignacio y por Bruno. Allí se encontraba el nombre del Sargento de la policía local que, al instante, le hizo sentir la necesidad de conocer los pormenores de la situación familiar de aquel. Recordaba que Ignacio le había comentado algo de una jueza que había dejado de ejercer, de un coronel de la Guardia Civil y que había encontrado una peculiaridad al comprobar los apellidos del matrimonio.
- ¡Claro! –pronunció en un estallido de lucidez.
Había descubierto, y de nuevo lo iba a hacer en aquel instante, que la madre del Sargento tenía un solo apellido y era igual al del padre: Hernández. El padre, además, contaba con un segundo apellido: García. Después de echar aquella ojeada, sólo tuvo que ir a la primera página del dosier y encontrar el nombre y los apellidos del Sargento: Alberto Hernández García. Julio se mordió los labios un instante mientras pensaba en posibilidades que hubieran llevado a aquella circunstancia dentro de la familia. Se podían haber casado en el extranjero, pero le resultaba curioso que no hubieran normalizado la situación al regresar a España. Para cualquier otro Inspector, aquellos datos no serían más que material inútil, combustible fácil y efímero para el chismorreo. Sin embargo, para Julio era material de primera en su afán por involucrar al Sargento en el caso. Él sabía cómo conseguir que, aquella información accesoria y fuera de lugar, obligara al Sargento Alberto Hernández García a abrir sus puertas de tal forma que se entregara a la investigación. El primer paso fue enviar un correo a Ignacio -no lo llamó porque suponía, no que estuviera dormido (que lo estaba), sino que su vida no tenía tanta implicación con el trabajo como la de él-. En el correo le decía que averiguara si la madre sólo tenía un apellido o era un error del documento y que, en el caso de que no fuera un error, indagara si ese único apellido era de nacimiento o si lo había obtenido al casarse y, de ser por lo último, que encontrara el apellido que tuviera de soltera.
Una vez confirmada la entrega del correo, deslizó el puntero por el escritorio del portátil en busca del siguiente documento, el que le facilitó Bruno. En él estaban los datos de todos los familiares de la fallecida, junto son sus direcciones y sus respectivas ocupaciones. Trazó una ruta, comenzando por la Comisaría de Granada, siguiendo por Motril y terminando por los diferentes pueblos de la Sierra y del cinturón de la ciudad por donde se había repartido la familia más cercana de la mujer.
La luz natural comenzó a robar protagonismo a la artificial en las calles de Granada, difuminando el perfil de las cortinas de la habitación del hotel. Julio miró el teléfono para averiguar la hora y se percató de que le quedaba poco tiempo. Tenía que ducharse pero, antes, envió un correo electrónico a José Antonio; le pidió los resultados sobre la búsqueda de algo tangible en el análisis de accesorios informáticos del asunto del matrimonio muerto en la casa familiar. A su vez, pidió que hicieran una copia de todo lo que se había rescatado del disco duro; seguro que había datos relacionados con quien quiera que hubiera hecho uso del teclado y el ratón en los instantes siguientes a la muerte del matrimonio.
En quince minutos se encontraba dispuesto a salir a la calle. Era consciente de que, en Granada, tan pronto podía amanecer con sus calles paseadas por brisas gélidas y ariscas de las alturas de Sierra Nevada, como despertarse con un ambiente sofocante tan sólo con asomar la cabeza por la puerta. Pero, que, en ambos casos, a partir de las diez de la mañana, sobraría cualquier prenda que no se pudiera remangar y abrir por el pecho. A veces, merecía la pena apretar los dientes, y aguantar unos cuantos minutos de frío, antes que soportar el resto del día una carga en el hombro por fino que fuera su tejido. Se vistió con pantalones de lino de un matiz siena pálido, se lo ajustó con un cinturón de tela de trama gruesa de color beige, igual que los mocasines de ante, y se cubrió el torso con una camisa amplia con finas rayas verticales de color magenta sobre un fondo blanco perlado. Se peinó su pelo cano con las manos aderezadas con ceras, acondicionando sus mechones de manera aparentemente arbitraria, que bien podía parecer extraído de una instantánea de un hombre que se sacude la cabeza al salir de debajo del agua.
La temperatura era de catorce grados y el cielo estaba despejado. No había una brisa incómoda y se deleitó en un paseo antes de marchar de camino a la Comisaría. Subió desde el hotel hacia la falda de la colina donde se conservaba, por los siglos de los siglos, la ciudad palatina de La Alhambra. Caminó por la Calle de los Reyes Católicos hasta la Plaza Nueva, repleta de jóvenes inconformistas. Después, divisando ya el perfil fortificado de aquella obra maravillosa, recorrió el discurrir del río siguiendo la Carrera del Darro. Era un espacio estrecho y empedrado con un pretil escaso que desembocaba en una acera amplia y bien urbanizada donde las terrazas se extendían profusamente y donde los extranjeros se apiñaban a desayunar antes de recorrer las calles retorcidas y empinadas de los barrios viejos. Él, se tomó una caña de la cerveza granadina por excelencia, y le sirvieron un plato de migas y un montadito de lomo con salsa roquefort. En cualquier otra ciudad de España, habría supuesto un desembolso mayor a cinco euros pero, allí, con dos simples euros, fue más que suficiente.
De regreso al hotel, para recoger su coche y acercarse con él a la Calle Palmita para reencontrarse con sus antiguos compañeros, volvió a pasar por la Plaza Nueva. Se encontró con aquellos jóvenes que repudiaban el sistema capitalista en el que se había anclado el mundo y le sorprendió ver cómo uno de ellos escupía la cerveza que acababa de llevarse a la boca por estar a una temperatura excesivamente caliente. El Inspector se rió y quitó la vista, pero una voz inconfundible lo reclamó:
- ¿De qué te ríes, jodido facha de mierda? –pronunció uno de los jóvenes, que se sentía ofendido por la mirada despectiva que había recibido su compañero de fatigas.
Julio dudó un instante y miró la hora en su teléfono móvil. Al comprobar que podía permitirse el abuso de cinco minutos de su tiempo, se giró como una veleta arrastrada por un anzuelo en manos de un pescador novel e impetuoso. Tres jóvenes se pusieron de pie como si sus posaderas llevaran incorporadas ballestas. Un cuarto tipo, de mayor edad, se mantuvo en el suelo y sólo hizo un instintivo gesto para intentar contener el arrebato de los otros pero, al no poder, acomodó sus manos sobre las cabezas de sus perros y los acarició con aparente calma.
- Disculpad si os he ofendido –dijo Julio con un tono radiofónico y meloso, más propio de Carlos Herrera dedicándole sus primeras palabras diarias a la colaboradora de cada mañana-. Me he reído, es verdad –admitió-. Pero no de ti, ni de tu amigo.
- Sí, sí… -dijo con vehemencia el joven, que peinaba, o, mejor dicho, despeinaba su cabellera por medio de “rastas”-. “Le” has mirado y has girado el “geto” para reírte de él.
Julio volvió a sonreír.
- Insisto –dijo con su voz pausada y serena-. No me he reído de él. Me he reído porque he pensado en cosas mías.
- ¿Cosas tuyas? –se indignó el mismo joven, que apretaba los puños, agresivo, a pesar de contar con una corpulencia notablemente inferior a la de Julio, ya que se sentía respaldado por la mayoría aparente que suponía el grupo de amigos que tenía alrededor-. Tu “pijerío” y tu chulería son cosas tuyas, facha de mierda.
Julio miró a los muchachos que acompañaban al hombrecito locuaz, y finalizó poniendo sus ojos en los del más veterano, que no parecía haberse inmutado pero que conservaba los codos atenazados contra sus costados, a la espera de cualquier movimiento en falso del desconocido.
- Verás… niñato –dijo, al fin, sin perder su compostura ni la expresión de su cara-, me hace mucha gracia leer esos carteles con los que infestáis…
- ¡Tú sí que infestas! ¡Gilipollas! –gritó nervioso otro de los chicos- ¡¿Qué nos estás llamado, guarros?!
Julio no supo contener sus carcajadas aquella vez y, antes de que se diera cuenta, de todos los arbolados de la plaza, se fueron levantando jóvenes del mismo perfil que parecieron colocarse estratégicamente, como si fueran un equipo de pelota-base formado por treinta jugadores.
- ¡Eh! ¡Hijo puta! –chilló un tercero, el que había escupido la cerveza caliente.
El Inspector, sintió una mano rozando la manga de su camisa y, en un movimiento relámpago, tenía al lampiño con la rodilla en el suelo y retorciendo el rostro de dolor. Se movilizó la masa de individuos de ideología anti… todo, como un engranaje irregular y descoordinado pero que daba la hora de manera puntual y, al parecer, aquella era la hora. El tipo que se encontraba abrazando a dos canes, se levantó en tensión y, al momento, los otros dos muchachos que lo acompañaban se abalanzaron sobre Julio; no duraron un suspiro y rodaron por el suelo dejando sus extremidades en anarquía. El que se había puesto en pie, se quedó paralizado y, los que se habían movilizado hacia allí, terminaron por acercarse lentamente hasta colocarse detrás de aquél, como una comunidad aguerrida y solvente.
- En primer lugar –habló Julio como un orador ante sus discípulos-, el vidrio que tanto os gusta besar… está desinfectado y reciclado gracias a sistemas evolucionados, producto del capitalismo. –sonrió antes de seguir-: En segundo lugar, la cerveza tiene tratamientos para evitar que se estropee y, así, conseguir que pueda llegar a las manos de gente como vosotros gracias a un ímpetu comercial, capitalista, por supuesto, que pretende sacar beneficios… y saca muchos. –Se tornó serio al comprobar que los jóvenes, y no tan jóvenes, cambiaban su expresión, como si no quisieran seguir escuchando, como si aquello que se les iba a venir sobre el pensamiento pesara más que aquello de lo que pretendían escapar: trabajar por un jornal; sumarse al mundo, pagando impuestos y soportando tasas, para mantener las calles sobre las que les gusta vender sus manualidades, los bancos donde acostumbran a dormir y pasar el día y las carreteras que recorren, en vez de ir campo a través. Serio y fortaleciendo la voz, siguió hablando-: En tercer lugar –miró al hombre que había estado protegido entre sus dos perros-, me descojono al pensar en los aparatos eléctricos y en la industria que se mueve a vuestro alrededor porque representan la orgía final del capitalismo. La evolución de las cosas ha llegado por el interés, el afán de riqueza y de reconocimiento de la gente. Si no fuera por el capitalismo, la cerveza no habría cruzado fronteras, no se habría embotellado y no se habrían fabricado refrigeradores para que toméis esa cervecita fría. Les habría bastado con meter la cebada en hoyos en la tierra con agua y comérsela a bocados, como si fuera una papilla. Pero no, un tipo averiguó cómo traer hielo desde muy lejos… y se hizo rico. Otro hombre inventó una máquina que lo fabricaba… y se hizo rico. Otro hombre fabricó máquinas que enfriaban las cosas y se hizo rico. Miles de personas fabrican todas esas cosas, y se hacen ricos… y vosotros, os bebéis esa cerveza hecha por gente que se está haciendo rica con ello, que envasan su caldo en botellas que fábrica gente que se hace rica con ello, que se enfría en máquinas de esa gente apestosamente rica. Pero he ahí que, como la cerveza ya no esté al agrado de temperatura de vuestro paladar, lo escupís… vosotros sí que debéis de ser ricos para enriquecer a los demás y desperdiciar lo que adquirís. Por eso me descojono, no de vosotros… en todo caso… lástima es lo que siento al ver cómo os engañáis… porque cada cosa que queréis vender… o cada actuación que hacéis bufoneando para el deleite de los niños de los pijos fachas como yo… cada cosa que hacéis para conseguir un euro… os introduce en el sistema y, vosotros mismos, os habéis colocado en el último eslabón de la cadena.
Soltó al joven que aún tenía el brazo en algún lugar incierto de su espalda; los dos que habían terminado por los suelos lo observaban desde allí mismo, medio sentados; los demás farfullaban, le restaban importancia y lo mandaban a lugares donde no le gustaría estar a nadie y, poco a poco y antes de que Julio desapareciera por la Calle de los Reyes Católicos, todo regresó a la normalidad diaria de aquella plaza.
La temperatura del aire era agradable pero la del ambiente ya se acercaba a los veinte grados, y eso que aún no habían dado las nueve de la mañana. Julio se montó en su coche y cruzó toda Granada hacia el noroeste hasta llegar a los barrios despoblados, donde la ciudad terminaba. Aparcó sin dificultad frente a la Comisaría y, por primera vez desde su primer día de instituto, tragó saliva. Iba a volver a entrar allí y no sabía cómo lo recibirían ciertas personas. Abrió la puerta y el silencio era notorio, tanto que, entre algunas conversaciones inaccesibles y las pulsaciones de los teclados de los ordenadores, sumaban un murmullo incómodo y atronador. Julio miró de un lado a otro. No conocía a nadie y, por un momento, se sintió un auténtico veterano con derecho a reinar por aquellos pasillos hasta que una voz femenina lo reclamó desde una mesa haciéndole ver que se acercaba al límite, a la frontera.
- ¿Desea algo? –dijo con aspereza.
Julio la miró sorprendido, más por la pregunta que por la voz incisiva.
- Pues… soy el Inspector Araúzo, de la Brigada Judicial de Madrid Norte… vengo para hacer unas averiguaciones y quería presentarme ante el Comisario –le explicó con una voz pausada y contundente.
- Espere aquí un momento, por favor –dijo aquella mujer con un acento que recordaba al modo de hablar de Iznalloz: ceceando, abriendo las vocales y omitiendo las consonantes que finalizaban cada palabra.
Julio se quedó allí mismo, de pie, observando cómo se alejaba aquella mujer de tono arisco o, como decían los propios de aquel lugar, con mala “follá”. Aguantó la pose durante varios minutos mientras curioseaba con cautela al personal que estaba a la vista. Tenía cierto temor de que apareciera Antonio, y sabía que era un miedo absurdo porque, su destino, era el despacho de aquel, donde, juntos, recabarían datos y gestionarían las diferentes visitas que tenía que hacer, después, por supuesto, de presentarse ante el Comisario.
Julio esperaba que lo recibieran con urgencia y miraba de lado a lado, inquieto, de puerta en puerta y de mesa en mesa. De vez en cuando salía gente de algún despacho, pero no había noticias del Comisario ni de la mujer de gesto agrio que lo había retenido en aquel punto del recinto.
- ¿Qué desea? –dijo una voz ligera y grácil como la de un “granaino” jocoso.
- No se preocupe –respondió Julio mientras hacía un giro de cintura flexible y regresaba a su posición original diciendo-: ya estoy atendido.
- Discúlpeme –insistió el hombre-, que no termino de acostumbrarme a presentarme antes de hablar. Aunque lo suyo es que hable si quiero presentarme –seseaba notablemente pero pronunciaba las palabras como si exhalara vocales abiertas entre sonoras consonantes, imposible de imitar. Andaluz de pura cepa que, sin terminar de tomar aire, seguía hablando-: yo soy el Comisario Antonio Cepeda, para servirle.
Julio lo miró instintivamente desde los ojos hasta los pies, porque había poco recorrido, y le ofreció la mano mientras hacía un esfuerzo por reaccionar con el respeto debido. Aquél hombre no tenía más edad que los centímetros con los que superaba en estatura a un metro. Posiblemente el Comisario más joven de toda la Península.
- El Inspector Araúzo –dijo Julio.
- No, no. Que de verdad soy el Comisario Antonio Cepeda –respondió el hombrecito.
- Me refería –dijo a punto de pecar de ingenuo para, al momento, recomponerse y continuar-: Oh, disculpe estoy un poco espeso… -Sonrió-. Es un placer, Comisario. Yo soy el Inspector Julio Araúzo.
- Acompáñeme –dijo entre silenciosas carcajadas-, lo estábamos esperando desde que habló con Antonio.
El Comisario se adentró por el pasillo, por el que se había perdido la mujer antipática, hasta llegar a un despacho amplio y limpio repleto de muebles, libros y adornos, como si aquel hombre peculiar hubiera convertido… como parecía haber hecho todo el mundo, incluido Julio, su oficina en una extensión de su casa. El Inspector lo acompañó hasta allí sin pronunciar una palabra a la espera de que fuera el Comisario quien tomara la iniciativa, y así lo hizo.
- Cuénteme, Inspector… tengo entendido que ha muerto alguien en Madrid que tiene a su familia por aquí.
- Sí –confirmó Julio-, de hecho, ella procede de esta zona y…
- ¿Y espera encontrar al asesino en Granada? –inquirió sin modificar su tono agitado y dicharachero.
- Pues… creo que está descartado, por el momento. Lo que pretendo es investigar un vértice de la complicada historia que tengo entre manos a ver si encuentro algún indicio. El Comisario Ramón Sanz le pedirá que proporcione seguridad a los familiares de la asesinada, porque cabe la posibilidad de que también vayan a por ellos.
- Un ajuste de cuentas –dijo el Comisario bajando el tono, como si estuviera hablando para sí-. ¿Quién está enfrentado con esa familia?
- No lo sabemos, lo…
- ¿No lo saben? –se extrañó aquel hombre pequeño y extravagante-. ¿Entonces qué les hace pensar que cabe la posibilidad de que vayan a por más familiares?
Julio miró detenidamente a los ojos pequeños y brillantes del Comisario. Era un tipo de dos caras, si no eran más. Posiblemente había llegado hasta ese puesto usándolas a su antojo con la misma alegría con la que transformaba una presentación seria en un chiste y una exposición sencilla en un interrogatorio avieso e incómodo más propio de un juicio complejo plagado de intereses. Julio se relajó tomando aire lentamente y retiró la mirada para pasearla por las estanterías de manera fugaz. Pudo percibir en unas décimas de segundo que, en ellas, sólo había novelas muy variadas, una enciclopedia y unos archivos organizados anualmente desde 1987.
- Creemos eso –retomó la conversación antes de que el Comisario volviera a parpadear-, porque, a los pocos días del asesinato, atroz, por otra parte –divagó, dándole argumentos a su superior para que volviera a interrumpirlo y, así, poco a poco, conseguir que el Comisario terminara perdiendo los nervios sin motivo aparente-. Jamás había visto una masacre como aquella, ni imaginármela siquiera... mmmmm –se admiró señalando con sus ojos una novela de Antonio Gala-, “Café cantante” –dijo-, deliciosa…
- ¡Inspector! –berreó instintivamente el Comisario- No está respondiéndome a mi pregunta.
- Disculpe –pronunció Julio con el tono de voz más humilde que supo fabricar- es que “Café cantante” es una de mis preferidas.
- ¿Una de sus preferidas? –balbució indeciso- ¿Una de sus preferidas, de qué?
- Una de mis novelas preferidas de Antonio Gala.
El comisario, delatando su ignorancia literaria, miró hacia los libros con el ceño fruncido con gravedad y lanzó sus pupilas intermitentemente de las estanterías hacia el Inspector extraño, que hablaba con aquel acento castellano, pulido y rotundo. Julio, discretamente, sacó su teléfono del bolsillo y siguió hablando pero, aquella vez, sin darle tregua:
- Una prima de la fallecida ha desaparecido y creemos que va a ser la siguiente víctima.
El Comisario recibió aquella información de sopetón mientras intentaba procesar lo que habían hablado hasta ese momento. Julio caminó enérgicamente por el despacho, zigzagueando, hasta sentarse en la silla que se encontraba enfrentada a la mesa del Comisario y, aquél, se sentó a regañadientes, no sin antes lanzarle una mirada dura y soberbia mientras atendía a la explicación que el Inspector le daba a gran velocidad, sin darse un respiro:
- De cumplirse lo que estamos considerando, la siguiente víctima será uno de sus familiares, que están repartidos por toda la geografía granadina. –Se puso de pie de pronto y se excusó, antes de recibir la siguiente pregunta, con la intención de abandonar el despacho con urgencia-: Por cierto, Comisario… el tiempo apremia. Tengo que hablar con Antonio ya y estar en Motril antes de las doce del mediodía. Seguramente le resulta inconvenientes y poco adecuados mis modales, pero es un asunto que requiere de la máxima urgencia. Si me disculpa…
Al Comisario, se le había prendido la tez y, con la boca apretada para no dejarla vociferar al gusto de sus vísceras, le hizo un gesto protocolario indicándole la salida. Hasta se esforzó por dibujar una mueca que quería representar una sonrisa.
Julio salió con un semblante sereno, deseándole los buenos días, y cerró la puerta tras de sí. Sus tacones se oyeron alejarse hasta perderse por las escaleras, hacia arriba, en busca de Antonio.
- Maricón de mierda… la próxima vez que te me pongas delante con esa geta de hijo de puta que tienes… te la voy a poner guapa… tío mierda –pronunció el Comisario como si hablara en secreto con su propia mesa
Desde la lejanía, unos pasos se acercaron aprisa. A los pocos segundos, tocaron con los nudillos en la puerta.
- ¡Adelante! –gritó el Comisario.
- Disculpe –dijo Julio asomando la cabeza-. Creo que me he dejado por aquí el teléfono. –Dio dos pasos dentro del despacho sin esperar a que el Comisario lo invitara a entrar y, evitando que pudiera decir una palabra, volvió a hablar al tiempo que se adentraba con ímpetu hacia la silla-: ¡Ahí está! Se me debe haber caído cuando me he sentado. ¡Oh! –exclamó al recogerlo-... se ha puesto a grabar vídeo… -Al Comisario se le apagaron los colores del rostro al escuchar aquello-. No me extraña que se me gaste la batería tan pronto. Disculpe las molestias… luego nos vemos.
Julio salió del despacho dejando al Comisario hierático, pálido y con la boca sellada por todo lo que se había sucedido. Los pasos del Inspector se volvieron a alejar hacia las escaleras, junto a las cuales se encontraba el grueso del personal y, desde dónde, se reprodujo lo grabado. El Comisario, estupefacto, pudo escuchar su propia voz pronunciando lo que acababa de decir en su aparente soledad. Todo se quedó en un silencio profundo para, un segundo después, oírse los pasos de una persona subiendo las escaleras y perdiéndose por los pasillos de la planta superior.
Tal y como recordaba, el puesto de Antonio, se encontraba al final del corredor, a la derecha. Llamó con sutileza antes de girar el pomo y abrir la puerta delicadamente. Fue asomando la cabeza como un muchacho inquieto que no sabe lo que se va a encontrar. Al otro lado de la mesa, Antonio mantenía la mirada entretenida entre el teclado y el monitor mientras escribía sin parar; pura parafernalia, estaba tan nervioso que fingía trabajar. Le temblaban las manos y no podía escribir con la eficiencia que acostumbraba. Decidió teclear arbitrariamente concentrando su mente en intentar leer las cosas que escribía, al más puro estilo Dadaísta, y dio resultado porque, aunque sabía que Julio estaba subiendo, se distrajo hasta el punto de sorprenderse cuando la voz del Inspector se expandió por la estancia:
- Buenos días, Antonio.
El hombre, que por teléfono había sido firme, incisivo e, incluso, ladino, no pudo evitar tragar saliva y desviar la mirada hacia ningún sitio, constantemente, cada vez que intentaba volver a mirar a los ojos enormes de Julio.
- Ya has llegado… -acertó a decir.
- Sí, bueno, llegué anoche –informó, intentando aparentar normalidad-, y he entrado en la comisaría hace unos quince minutos, pero entre la mujer esa que me ha atendido y el Comisario, en fin –dijo, sin mucha seguridad, un Julio que se sentía incómodo, sin armas para romper el hielo.
- Ya –dijo Antonio, por decir-. Querrás toda la información que he localizado sobre la familia de esa mujer… supongo.
- Sí –respondió inmediatamente Julio-. Aunque también había pensado en que vinieras conmigo, tal vez podrías amenizar los trayectos contándome los cambios que han acaecido…
- No me parece muy buena idea, Julio –respondió notablemente afectado-. Una cosa es que haga el trabajo que me corresponde y otra es que pretendas hacerme aparentar cosas que no soy capaz de… bueno, ya me entiendes.
Antonio siguió tecleando con fuerza durante unos segundos, con la intención de desfogarse, y, al poco, cerró el programa en el que escribía para rescatar las carpetas que tenía preparadas para el Inspector. Extrajo los documentos y los mandó imprimir. Julio lo miraba sin saber muy bien qué poder decir o cómo actuar. Era muy incómodo estar en silencio a la espera de que terminara de trabajar la impresora, con sus pitidos y sus ruidos de cintas deslizándose y de papeles desplazándose por sus entrañas. De modo que habló:
- Bueno, al menos…
- ¡Al menos! ¡Nada! –lo interrumpió Antonio con los ojos brillantes y enrojecidos-. Cierra la boca, toma esos papeles cuando termine y márchate a hacer tu trabajo.
- ¡Ya está bien! –gritó Julio dando un paso al frente-. ¡Joder! Que pareces un chiquillo, Antonio. O dejas todo en el pasado y comenzamos con el presente o las vas a pasar putas.
- ¿Más? –Le tembló la voz.
- Sí, Antonio, más. Lo que ya has pasado, pasado está. Pero puedes evitar que siga estorbándote en el futuro.
- Qué fácil es decirlo –se quejó mirando directamente a los ojos de Julio con desprecio-. Sobre todo siendo un hijo de puta sin sentimientos.
- Mira, Antonio, ya estoy hasta los cojones –le espetó con desinterés, recobrando su naturaleza más fría gracias al hastío que le estaba generando sentir que aquello tenía el mismo cariz que unos cuantos años atrás-. Deberías darte una vuelta por el mundo, salir a la calle…
- No me vengas con sermones de que hay más peces en el mar, a mí no me jode no tenerte… me duele cómo me trataste…
- Que te calles de una vez, jodido tonto. Me la suda si hay más peces o no. ¿Tú te crees que tienes problemas? Yo también creía que los tenía. Siempre tenía algún problema que me quitaba el sueño… pero salir a las calles me ha hecho ver que soy afortunado. Mucho más de lo que merezco.
- Eso, ni lo dudes.
- ¿Y tú qué? Sal de una puta vez de tu burbuja de sufridor y mira a la gente a la que se le amontonan problemas, unos sobre otros, con hijos a cuestas, con parejas que les hacen la vida imposible, con enfermedades que no hay dios que las pueda asumir… Y tú lloriqueas porque un tipo que te trataba como a un excusado se marcha sin decirte nada. –Antonio abrió los ojos como si le hubiera salpicado una gota de nitrógeno líquido en la espalda-. Así que… ahora sí, cogeré esos papeles, cuando termine esa maldita máquina de moverse –dijo, señalando a la impresora con el brazo pesado-, y me iré a encontrarme con gente madura.
Dio la espalda a Antonio y se acercó a una silla donde se sentó a la espera. Antonio, por su parte, aguantó impasible hasta que Julio se quedó como “el Pensador” de Rodín y, sin decir una sola palabra más, salió del despacho a airearse y a lavarse la cara.
Los zumbidos rítmicos de la máquina mantenían la mente de Julio activa, inquieta y repasando la discusión al tempo. Pero, al poco, el aparato terminó de hacer su trabajo; recogió cartuchos y rodillos, exhaló mientras apagaba sus funciones y devolvió el silencio a la estancia. Julio sacudió la cabeza. Era verdad que se había portado de una forma poco noble con Antonio siempre, no sólo al irse de allí, pero también tenía razón en lo que le había dicho: una persona tiene que salir a flote haya arrasado su vida un huracán, un terremoto u otra persona. Pensando aquello, los ruidos que producía su propia mente se apagaron también y, entonces, el silencio fue absoluto, lo que permitió que trascendiera el murmullo del ajetreo normal de una oficina, que ya había regresado a su rutina después de que Julio subiera las escaleras. También se pudo escuchar una puerta cerrarse y unos pasos caminar hacia la habitación donde estaba el Inspector. Julio se apresuró a recoger los papeles del porta-folios de la máquina, para ofrecer naturalidad a la llegada de su ex amante. Se abrió la puerta, pero Julio no escuchó que nadie se acercara y, con unas cuantas hojas entre sus manos, volvió la cabeza para encontrarse a Antonio con el rostro templado, parado bajo el marco mientras mantenía sujeta la puerta con una mano.
- Bien. Termina de recoger eso y vamos.
No dijo nada más. Esperó tranquilo a que Julio ordenara las hojas y caminó un paso por delante de él por los pasillos de la Comisaría guiándolo hacia el parque móvil. Ante todo, Antonio era un gran profesional y, al parecer, aquella conversación le había ayudado a superar un estadio más, dentro de su amargura. Bajando las escaleras por el lado opuesto del edificio, Julio hojeaba todo lo que Antonio le había facilitado y se aventuró a hablar aún a riesgo de estropear aquella aparente calma.
- ¿Te importaría conducir? Me gustaría ir leyendo.
- ¿No esperarías conducir un vehículo oficial de la Comisaría de Granada? –le preguntó Antonio dejando clara la respuesta.
- Pues… en realidad no –comentó dubitativo-. Aunque... no me habría quedado otra si no hubieras accedido a venir.
- No seas ingenuo –sonrió de manera enconada-. ¿Crees que el Comisario iba a permitir que deambularas por su jurisdicción haciendo preguntas por doquier sin adjudicarte un chofer y espía?
- ¿Espía? –repitió Julio, sorprendido.
- Con cualquier otro Comisario habría dicho “chofer y respaldo”, pero con éste… no encuentro otra palabra.
Al final del corredor al que daba acceso aquella escalera, apareció la mujer que había recibido a Julio al acceder al edificio y, el Inspector, se acercó a Antonio a susurrarle:
- Ten cuidado al decir esas cosas en alto…
- Es peor la estupidez que estás haciendo… pareces novato –se rió Antonio.
La mujer se les fue acercando y Julio no le quitaba ojo. Ella lo tenía también en su punto de mira con aquella mirada fría y opaca. Cuando estaban a punto de encontrarse, la mujer levantó la mano y, con un tono de voz monocorde, dijo:
- Antonio, espera. No te lo lleves aún.
Julio lanzó una mirada inquieta a Antonio, que mantenía una actitud tranquila.
La mujer, volvió a desaparecer detrás de una puerta.
- ¿No te lo lleves aún? –volvió a susurrar Julio-. Se pensará que soy un delincuente la bruja esta.
Al momento de terminar su frase, la mujer regresó y se dirigió directamente a él.
- Aquí tiene, Inspector Araúzo. Cualquier cosa que necesite de esta Comisaría, no tiene más que notificármelo.
Julio recogió un papel de la mano de aquella extraña persona, de voz molesta y actitud arisca. Al abrirlo, se encontró tres nombres, tres direcciones de correo electrónico y tres números de teléfono.
- ¿Quiénes son? –preguntó, suspicaz.
- La primera, soy yo. La segunda es la Inspectora Verruguete y el tercero es el Inspector Ramos. Alguien que consigue sacar a la luz la perfidia del Comisario, es un amigo.
Diciendo aquello, la mujer pareció sonreír y se volvió a perder. Julio revisó el papel, lo dobló y se lo guardó en la cartera. Antonio lo miró con la frente plegada, atónito, y no se supo ahorrar la intriga.
- ¿Qué ha sido eso? –preguntó.
- ¿A mí qué me cuentas? –dijo estupefacto.
- Algo habrá querido decir con todo eso –se quejó Antonio sin quitar su cara de asombro-. ¿De qué hombre habla?
- Supongo que del Comisario –le indicó Julio.
- Vamos al coche… y allí me lo cuentas –pronunció, denotando preocupación y contento al mismo tiempo en un extraño conjunto de sonrisa y mueca de dolor.
Julio le relato, poco más o menos, lo que había sucedido a su llegada. Con el castellano redondo y seco del Inspector, las frases citadas del Comisario, sonaban... insubstanciales, pero Antonio era capaz de trasladar mentalmente aquellas palabras a la persona que las había pronunciado. Cuando, al final, le dejó oír la grabación, Antonio no pudo evitar reírse. La risa salió del fondo de algún sitio olvidado y sus carcajadas se fortalecieron y se prolongaron más de lo que en realidad se le había reclamado con aquel relato. Pero es que arrastraban la tensión acumulada desde que el Comisario fuera destinado allí. Un hombre enterado de cada episodio de la Comisaría, que llegaba cargado de prejuicios, de posturas prefabricadas y de enemistad hacia gente que ni siquiera tenía conocimiento de su existencia. Un Comisario que se había dedicado a socavar el ánimo de muchos de sus compañeros, el de él incluido, por causas como: inclinación sexual; ideología; creencia; filiación deportiva…
- Al principio –le contaba Antonio mientras recorría las calles de camino al centro de Granada, para ir en busca de sus cazuelitas acompañadas de una caña fresca de “alhambra sin”, antes de dirigirse a Motril-… nos resultó un hombre simpático. Era un tipo que se mostraba sonriente, capaz de hacer un chiste de todo. De hecho, hay gente que está feliz estando con él en la Comisaría. Es muy listo, el enano. Nos va minando en soledad. Yo, tardé en darme cuenta más de un año. Venía al trabajo con crisis de ansiedad sin saber por qué. Tuve que ir a la consulta de un psiquiatra, muy bueno, por cierto, que me ayudó a revelar qué era lo que me tenía tan incómodo. Mira que le hablé de un cabrón de mierda que me había hecho la vida imposible años atrás, pero el tío, obstinado, me insistía en que eso me producía rabia, nada más. Me pidió que le explicara, cada día, lo que había acontecido y, entonces, desveló lo que el Comisario hacía mañana tras mañana.
- ¿Qué hacía? –preguntó Julio, completamente absorbido por la historia.
- En realidad, nada –aseguró Antonio-. Era algo imperceptible.
- ¡Hombre! –se quejó Julio-. Perceptible tenía que ser para que el psiquiatra reparara en ello. Detalles que le contaste, o algo.
- Eso es lo curioso –dijo Antonio sonriendo-. Que no le conté nada de él porque no creía tener nada que contar.
Antonio apagó el motor del coche y descendió de él mientras, Julio, se mantuvo sentado unos instantes meditando para, un par de segundos después, aparecer por el otro lado del vehículo dirigiéndole una mirada inquieta a su compañero.
- ¿La ausencia de un jefe en tus relatos le llamaron la atención…? -se quedó en silencio un momento más, alejándose junto a Antonio hacia “La Cazuelita” mientras aquél asentía-. Un lince ese psiquiatra –admitió Julio.
- Sí. Todo un lince. De pronto, me preguntó: ¿Qué hace tu jefe cada vez que entra en tu oficina? Y según le respondí e iba viendo la cara que ponía, como si fuera algo elemental, descubrí lo que me trastornaba.
- ¿Qué hacía? –insistió Julio, que aún no había recibido la respuesta ansiada.
- ¿Qué les pongo? –gritó un camarero desaseado y mal afeitado, que vestía un delantal lleno de huellas grasientas donde restregaba sus manos para limpiarse las salpicaduras recientes.
Antonio, se percató del acento neutro y de la vocalización perfecta del muchacho y cayó en la cuenta de que era un estudiante del norte que, seguramente, era nuevo en el negocio. Levantó un papel plastificado donde se encontraba la variedad completa de las tapas que cualquier cliente podía pedir con cada consumición y de manera gratuita. Estaban numeradas como siempre y, Julio, que se imaginaba lo que iba a suceder al ver la sonrisa de Antonio, se cercioró de que el número veintiséis no existía y que se pasaba del veinticinco al veintisiete directamente, tal y como recordaba que sucedía cinco años atrás.
- Yo quiero una caña sin y un veintiséis.
Julio, sonrió también y rememoró algunas bromas que le habían gastado a él al llegar a Granada de novato. Miró al muchacho, que esperaba impaciente, por la muchedumbre que se comenzaba a agolpar para almorzar, y le dijo: