Capítulo XVIII: El tesoro de la familia
1
Geiranger, año 957
Faridah se encontraba a la puerta de su casa en la localidad de Geiranger, estaba arreglando unas prendas de lana para su hija Meroe y quería terminarlas antes de que volviera.
Se podía decir que aquella mujer era feliz, después de tantos años y aventuras por medio mundo, había encontrado la paz de su interior, tenía una familia que la quería y, ella adoraba.
Aún tenía fresco en la memoria cuando paseaba altiva por las calles de la ciudad de Miróbriga, cuando desdeñó a Ibrahim, aquel joven guerrero del califato de Córdoba que le pidió en matrimonio. Cuántas desgracias se habría ahorrado de haber accedido a ello. No hubiera sido hecha prisionera y esclavizada, sino que hubiera sido una esposa de un gran guerrero en el califato, pero, pensaba ella, que no hubiera sido más que una esclava en una jaula de oro, el gineceo, el harem.
Llegó a amar a Ibrahim, con él que tuvo a su hija Meroe, a la que quería con toda su alma.
Después conoció a Gunnar, aquel hombre que se jugó la vida por ella, en duelo a muerte contra varios adversarios a la vez, que la pudo hacer su esclava y sin embargo la hizo su esposa. Se llegó a enamorar de él perdidamente.
Solvi fue otro hombre en su vida por un breve período de tiempo, del que fue esclava bajo amenazas, pero en lo sexual despertó en ella algo que tenía dormido, la sumisión y el sometimiento al hombre en la relación sexual, pero al que no dejó de odiar.
Ahora con el paso de los años repasaba su vida en la puerta de su casa, y aún sin comprenderlo del todo, aceptó que había pasado de una dama cristiana remilgada y con mil reproches hacia todo aquello, a ser una mujer en plenitud, a la que nada le amedrentaba en el lecho. Tanto era así, que con su amado Gunnar tuvo ella que constituirse en la parte directora del acto, dada la inexperiencia del guerrero en aquellos campos, y que tomó con agrado las directrices a seguir.
Así y de esta forma aquella muchacha joven cristiana en otros tiempos y en tierras lejanas del sur llego a ser la dueña y señora en el lecho de su amado Gunnar, al que hizo muy feliz en todos los años que vivieron juntos en aquella casa, en aquella localidad de las tierras de agua y hielo.
Había acabado de coser y aún era temprano para la cena, así que dejando las telas en el interior de la casa, se alejó andando por las calles de la localidad, saludando y contestando a los saludos de personas que allí vivían, pues todos se conocían iba a casa de Finna.
Cuando llegó a la casa y Finna le franqueó la entrada, se dieron un abrazo. Hacía muchos años que eran amigas. Ambas sabían que habían compartido el mismo hombre, en diferentes épocas y las dos habían estado enamoradas de Gunnar casi desde que le conocieron.
—Le echo mucho de menos, desde que se marchó no soy la misma— decía Faridah.
—Gunnar era un gran hombre, con un gran corazón, sólo me apena no haberle dicho nunca que mi hijo era su hijo—, apostilló Finna.
—Créeme que aunque nunca dijera nada, sabía que Gunnar, tu hijo, era su hijo, siempre tuvo gran parecido con él, ahora mismo en la actualidad, es clavadito a su padre. Sí, él lo sabía, aunque nunca me dijera nada. Yo misma lo sospeché el mismo día que desembarque con él en esta aldea.
Gunnar había muerto hacía unos tres años, a causa de unas fiebres de las que el hombre que cuidaba a los enfermos en Geiranger no pudo sanar.
2
Había llegado a ser Hersir de Geiranger, y podía haber sido Jarl si se lo hubiese propuesto, pero él siempre estuvo apegado a su tierra y a los suyos. No quiso volver a dejar su tierra por nada del mundo.
Ahora que los jóvenes Gunnar y Meroe, sus respetivos hijos, estaban casados, las dos amigas recordaban aquellos tiempos en que descubrieron que ambos jóvenes se amaban, y cuando a Finna le pareció imposible que Gunnar se casara con Meroe, por pensar que eran hermanos, hasta que Faridah le tranquilizó diciendo que si bien Gunnar era hijo de Gunnar, Meroe, por el contrario, no era su hija.
Los jóvenes que desde que Gunnar y Faridah se establecieron en la localidad de Geiranger jugaban a todas horas, pues eran vecinos, llegaron a enamorarse a muy temprana edad.
Ahora en el tiempo en que tanto Finna como Faridah iban a ser abuelas, las dos discutían sobre qué regalar al hijo que fuera su nieto o nieta, cuando naciera.
Finna no era rica que digamos, pero sí Faridah gracias al botín que había traído Gunnar hacía tiempo y que bien invertido en tierras y ganado le reportaba siempre unas rentas anuales cuantiosas. Sin embargo, Faridah si tenía claro lo que le iba a regalar a su nieto o nieta y no sería el hacha de su esposo, que estaba colgada encima de la chimenea de la casa, desde su muerte.
Le iba a regalar algo que consideraba suyo, algo por lo que la recordara siempre, tanto su nieto como sus descendientes.
Cuando llegó el feliz acontecimiento, Meroe tuvo la ayuda de su madre y de Finna. Tuvo un hijo, un hijo al que nada más nacer se dirigió a él con el nombre de Gunnar. Creo que nada satisfaría más a las dos abuelas que ese nombre, a cada una por una razón distinta, al padre por ser igual que el suyo, y a Meroe por ser el nombre del único padre que había conocido y que la había querido con locura.
Faridah después de asistir a su hija, en su casa, que estaba próxima a la suya, se dirigió al lugar donde estaban enterrados los restos de Gunnar, y allí lloró de alegría ante su tumba. No pudo por menos que mirar la tumba de al lado, era la de su fiel perro Kappi, aquel que le ayudara en el pasado a rescatarla tanto a ella como a su hija. Pensó que fue un gran perro, y pensó en él con cariño. Aparte de las personas más allegadas a Meroe, como ella misma y Gunnar, nadie había querido más a Meroe que Kappi.
Pensó en la nueva vida que había llegado, y en que la suya se acababa o se encaminaba hacia su fin. Habían pasado muchos años desde que saliera de Miróbriga para casarse. Ahora era una vikinga, era la viuda de un vikingo, la madre de una vikinga, la abuela de un vikingo, hablaba y vestía como ellos, y aunque todos la conocían por el nombre de Faridah, ella sabía que seguía siendo Silvia, aquella joven cristiana de otros tiempos.
A los pocos días llegó a casa de Gunnar y Meroe, y llevaba algo entre sus brazos, envuelto en una tela y cuero llevaba el regalo que ella iba a entregarle.
—Gunnar, hijo de Gunnar y de Meroe, y descendiente de Gunnar y Faridah, te entrego a ti, en este día, y todavía cuando no tienes ni una semana de edad, la mejor espada del mundo, la espada que te hará invencible, «la espada negra», para ti y tus descendientes.
—Madre, sé lo que aprecias esa espada—, dijo Meroe, —sé que por ella estas aquí, y yo también, y mi hijo, sé que esa espada ha sido la protagonista de tu vida, y se me hace muy difícil comprender por qué te quieres separar de ella.
—Hija mía, Gunnar tu padre, la usó en un momento que la necesitó para salvar su vida y la mía. Yo se la lancé para que la asiera y pudiera seguir luchando. Salvó su vida y la mía, y se puede decir que la tuya. Desde aquel momento no se separó de ella hasta su muerte. Quiero que mi nieto la tenga, la use y se sirva de ella, por si algún día la tiene que usar para salvar su vida o la de sus seres amados. Te encarezco a ti hija mía a que tu hijo aprenda el uso de la espada, que lo haga de forma experta, y que transmita sus conocimientos a sus descendientes. Yo ya soy muy vieja, y no tardaré en reunirme con Gunnar.
Meroe asintió, sabiendo que a su madre le habría costado mucho desprenderse de aquella espada. Aquella espada representaba en cierto modo su vida. Por aquella espada se volvió a encontrar con Ibrahim, el padre de Meroe, por aquella espada conoció a Gunnar. Se podría decir que la vida de aquella joven dama cristiana de nombre Silvia, estaba escrita y se había escrito con la punta de «la espada negra».
3
Geiranger 975
Cuando con el correr de los años, el hijo de Gunnar y de Meroe, de nombre también Gunnar, cumpliendo los deseos de sus progenitores, desde pequeño se había ejercitado en el uso de la espada, primero con unas espadas de madera, acorde con el tamaño de su cuerpo, para pasar a unas de verdad, cuando era joven, había conseguido tener cierto grado en su manejo, pero podía decirse que fuera un experto con la espada pero no como lo era su abuelo con el hacha de combate.
Había heredado la corpulencia y el porte de su abuelo y de su padre, de nombre Gunnar como él mismo, y la belleza de su madre Meroe, y sobre todo de su abuela Faridah, sin embargo su color de piel era algo más moreno de lo habitual. Sin duda heredado de su madre, y su color de pelo rubio de su padre, los ojos eran grises azulados como los de abuelo Gunnar.
Su aspecto era desconcertante, la piel de un hombre del sur, con el pelo y los ojos de un vikingo. Algunas bromas tuvieron que soportar por ello cuando era niño, pero ahora que tenía 18 años eso ya había acabado.
Era un joven apuesto, al que según las malas lenguas, en la aldea se lo rifaban todas las jovencitas en edad casadera.
Ese aspecto sería una constante en los descendientes de Gunnar y Meroe. Acostumbrados a verlos, pero que los extraños los miraban asombrados.
Cuando le llegó la hora de embarcar a buscar aventuras, declinó hacerlo. Otra constante entre los mismos descendientes, que no tenían el anhelo de aventura que tuvo aquel guerrero conocido como «el hacha de Gunnar». Historias éstas, que le contaba cuando era pequeño, su madre Meroe, sobre las aventuras de sus abuelos y «la espada negra». Pero el joven, aun experto en la espada, no tenía ese afán de aventuras que tuvo su abuelo. Prefería andar cortejando a las jóvenes de la aldea.
Las acometidas de los vikingos se iban acomodando a los tiempos y cada día eran menos numerosas. A pesar de haberse constituido en varios ducados y reinos, desde el extremo norte al sur de Europa, y desde el oeste hasta el este en las estepas, ese espíritu aventurero que los empujó hacía más de dos siglos a buscar otras tierras, otros lugares, se iba apagando poco a poco.
El reino de Noruega se había consolidado, y casi en exclusividad las únicas rutas que seguían abiertas a la aventura, eran las del noroeste, hacia las islas del Mar del Norte, Islandia y Groenlandia. El tráfico de drakkars hacia esas islas del Atlántico norte no dejaba de crecer.
Las expediciones en esas latitudes traían noticias de nuevas tierras y nuevas exploraciones que alentaban aún el espíritu aventurero de algunos jóvenes vikingos. Se hablaba de un nuevo reino, en una isla cubierta de hielos, descubierta en el año 874, hacía ya casi un siglo.
Poco después un noruego llamado Erik el Rojo descubre Groenlandia en el año 981, y desde entonces ya no disminuirían las expediciones hacia aquellas lejanas tierras.
Ello desembocaría en que las ansias de expansión o aventura de los jóvenes vikingos noruegos tomarían muy probablemente y en exclusividad esa dirección.
Pero no sería hasta mucho tiempo después, cuando un descendiente de Gunnar y de Meroe, con un aspecto similar, alto, rubio, ojos grises azulados claros, debido a las circunstancias de la vida y a un crimen cometido que tendría que irse de su tierra, y comenzar una aventura que le llevaría aún más lejos si cabe que a su tatarabuelo Gunnar conocido como «el hacha de Gunnar». Este descendiente, de nombre también Gunnar, sin embargo no pasaría a la historia con ese nombre, pues siempre lo aborreció, debido a que todos sus ancestros masculinos se llamaban igual. El desde pequeño, había elegido un nombre distinto, y lo repetía una y otra vez, hasta que todo el mundo le conoció por el nuevo nombre.
4
El no afán de aventuras, el correr del tiempo, y la estabilización de los Jarls en el reino de Noruega, conllevó una tranquilidad en las aldeas más remotas del reino, que se dedicaron al comercio principalmente.
Con el tiempo, y al no ser necesaria llevarla consigo constantemente, «la espada negra» fue cayendo en el olvido y si bien se guardaba como un tesoro de la familia, y se heredaba de padres a hijos, aunque no siempre por línea masculina, pues a veces la única hija, era la que heredaba el arma, que transmitía luego a su primer hijo varón.
Tanto fue así, que hubo alguna generación que habiendo recibido de su padre o madre aquel tesoro, ni siquiera se molestó en verlo, sino que tal y como lo recibió lo guardó y lo transmitió.
La mejor espada de acero de Damasco, «la espada negra» cayó así en el ostracismo de los tiempos, sin que ninguno de sus poseedores temporales supiera siquiera de la magia de su acero. Después de varias generaciones, el nombre de Faridah volvía a sonar extraño, y lo de «la espada negra» y «el hacha de Gunnar», había evolucionado de la historia de los ancestros a la leyenda, para acabar en el escepticismo los que oían algo de aquella historia.
Sí que la localidad era la misma, las mismas tierras, el mismo fiordo, incluso los descendientes de Gunnar y Faridah, primero y Gunnar y Meroe después, vivían en la misma casa, con sus arreglos periódicos, que explotaban sus mismas tierras, y que gozaban de una posición envidiable, fruto de una buena fortuna, cuya base fuera el gran botín que en su día trajo «el hacha de Gunnar», pero de lo demás no se acordaban o no querían o simplemente encogían los hombros si alguien lo mencionaba.
La memoria colectiva, no sólo de los descendientes sino de toda la localidad, había olvidado aquellas cosas. Los jóvenes pensaban que eran cuentos de abuelas. Los más mayores decían que si eran leyendas sin fundamento. El único vestigio de aquello era una espada que llevaba mucho tiempo guardada como un tesoro familiar y que hacía años que no veía la luz del sol.
Qué tristeza hubiera embargado a aquellos que trajeron la espada, de saber que sus descendientes les habían de olvidar. Las piedras, a modo de lápidas, que un día estuvieron juntas, las de Gunnar y Kappi, primero y después la de Faridah junto a aquellos, hacía muchos años se habían roto y cambiado de lugar. Lo propio había ocurrido con las de Meroe, que fue enterrada junto a Kappi, su salvador. Nadie recordaba el sitio, y ya nadie sabía que allí bajo aquel abeto gigantesco a la orilla de un torrente que se alimentaba de una cascada a modo de hilo que bajaba sinuosa por entre las rocas desde lo más alto de aquella escarpada gris y verde que dominaba el fiordo, justo encima de la localidad de Geiranger, se encontraban enterrados Gunnar y Faridah.
Es más, alguno había pensado en cultivar algo en aquella zona, y sólo se salvaron las tumbas de haber sido removidas por ser la umbría del abeto que las protegía del sol.
Y la espada no había corrido tan mala suerte como parece, aún olvidada y sin apreciarse en lo que valía, se pasaba de generación en generación, pero no se hizo así con el hacha de combate, que se había puesto con su dueño, Gunnar, en su tumba, y allí permanecía enterrada sin que nadie supiera que allí estaba. Con el mango deshecho por el tiempo, y el metal corroído por la humedad.
5
Geiranger, año 1300
Aquel día fue especial. Gunnar estaba lleno de alegría, su mujer había parido un hijo varón y parecía que había nacido sano y fuerte. Nada más nacer comenzó a llorar, apenas cortaron su cordón umbilical, tan fuerte que algunos de los presentes tuvieron que taparse los oídos.
Desde luego era un niño grande, había pesado más de cuatro kilos y era largo, muy largo.
Le llamarían como él, como su padre y como su abuelo, como se habían llamado todos los hombres de la familia desde hacía muchas generaciones. Era una tradición y no iba a romperla. Se llamaría Gunnar.
Su padre lo reconoció públicamente como hijo suyo a los pocos días, en cuanto la madre pudo ponerse en pie, para estar presente en tal reconocimiento.
Ya desde pequeño, este niño se diferenciaba de los demás por sus rasgos físicos, por sus gustos por distintas armas que los demás, y por insistir desde su cuarto cumpleaños que se llamaba de otra manera.
Tenía el pelo tan rubio, tan claro que más bien parecía que era blanco, los ojos eran de un azul celeste, con tonalidades grises, pero clarísimos, y el color de su piel, que si al principio era blanca como la de los demás niños, se fue oscureciendo, llegando a ser algo más morena, lo que le daba un aspecto fantasmagórico y era objeto de burlas por los de su edad.
Poco a poco fue creciendo entre juegos y aprendiendo el uso y manejo del arco. Su padre le había confeccionado uno, a la medida de sus brazos y envergadura, a medida que cumplía años.
Cuando tenía la edad de 10 años, ya no fallaba ningún tiro con el arco a una distancia de 100 pasos. Se podía decir que era un experto con el arco, y sobresalía en esa disciplina por encima de cualquier niño o joven de su aldea.
Pero en el uso de la espada, que entonces sólo practicaban con un modelo de madera, era lo que se podía decir un inútil total. Todos le vencían, pero además lo hacían con cierta celeridad. A medida que iba cumpliendo años y por insistencia de su padre, se aplicó más en el manejo de la espada llegando a mejorar ostensiblemente en su formación. Todavía era vencido, pero ya no por todos los de su edad, aunque sí por la mayoría. Las luchas eso sí, aunque fuera vencido en el combate, a sus contrincantes les hacía falta más tiempo y el uso de mayores estrategias con la espada para vencerle.
Con 15 años de edad tenía ya la estatura de su padre, alcanzaba ya un metro y ochenta y cinco centímetros y era de complexión atlética, y sin duda era el mejor acompañante que se podía llevar para ejercitar la caza, gracias a su eficacia con el arco y las flechas. Era prácticamente imposible que fallara. Eso se debía a las largas horas que se ejercitaba con el arco desde su más tierna infancia. Se podía decir que su cuerpo y sus brazos se habían moldeado disparando flechas certeras.
6
Geiranger, año 1315
Aquellos años en que el joven crecía, en los que era un joven más de la aldea, en esos tiempos su felicidad y la de su familia era total.
Desde los diez años del joven, mientras practicaba con el arco, y escondida en la maleza, una niña año y medio más joven que el arquero, lo miraba ensimismada, y se alegraba cada vez que una de las flechas lanzadas daba en el blanco.
El joven que estaba aprendiendo a ser parte de la naturaleza que le circundaba, a mimetizarse con ella si era posible, en una cripsis visual, y cuando fuera necesario olfativa, pues todo ello le sería necesario para la caza y la supervivencia, a la vez que se empeñaba en controlar todo el entorno de su persona en ratio tal que nada se le escapase a sus sentidos de la vista, olfato y oído, había advertido la presencia de la joven desde los primeros días.
El mimetismo es una habilidad que ciertos seres vivos poseen para asemejarse a otros organismos (con los que no guarda relación) y a su propio entorno para obtener alguna ventaja funcional.
El objeto del mimetismo es engañar a los sentidos de los otros animales que conviven en el mismo hábitat, induciendo en ellos una determinada conducta. Los casos más conocidos afectan a la percepción visual, pero también hay ejemplos de mimetismo auditivo, olfativo o táctil.
Probablemente el ejemplo más popular es el del camaleón, cuyos colores de la piel cambian según el entorno donde se desplace. Aunque algunos científicos consideran que no es un verdadero mimetismo sino una coloración críptica.
El objeto del mimetismo puede ser la cripsis (camuflaje) pero, aunque muchos de los mejores ejemplos lo son a la vez de ambos fenómenos, no deben confundirse ambos conceptos. La diferencia radica en el mimetismo consiste en que un ser vivo se asemeja a otros de su entorno y la cripsis en que el ser vivo se asemeja al propio entorno donde vive para asegurar su supervivencia.
Siendo los seres humanos, y los primates en general, animales dependientes del sentido de la vista, los casos de mimetismo en otros campos sensoriales nos pasan fácilmente desapercibidos, sin ser por ello menos importantes. Un caso notable de mimetismo auditivo lo ofrece la lechuza terrestre o vizcachera, que anida en cavidades del suelo, donde los pollos responden a la aproximación de potenciales enemigos emitiendo un sonido como el del cascabel de una serpiente.
En cuanto a los sentidos químicos es conocido el caso de muchas orquídeas que vierten al aire sustancias miméticas de las feromonas de ciertas avispas o abejas, engañando a los machos, que creen así acercarse a una hembra de su especie.
Y la cripsis es un fenómeno por el que un animal presenta adaptaciones que lo hacen pasar desapercibido a los sentidos de otros animales. Es un fenómeno distinto del mimetismo, aunque frecuentemente aparecen asociados. El fenómeno contrario, cuando el animal presenta rasgos que destacan su presencia, se llama aposematismo.
La palabra cripsis proviene de la palabra griega (kryptos, lo oculto) que encontramos en criptografía, el arte o ciencia de cifrar y descifrar la información. Cripsis significa lo mismo que camuflaje, aunque en biología se usa con un sentido algo más amplio que el que la palabra anterior tiene en el lenguaje común.
La forma más sencilla de lograr la ocultación ante los depredadores es mantenerse inmóvil, y tratar de no respirar, y muchos animales reaccionan deteniendo todo movimiento cuando detectan una presencia potencialmente peligrosa. La mayoría de los animales cuentan con un sistema de procesamiento visual que resalta las pequeñas diferencias temporales en su campo visual. En muchos grupos, como los anfibios y los reptiles, la presa no puede ser reconocida si no se mueve, y ésta es la principal razón para que en cautividad se les tenga que alimentar con presas vivas.
Algunos animales han desarrollado la capacidad de moverse de manera que su cuerpo pueda ser percibido como otra cosa, por ejemplo una rama oscilando con el viento, o en cualquier caso de manera que el depredador no los reconozca como presas potenciales.
La forma más sencilla de ocultación visual es la que se logra mediante la homocromía (igual color) con el medio circundante. El color puede ser fijo, adaptado a un ambiente constante, o cambiante, adaptado a los cambios estacionales o a cambios rápidos propios de un ambiente heterogéneo. El primer caso lo ilustra la liebre ártica, parda en verano y blanca en invierno, cuando todo el terreno está nevado. El ejemplo clásico del segundo caso lo ofrecen los camaleones o las sepias, que cambian rápidamente de color a medida que se desplazan en su medio. Muchas especies presentan en esto polimorfismo, de manera que los individuos que crecen en un ambiente pueden presentar distinto color que los que lo hacen a unos cientos de metros, en un ambiente distinto por su color.
Un fenómeno específico de homocromía es el que se observa en animales que son más oscuros del lado por el que reciben la luz. Muchos mamíferos presentan un vientre de color más claro que el dorso. El mismo caso se observa en muchos o la mayoría de los peces pelágicos.
En muchos casos no se imita sólo el color general. Sino la textura visual. Es el caso de animales bentónicos, como los lenguados entre los peces o las sepias entre los cefalópodos. En algunos casos puede hablarse de un genuino mimetismo, cuando el diseño reproduce con detalle, por ejemplo, un fondo pedregoso.
Se estaba convirtiendo en un gran cazador, en un depredador nato de las altiplanicies heladas y los bosques verdes de Noruega, desenvolviéndose desde la más tierna infancia en ambos hábitat tan distintos, y de tan distintas épocas del año, harían de él un experto cazador, rastreador de las diversas piezas a cobrar.
Era capaz de recorrer grandes distancias por entre los hielos, tanto en trineo como a pie, y ninguna de las piezas a cobrar que viviera en los bosques en primavera y verano escapaba a su persecución. Su arma preferida, siempre que fuera posible, el arco.
Con aquellos años tan sólo, ya tenía la fama de ser el mejor cazador de la localidad, capaz de rastrear cualquier cosa, en cualquier tiempo y en cualquier época del año, amén de las distintas zonas de la región.
Sus vestimentas no eran las de un guerrero, pues estos llevan tanto peso encima, entre cota de malla, yelmo, escudo y demás que harían imposible el seguimiento de algunos animales. No, su vestimenta era de pieles de animales, teñidas en diferentes tonalidades verdes, que facilitaban el camuflaje entre la espesura de los bosques. Su vestimenta era por ende ligera, lo que facilitaba sus desplazamientos y su rapidez.
Sus armas, además de arco y las flechas, un cuchillo, pero sobre todo sus ojos, sus oídos y su olfato.
Así se había convertido en el mejor cazador, con diferencia, de aquella zona. Iba y venía por algunos días, y siempre volvía a casa con varias piezas cobradas.
Su padre le acompañaba en muchas de esas caserías, y a veces en el invierno con trineo. Pese a no llevar un perro, el joven Gunnar, era un experto en su decisión de elegir el lugar idóneo por donde transitar, tanto en la época invernal como en la estival. Perfecto conocedor siempre del terreno por donde se movía. El trineo siempre volvía lleno de animales y pieles, cuando volvían a la aldea.
El joven, con el tiempo, y tras haberse aproximado a la que antes fuera una niña, y ahora una joven hermosa de nombre Helga, se había llegado a enamorar de ella, y era correspondido.